Bajo el sol jaguar
By Italo Calvino and Esther Calvino
5/5
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About this ebook
Italo Calvino
ITALO CALVINO (1923–1985) attained worldwide renown as one of the twentieth century’s greatest storytellers. Born in Cuba, he was raised in San Remo, Italy, and later lived in Turin, Paris, Rome, and elsewhere. Among his many works are Invisible Cities, If on a winter’s night a traveler, The Baron in the Trees, and other novels, as well as numerous collections of fiction, folktales, criticism, and essays. His works have been translated into dozens of languages.
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Bajo el sol jaguar - Italo Calvino
Índice
Nota preliminar
Esther Calvino
Bajo el sol jaguar
El nombre, la nariz
Bajo el sol jaguar
Un rey a la escucha
Créditos
Nota preliminar
En 1972 Calvino empezó a escribir un libro sobre los cinco sentidos.
Cuando murió en 1985, sólo había terminado tres de los cinco cuentos: «El nombre, la nariz», «Bajo el sol jaguar» y «Un rey a la escucha». No cabe duda de que, si él hubiera podido completarlo, este libro sería hoy diferente. Considerando su obra anterior y las conversaciones que sobre estos cuentos mantuvimos, creo que no se hubiera limitado a escribir dos cuentos más, los que faltan, sobre la vista y el tacto. Sé que dudaba entre dos posibilidades: la de escribir un texto-ensayo de introducción como en Nuestros antepasados [Siruela, 2004], o, más probablemente, la de dar a la obra una estructura portante como en Si una noche de invierno un viajero [Siruela, 2006], en cuyo caso se hubiera tratado de un marco-novela, o sea otro libro.
En unas notas escritas pocos días antes de caer enfermo –cuando había comenzado a pensar en la estructura general del libro– Calvino se refirió a la importancia del marco y lo definió así el 2 de septiembre de 1985:
Hay una función fundamental, tanto en arte como en literatura, que es la del marco. Marco es aquello que señala el límite entre el cuadro y lo que está fuera de él: permite al cuadro existir, aislándolo del resto, pero recordando a la vez –y en todo caso representando– todo aquello que del cuadro permanece fuera de él. Podría arriesgar una definición: decimos que es poética una producción en la que cualquier experiencia singular adquiere evidencia destacándose de la continuidad del todo pero conservando como un reflejo de aquella vastedad ilimitada.
En realidad, sería preferible considerar Bajo el sol jaguar no como algo que Calvino comenzó y no terminó, sino meramente como tres cuentos escritos en diferentes períodos de su vida.
Esther Calvino
Bajo el sol jaguar
El nombre, la nariz
Como epígrafes de un alfabeto indescifrable, la mitad de cuyas letras han sido borradas por el esmeril del viento cargado de arena, así quedaréis, perfumerías, para el hombre sin nariz del futuro. Seguiréis abriéndonos las silenciosas puertas de vidrio, amortiguaréis nuestros pasos en las alfombras, nos acogeréis en vuestro espacio de estuche, sin ángulos, entre los revestimientos de madera laqueada de las paredes, vendedoras y patronas arreboladas y carnosas como flores artificiales seguirán rozándonos con los redondos brazos armados de vaporizadores o con el ruedo de la falda al estirarse de puntillas sobre los taburetes: pero los frascos, las botellitas, las ampollas con sus tapones de vidrio piramidales o facetados continuarán tejiendo en vano de un anaquel a otro la red de acuerdos consonancias disonancias contrapuntos modulaciones progresiones, nuestras sordas narices ya no captarán las notas de la gama: los aromas almizclados no se distinguirán de los cítricos, el ámbar y la reseda, la bergamota y el benjuí permanecerán mudos, sellados en el calmo sueño de los frascos. Olvidado el alfabeto del olfato que elaboraba otros tantos vocablos de un léxico precioso, los perfumes permanecerán sin palabra, inarticulados, ilegibles.
Una gran perfumería podía suscitar vibraciones muy diferentes en el alma de un hombre de mundo: como en los tiempos en que en los Champs Elysées mi carruaje se detenía con un brusco tirón de riendas delante de una conocida enseña, y yo bajaba precipitadamente, entraba en la galería de espejos dejando caer a un tiempo capa sombrero de copa bastón guantes en las manos de las muchachas que acudían en seguida a recogerlos, y Madame Odile venía a mi encuentro como volando sobre el falbalá: «Monsieur de Saint-Caliste! ¿Qué buenos vientos? ¿En qué, decidme, podemos serviros? ¿Una colonia? ¿Una esencia de vetiver? ¿Una pomada para rizar los bigotes? ¿Una loción que devuelva al cabello su verdadero color de ébano? ¿O bien», y pestañeaba acomodando los labios en una sonrisa maliciosa, «es un añadido a la lista de regalos que cada semana mis repartidores entregan discretamente en vuestro nombre, en direcciones ilustres y oscuras desparramadas por todo París? ¿Es una nueva conquista la que estáis por confiar a vuestra fiel Madame Odile?».
Y como yo, agotado por la agitación, callaba y me retorcía las manos, las muchachas empezaban a agitarse a mi alrededor: una me quitaba la gardenia del ojal para que ni siquiera su débil fragancia turbase la recepción de los perfumes, la otra me extraía del bolsillo el pañuelo de seda para que estuviera preparado a absorber las gotas de los muestrarios entre los cuales debía escoger, la tercera me vaporizaba con agua de rosas el chaleco para neutralizar el hedor de cigarro, la cuarta me pasaba una pincelada de laca inodora por los bigotes para que no se impregnaran de las diversas esencias trastornándome las narices.
Y la señora: «¡Ya veo, es una pasión! ¡Hace mucho que me la esperaba! ¡Monsieur no puede ocultarme nada! ¿Es una gran dama? ¿Es una reina de la comedia? ¿De las variedades? ¿O durante una despreocupada excursión al demi-monde habéis resbalado inesperadamente en el sentimiento? Pero ante todo, ¿en qué serie la clasificaríais: es dama de jazminados, de frutales, de penetrantes, de orientales? ¡Dímelo, mon chou!».
Y una de las vendedoras, Martine, me hacía ya cosquillas debajo de la oreja con la yema del dedo mojado en pachulí (y mientras tanto empujaba debajo de mi axila el aguijón de su pecho), y Charlotte me tendía para que lo oliera un brazo perfumado de acacia (en otros tiempos con aquel sistema había recorrido yo un muestrario entero dispuesto sobre su cuerpo), y Sidonie soplaba en mi mano para hacer evaporar la gota de eglantina que había depositado (entre sus labios se asomaban los pequeños dientes cuyos mordiscos yo bien conocía), y otra a quien nunca había visto, una chiquilla nueva (que en mi preocupación apenas rocé con un pellizco distraído) me tomaba como