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Ragnarök, la novena transición
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Ragnarök, la novena transición

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About this ebook

Ragnarök - parte I
Desde que la primera molécula replicante se arrastró sobre el fango, la selección natural ha sido el relojero ciego que ha conducido a los organismos portadores de ADN a través de las extinciones y las radiaciones evolutivas.
¿Nos encontramos en la encrucijada de otro de esos grandes cambios?
¿Se trata de una nueva extinción masiva o de una nueva explosión?
El ansiado apocalipsis por fin llegó, ya no hay dios en el mundo y las religiones son un recuerdo del pasado. Aunque el cataclismo que estuvo a punto de acabar con la humanidad fue de índole metafísica y casi mística.
El sistema monetario lucha con denuedo por perdurar, la civilización global aún se balancea al borde del abismo, el nuevo mapamundi está dividido en tres grandes bloques de poder, conglomerados geopolíticos que no son más que títeres en manos de poderosas transnacionales.
Un nuevo tipo de seres humanos, de dos especies distintas, ha surgido en la sombra.
Pero han sido conducidos por el odio de sus congéneres al límite de la extinción.
La única salida parece ser dar el gran salto a un mundo de redes, olvidar los viejos axiomas y dar paso a la novena transición. La genética surge como la clave para conseguirlo.
En el año 2043, Duncan y Earwyne se fugan del último campo de concentración de la historia. En pos de un destino mejor en el convulso Ragnarök en el que se hallan inmersos.

Ragnarök - parte II
Como bacterias en una placa de Petri, los seres humanos son arrastrados por el oleaje de la marejada genética que los situó en la última encrucijada evolutiva.
Duncan y Earwyne, una portadora de almas y un ex carcelero, prófugos del último campo de concentración de la historia, tratarán de sobrevivir en el convulso Ragnarök en el que se hallan inmersos. Un planeta tras el apocalipsis donde las grandes transnacionales han dado a luz a un nuevo mapamundi de características orwellianas. Un planeta donde los viejos valores se balancean al borde del abismo y el nuevo mundo de redes es aún joven y frágil.
¿Conseguirán los desesperados neandertales eludir los designios de la omnipotente Tyrell-Tagaca Corporation?
¿Conseguirá la ciencia proporcionar las respuestas necesarias para todos?
¿Conseguirán las dos especies forjar un futuro juntos?
El mundo apenas ha logrado subsistir, pero no es suficiente. La religión parece estar de nuevo a la vuelta de la esquina. La novena transición ya ha empezado y es ineludible.
Para poder sobrevivir al cambio, Earwyne y Duncan no tendrán más remedio que enfrentarse a la violencia, a la tiranía e incluso a sí mismos. ¿Aceptará Duncan la verdadera identidad de Earwyne? ¿Optará ella por sus anhelos personales o por su lealtad a la compañía?
La genética es una fuerza implacable ante la que todos deben doblegarse, pero los individuos todavía pueden tomar sus propias decisiones. Y cada decisión tendrá consecuencias. Aunque en ocasiones el artífice final del cambio sea la persona menos esperada.

LanguageEspañol
PublisherJuan Nadie
Release dateJan 20, 2018
ISBN9781370177493
Ragnarök, la novena transición
Author

Juan Nadie

En un lugar al sur de la Mancha, de cuyo nombre puede acordarse, nació Juan Nadie por pura y exclusiva intervención humana, que no divina. Además, como hombre metódico y ordenado que es (según él mismo, aunque pocos parecen estar de acuerdo) asomó por primera vez a este mundo justo el día de su cumpleaños, facilitándole así el recordatorio de futuros aniversarios a familiares y amigos.Tras una infancia tan anodina y una adolescencia tan onanista como la de cualquier otro, sus desvaríos mentales y aspiraciones fangosas llevaron a Juan Nadie a obtener un flamante título de grado superior, dotado de cartoncito de colorines, en el que unos señores que él nunca conoció certificaban su condición de aprendiz de brujo.Lanzose entonces a la conquista del orbe. Dotado con su primoroso título, y con una inagotable ingenuidad, vivió y sobrevivió en diversos lugares, aunque siempre en el mismo planeta. Tras acumular cicatrices en batallas diversas, los afanes sin mente del azar, la causalidad, la contingencia, la fatalidad y la serendipia, únicos dioses verdaderos, hicieron que Juan Nadie diese con sus maltrechos huesos en el borde del fin del mundo, allá por las tierras del noroeste. Allí reside desde entonces, arropado y arrumado bajo las alas de su musa favorita.Ya en su desvalida infancia, Juan Nadie mostró un insidioso regusto por la lectura de la letra impresa. No fue consciente hasta muchos lustros más tarde, pero quizá fue ya en tan temprana edad cuando el gusanillo de la escritura clavó sus colmillos en la tierna carne del infante. Sea como fuese, un buen día, en vez de engullir palabras, empezó a vomitarlas. La cosa continuó y continuó cual disentería imposible de contener. Las palabras se unieron unas a otras, y formaron ideas, y las ideas parieron situaciones y personajes. Y los personajes danzaron unos con otros y acabaron por conformar relatos. Incluso, para sorpresa de propios y extraños, mayormente él mismo, Juan Nadie acabó dando a luz alguna novela que otra.Lo que los hados del futuro le deparan a Juan Nadie, ni él mismo lo sabe. Pues ni colocándose en el papel de narrador omnisciente es capaz de rasgar el velo que cubre los eventos por venir. Pero la fama, la riqueza y la gloria son opciones nada desagradables por las que optar.

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    Book preview

    Ragnarök, la novena transición - Juan Nadie

    Línea Temporal Histórica

    1983 → 2043 d.C. (48 AD → 12 DD)

    1983 → Invención de la técnica de la Reacción en Cadena de la Polimerasa (PCR).

    1990 → Inicio del Proyecto Genoma Humano (PGH).

    2001 → Fundación de la empresa de biotecnología Tyrell-Tagaca Incorporated, en Delaware, EE.UU.

    2006 → Inicio del Proyecto Genoma Neandertal.

    2008 → Comienzo de la Gran Recesión a nivel mundial.

    2019 → Descubrimiento de neandertales congelados en Finlandia.

    2019 → Última reunión pública del G-20 en Reykjavík, Islandia.

    2020 → Fundación en secreto del Panel Internacional Para la Clonación de Neandertales (IPNC).

    2021 → Navidades Negras.

    2022 → Instauración generalizada del toque de queda.

    2022 → Aparecen las primeras empresas de suicidio.

    2024 → Se hace público el IPNC y los «primeros hermanos».

    2025 → Comienzo de las investigaciones sobre mecánica cuántica y enfermedades neuronales en el MIT.

    2026 → Publicación del histórico artículo sobre las variaciones cuánticas neuronales (VCN).

    2026 → Se desata la polémica sobre los portadores de almas.

    2027 → Fin del análisis de la población mundial con el lector VCN.

    2027 → Watson Redfield es contratado por la Tyrell-Tagaca Corporation (T&T Corp.).

    2028 → La T&T Corp. lanza al mercado el lector VCN portátil.

    2028 → La compañía Brotherhood Genetics Inc. anuncia el uso de neandertales jóvenes como mano de obra cualificada.

    2029 → La T&T Corp. lanza al mercado el lector VCN móvil.

    2029 → Se legaliza la pena de muerte en la mayoría de países.

    2030 → Abolición en la UE de la sanidad y la educación públicas.

    2031 → Comienzo del «Año de la Reflexión».

    2032 → Un artefacto nuclear arrasa Jerusalén.

    2032 → Comienza el Desastre.

    2032 → Fuga de los neandertales de Vaduz.

    2032 → Disolución del IPNC.

    2032 → Comienza la construcción de Ciudad Cúpula.

    2032 → La UE y el espacio Shengen se disuelven. Estados Unidos realiza el llamamiento de todas sus tropas internacionales. Todos los países cierran sus fronteras.

    2032 → Simón Crisol y Elisa Marconi se instalan en Ciudad Cúpula.

    2033 → La T&T Corp. reinicia en secreto el proyecto neandertal en Ciudad Cúpula bajo la dirección de Elisa Marconi.

    2033 → La mayoría de países declara el estado de excepción e impone la ley marcial dentro de sus fronteras.

    2033 → Las redes informáticas mundiales, el transporte público y el comercio internacional se colapsan y cesan.

    2034 → Las asociaciones y organismos internacionales desaparecen.

    2035 → Fin del Desastre.

    2035 → Asentamiento de los neandertales en el valle del Jerte.

    2035 → Comienza la construcción de la Reserva.

    2036 → Se establece el Año de la Reflexión (2031) como año cero de la nueva cronología mundial.

    2036 → Finaliza la construcción de la Reserva. Empiezan a llegar los primeros portadores de almas.

    2037 → De forma oficiosa, el mundo se divide en tres grandes áreas geopolíticas: Commonwealth, Unión Occidentalista y Coalición Euroasiática.

    2037 → Primer atentado de los traducianistas en Rouan, Francia.

    2037 → Duncan Salazar es contratado para la seguridad de la Reserva.

    2038 → Sofía de Borbón y Ortiz es nombrada presidenta de la Tercera República Española.

    2041 → Ataque masivo de los traducianistas a la Reserva.

    2041 → Duncan es nombrado jefe de seguridad de la Reserva.

    2043 → Earwyne Wallis es atrapada en Gales.

    2043 → Ataque suicida a la Reserva.

    2043 → Fuga de Duncan y Earwyne.

    2043 → Encuentro con los neandertales.

    Capítulo 1

    Los vehículos de transporte eran grandes, pesados y negros. Las furgonetas constituían la cabeza y la cola del convoy. Contaban con carrocerías blindadas, protección extra contra minas antipersonales y cargas explosivas, planchas de acero balístico y dispositivos contra ataques químicos y bacteriológicos. No tenían ventanas ni en las puertas, ni en los laterales ni en la parte trasera. Tan sólo el cristal del parabrisas, que era tintado y a prueba de balas. Entre las furgonetas marchaba un camión de cuatro ejes que arrastraba un enorme y cuadrado tráiler, de color oscuro y sin ninguna apertura visible.

    El polvo de la pista de tierra por la que circulaban no conseguía ocultar del todo el único distintivo que los vehículos llevaban grabado en sus puertas delanteras: las letras T cruzadas en forma de aspa dentro de una doble hélice circular de ADN.

    El logotipo de la Tyrell-Tagaca Corporation.

    Los tres vehículos tenían tracción independiente en cada uno de sus ejes, lo que permitía que circulasen sin problemas por el camino, lleno de pequeñas piedras y baches, que serpenteaba entre las encinas y las grandes bolas de granito pardo que asomaban de cuando en cuando entre el verdoso y frío suelo del invierno. El terreno por el que circulaban desde poco antes del amanecer había sido no mucho tiempo atrás una extensa dehesa, de suaves colinas, pueblos blancos y gentes taciturnas. Desde el Desastre, ya nadie vivía en esas tierras ásperas y pedregosas, ni se preocupaba por criar a los otrora afamados cerdos de pelo negruzco. La dehesa se iba transformando poco a poco en el bosque primigenio que antaño fue. De vez en cuando, unas matas de lentisco, arbustos de retama y pequeños grupos de chaparros se interponían en el camino del convoy. Eran arrollados sin que la velocidad de las grandes ruedas con clavos metálicos disminuyese un ápice.

    El cielo plomizo de finales de diciembre empezaba a teñirse con los colores del atardecer; naranjas y rosados comenzaban a brillar en el suroeste cuando los vehículos llegaron a su destino. Redujeron la velocidad conforme se acercaban al muro. A pocos metros del gran portón metálico, se detuvieron por completo sin romper la formación.

    El muro tenía unos cinco metros de alto, formado por grandes bloques de hormigón, de color gris oscuro, manchados por chorreaduras oxidadas. Se extendía varios kilómetros a ambos lados del portón y su progresiva curvatura indicaba que podía tener una forma más o menos circular. Aparecía coronado por una intrincada malla de cables electrificados y alambre de espino que se curvaban hacia adentro, hacia el espacio contenido por el muro. Cada pocos metros, entre la maraña de la alambrada, se erguían extrañas flores metálicas, con cañones paralelos en cada una que miraban hacia un lado y otro del muro, girando con suavidad bien engrasada y un ligero zumbido. Ametralladoras automáticas de 30 mm y calibre 0.50, cada una de sus balas capaz de reducir a un zorro a pulpa de tripas y huesos. Entre las ametralladoras, cámaras de televisión de circuito cerrado cabeceaban en giros de doscientos cuarenta grados, atentas a todo lo que ocurría más allá de los límites de la ominosa barrera.

    El muro, y lo que dentro de él estaba encerrado, se erguía en una pequeña llanura, rodeada por suaves colinas, que se estrechaba hacia el noroeste hasta acabar en unos pedregales por los que corría, en tiempo de lluvias, un pequeño arroyo. Entre el muro y la línea de los árboles se extendían unos ochocientos metros de tierra seca y libre de vegetación, piedras y obstáculo alguno. Los tocones muertos y las cicatrices de las excavadoras, ya casi cubiertas por un pasto ralo y amarillento, evidenciaban que el terreno había sido limpiado a conciencia.

    Dos paredes paralelas sobresalían perpendiculares al muro, de la misma altura y también coronadas por alambres y ametralladoras, aunque en este caso los cañones apuntaban todos hacia adentro. Las paredes terminaban en sendas torres circulares sobre las que se movían, en pequeñas grúas articuladas, cámaras de circuito interno de televisión, con sensores de movimiento y protegidas por gruesas planchas de metacrilato transparente a prueba de balas. Las cámaras apuntaban directamente a los vehículos que se acercaban. Entre las dos torres, se erguía un nuevo muro, formando así una especie de barbacana fortificada. Un espacio cuadrangular de treinta metros de largo por quince de ancho. Su aspecto evidenciaba una construcción posterior al muro. En la parte frontal de la barbacana había un gran portón metálico, de diez centímetros de grueso y redondos remaches que empezaban a oxidarse.

    Los vehículos se detuvieron frente al portón de la barbacana. Tras unos segundos de silencio, un chasquido electrónico cruzó el aire y el portón empezó a deslizarse hacia los lados con un quejumbroso gemido. Las ametralladoras del muro giraron e inclinaron sus cañones en dirección a los vehículos, en un movimiento que además de mecánico, tuvo mucho de saludo y advertencia.

    Cuando el espacio era el suficiente para permitir el paso del pesado camión, el portón cesó en su movimiento.

    Los tres vehículos aceleraron sus motores y entraron en la barbacana. Las cámaras en las torretas de las esquinas los siguieron en silencio.

    El interior estaba completamente desprovisto de construcción alguna. Era sólo un espacio aciago y vacío, limitado por las torres, los muros de hormigón y la alambrada. El suelo era de cemento, y se inclinaba ligeramente hacia los muros, dónde una serie de rejillas de hormigón armado evacuaban el agua de lluvia.

    Los tres vehículos se detuvieron en el centro de la barbacana y esperaron a que el portón de entrada volviese a cerrarse con un chasquido que dejó una nota lúgubre en el aire. Después, el portón en la pared del muro circular, empezó a abrirse. Por la abertura se podían distinguir varias líneas de verjas metálicas, alambradas electrificadas y, tras ellas, una explanada con edificios de diversos colores, no demasiado altos, y alguna que otra torreta de vigilancia.

    Por la parte interna del portón, un grupo de soldados dispuestos en filas, con uniformes grises de combate, y pertrechados con armaduras ligeras y cascos de color negro, apuntaban con enormes fusiles de asalto el hueco abierto en el portón.

    Primero entró la furgoneta a la cabeza del convoy. Se detuvo a pocos metros de los soldados, que no dejaron de apuntarles con sus armas en todo momento. Las puertas delanteras se abrieron y el conductor y el copiloto se bajaron despacio y con las manos en alto. Iban vestidos con uniformes de combate, con un patrón de manchas en negro y gris, de forma similar a los soldados que los encañonaban.

    —¡Quietos! —ordenó uno de los soldados, un tipo delgado y enjuto, de estatura media y voz agria que parecía estar al mando, aunque en su uniforme no lucía distintivo alguno de rango.

    El tipo bajó el fusil, que se quedó colgado de la bandolera, y sacó un artilugio con forma de caja cuadrada, con un visor en un extremo, que portaba sujeto al cinturón por un pequeño mango. Enarboló el artilugio y se acercó al conductor de la furgoneta, que permanecía en posición de descanso junto al vehículo, los pies ligeramente separados y las manos levantadas a la altura de las sienes.

    —¡Coño, Melquíades! No seas plasta. Esto no es necesario —dijo el conductor.

    —Ya sabes cuales son las normas, Manuel —replicó el soldado al mando en un tono que evidenciaba su limitada paciencia.

    —Tanto amor al reglamento no puede ser sano, Melquíades.

    —¿Quieres salir en la próxima recogida?

    El conductor refunfuñó, pero no articuló palabra alguna.

    Melquíades acercó la caja a la cara del conductor, que miró con los ojos bien abiertos a través del visor. Leyó en la pantalla del escáner la correcta identificación del hombre. Sonrió y asintió con un ligero movimiento de cabeza, pero no dijo nada. Se acercó al copiloto y repitió la operación, aparentemente con los mismos resultados satisfactorios. El resto de soldados, sin embargo, no dejaron de apuntar a la furgoneta y sus ocupantes.

    —¡Abrid la puerta! —volvió a ordenar el soldado al mando.

    Uno de los hombres bajó el fusil y se acercó al costado de la furgoneta. Abrió la puerta corredera con un seco tirón y se alejó varios pasos hacia atrás.

    De la furgoneta se bajaron seis soldados más, con uniformes grises y armaduras negras. Llevaban los fusiles de asalto bajados y el visor del casco echado hacia atrás. Se dispusieron en una línea al lado del vehículo y esperaron a que Melquíades certificase la identidad de cada uno de ellos mediante el escáner ocular.

    Finalizada la identificación, otro de los soldados se introdujo en la furgoneta y barrió el interior con un instrumento parecido a un detector de metales. Después se bajó y pasó el instrumento por los bajos del vehículo.

    —Está limpio, Melquíades —informó—. Ni explosivos ni transmisores.

    —Bien. Podéis pasar —dijo Melquíades dirigiéndose a los recién llegados en la furgoneta.

    El ambiente se relajó sensiblemente. Los ocupantes de la furgoneta saludaron a sus compañeros y se intercambiaron breves frases de camaradería, amistosas palmadas en el hombro y alguna sonrisa que otra. Una verja metálica se corrió a un lado. Los soldados volvieron a montar en la furgoneta, que traspasó la verja y se adentró en la explanada, hacia unos edificios bajos de techo curvo con el aspecto de grandes hangares.

    Después le tocó el turno a la furgoneta en la cola del convoy, que rodeó al camión y entró por el portón del muro circular. El proceso de identificación se repitió casi al milímetro. La furgoneta y sus ocupantes pudieron franquear la entrada sin problemas. Ya sólo quedaba el camión, que permaneció quieto y aislado en medio del espacio vació del interior de la barbacana.

    El pelotón de soldados volvió a apuntar con sus armas, pero la manera en que empuñaban los fusiles denotaba una mayor relajación. La tensión inicial tras la llegada de los vehículos casi se había evaporado en el frío aire de la mañana invernal.

    Melquíades hizo una seña con la mano hacia el camión. Con un chasquido, la cabina del vehículo se soltó del tráiler y avanzó hasta atravesar el portón. De la cabina bajaron tres hombres, que fueron sometidos a similar proceso de identificación ocular. El soldado con el detector barrió el interior y el exterior de vehículo, para después confirmarle a Melquíades la ausencia de elementos extraños o peligrosos.

    —¡Cerrad el portón! —gritó Melquíades.

    Entre gruñidos y chasquidos metálicos, el gran portón volvió a deslizarse sobre sus raíles hasta cerrarse por completo. El tráiler oscuro quedó abandonado y en silencio en el interior de la barbacana.

    Melquíades se dirigió al conductor del camión.

    —¿Qué tal ha ido la cosa, Carlos? —preguntó.

    El interpelado se encogió de hombros y escupió al suelo. Se sacó un arrugado paquete de cigarrillos del bolsillo de la pechera y ofreció a su superior. Melquíades negó con la cabeza.

    —Sin problemas. La misma mierda de siempre —dijo Carlos mientras encendía el cigarrillo.

    —¿Cuántos habéis traído?

    —Diecisiete. Seis adultos y el resto niños. Tres de ellos casi bebés.

    —¿En qué condiciones?

    —Las usuales. Deshidratados, hambrientos, sucios y bastante acojonados. Aunque probablemente sobrevivan. Excepto quizás uno de los adultos, que parece estar bastante jodido.

    —¿Los recogisteis a todos en Sevilla?

    —Sí. Nos los entregaron en los almacenes del puerto. Los habían traído en barco.

    —¿Quiénes eran?

    —Cazadores de recompensas. Albano-kosovares, ucranianos o polacos, o alguna mierda de esas. Tenían un inglés tan cerrado que apenas se entendía una mierda de lo que hablaban —dijo Carlos y volvió a escupir sobre el polvo de la explanada.

    —Esas nacionalidades ya no significan nada. Ahora todos somos ciudadanos de la Unión Occidentalista.

    —Más bien ciudadanos de T&T-landia. ¡Menuda mierda!

    —Ese tipo de comentarios no te ayudarán mucho.

    —¡Coño, Melquíades! No jodas —Carlos escupió al suelo—. Los países pueden haberse ido a la mierda con el Desastre. Pero la gente sigue ahí.

    —En eso tienes razón, Carlos. El mundo sigue lleno de hijos de puta.

    —Desde luego. ¡Ah! Estaba también un chino que no abrió la boca en todo el rato, pero que no perdía detalle.

    —¿Un hombre de la Sunrise International?

    Carlos se encogió de hombros.

    —Ni puñetera idea —dijo—. Yo no le pregunté y él no se presentó.

    Melquíades dejó escapar un bufido.

    —¿Algún problema con los cazarrecompensas?

    —No. Aunque no me hubiese importado volarle la cabeza a alguno de esos capullos. Son todos una puta escoria, como buitres.

    —Sólo hacen su trabajo.

    —Sí. Y gracias a ellos nosotros tenemos el nuestro. Pero eso no hace que me gusten más. No son mejores que esos pobres desgraciados a los que cazan.

    —Son sólo portadores.

    —Las niñas están aterrorizadas. Esos jodidos polacos han debido violarlas por todos los agujeros mientras nos esperaban.

    —Los portadores no pueden estar fuera de la Reserva, ya lo sabes. Es la ley. Nos pagan para que se cumpla —dijo Melquíades en un tono que carecía de todo humor o ironía. Las facciones de su rostro se endurecieron.

    —Joder, Melquíades. Son niños.

    —Son portadores.

    Carlos se encogió de hombros y dejó escapar un suspiro de resignación.

    —Bueno —dijo—. En todo caso, la transacción fue rápida. Con ellos iba un oficial de la Tyrell. Parecía un tipo competente, aunque tenía ciertas dificultades en mantener a los polacos a raya.

    —¿Nombre?

    —Johanssen o Johansson o algo así. Está en los papeles.

    —¿Y la ciudad?

    —El mismo montón de ruinas. Sin cambios. Aunque esta vez hemos visto menos ratas. Deben estar quedándose sin cadáveres que comer. Aunque después de ocho años, no deben quedar ni los huesos —rio Carlos—. Las carreteras están cada vez peor. Antes de llegar al puerto tuvimos que pararnos a quitar escombros para hacerle paso al camión. Por suerte, antes de entrar en Sevilla nos pasamos a recoger una excavadora en uno de los antiguos polígonos industriales. Nos vino muy bien.

    Melquíades asintió con seriedad.

    —Sería mucho mejor utilizar helicópteros —dijo Carlos.

    —El transporte aéreo está restringido, ya lo sabes. Además, no siempre encontraríamos donde aterrizar.

    Carlos emitió un suspiro de resignación, con aire de historia vieja, ya sabida y repetida. Tiró la colilla del cigarrillo al suelo y la aplastó con la punta de la bota.

    —Lo que pasa es que esos cabrones de Ciudad Cúpula no quieren arriesgar sus preciosas aeronaves. No sea que no puedan irse de putas a la Riviera francesa cada vez que les pique la polla —dijo sin disimular su desprecio.

    —Los jefes son los jefes, Carlos.

    —Lo sé, Melquíades, lo sé. Por mí pueden hacer lo que les salga de los cojones. Mientras me paguen con generosidad, seguiré siendo su fiel empleado —una amplia sonrisa se dibujó en el semblante de Carlos, dejando a la vista unos dientes grandes y blancos.

    —¿Algún problema con las bandas?

    —No. Esta vez tuvimos suerte. Nadie se atrevió a atacarnos. Aunque detectamos varias veces a un grupo que nos siguió durante un trecho. O quizá fuesen grupos distintos, no sé. Fuesen quienes mierda fuesen, el caso es que al final se largaron sin intentar nada.

    —¿Llevaban vehículos?

    Carlos asintió.

    —Coches y motos —dijo—. Algunos iban a caballo.

    Melquíades soltó un gruñido.

    En todos los países, sobre todo en las tierras de nadie fuera del control del gobierno y de las fuerzas paramilitares de la transnacional de turno, existían bandas de desarrapados de toda índole. Se organizaban en pequeños grupos, fuertemente armados, dedicados al pillaje y el saqueo. Su único objetivo, su única ocupación era robar, matar y violar. Formaban una nueva especie de vagabundos, de perros rabiosos, todavía sin nombre ni conciencia de grupo. Por lo general eran gente que lo había perdido todo en el Desastre. Vivían vidas miserables en los bosques y las montañas, alejados de las ciudades reconstruidas y los núcleos de población, a los que de vez en cuando atacaban. Eran rechazados y temidos por el resto de supervivientes.

    —¿Cómo fue? —preguntó Melquíades.

    —Poco después de pasar Écija, vimos un vehículo detrás de nosotros. Una furgoneta con aspecto de haber salido de un desguace. Nos siguió durante unos cuantos de kilómetros. O al menos eso parecía. Luego la perdimos de vista y no volvió a aparecer. Aunque detectamos movimiento a lo lejos. Pudimos ver con los prismáticos las motos y los caballos, pero ninguno se acercó.

    —¿Nada más?

    Carlos negó con energía.

    —Debieron pensárselo mejor y dieron media vuelta —replicó.

    —Está bien —dijo Melquíades—. Volved a los barracones. Os habéis ganado un descanso. Mañana a primera hora quiero un informe completo en mi terminal del centro de mando.

    —Lo que tú digas, jefe.

    Carlos y los otros soldados volvieron a subir a la cabina del camión. Atravesaron la verja y marcharon hacia los hangares. Melquíades contempló como se alejaban con el ceño fruncido.

    —¡Todo el mundo a sus puestos! —gritó Melquíades al pelotón de solados—. Tenemos que hacernos cargo de esos portadores.

    Capítulo 2

    Casi veinte minutos después de cerrarse, el portón interior de la barbacana volvió a abrirse. Aunque esta vez sólo unos pocos centímetros. Justo el espacio para que una persona pudiese pasar a través de la abertura. El pelotón de soldados volvió a alinearse frene a la ranura del portón, los fusiles levantados y listos para disparar.

    El tráiler seguía oscuro y silencioso en medio del patio de la barbacana. Las cámaras de las torretas lo apuntaban sin descanso. Las ametralladoras automáticas lo encañonaban con un suave ronroneo mecánico. Una quietud pesada y densa flotaba como una nube de mal augurio entre los altos muros de la construcción. La tensión entre los soldados volvió a subir varios grados. Los dedos volvieron a engarfiarse son ansia sobre los gatillos de las armas.

    Melquíades paseó la mirada por sus hombres. La mayoría de ellos asintieron en silencio. Se llevó la mano al hombro izquierdo y accionó el comunicador de onda corta que tenía enganchado en la hombrera.

    —¿Preparados? —preguntó en voz baja.

    —Todo listo, Melquíades —le respondió una voz desde el centro de mando de las fuerzas de seguridad, situado en un edificio en el interior de los muros.

    —¿Cámaras?

    —Todas en funcionamiento. Visión clara y buen enfoque. Preparados —respondió la misma voz.

    —Gracias —susurró Melquíades—. ¡Vamos allá! —gritó en voz alta para que lo oyesen los soldados que le rodeaban.

    Accionó un mando a distancia y las puertas traseras del tráiler se abrieron con un sonido de aire enjaulado que por fin logra la libertad. Las cámaras no pudieron detectarlo, pero del interior de la gran caja negra salió una vaharada caliente y apestosa. Portaba un olor denso y acre. Olor a humanidad, a cuerpos sin lavar arracimados durante demasiado tiempo; a sudor, orines y heces; a aire apenas renovado por las pequeñas rejillas de ventilación en el techo del tráiler. Olor a enfermedad y a miedo. El olor de los prisioneros, el olor de los cautivos. El mismo olor que siempre desprendían aquellos a los que se les privaba de su libre albedrío desde que la humanidad era humanidad.

    Las puertas se abrieron con un zumbido electrónico hasta chocar contra los costados del tráiler con un vibrante gong metálico. La caja del camión parecía ahora una especie de cueva ominosa y cuadrangular, una extraña serpiente con las fauces calientes y abiertas, a la espera de vomitar el contenido de sus entrañas. En el interior, las cámaras de vigilancia sólo podían adivinar oscuridad y sombras.

    Durante largos minutos no hubo ningún movimiento.

    Durante largos minutos, nada se movió.

    —¿Cámaras? —volvió a preguntar Melquíades al centro de mando.

    —Nada de nada. Permanecen quietos en el interior —respondió la anónima voz.

    —Activad el sistema de megafonía.

    —Hecho, Melquíades. Adelante.

    «Salgan del camión despacio y con las manos en alto», tronó la voz de Melquíades a través de los altavoces de la barbacana. «Lleven a los niños pequeños que no puedan caminar por sí mismos en un brazo y levanten la otra mano. Sitúense en fila india junto a la apertura del portón. Tres pasos de distancia entre cada individuo. Después irán entrando uno a uno según se les vaya indicando».

    Dejó escapar unos segundos. Luego repitió el mensaje en inglés.

    Los minutos transcurrieron.

    Nadie salió del camión.

    Melquíades repitió las instrucciones. Con la misma ausencia de resultados.

    —¿Cámaras? —volvió a preguntar.

    —Nada de nada, Melquíades. No se aprecia ningún movimiento. Vas a tener que sacarlos de ahí.

    El interpelado dejó escapar una maldición por lo bajo.

    Por cuarta vez, el sistema de megafonía volvió a lanzar su mensaje al aire de la barbacana. Las cámaras y las ametralladoras zumbaron inquietas.

    Melquíades arrugó el entrecejo. Su rostro cetrino y de rasgos angulosos pareció oscurecerse un poco más de lo habitual. ¿Qué demonios hacen esos desgraciados? se preguntó. ¿Por qué no salen? En las entregas anteriores, los portadores podían tardar un poco en asomar fuera del tráiler. Pero siempre acababan saliendo. Primero uno, que miraba como un animalillo asustado a todos lados, el terror y la confusión dibujados en un rostro marcado por la suciedad y el cansancio. Luego salía otro. Al final salían todos, con pasos vacilantes, hacia el portón, para colorarse según las instrucciones que se les ordenaban. Dóciles y abatidos. Alguno quizá se mostrase un poco altanero y rebelde. Nada que no se pudiese solucionar con un buen culatazo del fusil.

    Entonces… ¿por qué no salían?

    Melquíades ordenó a sus hombres que esperasen y mantuviesen las armas apuntando. Volvió a consultar con el centro de mando, con los mismos frustrantes resultados.

    Los minutos pasaban, pero no había movimiento entre las fauces abiertas del tráiler.

    La razón por la que las personas que formaban el cargamento del camión no salían al exterior era el miedo.

    Pero no el miedo a lo que pudieran encontrar fuera.

    Sino el miedo a lo que había dentro, con ellos.

    Eran diecisiete en total. Tres de los adultos, dos mujeres y un hombre, se arracimaban en un rincón del fondo del tráiler junto con los niños, cuyas edades oscilaban entre apenas doce meses y trece años. Las chicas mayores y una de las mujeres abrazaban con fuerza a los tres niños más pequeños, casi unos bebés. Los infantes yacían lánguidos y quietos entre los brazos de sus protectoras, los ojos cerrados y la respiración débil, aunque estable. El resto no estaba en mejor estado. Sus rostros aparecían demacrados y sucios, el cansancio y el hambre se reflejaba en sus rostros. Las ropas estaban manchadas y desgarradas en muchos sitios. Las lágrimas habían abierto surcos en la porquería que tiznaba sus mejillas, sobre todo en los niños. En el rincón opuesto, había un charco de orines y heces que atufaban el aire con un hedor cáustico y punzante, aunque ninguno de ellos parecía ser ya capaz de percibirlo.

    Todos se debatían entre la angustia causada por la premura a que los instigaba las palabras que les llegaban por el sistema de megafonía, la acuciante necesidad de salir de allí cuanto antes, y aquello que les bloqueaba la salida del hediondo cajón del tráiler.

    Todos miraban en silencio y con miedo a los otros prisioneros.

    Eran tres hombres, con aspecto de jóvenes, quizás rondando la treintena, aunque la suciedad de sus rostros impedía realizar una apreciación adecuada. Estaban separados del resto del grupo, a poca distancia de la abierta puerta del tráiler.

    Durante el agónico encierro en los viejos almacenes del puerto de Sevilla, y las largas horas encerrados en la caja del camión, los tres hombres se habían mantenido separados del resto de prisioneros. Su actitud había sido osca y agresiva en todo momento, aunque parecían estar en mejores condiciones físicas que sus compañeros de cautiverio. La desesperación y el abatimiento no parecían ser tan evidentes en sus gestos y en sus miradas. Su mayor preocupación había sido cuidar de uno de ellos, un hombre de cabellos rojizos que tenía todo el aspecto de estar enfermo de gravedad. Se había pasado todo el viaje medio adormilado y balbuciendo incoherencias, sostenido y atendido en todo momento por sus compañeros, que parecían profesarle una extraña devoción.

    Cuando el convoy traspasó el portón de la barbacana, los dos hombres se enfrentaron con el resto de pasajeros. Mediante gritos y amenazas les obligaron a acurrucarse al fondo del tráiler, y les dejaron muy claras las instrucciones de permanecer quietos y en silencio. Todos obedecieron sin rechistar.

    Después tendieron al pelirrojo enfermo cerca de la puerta y se arrodillaron junto a él. Parecían estar esperando algo, pero nadie sabía el qué.

    Las puertas traseras del tráiler se abrieron.

    La voz de Melquíades sonó por el sistema de megafonía.

    Transcurrieron los minutos sin que nada ocurriese. La voz repitió el mensaje tres veces más. Los instantes se desgranaron despacio, con esa lentitud que tensa los nervios y estrangula los estómagos.

    Los hombres que atendían al compañero enfermo empezaron a murmurar por lo bajo. Parecían estar rezando.

    Uno de los tipos pasó la mano por la frente y el cabello del pelirrojo tendido.

    —Ha llegado el momento, hermano —dijo.

    Su compañero asintió con gravedad.

    —Ha llegado nuestra hora —dijo en voz baja, apenas un susurro—. No nos queda más remedio que hacer lo que vamos a hacer. En un mundo sin Dios, en el terrible mundo que ha empezado a surgir tras el Desastre, somos el último reducto de la fe verdadera. La única voz que clamaba en el desierto, en defensa de los elegidos de nuestro Señor.

    —Que él nos ilumine y nos guie —replicó el otro.

    —Somos los soldados de la fe —balbuceó el pelirrojo desde el suelo.

    —Somos pocos, somos los únicos, somos los victoriosos —recitaron casi a coro.

    El grupo al que los tres hombres pertenecían nunca fue muy numeroso, y tras el ataque en masa protagonizado contra la Reserva apenas tres años antes, las filas habían quedado aún más mermadas. Las odiosas transnacionales habían intentado infiltrar espías en sus filas. Para manipularlos, alejarlos del camino verdadero y obtener algún beneficio a cambio. Como la maldita Tyrell-Tagaca Corporation, que mantenía encerrados a los elegidos tras esos aberrantes muros y alambradas. Una abominación que no podía ser consentida. Limpiar las filas del grupo de espías y manipuladores había sido un trabajo arduo y doloroso. Pero unos pocos seguían en la lucha. Unos pocos seguían enarbolando la antorcha de la fe y la verdad.

    —Estamos listos —dijo en voz alta uno de los tipos arrodillados junto al enfermo.

    Los tres sabían que no sobrevivirían a la aventura. El viaje en el convoy de prisioneros sería su último viaje. Pero la información que pudieran obtener antes de morir sería esencial para sus hermanos. El próximo ataque sería el definitivo. El que acabase con la odiada Reserva y dijese al mundo, de una vez por todas, que los elegidos no podían estar encerrados como animales. Los elegidos, aquellos a los que el mundo llamaba portadores de almas, eran la mano derecha de Dios. No podía ser de otro modo. Y ellos y su grupo eran la mano izquierda de los elegidos. Su ejército, su fuerza de choque. Los mártires dispuestos a sacrificarse por lo único bueno que aún quedaba en el mundo.

    La determinación y la certidumbre que les inculcaba su fe brillaba en la mirada de los tres hombres. Ellos estaban allí para cumplir los designios de Dios.

    —Adelante, hermanos. Dios está con nosotros —replicó el pelirrojo enfermo con un hilo de voz. Apenas pudo elevar la cabeza unos centímetros—. Por los elegidos.

    —Por los elegidos —corearon sus compañeros.

    Ante las miradas aterradas del resto del grupo, los dos hombres desnudaron al enfermo de cintura para arriba con rápidos movimientos. El pelirrojo se dejó hacer como si fuese un títere con las cuerdas rotas. Sólo emitió débiles gemidos. Uno de los hombres cogió su brazo izquierdo y mordió con fuerza en la parte interna del antebrazo, justo en una herida profunda a medio cicatrizar. Apretó los dientes y tiró con un brusco movimiento de cabeza. El pelirrojo dejó escapar un alarido a la vez que una gruesa tira de piel era arrancada del brazo. La sangre empezó a manar. La respiración del hombre tendido se volvió rápida y entrecortada, el aire silbando a través de los dientes apretados. El otro hombre los sujetaba con fuerza por los hombros contra el suelo. Algunos de los niños y una de las mujeres acurrucadas en el rincón chillaron con miedo.

    —¡Silencio! ¡Callaos! —gritó el que sujetaba al pelirrojo.

    Bajo la tira de piel arrancada, había una delgada hoja de metal, de apenas medio palmo de largo por una pulgada de ancho. Uno de sus bordes estaba afilado a conciencia. El hombre que arrancó la piel con los dientes cogió la cuchilla con cuidado, sujetó la cabeza del pelirrojo y lo degolló con un rápido movimiento. Los borbotones de sangre roja y espesa pronto formaron un charco sobre el sucio suelo del tráiler, empapó las ropas del pelirrojo y las perneras de los pantalones de sus verdugos. El pelirrojo intentó gritar y tosió sangre. El hombre de la cuchilla le tapó la boca con la mano. Su cuerpo se convulsionó varias veces bajo las férreas manos de sus compañeros. Los brazos trataron de alzarse, trémulos, agitando en el aire con manos de dedos engarfiados. Sus ejecutores lo sujetaron con esfuerzo contra el suelo.

    Antes de que pasase un minuto, dejó de moverse.

    Los dos ejecutores miraron al grupo en el rincón. Ya nadie gritaba ni chillaba. Ni siquiera los niños pequeños. Pero sus rostros expresaban algo más allá del terror y del miedo. Una especie de fatalismo y resignación, oscuros y profundos como un pozo cegado.

    El que aún sujetaba la cuchilla puso la mano sobre el pecho del muerto y empuñó en la otra la afilada hoja de metal. Cortó el vientre desde el esternón hasta el pubis, a lo largo de una línea de puntos de sutura. Arrojó la cuchilla al suelo y metió las manos en la caliente y sangrante herida. Extrajo una bolsa de plástico transparente. Con las manos húmedas y pegajosas, abrió la bolsa y sacó las pequeñas pistolas semiautomáticas. Le pasó una de ellas a su compañero.

    También sacó de la bolsa ensangrentada un pequeño objeto, redondo y plano como una moneda de poco valor. Se lo enganchó en la pechera del sucio jersey que llevaba puesto. Lo activó con una leve presión del dedo.

    Los dos hombres se miraron a los ojos durante tres o cuatro latidos.

    Amartillaron las armas.

    —Es la hora —dijo el de la cuchilla.

    —Es la hora —dijo el otro.

    —Por los ciento cincuenta y siete mártires.

    —Por la salvación eterna.

    —Estamos con Dios y los elegidos.

    —Y Dios está con nosotros.

    Ambos asintieron.

    Lanzaron una última mirada hacia el grupo del rincón y saltaron del tráiler con las pistolas en la mano y gritando.

    Rodearon con rapidez el camión, cada uno por un lado. Entonces se detuvieron en su carrera, confusos y aturdidos. Miraron con sorpresa y desesperación las lisas paredes de los muros y el espacio vacío de la barbacana. Por un momento parecieron dudar. Entonces vieron la pequeña apertura en el portón interior. Se lanzaron hacia ella.

    No llegaron a dar tres pasos.

    Las ametralladoras automáticas del borde del muro tabletearon en el aire del atardecer. Los dos hombres bailaron un baile absurdo de muñecos rotos mientras las balas del calibre 0.50 rompían huesos, destrozaban órganos y levantaban esquirlas de cemento del suelo. En pocos segundos ya sólo eran fardos de pulpa sangrante en los que las balas se hundían con un sonido húmedo y apagado.

    Una de las niñas mayores, con un bebé en brazos, saltó del tráiler chillando enloquecida. A sus espaldas se pudo oír la voz de una de las mujeres rogándole que no saliese del camión.

    Las ametralladoras volvieron a abrir fuego. Los lanzaron a ambos contra las paredes de la barbacana, donde dejaron una gran mancha de sangre con trocitos de carne y huesos. Las cámaras de las torretas no perdieron detalle.

    —¡Apagad las ametralladoras, maldita sea! —gritó Melquíades al aparato de radio enganchado sobre su hombrera izquierda— ¡Apagadlas! ¿Qué coño está pasando ahí dentro?

    Escuchó con el rostro contraído la respuesta de los vigilantes de las pantallas de televisión en el centro de mando.

    —Varios han salido del tráiler, jefe —dijo uno de los soldados que se había asomado con precaución por la estrecha abertura del portón—. Parece que iban armados. Pero ya no son un problema.

    —¡¿Armados?! —gritó Melquíades con furia—. Malditos cazarrecompensas de mierda. ¿Cómo han podido dejarlos pasar?

    Soltó varias imprecaciones y escupió al suelo con vehemencia. Después miró a sus hombres.

    —Está bien. Las ametralladoras han sido desconectadas. Lanzad las granadas de gas y colocaos las mascarillas. Vamos a entrar.

    Capítulo 3

    Las puertas del ascensor se abrieron al fondo del pasillo del primer sótano. Duncan Salazar salió de la caja metálica y caminó con el ceño fruncido bajo la excesiva luz de los fluorescentes. Las paredes, el suelo y el techo eran de color blanco. Las puertas estaban pintadas de blanco, así como los picaportes que las abrían. Incluso los letreros indicadores eran tan sólo escuetos puñados de letras negras sobre paneles blancos. Demasiada luz. Demasiado blanco. Demasiado claustrofóbico. Duncan torció la boca hacia un lado. Siempre había asociado la claustrofobia con lugares oscuros y estrechos. Los sótanos del centro médico eran amplios y profusamente iluminados. Pero aun así no podía reprimir un resabio de angustia cada vez que bajaba a sus entrañas. Desde que trabajaba en la Reserva, había descubierto que la claustrofobia nada tiene que ver con el color o con el espacio. Sino con lo que hay más allá; con lo que te rodea, aunque no llegues a verlo. Aunque ni siquiera esté ahí de verdad, tan sólo en tu imaginación.

    Los pasos de sus botas sonaron excesivos y pesados sobre las baldosas. Empujó las puertas batientes de la morgue, con sus redondos ojos de buey, y una bofetada de olor a productos químicos, a aldehídos y a tufo de carnicería le asaltó las fosas nasales.

    Había seis mesas metálicas, de aluminio gris, fijadas a las baldosas blancas del suelo. Tenían profundas acanaladuras a los lados y una suave pendiente que las hacía confluir en un pequeño desagüe en el extremo. Cuatro de ellas estaban ocupadas.

    Un asistente técnico se desembarazaba de su ropaje quirúrgico, incluidos guantes de látex, gorro y mascarilla. Los arrojó dentro de un contenedor de plástico marcado con el símbolo internacional de riesgo biológico. Saludó a Duncan con una leve inclinación de cabeza y salió por las puertas batientes.

    Duncan paseó la mirada por la sala, blanca y brillante bajo la luz de los fluorescentes. Sin que su rostro se alterase en lo más mínimo, se acercó y miró con detenimiento el contenido sobre las mesas.

    En la más próxima a la puerta se encontraban los amalgamados restos de la chica y el bebé que habían salido corriendo del tráiler durante el incidente en la barbacana. El doctor no parecía haberse tomado demasiadas molestias en separar los cuerpos. Duncan se encogió mentalmente de hombros. Tampoco servía ya para nada.

    En las otras mesas descansaban lo que quedaba de los dos tipos que habían saltado con pistolas en la mano. Un líquido oscuro corría aún por las acanaladuras de los laterales. La autopsia también sería rápida con ellos. Duncan trató de fijarse en los pedazos aún reconocibles de sus rostros, tratando de encontrar en ellos algún atisbo de información. Como eran de esperar, los muertos no le dijeron nada.

    Sobre la última mesa ocupada descansaba el cuerpo del pelirrojo. El torso y el abdomen estaban abiertos con una profunda incisión en forma de Y. Diversos órganos internos descansaban sobre las bandejas metálicas junto a la mesa. El cráneo había sido rebanado en toda su circunferencia, dándole a la cabeza el aspecto de un repulsivo cáliz vació. El cerebro estaba junto a la sierra, con su hoja circular aún manchada de sangre.

    A poco más de un metro del cuerpo, el doctor Luka Ulfer escribía sobre una poyata blanca mientras que con la otra mano se llevaba a la boca un sándwich de jamón y queso. Junto a los papeles que garabateaba descansaba los guantes quirúrgicos de látex manchados de sangre. Gotitas rojas salpicaban su bata. El olor y las vísceras no parecían perturbar en lo más mínimo su desayuno.

    —What´s up, doc? —dijo Duncan a modo de saludo.

    —Buenos días, jefe Duncan. ¿Qué te trae por la morgue? —replicó el doctor Ulfer levantando la vista de los papeles. Bajo sus ojos lucían unas profundas ojeras. Habló con un inglés pulido y carente de cualquier tipo de acento. El doctor Luka Ulfer hablaba español, por supuesto, aunque con un cierto deje afrancesado, además de otros idiomas. Pero sus conversaciones con el jefe de seguridad Duncan Salazar siempre las realizaba en inglés.

    El doctor miró a Duncan de arriba abajo y soltó una risita que no tenía nada de cómico.

    —¿Sabes qué, Duncan? —dijo con una cansada sonrisa—. Por un momento, entrando aquí con tu pistola al cinto y preguntándome «¿qué hay, doc?», me has recordado a John Wayne haciendo de sheriff en alguna de esas películas antiguas, Río Bravo, o Río Lobo o algo así.

    —Creo que te refieres a El Dorado —replicó Duncan, y palmeó las cachas del arma—. Pero esto no es un Colt 45, doc. Sino una de las semiautomáticas que fabrica la propia compañía, con munición de nueve milímetros.

    —Pero tú eres el sheriff.

    —Soy el jefe de seguridad de la Reserva.

    —Lo que tú digas, Duncan —Ulfer se encogió de hombros.

    —¿Qué has sacado de la autopsia?

    —Tendrás un informe completo en tu terminal al final de la mañana.

    —Dame un adelanto.

    —Causa de la muerte: exceso de balas. Excepto éste, desde luego —dijo el doctor señalando al pelirrojo sobre la mesa de aluminio.

    —¿De dónde sacaron las armas?

    —De las tripas de su amigo. El tipo llevaba una pequeña y afilada cuchilla insertada bajo la piel del brazo. Debieron arrancarle la piel con los dientes, o quizás se la arrancó el mismo. Con la cuchilla, sus camaradas lo degollaron de oreja a oreja, supongo que, para evitarle sufrimiento, y le abrieron el vientre. Las pistolas estaban alojadas en la cavidad peritoneal, en una bolsa de plástico hermético. Un trabajo hecho por un profesional, te lo aseguro. Muy ingenioso, desde luego. Y doloroso. Los análisis de sangre aún no están completados, pero el tipo debía ir atiborrado de analgésicos y narcóticos.

    —Imagino que así burlaron a los mercenarios.

    —Los cacheos no incluyen el interior del cuerpo, jefe Duncan. No creo que esos mercenarios lleven una máquina de rayos X portátil para ver qué llevan dentro sus capturas. Por cierto, en los restos de uno de los tipos que salieron del camión encontramos fragmentos minúsculos de algún tipo de dispositivo electrónico. Pero los pedazos no son suficientes para hacer una composición apropiada. Las balas lo trituraron.

    —Un ojo electrónico, lo más probable —replicó Duncan.

    —¿Un ojo?

    —Un grabador-emisor de imágenes y sonido. Detectamos un intento de transmisión fallida desde el interior de la Reserva. El modulador de frecuencias la bloqueó, desde luego. Sólo las comunicaciones autorizadas por la compañía pueden entrar o salir de aquí.

    —Intentaban grabar el interior.

    —Exacto —asintió el jefe Duncan.

    —¿Tienen mucho alcance de transmisión esos ojos electrónicos? —preguntó el doctor Ulfer con el ceño fruncido.

    —No, no lo tienen.

    —Imagino que inspeccionarías los alrededores de la Reserva.

    El jefe de seguridad asintió.

    —Los pájaros habían volado cuando llegamos.

    El doctor asintió con aire serio y se rascó el mentón.

    —¿Crees que eran traducianistas, doc? —preguntó Duncan Salazar.

    —Imagino —replicó Luka Ulfer con un encogimiento de hombros—. Con lo que me has contado del ojo electrónico, qué otra cosa podrían ser. Son prácticamente los únicos terroristas que quedan en nuestros días. Por el aspecto, esos dos parecen oriundos del Medio Oriente —dijo señalando con el mentón los montones de carne apelmazada sobre las mesas de disección—. Probablemente hermanos musulmanes de alguno de los antiguos grupos fanáticos. Aunque con lo poco que queda de ellos, es difícil asegurar nada. El pelirrojo es europeo, desde luego. Católico fundamentalista supongo. No me extrañaría que fuese irlandés.

    —Ya no quedan religiones, doc.

    —Sí. Ya no hay dios en el mundo, ¿no es cierto? Pero el fundamentalismo religioso aún perdura, Duncan. Eso lo sabes.

    El jefe de seguridad asintió. Claro que lo sabía. Era una de las cosas que más habían cambiado en el mundo en los últimos años. Una de las muchas extrañas consecuencias de la crisis de los portadores de almas y del Desastre que vino a continuación.

    Tras miles de años de presencia en todas las culturas humanas, el culto religioso prácticamente había desaparecido de la faz de la Tierra. Duncan estaba convencido de que eso no podía traer nada nuevo. El vacío dejado era demasiado profundo y demasiado rápido. La implosión era inevitable, aunque no pudiese decir qué forma tendría. Pero el fanatismo religioso aún persistía. En su último baluarte, en su último refugio: el traducianismo. Quizás la ideología más extraña de toda la historia, nacida a la sombra de los portadores de almas.

    Duncan se quitó la gorra un momento y se pasó la mano por la nuca. En la visera aparecía en blanco el logotipo con las letras T en forma de aspa dentro de una cadena de ADN circular. Dejó escapar el aire de los pulmones.

    —¿Qué hay de las armas? —preguntó.

    —Las están analizando en balística. Pero no creo que los chicos saquen mucho de ellas. Imagino que serán pistolas descatalogadas, de antes del Desastre, conseguidas en el mercado negro.

    El jefe de seguridad asintió con pesadez.

    —¿Eran portadores? —preguntó.

    —¿Los terroristas? Imposible saberlo. Un cerebro muerto no da ninguna señal en el lector de almas. De todas formas, mandaré muestras de sangre y tejidos a Ciudad Cúpula, para el análisis genotípico.

    Duncan se encogió de hombros. Lo que los chicos de las batas blancas hacían en los laboratorios de la casi mítica Ciudad Cúpula no era de su incumbencia. Aunque como casi todos en la Reserva, no podía reprimir un estremecimiento al pensar en que podría tratarse. Como uno de los jefes del equipo médico de la Reserva, el doctor Luka Ulfer sabría algo al respecto con casi total probabilidad. Pero Duncan estaba seguro de que violar la confidencialidad estipulada en su contrato pondría en serio peligro la salud del buen doctor. Duncan nunca le preguntaría de forma directa, y Ulfer no diría nada. Eran sólo profesionales que hacían su trabajo.

    —¿Y los niños? —preguntó Duncan señalando a la mesa más cerca de la entrada.

    —El resto del cargamento son todos portadores, así que no hay motivo para pensar que la chica y el bebé no lo fuesen.

    —¿Mandarás muestras de los portadores a Ciudad Cúpula?

    —Claro, como siempre. ¿Cuándo llega el próximo helicóptero?

    —Está programado para dentro de cuatro días, al final de la semana. El envío regular de suministros.

    —Estupendo. Congelaré las muestras hasta entonces.

    Las muestras, por supuesto. De todos y cada uno de los portadores en la Reserva se habían tomado muestras de sangre y tejidos que fueron enviadas a la central de la compañía, en Ciudad Cúpula, para su análisis y almacenamiento. Incluso de aquellos que habían muerto antes de traspasar los altos muros que separaban la Reserva del mundo exterior.

    No sólo los portadores. Cada empleado de la Tyrell-Tagaca Corporation también había sido sometido a similares análisis de sangre. Para el doctor y para el jefe de seguridad no había sido diferente.

    Según las directrices de la compañía, las muestras de sangre eran parte del chequeo médico al que se sometía a todos los empleados. Pero además de medir los niveles de lípidos, azúcares y glóbulos blancos, el departamento médico de la T&T realizaba genotipados de cada individuo. El genotipado, o caracterización genética, era el proceso por el que se determinada el genotipo o contenido genómico del individuo. El genotipo era el conjunto de genes de una persona, incluida la composición de sus alelos, es decir, las dos copias de cada gen que se hallaban presentes en cada una de las células del organismo; cada copia procedente de uno de los progenitores.

    El genotipado desvelaba la información genética de un organismo. En teoría, la información era utilizada por la compañía de varias formas. Por un lado, era guardada como parte del expediente del empleado. Como una tarjeta de identidad imposible de falsificar. Cada ser humano es genéticamente único. Un análisis de sangre y se desenmascararía al impostor. En el mundo tras el Desastre, el espionaje industrial estaba a la orden del día. Por otro lado, la empresa mostraba así su preocupación y cuidado para con sus empleados. El análisis genético podría revelar si el empleado en cuestión tenía algún gen que le otorgase predisposición a sufrir algún tipo de cáncer, a padecer glaucoma, esquizofrenia, alergia a los ácaros o a morir de un ictus. Que Duncan supiera, ningún empleado de la Reserva había sido nunca informado de nada al respecto. Ninguno había visto los resultados de sus propios análisis genéticos.

    —¿Qué hacen con las muestras en Ciudad Cúpula? —preguntó Duncan, y entrecerró los ojos.

    —Genotipados.

    —¿Y eso es…?

    El médico sonrió.

    —Análisis del genotipo. El conjunto de genes y alelos de un individuo.

    —¿Para qué? Ya se sabe que son portadores.

    El doctor se encogió de hombros.

    Duncan también sonrió. Casi estuvo a punto de guiñar un ojo. Las cuestiones científicas de la T&T eran un secreto bien guardado.

    —¿En qué condiciones se encuentran los recién llegados? —preguntó Duncan.

    Luka Ulfer sacudió la cabeza.

    —Las usuales. Deshidratación severa y malnutrición. Con la garganta y los bronquios irritados por el gas que les soltaron tus hombres en la barbacana. Abundantes hematomas y escoriaciones, y alguna fractura, aunque de poca consideración. Excepto uno de los bebés. Sufre una septicemia aguda. Lo hemos puesto en la UCI, pero veo difícil que se salve. Están todos en el pabellón de cuarentena. El personal médico hará todo lo que esté en sus manos.

    Duncan asintió.

    —El gaseado al que los sometió tu hombre, Melquíades, no ayudó precisamente. Fue del todo innecesario —dijo el médico.

    —Melquíades sólo hacía su trabajo. Y es muy concienzudo en ello —replicó Duncan.

    —Demasiado concienzudo, la mayoría de las veces.

    —Ya conoces cuál es su historia. Leíste el mismo informe que yo.

    El doctor agitó la cabeza con desgana.

    —¿Se recuperarán? —preguntó el jefe de seguridad.

    —Desde el punto de vista físico, probablemente sí. Otra cosa son las secuelas psicológicas.

    —Las chicas —dijo Duncan. Fue más una aseveración que una pregunta.

    El doctor asintió.

    —Las mujeres y las niñas mayores han sido violadas repetidas veces desde que las capturaron. Casi todas tienen algún tipo de desgarro interno, tanto en la vagina como en el ano. Una de las niñas tiene el útero destrozado. Deben estar acabando ahora la intervención quirúrgica. Nunca podrá ser madre.

    —Si es que vive para ello.

    —Sí. Si es que vive —dijo el doctor Ulfer con la mirada clavada en las baldosas del suelo.

    Duncan sintió un estremecimiento. Se alegraba de no pertenecer al personal médico. Eso le evitaba el primer contacto con los portadores recién llegados a la Reserva. El estado en que llegaban la mayoría de ellos era, como mínimo, lamentable. Muchos no llegaban a recuperarse nunca por completo. Cada vez era peor. Al principio, cuando se construyó la Reserva, los portadores llegaban en su mayoría en condiciones más humanitarias. Incluso hubo algunos que llegaron por su propio pie. Preferían la relativa seguridad de las instalaciones de la compañía a correr el riesgo de que los lincharan en el mundo exterior. Pero cada vez quedaban menos portadores ahí fuera. Los pocos que quedaban eran cazados como animales. Pobres desdichados, se dijo Duncan en más de una ocasión. A fin de cuentas, no era culpa de ellos pertenecer a esa peculiar minoría que había desatado el odio y la destrucción en el mundo.

    Trataba de insensibilizarse en lo posible. No era su problema, desde luego. Él estaba allí para velar por la seguridad de todos aquellos, portadores o no, que vivían dentro de los altos muros de hormigón y las alambradas.

    Aun así, había cosas que no podía evitar sentir.

    —Me gustaría hablar con los adultos lo antes posible.

    El doctor meneó la cabeza con lentitud.

    —¡Hum! Una de las mujeres está en estado de shock postraumático. Le hemos aplicado una dosis considerable de sedantes. No creo que te sirva de mucho en unos tres o cuatro días, quizás una semana. La otra mujer y el hombre están algo mejor. Pero dame veinticuatro horas para que se recuperen un poco. Podrás hablar con ellos mañana.

    El jefe de seguridad clavó la mirada en el rostro del doctor. Luka Ulfer era un hombre pequeño y vivaz, de tez cetrina, pelo oscuro y gruesas gafas de montura de plástico. Sus documentos atestiguaban que era de nacionalidad suiza, del cantón de Berna, donde había trabajado como médico forense y jefe de cirugía en el prestigioso hospital universitario de la ciudad. Aunque de eso hacía ya mucho tiempo. En una época distinta, no demasiado lejana, pero que a Duncan se le asemejaba de otro mundo. Imaginó que al buen doctor también se lo parecía así. Como a la mayoría de las personas que conocía. Los que habían sobrevivido. Una época que a veces parecía fantástica, como sacada de las películas y las novelas de ficción. Eso fue antes del 32. Antes del Desastre.

    Duncan se preguntó por enésima vez qué había llevado al doctor Ulfer a convertirse en el jefe forense del equipo médico de la Reserva. Suiza era uno de los países europeos que habían salido con menos daños tras los tumultos y la violencia. La proverbial neutralidad suiza había sabido mantenerse incluso a través de las ciénagas del Desastre. Aunque a duras penas. Suiza era el único país de la vieja Europa que seguía siendo casi como fue. El único país europeo que no estaba alineado dentro de la Unión Occidentalista. Ahora Zúrich era la sede de casi todas las grandes compañías europeas, incluida la central financiera de la Tyrell-Tagaca Corporation.

    La sede oficial, se entiende, burocrática y legal. La sede real, donde se fraguaba todo, donde estaba el gran jefe, donde estaban los laboratorios, era Ciudad Cúpula. La metrópolis futurista emplazada en las proximidades de lo que otrora fue la pequeña ciudad de Cuenca.

    La T&T pagaba con generosidad a sus empleados. Todos los que trabajaban en la Reserva, ya sea personal médico, de seguridad o mantenimiento, cobraban sueldos y tenían privilegios que no encontrarían en ninguna otra parte. Pero el doctor Ulfer parecía un hombre dedicado y competente. Aunque Duncan lo encontraba en exceso frío y distante. Una frialdad que trataba de disimular, sin demasiado éxito, bajo una superficial capa de cinismo y humor negro. El doctor relataba con el mismo tono de voz tanto las atrocidades sufridas por los portadores que llegaban al pabellón médico, como el último recuento de tubos de ensayo del almacén. Era como si su capacidad anímica se hubiese desgastado hasta lo irrecuperable. Lo cual no era de extrañar. El Desastre los había marcado a todos, sobre todo a los supervivientes. El resto, se limitaron a morir. Las cicatrices eran profundas y nunca se borrarían. Pero Duncan no podía dejar de sentir el picotazo de la curiosidad. ¿Cómo había acabado aquí el doctor? ¿Cuál sería su historia? Por desgracia, aunque era el jefe de seguridad de la Reserva, no tenía acceso a toda la información de los expedientes del personal médico. Como tampoco lo tenía a los expedientes de los directivos.

    Luka Ulfer nunca se había mostrado proclive a desvelar los recovecos de su pasado. Y Duncan nunca había preguntado. Él ya tenía suficiente con su propia historia. Que cada palo aguante su vela, era su filosofía. O al menos sólo las velas de aquellos que te importan de verdad.

    —Está bien, doc —dijo el jefe de seguridad—. Mándame ese informe en cuanto lo tengas. Y hazme saber si averiguas algo nuevo.

    —Lo que tú digas, jefe —replicó el doctor, y volvió a concentrarse en su escritura y en su bocadillo.

    Capítulo 4

    Duncan respiró con alivio cuando abandonó el pabellón médico y salió al exterior. La mañana era más fría que la sala de disecciones, y también más limpia. Se subió la cremallera del cuello del uniforme,

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