Zarpazo otra cara de la violencia
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Zarpazo, otra cara de la violencia es la extraordinaria narración de las memorias de guerra del sargento segundo del ejército colombiano Evelio Buitrago Salazar, quien con heroísmo, disciplina, inteligencia, audacia y valor sin par, combatió con éxito contra las cuadrillas de bandoleros conservadores, liberales y comunistas que durante la aciaga época de la violencia en Colombia escenificada en el lapso 1953-1965, regaron con sangre de víctimas inocentes, los campos de los departamentos de Quindio, Valle, Caldas, Risaralda y Tolima.
Este es un libro apasionante, de esos que el lector no desea soltar después de que inicia a leerlo, debido a la claridad del relato, la crudeza de los hechos, la realidad que vivió Colombia por culpa de los directorios de los partidos políticos que estimularon la violencia fratricida como forma de sacar del camino a los adversarios políticos, y de paso robarles todas las propiedades, abusar sexualmente de sus esposas, hermanas e hijas y asesinar a los niños para que no creciera la semilla del adversario.
Los relatos del sargento Buitrago constituyen un alud de sucesos que como catarata de verdades llegan uno a otro, para que el lector, evidencie de primera mano la realidad de una guerra, en la que se necesitaban héroes como Buitrago y decisiones políticas de Estados para aclimatar la paz.
Zarpazo otra cara de la violencia, reforzado con las vivencias del sargento Buitrago que logró infiltrarse en una cuadrilla de bandoleros para conocer todo el modus operandi y luego con base en esos conocimientos destruirlos, no solo es una obrabrillante obra literaria sino un manual de enseñanzas prácticas a los ciudadanos comunes y corrientes de detalles para mejorar su propia seguridad y para los organismos de seguridad de los estados, para comprender mejor la mentalidad de los criminales.
Libro recomendado ciento por ciento.
Evelio Buitrago Salazar
Sargento del Ejército de Colombia Evelio Buitrago Salazar del arma de artillería, especializado en inteligencia militar y operaciones tácticas de contrainsurgencia.la extraordinaria labor militar del sargento Evelio Buitrago en la búsqueda, localización y destrucción de cuadrillas de bandoleros comunistas, liberales y conservadores durante la aciaga época de la violencia en Colombia acaecida entre 1953 y 1965, lo catapultan como un referente en la conducción operacional de pequeñas unidades de combate en ambientes de guerrillas, querra irregular y acciones de choque contra grupos terroristas o movimientos revolucionarios armados.Por sus extraordinarios méritos militares y por los grandes aportes que hizo a la paz de Colombia, el sargento Evelio Buitrago Salazar es el único suboficial de su especialidad y categoría jerárquica que ha sido condecorado en Colombia con la Cruz de Boyacá. máxima presea patriótica reservada solo a quienes aportan sobresalientes servicios a la majestad de la patria y la integridad de la república.Con la escritura de estas memorias de guerra, el sargento Evelio Buitrago demostró no solo ser un gran soldado, sino un excelente literato.
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Zarpazo otra cara de la violencia - Evelio Buitrago Salazar
INDICE
Prólogo
Nací en Sevilla
Artillero marchad corajudo
La Rochela
Apareció la violencia
Una redada
Soldado en la Compañía D
!Así no juego mi coronel!
Ataco, como el nombre lo indica
El serrucho de Rooke
Semana santa y patrullaje
Por el occidente de Caldas
Tráfico de armas
El Puntudo
¡Socorro!
La cruz a cuestas
¡Mataron a mi tiente Jaramillo!
¿A cómo las carabinas?
Buen susto
Uno más en la cuadrilla de Conrado
Extorsión y vivac
Veinticuatro menos cinco: diecinueve
Criptografía
Plan de acción
Orgia de sangre
Del ahogado, el revólver
Café Granadino
Canes centinelas
Motín a bordo
La remesa
Éxodo
Conrado busca a Pelusa
Agente viajero
El paredón
Granadas de mano
La dama de los ojos zarcos
Entierro de primera
Tarzán, El Zorro y un Conejo
Más sobre lo mismo
En un café de Armenia
Tras de la reja
El Ñato Armendariz
Otra vez con El Ñato
Arancel de muerte
Sedalana
Cartas sobre la mesa
Un secuestro
Mecánico electricista
Puente Roto
Benditas hélices
Boyeyo
La víspera de año nuevo
El encuentro con La Gata
Como se esfuma una cuadrilla
El fin del Mono Orozco
Hombre al agua.
La Cruz de Boyacá.
Comentarios
Epilogo
Adición
PRÓLOGO
El sargento 2° Evelio Buitrago Salazar, perteneciente al arma de artillería, conocida en tiempos de Luis XIV como Ultima Ratio Regum, entrega a los lectores la compilación de sus memorias, ordenación de sucesos vividos por el durante los años de lucha contra el bandolerismo.
Soldado ciento por ciento el relato de su actuación en el Quindío, en el Valle del Cauca y en el Tolima, está despojado de vanidad y desprovisto de exageración, y eso habla muy bien del autor que ostenta por sus méritos la Cruz de Boyacá.
Sin pretender disminuir la bien ganada fama del sargento Buitrago que personifica el coraje del suboficial colombiano, podemos afirmar que en los capítulos o escenas fascinantes de su libro, pueden nuestros hombres de armas encontrar parte de sus propias vidas, fragmentos de sus propias hazañas cumplidas en diferentes tiempos y lugares en pro del orden y de la paz sociales.
Se ha dicho que en Colombia los civiles hacen la guerra y los militares la paz; singular paradoja que pone de relieve nuestro espíritu civilista y que convierte al Ejército en el brazo armado de la constitución
.
Para devolver la paz a las ciudades y a los campos, las Fuerzas Militares y de Policía han entregado desde hace varios años lo mejor de su haber: juventud, entusiasmo y hasta la propia sangre. ¿Qué más puede pedirse a quienes con tal desinterés ofician en los altares de la patria?
La paz de Dios, predicada con sin igual amor en el Sermón de la Montaña, ha vuelto a reinar en la república de Colombia, y el hijo de la barbarie, acorralado, perseguido en su madriguera y destruido, es apenas triste recuerdo de una época que no habrá de repetirse jamás.
Como muy bien lo explica el autor de este libro, que en mi concepto debe enriquecer la biblioteca del militar y del civil, aquí no se examinan las causas de la violencia; y está bien que así sea, para evitar polémicas que, al fin y al cabo, no llevan al esclarecimiento de la verdad, sino que avivan las pasiones y convierten el rescoldo en devastadoras llamaradas.
En la obra que comentamos, se nos muestra el militar empleando sus armas en defensa de las garantías sociales, tal como lo exigió el Libertador desde San Pedro Alejandrino. Repasad cada escena, cada hoja, y solamente encontraréis al profesional y al soldado raso, ávidos de justicia, cumpliendo con el deber, máxima aspiración de quienes visten con honor el uniforme.
Se nos revela, también, el bandolero criollo, despojado de los atributos de valentía y romanticismo que nunca ha poseído. Y conste que no hago referencia al verdadero guerrillero, es decir, al paisano que hace la guerra movido por un ideal y que combate con fiereza, independientemente de los ejércitos regulares. Zarpazo la otra cara de la violencia, descubre la llaga viva que amenazó de muerte a nuestra sociedad, y señala la medicina, fuerte, dolorosa, pero indispensable para la salvación del enfermo.
Por primera vez en el papel, el bandolero aparece sin las galas con que los revistieron escritores ligeros, espíritus quiméricos, drogados soñadores. Aquí desfilan en su espantosa desnudez, huérfanos de sanas aspiraciones y de justa rebeldía. Torpezas, crueldad, afán de lucro y grandes dosis de perversidad, traición, cobardía, ignorancia y rapiña, sevicia y vesania, he aquí el equipaje de la familia bandolera.
En Colombia, país privilegiado geográfica y demográficamente, en un momento infortunado de su, historia, apareció el bandolero, siniestro personaje que halló fácil manera de vivir atacando en cuadrilla, atracando, asesinando y robando, enquistado en regiones claves para la economía nacional; verdadera excrecencia de la democracia, más nunca su resultante, secuela de prolongadas y encarnizadas controversias políticas.
Sin la intervención enérgica de las Fuerzas Armadas, se hubiera desangrado Colombia; no exageramos al afirmar que hubiera desaparecido Colombia, porque aprovechándose de la violencia como puente tendido entre el Asia y América, hubieran arribado a la tierra de Santander y de Nariño los emisarios de foráneas doctrinas, y a cambio del tricolor que nos dejó Miranda, flotarían hoy las banderas de la hoz y el martillo.
Al lado de innumerables tumbas que abrió absurdamente la violencia, se levantan centenares de cruces que atestiguan el holocausto de oficiales, suboficiales, soldados, agentes y detectives. Eterna gratitud para ellos, mártires de la concordia y de la paz.
Que las horas de barbarie que nosotros presenciamos no las vean nunca nuestros hijos ni los hijos de nuestros hijos y que este libro, cargado de enseñanzas, contribuya a que la paz de Dios sea duradera y el grito del ángel navideño se prolongue en el tiempo y en el espacio inmenso de nuestro territorio.
Nuestra felicitación sincera al sargento Buitrago por estas páginas que recogen en forma afortunada sus pasos, tan firmes y tan fuertes como los pasos de los bravos soldados del Rifles
, del Vencedor
, y del Voltígeros
, batallones sagrados que iluminaron la ruta de Bolívar en nuestra gesta magna y que hoy añaden nuevos laureles a sus gloriosos estandartes en el Quindío y en el Valle del Cauca.
Coronel (r) Guillermo Plazas Olarte
CAPITULO I
NACÍ EN SEVILLA
Tierra de singular belleza, rica y próspera es el Valle del Cauca
.
Nací y crecí en Sevilla (NA-1) Valle, en uno de los rincones más ricos de mi departamento. Vivíamos en la ciudad, apellidada con razón, capital cafetera de Colombia.
(NA-1) Sevilla importante ciudad del departamento del Valle del Cauca, es llamada capital cafetera de Colombia. De acuerdo con los cálculos adelantados para julio de 1963, Sevilla contaba con 100.000 habitantes. Geográficamente pertenecía a la privilegiada región del Quindío, zona vital para la economía de la nación, pués el café era la riqueza de la economía colombiana en esa época.
Mi padre, como buen sevillano, poseía potreros y plataneras a diez minutos de la localidad. No éramos potentados, ni mucho menos de los llamados oligarcas. Teníamos casa y equilibrábamos la balanza de la suerte con el trabajo.
Mi madre, pereirana de pura cepa, cuidaba con abnegación de la numerosa familia, como saben hacerlo las mujeres caldenses. En resumen, pertenezco a una familia común y corriente del Quindío, laboriosa, emprendedora y creyente.
Sevilla tendría 70.000 habitantes cuando el cura me puso el crisma, en 1936. La ciudad levantaba sus casas hechas de guadua o material, a mil quinientos metros de altura sobre el nivel del mar, en clima medio, propio para el crecimiento del árbol que es base de la economía colombiana: el café. Café por todas partes, en granos que se secaban al sol del mediodía, y molido y empaquetado impregnando de aromas tiendas y corredores.
Aroma de café por los caminos acompañando el paso irregular de las mulas y las interjecciones de los arrieros!
Olor de café que sahumaba casas o depósitos y que subía al cielo al desprenderse de los tintos hirvientes! Y en el campo cercano, cafetos que crecían custodiados por plataneras o arropados por ramazones de los guamos.
Café suave de Sevilla, Valle, que llenaba de pepas rojas los cestos y los sacos de fique; que formaba callos en los dedos de jornaleros y que después de retribuir ventajosamente a quienes lo recogían, descerezaban, secaban y embalaban, se iba por los mares del mundo hasta puertos lejanos a convertirse en dólares!
Así era Sevilla por el año de gracia de 1936, con el cielo lleno de nubes, cual banderas de paz desplegadas sobre las estribaciones de la cordillera.
Tierra para trabajar y para hacer plata, con largas calles llenas de tiendas y almacenes, con posadas y garajes, herrerías, colegios, bancos, hospitales y templos. Tierra para vivir intensamente, donde se estudiaba o se negociaba, se hacía trueque o se revendía; donde se comía arepa de la buena y sancocho verdadero. ¡Tierra para ricos y pobres, de elegantes mujeres y hombres independientes!
Tierra de buenos caballos y mejores muías, de chalanes y amansadores, donde se tomaba aguardiente y se jugaba al billar, a cualquier hora. Tierra, en fin, en donde se bailaba al compás de estridentes radiolas depositando diez centavos, con muchachas pintarrajeadas que hacían perder la cabeza a más de cuatro en las cantinas y casas de diversión.
Sevilla, pueblo privilegiado, que tomó forma cuando los hacheros tumbaron monte, desbrozaron selva e incineraron troncos para darle a la patria el regalo de aquel suelo fecundo.
CAPITULO II
Artillero marchad corajudo
Soy sargento segundo del arma de artillería. Mi divisa es negra como la boca de los obuses. Mi batallón, lo digo sin ambages, ha sido durante la mayor parte de mi carrera, el N° 4 San Mateo. Mi especialidad, para consuelo de estudiosos, el servicio de inteligencia y el topográfico. Pero conozco muy bien las piezas, los aparatos de puntería, las reglas de tiro, el atalaje, en fin, cuanto debe saber un sargento segundo.
Soy artillero y el sabor del arma está en mi sangre. Por eso repito con emoción: ¡Deber antes que vida! Y cuando visto el uniforme y los cañones cruzados lucen en mi guerrera, camino aprisa, la frente en alto, convencido de la importancia de mis jinetas.
¡Soy suboficial del Ejército colombiano, a mucha honra!. Este año, año de mis memorias, espero ser ascendido a viceprimero. ¡Tendré un rombo negro en el brazo sobre la jineta tricolor!
Hace diez años que sirvo bajo banderas; dos lustros en que el destino me colocó cara a cara con la violencia. La conozco por experiencia; he rastreado sus pasos, he seguido sus senderos llenos de sangre y me he detenido con angustia ante su obra devastadora señalada por escombros, ruinas y por cenizas.
Es más: para cumplir la tarea que me encomendaron mis superiores, me fui para oí monte y simulé ser bandolero.
Sé de la violencia y de sus horrores, que me recuerdan el espantable dicho de los antiguos:
─La mordedura de la serpiente no alcanza a dañar a la serpiente; sólo el hombre es lobo para el hombre─
He vigilado en las carpas del Ejército y he sido centinela en las guaridas de los forajidos…
Mi brazo, por qué no decirlo de una vez castigó a monstruos que se hastiaron de víctimas, a quienes no pudo ajustar cuentas la sociedad; tristemente célebres delincuentes a quienes científicos de la nueva ola
han tratado de defender.
Conozco a la violencia que se llevó a mi padre, devoró a mis tíos y mermó mi heredad.
Soy, por último, uno de tantos militares, a quienes correspondió poner el pecho a los criminales.
Aquí están mis memorias, ceñidas a la verdad. Las publico para que mis compatriotas conozcan la otra cara de la medalla, la analicen y dicten su veredicto.
Ya lo dijo don Miguel de Unamuno:
─Con maderos de recuerdos armamos las esperanzas─
Si de algo sirven, que Dios y la Patria me lo premien y si no, que Él y ella me lo demanden.
Nota: En las presentes memorias se han cambiado algunos nombres por razones de seguridad o de conveniencia.
CAPITULO III
LA ROCHELA
Ganar el pan con el sudor de la frente
.
Escribo estas memorias, muy lejos de Colombia, en Lima, la hermosa capital del Perú. Nada ni nadie puede a dos mil kilómetros de mi patria, influir para que se altere la imparcialidad de mis relatos. Un ruido sordo, inacabable sube de la Avenida Arequipa cruzada en dos direcciones por millares de automóviles. Ya pasó el esplendor del verano; el cielo está gris y una humedad de 95% envuelve a la tierra de Francisco Pizarro. Mi pensamiento, en un instante, aparece en la finca de La Rochela.
***
A fuerza de emprendedor, mi padre logró ser propietario de una hacienda por los lados de Belén de Umbría, que nos daba para vivir. Pero la numerosa familia demandaba cada día mayores gastos.
Mucho debieron discutirlo mis padres antes de decidirse a permutar la finca del occidente de Caldas por La Rochela, ubicada en Aures, municipio de Caicedonia.
Fue en el año cincuenta y tres, cuando decidida la permuta, mi madre se estableció en Cali con cinco hijas y tres hijos pequeños. Uno de mis hermanos pagaba el servicio militar en los Llanos y, el mayorazgo, establecido por su cuenta, administraba una farmacia.
La nueva finca tenía que producir para atender las necesidades de quienes vivíamos en Cali, tanto más cuantiosas, cuanto que había que multiplicar por ocho las pensiones de los colegios, los libros, cuadernos y uniformes.
Por eso se quedó solo mi padre en La Rochela, puesta en la sus esperanzas. ¡Todo un hombre!
Cierto que el terreno era muy quebrado; pero, arrugado y todo, míos treinta plazas cafeteras bañadas en parte por el torrentoso río Barragán cruzadas por quebradas y arroyos que dibujaban eses antes de desaparecer en los recodos.
Los palos de café cedían campo a las guayabas agrias o dulces, al aguacate, a naranjas y mandarinas, zapotes y guanábanas, chirimoyos y plátanos.
Aquí y allí, testimoniando la exuberancia del clima medio, el churimo y el carbonero, el balso y el surrumbo, los bosquecillos de guadua que daban travesaños para las cercas y vigas para las construcciones.
Una planta de luz eléctrica llevaba energía a la casa grande, de corredores y jardines donde vivía mi padre; y a otras cuatro, también nuestras, acondicionadas para cuartel del puesto militar, para escuelas y para alojamiento de mayordomos.
Nosotros dejábamos con frecuencia la capital del Valle y nos íbamos a la finca. Cuando el sol asomaba por encima de las montañas, ya los muchachos habían ordeñado, ensillado los caballos y enjalmado las mulas para transporte de café, que se vendía en el mercado a $ 25.00 la arroba. (NA-2)