Un instante de pasión
By Jill Shalvis
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Reviews for Un instante de pasión
1 rating1 review
- Rating: 5 out of 5 stars5/5Me encantó! Sencillo pero muy humano! Lo recomiendo como una lectura romántica
Book preview
Un instante de pasión - Jill Shalvis
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Jill Shalvis
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un instante de pasión, n.º 1094 - mayo 2018
Título original: Aftershock
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-221-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
El lugar no era lo que ella se había esperado. Aunque estaba sola, Amber Riggs mantuvo su expresión cuidadosamente controlada para que nada en ella reflejara la decepción. El control lo era todo. No se podía hacer un buen trato sin él, y a ella le encantaban los buenos tratos.
Salió de su coche sin comprobar ni el maquillaje ni el peinado. No lo necesitaba, sabía muy bien que estaba perfecta en su aspecto de mujer de negocios, y no era por vanidad.
Le encantaba su trabajo y sabía que era buena en su campo; no necesitaba que nadie se lo dijera.
Miró el almacén de herramientas desierto que tenía delante y frunció el ceño. Por buena que fuera, hacer dinero con ese edificio iba a ser difícil. Estaba demasiado lejos de la ciudad.
Pero aún así, cosas más raras había visto. Por lo menos, al dueño no le había importado si ella encontraba a un comprador o a alguien que lo alquilara, y eso le daba algunas opciones.
El lugar tenía dos plantas y era de ladrillo rojo, lo que le daba un cierto carácter y eso estaba bien, a pesar del mal estado en que estaba. Y no tenía ventanas, lo que significaba que el posible cliente con el que se había puesto en contacto esa mañana, el que quería transformar un edificio antiguo en un centro comercial, no estaría muy contento.
Pero eso lo podía arreglar si encontraba algo interesante, algo que valiera la pena. Esa era su especialidad, volver lo negativo en positivo. Su potente cuenta corriente lo atestiguaba. Para una chica que se había ido de su casa excepcionalmente pronto y sin nada más que lo puesto, lo había hecho muy bien.
Una vez dentro del edificio, sacó una linterna que llevaba siempre en el bolso y la encendió. Todo estaba muy oscuro y silencioso y se estremeció. Tragó saliva y perdió un poco de su autocontrol.
No le gustaba mucho la oscuridad. Era un viejo temor de la infancia, cuando se había pasado mucho tiempo sola y con miedo. Cuando se había sentido no querida.
Pero se sobrepuso. Tenía veintisiete años y no quería pensar en el pasado. Pero por mucho que se dijera eso, la linterna solo proyectaba un leve haz y se sintió más nerviosa todavía. Las palmas de las manos se le humedecieron.
Pero siguió adelante.
Un olor húmedo y desagradable le llegó entonces.
Había un silencio poco natural. En esa extraña quietud, se quedó helada, incapaz de moverse.
A lo lejos pensó que había oído una voz masculina. Pero no podía ser. Estaba sola.
Como siempre.
De repente, un ruido como un trueno resonó en la oscuridad y Amber decidió dejar de controlarse.
Echó a correr y entonces fue cuando sucedió el terremoto.
Cayó al suelo mientras todo se agitaba a su alrededor.
El tiempo dejó de existir.
Todo gimió y crujió, y lo último que oyó fue su propio grito aterrorizado.
A Dax McCall le encantaba conducir, la libertad del viento despeinándolo, el olor del otoño, el azul del cielo…
En pocas palabras, le encantaba la vida.
La puesta a punto que le había hecho la noche anterior a su furgoneta iba perfectamente y él estaba disfrutando de las impredecibles carreteras de montaña que llevaban a Point Glen.
No podía haber pedido un día mejor. La Madre Naturaleza amaba al Sur de California, sobre todo al condado de San Diego y, a pesar de que ya casi estaban en Noviembre, el aire seguía cálido y no había ni una nube en el brillante cielo. Y gracias al viento de Santa Ana, no había polución y el aire estaba inusualmente limpio y puro. Y además era domingo, su primer día libre en varias semanas. Le encantaba su trabajo y sabía que era el mejor inspector de bomberos que había habido nunca en el condado, pero se trabajaba mucho y, por muy ambicioso que fuera él, necesitaba un descanso de vez en cuando. Y ahora, tal vez hasta necesitara unas vacaciones.
Entonces, sonó su teléfono móvil. Maldijo, bajó la música y contestó con el mismo entusiasmo que un niño enfrentándose a la hora de acostarse.
–Será mejor que esto valga la pena –dijo.
–Vaya saludo.
Shelley, la mayor de sus cinco hermanas, solo podía tener una razón para llamarlo.
–La respuesta es no.
Ella se rio sin dejarse convencer.
–Dax, querido, ni siquiera sabes lo que quiero.
–Oh, sí que lo sé. Se trata de un pequeño favor, ¿no? Un favor que he de hacerle a una desesperada amiga tuya, ¿no?
–No está desesperada.
–Ya hemos hablado de esto, ¿recuerdas? Nada de seguir haciendo de celestina conmigo.
Ya les había dicho a todas sus bienintencionadas hermanas que no iba a aceptar más citas a ciegas que le organizaran ellas.
Tenía treinta y tres años y no estaba casado. Ni le importaba. No estaba ansioso por tener compañía femenina, pero aún así, sus hermanas no dejaban de presentarle amigas. Y amigas de sus amigas. Y hermanas de las amigas de sus amigas.
Ya era mayorcito, pero para ellas seguía siendo el bebé de la familia. Era alto y fuerte, con el físico de un hombre que llevaba diez años siendo bombero.
Vaya un bebé.
–Tengo que colgar, Shel –dijo.
–No. Lo que pasa es que no quieres que insista. Vamos, Dax. La última chica con la que saliste parecía una versión barata de Dolly Parton y hablaba de una manera que nadie podía entender.
¿Para qué discutírselo? Le gustaban las rubias con buenas curvas. Y creía que no había ninguna ley en contra de eso.
–Hey, yo no te molesto con tus chicos.
–¡Eso es porque estoy casada!
–¿Sabes una cosa? De verdad que tengo que colgar –dijo imitando el ruido de la estática con la boca–. Estoy perdiendo cobertura.
–¿Dónde estás?
–En la carretera número dos. Junto al viejo molino.
Delante tenía la vieja fábrica de harina y el almacén. Aislado del pueblo por unos veinte kilómetros y rodeado de bosque, ese lugar servía para pocas cosas.
Hacía años que no había estado allí. El lugar estaba en su lista de sitios peligrosos, un desastre en potencia que solo esperaba a suceder.
En parte, su trabajo consistía en mantener esos sitios libres de gente sin hogar, jóvenes traviesos y amantes desesperados.
Delante había aparcado un pequeño deportivo.
–¡Maldita sea!
–¡Dax McCall!
–Lo siento. tengo que colgar, Shel.
Cortó la comunicación y se rio. Su hermana iba a estar dándole vueltas a eso durante una buena media hora antes de volver a llamar. Tiempo suficiente como para sacar de allí a quien fuera.
La puerta del edificio estaba cerrada y, al parecer, nadie la había forzado, lo que significaba que, quien fuera, tenía una llave.
Un agente de la propiedad.
Agitó disgustado la cabeza. Ese lugar se podía caer en cualquier momento.
¿Quién podría querer comprar algo así?
¿Y por qué iba a querer alguien entrar ahí? Mientras lo pensaba, golpeó la puerta deseando enfrentarse con el idiota que hubiera decidido meterse en un edificio tan inseguro.
No contestó nadie.
Dax, sintiendo curiosidad, rodeó el edificio, llamando en voz alta, pero solo respondió el silencio.
Suspiró resignado y se dispuso a forzar la puerta. Lo hizo en menos de treinta segundos y gritó:
–¿Hola?
La completa oscuridad y el olor a húmedo le indicaron que, seguramente, no había más salida que aquella.
Era tan malo como se había imaginado. Una pesadilla peligrosa.
Sujetó la puerta abierta con una piedra y entró. Si nadie respondía en un minuto, volvería a la furgoneta a por una linterna, pero se imaginó que ahora, fuera quien fuese el que hubiera entrado,