Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Alas Mortales
Alas Mortales
Alas Mortales
Ebook232 pages3 hours

Alas Mortales

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

El anhelo obstinado de la capitana Katrina Acosta de convertirse en flamante piloto de la Fuerza Aérea, y, a la vez, su pasión por los intensos combates boxísticos de los cuales es protagonista, sirven de marco a unas muertes misteriosas de unos oficiales que necesariamente deben ser investigadas por el Mayor Gabriel Mirabal, un abogado militar recién asignado a la Gran Base Aérea del Norte, un conglomerado estratégico asentado en el norte de América del Sur. El mayor Mirabal se ve precisado a valerse de sus habilidades y de su experiencia para escudriñar en los casos de homicidio, siendo ayudado por los nuevos y particulares integrantes de la Oficina de Asesoría Jurídica que él ahora dirige.
La novela está inspirada en los últimos tiempos del siglo veinte, en los que la mujer buscaba derribar las barreras de la discriminación laboral en esta parte del mundo. Las perspicaces reflexiones en torno a la vida castrense matizan estas páginas que constituyen la primera narración larga de este autor.

LanguageEspañol
Release dateAug 1, 2018
ISBN9780463842201
Alas Mortales
Author

Francisco Antonio Soto

Francisco Antonio Soto nació en Caracas en 1961, se graduó de Abogado en 1984, especializándose en Derecho Penal Militar y obteniendo más tarde una Maestría en Derecho Penal y Criminología. Ingresó a la Fuerza Aérea Venezolana como oficial asimilado en 1989 realizando varios cursos de adaptación castrense, y desempeñándose como Asesor Jurídico, Investigador de accidentes aéreos y terrestres, Fiscal militar y Juez militar hasta el momento de su retiro, en el año 2004. Trabajó como Abogado en la Sala de Casación Penal del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, y también como Juez Superior Penal en el Circuito Judicial del Área Metropolitana de Caracas. Ha sido instructor universitario y tutor de decenas de trabajos de grado en Criminología, en Derecho Penal y en otras materias afines. Tiene amplia experiencia deportiva, y también en actuación teatral y en locución. En el campo literario es autor de los libros “El Señor Ralph y otros relatos” (Editorial Libros en Red, Buenos Aires. Año 2014), “Relatos de un caribeño que se bañó en el mar dulce” (Ediciones Ediquid, Caracas. Año 2015) y “Cerré los ojos, y otros relatos de ayer”, otro libro de relatos, todavía sin publicar.

Read more from Francisco Antonio Soto

Related to Alas Mortales

Related ebooks

Police Procedural For You

View More

Related articles

Related categories

Reviews for Alas Mortales

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Alas Mortales - Francisco Antonio Soto

    Respirar profundo, la única manera de controlar la ansiedad es la respiración. Se repite en su mente, sin perder de vista el espejo colgado en su habitación. Concibe su planeo corporal con vista precisa a la señal, a la diana. Idea su vuelo característico de curvas y parábolas sobre la órbita del ring, que es su ring.

    Inspirar y exhalar… Y mirar el reflejo de mi semblante inerte en el espejo. Ese modelo de lucha silente con su rostro inmutable es su posición íntima antes del combate. No es la muchacha en su sonrisa, no es la joven en su albergue interior. Es la mujer competidora que suspira anhelante, con hambre de calor.

    Es también la equivalente al águila, que vuela y clava. Se abalanza sobre su trofeo, no se esconde, no huye, no suplica, solo rompe el cielo de su vida convertida en cuadrilátero, para aterrizarle en su centro con representación imponente. Se lo apropia, lo conquista, pero acechándolo primero desde el aire.

    Es un ritual que no concluye nunca, que no termina de repetir con obcecación, cada vez que Katrina Acosta está cerca de subir a su encuentro boxístico. En una ilustración mental que no finaliza jamás, que retumba en sus huesos, en sus órganos y en su sangre, sin abandonar sus sienes luchadoras.

    Observa su rostro frente al espejo por quince minutos exactos y se detiene en diferentes semblantes de su existencia.

    Luego los desmonta para desdoblarlos en episodios, para inmovilizarlos en su mente con las cuerdas del ring, con los cordones de sus guantes, con las trenzas de sus botas.

    Ellos se despojan y se introducen silenciosos en atajos, en senderos que silban en sus brechas especulativas, que suenan en sus ilusiones, que se cruzan en su mundo organizado en quimeras y puñetazos, y se bifurcan en su mente, para que a final de cuentas puedan encontrarse de nuevo en el mismo momento, su momento palpitante, en el que Katrina se extiende gallarda en su sable de aviadora militar. Devota de su textura tajante.

    Recuerda su graduación, la ceremonia protocolar. Siendo la alférez más irreverente recibe su grado de subteniente y reafirma así su posición de arremetida.

    Perpetúa su ofensiva enunciando una vez más sus imágenes, a través de su deporte convertido en vida, aquel que le permitió obtener una resonante victoria, triunfadora y campeona indiscutida. Derrotó a sus adversarias de los componentes armados de la tierra y del mar con notable facilidad.

    Honrosa victoria para la aviación, nunca antes vista, por vez primera alcanzada… Gracias a los puños de la nueva reina proclamaron los generales.

    Ese triunfo catapultó a Katrina -a despecho de sus compañeros masculinos-, a los puestos gloriosos de su promoción, pero acrecentó la división y con ello su calvario.

    Desde que entró a la Escuela Aeronáutica, su carrera militar y el boxeo han marchado juntos por una calzada tortuosa, en la que esos momentos sempiternos, el espejo, su sable, su rostro, su tensión pasiva ante la victoria de sus puñetazos, son las claves que le permiten entrar en una especie de cónclave cerebral, de concentración intransferible, que la llevan al cuadrado salvaje, bautizada en una máquina templada de intimidación.

    Consumado el tiempo -esos quince minutos de cohesión cerebral y espiritual- se aparta del espejo, realiza movimientos en los que el cuerpo y de nuevo la mente, abrazados en calistenia, reciben por treinta minutos la orden de prepararse para aplastar, exterminar… ganar.

    Luego de ese período, predominantemente físico, se aquieta. Rebaja su intensidad. Se sienta en su cama, busca calma, se relaja con circunspección, para sacar de la funda de su almohada la única foto que guarda consigo, la única imagen que desea ver antes de cada duelo, antes de cada desafío.

    Katrina se echa a ver la foto que le regaló su madre con la imagen de Simón el Mago, Simón de Gitta, que la coloca automáticamente en un vuelo subjetivo, místico y alterno.

    Se remonta hasta la catedral de San Lázaro, en la comuna francesa de Autun, ubicada en el departamento de Saona y Loira, y fantasea despierta. Se aparece sobrevolando ante la imagen, y la acaricia con su sable de aviadora y con sus guantes alados. Acaricia la piedra de esa imagen, de aquel osado, de aquel loco que desafió a todos y se atrevió a volar.

    La asume entre sus manos por unos minutos, la retoca con sus dedos y la besa con sumisión, como si fuese a absorberla con su aliento. Recuerda también las palabras de su madre: La vida es un vuelo de locos. Luego la esconde… Alojándola en la doblada y suave morada de su cabeza.

    Entonces pasa a colocarse su pantaloncillo rojo, busca relajarse por cinco minutos, en los que pretende no pensar en nada ni en nadie, pero le viene a la cabeza el nombre de Raiser, su entrenador. Ausente esta vez, porque fue a la Comandancia General a cumplir trámites de su jubilación.

    Sin embargo, hoy tiene que pensar en la mayor Sabrina Aguada, una fornida y atlética mujer de 90 kilogramos: su reto actual, su rival de elección, que se ha valido de las dos guardias nocturnas que le endilgaron los días precedentes, procurando cansarla, minar su resistencia, mermar su capacidad, achicar su aguante.

    Cavila en la astucia de su contrincante, capaz de valerse de semejante manejo, colocando encima de sus hombros las dos últimas custodias noctámbulas, mientras dormía en paz y descansaba, se lamenta Katrina.

    Piensa en el combate, en sus puños. Seguidamente se pone una bota, la derecha, poco a poco, para sujetarla con precisión. Luego la izquierda, siempre en ese mismo orden.

    De inmediato, se coloca su peto dorado y encima su camiseta azul. Azul como el cielo, se serena.

    A partir de ese momento, se puede dar una ojeada a sus guantes colorados, sus preferidos, los gemelos amigos del mundo secreto de la capitana.

    Durante ese intervalo en el que remueve los guantes de su gaveta y los ciñe a su pecho -por primera vez dentro del ritual-. Debe y tiene que pensar en su oponente. Conjeturándola entre sus guantes y perfeccionando el estudio de la humanidad de su enemiga. Primero su cabeza, sus ojos, su nariz, su boca, sus orejas, su cabello; centímetro a centímetro. ¡Calcando su estirpe en la rambla de golpes que le largará!

    Detallada su cabeza, Katrina pasa a acosar las manos contrarias y sin dedos visibles de la mayor Aguada. Le mira tambalear sus piernas. Observa su tórax vapuleado. Estanca la atención en su parte media, para imaginar dónde están situados su hígado, su páncreas, su bazo, su estómago… golpeados, sacudidos, molidos.

    Luego repite el nombre o el sobrenombre de su rival, al menos unas cuarenta veces, envolviéndolo en toda la clase de improperios que a cualquiera se le pueda ocurrir.

    Ninguno, pero ninguno como el que le estacionó el distinguido Llorente, su asistente y feligrés en la guardia recorrida de anoche, que mantiene pisada la foto de Aguada con el talón derecho.

    Sí, la foto de Aguada, la conserva azotada en su zapato derecho. Como si fuera escudero fiel de su capitana Katrina Acosta.

    Llorente le asestó un apodo insuperable, que no voy a decir en voz alta, hasta que la vea noqueada en el ring -se dijo sonriendo con ironía.

    De inmediato, Katrina inscribe en su mente: Respirar profundo, la única manera de controlar la agitación. Por esta vez, continúa: "Llorente me acompañó en mi ronda, la noche anterior, recitando en voz alta mis apuntes, que me entretienen, mis apuntes aeronáuticos, que me llevan a volar de aquí para allá, que me escoltan día a día, en todas mis guardias".

    -¡A ver Llorente!…

    -Sí… Mi capitana.

    -18 de septiembre… A ver.

    -Mi capitana, en 1928 Juan de la Cierva, piloteando su autogiro tipo C-8 II, predecesor del helicóptero actual, atraviesa el Canal de la Mancha, mi capitana.

    -Muy bien, Llorente… ¿Y qué más pasó en esa fecha?

    -En 1980, el primer cosmonauta latinoamericano, el cubano Arnaldo Tamayo Méndez, es lanzado al espacio en la nave Soyuz 38 de la Unión Soviética, mi capitana.

    -Muy bien Llorente, muy bien…

    Katrina recordó que así había transcurrido su guardia. Inspeccionando las garitas, interrogando a los soldados y otros recorridas de la noche, velando y resguardando los sectores militares asignados, con Llorente y sus apuntes voladores al lado. Hablando en voz alta para batallar contra el sueño.

    -A ver Llorente, esta no la sabes: 2 de marzo.

    Llorente vacila, sonríe, abre la boca, busca palabras que no le vienen. Mira su fusil de servicio, que lleva dominado con ambas manos en transversal, y este no le dice nada, sigue quieto, sin disparar palabras.

    La capitana le exige:

    -¡2 de marzo, Llorente…!

    El inseparable ayudante accede a contestar a sabiendas de que no está seguro de nada.

    -Cierto mi capitana. Me faltan más horas de guardia con usted, para aprender más.

    Llorente observa el cuaderno de efemérides aeronáuticas… Pide autorización para viajar dentro de sus páginas. La obtiene con un gesto de la capitana. Pasa las hojas con rapidez… Y localiza el objetivo:

    -En 1972… En 1972, el Satélite Pioneer X, lanzado al espacio por los Estados Unidos, es el primero que cruza la faja de asteroides y envía datos e imágenes de Júpiter, Saturno y sus satélites. ¡Mi capitana! -Exclama Llorente, en un grito sonoro, sacudiendo a los búhos merodeadores, que a esa hora empiezan a cabecear en el lugar.

    Ay… la guardia de anoche… Ay, la guardia de anoche… Respirar profundo, la única manera de controlar la duda es la respiración.

    Lo último que Katrina observa, con análisis de estudiante, antes de terminar su ritual, son sus manos, milímetro a milímetro, concretamente sus puños, sus nudillos. Los envuelve con sus ojos por largo rato. Los anima, los controla. Les da la orden rayana e incorregible de atacar.

    Tocaron la puerta. Era la sargento técnico de primera Mary Méndez. Mi única sparring femenina. Mi amiga, mi esquina. Me vino a buscar. La hice pasar:

    -¿Ya estás lista verdad?

    Asentí con la cabeza. Le entregué los guantes. Sonreí apenas, para saludarla. Volví a mis puños rígidos, alzados y pegados a mi pecho. Caminamos unos pasos. Ella rauda detrás de mí. Yo, adelante, marcando la ruta al gimnasio. Trotando despacio.

    La sargento Méndez, animó mi moral:

    -Vamos, arriba… ¡Conseguí unas vendas que son de lo mejor! Te vendaré muy bien.

    Yo seguía trotando. Ahora, a mayor velocidad. Tirando golpes al aura, asustando a las moscas, a los bichos del aire. Jabs y ganchos dejaba caer… Mis brazos iban y venían.

    Llegamos al gimnasio superior. Lleno de gente, de gritos por doquier. Méndez me metió en el cuarto de espera, cerró la puerta, me dijo:

    -Faltan diez minutos mi capitana, ok. ¡Concentrada, alerta, fuerza!

    Me quité la bata y Méndez me sujetó el cabello, que luciría como una cola de caballo. Mientras untaba el ungüento aceitoso en mi cuerpo y en mi rostro, recordamos el plan trazado y repasado. Se puso muy seria, porque recogió mi silencio… Terminó de vendarme las manos con lentitud pasmosa, para sentarse a mi lado a esperar...

    Entendí su silencio:

    -¡Pase lo que pase no tires la toalla! -Le dictaminé: ¡Mis costillas estarán bien!

    Abrieron la puerta, y alguien dijo:

    -Es su turno mi capitana. Vamos…

    La capitana Katrina Acosta había tenido una caída brusca en unos entrenamientos tácticos y ese incidente, extrañamente, pasó desapercibido, debido a que ella le dio poca importancia a esta lesión, deslizándose entre el olvido de todos, porque los sentidos se posaban en la semana de actos conmemorativos del aniversario de la Base Aérea. Además, el combate no admitía posposición, para la terquedad de Katrina.

    Se había agrietado un par de costillas, cuestión únicamente sabida por Méndez y por su orgullo de combatiente, que le impidió el correcto socorro médico. Ese orgullo casi enfermizo, que le imposibilitaba reconocer que no estaba en las mejores condiciones para afrontar este choque entre boxeadoras femeninas de diferente categoría.

    Que se hubiese suspendido. A pesar de constituir el banquete mayor, el espectáculo esperado. Ambas púgiles, invictas hasta esa noche. La pelea estelar de ese viernes de boxeo por la noche.

    Si Raiser estuviera aquí, no me hubiese permitido pelear así, se decía Katrina. Esta vez, no hubo masaje activador en muslos, pantorrillas, espalda, hombros. Ni decir del músculo trapecio.

    Su orgullo de fiera no le permitía retractarse. Debía luchar, dejar todo sobre el ring. Demostrar que era la más valiente, la más osada, al haber desafiado a la antipática Aguada un mes antes, durante la cena. Mientras el resto de la gente había detenido su comida… Para mirarlas resueltas, casi para entromparse allí mismo.

    Aguada, aprovechando su estatura y su grado de oficial superior, le había reclamado a Katrina por unas vendas rojas que le prestó y que no devolvió. Increpándole su supuesto desorden, en uno de los guardarropas femeninos del gimnasio.

    Aguada nunca había sido de su agrado. Por el contrario, eran enemigas potenciales en el ring, sin importar el tamaño y el peso de Aguada.

    Ambas habían sido campeonas en sus respectivas competencias. La gente de la Base Aérea las especulaba en sus vaivenes, las enfrentaba en sus apuestas sobrentendidas. Katrina era más baja de peso, atlética y arriesgada... Aguada más grande y maciza.

    Katrina no se quedó atrás. Le golpeó la cara con la mano abierta, lo que generó una revuelta en el comedor y la posterior amenaza de Aguada, respondida con el desafío que todos querían, el combate de hoy. Para demostrar quién es la mejor, asumió.

    La algarabía y el desbarajuste se habían apoderado del gimnasio cubierto. No se trataba de un simple combate, era la eterna huida del gato y el ratón. Superiores, subalternos, oficiales, suboficiales, soldados, civiles, otros desconocidos, invitados, asistentes, qué sé yo, se amontonaron al son de una música estridente.

    Oía a todos y a ninguno. Veía a todos y a ninguno. Olía a sudor, a sangre en ebullición, a apuesta, a saturación.

    Katrina había llegado al ring. Aguada se subía por el otro lado.

    Detuvieron la algazara, el jolgorio, la música. Subí al ring. Me presentaron, dijeron mi nombre en voz alta. También nombraron a Aguada, y enseguida los aplausos, los gritos, los chiflidos, los latidos del corazón. El árbitro estrechó las manos de Aguada. A mí me saludó, con la frialdad del instante.

    El réferi nos constató los protectores bucales, los protectores pélvicos y los petos. Verificó las vendas, los guantes de diez onzas, los botines, para recordarnos:

    -Muchachas ya saben… Trabajen limpio. Nada de golpear la nuca, ni por detrás de sus cabezas, la espalda, ni debajo de la cintura de la contraria. Nada de morder a la oponente, de patearla ni de pisarla. No se pueden sujetar los brazos de la otra. La que incurra en eso está descalificada. Saluden y vuelvan a la esquina.

    El réferi nos juntó la punta de los guantes porque vio que no queríamos saludarnos y así regresamos a nuestros costados. Serias, sin emitir palabra.

    Esperamos en nuestras esquinas unos minutos, saltando, haciendo fintas, amagues, combinaciones… Y sonó la campana… Y la gente empezó a chillar de nuevo. Aplausos y chiflidos…

    Es el momento. Respirar profundo, única manera de controlar el miedo, me dije.

    Entiendo rápidamente que la clave es acostumbrar el cuerpo al sufrimiento, es intentar volverlo invisible al dolor. Trato de saltar en la punta de mis pies, pero parecen pegados a la lona. Pienso en Mohamed Alí, en Ray Sugar Leonard, en Mano e´ Piedra Durán, cómo con sus cuerpos compactos podían sobrevolar y pegar… Entonces la mole de la mayor Aguada se me vino arriba. Yo lancé dos golpes que se estrellaron en su cabeza, pude luego alcanzarla con otro golpe en su frente. La gente gritó y Aguada se encolerizó y como una avalancha se vino hacia mí. Golpe tras golpe a mi parte media, que no pude responder. Otros -que no conseguí contar ni obstaculizar- llovieron en mi rostro hasta envolverme en una burbuja avejigada, que se transformó en una trampa roja.

    Mi altanería se cobra su precio. El ring parece encogerse y miro otra vez la mole que me talla la cara.

    Una y otra vez con su derecha, me conecta la izquierda en gancho al hígado, desatan un volcán en mi costado, destroza las costillas sin que yo pueda hacer algo. El dolor me ataca y ya es aliado de Aguada… Mis costillas me duelen más que nunca… Trato de conectarle mi directo, que se pierde en el vacío.

    Lanzo otro directo con mi mano izquierda y apenas llega sin contundencia a la cabeza de Aguada. Entonces, ella aprovecha y me castiga con dos uppercut a la altura del ombligo, debajo de mi cintura, que el réferi parece no ver, quitándome el aire. Muero poco a poco, mientras el dolor se adueña de mí; otros dos directos a mi cabeza quebrantan la poca estabilidad que me queda.

    La belleza del boxeo reside en

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1