América Latina: La Palabra Sin Saber
By Marcos Cueva
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ha sido valorar socialmente al maestro, dndole estatus social y salarios decentes.
No han importado mucho los saberes que los hay- y su cultivo, mientras que la educacin se ha confundido con modales, sin llegar siquiera a educacin cvica, y la cultura con un ornamento para privilegio de unos pocos. Dicho de otra manera, lo que ha escaseado es el conocimiento: es decir, la curiosidad, la bsqueda en lo desconocido, que tiende en cambio a ser visto, desde el misonesmo imperante, como amenaza al orden de cosas tal y como son o deben ser, y al que no hay ms que adaptarse.
Pese a lo que supuestamente puede haber trado la globalizacin, la educacin en Amrica Latina, adems de rezagada frente a otras latitudes (en particular Asia), ha conservado patrones muy aejos: se trata del descuido de los niveles bsicos, como si ni siquiera una primera modalidad de aprendizaje cvico contara, y de la hipertrofia posterior de las universidades pblicas y de carreras real o supuestamente humanistas, que estn sobre todo ligadas a formas potenciales de ociosidad e improductividad, as confieran prestigio. La palabra sin saber ha sido en Amrica Latina al mismo tiempo una palabra ociosa y dirigida a conservar privilegios, impidiendo cualquier cuestionamiento. La explicacin se remonta a la herencia colonial y al fracaso del liberalismo en el siglo XIX.
Marcos Cueva
Marcos Cueva es investigador en ciencias sociales y profesor universitario mexicano. Ha publicado varios libros sobre Historia de América Latina.
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América Latina - Marcos Cueva
América Latina:
10295.pngla palabra sin saber
Marcos Cueva
Copyright © 2012 por Marcos Cueva.
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381918
Contents
CULTURA Y SABER EN AMERICA LATINA
1. La herencia colonial
2. El fracaso liberal:
saber y cultura no democrática
3. Ciencia, sin conciencia
4. El presidente de los Estados Unidos de la Palabra…hará uso de los mexicanos…
5. Bla bla blar, crítico…
y maravilloso
Conclusiones
Bibliografia
Durante las celebraciones del Bicentenario de la Independencia en América Latina, el periodista Andrés Oppenheimer hizo notar, no sin razón, que muchos gobernantes de la región se habían enfrascado en polémicas sobre próceres, en vez de encarar el futuro y la necesidad de mejorar la educación para competir
. Lo que Oppenheimer tal vez quería decir era que una vez más, muchos gobernantes de América Latina habían preferido la retórica a un cambio real y en profundidad, o la retórica al simple detenerse a conocer (a saber con conocimiento de causa) y a pensar. En efecto, según datos proporcionados por el mismo Oppenheimer, la región se encontraba en el 2010 en un pasmoso rezago educativo, en comparación con buena parte del mundo. Apenas 2 % de la inversión mundial en investigación y desarrollo se hacía en América Latina al momento en que Oppenheimer escribió su best seller (Oppenheimer, 2010: 18).
No parece que este rezago haya empujado a mayores transformaciones, salvo en algunos casos aislados. Después de todo, la inserción de América Latina ha seguido siendo muy dependiente tanto de recursos naturales como de mano de obra barata, un tipo de dependencia que no necesita de mayor innovación ni de inversión en tecnología. Lo que Oppenheimer no parece haber visto es que la educación nunca interesó mayormente a los grupos sociales más acomodados del subcontinente, justamente porque esos grupos le apostaron desde el siglo XIX a los recursos y la mano de obra baratos mencionados. Probablemente hay más: esos grupos no parecen haber estado interesados en sacar al conjunto de la población de la ignorancia, ni en salir de ésta ellos mismos. Lo que nos interesa demostrar aquí es que ni la educación ni la cultura –en su sentido más amplio, el de los saberes- han sido prioridades en América Latina, como no lo ha sido valorar socialmente al maestro, dándole estatus social y salarios decentes, como lo hace notar por lo demás Oppenheimer (Oppenheimer, 2010: 389): en otros términos, no han importado mucho los saberes –que los hay- y su cultivo, mientras que la educación se ha confundido con modales, sin llegar siquiera a educación cívica, y la cultura con un ornamento para privilegio de unos pocos. Dicho de otra manera, lo que ha escaseado es el conocimiento: es decir, la curiosidad, la búsqueda en lo desconocido, que tiende en cambio a ser visto, desde el misoneísmo imperante, como amenaza al orden de cosas
tal y como son
o deben ser
, y al que no hay más que adaptarse. Algunas cifras de Oppenheimer, que deben tomarse con cuidado, muestran tanto el desinterés por la educación como la preferencia por lo no tecnológico
, aunque tal vez se deba a la falta de oportunidades en una sociedad del conocimiento inexistente: en América Latina, apenas 27 % de los jóvenes en edad universitaria está en la universidad (Oppenheimer, 2010: 27), con el agravante de que 42 % de los egresados de maestría tiene un título en ciencias sociales, contra 14 % en ingeniería y tecnología y 5 % en ciencias agrícolas (Oppenheimer, 2010: 17). Habría que ver de qué ciencias sociales se trata, aunque ciertamente hay un problema si la principal universidad argentina produce tres psicólogos por un ingeniero (Oppenheimer, 2010: 17). ¿Es que hablar es tan importante? Lo es. Y más incluso que saber de qué se habla.
Pese a lo que supuestamente puede haber traído la globalización, la educación en América Latina, además de rezagada frente a otras latitudes (en particular Asia), ha conservado patrones muy añejos: se trata del descuido de los niveles básicos, como si ni siquiera una primera modalidad de aprendizaje cívico contara, y de la hipertrofia posterior de las universidades públicas y de carreras real o supuestamente humanistas
, que están sobre todo ligadas a formas potenciales de ociosidad e improductividad, así confieran prestigio. La palabra sin saber ha sido en América Latina al mismo tiempo una palabra ociosa y dirigida a conservar privilegios, impidiendo cualquier cuestionamiento. La explicación se remonta a la herencia colonial y al fracaso del liberalismo en el siglo XIX.
CULTURA Y SABER EN AMERICA LATINA
1. La herencia colonial
Durante mucho tiempo, la cultura fue en América Latina un ornamento para la élite. En el medievo no había un acceso generalizado a la educación. Cada quien estaba llamado a saber lo que correspondía a su estamento, no más, siendo bien visto no querer saber demasiado
y no hablar más de lo que corresponde
(Maravall, 1973: 267). El saber cortesano no trasminaba hacia abajo (Maravall, 1973: 264). Este poder medieval creó formas de legitimación social que pasaban por el mecenazgo, e implicaban el riesgo de que una afirmación científica chocara con el poder del príncipe (Biagioli, 2008). Galileo tuvo que dejar de ser puramente matemático; fue también filósofo de
la corte, donde el protocolo sancionaba la ciencia en función de honores y estatus (Biagioli, 2008: 433-434), y las reglas llegaban a ser tales que se permitía experimentar
, pero no preguntarse por causas
(Biagioli, 2008: 441), como ocurre hoy en el mundo de las monografías especializadas o expertas
. Estas formas pasaban, antes que por la independencia lograda en el trabajo científico, por los favores obtenidos del mecenazgo y por una credibilidad que en vez de obtenerse por mérito, se lograba por posición social (Biagioli, 2008: 85). Era una posición de estatus
siempre precaria, ya que dependía de la gracia del príncipe y de la competencia por ser el favorito; se trataba entonces del favor
o la caída en desgracia
(Biagioli, 2008: 400-401), antes que del progreso en el conocimiento. En rigor, no es nada extraño en regímenes sociales previos a la modernidad: el saber está al servicio de jerarquías pre-establecidas, y no hay un mundo de relaciones sociales interesadas en potenciar el saber. Saber
es atesorar o guardarse algo –a veces con hermetismo- en función de una posición social, un estatus. El que sabe siempre puede abusar de ello.
Así, en la España que conquistó a América, el saber era sobre todo consilium para el poder (Maravall, 1973: 359), un poco al mismo título que el auxilio militar. Se organizó una autonomía aparente de letrados (cuyo origen remoto fueron los notarios), que se distinguían por su capacidad discutidora
, que es tanto como decir negociadora
, cercana a la política; se abrían así posibilidades económicas y de disfrute de provechos
gracias a la apropiación cerrada del saber (Maravall, 1973: 376 y 384). A medida que uno se acerca al siglo XVI, el letrado está más próximo al poder, como consejero del señor superior
. Saber es estar cerca del poder, y más cerca se está, más parece que se sabe
. Esta misión medieval perdura durante mucho tiempo, y seguramente no ha perdido del todo su vigencia.
El saber en el mundo premoderno es finito y tiene dueño. Se reparte con criterios que no son siempre los de conocimiento: se cree a veces que es asunto de iniciados (o supuestos genios), no resultado colectivo, menos en una sociedad donde impera la ignorancia. Si el saber tiene una dimensión moral, la moralidad le indica a cada quien su puesto inamovible en la sociedad (Maravall, 1973: 262). Como el conocimiento está dado (desde arriba), se reduce a conservar y transmitir lo sabido
(Maravall, 1973: 219)- no hay más que repartirlo
, sin hacerse preguntas-. Se trata ya sea de hacer lucir
la presentación, mediante el florilegio, comentado y discutido
(Maravall, 1973: 234), o de plantear un desciframiento
(Maravall, 1973: 241), en el cual cuentan sobremanera moralejas, anécdotas, narraciones… (Maravall, 1973: 239). Estamos ante el asunto de que, más que de acumular saber o de ponerlo al servicio público, se trata de mostrar
y saber mostrarse
, digamos que de causar impresión
, en la confusión entre saber y poder. La retórica juega ya un papel decisivo y aparece como la ciencia de la razón
(Maravall, 1973: 235-236). No se trata de ensanchar o extender los dominios del saber, que está delimitado como el universo y como la sociedad; en el peor de los casos, el saber se convierte en técnica de repetición (Maravall, 1973: 218) y lo único que cambia, escribe Maravall, es la parte que cada individuo se apropia
(Maravall, 1973: 226), se entiende que según se le permita o no participar
, de acuerdo a un lugar jerárquico. En estas condiciones, el saber queda marcado por el secretismo y no hay mayor transmisión, ni hacia la sociedad en su conjunto, ni entre generaciones: no hay continuidad. Donde no hay acumulación ni vocación pública, es difícil que la iniciativa y la innovación sean atractivas. No es raro que no cuente el qué
, sino el quién
de un saber venido de fuera. Saber
es posicionarse socialmente en un mundo jerárquico, algo distinto de conocer y dar a conocer.
Jorge Myers (Myers, 2008) ha buscado establecer la trayectoria de los intelectuales latinoamericanos desde la Colonia, aunque la función intelectual apareció en realidad como tal a partir del caso Dreyfus en Francia, a finales del siglo XIX. Oscar Mazín sostiene lo siguiente: (…) nuestra noción del intelectual supone la posibilidad de hacer la crítica del Estado-nación de manera independiente
(Mazín, 2008: 53). No hay tal Estado entre el siglo XVI y el XVIII en América. Predomina la importación, lo cual llevará más adelante al sentido imitativo de la reflexión
, siguiendo una expresión de Augusto Salazar Bondy (Salazar Bondy, 1968: 39) y, durante la Colonia, al predominio de la escolástica (Salazar Bondy, 1968: 16), con el sometimiento de la razón a la fe y a la repetición incesante del argumento de autoridad, proveniente del exterior. Es fe a medias, porque es fe en lo inauténtico, por ajeno. Luego de la Independencia, la misma escolástica, rodeada de la sospecha de inautenticidad, predomina entre clases cultas que por su modo de educar –por ejemplo en la enseñanza secundaria, donde se privilegia el derecho desconociendo la filosofía clásica- no parecen ser tan cultas
(Salazar Bondy, 1968: 63-64). Mal antecedente, el saber acumulado y al servicio de todos no interesa en los grupos que se suponen cultos. Cuenta el supuesto saber si refrenda la fe y la autoridad, ligada a lo proveniente de fuera, que es lo que otorga posición y da derechos de