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La Muerte Espantó Unos Pájaros
La Muerte Espantó Unos Pájaros
La Muerte Espantó Unos Pájaros
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La Muerte Espantó Unos Pájaros

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Es una serie de historias cortas relacionadas con la vida de cuatro hermanos que tuvieron la desgracia de perder a sus padres a temprana edad a manos de un asesino. Despus que quedaron hurfanos fueron adoptados por unos parientes ambiciosos que solamente deseaban los bienes que les heredaron. Los dos hermanos mayores fueron sometidos a jornadas extenuantes de trabajo en una granja para que pudieran substituir. Un da presencian un duelo de dos hombres a machetazos, y descubren a unas monjas emparedadas en un convento. En su primer da de trabajo en la granja, se enfrentan a la mutacin de un gallo prehistrico mitad gallomitad reptil, es la mascota del dueo de la granja pero a ellos les causa muchos problemas. Ms tarde ellos se sienten obligados a matarlo en un momento de desesperacin al defenderse de aquel animal. Aquel gallo muerto y disecado causa una revolucin en el pueblo, pues mucha gente lo reconoce como la reencarnacin de Quetzalcatl. Los nios descubren un tesoro de le poca de la revolucin y sus ambiciosos tos se los quieren quitar. En esa lucha de supervivencia estando en el campo, los nios son atacados por una parvada de guilas y de esa aventura rescatan a una guila herida, y sin el consentimiento de sus tos se la llevan a vivir a la granja para que se recupere. Aquella guila herida y maltrecha esta tirada en un gallinero y es atacada por un enorme guajolote, de esta aventura vuelven a surgir mas aventuras.
LanguageEspañol
PublisherPalibrio
Release dateApr 18, 2012
ISBN9781463322151
La Muerte Espantó Unos Pájaros
Author

Rubén Amaro Soriano

Ruben Amaro Soriano was born in Puebla, Mexico. He received his primary education in Pachuca Hidalgo, Mexico. He later went to secondary number XXIII in Tlalpan, DF. Later went to high school number 7 in the same city. He then studied at the faculty of chemistry. Also he studied at the faculty of science on the area of physics at the UNAM. When he immigrated to the United States, he took up liberal arts at the University of La Salle, and it was when he began writing his first short stories. He has authored several books: “The Eternal Joseph” “The Punking Plant” “5 de Mayo de 1862” (the paranormal story of a dying soldier), “Cuhichilicoatl” (Gallo Reptil).

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    La Muerte Espantó Unos Pájaros - Rubén Amaro Soriano

    Copyright © 2012 por Rubén Amaro Soriano.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2012903892

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    Para pedidos de copias adicionales de este libro, por favor contacte con:

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Llamadas desde los EE.UU. 877.407.5847

    Llamadas internacionales +1.812.671.9757

    Fax: +1.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    398982

    Contents

    Reconocimientos

    EL DÍA QUE EL ÁNGEL DE LA MUERTE VISITÓ TULPETZINGO

    Parte uno

    UNA ABUELA PLATÍCA CON SUS NIETOS

    UN PUEBLECITO OLVIDADO EN EL TIEMPO.

    LA BÚSQUEDA DE UN RECUERDO

    LA FUENTE DE TULPETZINGO.

    Parte dos

    PHILLI HUIHUITZIN

    UNA LAPIDA ENERGETIZADA CON MISANTROPÍA.

    UNA FOTOGRAFÍA FEA EN EL PALACIO MUNICIPAL

    EN ESTE PUEBLO SE PROHÍBE ESTORNUDAR.

    TLACATECOLOTL

    Parte tres

    D. JESÚS APANGO Y AGUSTÍNA TEXOYOTE

    UN RECUERDO AGRIDULCE DE MI NIÑEZ

    CIGÜEÑAS E HIMENÓPTEROS.

    EL TRABAJO DEL VIENTO Y DEL TIEMPO

    Parte cuatro

    LA PIEL ES DE BARRO PERO

    LOS OJOS SON DE ÁNGEL

    UN HOMBRE SALPICADO

    CON SANGRE HUMANA

    JOSÉ ALBINO LUCIO CONOCE A JOSÉ ALBINO NICOLÁS

    EL REFLEJO DE DIOS O DEL MAL EN EL ALMA DE LOS HOMBRES

    Parte cinco

    EL NACIMIENTO DE UNA TORMENTA

    LOS DESEOS DE UN HOMBRE

    LA VIOLACIÓN DE DOS ÁNGELES

    LA JUSTICIA NO FUE HECHA PARA LA GENTE POBRE

    AUH IN NEHUATL AIC MANEL ZAN CE PINACATL C NIC- MICTI. JAMÁS HE

    MATADO UN INSECTO

    Parte seis

    CARACOLES LECHUZAS Y LAGARTIJAS.

    LA MATERIA SOFISTICADA DE LA CONCIENCIA

    RÍOS DE LUZ Y ELECTROMAGNETISMO QUE ARRASTRABAN MAGIA Y SILENCIO

    UNAS NUBES HERMOSAS EN LAVIDA DE SOCORRITO.

    Parte siete

    UN HOMBRE CON ALMA DE NIÑO

    NO ES TRABAJO MIO, ES LA OBRA DE DIOS.

    DE HAMBRE NO TE MUERES HOY

    UNA HOJA TIERNA CAE DEL CIELO.

    LAS HOJAS DE UN ÁRBOL ESTÁN INTERCONECTADAS CON EL ELECTROMAGNETISMO DIVINO DE DIOS

    LA MUERTE ESPANTÓ UNOS PÁJAROS

    LA HOJA DE UN ÁRBOL EN UNA MANO INERTE

    MÁS ALLA DEL REINO QUÁNTICO UNA ANCIANA DE LUZ VISITA A FELIPA.

    Parte ocho

    EL DIA QUE SE IBAN A CASAR DOS PRIMOS CON LA MISMA MUJER

    UN ARCO IRIS OPACO COLGADO DE UNA TORMENTA DE CELOS

    RECORDAR UN SUEÑO ANTES DE MORIR, ES VIVIR.

    Parte nueve

    UN ÁNGEL EXTRAORDINARIO

    LA GUERRA ENTRE DIOS Y EL GOBIERNO.

    RESTAURAR EL ALMA DE UN ÁNGEL.

    UN JUICIO SUMARIO

    LA FOTOGRAFÍA DE UNA ANCIANA ABRUMADA POR LA MUERTE

    Parte diez

    LA TÍA JULIA

    RODOLFO NO SENTÍA PLACER POR EMBARAZAR A LAS MOMIAS, EL PLACER ERA POR LAS MONJAS.

    UNA SOMBRA LLEGADA DE OTRO TIEMPO

    LUISA CAMBIA EL AMOR DE SUS MUÑECAS POR EL CUIDADO DE EFRENCITO

    Parte once

    LA DESGRACIA DE UNA ADOPCIÓN.

    CINCO PUERCOS BLANCOS

    DE PELAMBRE ÁSPERO

    CUICHILICÓATL, COTERRÁNEO

    DE QUETZALCÓATL

    UNA MUTACIÓN CAUSADA POR EL

    ELECTROMEGNETISMO DEL SOL

    POR DINERO BAILA EL PERRO

    UNA ARTESANÍA PREHISTÓRICA.

    LA MUERTE DE UN GALLO

    UN PERICO DESNUDO Y CUHICHILICOATL CON PLUMAS DE QUETZAL

    SUSTITUIR UNA LEYENDA POR OTRA

    Parte doce

    JOSÉ DESCUBRE LOS TESOROS QUE EL HOMBRE QUE SE HACIA PASAR POR CURA LE ESQUILMABA A DIOS

    UN CARACOL Y UN ÁGUILA EN EL CAMINO ESCABROSO DE DOS NIÑOS

    UN GUAJOLOTE ERUTA EL MAÍZ DEL DESAYUNO

    DESCONECTARSE DEL HÁBITO DE LA REALIDAD ES PELIGROSO.

    Parte trece

    UNA MUJER DE ECTOPLASMA OPACO Y RESPLANDOR OXHÍDRICO.

    UN ÓRGANO DORMILON

    EL BANQUERO QUE NO ERA, EL CAMPESINO QUE DEBIÓ DE HABER SIDO,

    Y EL SABIO QUE FUE

    UNA SENTENCIA DE MUERTE.

    LAS DOCE Y QUINCE DE LA NOCHE

    Parte catorce

    SER UNA MARIPOSA O UN ÁNGEL

    LA ESPECIE ANIMAL CON MÁS ÉXITO ENTRE TODAS LAS QUE EXISTEN EN LA TIERRA.

    EL PELIGRO DE DESPOJAR AL

    PRESENTE DE LA REALIDAD.

    EL HOMBRE COMO UNA FOTOGRAFÍA DE LUCES Y SOMBRAS.

    ¿EL CONOCIMIENTO DEBE DE ESTAR RESERVADO PARA MENTES PROFUNDAS Y ANALÍTICAS?

    UNA REALIDAD QUE NO ERA LA DE EFRÉN

    LOS FALSOS PARADIGMAS DEL HOMBRE

    Parte quince

    VER PRENDER Y QUEMARSE UNA PIEDRA.

    EL UNIVERSO DE UN HOMBRE SABIO.

    EL UNIVERSO DE UN HOMBRE LOCO.

    TONATIUH TOTATZINE

    NACIMIENTO DE UNA ESTRELLA Y

    LA MUERTE DE UN HOMBRE.

    Reconocimientos

    Ante todo, a Dios…

    H istori a dedicada a la abnegación de mi madre, Socorro Soriano Abrego y a la fortaleza de mi padre José Albino Lucio Amaro Rosas, a mis cinco nietos que fueron y seguirán siendo mi inspiración. Summer, Elissa, Jadeen (Pancho), Nicolás (Nicololos, sin temor a equivocarme la reencarnación de José Albino L.), a Caibryn Yang, hijo de Rennet y Carlos, a Julieta Arrevillaga, mi esposa, y a sus hermanas Josefina y Virginia, a sus padres, Gudelia Soriano, a Daniel Arrevillaga, a mis cuatro hijos y a mis dos nueras, Deirdre esposa de Josué, Rennét Esposa de Carlos, a Berny Jeudy Esposo de Dennice, a mi querido hijo Rubén Amaro Arrevillaga. A mis hermanos. Roberto y a su esposa Gloria y a su nieto Rayan, a Miriam y Keit, a Tito, Vanesa, a Noé, a sus dos hijos, Esteban y Saharai, a Leilany, a mis hermanos Marcos y Pablo, Jacob, Daniel. A mi hermana mayor, María de los Ángeles por las ideas acertadas que me dio, a Ada y a sus tres hijos, a Perfecto, a Rosa y su hijo Rafy, a Lily, a mis cuñados Erick Rodríguez y Clemente G. Tovar, a mis sobrinas Marlene, Cindy y Jackie Martínez, Jaricete, Yesenia, Christian Amaro, a Genesis pero muy especialmente a Ruth por tanta paciencia que tuvieron conmigo durante todo el año que estuve con ellas y por su amor que siempre va a tocar no solamente mi corazón también el de mi familia. Al resto de mi familia, me es imposible mencionarlos a todos porque necesitaría igual cantidad de papel que usé en este libro solo para escribir sus nombres. Y al final. Sin pretender olvidarme de mi hermano Moisés Amaro pues siempre va a estar en un primer plano en mi corazón, tengo una gran deuda de gratitud con él y con su hija Diana Amaro. A Moisés, no solo por las herramientas de trabajo que me proporcionó, también por sus consejos acertados, estoy consciente que sin su ayuda hubiera sido imposible escribir la historia de la muerte de nuestros abuelos.

    EL DÍA QUE EL ÁNGEL DE LA MUERTE VISITÓ TULPETZINGO

    Dum spiro, spero.

    Mientras respiro tengo esperanza.

    UN ASESINO

    E staba amaneciendo y era época de invierno.

    A la distancia se vislumbraba en el horizonte, la claridad gris metálica de la madrugada. Y pequeñas parvadas de extrañas aves de plumajes oscuros con forma humana conocidas por el antiguo folklore mexicano como Tlacatecolotl o Coauyohuali se alejaban hacia las cumbres de la montaña. En lo más inexpugnable de las alturas buscaban sus nidos o sus guaridas, su vuelo estaba enmarcado en un fondo azul plateado salpicado con los últimos destellos de las estrellas y luceros que en la bóveda celeste titilaban. Como era común en la sierra por la noche había caído una tormenta con truenos, pero cuando terminó de llover todo se había transformado en paz envuelta en un frio silencioso, nada se movía. En un concierto poco usual, se escuchaba el sonido de los grillos, y las ranas paradas sobre de una piedra o a la orilla de los estanques croaban. Ellas observaban la luna distorsionada en el agua tranquila de los charcos del suelo que de vez en vez era golpeada por las gotas de la lluvia que quedaron suspendidas de las hojas de los arboles. Entre el ramaje apretado los pájaros en sus nidos despertaban, alternadamente se oía un silbido por acá, otro por allá, anunciaban el amanecer. Eran aproximadamente las cuatro y la mañana se recreaba en una calma celestial. Pero aquella quietud no permanecería por mucho tiempo en ese lugar, pues pronto fue alterada. Primero hubo un instante de total silencio y quietud en donde los pájaros dejaron de cantar. Después, vagamente se escuchó en la lejanía y por arriba de los árboles un graznido escalofriante, parecido al que hace un ave de rapiña o un cóndor al chillar. En la densidad espesa por la ausencia de sonidos pasaron largos minutos, y sin previo aviso se sintió el crujido de ramas y de las hojas secas en el piso, y después lo siguió, el ruido violento de los arbustos al moverse. ¡Alguien con desesperación venia corriendo! En la oscuridad parecía ser una figura de masa oscura. ¡Era un hombre con agitada respiración! Aquella imagen, en tramos mimetizada por la oscuridad de la madrugada, en tramos recortada por la débil luz de la luna, o protegida por las sombras del bosque corría frenéticamente, se caía, se arrastraba y se levantaba, pero no dejaba de correr. Por un instante y por el cansancio que lo agobiaba, detrás de un grueso tronco el hombre detuvo la huida para llenar sus pulmones de aire. No había pasado mucho tiempo y una ráfaga de viento producido por unas enormes alas con violencia movió la copa del árbol donde el hombre se cobijaba. E impactado por el movimiento de las hojas del árbol y el viento, se sobresaltó. Por instinto deslizó la mano hacía el puñal que llevaba en la cintura y en un acto inconsciente por sentirse protegido puso sus espaldas contra del grueso tronco. Después de tensos momentos de silencio recobró la respiración, notó que los pocos sonidos que los pájaros producían habían dejado de vibrar. Ávidamente y a través de la oscuridad el hombre escudriñó a su alrededor pero sus ojos no le permitían ver algo, no se daba cuenta que a la distancia un ser poco común de enormes ojos lo observaba. Lo miraba con tanta intensidad como días antes aquel hombre había acechado entre las vacas y la oscuridad de un establo, al hijo del dueño de la hacienda donde él trabajaba para matarlo. Pasaron algunos minutos llenos de completo silencio y aquel hombre no dudó en continuar la marcha amparado siempre por el follaje de los árboles. Y era cierto que todavía estaba lejos de donde el deseaba ir, pero también era cierto que en ese camino iba directo al pueblo. Estaba totalmente desorientado pero un solo deseo lo guiaba a poner a salvo su pellejo. Él huía no tanto de aquel extraño ser, él huía de los seres humanos que lo seguían. Y con esa decisión elemental de ponerse a salvo caminaba entre la oscuridad y lo espeso del bosque. Estaba desesperado y confundido y el mismo se preguntaba si aquel ser que lo había estado siguiendo por horas había sido producto de una alucinación por el cansancio, el hambre, o era totalmente real. Su paso era cada vez más lento y andaba con dificultad, algunas veces apoyándose de su desconfianza otras de las rocas o de los árboles del sendero, pero no dejaba de caminar. En esa imagen de paz que existía alrededor de él, hubo un instante en que un rayo de luna se filtró a través de las oscuras nubes que quedaron de la pasada lluvia, y la luz pálida y fría lo cubrió completamente sacándolo de una dimensión de oscuridad. Iluminado como estaba, se podía ver que sus mandíbulas rilaban, la energía que le daba vida parecía escaparse de su boca y por su cuerpo. Al respirar parecía que estaba agitado y jalaba aire de la misma manera como lo hace un perro o un lobo, e irradiaba vapor que se incorporaba al ambiente. Esto lo hacía verse como si la materia que le daba forma a su cuerpo se estuviera desintegrando. Y aunque un grueso abrigo lo envolvía, escondía sus manos heladas entre las axilas para mitigar la inclemencia del frío de la madrugada. Aquel hombre estaba perdido y desesperadamente trataba de encontrar una pista que le indicara que estaba cerca de algún lugar habitado, su mirada se extraviaba en lo espeso de la vegetación o se detenía en la masa oscura de la montaña de donde presentía que el peligro lo acechaba. Pero, ¿quien era este hombre? ¿Y que hacía a esa hora en ese inhóspito lugar? Solamente era un asesino que iba huyendo. Juan tenía varios días que intentaba escapar de sus perseguidores y había tenido la habilidad o la suerte de evadir a los asesinos por contrato. Pero hasta ese instante el haber librado el peligro de morir, no significaba que la fortuna estuviera de su lado pues en algún momento de su persecución, fue herido. Estaba agotado, somnoliento y hambriento y no tenia la decisión de entrar a los pueblos, a la vez se sentía con la necesidad de encontrar un sitio donde pudiera comer y descansar. Él sabía que en las condiciones deplorables en que se encontraba corría el riesgo de ser identificado por alguien en cualquier pueblo, y entonces su vida se iba a terminar. Por ese solo motivo, durante su huida evitó entrar a los pueblos más concurridos. Las pocas veces que estuvo en contacto con la gente, evitó dar su nombre y mencionar a que se dedicaba. Él había sido tan cuidadoso que no dejaba alguna huella que lo delatara, algún indicio que dijera que él existía, algo que indicara que por ahí pasó. Para muchos fue un descastado, para otros pasó invisible, pasaba cómo pasa el viento sin que nadie supiera de donde vino ni a donde fue. Su comportamiento extraño era producto de seguir un patrón de instintos básicos para sobrevivir. Debió de haber sido el instinto de aferrarse a la vida que al final le servía de motor y combustible, lo mantenía en movimiento y lo impulsaba a vagar de un lugar a otro en lo más inhóspito de la sierra. Durante los últimos treinta días Juan había actuado como un animal perseguido, había bajado corriendo las colinas, casi hincado las había subido, se había escondido en las cuevas y como lo hacen los reptiles se había arrastrado entre la vegetación de las cañadas. Y en los despeñaderos de las cumbres montañosas durmió con las águilas, amparado por la bruma cuando las nubes bajan sin llegar a entender cómo fue que llegó tan alto ni porque lo hizo. Los últimos dos días de su peregrinación fueron los mas extenuantes, antes de llegar al punto en donde se encontraba mirando la montaña, su caminata fue larga y sin detenerse. El polvo de su cuerpo se había lavado con la lluvia incontables veces, pero los pliegues de la piel de su cuello estaban apelmazados de sudor viejo y polvo nuevo del camino. Había volteado tantas veces a mirar para atrás que se había vuelto una manía para asegurarse que nadie lo seguía, manía que alguna vez le salvó la vida. Cada paso de su jornada había estado plagado de incertidumbre y miedo. Y en la soledad de la sierra, cuando la necesidad lo empujó a atravesar alguna cañada sombría lleno de árboles, aquel instinto lo alertó a detenerse a buena distancia para escudriñar el área. Trataba de ver atreves del fondo engañoso de las penumbras o en lo espeso de la oscuridad hasta que le dolían los ojos. Entonces tampoco tenía la seguridad de que alguien que tuviera más paciencia que él no lo estuviera esperando para emboscarlo. Su seguridad siempre fue su principal preocupación, a la vez añoraba el tiempo en que podía descansar y tomar agua con tranquilidad de un arroyo o manantial. Él estaba desprovisto de esa libertad porque sabía que en el momento en que doblara sus rodillas para saciar su sed podía perder la vida. Con tantas mortificaciones, su existencia había dejado de ser tranquila, había vivido en condiciones de miseria moral y espiritual que habituarse a otra clase de vida o las posibilidades de un cambio el mismo se las negaba, no las contemplaba ni como una opción porque era tanto como soñar que un ángel dedicado al servicio del Señor, pecaría. Y pese a que Juan no era un hombre viejo, más de la mitad del tiempo que tenía de vida la había vivido como un asesino. Por esa y otras razones tenía algunos años padeciendo un asedio constante de los de su misma especie. Y existía un clamor en la sierra por parte de la gente de varios pueblos de la región para matarlo con lo que fuera, de la justicia para fusilarlo, y de unos hacendados para ahorcarlo. Vivir en constante peligro lo llevó a desarrollar un sentido agudo para estar alerta a todo lo que acontecía a su alrededor. No existía ninguna diferencia entre el instinto que había desarrollado, y el instinto básico que los animales salvajes tienen y que los mantiene alertas para poder huir a cualquier señal de peligro. Su instinto lo obligaba a alejarse de los pueblos más concurridos, entonces terminó viviendo en pequeñas rancherías en lo más impenetrable de la sierra. Aquel día que comenzaba, con la iluminación de las luces tenues de la madrugada se pudo mirar por un efímero segundo el semblante cruel de Juan. Su rostro era adusto carente de emociones, ningún músculo se movía, pero su mente se revolvía en los vientos eternos de una tormenta. Y por su carácter variable, con enojo y angustia repasaba los acontecimientos nebulosa que sufrió en el último pueblo en donde vivió. Tenía muy presente el instante en que se sintió obligado a matar al cacique de la aldea a puñaladas por una cuestión de juego de azar, e hirió a dos o tres más que tuvieron la mala idea de interponerse en su camino e intentaron detenerlo. Cuando la gente se dio cuenta del crimen que había cometido, Juan tuvo que salir huyendo amparado entre la bruma del atardecer que comenzaba a caer. En la oscuridad de la noche fue seguido por una turba enardecida que se alumbraba con antorchas, blandían entre sus manos bieldos, machetes y palos, le gritaban improperios y con hondas le tiraban piedras. Y como era un maestro en las artes de escabullirse, hubiera logrado escapar sin ser lastimado porque ya estaba lejos de la aldea. Pero a última hora en la parte honda de un vallecito creado por una epigenesis natural al atravesar la corriente de un río, sin darse cuenta metió un pie en un hoyo entre el suelo rocoso y quedó atorado. Entonces una jauría de perros que lo seguían, como lobos hambrientos uniéndose a la persecución lo revolcó. En esa lucha desesperada por salvar el pellejo sintió el fétido aliento de los animales a través de los gruñidos en su cara, y las mordidas punzantes en la carne. Y un miedo poco descriptible en el alma lo envolvió, fue en aumento cuando escuchó un murmullo apagado de voces que se filtraban entre la vegetación, y él todavía seguía atorado. Hasta donde él estaba pudo percibir el odio de la gente que lo perseguía, lo sintió aproximarse como tantas veces sintió el viento hiriente que sopla en invierno en lo alto de la montaña. Las bestias le seguían tirando tarascadas, le mordieron un pie y lograron sujetar el abrigo. Al atacarlo olfateaban su maldad, era el mismo fato desagradable que los animales salvajes tienen y que él había desarrollado en los últimos veintidós años de su vida. Sumido en una desesperación irracional, aquel hombre dejó a un lado su condición de ser humano y se transformó en otra bestia más. Mostró los colmillos y empezó a gruñir, se revolcó en el río con los perros y también los mordió. De pronto el ambiente se transformó en una mezcla de halles de dolor, y aullidos del hocico de los perros que no dejaban de lanzar tarascadas a pesar de sentir las puñaladas. Pero logro alejarlos, si no se hubiera podido librar de aquella trampa y al permanecer unos minutos más, la gente hubiera hecho justicia al matarlo a palos y machetazos. Su carne hubiera sido hecha pedazos, y el olor peculiar de su propia sangre y la de los perros hubiera sido suficiente motivo para alborotar a las bestias de la montaña y a los peces del río. Y con su muerte como consecuencia que no causa algún efecto, las moscas hubieran depositado sus larvas sobre de sus despojos que también hubieran servido para alimentar a los perros heridos. Y lo que hubiera quedado, buitres, coyotes y lobos se lo hubieran disputado. Entonces poco o nada se hubiera perdido, y al pasar los años la vida de mi familia no se hubiera alterado. Pero había un destino que ya estaba escrito para todos y de la forma fiel como estaba se tenía que cumplir. Desde el día en que salió huyendo de su pueblo conoció la dedicación y la insistencia de la gente que lo acosaba. Y él no se podía detener a descansar en ningún lado, la única oportunidad que tenía de salvarse, se encontraba en poner una distancia larga entre él y sus perseguidores. Durante esos treinta días de huida perdió la noción del tiempo. Había caminado por tanto tiempo en la sierra y no podía olvidar los golpes recibidos, de tal forma que su desconfianza había crecido tanto que lo llevaba a ignorar las necesidades básicas de su cuerpo. Era tal el anhelo por salvar el pellejo, que solo por breves momentos se detenía en la quietud de la sierra, aguantaba la respiración para escuchar el ruido de los pájaros al volar ante el peligro, o al cantar. Los sonidos y olores del bosque se habían vuelto tan familiares que él los podía identificar muy bien. Su mundo se había vuelto pequeño y asfixiante, y en la situación extenuante en que existía, parecía que en cualquier momento se colapsaría por el agotamiento. Hubo un momento en particular de esa madrugada en que sin pensarlo se estiró. Como una caricia sintió la llegada agradable del sueño y añoró la tibieza de la pequeña chimenea de su casa y lo mullido de su cama, el calor de su mujer y la tibieza que la cobija le daba. Como una reacción de aquellos recuerdos y sin pensarlo se llevó la mano a la boca. Inspiró lento y profundo, no podía impedir bostezar haciendo un extraño ronquido como el ronroneo de un gato. Cuando terminó de bostezar, con pesar se limpió las lágrimas de los ojos con el dorso de su mano, fue entonces que se dio cuenta en donde se encontraba parado. No sabía el día ni creo que tampoco le importaba, solamente sabía que había pasado más de una hora desde el momento en que había pensado en una pequeña aldea para descansar. Fue a las cinco treinta de la mañana de un día frío de enero de 1926 en que volvió a escuchar a lo lejos algunos perros ladrar, asustado retrocedió unos pasos, y trató de protegerse detrás de un grueso árbol. El hombre luchaba para controlar el pánico que asomaba por su cara y a cada momento amenazaba con robarle toda su vitalidad pues aunque él deseaba correr, ya no tenía fuerza. Entonces vio las imágenes confusas de algunas casas que con líneas débiles se dibujaban entre la penumbra de la oscuridad o se confundían con la bruma de la montaña. El pueblo de Tulpetzingo todavía se veía lejos, aquellas casas solo eran un aviso de que estaba próximo a llegar a un lugar habitado. Allá, bajando las colinas, estaba el pueblo que venía buscando, estaba escondido entre lomas y sembradíos, se perdía entre la neblina y la apacible serenidad de ondulantes caminos formados de árboles o de cercas de madera o piedras que separaban los terrenos de cultivo. Aquel día fue una fecha poco agradable que se mantuvo en el recuerdo de sus habitantes por los acontecimientos extraños que se marcaron en un horizonte también extraño para un pueblo demasiado tranquilo que apenas comenzaba a despertar. Al seguir avanzando, Juan se detuvo por un instante sobre de una pequeña colina, guiado por su instinto deseaba asegurarse que podía continuar sin peligro. Al aproximarse a las primeras casas, a su nariz le llegó un aroma agradable conocido por él. El viento frío de la mañana traía adherido el aroma del café al tostarse sobre el comal de barro en la cocina y de igual manera que las matas de verdolagas se extienden sobre de la tierra, el aroma del café se esparcía por los aires. Fue una sensación añorada, atrapada por las células sensitivas de su nariz y transmitida a su cerebro, aquel aroma fue tan fuerte que hubiera dado parte del oro que traía encima por una sola taza de café. El tiempo que le tomó a Juan para ver con beneplácito al pueblo, fue un lapso de tiempo en que el destino comenzó a acomodar los hilos que movían la vida de los hombres que vivían en aquel pueblecito. Sus habitantes iban a ser marionetas en un teatro guiñol y en las manos del titiritero, con sus decisiones va a afectar no solo al que las toma, principalmente a la gente que lo rodea. En esos momentos en que un rayo de esperanza le iluminó el rostro a Juan, una sombra negra de desgracia envolvió la vida del pueblo. Al ver aquel caserío, Juan sabía que al menos por unas horas podía descansar y comer, había visto con gusto la silueta quieta y somnolienta del pueblo en donde la familia de mi abuelo Balbino Soriano vivía, y sin dudarlo hacia allá se encaminó. Por la paz que se respiraba, la imagen del pueblecito había sido idílica, muy diferente a la imagen de otros pueblos que Juan conocía, y quizás ese fue uno de tantos motivos que lo obligó a pensar seriamente dirigirse a él. Al ir caminando y con las primeras casas que se encontró se daba cuenta que también se encontraba con olores que lo lastimaban. No tardó en identificar el agradable olor que el pan produce en el horno de tabiques, y el olor que la flama del pino expele al quemarse y la carne al asarse. Y con un fuerte retortijón de estómago se le llenaron los ojos de lágrimas y la boca de saliva, todavía con un fuerte sabor a tequesquite. La primera gente que lo vio, fue la familia Cihuapillahtocatzintli (Reina). Era una familia de arrieros que llevaban sus ganados a pastar. De inmediato supieron que no pertenecía al pueblo, y quizás porque el pueblo comenzaba a despertar no fueron los únicos que lo miraron caminar a lo lejos. Tío Goyito pariente de mi abuelo materno montado a caballo regresaba después de haber ido a dejar al campo parte de su ganado para que pastara. En el momento en que vió a Juan bajando la colina brumosa le robó la atención. Notó que uno de sus pies estaba envuelto en una venda rustica llena de sangre y lo arrastraba, todo indicaba que se dirigía al pueblo. En un acto impulsivo de compasión del anciano, sintió deseo de ayudarlo porque aquel hombre ajeno al pueblo caminaba muy despacio y parecía estar enfermo. Pero al observarlo por segunda vez vió que había algo oscuro en la imagen de aquel hombre que a Goyito le asustaba y lo obligaba a reprimir su buena intención. Ante los ojos cansados del anciano, aquella figura extraña se confundía entre la claridad del alba y las sombras de los arbustos, por momentos se diluía entre la niebla y notó que venía arriando un burrito, hacía apenas un par de horas que lo encontró vagando en el bosque y en el hocico traía un bozal rustico hecho con fibras de henequén. Goyito observador por naturaleza, tuvo una visión de corta duración que lo impactó. El creyó que en esta dimensión se había materializado uno de tantos ángeles de maldad, con estupor… ¡Vio caminar al ángel de la muerte! Iba rumbo al pueblo. Y a pesar de que Goyito había participado en una guerra y había sido testigo de muchas atrocidades, con aquella imagen aterradora de la muerte, se sobresaltó. Más tarde y después de la muerte de mi abuelo, tío Goyito traía a la mente la imagen y la aparición por la mañana de aquel hombre. La visión de aquella mañana había sido impactante. El hombre apareció como tantas veces de una atmósfera tranquila pero cargada de electrones y sin que haya nubes, de la nada aparece un rayo atraído por la piedra de granito de la montaña. Y golpea la tierra con violencia, desgaja y destruye al árbol más robusto y frondoso y altera el ecosistema que lo rodea. De la misma manera fue la aparición de ese hombre, trajo cambios drásticos a la vida de mi familia al impactar la vida de mi abuelo materno. Desde el momento en que apareció, su presencia y la energía mala que lo rodeaba comenzaron a manifestarse en el alma del pueblo. Y a pesar del agotamiento físico no dejaba de caminar. Caminaba cada vez más lento entre los surcos llenos de tallos y hojas secas de la milpa. Por el comportamiento al caminar se veía que estaba confundido, seguramente no discernía si aquellas plantas secas que pisaba crujían por el peso de su cuerpo o el ruido que escuchaba parecía ser un quejido que salía del fondo de él mismo. Quizás aquel ruido que escuchaba dentro de él, debió de haber sido el peso de su conciencia que llevaba al alma a quejarse por tanta maldad que cargaba. Y su paso era lento, era producto de su desconfianza, pues analizaba los posibles peligros que pudieran existir a su alrededor. Todavía estaba fuera del pueblo, pero ya estaba atravesando los sembradíos que pertenecían a mi abuelo, este fue el primer contacto que tuvo con mi abuelo Balbino. A esa hora, Juan tenía la certeza que iban a dar las siete de la mañana, solo por costumbre y sin dejar de caminar se llevó la mano a la frente, alzó la vista en dirección al sol, trataba de cubrirse el rostro de la luz. Aquella estrella era muy familiar para él, gracias a ella en la sierra había aprendido de sus ancestros a conocer el clima, pero principalmente la hora del día. Y aunque había perdido la costumbre de trabajar, sabía el tiempo preciso para arar la tierra y para sembrar, pero su conocimiento elemental del universo no estaba limitado solo en el sol. También había aprendido a caminar en la noche orientándose con la estrella polar, a conocer las temporadas del año conociendo las fases de la luna. Con esa sabiduría elemental, en lo espeso de la negra noche que solo la sierra tiene, había caminado en una dirección sabiendo por las estrellas cual es el norte y cuál es el sur. Para un criminal como él, este conocimiento era esencial pues sabía para dónde dirigirse. A lo lejos vio a un grupo de hombres trabajando, eran los campesinos que laboraban para mi abuelo. A pesar de que era muy temprano tenían varias horas trabajando la tierra, tenían por costumbre empezar a las cuatro de la mañana para evadir el calor del medio día. Con azadones y palas abrían y cerraban compuertas de tierra, preparaban canales que utilizarían para conducir agua del río hacia los terrenos de Balbino. De la forma como los campesinos de mi abuelo vieron a aquel hombre, y lo que ignoraban de él. Les pereció que era un hombre que estaba exhausto y pese a que no se veía como un hombre de trabajo, con urgencia necesitaba descansar. El martirio a que había sometido a su cuerpo era visible. Al andar por los terrenos de don Damacio Apango puso mayor atención a los campesinos que labraban la tierra, ellos sintieron la fuerza de su mirada de la misma forma que los ángeles o cualquier otro ser divino siente la presencia penetrante del demonio. Los campesinos se llenaron de inquietud, la fuerza que ese hombre irradiaba fue una fuerza brutal, era un cometa que arrastraba una larga estela de maldad, su presencia se había transformado en una onda de viento que lentamente se iba acercando al pueblo. Algunos otros campesinos notaron su presencia pues el burro que arriaba comenzó a rebuznar de forma ruidosa en el momento en que el burrito detectó en el aire el olor de una manada de burras que atravesaron el río. Y el burro no dudó en salir corriendo, la reacción no se hizo esperar y en un intento por evitar que corriera, Juan lo sometió a varazos, le dio una tunda inmisericorde. De acuerdo al comportamiento de los campesinos que lo vieron cometer aquel acto cruel. Ellos sabían que ese hombre no pertenecía al pueblo no estaba en el comportamiento de ellos maltratar a los animales del campo que les ayuda a labrar la tierra, de la forma inhumana como lo hacía Juan. Pero por razones naturales, ellos sabían que algunos hombres llegan a ser duros de corazón y manifiestan su severidad al castigar excesivamente a las bestias del campo y no demuestran indulgencia con la creación divina. Pero aquellos hombres ignoraban que Juan también era severo con los hombres que habían sido creados a la imagen de Dios. Ignorando aquella mala actitud, en un gesto de amistad lo saludaron alzando la mano y lo dejaron pasar por los terrenos de don Damacio. Después de mirarse brevemente entre ellos, lo siguieron con la vista esperando alguna respuesta a su saludo. Él no se molestó en regresar el ademán, los vio con rencor e indiferencia y escupió la colilla de cigarro apagado que traía en la boca. Sus labios cenicientos, resecos y agrietados por la sed, el frío y el sol de muchos días se movieron levemente, parecía murmurar algunas palabras duras entre dientes. Hizo un chasquido con los labios para apurar al burro y le dio otro varazo pero esta vez el burro respondió con un par de patadas al aire. Después Juan volteó la cabeza hacia otro lado y continuó su camino, su figura dejó de ser real en el momento en que aquellos hombres lo vieron desvanecerse como un fantasma entre la penumbra de los árboles de aguacates de un huerto. Más tarde y a la distancia volvieron a escuchar al burro rebuznar pero él ya había desaparecido. Eran las 7.20 de la mañana, y a la hora en que estaba entrando al pueblo había mucha gente porque era un martes y ese día en especial se hacía el mercado semanal. Juan seguía su marcha, su paso era más lento y su presencia esta vez no pasó desapercibida. En cuanto a la fisonomía que algunos ciudadanos vieron de aquel hombre. Para dos campesinos, y más tarde unos arrieros que se toparon de frente con él en un breve tramo del camino, dijeron que no recordaban haber conocido a alguien más desagradable. De lejos se podía percibir su olor, olía a sudor, a orín y a hombre, pero tenía un aroma más corrompido que escondía muy bien y que por un tiempo en el pueblo nadie puedo identificar. De cerca, como lo vio papá Lichito y su esposa, fue muy diferente a como lo habían visto los demás. A él le pareció que era bien parecido, mientras que tía Matilde dijo que era un hombre guapo pero no podía negar que tenía una figura oscura. Papa Lichito comentó con su esposa que quizás la oscuridad estaba relacionada con su estado de desaseo. Tía Matilde le hizo ver que su rostro tenía un aire que le confería cierta inteligencia mezclada con maldad. Lichito hizo notar una peculiaridad en la frente. Era amplia y estaba enmarcada por una vena azul protuberante, era una característica que le daba a su rostro un aspecto hosco de desconfianza. También vio que era de buena estatura y corpudo, su fortaleza se notaba a través del abrigo verde olivo que ya se veía descolorido por el sol, el clima y el tiempo, pero lo cubría muy bien de la dureza del frío de la montaña. Lichito por ser más suspicaz vio que por la costumbre que tenía de traer el pelo corto a cepillo y que le comenzaba a crecer y por el abrigo, él podía decir sin temor a equivocarse que ese hombre había estado en el ejército. Matilde enfatizó que parecía que tenía algunos días que no se había rasurado y una barba cerrada le cubría el rostro y su edad. El hombre bien podía haber sido de treinta o treinta y cinco años y lo hacía parecer más viejo. Hubo algo en que todos estuvieron de acuerdo. A pesar de su fortaleza tenía la manía de caminar encorvado. Hasta el día en que estaba entrando a Tulpetzingo era todo lo que se podía decir de él y a pesar de que la gente en el camino lo saludaba, Juan los ignoraba. Parecía que su boca estaba herméticamente sellada, de acuerdo a un comentario que hizo el señor cura al azar pues él fue uno de tantos que lo vieron llegar al pueblo. Dijo que era el mismo hermetismo que aquel hombre hubiera encontrado, si en ese momento hubiera tenido la necesidad de ir a tocar a las puertas del cielo. Como lo recordaban otras gentes aquel día. Y entre ellos estaba don Agapito el boticario, que tenía por costumbre no criticar a sus clientes pero al ver aquel hombre desaliñado que fue a comprar sulfas y jabón para bañarse. Se dio cuenta que su cara y todo su ser denotaba un profundo vacío, le pareció que carecía de aquel brillo natural que le da vida al alma. La sombra de la desgracia se hacía visible en su rostro rojo, en el abrigo que todavía traía adheridas algunas garrapatas que hacían esfuerzo por atravesar la gruesa tela. Su piel estaba llena de hongos que más tarde se curó con extracto de ajos, vinagre y otras hierbas. Estaba lacerada por las sanguijuelas de los ríos, las garrapatas y las mordidas de los tábanos azules que se alimentan de la sangre de los burros o del ganado. Endurecida y maltratada por los espinos de los arbustos, raspada por las rocas, tostada por el sol, quemada por el frío intenso de tantas madrugadas que había pasado en la montaña y desgarrada en un pie por las mordeduras de un perro. Su cuerpo estaba estragado y ya no tenía de donde sacar más energía, y con dificultad se mantenía de pie en el camino. Estaba próximo a atravesar el parque del pueblo, y algunas mujeres solteras desde sus casas lo vieron pasar por la calle y a pesar del estado deplorable en que se encontraba les pereció atractivo. Por instinto, Juan alzó la vista y vio a la gente que estaba en los balcones. Ellos vieron en sus ojos una luz oscura de desconfianza que reflejaba, todo su ser estaba cubierto de algo siniestro y montaraz. Lo cierto fue que todos aquellos que lo vieron de cerca ese día traían a la memoria su imagen, pero especialmente la belleza de sus ojos felinos y su extraña manera de ver. Era la misma imagen engañosamente bella que Lucifer puede tener. Pese a que tenía una mirada fría, cuando miraba a alguien, la pupila se le dilataba y su mirada se volvía intensa como una flama de ocote cuando arde en la negra oscuridad de la noche. Su rostro se mostraba imperturbable, al mirarlo directamente producía temor, temor idéntico al que las ovejas sienten cuando han sido atrapadas entre las fauces del lobo y las mira directo a los ojos. Hasta ese día nadie sabía que él era un fugitivo, era la clase de fugitivo que ninguna autoridad quisiera ir tras él. Por momentos parecía estar absorto o sumido en sus más profundos pensamientos, pero por debajo de su sombrero sus ojos encendidos se movían inquietos. Atravesado sobre de su pecho traía un morral con monedas de oro. Y sin que se notara sujetaba fuertemente con su mano derecha el cuchillo que llevaba ceñido a la cintura. Con la mano izquierda arrastraba una vara que utilizaba para lacerar al burro. De reojo miró a las mujeres que se encontraban en los balcones murmurar, él las vio con la misma indiferencia que había visto a sus maridos antes. Se subió el cuello del tabardo, inclinó levemente la cabeza en una actitud parecida a la que puede tener un niño cuando ha hecho algo mal y sabe que le espera un castigo. Después de fustigar al burro no se pudo olvidar de su pie lastimado pero apuró el paso y continuó su camino directo al centro del pueblo. En el momento en que tío Goyito miraba como ese hombre se perdía entre la gente, se quitó el sombrero y se rascó la cabeza algo de ese hombre le hacía recordar un suceso lejano.

    La corpulencia de aquel extrañó, lo llevó a divagar en el tiempo, echó mano a un costal de recuerdos, los sacudió y desempolvó. Tío Goyito recordaba y lo comentaba con tío Placido que en esa época tenía pocos años que había llegado a vivir al pueblo. Le decía que por ese mismo camino terroso por donde vio llegar a Juan, también había visto llegar al pueblo a un hombre Sureño que tenía la complexión fuerte y bronceada de un campesino, los movimientos y la expresión decidida de un delincuente. Aquel día el hombre sureño entró al pueblo de Tulpetzingo entre relinchidos de caballos, disparos, y gritos de Tierra y libertad y La tierra es para quien la trabaja hacendados hijos de p~#@… Todos los campesinos que seguían a aquel guerrillero lo llamaban Emiliano Zapata. Tomaron al pueblo por varias horas sin ninguna resistencia por parte de la autoridad o de sus habitantes. Después de fusilar a un rico hacendado que no estaba de acuerdo con su causa, hizo una leva entre los hombres de las haciendas que estaban aptos para la guerra y los incorporó a su ejército no mayor de cincuenta guerrilleros. Sus hombres oprimidos por la falta de oportunidades y la excesiva pobreza tomaban venganza, se sentían redimidos por la presencia de ese campesino, por sus ideales y el poder que dan las armas. Era una redención encaminada a actuar de una forma mala, con un deseo marcado de vengar tanta injusticia por la situación de pobreza en que por siglos habían vivido. Ellos sabían que Dios había hecho a los seres humanos en una posición de igualdad, pero aquello que los obligaba a asociarse para tener un bienestar común, mas tarde los oprimió y los volvió nuevamente esclavos. Aquel campesino con su lucha violenta trataba de restaurarles su estado divino inicial. Y el pequeño grupo de escandalosos que al pasar el tiempo se convertiría en un ejército poderoso y el guerrillero en un General, no escaparon a la tentación del vandalismo y del saqueo. Robaron en el pueblo las cosas de más valor sin que nadie se atreviera a levantar una sola voz de repudio por estos actos. Unas horas antes de salir huyendo por la llegada del ejército federal, tomaron a las mujeres más bonitas y se las llevaron por la fuerza para que fueran sus mujeres y les sirvieran de soldaderas. Felicitas Abrego la prima de mi abuela, la que tenía una belleza extraña, una sonrisa angelical y unos ojos soñadores, de acuerdo a lo que se veía en una foto cuarteada y vieja en blanco y negro que por algún desbalance químico de la tinta, la foto había cambiado su color negro a café, por esa época tenía diez y seis años de edad y era una hermosa señorita. Ella se salvó porque al entrar los bandoleros en la casa de mis abuelos no la vieron, fue envuelta en un petate y parada en un rincón pasó desapercibida ante los ojos de los facinerosos, algunas otras mujeres, entre ellas estaba mi abuela y sus primas, también se salvaron al pasar la noche escondidas entre la milpa y la oscuridad del campo.

    Mientras que aquel asesino continuó su marcha inexorable atreves del pueblo… iba directo al mesón de mis abuelos.

    Parte

    uno

    UN BAÚL LLENO

    DE RECUERDOS

    UNA ABUELA PLATÍCA CON SUS NIETOS

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    Ce citli tlahtoa ihuan xocoyotzin

    E n Pennsylvania, la casa de mis padres estaba alejada de cada uno de sus hijos a quince o veinte minutos viajando en carro, de tal forma que cada vez que podíamos los visitábamos y esto nos hacía sentir que los lazos familiares que nos unieron en México ahora se fortalecían más viviendo en el extranjero, y se notaba con las visitas diarias de sus hijos y nietos. Una tarde después de trabajar decidí visitar a mis padres en su casa, aquella tarde aparece en mis recuerdos como una de las últimas tardes de verano. Recuerdo que ese verano no había sido tan caliente como otros veranos y el clima agradable era muy parecido al clima de la ciudad de México por la misma temporada. Al ir a buscar a mi madre al jardín, lugar donde ella acostumbraba pasar las tardes calurosas platicando con algunos de sus nietos o alguna de sus tantas amistades de la iglesia donde ella acostumbraba a asistir, me sorprendió al oírla hablar. ¿Con quién estará hablando? Al mismo tiempo que me hice la pregunta me quedé inmóvil escuchando. Me pareció que se encontraba orando, porque su voz viajaba en murmullos y llegaba a mí suavemente, hubo pausas en que solo se respiraba silencio. Silencio interrumpido por los graznidos de las parvadas de gansos que pasaban volando por su casa que estaba cerca del rio Delaware y del rio Schuyllkull. Aquellas aves se preparaban a emigrar al estado de la Florida o al cono sur porque el verano en pocas semanas llegaría a su fin, e invariablemente como cada temporada sucedía, el otoño pasaba pronto y los primeros indicios del invierno no tardarían en aparecer. Había visto a mi madre en esa misma situación otras veces, pero ese día la curiosidad me empujó a querer saber acerca de la plática que ella tenía con esos niños. Al mismo tiempo no deseaba alterar el momento de interés que mi madre había elaborado alrededor de ellos y la curiosidad me empujó a investigar. Protegido por los rosales que mi padre había sembrado en años anteriores y por los arbustos de una vid que descansaba sobre de una pérgola de maderas que ayudaba a darle forma a un corredor que entre muchas otras cosas se llenaba cada verano de ricas uvas, de avispas, abejas y otros insectos, caminé sobre el verde césped que me sirvió de sordina, de esta forma podía saciar mi curiosidad sin interrumpir la plática que mi madre tenía con sus nietos. Preocupada porque muchos de ellos habían nacido en los Estados Unidos y quizás en el futuro no tendrían la oportunidad de conocer sus costumbres y sus raíces, como invariablemente sucede con muchos niños que han nacido fuera de México. Socorrito les hablaba del país que había dejado atrás hacía ya muchos años, pero antes de hablarles de los héroes nacionales ella deseaba que sus nietos conocieran a los héroes de su familia, por quién habían luchado y porqué habían muerto. Les hablaba de sus costumbres y tradiciones, del idioma latín que mi abuelo materno hablaba como segunda lengua, y también del idioma náhuatl que mis abuelos paternos hablaban y que aunque esta última lengua se estaba perdiendo, en mi familia todavía conservaba una fuerte influencia entre algunos de nosotros porque cada vez que pensábamos en ese idioma dulce y melodioso, nos llenábamos de nostalgia. El tema de la familia de mi madre estaba centrado en el pueblo donde ella nació con sus historias trágicas, tiernas y muchas veces ficticias que sirvieron de inspiración a las historias de este libro. La narrativa era sencilla con un estilo natural y propio, abundante en disertaciones sobre el tema de nuestra familia como emigrantes en donde Socorrito entre muchas otras cosas era una experta. Al oírla hablar, mi primer impulso fue de sorpresa. Después me quedé con una grata impresión y buen sabor de boca al ver que de vez en vez fue interrumpida por algún nieto que avivó la llama del entusiasmo con alguna pregunta furtiva. A mi madre se le notaba el gusto por hablar no solo en su tono de voz, también en la expresión de su rostro. No puedo decir que en ese momento descubrí algo nuevo en mi madre porque ya la conocía desde toda mi vida, pero noté detalles importantes que no les había puesto atención, quizás solamente era su forma simple de hablar, poseía la magia de colorear una imagen con palabras. Al oírla hablar, sus palabras sonaron coherentes a mis oídos, me tomaban de la mano y me llevaron a sitios conocidos. De un plumazo se acababan las distancias, fue en ese momento que dejé de ponerme viejo, para mí se detuvo el tiempo y desanduve los años en el momento en que me hizo evocar los recuerdos de mi niñez. Y con el mismo gusto que de niño esperaba mi cumpleaños o la navidad para vestir ropa nueva, de la misma forma volví a vestirme con la piel de niño que Socorrito guardaba en el baúl de su corazón, solo ella podía abrirlo para que nosotros metiéramos la cabeza, hurgáramos, conociéramos, revoloteáramos, o simplemente recordáramos a nuestra familia y nuestro pasado.

    A la vez que la escuchaba hablar, comencé a experimentar una sensación agradable de unión entre ella y yo. Fue una sensación que me conectaba espiritualmente a ella, yo la sentía como el cordón umbilical que alguna vez me unió a ella cuando compartió su vientre conmigo y fuimos los dos un solo ser. Con esta nueva unión yo podía compartir el sufrimiento e historia que mi madre vivió en sus años tempranos. Pero también terminé de heredar a través de esa conexión, cierta espiritualidad y misticismo que vi en ella desde mis primeros años de vida y que me sirvió para reafirmar un sentimiento de certidumbre en mi forma de pensar, además me ayudó a ubicarme en una realidad y a entender mejor algunos fenómenos del mundo. Al describir la casa de mis abuelos, lugar en donde ella nació, lo hacía con nostalgia y mucha pasión, con ese brillo tan especial en sus ojos que tantas veces le vi cuando se emocionaba, tan solo con mirar una flor, o disfrutar de la caricia tibia de la mano de algún nieto sobre de su rostro. Fue la misma pasión que vi cada vez que habló de México, siempre lo hizo con una lágrima disimulada. ¡Era la misma casa que conocí cuando fui niño y donde pasé los mejores años de mi vida! Con la suave brisa de aquella tarde brillante que mantenía en el aire un olor revuelto a jazmines, a rosas, a uvas y a voces de niños, entrecerré los ojos y me sentí parte de la historia y del grupo de nietos que atentos la escuchaban. Dejé volar la imaginación y nuevamente volví a ver aquel pueblo y su gente. Escuché sus cantos melodiosos en náhuatl acompañados de tambores, cascabeles, chirimías y flautas. Sentí en mis labios el sabor peculiar del ozono cuando baja a la tierra cuando llueve, el sol brillante, y vi alzarse el vapor del piso después de la lluvia y envolver el paisaje lleno de calma celestial. Percibí el olor intoxícateme y dulce del anís, de la salvia y la hierbabuena que crecían por aquellos verdes campos y enredados alzarse por los aires como exquisito y enervante veneno arrancado por el roce intangible del alma del viento. E influenciado por esa alucinación perturbadora tomé la decisión de ir nuevamente al lugar en donde quedó guardada una gran parte de mi conciencia y el pueblo donde mi madre vivió para poder escribir esta historia.

    UN PUEBLECITO OLVIDADO EN EL TIEMPO.

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    Era muy temprano y a la distancia la lluvia amenazaba con caer.

    El viaje había sido largo, y a esta hora de la mañana la neblina como un cendal gris transparente a la distancia deflactaba la parte baja de los cerros y un sol rojizo y amarillento en el firmamento empezaba a salir. Pilar Julieta Arrevillaga y yo coincidimos que sería un hermoso día.

    Ambos sabíamos que a dos mil quinientas millas de distancia en el estado de Pennsylvania en los Estados Unidos, el sol tenía dos horas que había salido, mientras que en el pueblo de Tulpetzingo la gente todavía esperaba a que apareciera entre los cerros. Ellos lo hacían con admiración y una veneración callada que heredaron de un hombre sabio, los naturales del área lo llamaban "Huihuitzin Efrén" todos ellos tuvieron la dicha de conocerlo hacía muchos, muchos años. A lo lejos, entre los vapores somnolientos que emanaba la tierra, las siluetas borrosas de dos hombres campesinos poco a poco adquirían forma, venían arriando a un grupo de animales y a paso lento se fueron acercando. El yugo ceñía la cerviz de dos bueyes y un montón de vacas resignadas los seguían, a paso lento hendían el duro barro entre sus pezuñas, rompiéndolo y tamizándolo, en cada paso que daban un universo de fino polvo creaban por todo el camino.

    En la campiña verde, la condensación de la humedad de la madrugada ayudada por la cohesión molecular del agua había formado en las hojas de las plantas y en los hilos delgados de las telas de las arañas bolitas de perfecta transparencia. Ver las gotas de agua en ese estado físico unidas unas con otras por un cordoncito de seda, eran como estar viendo un rosarios transparentes de perlado rocío que se habían formado por una fuerza misteriosa en la inmensidad de aquellos campos. En donde cientos de mariposas blancas, rojas y negras revoloteaban entre la frescura de las flores y la tranquilidad de los arbustos. La humedad de la mañana había mojado los huaraches de aquellos hombres y el cuero con el andar rechinaba. Sus pies se habían lavaban y sus pantalones raídos se saturaban con el rocío que le hurtaban a las hojas de los arbustos y a las hierbas al caminar. En aquel pequeño valle de un rincón al otro con movimientos imperceptibles, las flores se abrían en un estallido natural de colores y polen, y en perfumes sus almas se alzaban. El cencerro que colgaba del pescuezo de una de las vacas el silencio de la campiña turbaba. Las voces del campo se enganchan en un fondo silencioso y son inconfundibles, lo que no expresa el ruido que hacen las hojas de un árbol por el aire estrepitoso al mover sus alas una mariposa, lo canta el trino de los pájaros, el mugir de las vacas, el valar de los borregos y el rebuznar de los asnos, todos ellos creaban un concierto peculiar que hablaba de la naturaleza divina de Dios. Entre toda la algarabía de animales se escuchaba el balar angustioso de una oveja en el abigarrado grupo llamando a su cría. Hacía apenas unos cuantos días en la tibieza del campo entre el perfume blando y dulce del anís había parido a un hermoso borreguito. En los brazos toscos de uno de los arrieros cuidadoso lo sostenía, le daba una muestra de amor, parecía una borla de algodón con rizos apretados en su cuerpo y sobre la testa, pero se veía cansado de la caminata y medio dormido no ocultaba su nerviosismo al escuchar a su madre que al no sentirlo cerca desesperada lo llamaba. El grupo de animales me obligó a detener el carro en donde viajaba con mi familia. Dejamos pasar las cabras, las ovejas, las vacas, los bueyes y la mayor parte del polvo del camino que no terminó de pasar. Entre el peculiar alboroto escuché palabras soeces, y en el ambiente sonó como un disparo repetidas veces el chasquido del chicote sobre de la cabeza de los bueyes al rasgar el aire. De esa forma los arrieros apuraban al grupo de animales. Aquellos arrieros cubrían su cabeza y sus rostros cerriles con sombreros de paja, sus caras estaban curtida de sinceridad, de sol y de campo, su imagen cetrina me confirmaba que Dios había hecho al hombre del polvo de la tierra, ellos eran del mismo color del barro con que hacían sus cazuelas, sus ollas y pilas bautismales, no tenía duda que ellos representaban la esencia de Dios, porque eran parte del suelo terrizo que todos los días pisaban. Poco después como si pretendieran esconderse de nosotros, envueltos en cendales hechos de fino polvo se detuvieron a un lado en el recoveco del camino. No podían esconder su curiosidad y desde donde se encontraban nos observaban, por un fugaz momento a mí me parecieron dos fantasmas que protegidos por el polvo nos miraban con avidez. Al mismo tiempo, parte de esa polvareda seguía a la manada de animales y se alejaba. Desde el sitio en donde estaban parados podía observar a los dos arrieros bien. Uno era criollo, robusto, de piel canela, pelo rubio, de actitud tranquila y ausente, de ropas gastadas pero limpias. El otro de figura esmirriada de aspecto juguetón pero desconfiado, parecía un tronco correoso y largo. En esos momentos de estudio mutuo no encontré mayor placer para descansar las piernas pues por el largo viaje las tenía adoloridas. Y me nació el deseo irresistible de salir del carro, hablar con ellos y ser sociable. Al acercarme los salude e intenté armar una conversación con ello. Les hice algunas preguntas acerca de la campiña pero no se inmutaron, apenas se tomaron la molestia de contestarme el saludo y continuaron en su actitud de indiferencia. Con aquella imagen de estatuas que los dos tenían me hice a la idea que desde el día de la creación, Dios los había hecho en el mismo lugar en donde se encontraban parados pues su figura estaba acorde con el agreste pero apacible paisaje. Paseé por alto su actitud de silencio y no me desanimaba e intenté hacer nuevamente conversación con ellos, y les pregunté por Tulpetzingo, era el nombre del pueblo a donde pretendíamos llegar. El hombre más robusto cambiando su actitud lacónica propia de las gentes del campo de México me preguntó en Náhuatl. T-iauh Tulpetzingo? ¿Van para Tulpetzingo? En ese momento entendí que si antes no me había respondido, fue porque no entendía bien el español. Amo za quema, t-ihui Tulpetzingo. Sí, vamos de visita al pueblo. Le respondí. Al mismo tiempo me sorprendí aún más pues yo no debería de estarle hablando en su idioma, hacía muchos años que yo no lo escuchaba. Yo lo entendía pues mis abuelos paternos, mi padre y mis tíos se comunicaban en ese idioma con los naturales de su pueblo y de niño yo los escuchaba hablar entre ellos, de ahí fue donde lo aprendí. Después de limpiarse la garganta y de escupir el polvo del camino aquel hombre se orientó hacia los cerros y permaneció pensativo. Nosotros solo lo observamos esperando su respuesta. La mañana se veía clara pero rumbo a la montaña donde el hombre miraba, el viento arrastraba nubes de tormenta. ¿Tienen familia allá? Apenas murmuró. Quizás calculaba en que tiempo llegaría la lluvia. O quizás calculaba la distancia en donde estaba el pueblo. ¿Qué dijo? Le pregunté. Poniéndole más fuerza a sus palabras aquel hombre nos preguntó. ¿Tienen familia en Tulpetzingo? Al mismo tiempo le dijo a su compañero que fuera a alcanzar al ganado. Orden que su compañero ignoró. No, no creo. Le contesté. Los últimos familiares murieron hace muchos años. Aquel arriero nuevamente nos preguntó. ¿Se puede saber el nombre de su familia? ¡Claro! Por supuesto. Somos parientes de la familia Soriano por parte de mi abuelo. Abrego y Medrano por parte de la familia de mi abuela. Al escuchar los apellidos aquel hombre, incrédulo preguntó. ¿Ustedes son familia de

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