La Fábrica, la leyenda del hombre sin dedos: La Fábrica, #1
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En Puenteviejo, hace años, sucedió una terrible desgracia en una fábrica que ha marcado el futuro de siete adolescentes.
Dados en adopción, repartidos en distintos hogares y sin recuerdo, en el pasado, un médico, está buscando para reunirnos antes de cumplir dieciocho años, en el momento en que sufrimos una terrible transformación.
Descubre la leyenda del hombre sin dedos que une estos siete adolescentes.
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La Fábrica, la leyenda del hombre sin dedos - Laura Pérez Caballero
LA FÁBRICA
LA LEYENDA DEL HOMBRE SIN DEDOS
––––––––
LAURA P. CABALLERO
© LAURA P. CABALLERO
LA FÁBRICA, LA LEYENDA DEL HOMBRE SIN DEDOS
Impreso en España
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A DIDI, QUE ES TAN MORTAL
Índice
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La fábrica 1
La leyenda del hombre sin dedos
1.
Estaba seguro de haber escuchado un pequeño grito. Pasaba por la entrada de una calle que sabía que no tenía salida y no había ni una sola de aquellas herrumbrosas farolas de luz pobre que alumbrara para poder ver lo que sucedía al final de la misma.
Martín tiró el cigarrillo que estaba fumando y se detuvo mientras metía las manos en los bolsillos. No se te ha perdido nada ahí
pensó.
Se mantuvo quieto y alerta a la entrada de aquella calle. Su oído era bueno, muy bueno. Se había dado cuenta desde que a los doce años abandonara a su familia adoptiva y se uniera a una de las bandas callejeras de la ciudad. Años de golpes por parte de su padre adoptivo le habían vuelto un chico duro y espabilado y no le llevó mucho tiempo adaptarse.
Todos se dieron cuenta, en seguida, de su habilidad a la hora de intuir la presencia de otras personas y su capacidad para captar sonidos que a otros se les pasaban desapercibidos, así que le usaban para dar el agua
cuando cometían asaltos en las casa de los adinerados que vivían en los barrios lujosos de las afueras.
Date el piro, Martín
, se dijo a sí mismo. Sin embargo, enfiló calle adelante con paso lento y silencioso mientras escuchaba los gemidos y las súplicas de la mujer, cada vez más cerca.
Sus ojos habían ido adaptándose a la oscuridad y ahora podía ver que un tipo alto, de espalda ancha cubierta por una sudadera negra harapienta, mantenía a una chica contra la pared.
Martín comprendió, al momento, que aquel tipo estaba tratando de violarla. Llegó hasta él, colocándose de forma sigilosa a escasos centímetros, y le golpeó ligeramente en un hombro.
Las nubes se movieron empujadas por la brisa ligera de la noche en el momento en que el tipo se dio la vuelta y dejaron al descubierto una luna llena brillante, absolutamente blanca y despejada en el cielo.
La luz plateada permitió a Martín ver el rostro asustado de la muchacha. Aparentaba unos veinte años y sus ojos oscuros se clavaron en los de Martín y a él le pareció que su miedo no se debía sólo al abuso al que estaba a punto de ser sometida.
Aquel segundo de distracción fue suficiente para que el tipo clavara la navaja que usaba para amenazar a la chica en el hígado de Martín.
Se mantuvieron abrazados unos segundos. Un pinchazo caliente recorrió la cadera y el vientre de Martín, pero, aun sabiendo que tenía el acero dentro de su cuerpo, no sintió miedo.
El tipo le soltó empujándole ligeramente para extraer el filo de la navaja. La muchacha se había dejado caer al suelo, con la espalda pegada a la pared de ladrillo.
Martín y el de la sudadera harapienta se miraron cara a cara, bajo la luz blanquecina de la luna.
El rostro de Martín estaba pálido y el tipo sonrió mostrando unos dientes blancos perfectos. Aquello se hizo raro, no era algo común en aquel barrio y menos entre los delincuentes.
Martín levantó las cejas extrañado y el otro pensó que era el estupor que debía causar la muerte al llegar.
La muchacha comenzó a llorar con grandes hipidos, como si también pudiera presentir la muerte y aquello supusiera que su propia salvación había quedado truncada para siempre.
El tipo se giró a mirarla. Cuando volvió a dirigir su mirada hacia Martín, recibió su puño cerrado en una de las mejillas. Las manos de Martín le tomaron la cabeza por encima de las orejas y tiraron de él mientras le lanzaba lejos de la muchacha.
Ella se pegó un poco más a la pared.
Martín avanzó hacia el tipo, que se incorporaba. Una de sus manos se tocó la herida de la navaja y miró la sangre chorreando por sus dedos.
—Estás muerto, cabrón —dijo el otro, mientras le miraba.
Martín sonrió un poco.
—No es así como me siento.
Le golpeó violentamente en la cabeza con su bota militar, sin dejar que llegara a levantarse.
Martín se acercó de nuevo a él, que se arrastraba por el suelo. Se puso sobre su espalda y le enganchó del pelo mientras le levantaba la cara hacia el cielo.
La luz de la luna le golpeaba en el rostro. La nuez subía y bajaba en su garganta. Gotas de sangre del cuerpo herido de Martín se derramaban sobre la sudadera negra.
La mente del muchacho se llenó de imágenes de su vida en familia. Su padre y una toalla mojada. Su padre y un cinturón. Su padre y una bolsa de plástico.
Pensó en lo fácil que le resultaría sujetar la cabeza de aquel tipo y retorcerle el cuello.
La muchacha se había levantado y avanzaba hacia él.
Martín, sin mirarla, extendió un brazo hacia atrás con la mano abierta indicándola que se detuviera.
Soltó el pelo del tipo y la cara de éste se golpeó contra el asfalto de la carretera.
Se apartó unos pasos de él y se volvió a colocar la mano sobre la herida.
La muchacha caminó hacia él con el rostro inundado de miedo y sorpresa. Apenas le salín las palabras.
—Tienes que ir a un hospital. Hace rato que deberías estar muerto...
––––––––
2.
Su madre abrió la puerta de la habitación y levantó la persiana. Llovía.
Angélica juraría que la noche anterior había sido clara, que había visto una luna llena, plateada y radiante, emanando luz blanca, en el justo momento en el que ella hacía el gesto contrario al de su madre y bajaba la persiana.
Luego, no recordaba lo que había soñado, pero sabía que había sido algo violento, algún tipo de pesadilla.
La sensación con la que había despertado era angustiosa, pero aun así se había quedado en la cama, arropada con las suaves sábanas de franela que olían a suavizante.
Su madre se acercó y se sentó en el borde de la cama.
—Angélica, es tarde —su tono rozaba la sorpresa— ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?
Era una chica responsable. Quizá en exceso. Sus padres la habían adoptado con apenas tres años y se lo habían contado a los nueve. Ella lo había aceptado sin problemas, ahora le parecía que no había llegado a asimilarlo en el momento y que simplemente lo había ido integrando como algo normal de la que los años habían ido pasando.
Sólo tenía recuerdos de aquella vida, de aquella ciudad, aquella casa y aquellos padres. Así que lo asimilaba todo como suyo propio de forma natural.
—Estoy bien —contestó—. No he dormido bien, es sólo eso.
—Últimamente tienes muchas pesadillas.
Angélica apartó las sábanas. Su madre le dejó un beso sobre la frente y se levantó del borde de la cama.
—Queda poco para las vacaciones de invierno. Tendrás unas semanas para recuperarte, creo que te está influyendo el estrés de los exámenes del trimestre.
Angélica asintió. Sus padres siempre la habían apoyado de forma incondicional. Su forma de criarla había sido un tanto liberal. Ella no estaba segura de si esto se debía al hecho de que nunca les había dado razones para hacerlo de otra forma o era porque realmente pensaban que uno mismo debía seguir sus propias normas y desarrollar su personalidad de forma libre.
El caso es que ella recordaba haber sido una niña precavida y responsable desde siempre. Su carácter introvertido le había supuesto tanto ventajas como inconvenientes. En las clases siempre había destacado por su buen comportamiento y sus excelentes resultados, y con los amigos no había tenido grandes problemas aunque sabía que evitaba ciertas fiestas y eventos que quizá sí le hubiera gustado disfrutar pero que, por su personalidad, prefería dejar pasar.
Le agobiaba estar entre mucha gente. De un año para acá aquella sensación había ido aumentando y había comenzado a leer libros de psicología. Empezaba a sospechar que podía ser que sufriera algún tipo de agorafobia o fobia social y le preocupaba que aquello cada vez fuese a más. A eso se habían unido las pesadillas cada vez más frecuentes, cada vez más angustiosas, pero siempre abstractas. Un fundido a negro era lo único que recordaba al despertar.
A veces, cuando se encontraba en los vestuarios tras la clase de educación física, el sonido de las compañeras gritando y riendo, el olor de su piel, de sus fluidos, todo el conjunto de algarabía y olor hormonal la revolvía y hacía que su corazón comenzara a latir golpeando en su pecho hasta parecer querer salírsele por la boca.
Ya se había saltado las dos últimas clases. Su madre tenía razón. Estaba deseando que llegaran las vacaciones de invierno. Realmente le apetecía descansar y pasar unos días alejada de todo y de todos.
Su padre había salido ya a trabajar y su madre había desayunado. Se calentó un café en el microondas. Echó un par de cucharadas de azúcar y dio un trago largo.
—Pensé que hoy haría un buen día —comentó mirando hacia su madre.
—Ha estado lloviendo toda la noche. Pero dan muy buen tiempo para las vacaciones, incluso calor.
Angélica se acercó al calendario colgado en la pared.
Aquella había sido noche de luna llena.
Cogió el bolígrafo que guardaba en uno de los cajones de la mesa y marcó aquel día. Se fijó y comprobó que todas y cada una de las mañanas que se había levantado con aquella sensación angustiosa habían sido noches de luna llena.
Su madre se asomó tras ella. Estaba al tanto de las pesadillas que sufría de vez en cuando.
—Más o menos una vez al mes ¿no?
Angélica asintió.
—¿Coincide con tu período?
—No.
Su madre