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Apenas una línea delgada
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Apenas una línea delgada

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Apenas una línea delgada es una novela que recorre la vida de Víctor Enrique Lara Hoffman desde su adolescencia hasta sus últimos días atravesando sus experiencias con el mundo: la siempre difícil relación con sus padres, los desatinados consejos de su mejor amigo, los malogrados primeros encuentros con las mujeres, al tiempo que traspone los princ
LanguageEspañol
PublisherEditorial Ink
Release dateFeb 14, 2019
Apenas una línea delgada
Author

Alberto Ulloa Bornemann

Alberto Ulloa Bornemann nació en 1941 en la Ciudad de México y en los años 1961-1964 estudió Ciencias y Técnicas de la Comunicación en la Universidad Iberoamericana. Militó en la Liga Comunista Espartaco de 1967 a 1974, y a partir de la Ley de Amnistía de 1978, gracias a la cual fue excarcelado, ha laborado en el sector público. Incursiona en las publicaciones digitales con Apenas una línea delgada.

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    Apenas una línea delgada - Alberto Ulloa Bornemann

    Alberto.

    I

    Víctor Enrique Lara Hoffmann

    Génesis

    Cuando en la Ciudad de México el reloj marca las 20:05 horas del día 21 de junio de 1941, la madre de Víctor Enrique Lara Hoffmann empieza a experimentar las primeras contracciones del parto que habrá de arrojar a su primogénito al mundo. En Berlín, la capital de Alemania, son las 3:05 a.m. del día siguiente y Adolfo Hitler ordena el inicio de la Operación Barbarroja. El objetivo buscado por el Führer es la invasión de la Unión Soviética, la derrota total del Ejército Rojo y la destrucción de los campos, aldeas y ciudades ucranianas y rusas, repitiendo así la política bélica de tierra arrasada y quemada puesta en marcha antes por él en Polonia y Checoeslovaquia. Al amanecer, el Grupo de Ejércitos Sur avanza rápidamente sobre la ciudad de Kiev establecida a orillas del río Dniéper. Expertos militares consideran esta operación de guerra como la más grande hecha por un ejército contra otro, no sólo por la magnitud de las fuerzas involucradas, sino por la gran cantidad de territorio de la Rusia europea que Adolfo Hitler quería conquistar. La Wehrmacht despliega un millón doscientos mil soldados —aproximadamente unas 120 divisiones— para la ofensiva, especialmente las Panzerdivisionen, los regimientos de blindados que habían operado exitosamente el concepto de Blitzkrieg —guerra relámpago— en Polonia y Checoeslovaquia. El plan alemán intentaba un solo y contundente golpe que dejara fuera de combate a los soviéticos. La Luftwaffe emplearía a fondo los últimos modelos de aviones cazas y de bombardeo. Para las tres primeras horas de la tarde de aquel día —en el uso horario aplicado en la Ciudad de México—, el momento en que la madre de Víctor Enrique finalmente lo parió, habían muerto ya, despedazados y quemados por los bombardeos aéreos, la artillería pesada de tierra y los disparos de los panzers, decenas de miles de seres humanos aterrorizados e indefensos. Quizás la terrible coincidencia de haber nacido ese día condujo a Víctor Enrique a berrear día y noche durante el primer año de su existencia, aunque la conseja familiar atribuyó el prolongado berrinche a que la leche que mamaba de su madre tenía un dejo amargo debido al presentimiento de ella de que el hijo recién parido pudiera llegar a malograr su existencia.

    El abuelo materno de Víctor Enrique —de quien éste heredó el aspecto y el nombre, había fallecido cuando él tenía apenas siete años— nació de la unión de un alemán y una mexicana. Tal ascendencia induce a Víctor Enrique a creer que está por encima de los demás y a sentir una gran atracción por todo lo alemán. A los doce años empieza a sentir interés por el nacionalsocialismo y el régimen de Adolfo Hitler, derrotado y destruido finalmente apenas unos cuantos años antes, el día 2 de mayo 1945, con la caída de Berlín, al finalizar la Segunda Guerra Mundial en Europa. A esa edad lo que más atrae a Víctor Enrique del Tercer Reich son los uniformes, los desfiles militares, las concentraciones multitudinarias, en fin, toda la parafernalia nazi. Apenas ingresa en la secundaria cae en sus manos el libro Derrota Mundial de Salvador Borrego que su padre lleva a casa por motivos para él desconocidos. Devora la propaganda expuesta en el libro y cree en ella a pie juntillas. Empieza por suponer que tiene que odiar a los judíos y a los comunistas a pesar de no haber conocido ni tratado jamás a ninguno. Cada semana, con interés creciente, lee artículos y, sobre todo, admira las fotografías con que vienen ilustrados, en las revistas Mañana, Hoy y Siempre que su padre trae a casa del trabajo. En las sesiones libres de la clase de dibujo del primer año de secundaria, traza rutinariamente a un oficial de las tropas de asalto de las SS disparando una metralleta mientras asalta una trinchera enemiga.

    En un ejemplar de aquellos semanarios lee sobre la Operación Barbarroja y advierte la coincidencia de la fecha de su inicio con la de su propio nacimiento. Piensa entonces que tal vez ese dato esconda un presagio de sangre para su propia vida.

    Lo lleva a tanto su identificación con la herencia genética alemana que al ingresar a primero de secundaria decide suprimir de su nombre el apellido Lara paterno y firmar sólo como Víctor Enrique Hoffman en todos sus libros y cuadernos escolares. Dibuja cruces gamadas y esvástica por doquier y practica el saludo nazi frente al espejo del baño. Recorta fotos de Hitler mientras éste pasa revista a las tropas de las SS o saluda de mano a niños de once y trece años que se han unido a las filas del ejército alemán para resistir hasta el final a las tropas soviéticas en las cercanías del búnker de acero y concreto armado de la Cancillería en Berlín, la fortificación en la que el führer se protege durante los últimos momentos de la guerra y de su propia vida. Un día de aquellos, durante el recreo de las once de la mañana, suelta un comentario estúpido, vulgar y gratuito acerca de los judíos a uno de sus compañeros de clase, quien reacciona poniéndose colorado y exigiéndole le explique entonces cómo puede ser amigo suyo puesto que él es judío. Víctor Enrique hubiera querido que la tierra se lo tragara. Por supuesto, la incipiente amistad entre ellos se esfumó para siempre. La madre de Víctor Enrique fue la primera en advertir la supresión del apellido Lara de su nombre, pero no le causa alarma, más bien le halaga la elección hecha por su hijo. Ella admiró siempre a su propio padre a pesar de haber sido extremadamente autoritario y rígido con ella y haberle causado muchas aflicciones mientras vivió. A lo largo de su vida la ascendencia alemana también la enorgullece, pues le añade un toque de altivez y distinción a su persona.

    Un día, el padre de Víctor Enrique encuentra en el cuarto de la televisión, olvidada sobre su sillón preferido, una de las libretas escolares de su hijo. La hojea con curiosidad. Desconcertado, primero, furioso después, descubre que su apellido ha sido suprimido del nombre de Víctor Enrique. Las esvásticas y las cruces gamadas repetidas por todas partes le azoran y desconciertan. No entiende cómo un adolescente de trece años ha podido llegar a conocer y admirar esos símbolos repugnantes, desprestigiados y nefastos. Decide hablar con su hijo sin demora. Lo busca en su habitación y primero le reclama y reprocha la eliminación del Lara de su nombre. Le explica el derecho de paternidad que le asiste y le exige vuelva a escribir su nombre con sus dos apellidos en todos sus libros y cuadernos. Luego le habla del nacionalsocialismo, de los nazis, del holocausto de millones de judíos y de la muerte de cincuenta millones de seres humanos durante la Segunda Guerra Mundial, matanza desatada por el demente de Adolfo Hitler. Describe al führer y a los nazis como una bola de bandidos y asesinos despiadados y despreciables. Víctor Enrique queda impresionado por lo que le ha dicho su padre y también porque es la primera vez que le habla como a un adulto. Pasará tiempo, sin embargo, para dejar de lado completamente la admiración por aquellos alemanes.

    II

    Frente al espejo

    El Rafa tiene razón..., piensa, pocos años después, Víctor Enrique Lara Hoffman mientras escudriña su rostro demacrado y flaco en el espejo del pequeño, funcional y moderno cuarto de baño que su padre mandara construir para él, único hijo varón, apenas un año atrás, en medio de un sorpresivo y apresurado afán de innovación y reformas a la casa que su abuelo materno edificara con muchos sacrificios, a mediados de los años veinte, cuando la futura colonia Agricultura apenas consistiera de unas cuantas casas esparcidas aquí y allá entre los surcos abandonados de los antiguos terrenos de la ex Hacienda de Santo Tomás.

    La mirada de sus ojos café claro ha estado fija largo rato en el reflejo de su rostro en el espejo, a la manera de quien se ha convencido de que con sólo proponerse algo intensamente es posible materializarlo. Por ejemplo, piensa convertir todas las dudas sobre sí mismo en certezas redondas, asibles y moldeables a su gusto. No ignora, por supuesto, que por más empeño que ponga en lograrlo, lo único que ocurre —y ya en este momento está ocurriendo— es que el esfuerzo visual concentrado en la imagen de sí mismo produzca un fenómeno óptico que altera la cara bonita reproducida en la superficie azogada del cristal y la transforme en una cara de diablo o en una faz enigmática y repugnante de murciélago o vampiro —como tantas veces le ocurrió de niño.

    Sin embargo, no quiere correr el riesgo de hacer creer que sólo está jugando, en esos momentos se siente realmente intrigado al indagar ese rostro tantas veces asumido como el de un extraño, tan nítidamente reproducido en el espejo, y que, ahora, observa de frente y de soslayo, de arriba abajo, de izquierda a derecha y viceversa, y que no por recorrido y agotado deja de pertenecer a él, un hombre joven apenas de veinte años que ignora casi todo de sí mismo.

    El Rafa tiene razón, repite mentalmente, mientras desliza la mano derecha a lo largo de la mejilla buscando atenuar o aliviar el escozor de la piel causado por la navaja del rastrillo.

    Sí, el Rafa siempre tiene razón, acepta resignado, mientras el aroma Maderas de la loción Yardley aftershave flota en la vaporosa y tibia atmósfera del cuarto de baño, penetra en sus pulmones y resucita en él la vieja, incitante y evocadora aspiración de llegar a ser algún día un exitoso gigoló en los night clubes y sitios playeros de moda del puerto de Acapulco.

    Aspira con deleite la húmedad perfumada, la retiene unos instantes en los pulmones mientras decide aceptar con valentía la imagen reflejada en el espejo, aceptándola, sí, como es: una agradable presencia; la imagen que observan ahora sus ojos es la que siempre le ha gustado ver reproducida en fotografías o en espejos. Mientras contiene la respiración siente que empieza a recobrar la confianza en sí mismo. ¿Por qué es posible que ocurra así? Quizá porque se ha puesto a imaginar una gran energía vital circulando por sus arterias y venas. La siente por todos los rincones y huecos de su cuerpo. La imagina desalojando del torrente sanguíneo la pusilanimidad acumulada y adherida a las paredes de sus arterias y venas durante los últimos meses. Ahora siente una mayor confianza. Sin embargo, a pesar de la señal de optimismo que su imaginación le aporta, no tarda en presentir la incubación de un nuevo estado de ánimo mucho menos complaciente que, agazapado, crece en él, en espera del menor descuido suyo para irrumpir en su conciencia, dando al traste con la endeble restauración de la confianza en sí mismo alcanzada instantes antes. Vuelve a sentirse incómodo. Es como una pesadilla. La situación se parece a cuando advierte, después de mirarse largo rato en el espejo, que detrás de los ojos tristes que le miran desde ahí suplicantes se oculta la estrecha y árida verdad de sus capacidades, actuales y futuras, personales. Imagina que si alguien le pinchara la piel con un instrumento puntiagudo, toda la energía de su cuerpo escaparía por el orificio abierto, de manera que, en un abrir y cerrar de ojos, quedaría convertido en un remedo de piel seca y arrugada tirada en el piso. Como la pura ausencia de sí mismo. Y no podría sentir conmiseración de su fracaso existencial. Sólo podría reclamar de dolerse tanto de sí mismo. En tales circunstancias —¡las ha imaginado tantas veces!— la imposibilidad de poder trascenderse a sí mismo sería una sensación extremadamente desagradable, como dolor de muelas a la media noche. Contenido Víctor Enrique entre los estrechos límites de su cuerpo, imagina su existencia como si fuese el esfuerzo de una amiba que lucha con denuedo por darse una forma y una estructura definida, pero que, a pesar de la elasticidad y flexibilidad del plasma que la constituye, termina finalmente derrotada e idéntica a sí misma. Ahora, Víctor Enrique expira lentamente por la boca el aire de los pulmones; lo hace muy cerca, muy pegado al espejo, viendo cómo su reflejo se empaña primero y después desaparece bajo la capa del vaho. Mientras dibuja filigranas con el dedo en la superficie del espejo, piensa no caer de nuevo en la frustración.

    El Rafa tiene razón, repite mecánicamente, como dando inicio a una plegaria que le sirviera de punto de apoyo para animarse; en tanto, con la mano derecha desempaña la superficie del espejo. Mientras se ocupa de eso, piensa de nuevo en Rafael, su protector y amigo, al tiempo que esboza en el rostro una sonrisa tímida, apenada.

    Cuidar el rostro es importante, como también cuidar los demás detalles: el cabello, las uñas y, sobre todo, el mal olor, repasa mentalmente los consejos de Rafael, como si al repetirlos hiciera presente al único confidente y guía que ha tenido en la vida. Luego desliza una mirada llena de curiosidad a lo largo de su cuerpo delgado y desnudo. Lo explora con la vista como si dudara de que realmente le perteneciera. Con hastío y desdén abandona la inspección no sin reconocer que aún tiene un cuerpo adolescente. Pero eso es secundario, pues no duda de su vigor y sensualidad.

    Otros no tienen tanta suerte, reflexiona mientras mete el rastrillo de afeitar bajo el chorro de agua caliente del lavabo.

    Una galería de rostros familiares poco agraciados y de figuras bofas y desgarbadas de varios de sus compañeros de escuela acude a su memoria. Pasa revista a las narices ganchudas, torcidas o exageradamente anchas, a las frentes estrechas o abombadas, a las orejas de duende o Dumbo. Pero yo no, ¡gracias a Dios!, yo no, —exclama reconfortado.

    Al terminar la limpieza del rastrillo, cierra la llave del agua y lo sacude varias veces hasta comprobar que no le queda encima rastro alguno de líquido. Levanta nuevamente el rostro e intenta verse de perfil en el espejo. No lo logra, pues es un espejo de una sola superficie.

    Necesito pedir a papá que compre y mande instalar aquí un espejo de hojas laterales flexibles, agenda en la memoria, al tiempo que una mueca de disgusto surge en su rostro. Luego, mientras se examina los dientes, recuerda de nuevo lo dicho por Rafael. Reconoce que a su amigo no le gusta hablar por hablar. Además, aun cuando él no lo ignoraba, le agradó mucho que Rafael —más experimentado en esa material que él mismo— se lo dijera.

    III

    El maestro y su discípulo

    Aquella mañana muy temprano, el Bosque de Chapultepec parecía desierto. Rafael y Víctor Enrique caminaban fumando en silencio bajo los árboles y luego conversaron largo rato sentados bajo un añoso y frondoso ahuehuete cercano a la fuente de Don Quijote. Para Víctor Enrique aquella ocasión merecía recordarse por ser una de esas pocas oportunidades en las que alguien le revela a uno algunos de los resortes importantes de la vida. Muy inspirado esa mañana, Rafael decidió deslumbrar al aprendiz ingenuo que era Víctor Enrique, confiándole algunos trucos esenciales del arte de la seducción, como él los llamó. Al día siguiente de aquella charla, Víctor Enrique despertó más seguro de sí mismo y, por supuesto, agradecido de tener tanta buena suerte en la vida. Porque, como Rafael le dijo: Lo que importa con las viejas es que tengas un rostro y una anatomía que ofrecerles, seas carita y tengas buen cuerpo; lo demás viene solo, tú ya lo verás.

    Si así es la cosa... suspira ahora satisfecho de lo que refleja su rostro en el espejo, al tiempo de ensayar otra vez una sonrisa pretendidamente cínica. En tono de reclamo, Rafael le dijo también: ¡Qué esperas, mano!, el equipo ya lo tienes, sólo necesitas ponerlo a funcionar.

    Dejando escapar otro suspiro, Víctor Enrique se aparta del lavabo y localiza con la mirada la ropa que vestirá ese día. La descubre doblada encima de la tapa del excusado, donde la colocó momentos antes de meterse bajo la regadera. Mientras le pasa de nuevo revista, aprueba el buen gusto de su elección. Es la combinación adecuada; además, es una de las que más le gusta vestir. Al inclinarse para alcanzar los calzoncillos limpios, le asalta la duda de si debe ponérselos o no. En su mente reaparece Rafael con otro de sus consejos: Ir a bailar sin llevar los calzoncillos puestos es más cachondo; a las damas les gusta más sentir casi en directo el miembro del varón con el que bailan, eso es lo que ellas desean.

    Víctor Enrique no está convencido de lo adecuado del consejo de Rafael, pues imagina que una erección completa, en esas condiciones, en medio de la pista de baile, lo pondría en aprietos, se le notaría mucho, y a él esas situaciones le avergüenzan porque podría quedar expuesto al ridículo. Sin embargo, siente que esa tarde debe exigirse audacia; después de todo, alguna vez tendrá que hacerlo. Una vez resuelto el dilema, arroja a un lado los calzoncillos blancos, toma el pantalón de casimir de lana gris, introduce las piernas delgadas y escasamente velludas en la prenda, una después de la otra, al tiempo que se esfuerza por guardar el equilibrio. El contacto de la piel con la suave textura de la tela, aunado a la sensación de estar transgrediendo límites, provoca la erección plena de su miembro. Presintiendo un desastre, inclina la cabeza de modo que sus ojos puedan, al punto del escándalo, contemplar, cómo el grotesco y obsceno promontorio ha deformado la elegante caída de los pantalones. A toda prisa intenta a dos manos un mejor acomodo del pene, pero, después de varios intentos, el bulto prominente persiste, por lo que decide sacarse el pantalón y ponerse los calzoncillos.

    Ejecutada la maniobra, Víctor Enrique confirma que es preferible de ese modo, pues si llegara a mojar por goteo o a manchar por eyaculación plena la tela del pantalón, al secarse el semen quedaría una mancha visible, su madre la vería y él pasaría un momento muy penoso que, desde luego, le gustaría evitar.

    El temor cotidiano de quedar mal con su madre por no corresponder a la idea que ella siempre se ha hecho de él lastima su orgullo. Sin lugar a dudas, le parece el colmo que a los dieciocho años todavía tenga que estar ajustando su conducta e ideas a las de su madre. Esta debilidad de carácter —así la considera él—, le hace sentirse en extremo ridículo y carente en absoluto de personalidad propia.

    Parece que aún necesitara usar pañales, se reprocha a sí mismo en tanto ajusta el pantalón alrededor de su delgada cintura.

    El hábito de reprocharse su comportamiento con respecto a su madre no dura mucho esta vez, por lo que, un poco más sereno, Víctor Enrique razona que, después de todo, esas prácticas raras sugeridas por Rafael no son para él. Quizás lo sean para su amigo. Seguramente para aquel es fácil y natural andar sin calzoncillos por la vida. Al fin y al cabo, su amigo carece en muchos sentidos de educación; por lo menos, de la clase de educación que él, un Lara Hoffman, ha recibido de su madre, quien sentencia siempre con voz solemne y la punta de la nariz apuntada al cielo: La educación se mama, chiquito. Porque a pesar del deseo de liberarse de toda clase de ataduras, Víctor Enrique no puede dejar de confrontarse consigo mismo dada la frecuencia con que la falta de coraje le impide actuar de manera independiente, como si todo el tiempo estuviera pegado a las faldas de su madre.

    El esfuerzo de poner, quitar y de nuevo vestir el pantalón hace que transpire copiosamente. Con irritación, termina de vestirse lo más de prisa que puede. Mientras da los últimos toques a su atuendo, recuerda que tiene encima los exámenes escolares de fin de curso. La idea de salir reprobado de nuevo en varias materias hace que experimente unas súbitas ganas de evacuar el intestino. Esto le ocurre porque se sabe un estudiante indolente y mediocre, por calificarse de alguna manera. Sentado en el inodoro, mientras soporta sus propios malos olores de los que su madre suele reclamarle: ¡ya estás sentado otra vez en el trono!, Víctor Enrique recuerda, en medio de intensos retortijones y de expulsiones sonoras de gases, su desafortunado paso por la escuela. En ninguno de los grados escolares ha podido —¿o querido?— sobresalir; incluso, no mucho tiempo atrás, contempló la idea de abandonar para siempre los estudios, de ponerse a trabajar en cualquier cosa, olvidar para siempre las matemáticas, la física, la química, la lógica y la ética; materias que son como nebulosas, de las que no comprende nada y de antemano rechaza con todo el corazón. En cambio, Víctor Enrique ha buscado siempre que las niñas bonitas de la escuela retengan toda su atención, pues, ¿cómo podría renunciar a lo que de verdad le gusta en la vida? Lo único que pide es obtener placer y vivir aventuras, aduce mientras termina de evacuar.

    El arranque de sinceridad le hace experimentar una sorda desazón consigo mismo. Por enésima ocasión toma conciencia de que la distancia que le separa de esa aspiración dista mucho de acortarse, mientras continúe atado a problemas que no puede enfrentar ni resolver, como los exámenes de fin de curso del primer año de sus estudios universitarios.

    Lo cierto es que si me lo propusiera de verdad, quizás podría aprobar todas las materias… se da aliento mientras se esfuerza por impedir que un sentimiento de frustración —viejo conocido suyo—, que amaga de nuevo con apoderarse de su ánimo, logre imponerse a su raquítica voluntad de superarse.

    Sin real convencimiento, aunque un poco más optimista, se levanta del inodoro al tiempo que presiona la palanca del agua para desalojar la materia fecal.

    En ese momento, Víctor Enrique está dispuesto a creer que cualquier obstáculo puede ser allanado... si se lo propone con decisión y energía. Aunque, es consciente de ello, uno de sus más persistentes hábitos es que cuando se propone algo, algo que a él le signifique un verdadero esfuerzo; es decir, un reto, olvida en poco tiempo el propósito adoptado de la misma manera como olvida cualquier objeto al que ya no le encuentra utilidad inmediata; sobre todo porque vive en condiciones de relativa abundancia y está seguro de que su padre o su madre estarán siempre a su alcance para satisfacer todas sus necesidades o caprichos. Porque, en realidad, el problema que ha ocupado todo su tiempo son las chicas de las dos escuelas donde ha estudiado. No todas, desde luego, pero sí tres o cuatro; las más bellas, según su entender.

    La historia que le viene ahora a la memoria tuvo inicio el día en que pisó por primera vez la escuela secundaria particular a la que asistían muchachos y muchachas de Polanco y las Lomas de Chapultepec. Recuerda los murmullos de aprobación y las risitas nerviosas, contenidas y bobas de las chicas, cuando atravesó el patio irregular de cemento, sorteando los grupitos de alumnas y alumnos, en dirección al salón de clases que le habían asignado. La experiencia le había cohibido, en parte, porque ser el centro de atención de las chicas era una experiencia nueva para él, pero, también, porque el éxito que había presentido entre la población femenina de la escuela, se le confirmaba con creces.

    A los pocos días, Víctor Enrique flirteaba con las chicas de mayor atractivo. Casi todas coqueteaban con él y hasta competían entre sí para ver cuál de ellas lograba hacerlo su novio. Sin embargo, en lugar de aprovechar esta disposición en torno a él, Víctor Enrique se conformó con tenerlas revoloteando alrededor suyo, alentando a todas, pero sin decidirse, finalmente, por ninguna. Ahí sí que tuvo que aprender lo que puede lograr el despecho femenino. Mientras él se conformaba con ese jueguito insustancial y vanidoso, se enteró que alguna de las chicas pintarrajeó las paredes del baño de mujeres con letreros que ponían en duda su virilidad. El suceso provocó que todos los muchachos de la escuela lo empezaran a mirar con suspicacia, actitud que él se concretó a ignorar, fingidamente, calificándola para sí de revancha de resentidos, ya que ninguno de sus condiscípulos ejercía en las chicas la atracción que él provocaba en ellas.

    No mucho tiempo después, Víctor Enrique se hizo por fin novio de una de ellas, Leticia; esta situación tuvo la virtud de reivindicarlo ante toda la población escolar. Casi al mismo tiempo el resto de sus admiradoras consiguió novio también, por lo que la nueva situación hizo que la mayoría de ellas se olvidaran de él, a pesar de que poco antes lo consideraban el mejor partido de la escuela. El noviazgo con Leticia se extinguió rápidamente entre un recreo y otro. A lo más que pudo llegar con ella fue a tomarla de la mano y a recibir un beso desabrido y áspero en la boca de unos labios partidos por el frío, una mañana de noviembre en la que ambos se encontraron solos por unos pocos minutos en un rincón del patio de la escuela.

    La pobre experiencia con Leticia le trajo a la memoria la primera vez que a los diez años besó en los labios a una rubiecita de nombre Gabriela que buscó que él la besara desde que se conocieron. Era una niña de su misma edad, pero con una mayor experiencia en la materia. Fueron muchos los besos que se dieron apartados del mundo en el garage de la casa de su abuelo y todos le supieron tan sabrosos y dulces como saborear una guanábana. La güerita le preguntó después del primer beso si ya eran novios, y él, sorprendido de la pregunta, pero más de su respuesta, le contestó que sí. Después de esa maravillosa primera experiencia de intercambiar salivas y alientos dulces, con las mejillas encendidas, pudo visitarla en su casa unas dos o tres veces más.

    Tres años después coincidió con ella en la escuela secundaria, pero tenía ya un novio formal que estudiaba el segundo año de arquitectura en la UNAM, además de ir un grado arriba del que él iba a cursar, circunstancias ambas por las que la joven apenas y se dignó mirarlo desde el nivel superior en el que objetivamente se encontraba.

    Después de todo aquello, Víctor Enrique optó por no tener novia en la escuela, aunque no por esa prudente decisión dejó de flirtear con algunas de sus antiguas admiradoras, quienes a pesar de tener novio, o precisamente por eso mismo, le seguían mirando como diciéndole que todavía esperaban que él se decidiera por alguna. Ante esa situación, Víctor Enrique justificaba que no se hubiera hecho novio de alguna de ellas no porque su timidez natural se lo impidiera, sino porque las situaciones que alcanzaba a entrever con cualquiera de ellas no le parecían suficientes ni satisfactorias.

    Estoy —pensaba— destinado a vuelos más altos.

    Aprendió en esa misma época a fumar a costa de extraer cigarrillos Raleigh de la cajetilla blanquiazúl que guardaba su madre dentro del bolso. Encendía el cigarrillo en la azotea y después de dos o tres fumadas terminaba tumbado en el suelo por el mareo. Odiaba la necedad de continuar insistiendo. No lograba obtener ningún placer del tabaco; por el contrario, sufría de asco por una o dos horas. Sólo imitaba lo que sus padres hacían, también por no quedar al margen de sus compañeros de la secundaria.

    Pasaba de esta manera: un pequeño grupo de alumnos, Ramiro, Edwin, Pedro, Javier, Juan Luis, Enrique y él mismo, se reunían en la esquina de Campos Elíseos y Hans Christian Andersen durante unos quince minutos antes del inicio de clases a las ocho de la mañana. Encendían cigarrillos tan pronto llegaban al punto de reunión. Fumaban sin descanso para terminar un cigarrillo completo antes de correr a la escuela al escuchar la chicharra que anunciaba el inicio de las clases. El dinero a su alcance no le daba para comprar cigarrillos Raleigh, así que se aficionó primero a las marcas Elegantes y Delicados y, cuando aparecieron, a los Del Prado.

    Aquella fue también la época en la que aprendió a refugiarse en el sanitario colectivo para fumar entre clase y clase. Circunstancia irónica, pues en la escuela primaria pública el último lugar en el que hubiera pensado refugiarse sería el baño. Ahí las letrinas rebosaban de mierda. El olor nauseabundo mareaba e incitaba al vómito a cualquiera. Las tasas de los excusados desbordadas y el mingitorio inundado por la obstrucción del desagüe con colillas, papeles y toda clase de objetos, convertían la obligada visita al sanitario en un verdadero suplicio. En una ocasión, Víctor Enrique descubrió sobresaliendo de la tasa un enorme y largo mojón de diámetro grotesco que le hizo preguntarse qué clase de monstruo pudo producir y guardar tamaño deshecho en su intestino.

    En contraste con aquel horror, los sanitarios de la escuela secundaria privada parecían de otro mundo. El único inconveniente era miss Soto, la conserje de la escuela, que ponía llave a la puerta del sanitario para varones, con el propósito insensato de evitar que los alumnos ingresaran a fumar cigarrillos durante los recesos de quince minutos programados entre clase y clase. A manera de contraataque los astutos adolescentes fumadores se agrupaban frente a la puerta cerrada y comenzaban a agitarse y contonearse

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