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La Ilusión del Fénix
La Ilusión del Fénix
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La Ilusión del Fénix

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La novela está dividida en tres histoias que se desarrollan en lugares geográficos diversos y  en momentos históricos diferentes. Tres historias que narran el amor, el sufrimiento, la vida la esperanza, caídas y renacimientos.

Los protagonistas están atados por algún hilo visible y por muchos invisibles, como los personajes de un espectáculo de títeres que se mueven por algún hábil titeretero. 

Pero ¿qué pueden tener en común Sara, una campesina adolescente, que quedó en cinta desafortunadamente en el periodo de la posguerra en Mosorrofa, un pequeño pueblo de Calabria, en el Aspromonte, con Amy una actriz que trabaja en el mundo del porno en Los Ángeles de los 90, con Sadie una recién graduada con las mejores calificaciones en la facultad de ingeniería del Politécnico de Zurigo en 2034?  



 

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateMay 16, 2019
ISBN9781547589982
La Ilusión del Fénix

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    La Ilusión del Fénix - DEMETRIO VERBARO

    LA ILUSIÓN DEL FÉNIX

    PRÓLOGO

    Mientras escribo este libro, en el año 2018, más de siete millones de personas habitan el planeta Tierra. Si se calcula que cada día mueren alrededor de doscientos mil y nacen otros tantos y, si se comienza a contar desde el hombre primitivo hasta nuestros días, continuando por todos los años venideros, se llega a un número tan vasto que la mente vacila frente a su grandeza, agotándose incluso de solo intentar pensarlo, concebirlo.

    Cada unidad de ese inmenso número representa un ser humano, un individuo especial, único, original, con una historia diferente a las otras, solo suya. Una increíble cantidad de vidas que han vivido, están viviendo y vivirán.

    El ser humano es complejo, sabe ser racional y lógico, pero también pasional e instintivo. No le basta saber que el sol sale siempre del Este y que se pone por el Oeste, no se contenta con saber que la Tierra es redonda y compuesta por el 71% del mar de los océanos.  Quiere más, brama por más. Empujado por una inextinguible curiosidad quiere conocer la respuesta a algunas preguntas fundamentales: saber si está solo en el Universo, saber cómo es que la vida sobre la Tierra comenzó y cuándo terminará, saber por qué vino al mundo, comprender cuál es su objetivo.

    Su entera existencia está marcada por esta constante búsqueda de respuestas exhaustivas que disipen todas sus dudas.

    En el pasado, cuando alguien proponía una respuesta válida a estas preguntas fundamentales, se aceptaba como verdad, pero el lento transcurrir de los años la transformaba de verdad absoluta a verdad relativa, hasta devaluarla a una calidad de mentira. Pensemos en nuestros antepasados: ellos creían que nuestro planeta era un disco plano que navegaba en el océano, luego, sin embargo, el griego Anaximandro sembró la idea de que la Tierra, en cambio, era un corto cilindro y esto influenció a las generaciones sucesivas de tal manera que concibieron la idea de que pudiese existir, en la otra parte del planeta, otro mundo cuyos habitantes, llamados Antípodas, vivían cabeza abajo.

    Luego llegó Pitágoras que expuso por primera vez el concepto de esfericidad del mundo, pero a pesar de esto, nadie osaba ir más allá de las columnas de Hércules y proseguir hasta el Ecuador, por dos milenios continuó el debate sobre la existencia de la misteriosa población de los Antípodas y sobre cómo fueron hechos. Fue solo con los grandes navegadores y exploradores, Magallanes, Vasco de Gama, Colón, que las conjeturas sobre la existencia de los Antípodas llegaron finalmente a su fin. No existían.

    Los Antípodas eran para nuestros antepasados lo que los extraterrestres son para nosotros. Antes o después alguien, tras esperar también dos milenios, irá más allá de las columnas de Hércules del espacio, atravesará el Ecuador del Universo, y solo entonces sabremos de la existencia de los extraterrestres.

    Pero, aunque un día las generaciones futuras tengan finalmente las respuestas que desde siempre hemos buscado, una vez que tengan el poder del conocimiento, me pregunto: ¿serán finalmente felices? ¿Se sentirán de verdad completos? ¿O la naturaleza humana, eternamente curiosa e insatisfecha, cambiará e iremos en búsqueda de nuevas dudas y preguntas?

    En este libro les narraré tres historias cuyos protagonistas tienen en común una espasmódica búsqueda de algo que va más allá de una vida canonizada, la curiosidad de llegar a la esencia de cada cosa, ese deseo de llegar a la profundidad del alma a la que nadie hay llegado verdaderamente, dejando de lado la racionalidad y yendo más allá de los límites del sentido común, como modernos exploradores de las potencias infinitas inherentes al ser humano.

    ¿Pero cuándo estarán dispuestos a ir más allá por el conocimiento? ¿Cuándo estarán dispuestos a asomarse en el barranco para ver algo que hay abajo? ¿Cuándo querrán descender a un pozo del que no se ve el fondo? ¿Cuánto estarán dispuestos a sacrificar ellos mismos, con tal de pasar las columnas de Hércules del alma? ¿Conscientes de que una vez superado el punto de no retorno no se puede ya hacer marcha atrás, tendrán todavía el valor de continuar su viaje?

    Estas tres historias están ligadas por hilos visibles, pero también por muchos hilos invisibles, como los personajes de un espectáculo de marionetas movidas por un hábil titiritero.

    Son tres eventos ambientales en tiempos históricos y lugares geográficos diversos, pero todos ellos cuentan con un inicio común que nos lleva al 27 de septiembre de 1934, en Mosorrofa, un pequeño pueblo en la provincia de Reggio Calabria, bien aferrado al Aspromonte.

    Un tímido sol comenzaba a brillar a lo lejos, devorado por el cielo nublado, no había ni luz ni calor, hasta que los rayos se abrieron como en una miríada de pétalos de mimosa, golpeando con el día como lenguas de fuego y liberando el azul de la mañana.

    Pero Sara no tenía tiempo para admirar la belleza del cielo, ella veía solo la desesperación de su situación, los ojos fijos en aquella panza crecida demasiado aprisa.

    El parto era el único momento en que una mujer podía gritar su propio dolor sin avergonzarse, pero de la boca de aquella niña, que había cumplido hacía poco dieciséis años, no salía ni un lamento. No podía dejar que la descubrieran, nadie debía saber. Por esto se había escondido en la montaña. Los intensos rumores de la naturaleza cubrían sus suspiros sofocados.

    Sus ojos verdes trasudaban sufrimiento, tanto que parecían escurrirse cada vez que una contracción le hacía sobresaltarse.

    —¡Puja más fuerte! —gritó revuelta sobre sí—. ¡Sácalo! —Cada movimiento del bebé le agitaba la mente, como si fuese la punta de miles de agujas. La mujer se afanaba con el rostro empapado de sudor, su respiración se volvía más corta y veloz y continuaba repitiéndose—: Empuja más fuerte. ¡Sácalo! —Pasaron varias horas. Las primeras luces del atardecer calentaban con tibieza el difícil parto. El sol, libre finalmente de las nubes, se había convertido en un enorme disco rojo, sus rayos tiñeron de rubí el cielo, su reflejo iluminó el pueblo que se sostenía con tenacidad de la colina, las casas se encendían al recibirlo como fuegos artificiales. Pero Sara no podía sentir el calor del sol, ella sentía solo dolor, no podía cerrar los ojos y abandonarse al placer de aquel calor, podía solo buscar parir lo más rápido posible, sabía que el tiempo era un enemigo y que entre más horas pasaban más sería imposible hacer que el bebé sobreviviera. Habría debido sentirse aliviada, dado que no lo quería. Sin embargo, su joven edad había podido esconder el embarazo delante de todos: el padre, la madre, el novio con el que lo había concebido. No había sido fácil porque era muy delgada, pero afortunadamente, no había subido tantos kilos durante el embarazo y, además, tenía un padre celoso que le hacía llevar vestidos muy flojos y pesados, incluso en el verano. Pero ahora que se encontraba en una desolada cabaña de campo, sola, sin que nadie supiese donde estaba, de pronto tuvo miedo. No por sí misma, sino por el bebé. Por aquel ser que durante el embarazo había maldecido, por aquella creatura que llevaba en el vientre y que le hacía llorar cada noche ante el pensamiento de que le había arruinado la existencia, para aquella nueva vida que en los días precedentes había rogado que nunca hubiese existido. Ahora, por primera vez, tenía miedo por su bebé, amaba a su bebé, quería a su bebé. Por primera vez, estaba impaciente de verlo, temblaba en espera de sentir su respiración, temblaba del deseo de tenerlo entre los brazos. Por primera vez pidió a Dios que lo dejara nacer. Pero sus plegarias permanecían sin ser escuchadas, el tiempo pasaba velozmente y la situación no mejoraba. Lágrimas de preocupación corrían de su corazón destrozado por la suerte de su hijo que parecía ya marcada. Su vestido blanco decorado con flores azules, el que llevaba a las fiestas, el único bello que poseía, el único que le gustaba, estaba lleno de sangre y tierra. Lo interpretó como un signo negativo y se dejó llevar, exhausta, girando por el suelo. Cerró los ojos y dejó de pujar. No escuchaba ya las aves cantar, no sentía la melodía del viento entre las hojas. No escuchaba ya nada.—. Tal vez estoy desmayada, o peor, muriendo, —vagó con debilidad, como si sus pensamientos fluctuasen en su cabeza. Con un esfuerzo, se impuso abrir los ojos; el azul del cielo hería su mirada clara, la naturaleza era en verdad silenciosa, no había sido su impresión. Por un segundo, todo pareció suspendido, como si nada importase en verdad, como si no fuese real, como los segundos que siguen al despertar de un horrible sueño y parece encontrarse en un limbo y no sabe dónde te encuentras, si todavía estás en el sueño o si ya volviste a la realidad. Advirtió al bebé moverse dentro de ella, vio su piecito que dilataba con desesperada debilidad la piel de su vientre. Se arrodilló e hizo un arco con la espalda, como una oveja perdida, luego dio un suspiro profundo y pujó con toda la fuerza que tenía. Quedándose en la misma posición, bajo la cadera, acurrucándose sobre un improvisado lecho de hojas, volvió a pujar, larga, dolorosa y desgarradoramente y, finalmente, a las 15:59 su hijo vino al mundo. Era una niña. No lloraba, no se movía, no vivía. Había muerto aprisa, sin siquiera vivir, dejando el mundo exactamente como era antes. La madre se acercó a aquel cuerpecito inerme, pálido como un miedo irracional, tocó su mejilla, apoyó el índice sobre aquellos labios amoratados de los que no salía un respiro, luego, guiada por un instinto primordial, usando la palma de la mano, oprimió con fuerza el pecho. Pasaron varios minutos y la mujer sin descanso, continuaba golpeando aquel pequeño tórax, incansable, su boca se contrajo en una mueca inmunda hasta prorrumpir en un grito lacerante, ancestral, al mismo tiempo que la garganta de la pequeña lanzó un llanto sin lágrimas. Estaba viva. La chica recogió aquel pequeño bulto y se lo llevó a su seno. Sintió una descarga de magia. La pequeña se durmió. Ella permaneció en aquella posición, inmóvil, hasta que su niña abrió los ojos y la miró—. Hola, amor mío —le dijo en lágrimas. Aunque Sara fuese ignorante en medicina, guiada por puro instinto animal, pujó nuevamente y expulsó la placenta de su cuerpo. Con un esfuerzo mental se impuso levantarse, tomó la cizalla y cortó el cordón umbilical, lavó a la niña de la sangre y la secó con cuidado, luego tomó la cesta donde recogía los huevos de gallinas, la sacudió para eliminar la inmundicia, la cubrió con una manta y colocó ahí a la bebé. A pesar de estar exhausta, descendió por el río, por su orilla. Mientras caminaba, se dio cuenta de que no le había puesto nombre siquiera. Lo pensó y volvió a pensar, pero no lograba encontrar uno que le favoreciese. Cuando le vino a la mente, dejó de caminar, se sentó sobre un grueso maso incrustado de musgo, la miró y le susurró con voz rota—: Te llamaré Mary. —Una sonrisa iluminó el rostro de la pequeña. La madre respondió con ternura—. ¡Estás sonriendo! Entonces, te gusta. —Luego se dejó caer al suelo—. Cuánto quisiera que tu padre estuviese aquí. Sara volvió a pensar con melancolía en Thomas, el padre de su hija. Era su primer amor y lo sería siempre. Era hijo de Linda, su prima en segundo grado, y de Richard Candbitzer, un soldado austriaco que se quedó en Mosorrofa después de la primera guerra mundial. Sara y Thomas eran amigos desde niños y una vez que entraron en la edad de la juventud se habían jurado amor eterno bajo las frondas de un sauce, pero el destino los había dividido. La madre de Thomas murió cuando él tenía apenas dos años y ya que el padre estaba a menudo fuera por trabajo, él fue confiado al cuidado de la abuela materna. Pero una vez que se licenció de la vida militar, Richard decidió que volvería a Austria.  Thomas tenía solo dieciséis años y fue obligado a seguirlo, jurando, sin embargo, a Sara que pronto volvería y se la llevaría con él. Volver a pensar en Thomas la había hecho sentir más fuerte. Mientras alimentaba a la pequeña con su pecho, le habló de él—. Es un bellísimo y dulce chico italo-austríaco. Lo amo con todo lo que soy. Partió hace unos meses. Un día vendrá por nosotros. No sabe aún de ti, pero cuando se lo diga estará tan feliz y te amará como te amo yo. —Le dio un beso en la naricita—. Hasta ahora, sin embargo, tendrás que esperar en el orfanato. Quisiera llevarte conmigo, pero sería muy peligroso. —Una lágrima resbaló sobre su rostro, hasta caer sobre la frente de la recién nacida—. Es por tu bien, amor mío. —La chica volvió a caminar. Poniendo mucha atención a no ser vista, atravesó el pueblo y se dirigió a la ciudad. Ayudada por la tarde mientras estaba acabando el día llegó hasta las puertas del orfanato. Tocó con fuerza. Cruzó su mirada por última vez con la bebita, deseosa de una última mirada que se le quedara en la memoria, una mirada que pudiese resistir al correr del tiempo. Le parecía que iba a morir como si alguien le estuviese arrancando una parte del cuerpo. Dio un beso a la pequeña mejilla. Era tan suave, sabía a infinito. Apoyó la cesta delicadamente en la entrada y corrió. Se escondió detrás de un muro que hacía esquina de manera que pudiera ver el edificio. La puerta se abrió, dejando escapar un haz de luz. Dos hermanas asomaron de aquella claridad artificial. Sara no lograba distinguir el rostro de aquellas mujeres, ni escuchar lo que decían, pero cuando una de ellas tomó a la pequeña en brazos, una sacudida eléctrica le penetró la mente, y cuando la otra mujer cerró la puerta a su espalda, otra sacudida, esta vez más intensa, le quemó el corazón. Con las uñas rasguñaba el muro al punto de llenarse de sangre las yemas de los dedos, mientras que con las piernas que cedían tuvo que caer de rodillas al suelo. Se sentía abatida por la vida y por sus elecciones. Gritó desgarrándose la garganta—: Su nombre es Mary. —Y corrió, esperando que las hermanas la hubieran escuchado.

    Cuando volvió a casa, su padre la esperaba en la puerta, de pie. Pasqualino, el carbonero, era bajo y corpulento, llevaba una camisa a cuadros manchada cerca del bolsillo y pantalones caqui estrechos bajo la panza de bebedor de vino. Su cuerpo rechoncho y sus gruesos hombros infundían temor. Su rostro estaba surcado por arrugas, grandes cañones alargados por años de ebriedad. Ojos vacíos que asomaban debajo de espesas cejas, tocadas en las puntas, por insípidos cabellos blancos. Sus rasgos recordaban a los de un buitre, que se distorsionaban todavía más cuando su presa estaba en dificultad y había llegado el momento de descender en picada y devorar la carcasa. Se quitó con lentitud el cinturón e inmediatamente sus pantalones se aflojaron y su vientre se abrió paso, libre.

    —¿Dónde estuviste todo el día? —Sara no respondió. Un golpe del cinturón le laceró el brazo derecho—. Te esperé todo el día en la carbonería. ¿Tienes idea de qué hora son? —Su expresión era furiosa. Sara no respondió. Otro azote del cinturón le laceró la pierna—. ¿Con quién estabas? —Sus palabras estaban llenas de ira. Ninguna respuesta. Un nuevo golpe en el vientre. Instintivamente Sara apoyó la mano en el punto del vientre donde recibió el golpe, no por atenuar la herida, sino por el dulce recuerdo de su bebé. La chica avanzaba con la cabeza agachada, no quería dejar que el hombre viera sus lágrimas. Sabía que, si su padre había exagerado con el vino en la hostería, como era su costumbre, había riesgo de que la matase, pero no le importaba. Ese hombre no sabía que ella ya estaba muerta: en el mismo momento en que había abandonado a su hija, ella había muerto. No podía matar a una persona que ya estaba muerta. El hombre recuperó el aliento por un instante, se sentó en los peldaños del pórtico, sacudiendo violentamente la cabeza, alzando los ojos al cielo, maldiciendo y repitiendo—: ¿Qué cosa he hecho de mal para merecer una hija como esta?

    Sara lanzó una

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