Un regalo para Amélie
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Amélie, de cuarenta años, soltera y sin hijos, que está sufriendo el síndrome de desgaste profesional, se encuentra a su pesar por los caminos de Normandía en compañía de un burro. ¿Sabrá encontrar algo de paz interior?
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Un regalo para Amélie - Jeanne Sélène
UN REGALO PARA AMÉLIE
Jeanne Sélène
Traducción de Mar Cobos Vera
22 de mayo
«Desgaste profesional».
Ya estoy oyendo las burlas...
Burn out...
Sacudo la cabeza con fatiga.
Con mis dieciocho horas de clase a la semana y mis dos meses de vacaciones estivales, no me voy a librar de las sonrisitas sarcásticas de mis amigos.
Odio el instituto. Ya durante mi adolescencia tenía la impresión de morirme allí cada día de la semana. De verdad, me pregunto quién me mandaría a mí hacerme profesora. Los quinceañeros me tienen harta. El ruido de las sillas en las baldosas me resulta insoportable. El olor a lejía me da ganas de vomitar... No quiero volver nunca más. Mi corazón se encoge de angustia ante la idea de enfrentarme a los de 3º C. Mantener la calma ante las payasadas de Kévin... ¡Kévin, ya vale! ¡Cómo si estuviéramos en una parodia más del Gorafi o de El mundo today! Pasado el año 2000 y todavía había padres que elegían este nombre para hacer que su nene responda al pie de la letra a los clichés de género. Es alucinante, a fin de cuentas.
Bueno, al menos, con este parón voy a librarme de Anatole France por algún tiempo. Y seguro que voy a recopilar un montón de reflexiones a propósito de los funcionarios. Es la primera vez que cojo una baja en más de quince años de carrera, pero los prejuicios no desaparecen así como así.
No, en serio, tengo que encontrar un modo de esquivar a mis compañeros este fin de semana o, si no, los tendré que mandar a freír espárragos. Estoy que muerdo. De todas formas, no tengo ganas de ir a lo del tenis de mesa esta tarde, me da pereza. Voy a pedir una pizza y me tragaré algún dramón estúpido por internet. Hace mucho tiempo que no veo City of angels. Un jovencito Nicolas Cage de treinta años no puede sentarme mal vista la situación.
31 de mayo
¡Maldito Día de la Madre de tres al cuarto! ¡Hace un tiempo magnífico y yo me voy a pasar la mitad del día comiendo en lugar de pasear por las orillas del Loira!
Saco el coche del garaje y me meto en la calle Voltaire. ¡Eh, tarado, mira antes de pasar! Le doy al freno a la vez que al claxon. Algo más allá, el semáforo está en rojo. Doy golpecitos nerviosos en el volante. Desde la fuga de mi progenitor, mi madre ha estado un poco desconectada de la realidad y a mí me da miedo que llegue esa comida. Como siempre, ella me va a llenar la cabeza con su discurso ecopijo y yo me voy a comer su quinoa a regañadientes. Tendrá que aprender a cocinar algún día. ¿Quizás debería haberle dado algún cursillo? Echo una ojeada al kumquat en su envoltura plástica. El lacito rosa tiembla con cada cambio de velocidad. Nunca se me ha dado bien lo de elegir regalos. Los muelles están casi desiertos y mi pequeño urbanita se come los kilómetros en un plisplás. Mientras cruzo el río hacia la D142, un tren me adelanta por el puente a mi derecha. Me sorprendo soñando con hacer una escapada. Yo, que siempre he odiado viajar. Las vacaciones en el camping de mi infancia siempre resultaron desastrosas. Después, cogí el avión una vez para pasar un fin de semana en Roma con mi noviete de aquel entonces. Pasamos los dos días tirándonos los trastos a la cabeza. Un lamentable fracaso... Yo colecciono los fracasos.
Cuando paso el cartel de Vernou, la luminosidad baja bruscamente. Me da un escalofrío, mal presagio, una vez más. Presiento el día horrible que se avecina. Echo una ojeada al reloj de mi coche. Todavía no son las doce, voy con tiempo. Pongo impulsivamente el intermitente y me meto de lleno en la calle Aristide Briand. La puerta del hotel está cerrada. ¡Qué raro! En el parque, un joven en mallas corre por el sendero. Lleva unos cascos voluminosos y coloridos pero sin cable. ¡Cuando pienso en mi viejo walkman de casetes y en lo contenta que estaba entonces de que los auriculares fueran casi invisibles una vez incrustados en mis orejas! El zumbido incesante en mi tímpano derecho me recuerda a aquellos años noventa cuando escuchaba a Nirvana a tope a la vez que escribía cartas interminables a mi mejor amiga. No fue la mejor idea. ¡Buenos días, acúfenos! ¡Es como para volverse loca!
Un poco más arriba, paro el coche como si hubiera una señal de stop dibujada en el suelo. En el cruce de las carreteras, el depósito de agua se eleva hasta lo más alto de algunos caminos, perdido en medio de hectáreas de viñedos. Suelto un suspiro y cierro los ojos. Tengo ganas de irme a dar un paseo al bosque de Val César, pero el tiempo corre. No puedo evitar pasar por este lugar sin pensar en mi primer porro. El hermano mayor de Marie-Laure trapicheaba a veces y ella había conseguido sacarle un poco de chocolate. La droga no funcionó en absoluto, pues tengo que decir que desconocíamos el arte de rular el peta, ¡pero cuánto nos reímos! Maldito cáncer de mierda. Quimio, extirpación, ataúd, cremación. Así es, esto es la vida ahora. Veinticinco años, un tipo demasiado estúpido para darse cuenta de su suerte, una chiquilla de corta edad. A la de la guadaña le trae sin cuidado: cuando tu nombre está en la lista, por mucho que digas...
Me apetecería echarme un pitillo, a mí, que no fumo desde hace veinte años. Esto me ocurre todavía de vez en cuando. Sobre todo, cuando pienso en Marie-Laure...
Dejo el bosque detrás de mí y mi coche pasa por encima de las vías del tren, justo después del túnel de Vouvray. La boca negra llena de cables eléctricos de todo tipo parecía dispuesta a tragarme. Vuelvo a retomar mi atención en la conducción y me incorporo a la carretera de Château-Renault. ¡Voy en dirección a Bois Soulage! ¡El bosque del consuelo! No se puede decir que este haya consolado a mucha gente... El camino que conduce a la casa está todavía húmedo. La tormenta de ayer por la tarde fue violenta. Es difícil creerlo con el sol que ilumina este domingo.
Pongo el freno de mano y respiro profundamente antes de bajar del coche. Dibujo en mi cara fatigada una sonrisa para situaciones de emergencia, atrapo el bolso por la correa y cojo el arbusto. Un fruto se suelta y rueda por el asiento del copiloto. De todas formas, no es de la temporada y es que los floristas industriales son como magos —¿o quizá brujos? Cierro la puerta con un golpe de cadera y luego con la llave, que he encontrado a tientas entre todas las demás.
Mi madre me ha oído. Llega correteando para abrirme la puerta. Lleva zuecos de plástico blanco como los de las enfermeras de los hospitales. ¡Qué cosa tan fea! Estoy segura de que eso hace ruido al andar por las baldosas o el linóleo.
Me ofrece una mejilla en la cual deposito un beso rápido. La piel de su cara se ha destensado con la edad, pero tiene pocas arrugas. Todavía es guapa, muy guapa. Sus ojos chispean cuando mira a Claude, su nueva pareja. Este es de buen tamaño y la anchura de sus hombros le da un aire de gorila de discoteca. Su mirada, de un azul penetrante, parece bondadosa, quizá exageradamente bondadosa. Este tipo me resulta sospechoso: demasiado perfecto para ser real.
Después de darme un beso, me libera de la planta con un comentario rebosante de dulzura. Apesta a sentimentalismo barato y reprimo cualquier gesto.
Dentro de la casa reina el orden. Se podría creer que se trata de una casa de exposición. Huele a papel de armenia. En la mesita baja del salón hay tres cuenquitos: el primero está lleno de aceitunas, el segundo de pistachos y el último de cacahuetes con cáscara. Me instalo en el sofá esquinero y enseguida llega el gato para dejar sus pelos en mi vestido. ¡No se le escapa ni una a este! Le rasco entre las orejas y se pone a ronronear amasando mis muslos con entusiasmo. Le tengo mucho cariño a este granujilla, a pesar de sus pelos largos y sus garras puntiagudas.