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Una economía que mata
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Una economía que mata

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La estructura de este libro -un auténtico elogio de la sabiduría en el campo de lo económico- es sencilla. Primero analiza el estado de la situación a partir de dos ideas clave: la idolatría del dinero y una economía que mata. Estas dos ideas tan repetidas por el papa Francisco sirven para analizar cómo funciona nuestro sistema económico y descubrir los sutiles mecanismos que le llevan a que sus resultados finales sean tan buenos para algunos, tan malos para otros y tan negativos para la convivencia social. Sirven también para reflexionar y caer en la cuenta de cómo lo que nos parece normal -para algunos hasta "ley natural"- no lo es tanto, y no es tampoco la única manera de organizar la economía. Así se muestra que nuestro modelo económico está en quiebra, apuntando a las causas estructurales de esta situación y descubriendo las grandes contradicciones en las que se incurre y los problemas que estas causan para gran parte de la población.

Después, y a partir de la situación en que nos encontramos, el libro se pregunta por los caminos que hay que tomar para lograr esa mejora tan necesaria en nuestro desempeño económico que haga que sus resultados sean mejores no solo para algunos, sino para la totalidad de la población. Para ello se habla de la necesaria reorientación del quehacer económico. Ante una economía que propone una serie de valores y de objetivos se necesita otra que se plantee unos objetivos distintos hacia los que enfocar su actuación y que promueva unos valores distintos. Por último se introducen las claves prácticas que tienen que orientar el nuevo sistema económico que hay que construir para que se haga realidad una manera diferente de organizar la sociedad económica.
LanguageEspañol
PublisherPPC Editorial
Release dateOct 9, 2015
ISBN9788428829052
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    Una economía que mata - Enrique Lluch Frechina

    ENRIQUE LLUCH FRECHINA

    UNA ECONOMÍA QUE MATA

    EL PAPA FRANCISCO Y EL DINERO

    AGRADECIMIENTOS

    Escribir un libro es siempre una labor ardua que requiere un esfuerzo ingente y que no se puede acabar de una manera satisfactoria si el autor no cuenta con la colaboración (desinteresada en la mayoría de las ocasiones) de otras personas. Por ello quiero agradecer a algunas de estas personas su generosidad y su disposición a ayudarme en esta labor de acabar este libro.

    En primer lugar, a mi mujer, Elena, sin la que no podría desarrollar toda la actividad que hago día a día. Su apoyo constante y su estar ahí, su cariño hacia mí, son el sustento que me permite avanzar y acometer desafíos como el que tenéis en vuestras manos. En segundo lugar, a las personas que han leído este libro y me han aportado valiosos comentarios para su mejora: mi padre, Bernardo, Ana y Mónica. Sin ellos, el libro sería otro, definitivamente peor. También les agradezco a Antonio y a Irene su apoyo, aunque sus circunstancias personales les impidiesen utilizar el tiempo que hubiesen deseado para leer el libro con más detenimiento. También aprovecho para agradecer al Instituto Teológico de Murcia todo el saber que me transmitieron cuando estudié con ellos, sin el cual este libro hubiese sido imposible. A la Universidad CEU Cardenal Herrera, en la que trabajo desde hace más de veinte años, que no solo me ha proporcionado unos ingresos necesarios para mí y mi familia, sino también (y es lo más importante) la oportunidad de colaborar en la construcción de ese mundo mejor que todos deseamos y de realizarme como persona en una labor docente que me apasiona, rodeado de un equipo de personas excelente e inmejorable.

    PRÓLOGO

    ELOGIO DE LA SABIDURÍA ECONÓMICA

    Este libro es un auténtico elogio de la sabiduría en el campo de lo económico. Enrique es un gran promotor de la sabiduría vivencial y tiene la capacidad innata de aplicarla a la vida económica. Posee eso que Francisco pide a las personas que ejercen responsabilidades: «Una mirada calma, serena y sabia». Y esa mirada sabia es la que necesitamos en estos momentos. En los tiempos de incertidumbre que vivimos no podemos arrojarnos simplemente a los brazos de la información, aunque esta sea infinita. La información nos llega a embotar los sentidos, la información no posee sentido y dirección, la información lleva nuestra mirada al dedo que señala la luna y no a contemplar la belleza del astro en las noches calmas y claras. Vivimos en una situación de «ignorancia informada» que nos oprime el alma. Poseemos más información que nunca en la historia de la humanidad, sin embargo hemos perdido el sentido y la orientación. Creo que este estudio, de la mano del papa Francisco, nos desvela un horizonte con sentido y orientación. He repetido muchas veces que en este mundo líquido que nos ha tocado vivir necesitamos de una hermenéutica sólida que nos empuje a otro modo de existencia. Creo que este libro tiene una hermenéutica sólida para poder abrir caminos y rutas nuevas.

    «Una economía que mata» es la sentencia más fuerte, sintética y provocadora que he leído en el magisterio pontificio. Es de esos pensamientos que están perfumados por el aire de los primeros Padres de la Iglesia, cuando afirmaban que «el rico es un ladrón o hijo de ladrón». Tiene una energía que traspasa la pura razón instrumental para introducirnos en campos más allá de lo políticamente correcto. Seguramente, lo más específico que podemos decir de este papa es que dice las cosas de un modo diferente, y esa capacidad hace todo diferente. Esta idea es la que sirve de título al libro de Enrique Lluch, y es una expresión densa de todo lo que él quiere expresar. El libro es un alegato continuo y certero de indignación fundamentada ante el dolor e injusticia que produce una economía alejada de las personas desde el pensamiento y los escritos del papa Francisco.

    El pensamiento del papa Francisco sobre la economía es bastante nítido. La economía, si no está al servicio de las personas, acaba devorándonos y nos convierte en súbditos y no ciudadanos. Y a esta conclusión no llega desde un rodeo intelectual complejo y arduo, sino, simple y llanamente, desde una profunda y constante escucha de la realidad. No es posible que la economía funcione cuando hay millones de personas que padecen hambre, no es posible que la economía funcione cuando el abismo de la desigualdad es cada vez mayor, no es posible hablar de crecimiento económico cuando hay millones de hermanos nuestros «gritando bajo dolores de parto». La «realidad es más importante que la idea» (EG 231-233) en todos los campos vitales, sociales, religiosos y culturales. En este sentido, este libro es una buena síntesis de cómo el papa siente la realidad. Dónde pone su énfasis, su pasión y su dolor: El hambre, la desigualdad, las migraciones forzadas, las guerras y abusos... La realidad es testaruda y nos muestra de manera continua que una economía que genera dolor, opresión y muerte no puede ser una buena economía, a pesar de que los ámbitos de poder económico quieran hacernos entender que es la única forma económica posible. Forma que arrasa con la dignidad de millones de seres humanos, pero que intenta convencernos de que es solo un dolor pasajero. Parece que nos invita a hacer un paréntesis de espera y confianza, aunque cueste sacrificios y la sangre derramada sea infinita, para que el maná llegue a todas las personas. La voz de la Iglesia es nítida y clara. No podemos confundir el fin –las personas– con los medios –la economía–. Todo sacrificio tiene su fundamento en las personas. Este es el pensamiento clave que esta obra resalta de la doctrina social de la Iglesia desde la voz del papa Francisco.

    Pero un ejercicio de escucha apasionada de los más pobres no solo se hace cargo de las consecuencias estructurales y materiales del ámbito económico. Es necesario entrar en la gramática valorativa de la realidad para caer en la cuenta de que este modelo que vivimos también destruye la dignidad y la misma humanidad de las personas. Benedicto XVI nos alertaba en Caritas in veritate sobre cómo la cuestión social se había tornado cuestión antropológica, llegando a socavar la estructura esencial del bien común. El capítulo 2 del libro analiza certeramente esas muertes que se adentran en la espesura del imaginario ético y cultural que nos sustenta. Mata de hambre y pobreza, pero también mata la humanidad, mata la dignidad, mata la naturaleza y mata la esperanza. Cuando en estos años hemos analizado la situación social y económica que hemos sufrido (me resisto a hablar de crisis, porque esta situación no es pasajera, se ha roto algo profundo que viene para quedarse como «único mundo posible» si no lo evitamos), siempre hemos sido conscientes de que había aspectos esenciales que no eran primariamente crematísticos. Hay esferas vitales de la esencia de lo humano que se han ido resquebrajando sin matices. Los derechos humanos esenciales se han orillado, esperando mejores tiempos para su defensa, el capital social y cultural se ha ido erosionando para enaltecer el emprendimiento individual como salida de la crisis, la «corrosión del carácter» (Sennet) se ha evidenciado en las relaciones laborales y sociales hasta grados insospechados. No solo se nos ha caído una estructura básica de bienes y servicios, sino que se han deteriorado los «hábitos del corazón» (Bellah) y sus sentidos.

    No hay estructura sin hábitos ni hábitos sin estructuras. Por eso, encarar lo económico exige también un profundo análisis de los imaginarios, los hábitos y los argumentos que legitiman nuestros actos. Tenemos que repensar nuestro modelo socioeconómico, porque la «cuestión social se ha convertido en una cuestión moral» (A. Domingo Moratalla) que nos convoca a repensarnos globalmente y no solo parcialmente. Creo que esta es otra de las conclusiones esenciales de este libro, y la desarrolla de manera lúcida y brillante. Pensar la economía no es pensar una disciplina autónoma y apartada de la vida. No es un ejercicio desmedido de mejorar los sistemas estadísticos de pronóstico lo que reclama la vida de las personas más frágiles. El reto esencial de una economía a la altura del siglo XXI es encarnarse en la vida de las personas y los pueblos, incorporar la dimensión ecológica de nuestro vivir y abrirse a la maraña de bienes sociales que reclaman atención e intención. Por ello (y es analizado bellamente en el capítulo 4), la economía tiene que rasgarse para acoger en un seno la solidaridad, la gratuidad y, especialmente, a los empobrecidos y excluidos.

    Retomando la diferencia aristotélica entre economía y crematística (cf. cap. 3), el autor nos descubre el verdadero sentido de una economía al servicio de las personas. La «idolatría del dinero», que tantas veces cita el papa Francisco, acaba enterrando la verdadera alma de la economía. Cuando la crematística –el ansia del más– acaba colonizando todos los aspectos del vivir económico, se hace imposible que sirva a alguien más que al «dios dinero». Decía Arendt que ideología es aquel pensamiento que responde solo a una idea. Por eso la economía se ha vuelto ideológica. No porque sea idealista, sino porque responde solo a una idea: ganar más en menos tiempo y con el menor coste monetario posible, aunque existan costes sociales (esto último está fuera de la única idea posible y realista).

    Sabemos, y no debemos olvidarlo, que el papa está recibiendo un cargamento de críticas por sus ideas acerca de una economía al servicio de las personas. Cuando se hizo pública la Evangelii gaudium le tacharon de comunista, peronista, liberacionista y, cómo no, también de iletrado económico. Escribo este prólogo días antes de que se haga pública la encíclica sobre la ecología. Todavía no se conoce el contenido ni las argumentaciones y ya está sufriendo críticas profundas y severas. Hay un cierto miedo en determinadas esferas, especialmente en las grandes corporaciones extractivas, a lo que vaya a decir el Santo Padre. Hay miedo a pensar de otra manera y por otros caminos. Hay miedo a introducir otras variables en el pensamiento económico más allá del corto plazo y la ganancia. Hay pavor a que la gente normal pueda poner en cuestión dogmas básicos del neoliberalismo que padece la mayoría de la humanidad y disfrutan unos pocos. El sapere aude kantiano es defendido en la mayoría de las esferas de la vida, pero no en la económica. La economía se ha matematizado, convirtiendo en un fin lo que simplemente es un medio. Ha acampado en los brazos del Big Data para darle la espalda a la realidad de los que más sufren. Estoy convencido de que este libro va a recibir ese tipo de críticas también. Lo tacharán de utópico, de populista (insulto que abarca todos los males), de poco fundamentado, y le someterán a la pregunta eliminatoria: ¿quién pagará todo esto del servicio a las personas? El pensar tiene precio, porque solo es real, coherente y consistente quien al pensar tenga detrás un pagador. Una especie de mecenas que actúa de legitimador de lo pensado. La verdad, antaño referenciada a la adecuación a la realidad, al desvelamiento de la misma o a su coherencia y consistencia interna, se ha trasladado al pagador. Verdad es lo que tenga un pagador.

    Este libro nos hace una pregunta más honda y que va más al fondo. ¿Quién pagará las muertes del hambre y la desesperación? ¿Quién pagará el destrozo de la naturaleza? ¿Quién pagará la violencia ejercida sobre millones de niños, mujeres y hombres? Es necesario pensar la economía desde las víctimas y para las víctimas, porque una economía amnésica produce dolor y repetirá incansablemente sus mismos errores. Todas estas preguntas no podrán ser resueltas sino desde una apertura radical al bien común que sepa recostar en su seno la fragilidad de lo humano. Esta es la respuesta, este es el camino y esta es la convocatoria que nos hace Enrique atravesado por las palabras del papa Francisco.

    SEBASTIÁN MORA ROSADO,

    Secretario General de Cáritas Española

    INTRODUCCIÓN

    No me resisto a comenzar este libro con recuerdos. Recuerdos para los que no me he documentado. Recuerdos de imágenes que no he vuelto a ver desde entonces y que prefiero que permanezcan en mi cabeza tal como las viví en su momento. Recuerdos que me vienen al comenzar a escribir y que quiero compartir con vosotros, lectores. Porque aquel día estábamos expectantes ante un montón de hombres encerrados cuyo único medio de comunicación con el exterior era esa fea chimenea (o al menos a mí me lo parece); esperábamos un mensaje cifrado que tenía que salir de ella para saber algo de lo que estaba sucediendo en el interior. No cabía más que la curiosidad, la espera, el querer adivinar qué sucedía allí dentro.

    He de confesar que, a pesar de mi edad (fácil de conocer en la pequeña reseña biográfica que aparece en este libro), no había asistido nunca a un evento de esta condición. Con Juan Pablo I y Juan Pablo II era pequeño y no recuerdo nada de sus proclamaciones. Con Benedicto XVI me pilló en Mozambique, viajando por las orillas del río Zambeze en un Land Rover de Cáritas mozambiqueña. En pocos lugares había electricidad o cobertura del móvil, por lo que nos sorprendimos cuando el responsable de Cáritas que iba con nosotros nos dijo quién había sido elegido obispo de Roma (desconocíamos dónde o cómo se había enterado). Cuando volvimos a España, la elección ya no era noticia y nunca tuve más curiosidad sobre el momento de la elección.

    Recuerdos de aquel día

    Por ello, cuando esa tarde escuchamos en la radio que ya había fumata blanca, hubo una excitación especial en casa y decidimos ver quién había sido elegido en esta ocasión. Para los niños y para mí era la primera vez que, con plena consciencia, podíamos asistir a un momento así en directo (aunque fuese por televisión). Optamos (no recuerdo bien por qué) por verlo a través del ordenador, en la mesa del salón, en lugar de subir a la televisión. Así que allí estábamos los seis, alrededor del ordenador, esperando a ver quién salía mientras explicábamos a los niños el proceso y muchas otras cosas relacionadas con el momento que estábamos viviendo.

    Cuando Francisco se asomó al balcón, la sensación fue extraordinaria; me encontré ante un gesto no de orgullo por haber logrado el más alto escalafón de la Iglesia católica, no de alegría por haber sido votado para ese puesto, no de satisfacción por conseguir lo soñado durante muchos años (sentimientos que sí he podido ver en los ganadores de elecciones, que es lo más cercano al momento del balcón que había visto hasta ahora), sino un silencio profundo en el que quiero pensar que estaba orando y pidiendo fuerzas (en casa también nos callamos todos) y una expresión en su rostro de verse abrumado ante tamaña responsabilidad. También me sorprendió la sencillez de su atuendo, blanco, pero sin más. Luego los locutores nos comunicaron que había rechazado la pelliza y los zapatos rojos, y que llevaba la misma cruz de unas horas antes, una cruz sencilla que no parecía lujosa.

    Pero lo mejor llegó cuando habló. Dos cosas me llamaron poderosamente la atención y me parecieron como un programa resumido de lo que podía ser su papado y de las bases sobre las que Francisco está intentando dinamizar a la Iglesia. No habló de papa, sino de obispo de Roma, y le pidió a las personas que estaban delante de él que le bendijeran. Las implicaciones teológicas de estos dos signos son tales que no pude explicárselas de una manera sencilla a los niños. Cuando les dije (no recuerdo la expresión que utilicé) que me había impresionado todo lo que había pasado, he de reconocer que no supe hablarles de los elementos de colegialidad y de desacralización que suponían hablar de obispo de Roma, aunque sí intenté explicarles cómo el Espíritu Santo está en la Iglesia, y el símbolo de pedir la bendición a quienes en ese momento representaban a toda la Iglesia –los fieles allí presentes– era muy importante (creo que no lo hice demasiado bien).

    En el que vimos un ejemplo evangélico

    He de confesar que las noticias que fueron llegando los días siguientes iban en la misma línea. La frase que le dijo su compañero cardenal: «Acuérdate de los pobres», y que le llevó a ponerse de nombre Francisco; el ir a pagar su alojamiento; el quedarse a vivir en Santa Marta; el seguir con los mismos zapatos; el volver a Santa Marta en el autobús con todos en lugar de en su coche de lujo; el no cambiarse de cruz; el pedir que no

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