Un abuelo inesperado
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Un abuelo inesperado - Daniel Nesquens
A mi padre
LUCIANO LOZANO
• 1
NO ERA LA PRIMERA VEZ que viajaba solo en un tren, ni la segunda: era la tercera. Las dos anteriores las había hecho a casa de mi tía Helena. Pero este tercer viaje acababa unas cuantas paradas antes. Además, mi tía había cambiado de ciudad de residencia. Una «irrechazable» oferta de trabajo la había obligado a emigrar a Bélgica, más concretamente a Lovaina, una ciudad flamenca.
Cuando mi padre me lo dijo, no entendí muy bien eso de «flamenca». Enseguida me vino a la cabeza un tablao, un cantaor con patillas tipo hacha y una bailaora con un traje de faralaes. Pero no. Papá me aclaró que Bélgica es un país de flamencos y valones.
«Dos regiones cada una con su propio idioma que bla, bla, bla... Apenas doce millones de habitantes», añadió.
«¡Doce millones! Si aquí en España somos cuarenta y ocho millones y no ha encontrado novio, pues con solo doce tú me dirás», dije. Y papá se echó a reír.
El tren iba medio vacío, o medio lleno. Papá hubiese dicho medio vacío, y mamá, medio lleno. A mi lado se había sentado una señora mayor, de pelo gris recogido en un moño. Llevaba un libro en la mano y a sus pies una bolsa negra, de piel. La señora se llamaba Anna. Con dos enes. Se llamaba así por Anna Karenina.
–¿Una actriz? –le pregunté.
–En cierta medida sí –me contestó. Y me quedé como estaba: sentado, con los pies colgando.
Giré la cabeza y por la ventanilla vi extenderse una masa verde de olmos, chopos y sauces, que pasó ante mi vista como una escena de película francesa, de las que tanto le gustan a mamá. Mi padre prefiere el cine español, aunque siempre termina dormido en el sofá.
Papá y mamá celebraban sus quince años de matrimonio, y qué mejor manera que irse a la Riviera Maya. Pero ellos solos, como dos tortolitos. Yo no tenía sitio en aquel viaje de placer.
Así que solo tenía dos opciones: o me quedaba en casa sin nadie que me cuidase, o me iba al pueblo con mis abuelos.
Había una tercera opción, pero se esfumó. Papá le echó la culpa a mamá; mamá a papá... Al final, los papeles de mi matrícula para el campamento escolar llegaron fuera de plazo. Y como mi tía Helena estaba tan lejos, entre flamencos y valones, pues para el pueblo. Con los abuelos.
Papá se mostró algo reacio, no se terminaba de fiar. Casi prefería que me quedase en casa bajo la supervisión de mis amables vecinos. Mamá lo terminó de convencer. Y eso que los abuelos eran los padres de mi padre. Pero papá no se llevaba muy bien con el suyo. Aseguraba que era algo huraño, de carácter terco. Y aunque casi todas las semanas hablaba con mi abuela por teléfono, hacía cosa de mil o dos mil años que no íbamos de visita al pueblo. Casi el mismo tiempo que llevaba sin verlos.
Mamá insistió en que pasar aquellos días en el pueblo con los abuelos era la solución más sensata.
–Escucha –me dijo mi padre la noche de antes de montarme en el tren–. Tu abuelo, tu abuelo... cómo te lo diría, tiene sus propias ideas sobre la vida. Es terco como una mula. Solo le interesan sus cosas. Cuando yo tenía tu edad, apenas si tenía tiempo para mí, siempre metido en su negocio...
–¿Tiene un negocio el abuelo?
–No, bueno, sí. No sé. Qué más da. Tu abuelo está lleno de manías. Seguro que te dice que si yo era un blando, un inseguro. Yo entonces...
Papá ya no quiso contarme nada más. Dejó de hablar. Se hizo un silencio repentino, tenso, y continuamos haciendo la maleta: camisetas, pantalones, calzoncillos, calcetines... Mi padre me ayudó a cerrarla. ¡Raaaaas! La cremallera se quedó atascada en la pernera de un pantalón que asomaba por fuera de la maleta. Como una larga lengua que se burlase de algo, o de alguien.
• 2
«¿TIENES MIEDO?», me había preguntado mi madre de camino a la estación. «Miedo, ¿de qué?», le contesté. «Así me gusta, cariño. Diviértete y pórtate bien, ¿vale?».
Pocos minutos después, estaba bajando las escaleras mecánicas que me llevaban al andén.
–Anna Karenina era una mujer de la alta sociedad, romántica, enérgica... ¿Te gustan los calamares? –me dijo mi vecina de asiento girando la cabeza, sacándome de mis pensamientos.
–¿Cómo? –acerté a decir.
–A la romana. Rebozados en harina, o en masa Orly.
–También podrían ser en su tinta, o en salsa americana...
–Llevas razón, pequeño. Pero estos son a la romana. He comprado un bocadillo en el bar de la estación. Los hacen buenísimos. Un poco caros, eso sí, pero merece la pena.
–No, gracias.
–Para mí que los rebozan en harina de garbanzos, ese debe de ser el truco –me dijo con ojos brillantes, como si me hubiese descubierto un gran secreto.
–Ya.
–Fueron los jesuitas romanos los que, en tiempos de vigilia, por aquello de darle un poco de gracia a lo de comer, decidieron rebozarlos. De ahí el nombre: a la romana. Estoy escribiendo un libro de cocina. Todo un reto para mí. ¿Quieres la mitad?
Negué con la cabeza.
–¿Te imaginas que lo hubiesen inventado los griegos? Calamares a la griega: suena muy raro. Por cierto, era rusa.
–¿Quién?
–Anna Karenina, quién va a ser. Rusa de Rusia. Como la ensaladilla. ¡Huuum! ¿Sabías que fue el chef Lucien Olivier Guillerminav, en Moscú, en 1860, el que inventó la ensaladilla? Eso estará en el capítulo dos de mi libro.
No tenía ni idea, claro está.
–Adoro la ensaladilla rusa. Y los apellidos rusos –continuó–. Es un placer pronunciarlos: Tchaikovsky, Dostoievski, Rachmaninov, o Tolstói. Da gusto oírlos, ¿verdad? Resulta peor tener que escribirlos. Di un apellido ruso.
–Fernadev.
–¿Fernadev? No suena mal –contestó ella, con la boca llena–. Se han quedado algo fríos. Una lástima. ¿No los quieres probar?