Ojos azules y magia negra
By Mia Ahl and Pilar Pintre
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Ojos azules y magia negra - Mia Ahl
Capítulo uno
Verano de 2011
Era sábado por la tarde y a través de los cristales recién limpiados de las ventanas entraba un sol generoso. Annelie estaba sentada en su nuevo sofá de IKEA viendo la televisión mientras comía helado Rocky Road directamente del envase. Si no fuera por lo desgraciada que se sentía, habría sido un momento muy agradable.
La película era de acción y trataba de un policía estadounidense que perseguía a traficantes de droga de las Antillas Menores, aunque a Annelie en realidad le gustaban más las comedias románticas. Notting Hill era su favorita, pero la necesidad no tiene leyes. Al llegar a casa tras una pequeña salida, se tiró en el sofá, pulsó el mando a distancia como si fuera un botón de emergencia y se detuvo en el primer programa que no incluía risas enlatadas. En el primer anuncio se levantó y se cambió su bonito traje gris por unos pantalones deportivos y una camiseta. Al siguiente no pudo soportar el hambre y fue a por el envase de helado.
Ahora estaba viendo cómo uno de los personajes secundarios, una bruja joven y bonita, preparaba un rito de vudú. Empezó dándose un baño. Parecía agradable. Annelie se frotó los dientes delanteros con uno de los trozos duros de malvavisco antes de tragárselo y notó que el sabor del helado había mejorado al mezclarse con la sal de sus lágrimas, pero aún podía percibir un regusto amargo a derrota y desesperación.
La mujer de la película iba vestida de blanco y estaba preparando un altar con fotos y otros bártulos que llevaba en una canasta. Annelie siempre había creído que se hacían muñecos de cera que luego se quemaban o en los que se clavaban agujas. A continuación la bruja sacó un gallo, que sostuvo bocabajo. Este empezó a sacudirse ansioso mientras ella miraba de reojo un cuchillo que había junto a una botella de licor. Tal vez el animal había adivinado el papel que desempeñaba en ese ritual. De repente, la mujer vertió la bebida por encima del gallo, dijo algo amenazador y agarró el cuchillo. El ave se quedó en silencio al darse cuenta de cómo iba a terminar. La mujer se mordió el labio antes de hacer un movimiento rápido con la mano, y la sangre salpicó la canasta de las fotos. Annelie bajó rápidamente la vista y la fijó en el helado. Era un poco sensible.
Se dio cuenta de que había llegado al fondo del envase. Miró con cierto asco el hoyo a modo de cráter que había hecho, alrededor del cual se aferraban algunos trozos de malvavisco.
Ingería demasiada comida basura y estaba engordando. No era justo. En los libros y en las películas las mujeres adelgazaban y se quedaban demacradas cuando estaban deprimidas, pero ella solo comía y estaba cada vez más rellenita. Nadie la abrazaría y le diría: «Pero qué delgada estás, querida Annelie. ¿Comes bien?».
Decidida, tapó el helado sobrante, apagó el televisor y fue a la cocina. Se detuvo un momento con la mano en la tapa del cubo de basura, pero reflexionó y abrió el congelador. Allí había un paquete de verduras al wok y un filete de pollo, que iban a ser la escasa comida principal del domingo. Los sacó y los lanzó al fregadero. Hoy cenaría eso, a las ocho o así, cuando tuviera hambre. Detrás de envases de helado y hamburguesas vio la botella de ron de Jamaica que había comprado en un impulso con vistas a la Noche de Walpurgis y que, por razones obvias, había olvidado.
«Si estás triste, no debes beber sola». La botella se encontraba en el fondo del congelador y estaba helada, blanca y sin abrir. Como ella era mujer y solía hacer dos cosas a la vez, la puso encima del fregadero junto al filete de pollo a la vez que abría la puerta del frigorífico. Con la mano izquierda buscó algún refresco de cola y un poco de limón mientras con la derecha tanteaba el bloque de cuchillos hasta que sacó uno de cortar verduras, pequeño y afilado.
Encontró un limón blando y una botella casi vacía de Coca-Cola que había perdido el gas. Sería suficiente.
Annelie era una mujer joven y soltera con medio fin de semana libre por delante. Podría hacer muchas cosas, como dar un largo paseo, reunirse con amigos, buscar un amante o empezar una nueva afición. Pero no hacía nada de eso. No tenía fuerzas. Llevaba casi dos meses pasando los fines de semana en el sofá, frente al televisor, con helado o dulces a su alcance. Debía espabilar, esforzarse, pero se dio cuenta de que no sabía por dónde empezar.
Se tenía que vengar. Hasta ese momento, nunca había ido tan lejos como para pensar en venganza; había pasado demasiado tiempo compadeciéndose de sí misma. Se sentía impotente. No se puede luchar contra alguien que siempre tiene la ley de su lado. Sin embargo, debía hacer algo, lo que fuera, porque necesitaba deshacerse de las fuerzas oscuras que la estaban hundiendo por completo en el fango del desánimo. Agarró el cuchillo y deslizó el pulgar por el borde afilado. Decidida, volvió a dejarlo en la encimera y se dirigió al vestidor.
Vivía en un apartamento de cuatro habitaciones en el que originalmente había oficinas. El recibidor era tan pequeño que, cuando se ponía el abrigo, los brazos le chocaban contra la pared. A la izquierda había dos dormitorios separados por un cuarto de baño que estaba en buenas condiciones. A la derecha, un corto pasillo que desembocaba en una combinación de sala de estar y cocina. El agente inmobiliario lo había llamado «disposición abierta» y comentó lo agradable que era hacer la comida mientras los invitados tomaban una copa sentados en el sofá.
Entonces Annelie pensó que el agente no debía tener hijos. Nadie con niños en casa permitiría que los invitados viesen la cocina diez minutos antes de la cena, cuando estaba llena de cacerolas y platos sucios.
Al fondo del apartamento había un pequeño «despacho» con un retrete separado y un vestidor ignífugo. Annelie dormía en el despacho. El retrete no tenía ventana y era muy pequeño. En el vestidor, además de la ropa, guardaba adornos navideños y todo lo que no cabía en ningún otro sitio.
En la caja de los objetos navideños Annelie encontró tres velas gruesas, de las cuales solo una se había utilizado. También había varias cajas abiertas de velas de distintos tamaños. Debajo encontró además tres tubos de pintura de colores claros y un pincel viejo.
Se llevó todo a la cocina.
El apartamento se veía limpio, como un niño al que acababan de arreglar, y sobre el suelo de baldosas rojas flotaba un ligero aroma a jabón verde, con el que se intentaba causar buena impresión. En el centro del limpio mantel a cuadros de la mesa de la cocina había un ramo de ásteres del puesto de flores que había junto al mercado.
Annelie lo recogió todo y empezó.
Bebió un buen trago de ron directamente de la botella y sacó la primera vela.
Era una lástima que ningún sindicato de estudiantes tuviera cursos de vudú. Sin duda, se habrían puesto de moda: «Introducción al vudú, cómo hacer muñecos y leer conjuros sencillos». No se podía enseñar a matar personas, claro, pero tal vez se podría aprender a provocar algún ataque leve de migraña a vecinos que utilizaban el cortacésped los domingos por la mañana.
Había hecho un montón de cursos y había aprendido italiano, pintura en porcelana y filosofía, pero no habían resultado de mucha utilidad. No había viajado nunca a Italia y la media docena de tazas de café que pintó permanecieron varios años en un armario antes de entregárselas a la Iglesia de Pentecostés para que las vendieran de segunda mano. Nadie había escuchado sus ideas sobre Platón; ni siquiera durante el curso, por lo que recordaba. A él asistieron ocho mujeres que buscaban un sentido más elevado en la vida y el monitor, un hombre que llevaba un peinado tapa-calva coloquialmente llamado peinado a lo Robin Hood —quitaba a los ricos para dárselo a los pobres—, tenía una forma rara de hablar, como si sopesase cada palabra antes de soltarla en la clase. Sin embargo, lo que decía no era novedoso ni destacable. Las demás escuchaban todo el tiempo y solo Annelie se atrevía a interrumpirlo de vez en cuando.
Pero nunca había asistido a un curso de vudú. Tenía que confiar en las películas y en lo que había oído por ahí. Para lo demás, se dejaría llevar por la intuición. Quizá le fuera bien solo porque era novata, como el que acierta las quinielas sin saber. La mujer de la película tenía fotos, pero Annelie decidió usar muñecos.
El primero representaría al hombre que más odiaba. Cortó y raspó la cera. El cuchillo estaba afilado, pero aun así no fue fácil. Cuando terminó, se quedó mirando la pequeña figura que tenía en la mano. Se veía que era un hombre un poco barrigón. La mecha de la vela le salía por la cabeza y le confería cierto parecido con Tintín. Un Tintín desnudo y sin ojos. La ausencia de estos le daba un aspecto impersonal. Annelie pensó en sus bellos iris marrones y su gesto travieso cuando lograba lo que quería. En el joyero tenía unos pendientes con pequeñas bolas de ojo de tigre que él le regaló cuando estaban enamorados, al principio de su relación. Encajarían perfectamente.
Fue a buscarlos, calentó la parte plateada en una vela y los incrustó en el muñeco. Quedaban muy bien.
«Perfecto, ya está listo». Annelie tomó un sorbo de ron y sonrió mientas dejaba el muñeco en la panera. La siguiente figura le resultó más fácil de hacer y la tercera le quedó muy bien, y a cada una la dotó con algo característico. Las examinó con atención, bastante satisfecha de su debut como escultora. Tal vez debería matricularse en un curso de cerámica, aunque seguro que tendría que moldear vasijas en el torno, y eso era difícil. La vasija se derrumbaba de repente, como la vida misma. Creemos que estamos sosteniendo entre las manos un futuro utensilio y resulta que solo es un trozo de arcilla húmeda que patina sobre un disco giratorio.
Annelie retiró el montón de virutas de cera y comenzó el siguiente paso: darse un baño ritual de limpieza.
Se puso de pie delante del espejo del cuarto de baño. En él descubrió la mirada de una mujer de unos cuarenta años, con el cabello oscuro y un corte de pelo que le gustaba, aunque un poco largo. Debería ir a la peluquería. ¿O tal vez podría ahorrarse el dinero y recogérselo en un moño de esos descuidados? ¿Teñírselo de rojo? ¿Afeitarse la cabeza? Annelie se inclinó hacia delante y examinó su rostro. Tenía pocas arrugas, buenos genes y una vida de no fumadora se habían encargado de ello. En las comisuras de los ojos, grandes y azules, tenía algunas patas de gallo. Ese era su principal atractivo, el color de sus ojos. Con el párpado izquierdo hizo un guiño lento y claro que practicaba mucho cuando tenía trece años y que aún dominaba.
Luego se retiró el cabello de la frente con la mano izquierda y miró las cejas oscuras, que se arqueaban hacia las sienes. Sonrió y dejó al descubierto unos dientes regulares. Con un gruñido teatral, abrió el grifo del agua caliente de la bañera, se quitó la ropa y la arrojó al cesto de la ropa sucia.
Había escondido un frasco de aceite de baño en el armario de la limpieza. Lo guardaba allí porque Alva, su hija, nunca abría esa puerta. Ella consideraba que todos los productos de maquillaje que había en la casa eran propiedad común. Después, vertió una buena cantidad en el agua de la bañera y el aroma a Jazmín Blanco se extendió por el cuarto, empañando el espejo con el fragante vapor.
Annelie tomó otro trago de la botella de licor y luego se metió poco a poco en el agua caliente. Con las manos en el borde de la bañera, se inclinó hacia atrás y cerró los ojos, sintiendo casi contra su voluntad que el agua caliente la tranquilizaba y relajaba.
No era suficiente. Tenía que ponerse en contacto con su parte oscura. Bebió varios sorbos más de ron y pensó qué hacer. Enseguida notó que una sonrisa maliciosa le hacía cosquillas en las comisuras de los labios. Cogió su pequeño cuenco de ensalada y se echó agua caliente por la cabeza hasta que el cabello mojado se le pegó al cuello. Eso era lo que había hecho la mujer de la película. Luego, permaneció allí hasta que el agua casi se enfrió y las yemas de los dedos se le arrugaron. El nivel en la botella de ron también había bajado bastante.
Con cuidado por temor a resbalar y que posibles maldiciones rebotaran y la castigaran, salió de la bañera y se secó con una toalla blanca recién lavada. Había cambiado la alfombra verde del baño por otra toalla blanca y se quedó encima mientras se ponía unas bragas blancas limpias y un sujetador blanco, así como unos calcetines blancos porque Annelie quería mantener calientes los pies. Luego cogió su viejo camisón blanco que usaba por Santa Lucía y que había dejado colgado en una percha en la puerta del baño.
Se lo puso sobre la ropa interior limpia, y sintió el roce del fresco y suave algodón gastado en su piel enrojecida. Como tenía por costumbre, vació el agua de la bañera antes de ir a la cocina a continuar con los preparativos. Mientras canturreaba con alegría, extendió sobre la mesa de la cocina un mantel blanco y redondo de ganchillo que había hecho su abuela. Annelie esperaba que la amable mente de su abuela no estropeara su perversa sesión. Colocó doce velas en pequeños portavelas y platitos de café bordeando la estructura, lo que le llevó un rato. Luego las encendió y tomó otro sorbo de ron. En ese momento se acordó del gallo, pero pensó que no era necesario. Tenía uno de cerámica muy bonito entre la decoración de Pascua, pero no le pareció bien cortarle el cuello. Debería apañarse con los muñecos.
Sin dudar más, eligió la primera de las pequeñas figuras de cera, se llenó la boca de ron y lo escupió sobre el muñeco. Por un instante, se preguntó si las velas encendidas prenderían fuego a los vapores del alcohol y la idea no le resultó atractiva, ya que esa cocina no disponía de extintor de incendios.
Después, miró furiosa al muñeco de cera.
—Tu nombre es Bertil —anunció con voz dramática.
La figura la miró a través de los pequeños pendientes marrones.
—Eres un hombre malvado y egoísta. Eres un traidor, tacaño y gruñón —dijo Annelie—. Te mereces un castigo.
Cogió una aguja y la acercó a una de las llamas. La superficie se puso roja enseguida y notó el calor del metal en la punta de los dedos. Sonrió antes de continuar con algo que sabía que él detestaría:
—Y tu castigo será una gastroenteritis.
Retiró la aguja de la llama y la clavó en el vientre del muñeco. No entró con tanta facilidad como esperaba, así que apretó con el pulgar hasta que le empezó a doler la yema del dedo. La aguja penetró un poco más en la cera.
Annelie se chupó un poco el pulgar mientras admiraba su trabajo con satisfacción.
Capítulo dos
Gotemburgo, primavera de 1991
Annelie conoció a Bertil poco antes de cumplir los veinte años, en marzo de 1991.
Ella, Vanja y Denise compartían —por medio de algún tipo de contrato de segunda mano— un apartamento de tres habitaciones en Haga que estaba bastante mal conservado. Había ducha en el sótano y una cocina de gas que se encendía de un fogonazo. Al principio, Annelie intentaba encenderla apartando la cerilla todo lo que podía del cuerpo. Vanja se reía tanto que se retorcía, pero una semana después Annelie compró un encendedor de gas y así se resolvió el problema.
Las dos se conocían desde la escuela primaria y Annelie admiraba a Vanja, que era algo mayor —tres meses—, un poco más alta —siete centímetros— y, sobre todo, mucho más lanzada que ella. Fue la que le ofreció el primer cigarrillo y le golpeó amablemente la espalda durante el posterior ataque de tos. También fue quien invitó a Annelie a tomar un whisky y, aunque después Vanja podía fumar y beber con tranquilidad, les gustaba estar juntas.
Denise era prima de Vanja y tenía una madre muy aventurera. Un verano se fue de viaje al extranjero y volvió a casa embarazada. Y no solo eso, sino que, cuando nació Denise, todos vieron que el padre era negro. Fue algo tan temerario que la madre de Annelie torció el gesto cuando le habló de ello. Si Denise no hubiera sido prima de Vanja, Annelie no habría podido compartir la vivienda con ella. Pero como el padre de Vanja fue el que consiguió el apartamento y formaba parte de la Comisión Municipal de Borås, no hubo nada que decir al respecto.
Vanja iba a estudiar Económicas, porque ese era el futuro —según decía su padre—, y Annelie se unió a la elección, aunque intentó resistirse. Lo que ella quería ser era publicista, escenógrafa en un teatro o tal vez decoradora de interiores. En realidad, no sabía lo que hacía una diseñadora de interiores o una escenógrafa, solo le parecía agradable decorar espacios, ya fueran sitios donde la gente vivía o donde se hacía teatro. Le gustaba la idea de amueblar una habitación.
Sus padres eran más realistas. «Adquiere una formación que te facilite un trabajo estable, preferiblemente, un puesto municipal. Así podrás mantenerte, y también te vendrá bien más adelante, cuando te cases y tengas hijos, porque podrás pedir media jornada y tendrás tiempo para encargarte de la casa. Y, además, es seguro. Lo de la decoración de la casa y todo eso podrás hacerlo en tu tiempo libre en tu propio hogar. Es mucho más agradable», le dijeron.
El primer año, Annelie dedicó muchas horas a la decoración del pequeño apartamento de Haga. Pintó las paredes de todas las habitaciones, con Denise como ayudante entusiasta y Vanja como observadora pasiva. Luego, cosió cortinas y consiguió fundas nuevas para los muebles en el mercado de segunda mano. Le parecía que el piso había quedado bonito y consideraba que era obra suya.
Las chicas llevaban allí poco más de tres cursos cuando Bertil llamó a la puerta un jueves por la noche del mes de marzo. Como es natural, Annelie no sabía entonces quién era él y menos aún, que iba a ser el hombre de su vida; tan solo abrió la puerta.
En ese momento estaba sentada estudiando, por lo que abrió vistiendo su indumentaria de estudio habitual: jeans gastados, un suéter grande y unos gruesos calcetines de lana. Ella, que nunca habría soñado estar cara a cara con un hombre atractivo sin ir bien maquillada, peinada, vestida y con unos altos tacones, iba con la cara limpia y peinada con dos trenzas.
—Hola —saludó Bertil.
—Hola —dijo Annelie, y se quedó paralizada—. Creía que eras Denise.
—Ah, ¿sí? Pues soy yo —replicó Bertil.
A Annelie le pareció un comentario sumamente ingenioso y sonrió con dulzura mientras lo escudriñaba de arriba abajo.
Llevaba unos jeans ajustados y desteñidos en los sitios adecuados, una chaqueta negra y unas botas vaqueras negras de tacón con estampados plateados. Sonrió y sus ojos marrones brillaron al ver que ella lo estaba mirando.
—¿Quién es Denise? —preguntó.
—Mi compañera —murmuró Annelie, sonrojándose más aún—. Vive aquí…
No era el momento adecuado para explicar que Denise, que iba a la Universidad Tecnológica de Chalmers y tenía muy buena cabeza para las fórmulas matemáticas, era totalmente despistada para muchas otras, por lo que perdía las llaves al menos una vez a la semana.