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Pastoral
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Ebook343 pages5 hours

Pastoral

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El libro que nos lleva a la experiencia sensorial de la infancia. ¿Quién no quiere volver a sentir las sensaciones que teníamos en la infancia ante la visión de un cielo, el calor, la lluvia, los insectos? Pastoral reactiva nuestra capacidad de sentir el mundo como cuando se descubre por primera vez. Y desde ahí, las identidades, las guerras, el racismo quedan ridiculizados. Verano, años 80. Los hermanos Oscar y Louise han crecido en un lugar cerca de un pueblo dividido en dos: el gueto de los estrictamente religiosos reformistas holandeses y los habitantes de las Molucas que constituían el ejército holandés de la India del este. Los dos grupos de personas eran recelosos entre sí. Mientras Oscar, el último año de colegio está deseando ir a la universidad de una gran ciudad, su hermana Louis regresa preguntándose si esa salida le ha proporcionado algún conocimiento interesante. Y es el amor el que realmente mueve el mundo.
LanguageDeutsch
PublisherDe conatus
Release dateNov 28, 2022
ISBN9788417375638
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    Pastoral - Stephan Enter

    illustration

    1

    Oscar dejó de escuchar las palabras del profesor, ya lo sabía todo, toda la clase lo sabía, lo del accidente.

    Su atención se desvió —pasó por las fórmulas escritas en la pizarra y el dedo extendido de un chico sentado en primera fila, a la izquierda— y se detuvo a su lado, en el alféizar de la ventana bañado por la luz del sol, donde un moscardón arremetía con furia contra el cristal. Se oyó a sí mismo suspirar; entre él y el insecto había una gran diferencia, era infatigable, se precipitaba una y otra vez con odio ciego contra la transparente barrera que lo separaba de la libertad. Miró hacia afuera (por un instante sintió el peso de la apatía, literalmente) y contempló la plaza desierta que ardía en el calor de junio. El aire a ras de suelo vibraba, se había vuelto líquido. Imagínate, pensó, dentro de un año, el examen de selectividad, y luego a estudiar y vivir en una habitación alquilada, libre para siempre y fuera de casa, fuera de este pueblo. ¡Qué liberación! Y sabía, con íntimo convencimiento, que la vida le tenía reservado algo maravilloso que, de alguna manera, en el futuro, en un lugar desconocido, le aguardaba una felicidad muy especial. Pero antes de que llegara este momento, le esperaban todavía unas vacaciones de verano y un curso largo y aburrido, una eternidad en la que nada significativo iba a suceder. Los exámenes parciales y finales del siguiente curso los aprobaría con tanta facilidad que apenas interrumpirían la tediosa previsibilidad de sus días.

    A lo lejos, en la calle, detrás de la plaza, pasado el aparcamiento de bicicletas y el campo de deportes, apareció, como en un espejismo, una especie de elefante que, una y otra vez, daba unos pasos delante de las casas y luego se detenía abruptamente. Amusgó los ojos y vio cómo unos acompañantes arrojaban a la bestia grandes bolsas grises.

    En realidad, sólo había una cosa que hoy le hacía cierta ilusión, y es que Louise volvía a casa. Dos días antes su hermana le había sonado rara por teléfono, un poco misteriosa. Especialmente cuando le preguntó si estaba embarazada; su manera de negarlo, con risitas, le había hecho sospechar. Cuando ella trataba de ocultar algo, él siempre lo notaba. Pero no, le había asegurado ella, no, nada malo, nada serio, hermanito, acaso la creía tan estúpida, ¿por quién la tomaba? Después había vuelto a preguntarle si por la tarde, después de clase, estaría en casa —y ahora era esa tarde— porque quería hablar un momento con él y prefería no hacerlo por teléfono. Y tú, ¿cómo estás?, le había preguntado también cambiando el tema de conversación, ¿cómo te va en el instituto? Y, cuéntame, seguro que ha sucedido alguna cosa digna de mención en el pueblo, ¿no? Ante su negativa, había insistido en un tono impostado ¿de verdad, nada de nada?, y él le había resumido entonces la noticia de la semana: un granjero, después del día de mercado, harto de ginebra y cargado de dinero gracias a una buena venta, se cayó en la acequia, con bicicleta y todo, a la altura del bosque de Hackfort, impulsado por el viento o empujado por alguien, esto no había quedado del todo claro; en todo caso, cuando el hombre llegó a casa, descubrió que le habían robado la cartera. Y le había hecho gracia la historia, especialmente al añadir que el fin de semana anterior el nuevo pastor había predicado, durante al menos tres cuartos de hora, acerca del pecado de abusar del alcohol. El pecado, había dicho animada, es una enfermedad imaginaria inventada para vendernos un remedio imaginario también.

    Le ayudaba eso de pensar en Louise. En cuanto se acordaba de ella, su abatimiento disminuía un poco. ¿Por qué le sucedía esto? Quizá porque resultaba inconcebible que su hermana se sintiera como él se sentía ahora y menos aún que se aburriera, eso era imposible. Todo en ella era siempre voluble, impredecible y lleno de vida. Sí, sobre todo eso. Incluso cuando Louise se paraba a fumar, percibías su extrema alerta, sentías que en cualquier momento (qué habituado estaba a esa actitud de su hermana) podría soltarte un «Oye, dime…». Hasta donde le alcanzaba la memoria, ella siempre había hecho preguntas y comentarios que a cualquier otra persona le hubieran incomodado. Algunos de sus parientes actuaban ante ella con precaución, como si la temieran un poco; a él, en cambio, lo elogiaban hasta la saciedad. Lo cierto era que él nunca le había preguntado a su madre a los seis o siete años durante un cumpleaños y en presencia de las visitas: «¿Cuánto valemos, mamá, Oscar y yo, por cuántas monedas de plata nos venderías?». Louise, según contaban (porque él no conocía la historia de primera mano, sino del repertorio de anécdotas familiares), había formulado esa pregunta con toda la seriedad del mundo y reaccionó indignada cuando el círculo de adultos, al principio enternecido, estalló en carcajadas; para ella eso no era en absoluto una idea descabellada, porque ella sí que sabía exactamente por cuánto dinero se desprendería de sus padres, y se negaba a irse a la cama hasta obtener de ellos una respuesta en números no redondeados. La diferencia entre su hermana y él se hacía también evidente cuando alguien expresaba una opinión cuestionable o gratuita. Louise reaccionaba entonces lanzándose como un pato ante unas migas de pan, mientras que él, por el contrario, se sumía en sus pensamientos o se dejaba llevar por todo tipo de fantasías, y sólo formulaba alguna idea o una pregunta cuando la conversación ya versaba sobre otro asunto.

    También había similitudes entre los dos, naturalmente, sobre todo físicas. Ambos eran notablemente delgados, y sus ojos eran de un mismo tono azul grisáceo. Una nariz idéntica, recta, no muy grande. Una dentadura impecable, que nunca requirió aparatos dentales. (Eso hacía aún más lamentable que su madre no dejara de repetir que ambos tenían empastes y que la dentadura de Louise estaba cada vez más amarilla por la nicotina). Él era ahora más alto que ella, eso sí; la había alcanzado hacía dos años y ya le llevaba una cabeza. Pero Louise seguía llamándolo cariñosamente «hermanito» (y él la visualizó ante sí: un ojo cerrado para protegerse del humo que le daba en la cara, la divertida mueca burlona que asomaba en sus labios). Su media melena era de un rubio más claro que el suyo, casi paja, y tenía el cabello liso mientras que él lo tenía rizado. Era de piel clara, incluso en verano, y unas oscuras ojeras rodeaban sus ojos casi siempre cansados. Rara vez se maquillaba. Nunca la había oído gritar ni reír. Tampoco llorar, no. En una fiesta de cumpleaños, una de sus tías soltó que estaba convencida de que la niña «tenía, en el fondo, algunos problemas de sociabilidad», un comentario que Louise, que justo en aquel momento entraba por la puerta, respaldó con buen ánimo.

    La mosca parecía haber cambiado de idea. Había dejado de zumbar y correteaba de forma errática por el cristal de la ventana. En ese instante se detuvo y se frotó las patas delanteras, como dándose ánimos por última vez. Oscar vio cómo la luz del sol proyectaba un brillo iridiscente a las alas, ya apaciguadas, extendidas hacia atrás. ¿Era el insecto consciente de su destino o actuaba así por puro agotamiento? ¿Y si él se levantara y arrojara su silla por la ventana, sentiría la mosca alguna gratitud hacia su salvador?

    ¿Por qué querría Louise hablar con él? ¿Sobre qué querría ella su opinión? Eso nunca había pasado. Hasta donde era capaz de recordar, a él le gustaba escuchar a su hermana (y le seguía la corriente) cuando ella le hablaba con pasión de alguno de sus temas favoritos mientras fumaba un cigarrillo tras otro. En realidad, Louise no tenía una voz bonita, más bien un poco chillona. Y, además, de esto se había percatado hacía un año, acostumbraba a hablar demasiado alto cuando la tenías cerca. Aunque lo más llamativo en ella eran sus oscilaciones anímicas; a veces se quedaba en la cama fumando hasta el mediodía, en silencio, sumida en el rencor y el fatalismo, pero en cuanto se tocaba un tema que le interesaba, era como si se accionara un interruptor que la conectara a la corriente. Siempre se habían querido mucho, hasta donde le alcanzaba la memoria, aunque ella nunca lo había manifestado abiertamente. Para él eso no suponía un problema, era el más sensible de los dos, le había dicho su hermana en cierta ocasión con un suspiro, y tal vez la prefería así: un poco altanera, desafiándole a que le plantara cara. En realidad, desde que Louise vivía fuera de casa en una habitación alquilada, él le plantaba aún menos cara que antes; lo que quería era saber todo lo posible de su vida de estudiante. Y cuando la escuchaba y comprendía plenamente lo que le contaba —quizá fuera él el único capaz de hacerlo— el ingenio y el entusiasmo de su hermana le animaban, incluso se sentía feliz, y le resultaba imposible imaginar que no siguieran así toda la vida.

    —¿Voluntarios?

    El tono imperativo de la pregunta penetró en los pensamientos de Oscar. Se sentó recto y se despegó la camiseta que se le había adherido a la espalda. Las dos ventanas de arriba estaban abiertas, pero el aire no circulaba. La atmósfera en el aula era para marearse, sobre todo porque algunos, antes de entrar en clase, sofocaban el olor a sudor con una nube de Odorex.

    Miró al profesor, que estaba esperando una respuesta. Menudo personaje; la piel llena de marcas, el cabello grasiento cubriéndole el cráneo como un tupé, un bigote vacilante en la cara tensa y, lo más llamativo, una oreja de soplillo y la otra plana normal, pegada a la cabeza. Hacía ya un año que era el tutor de la clase y en las últimas semanas el hombre había hecho todo lo posible por volver a ganar popularidad. Pero ellos ya no estaban dispuestos a mostrar clemencia. Entre las mesas, Oscar vio cómo una de las dos chicas de la primera fila, la de la izquierda —ambas con finos vestidos de verano y las uñas pintadas—, cruzaba visiblemente una pierna desnuda sobre la otra, con el gesto de hastío de una modelo. Si ahora su vecina se echaba el cabello rojo hacia un lado y se inclinaba hacia delante, prestando extrema atención, con la barbilla apoyada sobre ambas manos, el hombre volvería a sonrojarse, inerme. Y este tipo había engendrado un hijo.

    —¿Nadie? Vamos, chicos, al fin y al cabo es vuestro compañero de clase. ¿Nadie quiere saber cómo está?

    Dos horas antes, en la clase de biología, la señora Stam ya les había explicado con calma cómo se encontraba Jonkie. Oscar podía imaginarla muy bien cultivando la sensualidad. Era rosada, bamboleante y servicial, y su aula olía a aceite de baño en verano e invierno. Tenía una voz susurrante, deliciosamente ronca. En cierta ocasión, había comenzado una clase sobre reproducción con las inolvidables palabras: «Cuando mi marido está caliente…». No estaba claro quién había contratado a la señora Stam en este centro de educación secundaria protestante, y menos claro aún por qué los consejeros parroquiales de la junta directiva no le habían dado aún un toque de atención. En lo que se refería a lo último, la cosa sí estaba clara: ningún estudiante la traicionaría.

    Jonkie Matupessy, un ambonés del Bloemenbuurt (el Barrio de las Flores) y, con mucho, el estudiante más impopular del grupo, estaba ingresado en el hospital. Había faltado unos días a clase. Según acababan de enterarse, Jonkie había cruzado el bosque de Hackfort a toda pastilla con una moto robada, había salido disparado de la moto tras chocar contra un tocón y se había roto casi todos los huesos del cuerpo. Y, como su padre no quería que se atrasara con las tareas escolares, alguien tenía que llevarle los apuntes a la familia.

    —¿De verdad que nadie se ofrece?

    En las primeras filas, a la izquierda, un brazo volvió a levantarse.

    —¿Sí? —el profesor parecía aliviado.

    —¿Puedo ir al baño, señor?

    —Bien —contestó el profesor—. Lo haremos a mi manera.

    Se levantó, se acercó a la pizarra. Cogió una tiza. Movió hacia adelante un panel lateral del tríptico, se detuvo junto a él y anotó algo en el dorso.

    —Un número inferior a treinta. Empiezo por aquí —señaló con la tiza a la derecha, a las primeras filas—. ¿Sí?

    —Cero —se oyó.

    —Brillante. ¿El siguiente?

    En aquel momento, alguien llamó con fuerza a la ventanita de la puerta del aula y acto seguido entró el jefe de estudios, seguido por un agente de policía con una gorra debajo del brazo.

    —Tranquilos —dijo el jefe de estudios a la clase en tono severo, a pesar de que nadie había hecho ningún ruido. Todos miraban al agente, un hombre enorme, y en particular la pistola que llevaba enfundada en la cadera.

    Los tres hombres deliberaron, parecían tener alguna duda sobre si mencionarles una cosa o no. «Son lo suficientemente mayores», oyó Oscar concluir al jefe de estudios. El agente asintió con una ligera inclinación de la cabeza.

    —Este es el señor Colenbrander —comenzó el jefe de estudios, dirigiéndose a los estudiantes—, agente de la policía. Está aquí porque quiere contaros algo y haceros algunas preguntas. Es importante que respondáis con franqueza.

    El agente dio un paso adelante y paseó la mirada por el aula.

    —¿Hay más amboneses en esta clase? —Un par de cabezas se movieron en señal de negación—. ¿Hay alguien en esta clase que sea amigo de… —Miró a un lado hacia el profesor, que le susurró el nombre al oído—. ¿Jonkie Matupessy?

    Nadie respondió. El agente comenzó su exposición en un tono un poco diferente. Es probable que no recordasen, les dijo, lo de los secuestros de trenes y lo sucedido en una escuela de Drenthe, hacía casi una década, pero quizá lo supieran por sus padres. Y lo que seguro que sí sabían era que desde entonces las cosas en los Países Bajos y en Brevendal estaban tranquilas. Ahora bien, advirtió, esta calma no durará mucho más. Tenían sospechas; algo se estaba cociendo. El agente recorrió el aula con una mirada que probablemente pretendía infundir temor. Por su forma de actuar daba la impresión de que pensaba que estaba frente a un grupo de párvulos. Oscar reconoció al hombre. Lo había visto en una entrevista que le habían hecho en el diario Brevendalse Bode en la que hablaba de su profesión; además de ser un agente de la policía local, pertenecía a las fuerzas antidisturbios y, a veces, se presentaba en Ámsterdam con una furgoneta llena de colegas para darles una tunda a los okupas. En la foto que acompañaba al artículo no aparecía con su uniforme de policía sino con el de los antidisturbios. Oscar lo recordaba porque su padre, que también había leído el artículo, había comentado en la mesa: «Seguramente ha sido rechazado por el ejército».

    —Algo se está cociendo —repitió el agente, visiblemente satisfecho con esta formulación.

    No era sorprendente, continuó, se lo esperaban. Porque los amboneses eran una gente agresiva y belicosa. Por algo habían sido soldados durante generaciones del KNIL, el Real Ejército de las Indias Orientales Neerlandesas. La violencia, dijo, mirando muy concentrado por encima de las cabezas de los presentes, como si estuviera hablando consigo mismo más que con un grupo de jóvenes de diecisiete años, la violencia anidaba en el interior de esas personas, no resultaba fácil extirparla. Y, de las cosas que sucedían en ese barrio, tampoco tenían ellos una visión muy clara desde su despacho. La mitad de los amboneses pertenecía al núcleo duro de la RMS, y la RMS —Republik Maluku Selatan1, añadió en un tono exageradamente estridente— mantenía estrechos vínculos con el IRA, sí, y con los palestinos y Gadafi, todos ellos eran lobos de la misma camada, colaboraban entre sí para hacerse con armas y otros materiales terroristas. En fin, la cuestión era que había algo raro en el accidente de Jonkie Matupessy. Tenían la impresión de que su carrera en moto había sido un entrenamiento, como si estuviera preparándose para algo. Porque, según las investigaciones llevadas a cabo, Jonkie había recorrido al menos diez veces el mismo camino de un extremo a otro. ¿Había alguien en la clase que le hubiese oído comentar recientemente algo sobre el bosque o las motos de motocross? ¿Y sabía alguien con qué otros amboneses se había relacionado Jonkie últimamente?

    El agente permaneció un instante en silencio para conferir a sus palabras todo su peso. En un lateral del aula se oyeron unos susurros y unas risitas.

    —¿Sí? —les espetó el jefe de estudios detrás del hombro del agente—. Decidme.

    —No, nada, señor.

    —Anda, venga, os escuchamos. Nosotros también queremos divertirnos un poco.

    —Tal vez —dijo una voz cautelosa—, Jonkie sólo pretendía atropellar a un conejo.

    Toda la clase estalló en carcajadas. Y es que todos recordaban el primer mes en secundaria, cuando la profesora de manualidades, la maestra más creyente e ingenua del instituto, les había pedido a sus alumnos que contaran algo sobre su pasatiempo favorito, y Jonkie les había explicado cómo cazar conejos en el bosque con una trampa y cómo desollarlos después, ante lo cual la profesora había abandonado el aula muy alterada. Oscar se dio cuenta de que en los cinco años que llevaba en el Gisbertus Voetius College nunca había tenido mucho trato con Jonkie. Sólo recordaba un momento en que su compañero de clase le había dirigido la palabra, en un tono muy familiar, sobre algo muy concreto: «Boctor, tienes una hermana. La he visto alguna vez por aquí. Rubia, ¿eh? ¿No podrías presentármela? ¿Cómo se llama?». Y eso había sido todo.

    De nuevo se alzó un brazo, el de un repetidor de curso, que preguntó con una sonrisa:

    —¿Irá Jonkie a la cárcel ahora?

    —No, todavía no —el agente reaccionó muy serio—. Al menos, de momento los hechos no son tales que induzcan…—, se encalló en este punto de la jerga, de modo que volvió a insistir en el carácter de los moluqueños y en la calamidad que amenazaba a Brevendal y a toda Holanda. Como todos sabían, continuó clamando a voz en cuello, durante la última Nochevieja habían volado buzones en todo el pueblo. Esto podría parecer un acto inocente, pero es que por ahí se empezaba, aquello había sido terrorismo en miniatura. A esos individuos les encantaban las armas. Los habían pillado con estrellas ninja, palos de combate, y, en una redada en un club, habían encontrado una granada de mano robada en un cuartel. Además, se sabía desde hacía años que algunos de ellos traficaban con —y llegado a este punto el agente bajó la voz, como si fuera a pronunciar una palabra tremendamente obscena— drogas. También Jonkie, añadió, llevaba aquel día algo consigo y posiblemente estaba bajo los efectos de alguna droga, porque era incapaz de recordar el accidente.

    El agente concluyó con un «¿Hay alguna pregunta?». El jefe de estudios instó a los estudiantes a informar a la junta directiva tan pronto como recordaran algo, y salió del aula junto con el agente. El profesor cerró la puerta detrás de ellos y regresó a la pizarra con las ecuaciones diferenciales.

    —Bien —dijo, pasándose la mano por el cabello ralo—. Habrá que hacer esto como es debido. Los deberes son deberes, para todos. Por favor, poned atención. ¿Sí? Decíamos, un número inferior a treinta. ¿A quién le tocaba?

    Un bostezo, como un huevo de aire, creció contra el paladar de Oscar, los párpados le pesaban. Miró hacia un lado, al alféizar de la ventana. La mosca yacía allí patas arriba, bañada por una luz invencible. Sus patitas delgadas, como de alambre de acero, aún pataleaban un poco de vez en cuando. De modo que esto es lo que acababa sucediendo, te resignaras o no al cautiverio. Frunció los labios, sopló sin moverse y desplazó la mosca unos centímetros. Las patitas se quedaron rígidas. Sopló de nuevo.

    Jonkie un terrorista, ni siquiera esa posibilidad le impresionaba realmente. Al agente y al jefe de estudios esta idea les parecía fascinante, estaba claro. También a la mayoría de sus compañeros de clase, aunque fingieran indiferencia. Pero a él le daba igual, se sentía desanimado, apenas capaz de moverse; ni aun cuando hubieran sido capaces de probar que Jonkie tenía planeado volar el pueblo entero a la mañana siguiente, se hubiera sentido de otra manera. Tampoco lograba pensar bien, le parecía un extraordinario esfuerzo apartar la vista de la mosca y girar los ojos en las cuencas para mirar de nuevo a la lejanía, más allá de la plaza, hacia la calle. Al fondo, pasados los tilos que se alzaban detrás de las casas de la plaza, donde estaban la bomba de agua y la estatua de piedra gris de Johannes van Hackfort, era visible, destacando contra el desaforado azul del cielo, la aguja de la torre de la Oude Kerk, la antigua iglesia cuyas campanas daban la hora justamente en aquel momento: un sonido etéreo y metálico que, sin embargo, recorría los tejados rojos hasta penetrar en el aula. ¿Pero qué otro propósito tenían esas campanadas sino el de empujar a un lado las horas inútiles, una tras otra? Y, con esta idea, se le vino a la mente la lectura que habían realizado la tarde anterior en catequesis de un texto bíblico que, por primera vez en mucho tiempo, no le había entrado por un oído para salirle de inmediato por el otro. El pasaje era del Eclesiastés y venía decir que Dios le había proporcionado al hombre el entendimiento para que se atormentara con él. ¡Y esto era una verdad como un templo! Sus compañeros de clase con menos cabeza ya estaban nerviosos con la idea del curso preparatorio para el examen final, no dejaban de pensar en ello. El estar entre los más brillantes de la clase era una maldición, que tenía que ver en efecto con la vanidad a la que aludía ese libro de la Biblia. Y esto no era lo único que le colocaba a él en una posición de desventaja. Los otros, casi todos, tenían unos padres terribles o, cuando menos, complicados; y era como si sazonaran sus vidas continuamente con las discusiones que tenían con ellos. O eran padres de los que avergonzarse o preocuparse, o bien los odiaban y despreciaban en silencio. Los suyos, en cambio, no eran así: sus padres eran monumentos de calidez y tolerancia; nunca le imponían nada, y nada de lo que él hacía les parecía pueril, irresponsable o irrazonable. Por ejemplo, él ya sabía de antemano que ellos estarían de acuerdo con la carrera que eligiera después del siguiente curso. Y, al recordar sus estudios, sus pensamientos volvieron a Louise.

    ¿Qué le pasaría a su hermana? Tal vez tenía realmente algún problema y por eso se había mostrado tan esquiva y quería hablar con él en privado. Y es que, a diferencia de todas las demás personas que conocía (miró en derredor, a sus compañeros de clase), Louise nunca había tenido una agenda oculta, ella nunca interpretaba un papel. Al menos, no por mucho tiempo. Y en ese momento se acordó de otra cosa que ella le había dicho por teléfono: le había preguntado cómo estaba papá. «Ha ocupado una nueva habitación», le había contestado él. «¿Ah, sí? ¿Tan mal está la cosa?», le había contestado ella en un tono más de broma que de preocupación.

    —¡Oscar de Vree! Al fin, ¿me prestas atención? Estate pendiente de la clase, chico.

    Oscar miró al profesor.

    —Un número, recuerda —le dijo de nuevo amable—. Inferior a treinta.

    Oscar se encogió de hombros.

    —¿Veinte?

    El profesor cogió por abajo la parte desplegada de la pizarra y le dio la vuelta.

    ________________

    1N. de la T. La RMS fue una república autoproclamada en las Islas Molucas (1950), que declaró su independencia del Estado Unitario de la República de Indonesia y no tardó en ser derrotada por las fuerzas indonesias. Más adelante, en 1966, el gobierno de la RMS se exilió en los Países Bajos.

    2

    Louise se incorporó, abrió la ventana corredera. Y de inmediato el compartimiento vacío del tren absorbió el ruido y los olores secos y cálidos de la tierra. Se reclinó, se apartó unos cuantos cabellos que le colgaban delante de los ojos y esperó el momento: al cabo de un instante, no más de diez o doce segundos, pasada una ligera curva, asomaría la vista que la había emocionado más de una vez en los últimos dos años cuando estaba a punto de llegar a casa. Esta vez, al subir al tren, se había acordado de ello y había buscado un asiento en el lateral izquierdo para ver mejor.

    El tren se adentraba primero (y también esto lo conocía ella muy bien) en un umbroso desfiladero verde: robles de formas irregulares cuyas coronas entrelazadas alcanzaban los vagones que pasaban circulando a gran velocidad. Y ahí estaba, sí; ahora llegaba la sumersión en la luz, y, al cabo de nada, bajo un cielo sereno, como mucho unos pocos metros más abajo, aunque los ojos enfocaran hacia un horizonte lejano, asomaba el nebuloso y atávico panorama del valle, con sus setos deteriorados y la aguja del campanario medieval apiadándose de un conjunto de tejados rojos; y, al fondo, a la derecha, el vasto bosque susurrante en la eterna brisa, con sus frescas alamedas de hayas y sus acequias cubiertas de hojas murmurantes y, más a la izquierda, como una vena en la tierra, los meandros hundidos del río Breve, reconocibles también por los altos arbustos de espino albar y los sauces retorcidos que bordeaban el camino de sirga; y, finalmente, en uno de esos recovecos, el parque, si es que merecía tal nombre dado su lamentable estado, y dentro de él su casa, la casa de sus padres y de sus abuelos, de su familia, hasta donde alcanzaba la memoria de la historia familiar.

    El momento había pasado, pero Louise seguía mirando el paisaje. De repente se echó a reír. Por supuesto que no le gustaría regresar a su pueblo, no quisiera volver a vivir aquí nunca más. No. Desde el día que se fue de casa para iniciar sus estudios en la universidad, no había sentido ni un solo segundo de nostalgia. Y, sin embargo, siempre que regresaba a la casa familiar después de un mes o más de ausencia, algo daba un vuelco en su interior, y no era solo porque sus primeros dieciocho años de vida hubieran transcurrido en este lugar, en esa cuenca de escasa profundidad formada en un periodo glaciar, había algo más fundamental, una conexión con el paisaje, o incluso más literalmente, con la tierra de debajo; un suelo que intuía más firme y más auténtico que el del oeste del país, donde se ubicaba la ciudad en la que estudiaba. ¿Pero qué era eso? ¿Qué exactamente? Porque amor no era, no. ¿Orden, entonces? De repente, se dio cuenta de algo más: justo en aquel momento, al avistar el pueblo de pequeñas casas agrupadas en torno a la iglesia, una idea rozó el borde de su conciencia como una estrella fugaz: el Buen Pastor y Su rebaño. Sí, eso era lo que le había pasado por la cabeza. Todas las ovejas a salvo, hosanna. ¿Llegaría alguna vez el momento en que fuera capaz de librarse para siempre de todas esas asociaciones que le habían inculcado? ¿Llegaría el momento, por ejemplo, en que dejaría de sentir el impulso fugaz de juntar las manos a la hora de comer? Porque esto le seguía sucediendo, a diario. Y los primeros versos del padrenuestro estaban de inmediato listos detrás de sus dientes, impacientes por salir. Era demencial lo profundo que todo eso estaba arraigado en su interior y lo difícil que resultaba no sólo dejarlo morir, sino después arrancarlo de raíz. Aunque algo en ella intentaba resignarse; al fin y al cabo estaba relacionado con aquella época: la incesante batalla que había librado con todos (y

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