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EL SALVADOR: LITERATURA Y VIOLENCIA

(Conferencia en el Centro Cultural de España, San Salvador, 2005)


Miguel Huezo Mixco

El poeta francés Guillaume Apollinaire, como muchos de su generación, peleó en las


trincheras de la Primera guerra mundial como artillero. La vivencia de la guerra llegó a
ser carne de su carne y sangre de su sangre. En uno de sus enternecedores poemas a su
amante, escribe:
“Mi pequeña y adorada Lou - Quisiera morir un día en que me amases/ Quisiera ser
joven para que me amases/ Quisiera que fueses un obús alemán para que me matases
con un amor repentino...”.
Apollinaire, como si se hubiera adelantado a su muerte, murió como consecuencia de
las secuelas que le produjo el impacto de un casquete de un obús enemigo en la cabeza.
Pocos años más tarde, el poeta peruano César Vallejo usaba sus versos para arengar a
las columnas de voluntarios que de todas partes del mundo llegaban a España a defender
la causa de la República: “..Matad/ a la muerte, matad a los malos”.
El poeta René Char, una de las voces más altas del siglo XX, capitán de una unidad de
resistentes de Provenza, en la Segunda Guerra Mundial, tiene una página
estremecedora: el suplicio de uno de sus compañeros a manos de una escuadra nazi.
Char, que presenciaba aquello desde un escondite, confiesa con dolor y vergüenza que
en un momento deseó su muerte, no la suya, sino la de su propio compañero, para que
no lo delatase.
Y el español Miguel Hernández, escribió una estremecedora elegía para uno de sus
camaradas muertos, un poema que --al menos a mí me pasa-- no puede leerse toda en
voz alta porque a uno se le quiebra la voz:
“Yo quiero ser cantando el hortelano – de la tierra que habitas y estercolas—
compañero del alma tan temprano”.
Podríamos pasar mil y una noches haciendo el recuento de la presencia de violencia en
las letras de todos los tiempos. Desde La Ilíada, pasando por El Quijote, y Guerra y Paz,
la violencia, además de librarse en mares, cielos o campos de batalla también ha tenido
un espacio importante en los libros.
Una nación, mejor dicho, una cultura, no puede sentirse avergonzada de que los
escritores hayan pasado, como sus contemporáneos, por el bosque oscuro donde
acechan la muerte y el dolor.
Esto mismo ha pasado en nuestra propia historia y literatura. La presencia de la
violencia no es algo exclusivo del atroz periodo de la guerra interna. Y no lo es por un
capricho, o por la existencia de un malévolo programa dictado por malos salvadoreños,
sino porque, al igual que en muchas partes, la realidad le ha dado a los escritores los
nutrientes necesarios para que la violencia se imponga como un tema. Escribir sobre la
violencia se vuelve, entonces, una necesidad tan apremiante como escribir sobre el
amor.
En esta ocasión, para responder al tema sobre el cual se me ha pedido hablar, voy a
hacer un rápido recorrido por los temas de tres obras literarias salvadoreñas distantes
entre sí por bastantes años, que tienen en común el tratamiento de la violencia. Sin
embargo, antes voy a tomarme unos minutos para enumerar algunas obras y autores que
se han visto abocados al tema que nos interesa.
Vayamos un poco hacia la invención de El Salvador como país. Las guerras civiles que
siguieron a la Independencia de España rápidamente duplicaron la cantidad de hombres
en armas. Quiero aprovechar para decir que la mayoría de aquellas pequeñas,
persistentes y destructivas guerras tuvieron a El Salvador como su escenario principal.
El crecimiento en espiral de las actividades militares y la proliferación de pequeños
ejércitos pasaron a convertirse en un factor central de la vida del país.
La idea de que Centroamérica se convirtiera en una sola nación fue un desastre para El
Salvador. Aquí nos encontramos uno de los primeros testimonios de la violencia El
impacto de las guerras hizo escribir al viajero Robert G. Dunlop: "el estado de San
Salvador parece estar exhausto y en ruinas debido a los efectos de la larga y continua
guerra civil. Todo tipo de industria está casi en las últimas". Otro viajero que se
encontraba en San Salvador durante aquella época advirtió que los salvadoreños, a pesar
de que guerreaban al mismo tiempo contra Guatemala y las tropas hondureñas,
mostraban una resolución y energía sin par. Escribe:
"Los voluntarios (para ir al combate) aparecían por todas partes con la firme
resolución de sostener a toda costa la federación o morir bajo las ruinas de San
Salvador (...) Esta fue la vez primera que me sentí contagiado de entusiasmo. En
todas las revueltas presenciadas por mí, no había notado ningún rastro de
heroísmo ni amor ardiente por la patria".
En este marco aparece otro escritor, Francisco Díaz, que debió ser un soldado
excepcional en las filas del Gral. Francisco Morazán. Este caudillo, como todos los de
su especie, reclutaba sus tropas principalmente entre campesinos e indígenas que, de
acuerdo con otros testimonios, parecían entregarse a la causa con especial devoción.
Díaz marchaba a la batalla y se preparaba para escribir una memorable pieza de teatro
que tiene como trasfondo la guerra, pero que en realidad está destinada a hacer un
panegírico de la personalidad de Morazán.
No voy a hacer un recorrido agotador por los últimos doscientos años. Voy a dar un
enorme salto en el tiempo para mencionarles otro caso notable.
En la década de los años 70 del siglo pasado, el poeta David Escobar Galindo hizo
literatura con temáticas directamente vinculadas con la violencia. Por ejemplo, su
novela Una grieta en el agua, está relacionada con el secuestro y asesinato del
empresario Ernesto Regalado Dueñas a manos de la naciente guerrilla salvadoreña.
Por esos mismos años, el novelista Manlio Argueta escribió su reconocida novela Un
día en la vida, donde cuenta la historia de Lupe, una campesina de Chalatenango que
vive bajo el asedio y la persecución política del gobierno militar.
Finalizado el conflicto armado, Horacio Castellanos Moya escribe La diabla en el
espejo, una novela policial que tiene como persona a Laura Rivera, una señora de clase
media que descubre asuntos desagradables sobre la vida de su mujer amiga, Olga María,
que un buen día aparece asesinada.
Jacinta Escudos aborda los horrores de la vida familiar en sus Cuentos sucios, en uno de
los cuales la personaje guarda en la heladera las partes mutiladas del cuerpo de su
odiada madre: “sesos de mamá, brazos de mamá, pierna de mamá”, dice.
Con estos ejemplos, unos pocos de toda una constelación de obras relacionadas con el
tema, quiero llamar la atención sobre el hecho de que la violencia en la literatura se mira
tanto en el crispado espejo de la guerra, como en el ubicuo mirador de la vida
doméstica. Todas las facetas del uso de la violencia parecieran estar cubiertas, con la
excepción del suicidio. No quiero decir que la violencia es la que define a estas obras,
puesto que no es ni el tema o el contenido, lo que hacen que una obra de arte sea lo que
es, ya que entran en juego aspectos relacionados con la técnica y el estilo, y hasta con el
“mood”, el clima creado dentro de una obra. Para el caso, la poesía testimonial o
revolucionaria de la década de los años 80 no solamente exalta la violencia, sino
también la vida frugal y el cumplimiento del deber como una virtud.
Voy ahora a profundizar un poco en tres obras tanto o más destacadas que las que he
mencionado.
-- Primero, en una narración del escritor José María Peralta Lagos, que firmaba como
T.P. Mechín. Su obra está escrita de manera impecable y con un estupendo sentido del
humor. En medio de sus humoradas sobre la vida cotidiana, pueden rastrearse los rasgos
culturales, políticos y sociales de su época. Aunque su pieza de teatro Candidato, una
sátira sobre los procesos electorales, o su narración La muerte de la tórtola, darían
también para hablar sobre las relaciones de la literatura y la violencia, voy a referirme a
su cuento “Pura fórmula”, publicado en 1925. Peralta hace un retrato corrosivo de los
procesos de expropiación de hecho de las tierras de los campesinos pobres.
Don Gabriel, el protector de aquel pueblo llega escoltado por un grupo de jinetes hasta
la puerta del rancho de Modesto. La escolta está completada con la presencia del juez.
Su despropósito es embargar la finca de Modesto, que le ha servido de fiador a un su
amigo que le adeuda dinero al potentado. Se trata, como repite a cada instante, de una
simple formalidad.
“Bien saben que soy enemigo de estas cosas, y no tenés una idea de lo que me duele,
pero la ley es la ley y la palabra es palabra. El señor Juez aquí presente creyo
conveniente ordenar el embargo de tu finca, pero ya te digo, esto es pura formalidad,
nada más que una formalidad indispensable, ¿No es verdad, señores?
“El Juez y sus acólitos hicieron lúgubres signos afirmativos con la cabeza”, dice el
cuento.
-- El otro cuento fue publicado unos trece años después y está relacionado con la
participación armada de los indígenas, en 1932. La revuelta indígena fue percibida no
sólo por los blancos o descendientes de blancos, sino también por los mestizos, como un
acto de traición y revancha étnica. En lo sucesivo, aunque el mestizaje sea representado
como el fruto del cruce indígena/español, se volvió imperativo alejarse todo lo posible
de ser considerado un "indio".
En uno de sus narraciones publicadas después de la matanza, un teósofo pacifista, y
probablemente el mayor narrador salvadoreño de todos los tiempos, conocido como
Salarrué, cuenta la historia de una familia indígena que va siendo acorralada por las
tropas del gobierno.
El cuento se titula El espantajo. Lo que Salarrué escribe no es muy distinto de lo que la
tradición oral ha hecho llegar hasta nuestros días: la Guardia batía sin misericordia los
cantones y los escondrijos montañeros. Lalo Chután, el personaje central del cuento,
sólo se salva de la matancinga simulando ser un espantajo. Aferrado a la cruz lo
encuentran los guardias, quienes creyéndolo un muñeco, un poco asustados, le disparan
sin conseguir pegarle. Al retirarse, uno de los uniformados le atraviesa el costado de un
bayonetazo.
El cuento es una metáfora apropiada para comprender la condición del indígena en la
sociedad que surge tras la matanza: el indígena sólo puede salvarse de la furia ladina en
la medida en que se invisibilice humanamente. Este castigo sigue vigente hasta nuestros
días.
Finalmente, está la novela de Edwin Ernesto Ayala, publicada apenas hace un año,
titulada Las copas del castigo. Cuenta la historia de un prominente empresario que es
secuestrado en el momento que se produce una negociación entre el gobierno y la
insurgencia armada salvadoreña. La noticia del secuestro llega hasta la mesa de
negociaciones, lo que empuja a su vez una serie de circunstancias que desnuda la
descomposición moral de uno y otro bando.
La novela comienza con la descripción de la condición descarnada en la que se
encuentra el secuestrado. “Las ratas fueron las primeras en hablar. Hasta esa presumida
madrugada no sabía que podían hacerlo... La pregunta era, por dónde habían entrado,
porque eran dos, negra y peludas, como conejos monteses pero con las coletas largas y
delgadas. No las vio en el primer contacto, ni las verías nunca; todo fue el escuchar del
desplazamiento silencioso, las pezuñas arañando y luego los colmillos autodestruyendo
su propio crecimiento, muy cerca, a unos centímetros de su cabeza, y se le cruzó otra
pregunta de menor sentido, estaremos en semana santa?”.
A saltos por la historia de nuestro país, si juzgamos por lo que algunos de sus espíritus
más sensibles han escrito, la violencia parece haber tenido un lugar privilegiado en
nuestra cultura. Esta afirmación no entraña un juicio moral, es solamente un esfuerzo de
comprensión sobre las leyes de facto que rigen en este remoto lugar del universo.

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