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Algunas palabras personales, precisamente con Michel Foucault no llegué a tener

relaciones personales. No coincidimos nunca, salvo en una ocasión en el patio de


la Sorbona durante los acontecimientos de Mayo del 68, quizá en junio o julio
(aunque me han dicho que él no estaba presente, en que le dirigí algunas
palabras, ignorando él quién le hablaba (a pesar de lo que digan los detractores
de Mayo, aquél fue un hermoso momento, en que uno podía hablar con
cualquiera, anónimo, impersonal, un hombre entre otros hombres y saludarse sin
más explicación que la de ser uno más). Verdad es que, durante aquellos
acontecimientos extraordinarios, me pregunta a menudo: ¿Por qué Foucault no
está aquí? restituyéndole así su carisma personal y pensando en el vacío que él
hubiera debido llenar. A lo que se me respondía con una aclaración que no me
satisfacía: permanece un poco al margen; o bien: está en el extranjero, incluso los
lejanos japoneses, estaban allí. Tal ves esta sea la razón por la que no llegamos a
encontrarnos.

No obstante, su primer libro, que le dio cierto renombre, había estado en mis
manos cuando todavía no era más que un manuscrito casi sin título. Lo tenía
Roger Callois y nos lo pasó a varios de nosotros. Y si recuerdo este papel de
Caillois es por que me parece que ha caído en el olvido. Caillois mismo no era
siempre aceptado por los especialistas oficiales. Se interesaba por demasiadas
cosas a la vez. Conservador, innovador, manteniéndose siempre un poco aparte,
no tenía cabida en la sociedad de los que detentan un saber reconocido. En fin, se
había forjado un estilo muy hermoso, a veces en demasía, hasta el punto de
creerse destinado a velar -celoso guardián- sobre el bueno uso de la lengua
francesa. El estilo de Foucault, por su brillantez y precisión, cualidades
aparentemente contradictorias, le dejó perplejo. No sabía ya si aquel gran estilo
barroco no invalidaría el singular saber cuyas múltiples cualidades, filosófica,
sociológica, histórica, le inquietaban y le exaltaban. Quizá vio en Foucault un sosia
de sí mismo que le usurpaba la herencia. A nadie le gusta reconocerse, extraño,
en un espejo donde ya no distingue a su doble, sino a aquel que le hubiera
gustado ser.

El primer libro de Foucault (admitamos que fuera el primero) puso así de relieve
unas relaciones con la literatura que habría que corregir más adelante. La palabra
“locura” fue un semillero de equívocos. Foucault no trataba más que
indirectamente de la locura, y ante todo de ese poder de exclusión que, un buen o
un mal día, fue puesto en marcha por un simple decreto administrativo, decisión
que, dividiendo la sociedad, no ya en buenos y malos, sino en razonables e
irrazonables, plantea las impurezas de la razón y las relaciones ambiguas que el
poder – aquí, un poder soberano- iba a mantener con aquello que mejor tiene
repartido, dando a entender que no le serían tan fácil gobernar sin reparto. Lo
importante, es en efecto el reparto; lo importante, es la exclusión -y no ya aquello
que se excluye o reparte-. En fin, qué historia tan singular, cuyo curso puede
desviar un simple decreto, y no grandes batallas o importantes disputas
monárquicas. Y por si fuera poco, ese reparto, que no es de ningún modo un acto
malévolo, destinado a castigar a los individuos peligrosos en razón de su
insociabilidad (vagos, pobres, pervertidos, violadores, extravagantes y, para
terminar, los chiflados o locos), debe, con una ambigüedad todavía más temible,
tomarlos en consideración procurándoles cuidado, alimento y bendición. Impedir
que los enfermos mueran en la calle, que los pobres se conviertan en criminales
para sobrevivir, que los pervertidos corrompan a los piadosos con su ejemplo y
sus malas costumbre, no es nada malo en sí, es más, indica un progreso, el punto
de partida de un cambio que los gobernantes juzgarán excelente.

De este modo, ya desde su primer libro, Foucault aborda problemas que han
pertenecido a la filosofía (razón, sinrazón), pero los abordad por el sesgo de la
historia y de la sociología, privilegiando en la historia una cierta discontinuidad
(un acontecimiento pequeño puede propiciar grandes cambios), sin hacer de esta
discontinuidad una ruptura (antes de los locos estaban los leprosos, y es
precisamente en los lugares –lugares materiales y espirituales a la ves-- que dejan
vacíos los desaparecidos leprosos, donde se habilitan los refugios para otros
marginados, del mismo modo que esta necesidad de marginación persevera bajo
sorprendentes formas, en ocasiones declarada y en ocasiones disimulada).
UN HOMBRE EN PELIGRO

Habría que preguntarse por qué la palabra “locura”, incluso en Foucault, ha


conservado un potencial de enigma tan considerable. Al menos en dos ocasiones
Foucault reprochará el haberse dejado seducir por la idea de que hay una
profundidad de la locura, de que ésta constituiría una experiencia fundamental
que se sitúa fuera de la historia y de la de los poetas (los artistas) han sido y
pueden ser todavía testigos, las víctimas o los héroes. Si esto fue un error, le ha
sido beneficioso, en la medida en que, gracias a él (y a Nietzsche), tomó
conciencia de su poca afición por la noción de profundidad, del mismo que
perseguirá en los discursos, los sentidos ocultos, los secretos fascinantes, es decir
los dobles y triples fondos del sentido, de los que es cierto que no se puede llegar
hasta el final más que descalificando el sentido mismo, así como, en las palabras,
el significado, e incluso el significantes.

Llegados a este punto, diré que Foucault, que en una ocasión se proclamó
provocativamente un “optimista feliz”, fue un hombre en peligro y que, sin hacer
alarde de ello, tuvo una percepción muy aguda de los peligros a los que estamos
expuestos, esforzándose por distinguir entre los más amenazadores y aquellos
con los que podemos contemporizar. De ahí la importancia que tuvo para él la
noción de estrategia, y de ahí que terminara especulando con el pensamiento de
modo que hubiera podido, si el azar lo hubiera decidido así, convertirse en un
hombre de Estado (un consejero político), l mismo que en un escritor -termino
éste que él siempre rechazó con más o menos vehemencia y sinceridad- o en un
filósofo puro, o en un trabajador sin cualificación, es decir, en un cualquiera.

En cualquier caso, un hombre de acción, solitario, secreto y que, precisamente


por eso, desconfía del prestigio de la interioridad, se defiende de las trampas de
la subjetividad, buscando dónde y cómo es posible un discurso de superficie,
espejeante, pero sin espejismos, un discurso que no es ajeno, como se ha
pretendido, a la búsqueda de la verdad, pero que pone de manifiesto (entre otras
muchas cosas) los peligros de esta búsqueda y sus ambiguas relaciones con los
distintos dispositivos de poder.
El ADIÓS AL ESTRUCTURALISMO.

Hay al menos dos libros, uno de apariencia esotérica, otro brillante y sencillo,
seductor, ambos aparentemente programáticos, que parecen abrir las puertas a
un nuevo saber y que en realidad son como testamentos donde se inscriben unas
promesas que no se cumplirán, no ya por negligencia o por impotencia, sino por
que quizá toda su realización reside en su promesa misma, y al formularlas
Foucault va hasta el límite del interés que les concede – es así generalmente
como él ajusta sus cuentas, después se vuelve hacia otros horizontes,sin
traicionar por eso sus exigencias, aunque disimulándolas bajo un aparente
desdén. Foucault, que escribe profusamente, es un ser silencioso, más aún:
empeñado en guardar silencio cada vez que los curiosos, con mejor o peor
intención, le piden que se explique (aunque siempre hay excepciones).

La arqueología del saber, lo mismo que El orden del discurso, marcan el periodo
-fin del periodo- en que Foucault, como escritor que era, pretendió poner al
descubierto prácticas discursivas casi puras, en el sentido de que no remitían más
que a sí mismas, a las reglas de su formación, a su punto de partida, aunque sin
origen, a su emergencia, aunque sin autor, a desciframientos que no descubrirían
nada oculto. Testigos que no confiesan, porque no tienen nada que añadir a lo que
ya ha sido dicho. Escritos reacios a cualquier comentario (¡Ah, el horror de
Foucault por el comentario!). Autónomos, pero ni realmente independientes, ni
inmutables, ya que están en continua transformación, como los átomos a la vez
indivisibles y múltiples, si se admite de una vez por todas que hay multiplicidades
que no están referidas a ninguna unidad.

Pero Foucault, se dirá, en esta aventura en que la lingüística juega también su


papel, no hace más que, en su propio interés, destruir las esperanzas de un
estructuralismo casi difunto. Habría que preguntarse (como yo no estoy en
condiciones de responder a esta pregunta, pues me doy cuenta de que hasta este
momento no había pronuncia jamás, ni para aprobarla ni para desaprobarla, el
nombre de esta disciplina efímera, a pesar de la amistad que me unía con algunos
de sus defensores) por qué Foucault, siempre tan por encima de sus pasiones, se
enfurece tanto cuando se pretende embarcarle en ese barco que ya gobiernan
ilustres capitanes. Varias son las razones. La más simple (por decirlo así) es que
todavía presiente en el estructuralismo un resabio de trascendentalismo, pues
qué otra cosa significan esas leyes formales que regulan toda ciencia,
permaneciendo ajenas a las vicisitudes de la historia de la que sin embargo
dependen tanto su aparición como su desaparición. Mezcla muy importa de un a
priori histórico y un a priori formal. Recordemos el vengativo párrafo de La
arqueología del saber, vale la pena. “Nada, pues, sería más grato, pero más
inexacto, que concebir este a priori histórico como un a priori formal que
estuviese, además, dotado de una historia: gran figura inmóvil y vacía que
surgiese un día del tiempo, que ejerciese sobre el pensamiento de los hombres
una tiranía a la que nadie podría escapar, y que luego desapareciese de golpe en
un eclipse al que ningún acontecimiento hubiese precedido: trascendental
sincopado, juego de formas parpadeantes. El a priori formal y el a priori histórico
no son ni del mismo nivel ni de la misma naturaleza: si se cruzan, es por que
ocupan dos dimensiones diferentes.” Y recordemos también el diálogo final del
mismo libro en que los dos Michel se enfrentan en un duelo a muerte en que no
se sabe cuál de los dos recibirá la estocada mortal: “A lo largo de todo este libro,
dice uno de ellos, ha tratado usted, don diversa fortuna, de demarcarse del
'estructuralismo'...” Respuesta del otro, que es importante: “No he negado la
historia (cuando una característica esencial del estructuralismo parece consistir
en ignorarla), he tenido en suspenso la categoría general y vacía del cambio para
poner al descubierto unas transformaciones de niveles diferentes; rechazo un
modo uniforme de temporización.”

¿A qué vienen esta discusión tan agría y quizá tan inútil (al menos para aquellos
que no ven lo que está en juego)? La razón es que el archivista que quiere ser
Foucault y el estructuralista que no quiere ser, aceptan uno y otro
(momentáneamente) aparentar trabajar por el único lenguaje (o discurso) del que
los filósofos, lingüistas, antropólogos, críticos literarios, pretender extraer las
leyes formales (y por tanto a-históricas), permitiendo que se conviertan en la
encarnación de un trascendentalismo vicioso que Heidegger nos recordará en dos
frases muy simples: el lenguaje no necesita ser fundado, pues es él el que funda.
LA EXIGENCIA DE LA DISCONTINUIDAD

Ahora bien, Foucault, cuando se ocupa del discurso, no rechaza la historia, sino
que distingue en ella discontinuidades, direcciones, de ningún modo universales,
sino locales, que no suponen que, subterráneamente, persevere un gran relato
silencioso, un rumor continuo, inmenso e ilimitado que habría que inhibir (o
reprimir), a modo de un no-dicho misterioso o de un no-pensado que no sólo
estaría esperando su revancha, sino que además elaboraría secretamente el
pensamiento haciéndole aparecer eternamente sospechoso. Dicho de otro modo,
Foucault, a quien el psicoanálisis no ha llegado nunca a apasionar, está todavía
menos dispuesto a aceptar un gran inconsciente colectivo fundamento de un
discurso y de toda historia, especie de “providencia prediscursiva” de la que no
tendríamos más que transformar en significaciones personales las instancias
soberanas, tal vez creadoras, tal vez destructoras.

En cualquier caso Foucault, mientras trata de descartar la interpretación (“sentido


oculto”), la originalidad (la puesta al día de un comienzo único, el Ursprung
heideggeriano) y en fin lo que él mismo llama “la soberanía del significante” (El
imperialismo del fonema, del sonido, del tono y hasta del ritmo), trabaja sin
embargo todavía sobre el discurso para aislar una forma a la que él dará el
nombre desprestigiado de enunciado: término del que hay que decir que le va a
ser más fácil designar aquello que excluye que aquello que afirma (enuncia), en
su tautología casi heroica. Leed y releed La arqueología del saber (título en sí
mismo peligroso ya que evoca aquell de lo que hay que aartarse. El logos de la
arché o la palabra del origen), y os sorprendereís de encontrar tantas fórmulas de
la teología negativa, Foucault emplea aquí todo su talento en describir en frases
sublimes aquello que rechaza: “no es esto..., tampoco es esto..., esto ni mucho
menos...”, de manera que n le queda casi nada que decir para dar valor a aquello
que precisamente recusa la idea de “valor”: el enunciado raro, singular, que sólo
requiere ser descrito o incluso reescrito, en relación con sus únicas condiciones
externas de posibilidad (el afuera, la exterioridad) y dando lugar así a series
aleatorias que de cuando en cuando forman un acontecimiento.

Que lejos estamos del hervidero de frases del discurso ordinario, frases que no
cesan de engendrarse por un cúmulo que la contradicción no detiene, sino todo lo
contrario, provoca hasta un más allá vertiginoso. Naturalmente, el enigmático
enunciado, en la rareza que le viene en parte de que no sabría comportare más
que como positivo, sin cogito al que remitir, sin autor único que lo autentifique,
libre e todo contexto que le ayudaría a situarlo en un conjunto (del que extraería
su sentido o sus diversos sentidos) es ya por sí mismo múltiple o, más
exactamente,multiplicidad no unitaria: es serial, ya que la serie es su modo de
aglutinarse, teniendo por esencia o por propiedad la capacidad de repetirse (es
decir, según Sartre, la relación más desprovista de significación), constituyendo,
con otras series, un encabalgamiento o una transformación de singularidades que
bien, cuando se inmovilizan, forman un cuadro, o bien, gracias a sus relaciones
sucesivas de simultaneidad, se inscriben en fragmentos a la ves aleatorios y
necesarios, comparables sin duda alguna a las tentativas perversas (a decir de
Thomas Mann) de la música serial.
En El orden del discurso, su lección inaugural en el Colegio de Francia (donde, en
principio, se dice lo que se va a hacer en las lecciones siguientes, pero que uno se
dispensaría de hacer puesto que ya se ha dicho y que lo que se ha dicho no tolera
ningún desarrollo), Foucault enumera, con mayor claridad aunque quizá menos
estrictamente (habría que preguntarse si esta perdida de rigor es debida
únicamente a las exigencias de un discurso magistral o bien a un principio de
desinterés con respecto a la arqueología misma), las nociones que deben servir
para un nuevo análisis. De este modo, proponiendo el acontecimiento, la serie, la
regularidad y la condición de posibilidad, se servirá e ellas para oponerlas,
término a término, a los principios que según él, han dominado la historia
tradicional de las ideas; oponiendo así el acontecimiento a la creación, la serie a
la unidad, la regularidad a la originalidad y la condición de posibilidad a la
significación -al tesoro enterrado de las significaciones ocultas-. Todo esto está
muy claro. Pero ¿no se está enfrentando Foucault a adversarios derrotados hace
tiempo? Y sus propios principios ¿es qué acaso no son más complejos de lo que su
discurso oficial imagina, con sus sorprendentes fórmulas? Por ejemplo, se da por
sentado que Foucault, siguiendo en esto una determinada concepción de la
producción literaria, se desembaraza pura y simplemente de la noción de sujeto:
no más obra, n más autor, no más unidad creadora. Pero no todo es tan sencillo.
El sujeto desaparece: es su unidad, muy determinada, la que es problemática, ya
que lo que suscita el interés y la investigación, es precisamente su desaparición
(es decir, esta nueva manera de ser que consiste en la desaparición) o incluso su
dispersión que no llega a aniquilarle, aunque no nos ofrezca de él más que una
pluralidad de posiciones y una discontinuidad de funciones (volvemos a
encontrarnos aquí con el sistema de discontinuidades que, con razón o sin ella,
pareció, durante algún tiempo, propio de la música serial).
¿SABER, PODER, VERDAD?

Del mismo modo que, cuando se atribuye de buen grado a Foucault una
desconfianza casi nihilista con respecto a lo que él llama voluntad de verdad ( o
voluntad de saber esencial) o incluso el rechazo sospechoso de la idea de razón
(que tiene un valor universal), creo que se está ignorando la complejidad de su
empeño. La voluntad de verdad, sí, sin duda, ¿pero a qué precio? ¿Cuáles son sus
máscaras? ¿Qué exigencias políticas se disimulan bajo esta pretensión tan digna?
Y todas estas preguntas se imponen tanto más cuanto que Foucault, menos por
instinto diabólico que por el destino de los tiempos modernos (que es también su
propio destino), se siente condenado a no prestar atención más que a las ciencias
dudosas, ciencias que no le gustas, sospechosas ya incluso en su extravagancia
denominación de “ciencias humanas” (es en las ciencias humanas en las que está
pensando cuando anuncia, con una especia de malevolencia jocosa, la
desaparición próxima o probable del hombre que tanto nos preocupa, mientras
hacemos todo lo posible, en el momento presente, por convertirlo en póstumo,
con nuestra curiosidad que lo reduce a no ser más que un simple objeto de
encuesta, de estadística, e incluso de sondeos). La verdad cuesta cara. No hace
falta que recordemos a Nietzsche para estar seguros de ello. Así es como, ya
desde La arqueología del saber, donde la ilusión de la autonomía del discurso
parece complacernos tanto (ilusión que tal vez fascinaría a la literatura y al arte),
se enuncian las relaciones múltiples del saber y del poder, y la obligación de
tomar conciencia de los efectos políticos que produce en uno u otro momento de
la historia el viejo deseo de discernir la verdad de la mentira. ¿Saber, poder,
verdad? ¿Razón, exclusión, represión? Hay que conocer muy poco a Foucault para
pensar que se contente (cotente en el original) con conceptos tan simples o
asociaciones tan fáciles. Si decimos que la verdad es en sí misma un poder, no
habremos de adelantado gran csa, pues el poder es un término cómodo para la
polémica, pero casi inutilizarle en tanto el análisis no le haya retirado su carácter
de cajón de sastre. En cuanta a la razón como las diversas formas de racionalidad,
una acumulación acelerada de dispositivos racionales, un vértigo lógico de
racionalizaciones que actúan y se emplean tanto en el sistema penitenciario como
en el sistema hospitalario, y hasta en el sistema escolar. Y Foucault nos propone
que grabemos en la memoria esta sentencia de oráculo: “La racionalidad de lo
abominable es un hecho de la historia contemporánea. Pero lo irracional no
adquiere por eso derechos imprescriptibles”.
DE LA SUJECIÓN AL SUJETO

El libro Vigilar y castigar, como se sabe, marca el tránsito del estudio de las
prácticas discursivas aisladas al estudio de las prácticas sociales que constituyen
su segundo termino. Se trata de la emergencia de la política en el trabajo y en la
vida de Foucault. En cierto modo, sus preocupaciones siguen siendo las mismas.
Del aislamiento masivo a las formas variadas de prisión imposible no hay más que
un paso; ningún “salto” en cualquier caso. Pero el encadenamiento (palabra muy
adecuada) no es el mismo. El aislamiento es el principio arqueológico de la ciencia
médica (por lo demás Foucault nunca perderá de vista este saber imperfecto que
le obsesiona, que encontrará incluso entre los Griegos y que terminará por
vengarse de él abandonándolo, impotente, a su destino).El sistema penitenciario
que pasa del secreto de las torturas y del espectáculo de las ejecuciones al uso
refinado de las “cárceles modelos” donde se pueden obtener títulos universitarios,
mientras que otros pueden recurrir a la vida satisfecha de los tranquilizantes, nos
remite a las exigencias ambiguas y a las obligaciones perversas de un
progresismo con todo ineluctable e incluso bienhechor. Cualquier hombre que
sepa de dónde viene puede maravillarse de ser quien es, o bien si recuerda las
distorsiones a las que ha sido sometido, abandonarse a un desencanto que le
paralizará, a menos que a la manera de Nietzsche, recurra al humor genealógico
o al desahogo de los juegos críticos.

¿Cómo se aprendió a luchas contra la peste? No fue únicamente mediante el


aislamiento de los apestados sino fragmentando estrictamente el espacio maldito,
inventando una tecnología de disciplina de la que más tarde se beneficiaría la
administración de las ciudades, y, en fin, mediante encuestas minuciosas que,
una vez desaparecida la peste, servirán para impedir el vagabundeo (el derecho a
ir y venir de la “gente de a pie”), y hasta prohibir el derecho a desaparecer que
todavía nos es negado hoy en día de una forma y otra. Si la peste de Tebas tiene
por origen el incesto de Edipo, puede considerarse que, genealógicamente, la
gloria del psicoanálisis no es más que un lejano efecto de la asoladora peste. De
ahí la famosa declaración atribuida a Freud cuando desembarcó en América,
aunque uno puede preguntarse si quería decir con aquello que la peste y el
psicoanálisis estaban originalmente y no nosológicamente ligados y, por lo tanto,
podían intercambiarse simbólicamente. En cualquier caso, Foucault estuvo
tentado a ir más lejos. Reconocía o creía reconocer el origen del “estructuralismo”
en la necesidad, cuando la peste se extiende, de cartografiar el espacio (físico e
intelectual), a fin de determinar exactamente, y según las reglas de una estricta
agrimensura, las siniestras regiones de la enfermedad -obligación a la cual, tanto
en los campos de maniobra militares como más tarde en la escuela o en el
hospital, los cuerpos humanos aprenden a someterse para imbuirse de obediencia
y poder funcionar como unidades intercambiables: “En la disciplina, los elementos
son intercambiables, ya que cada cual se define por el lugar que ocupa en la
serie, y por la distancia que le separa de los demás.”

La fragmentación rigurosa que obliga al cuerpo a dejarse registrar, desarticular y,


si fuera preciso, reconstituir, encontrará su máxima expresión en la utopía de
Bentham, la ejemplar Panopticon, que muestra el poder absoluto de una total
transparencia. (Ésta es exactamente la ficción de Orwell.)

Una transparencia semejante (como la que Hugo impone a Caín hasta en la


misma tumba) tiene la trágica ventaja de hacer inútil la violencia física a la que el
cuerpo, de lo contrario, debería someterse. Pero todavía hay más. La vigilancia -El
hecho de estar bajo vigilancia- que no consiste únicamente en la que ejercen los
guardias, sino que se identifica con la condición humana, cuando se quiere
convertir ésta a la vez en obediente (conforme a las reglas) y productiva ( o sea
útil), va a dar lugar a todas las formas posibles de observación, de encuesta, de
experimentación,de las que no podrá prescindir ninguna ciencia auténtica. ¿Acaso
tampoco ningún poder? Esto es menos probable, pues la soberanía tiene unos
origenes oscuros que hay que buscas más en la dirección del gasto que en la del
uso, sin hablar de principios organizadores más nefastos todavía, si estos
perpetúan el simbolismo de la sangre, a la que el racismo de hoy día continua
haciendo referencia.

Comprobad esto, y denunciado, uno tiene la sensación de que, en cierto modo,


Foucault preferiría casi las épocas claramente bárbaras en que los suplicios
disimulaban nada de su atrocidad, cuando los crímenes, habiendo atentado
contra la integridad del Soberano, establecián unas singulares relaciones entre lo
Alto y lo Bajo, de manera que el criminal, mientras expía espectacularmente el
quebrantamiento de la prohibición, observa con el brillo de aquello actos que le
han apartado de la humanidad (Como Gilles de Rais; como los acusados en El
proceso de Kafka). La prueba está en que las ejecuciones capitales no serán
únicamente ocasión de festejos en los que todo el pueble se divierte, porque
simbolizan la supresión de las leyes y de las costumbres (de forma excepcional),
sino que le incitan a menudo a la rebelión, es decir, le sugieren la idea de que él
también tiene derecho a quebrantar con su desobediencia las obligaciones que le
impone un rey momentáneamente debilitado. No es por tanto por bondad por lo
que se va a hacer más discreta la suerte de los condenados, como tampoco es
por clemencia por lo que se van a dejar intactos los cuerpos culpables,
combatiendo las “almas y las mentes” para corregirlas o rehabilitarlas. Todo
aquello que enmienda la condición carcelaria no es en absoluto detestable, pero
corre el riesgo de confundirnos sobre las razones que han hecho esas mejoras
deseables o gratas. El silo XVIII parece habernos traído el gusto por las nuevas
libertades, cosa que está muy bien. Sin embargo, el fundamento de esas
libertades, su “subsuelo” (dice Foucault), no cambia puesto que lo encontramos
siempre en una sociedad disciplinaria cuyos poderes de control se disimulan a
medida que se multiplican.1 Cada día estamos más sujetos. Y de esta sujeción que
ya no es burda sino sutil, extraemos la gloriosa consecuencia de convertirnos en
sujetos, y en sujetos libres, capaces de transformar en saberes los más diversos
modos de un poder hipócrita, en la medida en que necesitamos olvidarnos de su
trascendencia substituyendo la ley del origen divino por las distintas reglas y los
procedimientos razonables que, cuando nos hayamos cansado de ellos,

1 “Las luces que han inventado las libertado han sido también la disciplina”. (Esto es quizás algo
exagerado: las disciplinas se remontan a tiempos prehistóricos, cuando, por ejemplo, se hace
del oso mediante el adiestramiento lo que será más tarde un perro guardián o un valiente
policía.)
descubriremos que provienen de una burocracia, si bien es cierto que humana,
monstruosa (o olvidemos que Kafka que parece describir genialmente las formas
más crueles de la burocracia, se inclina también ante ella otorgándole un extraño
poder místico, apenas corrompido).
LA INTIMA CONVICCIÓN

Si queremos ver hasta qué punto nuestra justicia necesita de un subsuelo arcaico,
basta recordar el papel que juega en ella la casi incomprensible noción de la
“íntima convicción”. Nuestra interioridad no solamente permanece sagrada, sino
que continúa haciendo de nosotros los descendientes del Vicario savoyano. Es
más, la analítica de la conciencia moral (das Gewissen) en Heidegger está basada
todavía en esa herencia aristocrática: en el interior de cada uno de nosotros hay
una palabra que se hace sentencia, afirmación absoluta. Una ves formulada, este
decir primigenio, ajeno a todo diálogo, se convierte en palabra de justicia que
nadie tiene derecho a poner en duda.

¿Qué conclusiones podemos sacar de esto? En cuanto a la prisión, Foucault llega a


afirmar que es de origen reciente (aunque la ergástula no data precisamente de
ayer). O bien, y esto le importa bastante más, observa que la reforma penal es
tan antigua como su institución. Lo que, en algún recoveco de su mente, significa
la imposible necesidad de reformar aquello que no es reformable. Y además
(añado yo) ¿No muestra la organización monástica las excelencias del
aislamiento, la maravilla de un mano a mano consigo mismo (o con Dios), el
supremo bienestar que procura el silencio, medio idóneo donde se forman los
mayores santos y donde se forjan los criminales más empedernidos? Objeción:
mientras unos la consienten, los otros la sufren. ¿Pero es tan grande la diferencia?
¿es que no hay acaso más reglas que los conventos que en el espacio celular? Y
por último, los únicos presos de por vida ¿no son precisamente aquellos que han
hechos los votos perpetuos? Cielo, infierno, la distancia es unas veces ínfima,
otras infinita. De lo que no cabe duda es de que, del mismo modo que Foucault n
cuestiona, en sí misma, la razón, sino el peligro de ciertas racionalidades o
racionalizaciones, tampoco se interesa por el concepto de poder en general, sino
por las relaciones de poder, por su formación, por su especificidad, por su
representación. Cuando se produce la violencia, todo aparece claro, pero cuando
se produce la adhesión, tal vez no sea más que el efecto de una violencia interior
que se oculta en el fondo del consentimiento más sumiso. (¡Cuánto se le ha
reprochado a Foucault el que descuide, en sus análisis de los poderes, la
importancia de un poder central y fundamental! De donde se ha deducido su
llama “apoliticismo”, su rechazo de una lucha que podría ser un día decisiva (la
lucha final), su repulsa de todo proyecto de reforma universal, Pero se silencian no
sólo sus luchas inmediatas, sino su decisión de no transigir con los “grandes
designios” que no serían más que la presuntuosa coartada de la servidumbre
cotidiana).
¿QUIÉN ES YO HOY EN DÍA?

La postura, a mi parecer difícil, de Foucault, pero privilegiada también se


precisaría así: ¿podemos saber dónde se sitúa, puesto que no se reconoce (en
permanente “slalom” entre la filosofía tradicional y el abandono de toda intención
seria) ni sociólogo, ni historiador, ni estructuralista, ni pensador o metafísico?
Cuando hace sus minuciosos análisis relacionados con la ciencia médica, con el
sistema penitenciario moderno, con los usos infinitamente variados de los micro-
poderes, con la investidura disciplinaria de los cuerpos, o en fin con el inmenso
dominio que se extiende desde la confesión de los culpables a la declaración de
los inocentes, o a los monólogos interminables del psicoanálisis, uno se pregunta
si está privilegiando únicamente ciertos hechos con valor de paradigmas o si está
volviendo a trazar continuidades históricas de las que se deducirían las diversas
formas del saber humano, o en fin (algunos le acusan de ello) si no hace más que
pasear al azar por el campo de los acontecimientos conocidos, o mejor aún
desconocidos, escogiéndolos de hecho hábilmente para recordarnos que todo
conocimiento objetivo sigue siendo dudoso, y que incluso las pretensiones de la
subjetividad serían ilusorias. ¿Acaso no ha declarado él mismo a Lucette Finas:
“Nunca he escrito otra cosa que ficciones y soy perfectamente consciente de
ello”? Dicho de otro modo soy un narrador de fábulas de las que no sería prudente
sacar conclusiones morales. Pero Foucault no sería Foucault, si no se corrigiera o
no martirizara en el acto: “Sin embargo creo que es posible hacer funcionar a las
ficciones en el interior de la verdad”. De este modo, la noción de verdad no
aparece en absoluto desechada, como tampoco se pierde de vista la idea de
sujeto o el interrogante sobre la constitución del hombre como sujeto. Estoy
seguro que el notable libro de Claude Morali: ¿Quién es yo hoy en día? no le
hubiera dejado indiferente
SOCIEDAD DE SANGRE, SOCIEDAD DE SABER.

Sin embargo, la vuelta de Foucault sobre ciertas cuestiones tradicionales (aunque


sus respuestas continúen siendo genealógicas) fue precipitada por unas
circunstancias que no pretendo dilucidar, porque me parecen de naturaleza
privada. Y porque además no serviría de nada conocerlas. Él mismo ha dado
explicaciones, sin convencer a nadie, sobre el largo silencio que siguió al primer
volumen de la Historia de la sexualidad, esa Voluntad de saber que es tal vez de
su obras más atractivas, por su brillantez, su estilo mordaz, sus afirmaciones que
conmocionan las ideas tradicionales. Libro que está en la línea de Vigilar y
castigar. Nunca Foucault se había explicado con tanta claridad sobre el Poder que
no se ejerce a partir de un Lugar único y soberano, sino que emana de abajo, de
las entrañas del cuerpo social, procediendo de fuerzas locales, móviles y
transitorias, a veces minúsculas, hasta organizarse en potentes homogeneidades
que se convierten en hegemónicas de resultas de su convergencia. Pero, ¿por qué
este retorno a una meditación sobre el poder, cuando el nuevo envite de sus
reflexiones consiste en desvelar los dispositivos de la sexualidad? Por varias
razones de las que, un poco arbitrariamente, no expondré más que dos: por un
lado, confirmando sus análisis del poder, Foucault cree recusar las pretensiones
de la Ley que, vigilando, es decir prohibiendo, tales manifestaciones sexuales,
continúa afirmándose como esencialmente constitutiva del Deseo. Por otro, la
sexualidad, tal y como él la entiende, o al menos la importancia exagerada que se
le concede hoy día (un hoy día que se remonta en el tiempo), señala el tránsito de
una sociedad de sangre, o caracterizada por el simbolismo de la sangre: eso
quiere decir glorificación de la guerra, soberanía de la muerte, apología de los
suplicios, y finalmente grandeza y honorabilidad del crimen. El poder se expresa
entonces esencialmente constitutiva del Deseo. Por otro, la sexualidad, tal y como
él la entiende, o al menos la importancia exagerada que se le concede hoy día (un
hoy día que se remonta en el tiempo), señala el tránsito de una sociedad de
sangre, o caracterizada por el simbolismo de la sangre, a una sociedad de saber,
de norma y de disciplina. Sociedad de sangre: eso quiere decir glorificación de la
guerra, soberanía de la muerte, apología de los suplicios, finalmente grandeza y
honorabilidad del crimen. El poder se expresa entonces esencialmente a través de
la sangre -de ahí el valor de los linajes(tener una sangre noble y pura, no temer el
derramarla, al mismo tiempo que prohibición de las mezclas azarosas de sangre,
de donde provienen las disposiciones de la ley del incesto e incluso una
provocación al incesto implícita en su honor y en su prohibición misma)-. Pero
cuando el poder renuncia a estar ligado únicamente al prestigio de la sangre y de
la sanguinidad (bajo influencia también de la Iglesia que va a sacar provecho
trastocando las reglas de la alianza -por ejemplo la supresión del levirato-, la
“sexualidad” adquiriría una preponderancia que la asociará no ya a la Ley, sino a
la norma, no ya a los derechos de los señores, sino al porvenir de la especie -la
vida- bajo el control de un saber que pretende determinarlo todo y regularlo todo.

Tránsito por tanto de la “sanguinidad” a la sexualidad. Sade es a la vez ambiguo


testigo y la demostración fabulosa. Sólo le importa el placer, sólo cuentan el
orden del goce y el ilimitado derecho e la voluptuosidad. El sexo es el único Bien,
y el Bien rechaza cualquier regla, cualquier norma, excepto (y esto es importante)
la que intensifica el placer por la satisfacción de violarla, incluso al precio de la
muerte de los demás o de la propia muerte exaltante -muerte sumamente feliz,
sin arrepentimientos y sin angustias-. Foucault dice entonces: “La sangre ha
reabsorbido al sexo”. Conclusión que sin embargo me extraña, pues Sade, un
aristócrata que, más aún en su obra que en su vida, no tuvo en cuenta a la
aristocracia más que para procurarse placeres vapuleándola, instituyó en su más
alto grado la soberanía del sexo. Si, en sus sueños o en sus fantasías, se
complace matando y acumulando víctimas a fin de transgredir los límites que la
sociedad, es decir la naturaleza, impondrían a sus deseos, si se complace con la
sangre (aunque menos que con el esperma, o, como él suele decir, la “jodedura”),
no se preocupa en absoluto por mantener una casta de sangre pura o de sangre
superior. Más bien al contrario: la Sociedad de los Amigos del Crimen no se guía
por la aspiración de ningún principio eugenésico, por lo demás irrisorio;
desembarazarse de las leyes oficiales y unirse mediante reglas secretas, tal es la
fría pasión que da al seo y no a la sangre primacía. Moral que revoca pues, o que
cree revocar, los fantasmas del pasado. De manera que uno está tentado de decir
que, con Sade, el sexo toma el poder, lo que naturalmente significa también que
en lo sucesivo el poder y el poder político van a ejercerse insidiosamente
utilizando para ello los dispositivos de la sexualidad.
EL RACISMO ASESINO

Al indagar en el tránsito de una sociedad de sangre a una sociedad donde el sexo


impone su ley y la ley sirve del sexo para imponerse, Foucault se encuentra, una
ves más, confrontando con aquello que, en nuestra memoria, sigue siendo la
mayor catástrofe y el horror más espantoso de los tiempos modernos. “El
nazismo, dice, ha sido la combinación más pueril y la más artera -y lo uno está en
función de lo otro- de los fantasmas de la sangre con el paroxismo disciplinario”.
La sangre, sin duda alguna, la superioridad por la exaltación de una sangre pura,
limpia de toda mezcla (fantasma biológico que disimula el derecho al dominio
reconocido a una hipotética sociedad indoeuropea cuya más alta manifestación
sería la sociedad germánica),la obligación, por consiguiente, de salvar esta
sociedad pura suprimiendo al resto de la humanidad y, ante todo, la herencia
indestructible del pueblo de Jerusalén. La ejecución del genocidio requiere todas
las formas del poder, incluidas las nuevas formas de un bio-poder cuyas
estrategias imponen un ideal de precisión, de método, de fría determinación. Los
hombres son débiles. Sólo llevan a cabo lo peor en la ignorancia de lo que hacen
hasta que se acostumbran a ello y se sienten justificados por la “grandeza” de
una disciplina rigurosa y las órdenes de un guía indiscutible. Aunque en la historia
hitleriana las extravagancias sexuales tienen un papel secundario pronto
suprimido. La homosexualidad, expresión del compañerismo guerrero, no
proporciona a Hitler más que un pretexto para destruir las bandas rebeldes, con
todo a su servicio, pero que, indisciplinadas, seguían todavía por el camino del
ideal burgués en la obediencia ascética, ya fuese a un régimen que se
proclamaba por encima de toda ley, pues que él era la ley misma.

Foucault piensa que, para impedir la proliferación de los mecanismos de poder de


los que iba a abusar monstruosamente el racismo asesino (controlándolo todo,
incluso la sexualidad de cada día), Freud presintió la necesidad de dar marcha
atrás, lo que le condujo, con su infalible instinto que hacía de él el adversario
privilegiado del fascismo, a restaurar la antigua ley de la alianza, la de
“consanguinidad prohibida, del Padre-Soberano”: en una palabra, devolvía a la
“ley”, en detrimento de la norma, los derechos anteriores, sin sacralizar por ello la
prohibición, es decir el estatuto represivo, del que únicamente le importaba
desmontar el mecanismo o desvelar el origen (censura, represión, superyó, etc.).
De ahí el carácter ambiguo del psicoanálisis: por un lado, nos hace descubrir o
redescubrir la importancia de la sexualidad y de sus “anomalías”, y por otro,
reune en torno del Deseo -más para fundarlo que para explicarlo- a todo el
antiguo orden de la alianza, de modo que no va ya por la senda de la modernidad,
constituyendo inclusa una especie de formidable anacronismo -lo que Foucault
llamará una retroversión histórica, denominación peligrosa pues parece hacerle
partidario de un progresismo histórico, e incluso historicista, del que está muy
alejado.
LA OBSTINACIÓN EN HABLAR DE SEXO

Quizá convenga decir a estas alturas que Foucault, en esta obra sobre la Historia
de la sexualidad, no entabla con el psicoanálisis ningún combate, que por lo
demás sería irrisorio. Pero tampoco oculta su inclinación a no ver en él más que el
desenlace de un proceso, estrechamente asociado a la historia cristiana. La
confesión, el reconocimiento de la culpa, los exámenes de conciencia, las
meditaciones sobre los extravíos de la carne sitúan en el centro de la existencia el
interés sexual, y finalmente fomentan las tentaciones más extrañas de una
sexualidad que se propaga por todo el cuerpo humano. Se alienta lo que se
pretende desalentar. Se da la palabra a todo aquello que hasta entonces había
permanecido en silencio. Se pone un precio fijo a aquello que se desearía reprimir,
convirtiéndolo así en obsesivo. Del confesionario al diván, hay siglos de distancia
(pues hace falta tiempo para avanzar algunos pasos), pero, de los pecados a los
placeres, y del murmullo secreto a la charla interminable, se encuentra la misma
obstinación en hablar de sexo, lo mismo para liberarse de él que para perpetuarlo,
como si la única ocupación, en el empeño de adueñarse uno de su verdad más
preciosa, consistiera en consultarse consultando a los demás sobre el dominio
maldito y bendito de la mera sexualidad. HE seleccionado algunas frases en las
que Foucault formula su verdad con cierto humor: “Somos, ante todo, la única
civilización que cuenta con representantes retribuidos para escuchar a cada cual
las confidencias de su sexo... han puesto sus oídos en alquiler”. Y sobre todo este
irónico juicio sobre el considerable tiempo empleado, y quizá perdido, en elaborar
un discurso sobre el sexo: “Quizá un día todo esto cause perplejidad. No se
comprenderá bien cómo una civilización, consagrada por otra parte a desarrollar
inmensos aparatos de producción y de destrucción, ha podido encontrar el tiempo
y la infinita paciencia para interrogarse con tanta ansiedad sobre todo lo
concerniente al sexo, se sonreirá quizá al recordar que aquellos hombres que
hemos sido creían que en el sexo había una verdad al menos tan preciosa como la
que habían buscado ya en la tierra, en las estrellas y en las formas puras del
pensamiento; sorprenderá la obstinación que hemos puesto en fingir arrancar de
su noche una sexualidad que todo -nuestros discursos, nuestro hábitos, nuestras
instituciones, nuestros reglamentos, nuestros saberes- producía a plena luz del
día y divulgaba estrepitosamente...” Pequeño fragmento de un panegírico al revés
donde parece que Foucault, ya desde este primer tomo sobre la Historia de la
sexualidad, quisiera poner término a las vanas preocupaciones a las que se
propone sin embargo consagrar un número considerable de volúmenes que
finalmente no llegará a escribir.
¡OH, AMIGOS!

Buscará y encontrará una solución (un medio, en resumidas cuentas, de continuar


siendo genealogista, si es que no arqueólogo). Alejándose de los tiempos
modernos e interrogando a la Antigüedad (sobre todo la antigüedad griega) -la
tentación que tenemos todo de “volver a nuestras fuentes”-; ¿y por qué no al
antiguo judaísmo donde la sexualidad juega un gran papel y donde la Ley tiene su
origen?). ¿Con qué fin? Aparentemente para pasar de los tormentos de la
sexualidad a la simplicidad de los placeres y para arrojar nueva luz sobre los
problemas que sin embargo plantean, aunque ocupen mucho menos la atención
de los hombres libres y no conozcan la dicha ni el escándalo de lo prohibido. Pero
no puedo evitar pensar que, con La voluntad de saber, las críticas vehementes
que ha sucitado este libro, una especia de caza de inteligencia (bastante próxima
a una “caza del hombre”) que se ha producido, y tal vez una experiencia personal
que yo no puedo más que suponer y de la que creo que él mismo se sorprendió
en la ignorancia de lo que representaba (un cuerpo sólido que deja de serlo, una
enfermedad grave que apenas presiente, en fin, la proximidad de una muerte que
le aboca no ya a la angustia, sino a una sorprendente y nueva serenidad),
modifican profundamente su relación con el tiempo y con la escritura. Los libros
que va a escribir sobre temas que sin embargo le atañen personalmente, son, a
primera vista, libros de historiador erudita más que obras de investigación
personal. Hasta el estilo es diferente: sobrio, sosegado, sin la pasión que anima a
tantos de sus otros textos. En una entrevista con Herbert Dreyfus y Paul Rabinow2,
cuando le preguntan sobre sus proyectos, exclama de pronto: “¡Oh, ante todo voy
a ocuparme de mi mismo!”. Frase que no es fácil de interpretar, incluso si uno
piensa un poco a la ligera que, a imitación de Nietzsche, se inclinaba a buscar en
los griegos menos una moral cívica que una ética individual que le permitiera
hacer de su existencia -de lo que le quedaba de vida- una obra de arte. De ahí la
tentación de ir a buscar a la Antigüedad la revalorización de las prácticas de la
amistad, las cuales, sin llegar a perderse, no han vuelto a encontrar, salvo entre
algunos de nosotros, su excelsa virtud. La philia que, entre los Griegos, e incluso
entre los Romanos, era el modelo de todo lo que hay de excelente en las
relaciones humanas (con el carácter enigmático que le confieren las exigencias
opuestas, a la vez reciprocidad pura y pura generalidad), puede ser acogida como
una herencia capaz siempre de enriquecerse. La amistad le fue tal vez prometida
a Foucault como un don póstumo, por encima de las pasiones, de los problemas
de pensamiento, de los peligros de la vida que el sentía por los demás más que
por él mismo. Dejando testimonio de una obra que necesita ser estudiada (leída
sin prejuicios) más que alabada, pienso seguir fiel, aunque sea torpemente, a la
amistad intelectual que su muerte, para mí muy dolorosa, me permite hoy
declarar: mientras me repita la frases atribuida por Diógenes Laercio a Aristóteles:
“¡Oh, amigos! No hay ningún amigo”.

2 Michel Foucault: Un recorrido filosófico (Gallimard), estudio al que debo mucho.

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