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No obstante, su primer libro, que le dio cierto renombre, había estado en mis
manos cuando todavía no era más que un manuscrito casi sin título. Lo tenía
Roger Callois y nos lo pasó a varios de nosotros. Y si recuerdo este papel de
Caillois es por que me parece que ha caído en el olvido. Caillois mismo no era
siempre aceptado por los especialistas oficiales. Se interesaba por demasiadas
cosas a la vez. Conservador, innovador, manteniéndose siempre un poco aparte,
no tenía cabida en la sociedad de los que detentan un saber reconocido. En fin, se
había forjado un estilo muy hermoso, a veces en demasía, hasta el punto de
creerse destinado a velar -celoso guardián- sobre el bueno uso de la lengua
francesa. El estilo de Foucault, por su brillantez y precisión, cualidades
aparentemente contradictorias, le dejó perplejo. No sabía ya si aquel gran estilo
barroco no invalidaría el singular saber cuyas múltiples cualidades, filosófica,
sociológica, histórica, le inquietaban y le exaltaban. Quizá vio en Foucault un sosia
de sí mismo que le usurpaba la herencia. A nadie le gusta reconocerse, extraño,
en un espejo donde ya no distingue a su doble, sino a aquel que le hubiera
gustado ser.
El primer libro de Foucault (admitamos que fuera el primero) puso así de relieve
unas relaciones con la literatura que habría que corregir más adelante. La palabra
“locura” fue un semillero de equívocos. Foucault no trataba más que
indirectamente de la locura, y ante todo de ese poder de exclusión que, un buen o
un mal día, fue puesto en marcha por un simple decreto administrativo, decisión
que, dividiendo la sociedad, no ya en buenos y malos, sino en razonables e
irrazonables, plantea las impurezas de la razón y las relaciones ambiguas que el
poder – aquí, un poder soberano- iba a mantener con aquello que mejor tiene
repartido, dando a entender que no le serían tan fácil gobernar sin reparto. Lo
importante, es en efecto el reparto; lo importante, es la exclusión -y no ya aquello
que se excluye o reparte-. En fin, qué historia tan singular, cuyo curso puede
desviar un simple decreto, y no grandes batallas o importantes disputas
monárquicas. Y por si fuera poco, ese reparto, que no es de ningún modo un acto
malévolo, destinado a castigar a los individuos peligrosos en razón de su
insociabilidad (vagos, pobres, pervertidos, violadores, extravagantes y, para
terminar, los chiflados o locos), debe, con una ambigüedad todavía más temible,
tomarlos en consideración procurándoles cuidado, alimento y bendición. Impedir
que los enfermos mueran en la calle, que los pobres se conviertan en criminales
para sobrevivir, que los pervertidos corrompan a los piadosos con su ejemplo y
sus malas costumbre, no es nada malo en sí, es más, indica un progreso, el punto
de partida de un cambio que los gobernantes juzgarán excelente.
De este modo, ya desde su primer libro, Foucault aborda problemas que han
pertenecido a la filosofía (razón, sinrazón), pero los abordad por el sesgo de la
historia y de la sociología, privilegiando en la historia una cierta discontinuidad
(un acontecimiento pequeño puede propiciar grandes cambios), sin hacer de esta
discontinuidad una ruptura (antes de los locos estaban los leprosos, y es
precisamente en los lugares –lugares materiales y espirituales a la ves-- que dejan
vacíos los desaparecidos leprosos, donde se habilitan los refugios para otros
marginados, del mismo modo que esta necesidad de marginación persevera bajo
sorprendentes formas, en ocasiones declarada y en ocasiones disimulada).
UN HOMBRE EN PELIGRO
Llegados a este punto, diré que Foucault, que en una ocasión se proclamó
provocativamente un “optimista feliz”, fue un hombre en peligro y que, sin hacer
alarde de ello, tuvo una percepción muy aguda de los peligros a los que estamos
expuestos, esforzándose por distinguir entre los más amenazadores y aquellos
con los que podemos contemporizar. De ahí la importancia que tuvo para él la
noción de estrategia, y de ahí que terminara especulando con el pensamiento de
modo que hubiera podido, si el azar lo hubiera decidido así, convertirse en un
hombre de Estado (un consejero político), l mismo que en un escritor -termino
éste que él siempre rechazó con más o menos vehemencia y sinceridad- o en un
filósofo puro, o en un trabajador sin cualificación, es decir, en un cualquiera.
Hay al menos dos libros, uno de apariencia esotérica, otro brillante y sencillo,
seductor, ambos aparentemente programáticos, que parecen abrir las puertas a
un nuevo saber y que en realidad son como testamentos donde se inscriben unas
promesas que no se cumplirán, no ya por negligencia o por impotencia, sino por
que quizá toda su realización reside en su promesa misma, y al formularlas
Foucault va hasta el límite del interés que les concede – es así generalmente
como él ajusta sus cuentas, después se vuelve hacia otros horizontes,sin
traicionar por eso sus exigencias, aunque disimulándolas bajo un aparente
desdén. Foucault, que escribe profusamente, es un ser silencioso, más aún:
empeñado en guardar silencio cada vez que los curiosos, con mejor o peor
intención, le piden que se explique (aunque siempre hay excepciones).
La arqueología del saber, lo mismo que El orden del discurso, marcan el periodo
-fin del periodo- en que Foucault, como escritor que era, pretendió poner al
descubierto prácticas discursivas casi puras, en el sentido de que no remitían más
que a sí mismas, a las reglas de su formación, a su punto de partida, aunque sin
origen, a su emergencia, aunque sin autor, a desciframientos que no descubrirían
nada oculto. Testigos que no confiesan, porque no tienen nada que añadir a lo que
ya ha sido dicho. Escritos reacios a cualquier comentario (¡Ah, el horror de
Foucault por el comentario!). Autónomos, pero ni realmente independientes, ni
inmutables, ya que están en continua transformación, como los átomos a la vez
indivisibles y múltiples, si se admite de una vez por todas que hay multiplicidades
que no están referidas a ninguna unidad.
¿A qué vienen esta discusión tan agría y quizá tan inútil (al menos para aquellos
que no ven lo que está en juego)? La razón es que el archivista que quiere ser
Foucault y el estructuralista que no quiere ser, aceptan uno y otro
(momentáneamente) aparentar trabajar por el único lenguaje (o discurso) del que
los filósofos, lingüistas, antropólogos, críticos literarios, pretender extraer las
leyes formales (y por tanto a-históricas), permitiendo que se conviertan en la
encarnación de un trascendentalismo vicioso que Heidegger nos recordará en dos
frases muy simples: el lenguaje no necesita ser fundado, pues es él el que funda.
LA EXIGENCIA DE LA DISCONTINUIDAD
Ahora bien, Foucault, cuando se ocupa del discurso, no rechaza la historia, sino
que distingue en ella discontinuidades, direcciones, de ningún modo universales,
sino locales, que no suponen que, subterráneamente, persevere un gran relato
silencioso, un rumor continuo, inmenso e ilimitado que habría que inhibir (o
reprimir), a modo de un no-dicho misterioso o de un no-pensado que no sólo
estaría esperando su revancha, sino que además elaboraría secretamente el
pensamiento haciéndole aparecer eternamente sospechoso. Dicho de otro modo,
Foucault, a quien el psicoanálisis no ha llegado nunca a apasionar, está todavía
menos dispuesto a aceptar un gran inconsciente colectivo fundamento de un
discurso y de toda historia, especie de “providencia prediscursiva” de la que no
tendríamos más que transformar en significaciones personales las instancias
soberanas, tal vez creadoras, tal vez destructoras.
Que lejos estamos del hervidero de frases del discurso ordinario, frases que no
cesan de engendrarse por un cúmulo que la contradicción no detiene, sino todo lo
contrario, provoca hasta un más allá vertiginoso. Naturalmente, el enigmático
enunciado, en la rareza que le viene en parte de que no sabría comportare más
que como positivo, sin cogito al que remitir, sin autor único que lo autentifique,
libre e todo contexto que le ayudaría a situarlo en un conjunto (del que extraería
su sentido o sus diversos sentidos) es ya por sí mismo múltiple o, más
exactamente,multiplicidad no unitaria: es serial, ya que la serie es su modo de
aglutinarse, teniendo por esencia o por propiedad la capacidad de repetirse (es
decir, según Sartre, la relación más desprovista de significación), constituyendo,
con otras series, un encabalgamiento o una transformación de singularidades que
bien, cuando se inmovilizan, forman un cuadro, o bien, gracias a sus relaciones
sucesivas de simultaneidad, se inscriben en fragmentos a la ves aleatorios y
necesarios, comparables sin duda alguna a las tentativas perversas (a decir de
Thomas Mann) de la música serial.
En El orden del discurso, su lección inaugural en el Colegio de Francia (donde, en
principio, se dice lo que se va a hacer en las lecciones siguientes, pero que uno se
dispensaría de hacer puesto que ya se ha dicho y que lo que se ha dicho no tolera
ningún desarrollo), Foucault enumera, con mayor claridad aunque quizá menos
estrictamente (habría que preguntarse si esta perdida de rigor es debida
únicamente a las exigencias de un discurso magistral o bien a un principio de
desinterés con respecto a la arqueología misma), las nociones que deben servir
para un nuevo análisis. De este modo, proponiendo el acontecimiento, la serie, la
regularidad y la condición de posibilidad, se servirá e ellas para oponerlas,
término a término, a los principios que según él, han dominado la historia
tradicional de las ideas; oponiendo así el acontecimiento a la creación, la serie a
la unidad, la regularidad a la originalidad y la condición de posibilidad a la
significación -al tesoro enterrado de las significaciones ocultas-. Todo esto está
muy claro. Pero ¿no se está enfrentando Foucault a adversarios derrotados hace
tiempo? Y sus propios principios ¿es qué acaso no son más complejos de lo que su
discurso oficial imagina, con sus sorprendentes fórmulas? Por ejemplo, se da por
sentado que Foucault, siguiendo en esto una determinada concepción de la
producción literaria, se desembaraza pura y simplemente de la noción de sujeto:
no más obra, n más autor, no más unidad creadora. Pero no todo es tan sencillo.
El sujeto desaparece: es su unidad, muy determinada, la que es problemática, ya
que lo que suscita el interés y la investigación, es precisamente su desaparición
(es decir, esta nueva manera de ser que consiste en la desaparición) o incluso su
dispersión que no llega a aniquilarle, aunque no nos ofrezca de él más que una
pluralidad de posiciones y una discontinuidad de funciones (volvemos a
encontrarnos aquí con el sistema de discontinuidades que, con razón o sin ella,
pareció, durante algún tiempo, propio de la música serial).
¿SABER, PODER, VERDAD?
Del mismo modo que, cuando se atribuye de buen grado a Foucault una
desconfianza casi nihilista con respecto a lo que él llama voluntad de verdad ( o
voluntad de saber esencial) o incluso el rechazo sospechoso de la idea de razón
(que tiene un valor universal), creo que se está ignorando la complejidad de su
empeño. La voluntad de verdad, sí, sin duda, ¿pero a qué precio? ¿Cuáles son sus
máscaras? ¿Qué exigencias políticas se disimulan bajo esta pretensión tan digna?
Y todas estas preguntas se imponen tanto más cuanto que Foucault, menos por
instinto diabólico que por el destino de los tiempos modernos (que es también su
propio destino), se siente condenado a no prestar atención más que a las ciencias
dudosas, ciencias que no le gustas, sospechosas ya incluso en su extravagancia
denominación de “ciencias humanas” (es en las ciencias humanas en las que está
pensando cuando anuncia, con una especia de malevolencia jocosa, la
desaparición próxima o probable del hombre que tanto nos preocupa, mientras
hacemos todo lo posible, en el momento presente, por convertirlo en póstumo,
con nuestra curiosidad que lo reduce a no ser más que un simple objeto de
encuesta, de estadística, e incluso de sondeos). La verdad cuesta cara. No hace
falta que recordemos a Nietzsche para estar seguros de ello. Así es como, ya
desde La arqueología del saber, donde la ilusión de la autonomía del discurso
parece complacernos tanto (ilusión que tal vez fascinaría a la literatura y al arte),
se enuncian las relaciones múltiples del saber y del poder, y la obligación de
tomar conciencia de los efectos políticos que produce en uno u otro momento de
la historia el viejo deseo de discernir la verdad de la mentira. ¿Saber, poder,
verdad? ¿Razón, exclusión, represión? Hay que conocer muy poco a Foucault para
pensar que se contente (cotente en el original) con conceptos tan simples o
asociaciones tan fáciles. Si decimos que la verdad es en sí misma un poder, no
habremos de adelantado gran csa, pues el poder es un término cómodo para la
polémica, pero casi inutilizarle en tanto el análisis no le haya retirado su carácter
de cajón de sastre. En cuanta a la razón como las diversas formas de racionalidad,
una acumulación acelerada de dispositivos racionales, un vértigo lógico de
racionalizaciones que actúan y se emplean tanto en el sistema penitenciario como
en el sistema hospitalario, y hasta en el sistema escolar. Y Foucault nos propone
que grabemos en la memoria esta sentencia de oráculo: “La racionalidad de lo
abominable es un hecho de la historia contemporánea. Pero lo irracional no
adquiere por eso derechos imprescriptibles”.
DE LA SUJECIÓN AL SUJETO
El libro Vigilar y castigar, como se sabe, marca el tránsito del estudio de las
prácticas discursivas aisladas al estudio de las prácticas sociales que constituyen
su segundo termino. Se trata de la emergencia de la política en el trabajo y en la
vida de Foucault. En cierto modo, sus preocupaciones siguen siendo las mismas.
Del aislamiento masivo a las formas variadas de prisión imposible no hay más que
un paso; ningún “salto” en cualquier caso. Pero el encadenamiento (palabra muy
adecuada) no es el mismo. El aislamiento es el principio arqueológico de la ciencia
médica (por lo demás Foucault nunca perderá de vista este saber imperfecto que
le obsesiona, que encontrará incluso entre los Griegos y que terminará por
vengarse de él abandonándolo, impotente, a su destino).El sistema penitenciario
que pasa del secreto de las torturas y del espectáculo de las ejecuciones al uso
refinado de las “cárceles modelos” donde se pueden obtener títulos universitarios,
mientras que otros pueden recurrir a la vida satisfecha de los tranquilizantes, nos
remite a las exigencias ambiguas y a las obligaciones perversas de un
progresismo con todo ineluctable e incluso bienhechor. Cualquier hombre que
sepa de dónde viene puede maravillarse de ser quien es, o bien si recuerda las
distorsiones a las que ha sido sometido, abandonarse a un desencanto que le
paralizará, a menos que a la manera de Nietzsche, recurra al humor genealógico
o al desahogo de los juegos críticos.
1 “Las luces que han inventado las libertado han sido también la disciplina”. (Esto es quizás algo
exagerado: las disciplinas se remontan a tiempos prehistóricos, cuando, por ejemplo, se hace
del oso mediante el adiestramiento lo que será más tarde un perro guardián o un valiente
policía.)
descubriremos que provienen de una burocracia, si bien es cierto que humana,
monstruosa (o olvidemos que Kafka que parece describir genialmente las formas
más crueles de la burocracia, se inclina también ante ella otorgándole un extraño
poder místico, apenas corrompido).
LA INTIMA CONVICCIÓN
Si queremos ver hasta qué punto nuestra justicia necesita de un subsuelo arcaico,
basta recordar el papel que juega en ella la casi incomprensible noción de la
“íntima convicción”. Nuestra interioridad no solamente permanece sagrada, sino
que continúa haciendo de nosotros los descendientes del Vicario savoyano. Es
más, la analítica de la conciencia moral (das Gewissen) en Heidegger está basada
todavía en esa herencia aristocrática: en el interior de cada uno de nosotros hay
una palabra que se hace sentencia, afirmación absoluta. Una ves formulada, este
decir primigenio, ajeno a todo diálogo, se convierte en palabra de justicia que
nadie tiene derecho a poner en duda.
Quizá convenga decir a estas alturas que Foucault, en esta obra sobre la Historia
de la sexualidad, no entabla con el psicoanálisis ningún combate, que por lo
demás sería irrisorio. Pero tampoco oculta su inclinación a no ver en él más que el
desenlace de un proceso, estrechamente asociado a la historia cristiana. La
confesión, el reconocimiento de la culpa, los exámenes de conciencia, las
meditaciones sobre los extravíos de la carne sitúan en el centro de la existencia el
interés sexual, y finalmente fomentan las tentaciones más extrañas de una
sexualidad que se propaga por todo el cuerpo humano. Se alienta lo que se
pretende desalentar. Se da la palabra a todo aquello que hasta entonces había
permanecido en silencio. Se pone un precio fijo a aquello que se desearía reprimir,
convirtiéndolo así en obsesivo. Del confesionario al diván, hay siglos de distancia
(pues hace falta tiempo para avanzar algunos pasos), pero, de los pecados a los
placeres, y del murmullo secreto a la charla interminable, se encuentra la misma
obstinación en hablar de sexo, lo mismo para liberarse de él que para perpetuarlo,
como si la única ocupación, en el empeño de adueñarse uno de su verdad más
preciosa, consistiera en consultarse consultando a los demás sobre el dominio
maldito y bendito de la mera sexualidad. HE seleccionado algunas frases en las
que Foucault formula su verdad con cierto humor: “Somos, ante todo, la única
civilización que cuenta con representantes retribuidos para escuchar a cada cual
las confidencias de su sexo... han puesto sus oídos en alquiler”. Y sobre todo este
irónico juicio sobre el considerable tiempo empleado, y quizá perdido, en elaborar
un discurso sobre el sexo: “Quizá un día todo esto cause perplejidad. No se
comprenderá bien cómo una civilización, consagrada por otra parte a desarrollar
inmensos aparatos de producción y de destrucción, ha podido encontrar el tiempo
y la infinita paciencia para interrogarse con tanta ansiedad sobre todo lo
concerniente al sexo, se sonreirá quizá al recordar que aquellos hombres que
hemos sido creían que en el sexo había una verdad al menos tan preciosa como la
que habían buscado ya en la tierra, en las estrellas y en las formas puras del
pensamiento; sorprenderá la obstinación que hemos puesto en fingir arrancar de
su noche una sexualidad que todo -nuestros discursos, nuestro hábitos, nuestras
instituciones, nuestros reglamentos, nuestros saberes- producía a plena luz del
día y divulgaba estrepitosamente...” Pequeño fragmento de un panegírico al revés
donde parece que Foucault, ya desde este primer tomo sobre la Historia de la
sexualidad, quisiera poner término a las vanas preocupaciones a las que se
propone sin embargo consagrar un número considerable de volúmenes que
finalmente no llegará a escribir.
¡OH, AMIGOS!