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Aquel amor y otros pobres hombres

La insatisfacción del ser humano, natural o cultural (la confusión entre estos dos términos
siempre es adrede; normalmente no queremos distinguir la delgada línea que marca la
diferencia), exhaustivamente descrita por Freud, ha sido y será una suerte de estigma en mi
vida fecunda.
Por alguna razón que no quiero analizar, ya que muchos podrían malinterpretar por
jactancia o vanagloria, he llevado a los hombres de mi vida, mejor dicho, a los hombres que
pasaron por mi vida, a un estado de locura, de embriaguez sexual o de amilanamiento
intelectual. Eso sí que no lo entiendo, ya que hay mujeres realmente brillantes si a
inteligencia y logros adicionales se refiere, y hay mujeres cuyos físicos privilegiados y una
gran maniobra del arte de la seducción han llevado a poblar editoriales y convertirse en
leyendas. Yo no tengo ni una cosa ni la otra. Sin embargo, los hombres mueren por mi
cuerpo y se amedrentan con mi inteligencia. Todo un enigma para mí.
A lo largo de mi vida, los amores se fueron sucediendo con una frecuencia espaciada y
constante. Pero de alguna manera, nadie satisfacía mis necesidades intelectuales ni
sexuales, ni siquiera actitudinales: estas últimas eran las que más hacían peso al momento de
poner condiciones. Uno, porque era de muy pocos recursos económicos, otro porque no
tenía sentido del humor, otro porque no era ni medianamente inteligente, otro porque era un
pésimo amante, y así….y así. Ellos pasaron por mi vida sin que dejaran una huella
ligeramente trascendente en mi mente, en mi cuerpo o en mi corazón. Bueno, en realidad
hubo uno. Único en su especie, que había logrado conjugar la risa con la poesía, y la bondad
con una mágica locura. Sólo él se ha salvado. Pero la perfección no es compatible con mis
días y antes del posible declive de la magia lo alejé de mí para salvar su recuerdo y así, en
una eterna y lejana idealización, seguiría intacto para siempre. Un viejo truco para la sana
memoria. Experta en fugas, lo alejé del cadalso freudiano y de mí. Lo salvé. Hace tanto
tiempo ya.
Pero el resto…ah… el resto…
Todo comenzó cuando uno de ellos, el primero que creí amar, comenzó con la fantasía de la
convivencia y un futuro a mi lado. ¿A mi lado?, pensé yo. Me doblaba casi en edad, y su
estado financiero era lamentable. Escuchándolo sumergido en una nube del humo de su
cigarrillo, me di cuenta con marcada lucidez de que ya no podía seguir con esa historia.
Entonces comencé a pensar en cómo deshacerme de él y una noche, mientras dormía a mi
lado, lo envolví en una sábana de seda, y lo escondí en un cajón de mi armario.
Era lógico y hasta natural que de noche sus súplicas, su voz temblorosa diciendo mi nombre
evitara que conciliara el sueño, pero con el tiempo lo logré. Él se acostumbró a vivir
encerrado en su cajón y yo, a saber que viviría allí por el resto de los días en que me
nombrara con amor o con deseo o ambas humanidades a la vez.
No haré un documento cronológico de mis hombres, porque sería muy aburrido.
Otro, uno más entre ellos, se enamoró de mí de una manera obsesiva. Tenía un cuerpo
hermoso, verdaderamente hermoso y era altamente eficaz en la cama, pero no sabía quién
era King Arthur , uno de mis héroes preferidos, ni sabía que Cleopatra además de ser la
amante de Julio Cesar y de Marco Antonio, había sido una lectora voraz y una estratega
increíble. Ni hablar de preguntarle por algún personaje relevante contemporáneo. Comencé a
aburrirme mucho, tanto que me quedaba dormida haciendo el amor y cuando me despertaba,
lo encontraba llorando porque se sentía menospreciado en su virilidad. Yo le explicaba que
no era su virilidad lo que me aburría, pero, claro, no lo entendía. Kant decía que la belleza y
la inteligencia no eran compatibles en una mujer, pues estamos viendo que se equivocó por
partida doble. Un día, mientras dormía agotado de hacer piruetas en la cama para
complacerme, lo envolví en las sábanas de seda, y lo coloqué en el cajón del armario.
Cuando se despertó, se encontró levemente coartado en su libertad, pero como tenía
compañía, enseguida entabló conversación con mi otro hombre, y de noche no gritó
demasiado.
Siguiendo una línea un poco arbitraria, diacrónica casi, me enamoré de un hombre muy
poco atractivo pero con una inteligencia feroz. Obnubilada los primeros días por esa mente
preclara, me pasé horas escuchándolo hablar arrobada , hasta que me di cuenta de que caía
en conceptos reincidentes, en conclusiones repetidas y a la vez distorsionadas por la misma
repetición ya que le resultaba corto el día para sus exposiciones y sus ganas manifiestas de
impresionarme.
Si hasta creo que me juraba haber conocido a Platón personalmente. También, para no
cambiar el ritual, se había vuelto adicto a mí, a mis piernas y a mi modesta sabiduría que,
según él, no era tan escasa. Entonces caí en un profundo sueño de tedio y cuando me
desperté, y mientras él aún disertaba de las ventajas fisiológicas y científicamente
comprobadas del acto amoroso según la psicología clínica y la psicología existencial, lo
envolví en una sábana de seda y lo arrojé, sumergido en una larga verborrea creo que
cartesiana, en el cajón de los recuerdos. Sé que fue de gran entretenimiento para los otros
hombres.
El siguiente fue un hombre aparentemente normal, pero estaba casado. Cuando descubrí su
estado civil y la larga lista de hijos, hijitos, sumisa esposa, suegros y compañía que cargaba
en sus espaldas, me di cuenta de que no estaba hecho para mí. Él prometió dejarlo todo por
mí, absolutamente todo con tal de amanecer entre mis piernas y escuchar mis conclusiones a
veces existencialistas, a veces surrealistas, sobre la efímera vida, pero yo no quise. Nunca
me gustaron las complicaciones. Por lo tanto, con el ya harto conocido subterfugio de la
sábana sedosa, fue a parar con los otros, que estaban organizando una suerte de club de
hombres solitarios y un poco despechados y como la testosterona los mantiene siempre en un
estado de activa competencia, a veces discurrían entre sí, pero sin alardear demasiado, como
es la costumbre masculina. ¿Por qué no? Todos habían ido a parar al cajón y eso era la
evidencia de que esa manía de poder que ellos tienen no se corresponde con la realidad. Es
solamente un mito masculino.
Aun así, en eclosiones esporádicas todavía de machismo alpha, se ponían de acuerdo para
hacerme recapacitar, creyendo que sus palabras, desde el cajón, me condenaban a una
reflexión trascendente. Lo que ellos no sabían era que yo los estaba condenando por la
eternidad, porque serían expuestos eterna e indeleblemente en mis escritos. Pero como no lo
vislumbraron, no los quise atormentar. ¿Para qué? Simplemente los dejé soñar.
Así se fueron sucediendo, y mi insatisfacción, in crescendo por momentos, sumada a una
percepción aguda, un instinto racional que me hacía acabar con la exposición de la esencia
de quien tenía a mi lado en un abrir y cerrar de ojos, hicieron que mi vida, mi mente atestada
de libros y mis poderosas caderas buscaran reposo.
Inevitablemente Freud crecía a mi lado como un héroe del yo, del ello y del super yo.
El último que recuerdo era un pésimo amante. Me había deslumbrado en los comienzos su
actitud ante los embates de la vida, su inteligencia moderada pero práctica y lo creí superior
hasta que lo llevé al terreno de
la intimidad que yo había soñado gloriosa. Urgente y ahogado, se fueron en los primeros, ya
en los primeros encuentros, la ilusión y el deseo, pues nadie desea estar con alguien cuyo
fervor hormonal no sobrepasa los tres segundos. Y entonces mientras él se ufanaba
creyéndose un buen amante, lo envolví con la seda de mis sábanas y lo dejé caer como a
tantos otros.
Pero algo debo confesar. Desde la primera vez, desde la primera vez que encerré a aquel
amor y a otros pobres hombres en mi cajón, me ha costado conciliar el sueño acabadamente.
Será por el rumor que producen sus quejas o sus conversaciones o por la insistencia
obsesiva de ellos de volver a mí, cosa que hacen cada vez que les arrojo en verano un poco
de agua sobre sus frentes. No lo sé. Pero ellos nunca desisten. De alguna manera, me echan
en cara que nunca podrán olvidarme. Dicen que soy inolvidable.
Sospecho que mi ligero insomnio se debe a esas circunstancias. Sólo lo sospecho.
Mientras tanto mi vida transcurre en una plácida monotonía. Descanso de ese estado
permanente de insatisfacción que hasta hace poco colmaba mis momentos de espesos
pensamientos inconclusos. Ahora, después de todos ellos, creo poder descansar al fin de
tanta ineficiencia masculina.
Tal vez mañana, una mañana de estas, la soledad acucie mis tardes y tenga un rebrote de
deseo, un dejo de ambición por compañía. En ese momento, quizás, me replantee a Freud,
invierta el argumento de Aristóteles sobre las carencias femeninas y vuelva a intentarlo. Sé
que nada me costará , porque, por razones que desconozco, nunca me hizo falta ir en
absurdas cacerías ni agudizar las virtudes de la seducción. Nunca me desgasté tras aquel
amor y los otros pobres hombres. Sólo una sonrisa frutal, y ya está. El proceso de la
seducción me provoca cansancio.
Y si a mi futuro compañero, por si acaso, tuviese que reunirlo en el transcurso de los días con
los habitantes del cajón murmurador, sé con certeza que lo primero que tendré a mi
disposición después del preámbulo, las inevitables concesiones y las deliciosas prestaciones,
será un juego de sábanas de seda.
Mujeres, mujeres, dirá él, dirán ellos. Claro. ¿Ellos qué otra cosa saben decir?

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