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EL DON DE LA FORTALEZA

Cuando hablamos del don de la Fortaleza: ¿A qué nos referimos?

La FORTALEZA es el don del Espíritu Santo que da impulso sobrenatural a la virtud


cardinal de la fortaleza.

¿Qué nos da ese don?

El espíritu Santo se nos regala a través del don de la FORTALEZA para que podamos,
impulsados por la gracia, actuar con VALOR en todo lo que Dios nos pide, en las
exigencias de la vida cristiana. Con este don es más fácil ser fuerte ante las
adversidades que pueden sobrevenir por vivir la fe con integridad. Podremos
enfrentar con más vigor todo aquello que se presente como tentación o conflicto con
nuestra vida de creyentes.

¿En qué situaciones de nuestra vida influye este don?

Los dones del Espíritu Santo actúan siempre en todas las situaciones de nuestra
vida, pero sobre todo en los momentos en que, por razones internas o externas, nos
vemos impulsados a actuar de modo contrario a nuestras convicciones.

Así, este don sobrenatural moviliza a nuestro espíritu para que sea fuerte ante el
miedo o temor natural, le lleva a ser tenaz y constante en el desempeño de una
obligación o tarea propuesta. En situaciones de miedo, suscita valor. En situaciones
de inconstancia o cansancio en la tarea, motiva perseverancia. Jesús ya lo decía: “El
que persevere hasta el fin, ese se salvará” (Mateo 24, 13).

A veces en nuestro ambiente de vida (sea laboral o familiar) hay situaciones que nos
pueden mover a la timidez o, por el contrario, a la agresividad. En estos momentos
el Espíritu Santo nos impulsa con el don de la FORTALEZA a superar esa timidez, o
miedo, o inacción; o por el contrario, a moderarnos y dejar de ser agresivos o
invasivos con los demás. De hecho, ante cualquier situación que nos desborde de
nuestro cauce natural, con fuerza (de FORTALEZA) podremos volver a la actitud más
adecuada para ese momento.

¿Es cierto que la virtud de la FORTALEZA presenta dos tipos de


comportamientos? ¿Cuáles son y qué hace este don en ellos?

Exactamente. Estos dos tipos de comportamientos tienen que ver con las situaciones
de la vida que enfrentamos. Algunas son ordinarias, a veces llamadas cotidianas.
Otras son las extraordinarias, o también pueden llamarse situaciones límite. De
hecho, en general, nuestra vida abunda de situaciones cotidianas u ordinarias. Sólo
en algunos casos bien definidos esa situación límite o extraordinaria se hace
presente. El comportamiento, la manera de actuar, que tengamos va a definir el
resultado inmediato o mediato que provoque esa situación.

Vamos a lo concreto: las situaciones ordinarias o cotidianas están envueltas,


generalizando, de hechos sencillos, acostumbrados, pero que no por ello podemos
dejar de hacer. Son nuestras tareas de todos los días. Es así que la virtud de la
FORTALEZA nos hace, como hábito operativo bueno, actuar acostumbradamente del
modo adecuado para realizar las simples o pequeñas tareas de todos los días. Por
ejemplo, un estudiante. Lo cotidiano de su vida será: en primer lugar ESTUDIAR,
después cuidar y limpiar su cuarto, ayudar en la casa en las tareas del hogar, cuidar
o darles de comer a los animales domésticos, etc. Es decir: son cosas, a veces
rutinarias, que le permiten crecer en su vida (el estudio) y mantener su vida (cuidar
y limpiar su cuarto), ayudar a los que viven con él (Las tareas de la casa) y proteger
la vida de quienes dependen de él (darle de comer a los animales). Este “heroísmo”
en lo pequeño, facilita a la persona la capacidad de lograr objetivos más grandes en
su vida por ejemplo, si estudia para médico el estudiante fortalecido por la presencia
del Espíritu Santo llegará a aplicarse con tal determinación en su formación
académica que podrá constituirse como un adecuado profesional para las
necesidades de sus pacientes y, ahora si en la gran tarea de curar y salvar vidas, no
sólo sabrá hacerlo, sino que, por el hábito y el don de la FORTALEZA, podrá seguir
aprendiendo cada día más aquello que la ciencia ponga a su alcance en medicina.
Jesús decía: “El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho” (Lucas 16, 10).
La FORTALEZA, como virtud y como don, nos permite esa fidelidad en lo poco que
nos lleva a ser fieles en lo mucho, o en lo grande. Se trata de ser fuertes en
concentrarnos en la tarea y en apartar las tentaciones que quieren alejarnos de lo
que hemos decidido hacer. La virtud es el modo habitual en que nosotros actuamos,
el don es el regalo del Espíritu Santo que nos impulsa a actuar de ese modo.

En situaciones extraordinarias o límites, la FORTALEZA, como don, viene en nuestra


ayuda para hacer que, movidos por la gracia divina, enfrentemos con valentía el
momento que nos ocupa. Pueden ser momentos de extremo dolor (la muerte de un
familiar, por ejemplo) o de gran tentación, o momentos donde se puede sufrir por el
Reino de los Cielos, incluso hasta llegar al Martirio.

¿En qué ocasiones es más necesario este don?

Podríamos decir que siempre es necesario ser fuerte en la vida, pero sobre todo lo
será en los momentos donde sufrimos grandes tentaciones de abandonar la tarea
que realizamos y que sabemos que es necesario hacerla. La tentación, en sus
múltiples formas nos puede querer llevar a dejar de lado nuestras convicciones,
nuestros esfuerzos continuados para hacer de modo excelente nuestra tarea, hasta
nos puede invitar a alejarnos o relajarnos en nuestro modo de vida.

El apóstol Santiago nos dice: “Hermanos, alégrense profundamente cuando se vean


sometidos a cualquier clase de pruebas” (1, 2) y también: “Feliz el hombre que
soporta la prueba, porque después de haberla superado, recibirá la corona de Vida
que el Señor prometió a los que lo aman” (1, 12). Cuando nos habla de la tentación,
el apóstol también nos dice: “13Nadie, al ser tentado, diga que Dios lo tienta: Dios no
puede ser tentado por el mal, ni tienta a nadie, 14sino que cada uno es tentado por
sus malos deseos, que lo atraen y lo seducen. 15De ellos nace el pecado, y este, una
vez cometido, engendra la muerte” (Sant 1 13-15). Santiago sabe muy bien que la
tentación, donde se necesita del don de la fortaleza en grado máximo, viene en
primer lugar de nosotros, y es en nosotros donde la fortaleza debe vencerla.

¿De qué modo se dirige a nosotros el don de la fortaleza?

La función principal del don de fortaleza se dirige al espíritu, desterrando todos los
temores humanos y poniendo en la voluntad y en el instinto una divina firmeza que
hace al alma valerosa. Jesús es el más vivo ejemplo de cómo el Espíritu Santo le
llenó de fortaleza en el huerto de Getsemaní, al momento extremo de reafirmar su
decisión de entregar su vida en martirio por todos los seres humanos. Dijo en Señor,
en Marcos 14, 42: “¡Levántense! ¡Vamos! Ya se acerca el que me va a entregar”. Su
fortaleza es tal que quiere ir al encuentro de sus futuros asesinos, quiere hacer la
voluntad del Padre. Ya l había expresado con anterioridad en el versículo 39: “Padre
mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino
la tuya”. Esta expresión de Jesús es la muestra más acabada de cómo el don de la
fortaleza actúa en el ser humano en momentos en que la tentación, el miedo, la
cobardía, nos llevan a huir, a evadirnos del camino que nos corresponde seguir.

¿Qué debemos hacer para recibir este don?

Es necesario suplicarle al Espíritu Santo que nos regale su presencia en nosotros


manifestándose como Espíritu de fortaleza para que no temamos ningún peligro,
ningún sufrimiento cuando se trate de hacer los designios de Dios y obedecer sus
santos impulsos. San Francisco Javier escribió en una de sus cartas: “el remedio más
seguro es confiar en Dios y no temer nada; y el mayor mal que nos puede suceder
es temer a los enemigos de Dios cuando luchamos por la causa de Dios”.

¿Es importante este don para nuestra vida espiritual?

Sin el don de fortaleza, no pueden hacer muchos ni notables progresos en la vida


espiritual. La adquisición y consolidación de las virtudes y la oración, que son sus
principales ejercicios, exigen la generosa determinación de pasar por alto todas las
dificultades que se encuentran en la vía del espíritu. Escribió Santa Teresa que “el
alma que practicaba la oración con firme resolución de no dejarla nunca, había
hecho ya la mitad del camino”.

Los mártires están en primera fila entre las figuras del Cristianismo, porque la fuerza
se demuestra más en el sufrimiento, que en la acción. En la acción, la naturaleza
encuentra alivio y es como la dueña; en el sufrimiento todo es contrario a la
naturaleza. Por lo tanto, el sufrimiento es mucho más heroico y difícil que la acción.
A los santos mártires debe la Iglesia su propagación por toda la tierra. Se les pone la
palma en la mano como señal de su fortaleza y de su victoria.

¿Qué vicio se opone a la fortaleza?

El vicio opuesto al don de fortaleza es la timidez o temor humano, y una cierta


cobardía natural que nace de nuestro amor propio y del gusto por las comodidades,
que son las que nos detienen en nuestras empresas y hacen que huyamos a la vista
de las humillaciones y de la amargura.

Nada es tan perjudicial para la vida del espíritu como el temor que impone el
“respeto humano”, que es preciso resistir con valentía. No es posible decir todo el
mal que hace el respeto humano. A algunos le gustaría hablar de cosas espirituales,
guardar silencio en el templo, o ir a misa… pero sin embargo, si se encuentran con
este o con el otro, no tienen valor para llevar a la práctica su buena resolución,
aunque sepan que después tendrán pena de no haberla cumplido. Aquí tenemos de,
un lado nuestra convicción y los intereses de Dios, y del otro la consideración de otra
persona y el temor de desagradarla. Puestas en la balanza estas dos
consideraciones, nos quedamos con la ultima, ¡Qué infidelidad y qué dejadez! Y esto
es lo que hacemos todos los días.

La prudencia humana y la timidez se hacen compañía y mutuamente se ayudan


insinuando razones para justificarse. Los que se dejan guiar por la prudencia humana
son excesivamente tímidos. Este defecto es muy frecuente en los cristianos, y hace
que por miedo a equivocarse, no hagan la totalidad del bien que deberían hacer.

Mil temores nos detienen en todo momento y nos impiden avanzar en los caminos de
Dios, quitándonos la oportunidad de hacer todo el bien que podríamos si tuviésemos
todo el valor que nos da el don de fortaleza; pero tenemos demasiados miramientos
humano, y todo nos da miedo. Tememos que una tarea que la Iglesia nos quiere dar,
no nos resulte bien, y este temor hace que la rehusemos. Por aprensión de gastar
nuestra salud, nos limitamos a una pequeña y cómoda tarea, sin que se puedan
vencer esas vanas aprensiones ni el celo ni la obediencia. Somos cobardes para los
esfuerzos espirituales y esta cobardía hace, que nos alejemos de ellos.

¿Qué bienaventuranza pertenece al don de la fortaleza?

Pertenece al don de fortaleza la cuarta bienaventuranza: “Felices los que tienen


hambre y sed de justicia, porque serán saciados” (Mateo 5, 6). Porque una persona
animada por la fuerza del Espíritu Santo, desea insaciablemente hacer y sufrir
grandes cosas.

¿Cuáles los frutos del Espíritu gracias a este don?

La longanimidad y la paciencia son los frutos de este don. La primera, para no


incomodarse ni cansarse en la espera y en la práctica del bien, y la segunda, para no
incomodarse ni cansarse en el sufrimiento que provoca el mal.

Catequesis de Juan Pablo II sobre el don de la fortaleza (Catequesis sobre


el Credo, 14-V-89)

En nuestro tiempo muchos ensalzan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las
manifestaciones extremas de la violencia. En realidad, el hombre cada día
experimenta la propia debilidad, especialmente en el campo espiritual y moral,
cediendo a los impulsos de las pasiones internas y a las presiones que sobre él
ejerce el ambiente circundante.

Precisamente para resistir a estas múltiples instigaciones es necesaria la virtud de la


fortaleza, que es una de las cuatro virtudes cardinales sobre las que se apoya todo el
edificio de la vida moral: la fortaleza es la virtud de quien no se aviene a
componendas en el cumplimiento del propio deber.

Esta virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la
práctica tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y la dureza en las
relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos
formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento
humano, con la consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es
débil y vil con los poderosos, petulante y prepotente con los indefensos.

Quizá nunca como hoy, la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de ser
sostenida por el homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un
impulso sobrenatural, que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos como el
del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por
permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques
injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades,
en el camino de la verdad y de la honradez.

Cuando experimentamos, como Jesús en Getsemaní, “la debilidad de la carne” (ver


Mateo 26, 41; Marcos 14, 38), es decir, de la naturaleza humana sometida a las
enfermedades físicas y psíquicas, tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de
la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces
podremos repetir con San Pablo: “Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en
las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues,
cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Corintios 12, 10).
Son muchos los seguidores de Cristo –Pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y
laicos, comprometidos en todo campo del apostolado y de la vida social– que, en
todos los tiempos y también en nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio
del cuerpo y del alma, en íntima unión con la Madre Dolorosa junto la Cruz. ¡Ellos lo
han superado todo gracias a este don del Espíritu!

Pidamos a María, a la que ahora saludamos como reina del cielo, nos obtenga el don
de la fortaleza en todas las vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte.

Oración: Ven, Oh Espíritu de Fortaleza, alza mi alma en tiempo de turbación y


adversidad, sostiene mis esfuerzos de santidad, fortalece mi debilidad, dame valor
contra todos los asaltos de mis enemigos, que nunca sea yo confundido y me separe
de Ti, Oh mi Dios y mi máximo Bien. Amén.

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