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ÉLOCHKA, LA CANÍBAL (De ILF & PETROV, Las doce sillas, cap.

XXII)

El vocabulario de William Shakespeare, según cálculos de los investigadores,


consta de doce mil palabras. El vocabulario de un negro de la tribu caníbal de los
Mumbo-Yumbo1 consta de trescientas palabras.
Elochka Schúkina se las arreglaba sin problemas con treinta.
He aquí las palabras, frases e interjecciones cuidadosamente escogidas por ella de
entre toda la grande, fecunda y vigorosa lengua rusa:
1. Descarado.
2. ¡Ja-ja! (expresa, según las circunstancias: ironía, asombro, entusiasmo, odio,
alegría, desprecio y satisfacción).
3 . Estupendo.
4. Siniestro (en relación a todo. Por ejemplo: «ha llegado el siniestro Petia»,
«tiempo siniestro», «acontecimiento siniestro», «gato siniestro», etc.).
5. ¡Qué desesperación!
6. Espanto/espantoso (por ejemplo, al encontrarse con una buena amiga: «un
encuentro espantoso»).
7. Jovencito (respecto a todos los conocidos de sexo masculino, independiente-
mente de su edad y de su situación social).
8. No me enseñe a vivir.
9. Como a un niño («Le doy una tunda como a un niño», al jugar a las cartas. «Le
he cerrado el pico como a un niño», como se ve, sobre una conversación con el
presidente de la comunidad de vecinos).
10. ¡Qué bo-ni-to!
11. Gordo y hermoso (se emplea para caracterizar objetos animados e
inanimados).
12. Vayamos en coche de punto (cuando le habla al marido).
13. Vayamos en taxi (a los amigos de sexo masculino).
14. Lleva toda la espalda blanca (broma).
15. ¿Y qué?
16. -ulia (diminutivo cariñoso de nombres. por ejemplo: Mishulia, Zinulia).
17. ¡Vaya! (ironía, asombro, entusiasmo, odio, alegría, desprecio y satisfacción).
Las palabras restantes, en un número extremadamente insignificante, servían de
eslabón de transmisión entre Élochka y los vendedores de los grandes almacenes.
Si se examinaban las fotografías de Élochka Schúkina que colgaban sobre el lecho
de su marido, el ingeniero Ernest Pávlovich Schukin (una de frente, la otra de perfil),
no era difícil apreciar una frente de agradable altura y relieve, grandes ojos húmedos,
la naricita más graciosa de la región de Moscú y un mentón con un pequeño lunar
pintado con tinta china.
La altura de Élochka halagaba a los hombres. Era pequeña, e incluso los hombres
más enclenques a su lado parecían grandes y fuertes varones.
Por lo que respecta a rasgos particulares, no los tenía. Élochka tampoco los
necesitaba. Era hermosa.
Los doscientos rublos al mes que cobraba su marido en la fábrica Electroaraña
eran un insulto para Élochka. No podían ser de ninguna ayuda en la grandiosa lucha
que Élochka había emprendido hacía ya cuatro años, desde que había ocupado la
posición social de ama de casa, esposa de Schukin. La lucha se llevaba a cabo con
1
Del inglés mumbo jumbo, deformación de Mama Dyumbo, un dios tribal mandinga, usado en el senti-do de
«fetiche» y de «lenguaje oscuro y pretencioso
todas las fuerzas posibles. Absorbía todos los recursos. Ernest Pávlovich se traía
trabajo a casa por las tardes, había renunciado a tener criada, encendía el hornillo, sa-
caba la basura e incluso freía las albóndigas.
Pero todo era inútil. Un peligroso enemigo destruía más y más cada año su
economía. Élochka se había dado cuenta hacía cuatro años de que tenía una rival al
otro lado del océano. La desgracia visitó a Élochka la alegre tarde en que se probaba
una preciosa chaqueta de crespón de China. Con ese atavío parecía casi una diosa.
-¡Ja-ja!-exclamó, reuniendo en ese grito caníbal los sentimientos asombrosamente
complejos que se habían apoderado de ella.
De forma simple, estos sentimientos hubieran podido expresarse en la siguiente
frase; «Al verme así, los hombres se sentirán emocionados. Temblarán. Me seguirán
hasta el fin del mundo, tartamudeando de amor. Pero yo me mantendré fría. ¿Acaso
ellos valen lo que yo? Yo soy la más hermosa. Nadie en el globo terrestre tiene una
chaqueta tan elegante».
Pero disponía sólo de treinta palabras y Élochka escogió la más expresiva de ellas:
«Ja-ja».
En tan gran hora fue a verla Fima Sóbak. Trajo consigo el soplo helado de enero y
una revista francesa de modas. Élochka se detuvo en la primera página. Una
resplandeciente fotografía representaba a la hija del millonario americano Vanderbilt,
con un vestido de noche. Allí había pieles y plumas, sedas y perlas, una extraordinaria
ligereza de corte y un peinado de locura. Eso lo decidió todo.
-¡Vaya!- se dijo Élochka a sí misma. Eso significaba: «O ella o yo».
La mañana del día siguiente sorprendió a Élochka en la peluquería. Allí perdió su
hermosa trenza negra y se tiñó de pelirroja. Después consiguió subir otro escalón más
de la escalera que aproximaba a Élochka al radiante paraíso donde se pasean las hijas
de multimillonarios que no le llegan ni a la suela del zapato al ama de casa Schúkina.
Con un crédito obrero se compró una piel perro que imitaba la de desmán almizclero.
La empleó en el adorno de un traje de noche.
Míster Schukin, que acariciaba hacía tiempo el sueño de comprar un nuevo tablero
de dibujo, se sintió un poco abatido.
El vestido guarnecido de perro asestó a la arrogante Vanderbilt un primer y
certero golpe. Después le fueron asestados tres golpes seguidos a la orgullosa
americana. Élochka adquirió en el peletero habitual de Fímochka Sóbak una estola de
chinchilla (liebre rusa muerta en la región de Tula), se hizo con un delicioso sombrero
de fieltro argentino y transformó la americana nueva de su marido en una chaqueta de
señora a la moda. La multimillonaria se tambaleó, pero la salvó, al parecer, el amoroso
papá Vanderbilt.
El siguiente número de la revista de modas contenía retratos de la maldita rival en
cuatro poses distintas: 1) vestida con zorros plateados, 2) con una estrella de
diamantes en la frente, 3) con vestido de aviador (botas altas, cazadora verde muy
entallada y guantes recamados con esmeraldas de mediano tamaño), y 4) con traje de
baile (cascadas de piedras preciosas y un poco de seda).
Élochka efectuó una movilización. Papá Schukin tomó un préstamo en la
mutualidad. No le dieron más de treinta rublos. Un nuevo y poderoso esfuerzo recortó
radicalmente la economía doméstica. Había que luchar en todas las esferas de la vida.
Hacía poco se habían recibido fotografías de la miss en su nuevo castillo de la Florida.
También Élochka tuvo que proveerse de nuevos muebles. Compró dos sillas blandas
en una subasta (¡una compra afortunada! ¡no se la podía dejar pasar de ningún
modo!) Sin preguntarle a su marido, Élochka cogió dinero de las sumas destinadas a la
comida. Hasta el día quince quedaban diez días y cuatro rublos.
Élochka llevó sus sillas por el callejón Varsonofevski con gran ostentación. Su
marido no estaba en casa. Sin embargo, apareció pronto, trayendo consigo su cartera
lipa baúl.
-Ha llegado mi siniestro marido-dijo Élochka con voz nítida.
Todas las palabras las pronunciaba con gran nitidez, saltaban decididas de su
boca, como guisantes.
-¡Hola, Elénochka! ¿Y esto qué es? ¿De dónde han salido estas sillas?
-¡Ja-ja!
-No, en serio.
-¡Qué bo-ni-to!
-Sí, son unas buenas sillas.
-¡Es-tu-pen-das!
-¿Nos las ha regalado alguien?
-¡Vaya!
-¿Cómo! ¿Será posible que las hayas comprado? ¿Con qué dinero? ¿Será posible
que con el de la casa? Te he dicho mil veces...
-¡Ernestulia! ¡Descarado!
-Pero ¡cómo se puede obrar así! ¡No tendremos nada que comer!
-¿Y qué?
- Pero ¡esto es indignante! ¡Vives por encima de tus posibilidades!
-¡Bromea!
-Sí, sí, usted vive por encima de sus posibilidades...
-¡No me enseñe a vivir!
-No, vamos a hablar en serio. Yo cobro doscientos rublos...
-¡Qué desesperación!
-No acepto sobornos, no robo dinero y no sé falsificarlo...
-¡Qué espanto!
Ernest Pávlovich se calló.
-Mira bien lo que te digo-dijo por fin-, así no se puede vivir.
-Ja-ja-dijo Élochka, sentándose en una de las nuevas sillas.
-Tenemos que separarnos.
-¿Y qué?
-Tenemos incompatibilidad de caracteres. Yo...
-Tú eres un jovencito gordo y hermoso.
-¡Cuántas veces te he dicho que no me llames jovencito!
-¡Bromea!
-¿Y de dónde has sacado esta jerga idiota?
-¡No me enseñe a vivir!
-¡Oh, diablos!-gritó el ingeniero.
-Es usted un descarado, Ernestulia.
-Vamos a separarnos amistosamente.
-¡Vaya!
-¡Tú no me vas a probar nada! Esta discusión...
-Te daré una tunda, como a un niño.
-No, esto es absolutamente insoportable. Tus argumentos no pueden impedirme
dar el paso que me veo forzado a dar. Ahora mismo voy a por el carro de mudanzas.
-¡Bromea!
-¡Los muebles los repartimos a partes iguales!
-¡Qué espanto!
-Recibirás cien rublos al mes. Incluso ciento veinte. Te quedarás con la habitación.
Vive como quieras, pero yo así no puedo...
-Estupendo-dijo Élochka con desprecio.
-Yo me mudaré a casa de Iván Alekséevich.
-¡Vaya!
-Se ha ido al campo y me ha dejado todo su apartamento por este verano. Tengo
la llave... Sólo me faltan los muebles.
-¡Qué bo-ni-to!
Ernest Pávlovich volvió al cabo de cinco minutos con el portero.
-Bueno, el armario no me lo llevaré, tú lo necesitas más. En cambio, el escritorio,
ten la bondad... y una de estas sillas, cójala, portero. Me llevaré una de estas sillas.
¡Pienso que tengo derecho a hacerlo!
Ernest Pávlovich hizo un lío con sus cosas, envolvió sus botas en un periódico y se
dio la vuelta hacia la puerta.
-Llevas toda la espalda blanca-dijo Élochka con voz de gramófono.
-Adiós, Elena.
Esperaba que su mujer, al menos en esa ocasión, se abstendría de sus habituales
palabritas metálicas. Élochka también sintió toda la importancia del momento. Hizo un
esfuerzo y comenzó a buscar las palabras oportunas para una separación.
Rápidamente surgieron:
-¿Irás en taxi? ¡Qué bo-ni-to!
El ingeniero bajó por la escalera como una avalancha. Élochka pasó la velada con
Fima Sóbak. Estuvieron discutiendo un acontecimiento de excepcional importancia que
amenazaba con trastornar la economía mundial.
-Parece que se van a llevar las faldas largas y anchas -decía Fima, metiendo la
cabeza entre los hombros, como una gallina.
-¡Qué desesperación!
Y Élochka contempló a Fima Sóbak con respeto.
Mademoiselle Sóbak tenía fama de joven culta: en su vocabulario había cerca de
ciento ochenta palabras. Además, conocía una palabra con la que Élochka no podía
siquiera soñar. Era una palabra rica: «homosexualidad».
Fima Sóbak era, indudablemente, una joven culta.
La animada conversación se prolongó hasta bien pasada la medianoche.
A las diez de la mañana, […] golpeó en la puerta […]
-¿Vaya?-preguntaron detrás de la puerta
[…]
La puerta se abrió. […] (La visita pasó) a una habitación que sólo podía haber sido
decorada por una criatura con la imaginación de un pájaro carpintero. En las paredes
colgaban postales de estrellas del cine, muñequitas y gobelinos hechos en Tambov.
Sobre este fondo abigarrado, con el que los ojos hacían chiribitas, era difícil distinguir
a la pequeña dueña de la habitación. Llevaba una batita…
De ILF & PETROV, Las doce sillas, cap. XXII

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