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ME ENAMORÉ AL ATARDECER

Me llamo …, bueno, ¡qué importa!, soy uno más de entonces, pero


sí he de decir que me enamoré al atardecer. Me enamoré al atardecer como
tantos otros jóvenes de mi pueblo, de apellido Polvazares, cuando el sol
trascendía, humillado, entre los montes Cuerno y Teleno y la penumbra de
su ocaso comenzaba a envolver la luz crepuscular.
Nunca podré olvidar aquellas tardes anochecidas, aquellos ratos de
luz lánguida, en los que toda la juventud íbamos contentos a la punta de
arriba del pueblo o al Juego de Bolos para esperar las ovejas. Lo recuerdo
bien. ¡Cuántos años han pasado!
Y recuerdo que, entonces, todas las familias tenían su pequeño
rebaño que proporcionaba lana, leche, pieles, carne o dinero. La escasa
economía de aquella época, la paliaba un poco el producto de este ganado y
la venta de los corderos.
Sí. El pequeño rebaño familiar engrosaba siempre un rebaño común,
grande, gobernado en todo momento por un solo pastor. Hubo pastores
famosos e inolvidables, que eran considerados, si no tenían techo propio,
como un miembro más dentro del seno de cada familia cuando, según el
número de ovejas, les tocaba residir en ella unas fechas determinadas. Y
hubo otro, el último, que era simplemente “el Pastor”, con mayúscula, con
casa y con familia propia, el cual perduró en el oficio muchos años, hasta
el momento de la jubilación, y con el nombre de “el Pastor” hasta el final
de sus días. ¡Tiempos, en verdad, de añoranza!
Me enamoré, es verdad,
como un tonto al atardecer y
declaré mis sentimientos y
ternura esperando las ovejas.
Daba igual que asomara la
luna y regara, atrevida, con
su luz plateada el empedrado de las calles. Daba igual que soplara
impasible, en el invierno, el cierzo frío y mojara la lluvia nuestro cuerpo
joven y ardiente. Daba igual que nevara, porque nuestros chanclos y
galochas podían con todo y eran más fuertes que la blanca nieve,
pisoteándola con denuedo. Daba igual que el calor nocturno del estío nos
hiciera limpiar la frente con el dorso de la mano. Y daba igual también que
las gélidas heladas de las noches más cortas llenaran de frío nuestros
huesos y asomaran sabañones en las manos. Para mí, para todos, la espera
de de las ovejas era casi sagrada. Porque ese lugar de encuentro, a esas
horas, se convertía en los sueños de nuestro corazón y de nuestros deseos.
Los juegos, los cantos, las miradas de soslayo, la incipiente pasión, hacían
que nuestra piel rezumara gotas de amor platónico, exentas siempre, eso sí,
de espinas, para convertirlas en un mar de ilusiones y en un volcán de
fuego que quemaba la impaciencia de nuestros anhelos.
Recuerdo igualmente que sobre los poyos de piedra abandonábamos
nuestras “cayatas”, esperando al ganado, y jugábamos a la bigarda, al aro,
al tacón, al escondite, al corro… Y cantábamos. Y mientras cantábamos
todos juntos, hacíamos guiños y confidencias mudas con nuestro mirar al
chico o la chica que turbaba nuestra mente y enrojecía nuestro rostro. Un
simple roce casual, y ya no digamos disimuladamente consentido,
enardecía la pasión oculta de nuestra alma. Y, todas las veces, en esa eterna
canción cuando al final decía: “tú besarás a quien te guste más”, el que se
encontraba dentro del corro se apresuraba, nervioso pero muy contento, a
dar un beso resbaladizo y sorpresivo, muchas veces, al amor que
obsesionaba sus pensamientos en silencio.
Y cuando llegaban las ovejas, ¡ah!, íbamos juntos calle abajo,
camino de nuestras casas, acompañándolas, con el aliento henchido de
delirio junto a la persona querida. A veces ese arrobamiento era tal que nos
olvidábamos de nuestro deber y permanecíamos largo rato, ensimismados,
charlando a la puerta de la amada. ¡Qué más daba! Sabíamos que nuestro
padre salía también a la puerta del pajar a esperar a sus ovejas, a las que
conocía por su nombre y al que obedecían, sin rechistar, como a buen amo.
Una pequeña reprimenda, por tanto, ¡qué importaba!
Me enamoré así, hace muchos años, al atardecer.

Fernando GARCIA MARTINEZ


Astorga, 03 de Octubre de 2009
(Publicado en El Faro Astorgano el 05 de Octubre de 2009)

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