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EL CONCIERTO DEL GENERAL ©


Registro de Propiedad intelectual
Inscripción N° 169.435
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NOTA PRELIMINAR

En el mes de octubre de 1987, el presidente de la

República, Capitán General Augusto Pinochet Ugarte,

realizó una visita al Conservatorio de Música de La

Serena. Tras su breve estada en el lugar decidió

instaurar una beca especial, destinada a favorecer a

cerca de cien estudiantes (la mitad de los que allí

estudiaban). Su objetivo: que jóvenes de distintas

latitudes proyectaran sus habilidades artísticas en

beneficio del país.

Al año siguiente arribaron a La Serena un centenar de

estudiantes del norte, centro y sur del país.

Sin contar con alojamiento, viático o padrinos – como se

había anunciado originalmente-, un estudiante del norte

del país vivió durante tres años la experiencia de ser un

becado del General. Esta es parte de su historia.

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I

Llovía.

La tierra húmeda nos señaló el camino de las chacras y

caminos semi rurales de las Cuatro esquinas. Aún calles

de tierra, aún alamedas intactas.

Con mamá comprobamos dos o tres direcciones,

aparecidas en una fotocopia enviada por el colegio hacía

unas semanas atrás.

Aquel espacio de La Serena aún olía a campo.

La pensión había sido construida en pendiente. Desde ahí

se observaba la ciudad, aunque las ramas de los olivos e

higuerales cercanos la mostraban seccionada, cortada

como fotos superpuestas completando 160 grados.

Una anciana salió a nuestro encuentro. Nos hizo pasar.

Un grupo de universitarios tomaba onces en el comedor.

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Era una casa de campo; el olor a leña quemada de

alrededor se filtraba por las uniones inexactas de las

maderas.

La anciana le preguntó a mamá qué hacía aquí, ¿es por

pensión?, que nunca había tenido un pensionista tan

chico, mírelo usted, tiene trece y parece que es bajito,

rechoncho, ¿es que come mucho pan, señora? Yo la miré

desde mi inferioridad y divisé sus arrugas, apenas me

miraba; parecía no estar segura si recibir a este nuevo

pensionista.

- Con él no tendrá problemas, es becado, tiene buenas

notas y buena conducta.

Mamá tuvo la intuición que tienen todas las madres y le

dijo a la viejita - que llamaba a su viejo que golpeaba en

el patio la lata de un automóvil viejo- si podía quedarme

allí, que enviaría la remesa de dinero, que yo era

tranquilo, maduro, que en realidad no tendría problemas.

La abuela me miró a los ojos. Creo que leyó a través de

ellos mi futuro, mis anhelos, un par de notas musicales

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colgándose de mis infantiles pensamientos. Luego miró a

los ojos de su esposo.

Aceptó, empujada por mis ojos melancólicos y la

humildad de mi chaleco mojado.

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II

- ¿Por qué trae a su hijo aquí? – le preguntó la

orientadora a mamá. Hacía frío.

- Nos han hablado de la beca. Me dijeron que mi hijo

había sido seleccionado y…

- Claro. En realidad se realizó una preselección. Los

resultados oficiales no han sido publicados aún.

- Pero me imagino que la preselección tiene algún peso.

Hemos estado esperando durante meses la respuesta.

Lo traje porque el semestre está avanzando y porque

deseaba que mi hijo empezara igual que el resto.

- Me imagino, pero me pone en un aprieto: debería

someter a su hijo por el mismo proceso de selección

que cumplen los chicos que desean ingresar al

colegio. Usted comprenderá que muchas familias en

La Serena desean que sus hijos aprendan música.

Ahora, entiendo que usted ha viajado muchos

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kilómetros aquí, que desea que su hijo quede

seleccionado en la beca y, que no estará dispuesta a

que él repruebe el examen de admisión…

- Pero todos los papeles que enviamos a la postulación

estaban en regla. Tiene buenas notas, buen

comportamiento, es excelente músico, eso lo avalan

las cartas de los profesores de la escuela artística. No

me va a decir que ahora le falta dar una prueba de

admisión.

- A ver, señora, un poco de calma. Es cierto: este es un

caso especial. Aceptaremos los documentos que

envió, pero déjeme advertirle: eso no asegura que a

su hijo le vaya bien. Hasta el momento el resto de

becados llegados por su cuenta, no les ha ido muy

bien que digamos.

- Ah, hay otros casos como mi hijo…

- Desde luego.

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Por el ventanal podía percibir el aire de otoño golpear las

ramas desnudas de los árboles de la calle. Por las

ventanitas de la puerta de oficina apenas distinguía, en

los ángulos superiores, algunos pinos del patio. No me

atrevía mirar al rostro de la señora. Salvo esas pequeñas

miradas, mis ojos se concentraron en mis zapatos negros

de escuela, de marca desconocida, gastados en el talón.

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III

Mamá tenía un hermano en Ovalle. En él pensó casi al

mismo tiempo en que imaginó que yo podía obtener la

beca para estudiar música en La Serena. A su casa

llegamos, con maletas y todo a finales de marzo, pocos

días después de la entrevista con la orientadora de la

Escuela de Música.

El tío vivía en la población Tapia. Por esos días la ciudad

no era más que un pueblito con apariencia algo citadina.

Los teléfonos poseían tres números que uno debía dictar

a la operadora, la ciudad ostentaba un solo semáforo,

una sola fotocopiadora y un solo teléfono público. La

gente iba al cine los domingos y en la plaza lanzaba

monedas de cinco pesos, aquellas grandes y plateadas

con el ángel de la libertad estirándose.

Las noches previas a la despedida dormí con mamá en la

cama matrimonial del tío. Sentía en la piel la leve

comezón de los nervios, la expectación de la nueva vida,

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la alegría por lo desconocido y por ser el protagonista de

la historia que mamá contaba a los familiares y primos.

Pero al cosquilleo, ese día domingo, temprano, se asomó

la incertidumbre. Por primera vez reaccioné frente a la

realidad, una realidad ante la cual uno como niño afronta

con un imaginario distorsionado. La vida de uno no es el

argumento de alguna serie de dibujos animados; la

existencia es cruda y demasiado amplia para un pequeño

de trece años. Abracé a mi madre pidiéndole que no se

levantara, que por favor se quedara un rato más.

- Ya lo hemos conversado. Debes ser hombre. Mamá no

va a estar contigo. Si quieres ser alguien en la vida

entonces debes aprovechar esta oportunidad dada por

Dios.

Apenas crucé un par de palabras en el desayuno. Todas

las bromas pronunciadas por mis tíos y madre, la carita

chistosa de mi primo, los colores del comedor, me

parecían crueles, desconocidos.

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En la Alameda de Ovalle, frente a los buses, nos

ubicamos. Ya no aguantaba más y largué a llorar.

- No debes llorar, tú nos tienes a nosotros. Vamos a ser

como tus padres. Puedes venir cuando quieras – dijo la

tía.

Mamá fabricó en el rostro un gesto de neutralidad.

Parecía no afectada con la despedida. Doce años

después, luego de que hubo pasado mucha agua bajo el

puente, me lo dijo llorando:

- Tú no sabes cuánto sufrí ese día. Y todo el viaje me

vine llorando, haciendo como que miraba el paisaje. Si

hasta el auxiliar me preguntó si me sentía mal.

- ¿Es cierto, mamá?

- No. Es aún más: sentí que me moría en vida.

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IV

La profesora me presentó como el compañero que venía

de Arica. Mi ciudad era pequeña, mucho más que La

Serena. Venir de un lugar así, tan olvidado, y poseer la

piel morena, no eran razones que me provocaran

orgullo. Todo lo contrario.

- ¿Qué instrumento tocas?

- Guitarra.

- La chica Mirna toca guitarra. Mira. Esa rubia. Viene del

sur. Mira, éste es el Flavio, alias “Ratón blanco”. Ese

ahueonao, el del primer asiento, es nortino también.

Parece que es de Arica.

- No, de Iquique – rectificó Flavio- Lo voy a llamar al

culiao. ¡Hey, tú!

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- Se llama Walter Sanhueza. Habla como español, con

puras zetas. Tiene un problema en la lengua. ¡Ven,

agilao! – Walter se acercó, sonriente, empujando con

sus mejillas a los ojos que tornábanse chinos por la

acción.

- Y, cómo estamos Zeta – chúpame la corneta-, mira,

aquí un compadre nortino como tú.

- Ah, eres de Arica – Walter me extendió su diestra. Su

mandíbula resaltaba un par de centímetros más que

su cara como una especie de cajonera mal cerrada.

- Sí. ¿Tú de Iquique?

- Claro. ¡Iquique, tierra de campeones! ¿Cómo están los

llamos de Arica?

- No tan huecos como ustedes, los iquiqueños –

respondí, molesto.

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- Hey, culiao, cálmate. Hey Sanhueza, para la zorra,

tratamos de recibir bien al compañero que llegó de

afuera. No la caguís puh.

- Una broma no más. A los ariqueños les decimos así…

- ¿Llegaste hace poco a Serena? – pregunté.

- En marzo, como la segunda semana.

- ¿Eres becado?

- Claro.

- Mierda, ¿cómo chucha lo hiciste? Mi vieja me trajo

poco menos que a la mala.

- Mi viejo es profe del colegio artístico. Movidas.

- No me digas que te pagan alojamiento también.

- No… claro que no. Mi viejo me paga la pensión. ¿Y tú,

tienes familiares aquí?

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- No. También estoy en una pensión. ¿No sabes cuándo

se sabe lo de la beca?

- ¿Eres preseleccionado?

- Sí.

- Como a fin de mes. Pero tranquilo. A mi viejo le dijeron

que tuviera confianza. A la gente preseleccionada era

casi seguro que le darían el billete. Se demoraban en

dar el resultado para que los tipos renunciaran al

beneficio. Les confirmarían la beca a quienes

acreditaran la matrícula en la escuela. Pillerías.

- Mortal.

- Tengo que irme. Llegó la profe. Después conversamos.

- Chao hueco.

- Hijo de puta.

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V

Yo creo conocer el sentir de la gente que no sabe leer y

que lo oculta con mentiras frágiles. Me imagino debe ser

parecido a lo que sienten los músicos que no saben leer

una partitura y que tocan de oído.

En Arica nada más había aprendido a tocar por sistema

cifrado y, cuando me pasaban una partitura, trataba de

chamullar bonito, poner la cara seria y fruncir el ceño,

como diciendo “esto apenas se ve, ¿no tendrán una

fotocopia un poco más legible?”.

El nuevo profesor de guitarra no me preguntó si leía

música. Me hizo tocar algo que quisiera en esa primera

clase y luego me anotó en un cuaderno los números de

lecciones que debía estudiar.

Las primeras eran muy fáciles. Nada más eran repetir

corcheas con cuerdas pulsadas al aire. Las que siguieron

fueron creciendo en complejidad. Pero casi sin darme

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cuenta en pocos días aprendí a leer una partitura,

olvidándome de la vergüenza y mis mentiras.

Las clases de guitarra se daban dos veces a la semana.

Eran individuales, por lo que uno debía estudiar bien para

no pasar un mal rato frente al profesor.

La sala quedaba en el segundo piso. Las del primero

poseían la altura de las construcciones antiguas. La

ventana daba hacia el norte; por allí observaba los días

de invierno, mientras el profesor tomaba la lección a otro

compañero, la cancha de tierra, el huerto con árboles de

chirimoya, las casas de alrededor.

El profesor contemplaba nuestra posición por un gran

espejo situado frente a la silla. Bajo ésta descansaba un

apoya pies. Se ubicaba en distintos ángulos de la sala y

desde ahí escrutaba nuestros movimientos, sobando su

barbilla con la mano, poniendo agudos sus ojos.

Mis compañeros luego me dijeron que desde ahí les veía

los calzones a las niñas. Pero yo no les creía, aunque los

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hechos parecían refrendar dichas declaraciones: muy

pocas niñas estudiaban guitarra en el conservatorio.

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VI

- Yo también soy de Iquique. Igual que tu compañero de

colegio.

- ¿Lo ubicas?

- Ubico a su viejo. Fue mi profe. Acá lo he visto un par

de veces en el departamento de música.

Valenzuela se puso de pie y se dirigió al librero. En el

primer nivel cogió una cajetilla de cigarros Life. Me

ofreció uno. Le dije que no. Prendió un cigarro y lo aspiró

profundo. Prosiguió.

- Antes fui una vez a Arica. ¿Dónde vivías tú?

- En la población Cabo Aroca.

- Ah. Bien punga por allá. Yo tenía una tía que vivía por

Vicuña Mackenna. ¿Puede ser?

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- Claro. Eso es en el centro… ¿También estudias

guitarra?

- Sí. Es decir, estudio pedagogía en música. Tenemos

que escoger un instrumento, aparte de piano, que es

obligatorio. Escogí guitarra porque sabía tocar un

poco. Y tú, ¿por qué guitarra?

- Mi vieja quería que estudiara violín. Pero el profe me

pasó uno y dijo que tenía el brazo muy corto, es que

era chiquitito. Mala onda. Después me llevó a piano.

Pero la vieja se molestó cuando mi mamá le dijo que

no teníamos uno. Entonces como media desganada

me dijo que igual me probaría: empezó a aplaudir y

me pidió que siguiera el pulso con mis pasos. No le

achunté a ninguna. Le dijo a mi mamá que no servía.

Llegué a guitarra porque no había que dar ninguna

prueba y porque mi mamá tenía una en casa.

- Y, ¿te manejas o no?

- Sí, claro. He estudiado cinco años de guitarra

funcional.

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- ¿Te sabís alguna de Silvio?

- Silvio… ¿quién es Silvio?

- ¿No conoces a Silvio?

- Creo que es un guitarrista…

- Un cantautor de la nueva trova. Que raro que no lo

ubiques mucho. Mira, ahí, al lado de los libros, tengo

música de él. Cuando quieras lo puedes escuchar.

- En realidad no conozco mucho de música, salvo la que

escucho en la radio. Mis viejos casi no tienen casets.

- Me imagino que escuchan la radio Cooperativa…

- No. La radio Nacional. La ponen siempre, desde que

iba como en segundo. ¿Por qué?

- ¿Tus viejos van a las concentraciones de Pinocho?

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- Sí.

- ¿Tú también?

- Sí. ¿Por qué?

- No. Nada más preguntaba

Se escucharon dos pulsaciones en la puerta. Como

estaba entreabierta quien golpeaba entró sin mayor

dilación. Se sorprendió al verme. Me saludó. Imagino que

pensó que Valenzuela estaría solo. Traía unas revistas,

que dejó en el escritorio. Sus títulos: APSI, CAUCE,

TRAUKO.

- Gracias compadre – le dijo a mi compañero de pieza.

Luego me extendió la mano- Hola, soy Cristian

Fernández.

- Hola – respondí, luego le dije mi nombre.

Valenzuela se urgió y trató de ubicar las revistas sobre

unos cuadernos que descansaban en el tercer nivel del

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librero, sobre una caja de zapatos. Luego fue por la

cajetilla de cigarros que había dejado en el velador.

- Oye Moco, ¿me prestai tu caset de Pink Floyd?

- Claro.

- Vamos a buscarlo.

- Pero, ¿por qué tan urgío?

- Ah, calmao no más.

Fueron a la habitación. De vuelta prendieron un par de

cigarros en el patio e intercambiaron algunas palabras.

Valenzuela se notaba preocupado. Fernández le

escuchaba.

Cerré la cortina por donde les espiaba y observé el

librero. Libros, cuadernos, cartulinas enrolladas, revistas

de papel amarillo, la foto de Valenzuela con chaleco

artesa y el puño izquierdo en alto.

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VII

Jorge era hijo del profesor de violín. Estudió desde

primero básico en la escuela. Tenía un hermano mayor

igual a él, es decir parecido a Torombolo de las historietas

de Archi. Se acercó una mañana al grupo de los becarios

de la “Legión Extranjera” - forma de referirse a

nosotros- y nos dijo que debía contarnos un secreto. Si

queríamos saberlo era menester acompañarlo en un tour

que duraba un recreo. Está bien, asentimos unos ocho o

nueve compañeros.

- La escuela posee un subterráneo, pero está

clausurado. Sólo algunas salas de él funcionan: ahí,

miren, el inspector Madina instala el equipo de

amplificación. En la otra sala imprimen las pruebas.

Pero no es eso a lo que quiero llegar. Esto antes fue

una especie de seminario de sacerdotes. Hay muchos

secretos en esos rincones de la escuela, pero también

en su historia. ¿Saben quién fundó la Escuela de

Música? ¿Sabes tú? ¿Y tú? ¿Y tú, ariqueño? Chucha,

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nadie sabe. Pero los comprendo: la historia de nuestra

institución no sirve para los intereses del gobierno de

los milicos. ¿Por qué? Se lo voy a explicar, vengan

conmigo.

Nos llevó desde el pasillo al las escaleras que conducían

a la biblioteca que atendía Rosita, una señora antigua

que se vestía con ropa de los años sesenta. Jorge

comprobó que ningún adulto estuviera cerca. Luego

prosiguió.

- La escuela fue fundada en los años cincuenta por

Jorge Peña Hen, un músico amigo de mi viejo. La

orquesta de niños de la escuela fue la primera en

Sudamérica y estaba formada por niños de todas las

clases sociales. El sueño de Peña Hen era que en cada

ciudad debía haber una escuela que enseñara música

a estudiantes de diversa condición. Salió de gira por

Lima, Buenos Aires y otros lugares. Una de sus últimas

giras las hizo a Cuba, más o menos en el tiempo del

golpe militar. Otro profesor de acá, un viejo culiao

fascista, inventó que Peña Hen traía armas

escondidas en los estuches de los instrumentos. Lo

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detuvieron en octubre del 73 y estuvo detenido en el

Regimiento Arica, chucha qué coincidencia ariqueño,

mientras se intentaba emular un juicio. Un grupo de

milicos, a bordo de un avión puma, llegó al regimiento.

Ese día fusilaron al maestro. Mala onda, compañeros.

Yo creo que Pinocho no sabía la historia cuando les

regaló las becas a ustedes. No creo que haya sido tan

caradura de venir a reparar el daño. Eso no importa,

por ahora. Lo que importa es que ustedes conozcan la

verdad, aquella que no aparece en el diario ni en la

tele. No se dejen engañar; la verdad está en los

rostros, está en la música, en las historias que se

cuentan en la calle.

Días después, impresionado por la historia conversé con

Rosita para que me facilitara alguna biografía de Jorge

Peña Hen. Extrañamente en medio de todos los libros no

había siquiera una. Perdón, hijo, es que se las han llevado

todas.

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VIII

Una noche, en plena cena, no aguanté más y me fui

corriendo a la habitación. Tirado sobre la cama eché a

llorar. Extrañaba tanto a mis padres, mi casa, los juegos

con mis hermanos. La abuela Cristina golpeó la puerta y

me preguntó desde afuera qué me pasaba. Yo le dije que

estaba bien, aunque me dolía un poco la cabeza y que no

seguiría comiendo. Ella no insistió y me dijo que me

abrigara bien y que si me seguía doliendo la cabeza que

fuera a buscar una pastilla a su dormitorio.

Los días que siguieron no fueron menos tristes. Deseaba

oír la voz de mamá por teléfono pero en ese tiempo mis

viejos ni soñaban siquiera tener una línea en casa pues

era tan caro y ningún conocido poseía teléfono como

para llamar ahí. Pero tampoco mamá decidió escribir

carta alguna, salvo un mes después, cuando me

acostumbré a vivir solo y a no saber nada de la familia.

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- ¿Te afectó mucho eso en tu vida? – me preguntó la

psicóloga, años después.

- Me imagino que sí. Se supone que las madres siempre

se preocupan de sus hijos. Bueno, si no siempre, al

menos en la mayoría de los casos.

- Ella te lo ha explicado. Quería que te hicieras hombre.

Pensó que quizás iba a ser más difícil para ti el estar

en contacto todos los días contigo; te bajaría la

nostalgia, querrías volverte a la ciudad.

- ¿Cómo pueden vivir dos padres sin saber noticias de

su hijo en al menos un mes? Doctora, yo tenía trece

años.

Pero me equivocaba. Para mis padres el tema no les era

indiferente.

En una de las pláticas posteriores, mamá me refirió sobre

un encuentro que había sostenido con la madre de un

carabinero, implicado en el caso de los dinamitados de

Calama, a fines de los años ochenta. Su hijo días antes

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había sido fusilado por participar en el incidente. Mi

mamá, le contó de su pena, sin saber el calvario que

vivía ella. Nada más le dijo:

- Señora, al menos su hijo está vivo.

Uno de esos días recibí una carta de mamá. Estaba

escrita en papel anaranjado en cuyo fondo se mostraba

el morro de Arica en su esplendor. Mi hermano mayor

también me escribió una carta y mis dos hermanos

menores una notita llena de faltas de ortografía. Papá no

me escribió nada y debo confesar que nunca esperé nada

escrito de él pues apenas sabía escribir. Nada más me

mandaba saludos a través de mamá.

Las cosas en la casa andaban bien. Cuando hablo de bien

me refiero a que se presentaban normales para el estado

de cosas que eran siempre: el furgón Mitsubishi L 100

con una pana chica (en él solían trasladar a escolares),

mi papá en su peluquería sin mayores sobresaltos, mi

hermano mayor en segundo medio, dibujando historietas

como siempre. …l me contaba que mis papás habían

plantado una enredadera que daba muchas vainas de

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algo llamado caigua. Y bien, luego las sacaron y las

llevaron al mercado para vendérselos a los ferianos. Y

que al comienzo a ellos no les había interesado para

nada hasta que mi viejo les insistió, entonces las

vendieron súper rápido y todas las semanas sacaban

algo. Así mamá se compró una tetera nueva y adquirió

después una radio doble casete con ecualizador que

ocupaba mi hermano mayor.

La carta la guardé durante años en mi billetera. Era una

especie de amuleto. Aunque pocas veces escuché de mis

padres que me querían – porque seguramente no estaba

dispuesto a oírlo, sumergido en las aguas del rencor-

extraía el papel anaranjado y leía una y otra vez aquellas

palabras. Mi hermana chica me contaba en una de ellas

que mi tía había tenido una guagüita y eso me parecía

divertido, porque mi prima ya era una adolescente. Si no

existe una máquina del tiempo, al menos existen ciertos

dispositivos que nos hacen viajar a través de él: frascos

de perfumes abiertos, objetos, canciones, también

cartas dobladas.

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XIX

La confirmación de la obtención de la beca coincidió con

la entrega de las notas de las primeras pruebas rendidas:

la más alta era un cuatro uno, la más baja un dos tres.

En la práctica del instrumento, sin embargo, avanzaba a

pasos agigantados. En pocas semanas ya había

sobrepasado en lecciones aprobadas al más eximio

guitarrista de mi nivel. Pensaba en eso cuando dictaban

las calificaciones o recibía en mis manos los papeles

mimeografiados llenos de gritos rojizos y notas

insuficientes.

A Sanhueza le iba un poco mejor, pero en relaciones

humanas las sufría montones. No bastó más que la

profesora de Castellano pidiera un voluntario para leer un

fragmento del Cantar del Mío Cid y él, como florero de

mesa entonces alzó la mano – de nuevo el Zeta,

pintamonos el culiao- y bien, qué bueno, compañero

nuevo y bien participativo, tú, hijito, cómo que te llamas

y él, Walter Sanhueza, profesora, que bien, que bien,

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página 156, señor Sanhueza y el resto se queda callado

para escuchar al compañero y él que se pone de pie, y

empieza sobrado, alzando la voz como hombre grande,

lee, hasta finalizar con las palabras:

- ¡¡Qué hazes, qué dizes!!

Y, como era de esperar, todos prorrumpieron en risas y

él, que se pone rojo, y la profesora no sabe lo que está

pasando, serio se sienta Sanhueza, cruza los brazos y

mira alrededor, sus ojos lagrimean, saca su pañuelo de

tela, se lo pasa por la frente, luego por las narices y

escucha el eco de media docena, una docena, dos

docenas de voces inciertas que repiten el eco de su voz

con las palabras finales qué hazes, qué dizes, y la

profesora entonces dice ¡Basta, quédense callados,

chiquillos, por favor! Y entonces yo me doy vuelta para

mirar a Walter y él se ha tendido sobre sus brazos

cruzados y llora y sobre su boca que asoma al final de su

mandíbula saliente, partículas de saliva se cuelgan como

montañista en el filo de una roca destemplada.

- No llores, Walter – le dije, rato después.

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- No, si no lloro por eso – me explicó.

Entonces caí en cuentas de que yo no era el único que

estaba solo en el mar extenso de la vida nueva.

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X

Cuando chico creía conceptualmente en milagros, pero

me desanimaba al pensar que nunca me ocurrirían. Ese

viernes, sin embargo, el desánimo desapareció y sentí

que el cielo me daba una bofetada por incrédulo.

El lunes sería feriado y deseaba viajar a Ovalle para estar

con mis tíos. El problema es que no tenía dinero y me

hacía ya la idea de encerrarme en mi pieza a leer y a

escuchar música, a lo más salir a caminar por el cerro.

Pero mientras estaba en clases la secretaria de la escuela

me fue a buscar, diciéndome que tenía un llamado de

una tal señora Nancy, que debía ir a una dirección pues

tenía un encargo de mi tío.

Caminé cerca de quince cuadras hasta llegar a la calle

Huanhualí. Allí se encontraba la casa. Apareció una

señora blanca, de pelo castaño que me saludó afable y

me preguntó si yo era el sobrino del colega de su esposo

y yo le dije que sí, entonces me dijo que mi tío le había

mandado a través de él algo de dinero para que yo

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pudiese viajar ese fin de semana, pues como era extenso

entonces me invitaba a estar con él.

Me pasó quinientos pesos en un billete. Lo metí en mi

bolsillo y le di las gracias. Se quedó unos segundos

mirándome; lo comprobé después de dar cinco zancadas

hasta el frontis de la siguiente casa. Le moví la mano

para despedirme de nuevo y ella rió. Caminé rápido hacia

el este, luego doblé por González Videla hasta dar con La

Higuera, la calle en la cual se levantaba la pensión.

Aún tenía tiempo para cambiarme y dirigirme hasta

avenida Balmaceda. La abuelita lavaba ropa en su artesa,

detrás de la casa, en el extenso patio trasero en cuyas

tierras se levantaban fuertes olivos y otros árboles

frutales. En ese espacio a veces me sentaba a ver el

atardecer mientras el viento abofeteaba con furia las

ramas de los árboles.

La abuela me saludó con un beso. Sus manos olían a

tabaco y es que desde temprano hasta la noche se

sorbeteaba cerca de dos cajetillas y por eso la pensión

olía a humo en cada espacio. Me dijo que ya había

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empezado a extrañarme y antes que yo le dijera me

preguntó si es que viajaría a Ovalle. Yo le respondí que sí

y le conté lo que feliz estaba, diciéndole que mi tío me

había dejado algo de dinero, que ya me hacía la idea de

estar en La Serena aburrido y solo. Ella me dijo que no

pensara que yo estaba solo, que ella estaría conmigo y

que la tratara como si fuese mi propia abuela. La miré y

le dije gracias, pero no me tomé mucho las palabras,

quizás pensando en la mirada de mamá y su peculiar

abandono. Me di media vuelta y fui a preparar mi bolso

para viajar.

Valenzuela leía sentado en el escritorio de la habitación.

Usaba unos lentes de acetato, muy grandes, de color

café claro. Me saludó algo desganado y me ofreció un

poco de Coca Cola que yo rechacé pues no tenía mucha

sed. Le dije que me iría a Ovalle. Entonces me preguntó

si no tenía inconvenientes en que él y algunos

compañeros de pensión hicieran una celebración esa

noche en la pieza. Y qué celebran, inquirí y él me dijo que

Richard, un ex pensionista, se había recibido de ingeniero

en minas y puta que le había costado y que habían

juntado unas monedas para comprar una cervezas y unos

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pititos. Yo le dije que estaba bien, que carretearan no

más, no porque quería que lo hicieran sino porque sabía

que la abuelita era un poco Pinochet y que si armaban

escándalo agarraría de las alas a los tipos y los sacaría de

la casa de una patá en el culo.

A poco de despedirme de Valenzuela, apareció la abuelita

besando un pucho de cigarrillo nuevamente. Que el Alex

también se va a Ovalle, quién es él, le pregunté yo y ella:

es mi chiquillo que está desde el año pasado, cómo que

le dicen mijo y el Valenzuela, ah, el Cocciante, sí, él, se

va ahora, le dije que si lo podía acompañar a usted, mijito

que es tan chico y que se puede perder. Ya abuela, le

respondí yo, si quiere me voy con él.

Poco rato después apareció Alex, vestido con jeans,

bototos y chaqueta de cuero. Nos habíamos topado un

par de veces en el almuerzo, pero apenas

conversábamos. Conocía a mi tío pues vivía cerca del

local en el que trabajaba.

- Mi viejo tiene camiones. Siempre está viajando al

norte. ¿Cuándo viajas para allá?

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- De aquí hasta fin de año.

- Quizás mi viejo podría llevarte. Oye, cambiando de

tema ¿tienes algún documento de estudiante?

- No. No traje nada. ¿Por qué?

- Para tratar de pagar menos. ¿Cachai eso o no?

- No.

- Hay que engrupirse al auxiliar. Pagas la mitad. Pero

necesitas pase escolar y labia. Pero mira, no te hagas

drama. Subimos, luego de un rato te haces el dormido

y yo le digo al tipo. Es más o menos fácil, más cuando

el auxiliar es ovallino.

- ¿Por qué?

- Porque son puros huasos. Yo no, obviamente, sino

esos cabritos que por verse trabajando con corbata ya

se creen la raja.

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- ¿Por qué te dicen Cocciante?

- Puta, te lo dijo Valenzuela. Ese comunista de mierda,

además sapo el culiao. No… por nada.

- ¿Te gusta Ricardo Cocciante?

- No. Los hueones me dicen así porque el año pasado

cuando llegué a la pensión me ponía a contar las

historias de un chofer que trabajaba pa mi viejo. A ese

hueón le decían Cocciante porque era chico y tenía el

pelo como champa. ¿Tú tienes algún sobrenombre en

el colegio?

- Algunos que no saben todavía como me llamo me

dicen: “Hey, tú de Arica”. El resto me llama por mi

apellido. ¿Qué estudias tú? Se me olvidó.

- Castellano y Filosofía. ¿Te gusta castellano en el

colegio?

- Un poco. A veces escribo.

40
- ¿Sí? ¿Qué escribes?

- Poemas. Una vez escribí un cuento también.

- Hey, espera, ahí viene el Expreso Norte. Nos vamos en

ése. ¿Te parece?

- Ya puh.

41
XI

Los fines de semana en Ovalle eran tranquilos, a decir

verdad, demasiado. Corría por las calles ese aire seco y el

hálito del sol parecía quemar las plantas y el pasto de las

plazoletas. Apenas me animaba a pasear por aquéllas

que en dos fines de semana ya me sabía de memoria y

prefería intentar jugar con mis primos o ver televisión.

Desde la ventana de la casona arrendada por el tío veía

la ciudad en su letargo silencioso. Vivir en la población

Tapia, por donde se erguía la rampa, era una aventura

digna de vivir. La rampa era una especie de zigzag de

hormigón armado dispuesta para el tránsito de peatones.

Mis tíos vivían en la tercera vuelta. Dos más y uno

lograba alcanzar la calle que desembocaba en la planicie

donde terminaba el cerro. Mi primo, que era chico en ese

entonces, subía a la bicicleta y se echaba a correr sin

ocupar frenos desde la puerta de calle hasta la vereda

del plan, hasta que una vez le salió un niñito que venía

subiendo y tuvo que esquivarlo, terminando con la

cabeza incrustada en un jardín de mantos de Eva y

42
enredaderas de los bordes del zigzag. Y qué te pasó

Carlitos, le preguntó mi tía y él me miró y yo: lo que pasa

es que mi primo se tropezó con una piedra y se cayó al

jardín. Entonces mi tía me mandó a comprar parches

curitas y algodón al centro y yo fui en la bicicleta de

Carlitos, pero ni jodiendo pensé en bajar la rampa en bici,

sino que la bajé caminando, con la bici al lado como niño

tontito, pero qué, mejor así que me sacara la cresta como

mi primo que igual era caradura pues se tiraba desde el

techo cuando rescataba la pelota que pateábamos en el

patio.

Mis tíos me estimaban harto. A veces el tío me llevaba al

lugar donde trabajaba, cercano a la feria de la ciudad.

Era un galpón que olía a agroquímicos. Con mi primo, y

sin que se diera cuenta aquél, trepábamos por los sacos

de azufre y urea y nos lanzábamos al suelo o nos

escondíamos el uno del otro y pasábamos mañanas

enteras persiguiéndonos entre esas murallas de

fertilizante.

A veces el tío me preguntaba cómo estaba mamá. Y

como yo no tenía muchas noticias de la casa, nada más

43
le decía lo mismo siempre, hasta que percibí que repetía

y que el tío lo notaba poniendo la cara medio rara.

Entonces luego, en mis respuestas, cambiaba las

palabras y de ese modo mis nuevas del norte le caían

bien a mi tío.

Mi tía tenía familiares en Montepatria. Ella había nacido

allá y sus padres aún vivían en una casona larga y

antigua de dicho poblado. Casi fin de semana por medio

mis tíos y primos viajaban allá; la extensión del tranque

La Paloma era conmovedora; me acordaba de las veces

que pasaba por debajo del morro de Arica cuando niño y

encontraba tan imponente a ese monstruo rocoso. Sentía

aquel sabor en la piel cuando contemplaba ese mar de

agua dulce, parecido al océano que acariciaba las tierras

áridas de mi natal ciudad.

Ese fin de semana fue distinto a los otros. Entrada la

tarde del sábado, cuando el sol se había diluido dejando

una mancha anaranjada en el poniente, un movimiento

de perros vecinos rompió la calma del momento. Mi tía se

asomó por la ventana, secándose las manos con el

mantel de cocina.

44
- Parece que llegó la Paola – dijo.

Yo le pregunté a mi primo que quién era. “La prima, la

hija del tío Mario”, respondió.

La tía descendió por las escaleras del patio y conversó

con ella mientras le ayudaba con unos bolsos y me pedía

que prendiera las luces pues ya empezaba a oscurecer.

Mi tía nos presentó y al comienzo como que no nos

caíamos muy bien, pues no cruzamos ninguna palabra

durante las onces. Pero a la mañana siguiente, mientras

ella trapeaba el piso y yo alistaba mi bolso para retornar

a La Serena, ella me preguntó que por qué era tan

callado y yo le respondí que era así porque seguramente

salí a papá, que apenas hablaba con la gente. Pero no le

dije que yo creía que papá no hablaba porque

acostumbraba a tartamudear y para más remate, no lo

hacía muy bien pues había crecido en el altiplano

comunicándose con su gente en lengua aymara.

Rato después me preguntó si quería acompañarla a

comprar a la verdulería de la calle Vicuña Mackenna pues

45
debía cocinar. Yo le dije que sí. Carlitos nos acompañó

premunido de su pelota de fútbol.

Paola tenía mi edad y era la hija mayor del mayor de mis

tíos por parte de familia materna. Había vivido un

tiempo en Los Álamos cerca de la abuela y luego en

Quillón. Sus padres se dedicaban a la agricultura,

cuidando tierras de hacendados quienes le permitían

sembrar algunos vegetales en sus terrenos. Pero las

cosas en el sur no estaban muy bien y mi tío, papá de

Carlitos, lo contactó con uno de sus clientes y éste le

ofreció el trabajo de cuidar un viñedo y su casa de

campo.

Allí habían llegado hace pocos meses mis tíos junto a sus

hijos Paola, Mario – mi primo- y Paulina, la menor. Paola

estudiaba en el Liceo de Niñas de Ovalle, por eso vivía

durante los días hábiles en la ciudad y los fines de

semana iba a ver a sus padres. Pero a veces no

retornaba, a petición de mi tía, pues deseaba que la

ayudara cuidando a los niños, lavando la ropa o

haciendo aseo, labores que me parecían traían en los

genes mis primas por el lado de mamá.

46
Mi vieja comenzó a trabajar en casa particular cuando

era una niña de doce años. Primero en sectores aledaños

a su tierra y después viajando a algunas ciudades del

centro del país. Finalmente llegó a Arica, acompañando a

sus patrones. En esta ciudad conoció a mi padre, a fines

de los sesenta. Entonces dejó el carácter trashumante,

mi padre le pidió que dejase de trabajar y se dedicó a

criar a sus hijos.

El mismo perfume de ascetismo por las labores

domésticas podía advertir en mi prima. No realizaba sus

tareas de casa a regañadientes, todo lo contrario, parecía

que disfrutaba haciéndolas como cuando uno juega a la

pelota o chapotea en la playa. Mientras ayudaba yo me

las pasaba mirando por la ventana la ciudad, tocando

guitarra o escribiendo algunos poemas. Apenas ayudaba

en la casa y es que dicen que los hijos de los padres

trabajadores nacen cansados. Quizás sea cierto, así como

que los artistas somos inútiles en las cosas de la vida

práctica.

- ¿Y cómo es Arica?

47
- Bien, es decir, normal.

- ¿Tú nunca fuiste al sur donde la abuelita?

- No. En realidad siempre les decíamos a mis papás que

nos llevaran pero nunca pudieron porque igual salía

bien caro.

- ¿No conoces a los abuelos?

- No. En realidad los conozco por fotos y por lo que

hablaba mamá y los tíos.

- ¿Y te gustaría conocerlos?

- Sí, claro. Me imagino que tú los conoces de sobra.

- Sí. Mis papás vivieron un tiempo en la casa de la

abuelita. Yo le ayudaba con las tareas del campo:

ordeñar las vacas, recoger los huevos de los

gallineros, sacar agua del pozo. Era harto sacrificado,

48
porque teníamos que caminar en plena lluvia y barro

para ir al colegio.

- ¿Y te gustaría volver a vivir ahí?

- No sé. Quizás si la abuelita se enfermara. Ahora tiene

un niño que la ayuda. Es un poco menor que nosotros.

Se llama Yeyo. A veces me acuerdo y me baja la pena.

La vida del campo es muy dura.

- ¿Qué te gustaría hacer después de terminar de

estudiar?

- Me gustaría casarme y ser mamá.

- ¿No te gustaría ir a la universidad?

- No, fíjate. Sueño con tener una casa propia, y no

moverme de ella. Mis papás han sufrido harto por eso.

A veces escondida, he escuchado a mamá reclamarle

a papá que parecemos gitanos, que cuando vamos a

establecernos en un lado y tener una vida normal. ¿Y

tú, qué quieres ser?

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- No sé todavía, quizás un gran concertista. Lo que sí

me gustaría cuando grande es tener una casa bonita.

- ¿Cómo así?

- La casa de mis viejos me da un poco de vergüenza. La

reja es de madera y está toda destartalada. El

cholguán que separa la ducha del patio está doblado y

el baño no tiene techo. Mi viejo le puso una tabla

sobrepuesta.

- Pero al menos tienen casa propia.

- Sí, tienes razón. Pero igual me daba julepe invitar a los

compañeros de la escuela. ¿Qué vas a cocinar hoy?

- La tía me pidió que hiciera estofado de pollo. ¿Te

gusta?

- Sí, de más.

50
XII

Sanhueza apareció ese día con un par de lápices cuyo

rótulo decía: Televisión Nacional de Chile. Ratón Blanco

les preguntó de dónde los había sacado y él le respondió

que se los había dado un productor pues actuó de extra

de la teleserie “Bellas y Audaces” que rodaba algunos

capítulos en la ciudad por esos días.

- Soi pintamonos, hueón – le dijo y le tiró uno de los

lápices al otro extremo de la sala.

Yo le pregunté si había visto a algún actor y él, claro: vio

al que interpretaba a Marcello; también a la Fernanda –

puta la mina rica- y al galán Esteban Greve, que no

paraba de fumar; después de un rato al tipo se le había

antojado tomar algo y lo mandó a comprar una Coca Cola

y él, como verdadero ahueonao se la fue a buscar rápido,

tanto que se tropezó con la cuneta y se sacó la chucha –

pero ariqueño, no le digai a nadie- y después se la fue a

dejar y el culiao le había dado un billete de luca y yo:

51
puta hueón soi suertudo, y él alzando la voz pa que el

resto cachara: y mira, acá tengo la botella que el

compadre tomó y el Ratón Blanco: puta hueón pajéate

ahora y el profesor que estaba en la sala lo cachó y lo

mandó a llamar y qué se te ocurre que es esto, la feria o

el estadio, y al imbécil le pusieron la feroz anotación y

estaba muy achacado porque era uno de los mejores

promedios y tenía muy buenas notas y buen

comportamiento y amenazó con el puño al Zeta y éste

nada más se rió con la cajonera mal encajada y

poniéndose chino y el Ratón Blanco más caliente quedó y

se golpeó la palma izquierda con el puño de la derecha y

pudimos leer en sus labios un te voy a sacar la chucha.

Rato después me vinieron a buscar de secretaría. Me

llamaban de Arica.

- Aló – dije

- Hola hijo, cómo estás…

- Mamá, qué bueno escucharte. Estoy bien.

52
- Qué bueno hijo. Te llamo rápido porque es caro,

aunque aquí en la oficina de ENTEL es un poco más

barato que en otro lado. ¿No crees que se enojen

porque te llamo al colegio?

- No mamá, no creo.

- Tu papá está aquí, te quiere saludar. // Hola hijo.

- Hola papá.

- Estás bien tú, hijo.

- Sí papá.

- ¿Cómo te ha ido? ¿Has sacado buenas notas?

- (Chucha, qué digo) Sí, me ha ido bien. Es un poco

difícil, pero igual se puede.

- Hijo, soy yo, la mamá, tus hermanos están bien. Te

extrañamos harto. Estudia harto. Quizás estos días te

mando alguna encomienda. Saludos a tu tío.

53
- Gracias por llamar.

- Chao hijo. Pórtate bien, estudia harto. Recuerda pedir

a Dios todas las noches. ¿Cuándo vas a Ovalle de

nuevo?

- Quizás este fin de semana.

- ¿Cómo está la abuelita de la pensión?

- Bien, ella me trata muy bien.

- Dile que la próxima semana le mando el dinero de la

pensión, es que con tu papá estábamos haciendo los

pesos. Pero no te preocupes, ya juntamos el dinero.

Bien mijito, me despido porque se va a cortar. Dios te

bendiga. Adiós.

- Chao mamá.

- ¿Estás bien? Noto como que estás llorando…

54
- No mamá, es que estoy un poco resfriado. Es eso.

- Cuídate.

Corté y, escondiendo mi rostro entre las cortinas de la

oficina de la secretaria, esparcí las lágrimas con el dorso

de mis manos. El paisaje nublado de afuera se veía

incierto con los ojos húmedos; se acercaba la secretaria y

en dos segundos debía impostar gestos de normalidad en

mi rostro.

- Todo bien, hijo.

- Claro.

- ¿Usted es del norte?

- Sí.

- ¿Es uno de los becados?

- Claro.

55
- ¿Y vive con sus padres aquí?

- No.

- ¿Y con quién vive?

Antes de pensar y articular una respuesta, prorrumpí en

llanto. La secretaria, acercándose a mí, me dijo que no

llorara, que todo estaría bien, que mis padres estaban

preocupados de mí y que si deseaba ocupar el teléfono

para recibir llamadas, podía hacerlo todas las veces que

quisiera.

56
XIII

Había surgido un problema no contemplado dentro del

listado de dilemas previstos: los niños de trece años no

podían girar desde una cuenta bancaria. Es lo que me

explicó el agente del Banco del Estado la vez que fui a

retirar el dinero de la pensión.

- ¿Y cómo lo puedo hacer?

- La única solución que te puedo dar es que tu mamá o

papá deshagan el depósito y que lo envíen a otra

cuenta de alguien mayor de catorce años.

- Es que soy de Arica, casi no conozco a nadie aquí.

- Busca a algún tutor, un padrino, por último un

profesor que sirva para que te retire el dinero.

- He esperado dos horas en la fila y usted me dice esto.

57
- Los siento, hay leyes que hay que cumplir. Yo no soy

quien las redacta. Soy un trabajador más aquí.

- (Viejo reculiao). Gracias de todos modos.

Durante el almuerzo conté mi drama a los pensionistas,

incluida la abuelita. Valenzuela me dijo que él tenía

libreta azul del banco, que si quería mi vieja podía

depositar ahí y que me pasaría sin dramas el dinero. Me

quedé un rato pensando. Luego le dije que bueno.

Como todas las tardes – salvo las que iba a clases de

Teoría y Solfeo o Instrumento-, desempolvaba la pequeña

radio de Valenzuela e intruseaba su pila de casetes

piratas, buscando sonidos nuevos para degustar.

Ese tiempo mis ojos se abrieron a una infinidad de

horizontes paralelos que nunca se presentaron con

anterioridad. Escuché con oídos ávidos música de la

Nueva Trova cubana, del Canto Nuevo, también de Los

Beatles, Leo Masliah, algunos rockeros argentinos, entre

otros. Mis lecturas descubrieron a los cuentistas

contemporáneos, a la gente del Boom y algunos textos

58
periodísticos referidos a los días posteriores al golpe. Aun

cuando me confesaba un devoto pinochetista, me

devoraba las revistas que Valenzuela guardaba en su

librero, pensando en que quienes escribían a través de

ellas eran gente resentida, que falseaban la verdad que

con tanta vehemencia era profesada por el general y su

comitiva de hombres serios.

Pero los momentos felices no duran para siempre. Un día

Valenzuela me entregó el dinero enviado por papá para

pagar la pensión. La cantidad, sin embargo, no coincidía

con lo que mamá me había indicado por teléfono. Mi

compañero de habitación era buena gente y no dudé de

él, es más, creí que mamá se había equivocado en sus

cuentas. Pero días después comenté el tema con Pitufo,

el estudiante de ingeniería, y él me empujó a dudar de

mi compañero de pieza.

- ¿Y no has visto la libreta de él? – me preguntó.

- No, no se la he pedido.

59
- Como si fuera muy hueón. Ni cagando te la va a

mostrar. Tenís que sacársela. ¿Dónde guarda sus

cosas?

- No sé, tiene algunas en el librero.

- Busca la libreta. De ahí me avisas. Nos vemos.

- Gracias, Moco.

- Hey, hey, calmao, no te he dado la suficiente

confianza, pendejito.

- Disculpa; gracias socio.

- Ahí está mejor. Avísame.

Una tarde en que Valenzuela había salido, me dediqué a

buscar su libreta de ahorro para confirmar quién tenía la

razón, mi madre o él. Removí los libros, las columnas de

casetes, los afiches enrollados, las tazas, el café, el

portarretratos. Nada. Sólo restaba revisar la caja de

60
zapatos. Puse sangre de pato y bajé la caja, ubicándola

en mi cama.

La libreta se hallaba bajo unos panfletos y una bolsa de

miguelitos. Me dio un poco de miedo. Yo sabía que

Valenzuela, el estudiante de Pedagogía en Música, era

de izquierda, pero no cachaba que era un extremista, de

acuerdo a mi percepción adolescente. Pero me interesaba

el tema del dinero, así que saqué con cuidado la libreta y

la abrí, poniendo en el portapapeles de mi mente la fecha

en que mamá envió el dinero. Ahí me desayuné con la

verdad: Valenzuela me había cagado con quinientos

pesos.

Enojado seguí intruseando sus pertenencias: más

panfletos, hijo de puta, cinco o seis revistas de carácter

clandestino mimeografiadas, comunista culiao, un

manual para recargar tarros de pintura en aerosol.

Maraco.

Al otro día planifiqué la venganza: al llegar del colegio

vacié su caja de zapatos en pleno patio, justo bajo los

61
bordes de la pileta que ahora hacía las veces de jardín de

plantas diversas.

Valenzuela llegó rato después súper urgido, casi llorando,

es que compadre cómo se te ocurre hacer eso, tú no

sabes que esto es muy grave y si alguien se llega a

enterar me pueden meter preso y más, me pueden sacar

la chucha a palos o meterme corriente en los cocos, si te

debía plata fue un error de cálculo, no fue mi intención,

verdad, compadre.

Como era de esperar Valenzuela me devolvió los

quinientos, pero nunca más tuve cara para pedirle su

radio chica y sus casetes tan mortales, aunque piratas. Al

parecer yo era el que había salido perdiendo.

62
XIV

Fue un día sábado de mañana, lo recuerdo muy bien pues

el hecho cambió mi vida en forma drástica (aún no sé si

para bien o para mal). Sentí leves cosquillas en el

vigésimo primer dedo que poseemos todos los hombres.

Para procurarme alivio lo tomé con mi diestra y rápido,

violento, comencé a rascarlo, con tan mala suerte que

empezó a despertar entre mis otros dedos y asomó en el

orificio del cono superior transformado en una guayaba

rosada, en la cara hinchada de un bebé de días, en un

tubérculo terso y brillante. Sentí que bajo mi estómago

se convocaba la fuerza de algo nunca antes

experimentado, por lo cual creí que me orinaría en el

acto, pues percibí que un desconocido y potente humor

surgiría por el conducto vital. Pero no fue así: tres

escupitajos lácteos volaron por los aires, llegando el

primero a la muralla, el segundo al cubrecamas de La

Ligua y el tercero, a las sábanas amarillentas del lecho.

Con un chucha, qué es esto en los labios, me levanté

rápido, antes que doña Amalia, la ayudante de la

abuelita, llegara a hacer aseo en la habitación. Tomé un

63
calcetín sucio y limpié los restos de líquido de los

elementos afectados. Después me fui al baño y examiné

al miembro protagonista del incidente. Rato más tarde,

luego de la ducha, y luego de pensar en el hecho, llegué

a la conclusión: me había llegado el desarrollo.

Los siguientes días mi vida seguía normal, salvo por un

detalle: mi libido funcionaba a toda máquina. Me

encerraba por horas enteras en el baño imaginando

romances con musas de características amazónicas,

flirteando con las heroínas de las páginas centrales del

diario La Cuarta los días viernes, haciendo con mi mano

una metáfora de las entrañas de las mujeres que me

miraban con candidez en esas fotografías. Así me las

llevaba desperdiciando vida en el arco del WC o con más

puntería en la laguna transparente de su garganta ávida

de desechos humanos.

Los pensionistas no eran tan cándidos como yo

imaginaba a mi favor. Hacía días me habían sacado el

rollo y solían esperar afuera del baño que yo saliera para

golpearme la espalda y decir te tocó estrenar hoy día o

cuidado, te van a salir pelos en la mano o tanto rato

64
conversaste con la Manuela Palma Callosa o estás

haciendo justicia con tus propias manos y yo nada más

me hacía el leso, pero rojo de vergüenza y cuando

pensaba en esto mientras el profe de Educación Física

nos hacía correr tres o cuatro vueltas al colegio,

prometía que nunca más lo haría, pues me cansaba

mucho y casi no llegaba con fuerzas a esas clases,

aunque al siguiente día volvía a mis andanzas y en mis

pensamientos no había mujer que se escapara de mis

perversas y boyantes alucinaciones, por más fea que

fuese o por más aplastada en años se encontrara.

Mis padres nunca me habían hablado de eso; las

versiones no oficiales las conocía en pláticas de escuela y

relatos pornos que algunos compañeros llevaban

escondidos entre sus cuadernos. Pero nunca reclamé a

mis viejos por aquello; la sexualidad de uno es una

especie de regalo de navidad que uno mismo debe

descubrir. Si te regalan un auto a pilas entonces leerás el

manual de instrucciones y lo usarás o si te obsequian un

Lego, armarás el mono que veas en la foto. En realidad

nunca imaginé a mis padres diciendo: “La sexualidad es

esto y aquello y saca tu cuaderno pues hay que tomar

65
apuntes”. Así como todas las cosas de la vida uno

aprende en el momento, improvisando, aplicando sentido

común, haciendo preguntas indirectas para no despertar

sospechas.

66
XV

Una mañana de lunes, luego de que se publicaran los

resultados de los que obtuvieron la Beca Presidente de la

República, los directivos del plantel organizaron un acto

para destacar los méritos de los estudiantes beneficiarios

y ensalzar la figura del comandante en jefe del ejército.

No se hizo pasar a la totalidad de becarios al escenario –

hubiese subido la mitad del colegio- sino a los miembros

de la “Legión extranjera” : dos compañeros de Arica, uno

de Iquique, tres de Copiapó, uno de Huasco, dos de

Vallenar, una docena de Coquimbo, uno de Vicuña, tres

de Ovalle, uno de Los Vilos, uno de Panguipulli. El resto

se quedó en las filas mirando cómo recibíamos un

diploma en cuyo rincón se dibujaba la insignia del

colegio. Mis notas eran tan malas que me dio un poco de

vergüenza estar allí sobre el escenario recibiendo

felicitaciones. Pero bien caradura esbocé una sonrisa y

mis compañeros de abajo me gritaban: “¡Buena Arica!”,

mientras el director me daba la mano y me entregaba el

cartón. Sanhueza no paraba de reír, poniendo ojos de

67
vagina virgen y con extrema confianza bromeó con el

director con quien solía conversar en los recreos. De

nuevo pintando el mono; chupa medias el Zeta – chupa la

corneta- .

En el país comenzaban los convulsionados días anteriores

al plebiscito. La gente conversaba de ello por las calles,

en la micro, también en el colegio. Y, aun cuando el

miedo se olía como los resquicios de las bombas

lacrimógenas pululantes en los jardines y los árboles,

también los nervios del porvenir empujaban las ansias y

los gritos de libertad en las protestas y mitines.

En mi curso algunos asumimos defensa pública de la

opción oficialista por un asunto más familiar que

personal. A esto se sumaba el hecho de haber recibido el

don de la beca, como si el presidente la hubiese

generado de su bolsillo. René, Sebastián, Carlos – mi

compañero- y yo, veníamos de familias pinochetistas;

creíamos en lo que decían los medios y adjudicábamos el

lastre de la amargura a quienes contrariaban los dictados

y preceptos del Capitán General. Pronto nos hicimos muy

buenos amigos, compartiendo momentos que no sólo se

68
limitaban a los márgenes del colegio, sino también a

actividades recreativas fuera de él. Yo creo que los

chiquillos igual solidarizaban conmigo pues me veían tan

chico; sus padres siempre me preguntaban sobre mis

padres, si los extrañaba y yo notaba el detalle que

después de despedirme de la visita, los besaban en la

cabeza o los abrazaban bien fuerte, quizás previendo que

alguna vez no los tendrían a su lado, como me había

sucedido con mis padres y tan tempranamente.

La primera vez que mis amigos fueron a verme a la

pensión caminamos por uno de los senderos que

conducían a ella, al cual denominé la ciudad perdida, así

como el lugar yermo que rodeaba el barrio de Rosa

Salvaje en la teleserie homónima. Este era un sitio que

acompañaba al canal y que poseía características algo

bucólicas. Antes les había anunciado que para llegar a

casa debíamos sortear una serie de dificultades y ellos,

como buenos compañeros entonces dijeron que no

importaba. Luego de caminar unos metros se me ocurrió

jugarles una broma: les dije que no podíamos seguir por

dicha rivera del canal y debíamos sacarnos los zapatos

para caminar un tramo por el agua. Seriamente ellos se

69
detuvieron y sin mediar mayores cuestionamientos

procedieron a sacarse los zapatos y a recogerse los

pantalones. Carlos tocó con el pie el agua, René le

preguntó si estaba muy helada. Hueones, les dije, si los

estaba palanqueando no más, si hay que irse por ahí,

como tan fácil cayeron. Y ellos, puta Arica, tan serio, de

verdad creíamos que hacías la misma todos los días,

tanto sacrificio, ahueonao.

Un día nos fuimos de paseo al centro los cuatro. Y bien,

qué hacemos, nos vamos a la Recova, compadre no,

mejor demos una vuelta por la casa Flores y vemos los

instrumentos, ¿tocaste alguna vez guitarra eléctrica

Seba? Sí, mi primo tiene una, ah claro, si este hueón es

paltón, y tú Arica, no, nunca, pero me gustaría; toco

algunas canciones de Genesis, dijo el Seba, entonces

René que tocaba el clarinete se fue parando de la micro,

acá hueón, si después el micrero no para, entonces nos

bajamos en Benavente, frente al Liceo de Niñas y tiramos

pata hasta el centro. Mira, por qué no pasamos a mirar a

la casa del Sí y todos dijimos que bueno y llegando nos

dieron unos afiches del viejo culiao y el René con mejor

suerte recibió una polera porque algo bien le había caído

70
a la mina que estaba ahí, no lo que pasa es que es amiga

de mi hermana que es más grande y me conoce, está

rica hueón, oye piola no más, si no le va a decir a mi

hermana y me van a pichulear en la casa; viste una foto

gigante de Pinochet en la muralla; llévense estas revistas

chiquillos, recuerden decirles a los papás votar por el Sí,

porque si gana el No, ya saben, van a volver a hacer filas

para comprar harina, ah, no ni cagando, no queremos ser

un país comunista.

Rato después fuimos a la casa Flores a ver instrumentos

musicales; ahí nos quedamos por cerca de diez minutos.

Carlitos entró patudamente y preguntó circunspecto por

una tuba nueva. Salió rato después riéndose, echando

tallas con el dependiente que le gritaba cabeza de

achicoria y eso empujó a René a que le dijera cabeza de

vagina.

- Qué traes en la mano, Carlitos.

- Ah, es el anuncio de un festival de la voz.

- ¿Tú cantas, Charlito?

71
- Claro

- Y querís participar, a ver. Acá dicen grupos de rock.

- A ver…. Mmmm. Tenís razón.

- Quizás podamos hacer algo. Seba, tú sabís tocar el

bajo.

- Claro, puede ser, mi primo también tiene un bajo en

su casa.

- Puta, hueón, no decía yo, es paltón este culiao.

- Yo puedo tocar la guitarra eléctrica, René, le pegai a la

batería…

- Ni cagando, nunca he tocado una. Habría que ver.

- Ayudemos a Charlito, seamos solidarios.

72
- Vamos caminando. Al lado de la Recova hay locales de

completos, hagamos monedas. Arica, cúanto tienes.

- Una gamba.

- Charlitos tú…

- Igual.

- Bien, yo pongo lo que falta con el Seba.

73
XVI

Dos buses se estacionaron frente al colegio una mañana

de primavera. Días antes el director nos había

amaestrado en el saludo: primero la mano, se recibe el

diploma, el abrazo, después la mano nuevamente.

Camisa impecable, insignia visible, pelo brillante, zapatos

lustrados. En la gobernación se llevaría a cabo la

ceremonia oficial de la asignación de Becas Presidente

de la República y un militar importante nos haría entrega

del diploma firmado por el mismísimo presidente Augusto

Pinochet Ugarte, quien había liberado al país en 1973 –

un año antes de nuestro nacimiento- del cáncer

marxista que le aquejaba.

René se ubicó en la ventana y se devolvió a conversar

con el profesor, dejando su chaleco en el asiento. Ratón

Blanco sacó la prenda y la botó al suelo, ocupando el

lugar reservado por mi compadre. …ste al volver lo

increpó y el otro se tiró a choro. Resultado: René le

mandó un combo en la boca del estómago, dejando al

roedor sin respiración e inutilizado por un buen rato.

74
El salón alfombrado poseía butacas blandas que estaban

dirigidas a un escenario de color madera y un podio del

mismo material. Alrededor de ciento cincuenta chicos,

acompañados de profesores más un contingente de

militares presenciaban la ceremonia. El anfitrión era el

intendente de la región de Coquimbo, un militar alto,

blanco, de imponente presencia y de mirada castigadora,

esos viejos que a uno les da miedo mirar porque le

pueden echar la espantada por cualquier cosa. Tras el

himno nacional el locutor invitó al escenario a la

autoridad y ésta, con impecable uniforme de gala militar,

plomizo con aplicaciones rojas, salió al escenario y

extrajo del bolsillo interno de su chaqueta una hoja en la

cual descansaba su discurso.

…ste hablaba de la importancia del estudio, de los

notables esfuerzos del gobierno militar por el crecimiento

de una juventud sana y ejemplar, que en otros tiempos

oscuros no existían tantas facilidades para que los chicos

con menos recursos pudiesen estudiar, y en esos tiempos

había miedo y desorden en las calles, etc. En realidad su

discurso no era distinto a las palabras que repetía el

presidente en cada acto en el que participaba. Al estar en

75
La Serena, estudiando en un conservatorio,

preparándome para ser un gran músico yo pasaba a ser

parte del discurso hecho vida, un ejemplo palpable de la

bondad del general y su gobierno. Eso es lo que creía, al

igual que mis amigos de curso. No permitía que entraran

en mi mente los argumentos contrarios al sistema,

cristalizados en las palabras y lecturas sostenidas en la

pensión; allí olía a pólvora, me decían mis compañeros,

añadiendo cómo lo hacía pa no volverme comunista, y

yo: fácil, nada más siendo uno mismo. Ser adherente al

NO era para nosotros transformarse en un ser picante o

en un detestable ente resentido y amargado, un ser

humano bautizado en jugo de limón. Y aún cuando

discutía con los cabros de la pensión y me decían:

pendejo, si vos no viviste la época del golpe y no vas

siquiera a votar, qué me vienes a hablar de cuentos; yo

les respondía soberbio que al menos tenía una opinión y

nadie me sacaría de allí.

Rato después los becarios fueron pasando al escenario

de acuerdo al listado liberado por el locutor; como el

orden lo instauraban los milicos, no pude sentarme con

mis compañeros y tuve que hacer de compañía a una

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chica del colegio que iba en octavo. Para no pasar por

roto traté de conversarle y, aunque no era una chica muy

bonita, mis compadres igual me hicieron señas como

para que atinara. Ella cachó un poco y se puso pesada,

ya que al preguntarme sobre qué estudiaba en la escuela

de música, le respondí guitarra y ella: qué común ese

instrumento. Entonces filo, fea de mierda, mejor no

converso más contigo.

Al escuchar mi nombre me levanté rápido, muy nervioso

y me dirigí al escenario. Junto a los compañeros de

distintos puntos del país, recibiría el diploma tan bonito:

papel brillante, letras doradas y rojas con el escudo de

Chile incrustado en el papel en una especie de moneda

de oro. Cuando el milico se fue acercando a los

compañeros dispuestos en fila, por alguna extraña

relación me acordé de cuando tenía cinco años y cursaba

primero básico. Buses militares nos fueron a buscar y nos

trasladaron al patio de un regimiento en el que nos

esperaban largas filas de mesas con golosinas diversas y

refrescos en vasos de plástico. Música infantil, escenario

y serpentinas, las voces de los payasos, las peponas con

sus largas cabelleras de lana, una mancha de Fanta en mi

77
pantalón escolar y el miedo a que mamá se enterara de

ése, uno de mis primeros pecados de infancia.

La abuelita de la pensión me felicitó al llegar y yo, en vez

de ponerme alegre le miré con honestidad y con cierto

remordimiento. No me lo merecía, había bajado las notas

y para más remate ya no era el mismo niño inocente y

angelical: ahora en mi imaginación me acostaba con

todas las mujeres que conocía y ver la orla de un sostén

asomando medio centímetro por un escote, era igual a

cansancio libidinoso por tres o cuatro tardes más.

Puse el diploma en una funda de plástico transparente, y

lo escondí dentro de una vieja carpeta de cartón, antes sí

lo mostré a Alex, Pitufo, Marito y otros compañeros de

pensión; puta bacán por el premio, penca por el culiao

que firmó el diploma, sigue así compadre, sacándote

buenas notas (chucha, si supieran) y palabras de ese

estilo.

El diploma, finalmente, descansó por mucho tiempo en la

muralla de la casa del tío, quien le había mandado a

poner marco dorado y vidrio.

78
XVII

El día del plebiscito me las llevé ensayando mis lecciones

de guitarra, transcribiendo unas partituras y estudiando

para un control de Biología. También vi un poco de tele y

le pedí al Pitufo un disco de un concierto en vivo en el

cual cantaban Pablo, Silvio, Víctor Heredia y Mercedes

Sosa. Pero si tú soi facho, pero es que igual, lo uno no

implica lo otro.

Días antes los pensionistas solíamos reunirnos en el living

luego de la cena y pedíamos prestada la tele a la

abuelita. Expectantes nos sentábamos a ver la franja del

SÍ y del NO. Pero quédate callado hueón, dale más

volumen, si te portai bien chico te vamos a poner una

porno, ahí está el viejo reculiao, fascistas de mierda,

perdón, si acá está el becario del asesino; después que

termine vamos a comprar unas pilsens que hoy es

viernes.

79
Es asombroso cómo cinco minutos en la vida pueden

remover con eficacia muchos paradigmas oxidados. No

hablo de que las ideas estuvieran expresadas en ese

espacio como para llegar, tomarlas y aferrarlas. Esos

cinco minutos fueron el motor de decenas de preguntas.

Quién dijo que éstas eran menos importantes que las

respuestas.

De pronto iba uniendo la experiencia con la música

nueva, con las lecturas de revistas clandestinas, con las

imágenes vistas en la franja del NO, con la historia de

Peña Hen, con las conversaciones con los chicos de la

pensión y era ineludible que mi pensamiento fuese

evolucionando; por vez primera asumí que la verdad eran

los ecos de todas la voces posibles escuchadas por uno y

cernidas por un corazón frío, expectante.

Aún así tenía miedo. Todavía creía en que todo cambiaría

drásticamente con la victoria de las fuerzas opositoras al

General y esa mutación no era, precisamente, para

mejor. Por eso la espera de los resultados se me hizo

eterna; las diez y once, aun las doce y en la televisión

nada más que series gringas y dibujos animados.

80
- Hijito, por qué no se va acostar, tiene cara de

cansadito.

- Si abueli, tengo que ir al colegio temprano.

El siguiente día me levanté como de costumbre. El sol

permanecía en su sitio y los árboles al viento

conservaban el sonido de cascabeles matinales. Caminé

por el costado del canal, tomando dos o tres piedras

como era mi costumbre por si el perro de la parcela

cercana salía a molestarme con sus ladridos furiosos.

Extrañamente nadie de los directivos habló acerca de la

jornada anterior y los resultados de los comicios durante

el acto cívico de inicio de semana. Me enteré de la

victoria del NO cuando conversamos con René y la

profesora de castellano. Mala onda, qué podemos hacer y

el resto, y ya cayó, y ya cayó, y el Sanhueza comenzó a

huevear, qué te pasa gil, ahora te venís a hacer del no,

camaleón culiao. No veís que ahora podemos perder la

beca. Oye sí, tenís razón. Y miramos por la ventana, en

forma inconsciente, motivados por nuestro miedo

81
recóndito, para ver si el mundo era el mismo, o si la

gente había salido a las calles a pedir, como lo hicieron

hace quince años, que los militares se tomaran el poder y

desconocieran el resultado de los comicios. Pero las

calles eran las mismas, con sus esporádicos autos

corriendo despacio, tocados por un sol fragmentado en

los espacios provocados por los altos álamos de los

contornos del colegio, con las casas plomizas cercanas,

con la presencia de Pilín, el vendedor de dulces, en la

puerta del colegio, con las micros Chacra Figari apenas

sosteniéndose en la calzada. Qué va a pasar ahora,

pregunté a la profesora y ella dijo que el próximo año

habría elecciones de presidente, que se había perdido la

batalla pero no la guerra y que era posible que ganara

alguien cercano al presidente, pero no podía ser él

mismo. Mala onda, profe. Si uno estaba acostumbrado a

esto, si Pinochet no es tan malo como parece, ¿qué

vamos a hacer con todos esos terroristas que ahora

querrán asumir el gobierno?

Mamá llamó desde Arica rato después. Me preguntó

cómo había estado y cómo se veían las cosas en La

Serena; todo tranquilo le dije. Ella me dijo que allá igual,

82
pero en la casa estaban tristes y no era para menos:

desde ahora el país tendría un vuelco y no sabían si para

bien o para mal. Debes estar tranquila mamá, en realidad

esté el gobierno que esté, igual debemos seguir

estudiando y trabajando. ¿Mi papá está bien? Sí; tus

hermanos chicos están súper desobedientes, pasan

escuchando música en el equipo de tu hermano grande.

El furgón casi no ha estado en pana y tengo un poco de

niños más para trasladar. ¿Y tú en la pensión? ¿Te

acostumbras a tu nueva vida? ¿Te alcanza el dinero para

todas las cosas? ¿Haz hecho de nuevos amigos? No te

olvides de orar todos los días, hijito. Dale saludos a tu tío,

anda a verlo. Pregúntale cuándo va a venir a Arica para

pasear, invítalo tú. Me contó tu abuela que tu tío Mario

está viviendo por esos lados. Dale mis saludos también, y

a tus primos también, dicen que Mario chico es igual a su

padre. Te voy a llamar como en dos semanas más, para

que no te preocupes. Todos están bien por acá. Bien

hijito, que Dios te bendiga, cuídate mucho.

83
XVIII

Pese a todos los cambios que la victoria opositora podía

generar en los días siguientes, la orquesta juvenil salió de

gira por ciudades del centro y sur de Chile. El periplo

duraba dos semanas que se traducían en días sin clases,

pruebas especiales después, comida y alojamiento gratis

y virtuales atraques con minas sureñas, lo cual no era

malo. Pero yo no pertenecía a la orquesta y Carlitos

tampoco, así que habíamos cagado y teníamos que

resignarnos a no tener lugares nuevos que conocer ni

minas con las cuales atinar.

Alex era un asiduo espectador de las funciones de cine

arte de la Universidad de La Serena y por eso manejaba

programas fotocopiados con la cartelera semanal. Esa

tarde sería el estreno de “La ciudad y los perros”, un

filme de Francisco Lombardi, basado en la novela

homónima de Vargas Llosa. Le dije a Carlos si quería ir,

que yo lo invitaba, que me quedaba algo de plata y que

no se preocupara por la entrada. Pero yo vivo en

Coquimbo y tengo que pedirle permiso a mi vieja, ¿me

84
dejas llamarla pa preguntarle? Y yo, claro y luego de tiras

y aflojas le dieron permiso al Carlos y pa ahorrar nos

fuimos a pata desde la pensión al cine, de qué se trata la

película, Arica, no sé, pero me tinca que es buena porque

está basada en una novela de Vargas Llosa y me gusta

ese escritor, en mi casa lo veía casi siempre porque salía

en el canal peruano y hablaba grosso y por eso me peino

al medio y me hago un rulo; cuando grande igual me

gustaría ser un gran escritor. Y tú Carlos, no sé, quiero

seguir tocando tuba, y ahí veremos, caminai rápido,

compadre, es que parece que vamos atrasados, tenís

hora, las seis y media. Ah, de más llegamos, pero ojalá

que encontremos puestos buenos.

Cuando la función terminó caminé con Carlos hasta la

calle detrás de la Recova pues el paradero de micros a

Coquimbo se instalaba allí. Te gustó la película, sí estaba

buena, sí y cuando Alberto va al puterío, la media mina

que le toca, yo creo que voy a estar pensando en ella

todas estas noches, no estís, mira ahí viene mi micro.

Pudiendo haberme devuelto en micro no lo hice y preferí

retornar caminando por Benavente a Huanhualí y desde

85
dicha calle a la avenida Juan Cisternas para terminar en

la pensión. En el trayecto pensé en el filme de Lombardi,

en la prueba de Inglés del día siguiente, en mis malas

notas crónicas, en que ya no extrañaba a mis viejos y

que aprendía a controlar los esfínteres del sistema

psíquico. También pensé en escribir un cuento para

presentarlo al concurso convocado por un colegio de

Coquimbo. Cuando pequeño ya había escrito algunos

poemas y cuentos que fueron merecedores de pequeños

premios. Sentía un cosquilleo en las manos que

soliviantaba tocando guitarra y ficcionando en papel.

Algunos compañeros de pensión leían mis escritos y me

criticaban en buena.

Por esos días llegó Ismael Mena, compañero de carrera

de Alex, quien recién comenzaba a incursionar en la

dirección teatral. Habló de que escribía dramas y yo, que

buena onda, yo he escrito algunos poemas y cuentos y él

que había escrito también artículos para una revista

universitaria, mira, aquí la tengo, te la presto, aquí firmo

con el seudónimo de Docer que es cerdo al revés y hablo

sobre qué es teatro y tú estudias música me parece, me

lo dijo Valenzuela ayer en la noche cuando le fui a pedir

86
prestada una bolsa de té porque hemos estado pobres,

pero es pasajero, sí, y haces música, si algo, tengo un

grupo con unos amigos de la escuela pero está recién

formándose, qué bien, toma la revista, ah oye tú que

escribes y eres secundario: hay un concurso de cuentos

en el Colegio Bernardo Ohiggins de Coquimbo. Mira, por

acá tengo las bases, de pronto igual sería buena idea que

escribieras algo por si no tienes o rescataras algunos de

los cuentos que guardas. Está bien, gracias compadre.

Nos estamos viendo. Te paso la revista estos días.

Acostado en mi cama, con la lámpara proyectando un

círculo grotesco y mal calibrado en la pared, tomé la

revista de papel amarillo roneo y leí el contenido. Me

detuve mucho rato en un poema llamado COMUNICADO

de Rodrigo Lira, cuando la poesía de éste apenas era

conocida y se divulgaba mediante papeles

mimeografiados y fotocopias. De hecho nunca antes

había leído algo de él y pasó mucho tiempo para volver a

encontrarme con alguno de sus escritos. La historia de

las cebollas me conmovió porque sentía que esa gente

que era invitada a ir a buscarlas bien podría ser mi

familia, mi gente, mis vecinos; pero en un sentido más

87
metafórico exponía el absurdo de las políticas públicas de

todas las épocas, de las invitaciones de los órganos de

poder a las masas y, centrándonos en el tubérculo, en mi

interpretación connotaba que, además, la tristeza de las

lágrimas podía ser una de las pocas herencias – y de las

peores, la peor- que los aurigas podían delegar.

88
XIX

Tan pronto hicimos unas monedas, cruzamos el canal y

logramos conversar con Freddy, un técnico de lavadoras

y televisores, que vivía con su familia en una casita de

madera cercana al canal. En sus años mozos había

formado un grupo de música de la Nueva Ola y guardaba

algunos instrumentos y equipos de amplificación. Como

no teníamos dónde ensayar, tuve que platicar con la

abuelita por si nos permitía un espacio en el living. Ella

como que no quiere la cosa dijo que bueno, seguramente

porque se había enterado de labios de Carlitos que era

primera vez que tocábamos con instrumentos de verdad

aunque groseramente antiguos.

Estuvimos toda una tarde sacando temas de Los

Prisioneros y repasando uno escrito por el cuñado de

Carlos. La canción era la que presentaríamos al concurso.

La sorpresa la dio René, que no sabiendo tocar batería,

se habituó inmediatamente a ella y no hubo necesidad

de pedirle a Villagrán, otro tipo del curso, que nos

apoyara.

89
La noche de la presentación estábamos bien nerviosos.

Como Carlos y Sebastián eran de Coquimbo, quedamos

en que nos encontraríamos en la pensión y de ahí nos

trasladaríamos al colegio San Antonio, lugar en el que se

realizaría el festival.

- Y, ¿pensaron en el nombre del grupo?

- Yo no. Me gustó Recinto Militar, es un buen nombre.

- Ni cagando, menos ahora que los milicos perdieron. Ya

sabemos que el 53% odia al viejo, en rigor la mayoría.

- Recinto Privado, suena mejor.

- Sí, buen nombre.

La presentación estuvo bien, muy mortal. Estar en el

escenario era la raja; nos creíamos famosos al ver cómo

esa tropa de hueones nos aplaudían y podíamos ser

populares ante las minas, al menos durante los tres

minutos que duraba la canción. Al final obtuvimos el

90
segundo lugar, un diploma y un premio que prometieron

darnos pero que nunca llegó a nuestras manos aun

cuando fuimos a reclamarlo muchas veces. Pero filo. La

experiencia había sido inolvidable y con eso estábamos

más que pagados.

Después de la tocata nos fuimos a un local de sándwichs

y bebidas. Nos alcanzó para cuatro completos, usando

incluso monedas de un peso y parte de plata del pasaje

de Sebastián y Carlos. Ambos compensarían la carencia

con un me puede llevar por dos gambas, total conocían

de sobra a los choferes puesto que viajaban todos los

días con ellos. En el local los dueños, una pareja de

viejitos, al vernos contentos, nos regalaron cuatro

bebidas. Les agradecimos diciéndoles que, cuando

fuéramos famosos, siempre iríamos a visitarlos.

Caminé desde el centro de La Serena hasta la pensión.

Era un trayecto de aproximadamente media hora. Hacía

frío, pero las imágenes vividas, los aplausos escuchados,

me anticiparon en gozo el sueño que tendría durante

madrugada: ver a mis padres y hermanos llegar el día de

mi cumpleaños. Cuando desperté me sentí muy feliz.

91
Pensé que con eso olvidaba el rencor, creí que nunca

más estaría solo. Entonces contaba los días que restaban

para mi cumpleaños número catorce como si fuesen las

cuentas de un rosario, mientras seguía sacando malas

notas en el colegio, mientras era el mejor guitarrista de

la escuela, mientras escribía un cuento basado en la

historia de un supuesto auxiliar que descendía al

subterráneo de la escuela.

92
XX

Algunos compañeros se acordaron de mi cumpleaños y

se me acercaron a felicitarme; así que estai de

cumpleaños, Arica, cuánto, son catorce, ah erís bien

pendejito todavía, puta amigo qué buena y vai a

celebrar, ah verdad que no está tu familia aquí, pero

igual tú sabes, no estás solo, vengan esos cinco, y

aunque eras del SÍ, igual me caes bien. Pásalo mortal,

compañero.

Mis padres no llamaron al colegio esa mañana. Pensé

entonces que había mandado una encomienda, un poco

recordando las palabras de mamá semanas atrás.

Entonces luego de clases fui a la oficina de los buses Lit,

pregunté si es que había una encomienda a mi nombre,

tome, aquí está mi carné, y el caballero fue a la bodega y

de paso bromeó con un cargador y de vuelta movió la

cabeza, joven, no hay ningún encargo para usted. ¿Está

seguro que lo enviaron por estos días? Tome, este es el

número, mejor llame primero.

93
El día siguiente también volví a ir, pero la escena se

repitió, esta vez con una señora de lentes gruesos,

parecida a la Rosita de la biblioteca del colegio. La

abuelita me preguntó si mi mamá se había contactado

conmigo el día de mi cumpleaños y yo le mentí, le dije

que sí y que le mandaba muchos saludos.

La encomienda llegó tres días después. Mamá me

escribía una nota, me mandaba un queque que había

hecho y un regalo consistente en un set de útiles de

escritorio. La fecha del envío era 29 de octubre, un día

antes de mi cumpleaños, así que no culpé a mi familia

del aparente descuido que mi mente repetía una y otra

vez. Los cabrones de la empresa de buses habían tenido

la culpa del atraso. Sin embargo mamá se disculpaba por

no enviarme otro regalo mejor o por haberse atrasado en

el pago de la pensión del mes anterior; es que a mis

padres les era muy dificultoso mantenerme estudiando

fuera de la ciudad, más aún al saber que mi viejo nunca

ganó mucho y éramos pobres. Pero ya vez hijo, aunque

Pinochet haya perdido por culpa de los malagradecidos

de siempre, te darás cuenta que él le da la oportunidad

de que niños de escasos recursos como tú estudien y

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sean en el futuro grandes artistas y claro, no pagará

alojamiento, comida y otros gastos, pues sería un abuso

de parte de los becarios, pero les paga el estudio que es

lo fundamental.

A esas alturas nada más leía con respeto silencioso las

defensas de mamá al gobernante, creyéndome carga de

mi familia, pensando qué sentido tenían las cien becas

del general, imaginando la cadencia, disonante y

postrera, del magnánimo concierto del general en los

pasillos del conservatorio.

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EPÍLOGO

Durante el primer semestre del año 1990, el entonces

ministro de Educación, don Ricardo Lagos Escobar, visitó

la Escuela de Música y participó en la ceremonia de

cambio de nombre del establecimiento al de “Jorge Peña

Hen”, militante socialista y fundador de la escuela,

fusilado tras el golpe militar.

El protagonista de este relato conformó una lista para el

centro de alumnos y fue elegido vicepresidente de esta

instancia, con el apoyo de la Democracia Cristiana.

Al año siguiente se suspendió el número de becas

otorgadas por el general Augusto Pinochet Ugarte, con la

explicación de que en democracia todos los colegios eran

iguales y merecían la misma cantidad de beneficios.

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