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EMMANUEL LEVINAS

Arte y crítica

Por lo general, admitimos como dogma que la función del arte consiste en expresar, y
que la expresión artística descansa sobre una certidumbre. Ya sea el pintor o el músico,
el artista dice. Dice lo inefable. La obra prolonga y rebasa la percepción vulgar. Lo que
la segunda vuelve trivial y deja de lado, la primera, coincidiendo con la intuición
metafísica, lo capta en su esencia irreductible. Ahí donde el lenguaje común abdica, el
poema o el cuadro hablan. Así, la obra, más real que la realidad, consuma la dignidad de
la imaginación artística que se erige en saber de lo absoluto. Incluso descalificado como
canon estético, el realismo conserva todo su prestigio. De hecho sólo lo negamos en
nombre de un realismo superior: el surrealismo es un superlativo.

La propia crítica profesa este dogma. Entra en el juego del artista con toda la seriedad
de la ciencia. A través de las obras, estudia la psicología, los caracteres, los medios, los
paisajes. Como si en el evento estético, un objeto fuese liberado por la curiosidad del
investigador, el microscopio –o el telescopio– de la visión artística. Al lado del arte
difícil, la crítica parece llevar una existencia parasitaria. Un fondo de realidad,
inaccesible a la inteligencia conceptual, se vuelve su presa. O bien la crítica sustituye al
arte. ¿Acaso interpretar a Mallarmé no es traicionarlo? ¿Acaso interpretarlo fielmente
no es suprimirlo? Decir con claridad lo que él dice oscuramente es revelar la vanidad de
su hablar oscuro.

La crítica como función distinta de la vida literaria, la crítica experta y profesional, ya


sea como artículo de periódico, de revista o como libro, puede parecer sospechosa y
desprovista de razón de ser. Pero tiene su fuga en el espíritu del escucha, del espectador,
del lector. La crítica como el comportamiento mismo del público. No satisfecho con
dejarse absorber por el goce estético, el público siente una necesidad irresistible de
hablar.

Que el público tenga algo que decir, cuando el artista se niega a decir de la obra otra
cosa más que la obra misma –que no podamos contemplar en silencio–, justifica la
crítica. Podemos definirlo así: el hombre que tiene algo que decir cuando todo ha sido
dicho, ¿qué otra cosa puede decir de la obra más que la obra misma?

De ahí que tengamos el derecho de preguntarnos si verdaderamente el artista conoce y


habla. En un prefacio o en un manifiesto –sin duda; pero entonces, él mismo es el
público. Si el arte no fuese originalmente ni lenguaje ni conocimiento –si se situara
fuera del “ser en el mundo”, coextensivo a la verdad– la crítica se vería rehabilitada.
Marcaría la intervención necesaria de la inteligencia para integrar a la vida humana y al
espíritu la inhumanidad y la inflexión del arte.

Tal vez la tendencia a captar el fenómeno estético en la literatura –allí donde la palabra
es la materia del artista– explica el dogma contemporáneo del conocimiento por el arte.
No siempre ponemos atención en la transformación que sufre la palabra en la literatura.
El arte-palabra, el arte-conocimiento, trae consigo el problema del arte comprometido
(engagé), que se confunde con el de la literatura comprometida.
Subestimamos el terminado (el acabado), sello indeleble de la producción artística, por
medio del cual la obra queda esencialmente liberada (degagée); el instante supremo
cuando se da la última pincelada, cuando no hay una palabra mas que agregar al texto,
cuando no hay una sola palabra que quitar, y por lo cual una obra es clásica.
Acabamiento distinto de la interrupción pura y simple que limita al lenguaje, a las obras
de la naturaleza y de la industria. Aun más, podríamos preguntarnos si no deberíamos
reconocer un elemento de arte en la obra artesanal, en toda obra humana, ya sea
comercial o diplomática, en la medida en que además de la adaptación a su objetivo,
presenta el testimonio de un acuerdo con un no se qué extrínseco del curso de las cosas,
y que la pone fuera del mundo, como el pasado para siempre cumplido de las ruinas,
como la inasible extrañeza de lo exótico. El artista se detiene porque la obra se rehusa a
recibir algo más; parece saturada. La obra se termina a pesar de las causas –sociales o
materiales– que la interrumpen. Ésta no se da como el comienzo de un diálogo.

Este acabamiento no justifica necesariamente la estética académica del arte por el arte.
Falsa formula, en la medida en que sitúa el arte por encima de la realidad y no le
reconoce ningún dominio; fórmula inmoral en la medida en que libera al artista de sus
obligaciones como ciudadano y le asegura una pretenciosa y fácil nobleza. La obra no
tendría nada que ver con el arte, si no tuviera una estructura formal de terminado
(achèvement); si por ahí, al menos, no estuviese liberada (dégagée). Basta con ponernos
de acuerdo sobre el valor de está liberación (dégagement) y sobre su significado. ¿El
liberarse del mundo es acaso un ir más allá, hacia la región de las ideas platónicas, hacia
lo eterno que domina al mundo?

¿No podemos hablar de una liberación hacia un más acá, de una interrupción del tiempo
por un movimiento que está por encima del tiempo, en sus “intersticios”?

Ir más allá es comunicar con las ideas, comprender. ¿Acaso la función del arte no
consiste en no comprender? ¿Acaso la oscuridad misma no le proporciona su elemento
mismo y un terminado sui generis, exterior a la dialéctica y a la vida de las ideas?

¿Se puede afirmar entonces que el artista conoce y expresa la oscuridad misma de lo
real? Esto plantea una pregunta más general en la cual todo propósito sobre el arte
queda subordinado: ¿en qué consiste la non-vérité (no verdad) del ser?; ¿se define ésta
siempre en relación a la verdad, como un residuo del comprender? El comercio con lo
oscuro, como evento ontológico completamente independiente, ¿acaso no describe
categorías irreductibles a las del conocimiento? Si tan sólo pudiéramos mostrar en
eleartee estee acontecimiento. eÉste no conocee une tipo

particular de realidad –la elige en relación con el conocimiento. Es el acontecimiento


mismo del oscurecimiento, una caída de la noche, una invasión de la sombra. Por
decirlo en términos teológicos que permitan delimitar –aunque sea groseramente– las
ideas en relación a las concepciones comunes: el arte, no pertenece al orden de la
revelación. Pero tampoco al de la creación, donde el movimiento continúa en un sentido
exactamente inverso.

LO IMAGINARIO, LO SENSIBLE, LO MUSICAL

El procedimiento más elemental del arte consiste en sustituir al objeto por su imagen.
Imagen que no es concepto. El concepto es el objeto captado del objeto, el objeto
inteligible. Por la acción mantenemos con el objeto real una relación viva, lo captamos,
lo concebimos. La imagen neutraliza esta relación real, esta concepción original del
acto. El famoso desapego de la visión artística –en el cual– se detiene el análisis actual
de la estética –significa antes que nada una ceguera con respecto a los conceptos.

El desapego del artista apenas amerita este título. Excluye precisamente la libertad que
la noción de desapego implica. Hablando rigurosamente, excluye el sometimiento que
supone la libertad. La imagen no engendra como el conocimiento científico y como la
verdad; una concepción –no conlleva el laisser être (dejar ser), el “Sein-lassen” de
Heidegger, donde se lleva a cabo la transformación de la objetividad en poder. La
imagen marca una influencia sobre nosotros, más que sobre nuestra iniciativa: una
pasividad innata. Poseído, inspirado, el artista, dicen, escucha una musa. La imagen es
musical. Pasividad que es directamente visible en la magia del canto, de la música, de la
poesía. La estructura excepcional de la estructura estética trae consigo este singular
término de magia, que nos permite precisar y concretar la noción un poco desgastada de
pasividad.

La idea de ritmo, que la crítica de arte invoca tan frecuentemente, aunque dejándola en
estado de una vaga noción sugestiva y “passe-partout”, indica la manera en que el orden
poético, mas que una ley inherente a de este orden, nos afecta. De la realidad se
desprenden conjuntos cerrados donde los elementos se nominan mutuamente como
sílabas de un verso, pero que sólo se llaman entre si cuando se nos imponen. Pero se nos
imponen sin que los asumamos. O más bien es nuestro consentimiento de ellos el que se
transforma en participación. Entran en nosotros o nosotros entramos en ellos, poco
importa. El ritmo representa la situación única donde podemos hablar de
consentimiento, de asunción, de iniciativa, de libertad –porque el sujeto es sorprendido
y llevado. Toma parte de su propia representación. Pero no a pesar suyo, porque en el
ritmo desaparece el uno mismo: como un paso del si mismo al anonimato. Esto es el
embrujamiento o el encantamiento de la poesía y de la música. Un modo de ser al que
no se aplica ni la forma del conciente, puesto que el yo se despoja de su prerrogativa de
asunción, de su poder, ni la forma del inconsciente, porque toda la situación y todas sus
articulaciones están presentes en una oscura claridad. Sueño despierto. Ni la costumbre,
ni el reflejo, ni el instinto se mantienen en esta claridad. El particular automatismo del
andar o de la danza al son de la música es un modo de ser donde nada es inconsciente,
pero donde la conciencia, paralizada en su libertad, juega, absorbida por completo en
ese juego. Escuchar la música es, en un sentido, contenerse de bailar o andar. El
movimiento, el gesto, importan poco. Sería más justo hablar de interés que de desapego
a propósito de la imagen. Ésta es interesante, sin ningún espíritu de utilidad, en el
sentido de “entraînante” (arrastrar). En el sentido etimológico: estar entre las cosas que,
por lo tanto, no tendrían que tener más que rango de objetos. “Entre las cosas”, distinto
del “estar en el mundo” heideggeriano, constituye lo patético del mundo imaginario del
sueño: el sujeto está entre las cosas, no solamente en su profundidad de ser, exigiendo
un “aquí”, un “algún lugar” y conservando su libertad. Está entre las cosas, como cosa,
participando del espectáculo, exterior a él, de una exterioridad que no es la de un
cuerpo, ya que el dolor de ese yo-actor, ese yo-espectáculo lo resiente sin que sea por
compasión. En verdad exterioridad de lo íntimo.

Es sorprendente que el análisis fenomenológico no haya buscado sacar partido de esta


paradoja fundamental del ritmo y del sueño, que describe una esfera situada fuera del
consciente y del inconsciente, y donde la etnografía ha puesto en evidencia su rol en
todos los ritos extáticos; y es sorprendente que nos hayamos quedado en las metáforas
de los fenómenos “ideo-motores” y en el estudio de la prolongación de las sensaciones
en acciones. Acaso pensando en esta inversión del poder en participación es como
podemos, nosotros, utilizar aquí los términos de ritmo y de lo musical.

Es preciso entonces separarlos de las artes sonoras donde se les considera


exclusivamente, y ubicarlos en una categoría estética general. El lugar privilegiado del
ritmo se encuentra, ciertamente, en la música, ya que el elemento del músico lleva a
cabo, en la pureza, la desconceptualización de la realidad. El sonido es la cualidad más
separada del objeto. Su relación con la sustancia de la cual emana no se inscribe en su
cualidad. Resuena impersonalmente. Su mismo timbre, huella de su pertenencia al
objeto, se pierde en su cualidad sin conservar su estructura de relación. También al
escuchar acaso no captamos un “quelque chose”, pero nos hallamos sin conceptos: la
musicalidad pertenece naturalmente al sonido. Y, en efecto, entre todas las clases de
imágenes que la psicología tradicional distingue, la imagen del sonido es la que más se
asemeja al sonido real. Insistir en la musicalidad de toda imagen es ver en la imagen su
indiferencia respecto al objeto, su independencia respecto a la categoría de sustancia
que el análisis de nuestros manuales atribuye a la sensación pura, todavía no convertida
en percepción –a la sensación adjetivo– y que, para la psicología empírica, queda como
un caso limite, como un dato puramente hipotético.

Todo sucede como si la sensación, de toda concepción, esta famosa sensación inasible
para la introspección, apareciera con la imagen. La sensación no es un residuo de la
percepción, sino una función propia: la influencia que la imagen ejerce sobre nosotros –
una función de ritmo–. El-ser-en-el-mundo, como se dice hoy en día, es una existencia
con conceptos. La sensibilidad se plantea como un evento ontológico distinto, pero solo
se cumple en la imaginación.

Si el arte consiste en sustituir la imagen por el ser –el elemento estético es, conforme a
su etimología, la sensación. El conjunto de nuestro mundo, con su conformación
elemental e intelectualmente elaborada, nos puede tocar musicalmente, volverse
imagen. Por eso, el arte clásico vinculado al objeto, todos esos cuadros, todas esas
estatuas representando quelque chose, todos esos poemas que reconocen la sintaxis y la
puntuación, no se conforman menos a la esencia verdadera del arte que las obras
modernas que se pretenden música pura, pintura pura, poesía pura, con el pretexto de
expulsar los objetos del mundo de los sonidos, de los colores, de las palabras donde
estas nos introducen; bajo pretexto de romper la representación. El objeto representado
se convierte, por el simple hecho de volverse imagen, en no-objeto; la imagen como tal,
entra en categorías originales que quisiéramos exponer aquí. La desencarnación de la
realidad por la imagen no equivale a una simple disminución de grado. Se desprende de
una dimensión ontológica que no se extiende entre nosotros y una realidad por aferrar,
sino ahí donde el comercio con la realidad es un ritmo.

PARECIDO E IMAGEN

La fenomenología de la imagen insiste en su transparencia. La intención del que


contempla la imagen ha de ir directamente a través de la imagen, como a través de una
ventana al mundo que ésta representa, pero enfocando un objeto. Por otro lado, nada
más misterioso que el término “mundo que ésta representa” –ya que la representación
no expresa precisamente más que la función de la imagen que aún está por determinar.
Teoría de la transparencia establecida como reacción contra la teoría de la imagen
mental –cuadro interior– que dejaría en nosotros la percepción del objeto. Nuestra
mirada en la imaginación se dirige entonces, siempre al exterior, pero la imaginación
modifica o neutraliza esa mirada: en cierta manera el mundo real aparece entre
paréntesis o entre comillas. El problema consiste en concretar el sentido de estos
procedimientos de escritura. El mundo imaginario se presentaría como irreal –¿pero
acaso podemos decir algo más de esta irrealidad?

¿En qué la imagen difiere del símbolo, del signo o de la palabra? En la manera misma
en que esta se refiere a su objeto: por el parecido. Esto supone una interrupción del
pensamiento sobre la misma imagen y, por consiguiente, una cierta opacidad de la
imagen. El signo es transparencia pura, no cuenta de ningún modo por sí mismo.
¿Entonces hay que volver a la imagen como realidad independiente que se parece al
original? No, pero a condición de plantear el parecido no como el resultado de una
comparación entre la imagen y el original, sino como el movimiento mismo que
engendra a la imagen. La realidad no solo sería lo que es, lo que se revela en la verdad,
sino también su doble, su sombra, su imagen.

El ser no solamente es él mismo, se escapa. He aquí una persona que es quien es; pero
no nos hace olvidar, ni absorbe, ni recubre enteramente los objetos que toma ni la
manera en que los toma, sus gestos, sus miembros, su mirada, su pensamiento, su piel,
que se escapan bajo la identidad de su sustancia, incapaz de contenerlos como un saco
agujerado. Y es así como la persona lleva en su rostro, al lado de su ser con quien
coincide, su propia caricatura, su aspecto pintoresco. Lo pintoresco es siempre
ligeramente caricatura. He aquí algo familiar, cotidiano, adaptado perfectamente a la
mano que tiene ya la costumbre – pero sus cualidades, su color, su forma, su posición
permanecen a la vez como detrás de su ser. Como “nippes” (vestigios) de un alma que
se ha retirado de esta cosa, como una “naturaleza muerta”. Y sin embargo todo eso es la
persona, la cosa. Hay, pues, en esta persona, en esta cosa una dualidad; una dualidad en
su ser. Es quien es y a la vez es extraña a si misma y hay una relación entre esos dos
momentos. Diríamos que la cosa es ella misma y es su imagen. Y esa relación entre la
cosa y su imagen es el parecido.

La situación semeja a lo que sucede en la fábula. Los animales que figuran hombres le
dan a la fábula su propio color, porque son vistos como esos animales y no solamente a
través de esos animales; ya que los animales detienen y llenan el pensamiento. Ahí está
todo el poder de la alegoría, toda su originalidad. La alegoría no es un simple auxiliar
del pensamiento, una manera de volver concreta y popular una abstracción para
espíritus infantiles, el símbolo del pobre. Es un comercio ambiguo con la realidad, en la
que ésta no se refiere a sí misma, sino, a su reflejo, a su sombra. La alegoría representa
por consiguiente, lo que en el objeto mismo lo duplica. Podemos decir que la imagen es
la alegoría del ser.

El ser es lo que es, lo que se revela en su verdad y a la vez tiene parecido; es su propia
imagen. El original se da como si estuviese a distancia de sí mismo, como si se retirase,
como si algo en el ser se retrasara en el ser. La conciencia de ausencia del objeto que
caracteriza a la imagen, no equivale, como lo quiere Husserl, a una simple
neutralización de la tesis, sino a una alteración del ser mismo del objeto, una alteración
a tal punto, que sus formas esenciales aparecen como un atavío que abandona al
retirarse. Contemplar una imagen es contemplar un cuadro. Es a partir de la
fenomenología del cuadro que tenemos que comprender la imagen y no a la inversa.

El cuadro tiene, en la visión del objeto representado, un espesor propio: es al mismo


tiempo objeto de la mirada. La conciencia de la representación consiste en saber que el
objeto no está ahí. Los elementos percibidos no son el objeto, sino como sus “nippes”,
manchas de color, pedazos de mármol o de bronce. Estos elementos no funcionan como
símbolos y, en ausencia del objeto, no forzan su presencia, sino que, por su presencia
insisten en su ausencia. Ocupan completamente su lugar marcando su alejamiento,
como si el objeto representado muriese, se degradase, se desencarnara en su propio
reflejo. El cuadro no nos conduce pues más allá de la realidad dada, sino, en cierta
manera a un más acá. Es un símbolo a contracorriente. Libera al poeta o al pintor que ha
descubierto el “misterio” y la “extrañeza” del mundo que habita todos los días de creer
que ha rebasado la realidad. El misterio del ser no es su mito. El artista se mueve en un
universo que precede –ya diremos más adelante en qué sentido– al mundo de la
creación, en un universo que el artista ya ha rebasado en su pensamiento y sus actos
cotidianos.

La idea de sombra o reflejo a la cual aludimos –un doble esencial de la realidad por su
imagen, de una ambigüedad “más acá”– se extiende hacia la luz misma, al pensamiento,
a la vida interior. La realidad en su totalidad presenta en sus aspectos su propia alegoría
fuera de su revelación y de su verdad. Al utilizar la imagen el arte no solo refleja, sino
que lleva a cabo esta alegoría. A través de él la alegoría se introduce en el mundo, así
como por el conocimiento se cumple la verdad. Dos posibilidades contemporáneas del
ser. Al lado de la simultaneidad de la idea y del alma –es decir, del ser y su revelación–
que enseña el Phedon, hay simultaneidad del ser y su reflejo. Lo absoluto, a la vez, se
revela a la razón y se presta a una especie de erosión exterior a toda causalidad. La no-
verdad no es un residuo oscuro del ser, sino su carácter sensible a través del cual, hay en
el mundo parecido e imagen. A partir del parecido, el mundo platónico del futuro, es un
mundo menor, solamente de apariencias. Como dialéctica del ser y la nada, aparece
felizmente, desde el Parménide, el porvenir en el mundo de las ideas. Es en calidad de
imitación que la participación engendra sombras y decide sobre la participación de las
ideas, de unas a otras, revelándose a la inteligencia. La discusión sobre la primacía del
arte o de la naturaleza ¿imita el arte a la naturaleza o la belleza natural imita al arte? –
desconoce la simultaneidad de la verdad y de la imagen.

La noción de sombra permite, pues, situar en la economía general del ser la del
parecido. El parecido no es la participación del ser en una idea –donde, por otra parte el
antiguo argumento del tercer hombre muestra su inanidad–, es la estructura misma de lo
sensible como tal. Lo sensible es el ser en la medida en que se parece, por eso, fuera de
su obra triunfal de ser, hecha una sombra; libera esta esencia oscura e inasible, esta
esencia fantasmal que nada permite identificar con la esencia revelada en la verdad. No
hay primero imagen –visión neutralizada del objeto– que después difiera del signo y del
símbolo por su parecido con el original: La neutralización de la posición en la imagen es
precisamente este parecido.

La trascendencia de la que habla Jean Wahl, separada de la significación ética que esta
implica en él, tomada en un sentido rigurosamente ontológico, puede caracterizar este
fenómeno de degradación o de erosión de lo absoluto que hemos encontrado en la
imagen y en el parecido.
EL ENTRETIEMPO

Decir que la imagen es una sombra del ser, solo sería una metáfora si no mostráramos
donde se sitúa el más-acá del que hablamos. Hablar de inercia o de muerte no nos
permitiría avanzar mucho, primero sería necesario hablar de la significación ontológica
de la materialidad misma.

Hemos contemplado la imagen como la caricatura, la alegoría o lo pintoresco que la


realidad lleva sobre su propia cara. Toda la obra de Giraudoux cumple esta puesta en
imágenes de la realidad con un espíritu de continuidad que no ha sido apreciado, a pesar
del justo valor de la fama de Giraudoux. Hasta entonces parecíamos basar nuestra
concepción en una falla del ser, entre él y su esencia, que no ceñida a él, lo esconde y lo
traiciona. Lo cual, en realidad no permite más que aproximarnos al fenómeno que nos
preocupa. El llamado arte clásico –el arte de la antigüedad y sus imitadores– el arte de
las formas ideales –corrige la caricatura del ser– la nariz “camus”, el gesto sin soltura.
La belleza es el ser disimulando su caricatura, tapando o absorbiendo su sombra.
¿Acaso la absorbe por completo? No se trata de preguntarse si las formas perfectas del
arte griego pudiesen ser aún más perfectas, ni si se ven perfectas en todas las latitudes.
La caricatura insuperable de la imagen, la más perfecta, se manifiesta en la estupidez del
ídolo. La imagen como ídolo nos lleva a la significación ontológica de su irrealidad.
Esta vez, la obra de ser ella misma, el existir mismo del ser se duplica en un simulacro
de existir.

Decir que la imagen es ídolo es afirmar que finalmente toda imagen es plástica y que
toda obra de arte es, a final de cuentas, estatua: una interrupción del tiempo o más bien
un retraso sobre sí mismo. Pero resulta importante mostrar en qué sentido se interrumpe
o retrasa y en qué sentido el existir de la estatua es un simulacro del existir del ser.

La estatua lleva a cabo la paradoja de la duración de un instante sin futuro. El instante


no es en realidad su duración. Aquí no está dado como el elemento infinitesimal de la
duración –instante de un rayo–; tiene, a su manera, una duración casi eterna. No sólo
pensamos en la duración de la obra en tanto que objeto, la permanencia de los escritos
en las bibliotecas y de las estatuas en los museos. Al interior de la vida o, mejor dicho,
de la muerte de la estatua, el instante dura infinitamente: “Laocoon” será atrapado
eternamente en el abrazo de las serpientes, eternamente la Gioconda sonreirá.
Eternamente el porvenir que se anuncia en los músculos tensos de “Laocoon” nunca se
volverá presente. Eternamente la sonrisa de la Gioconda a punto de abrirse no se abrirá.
Un futuro eternamente suspendido flota alrededor de la posición fija de la estatua, como
un futuro para siempre futuro. La inminencia del futuro dura frente a un instante privado
de la característica esencial del presente que es su evanescencia. No habrá cumplido
nunca su tarea de presente, como si la realidad se retirara de su propia realidad,
dejándola sin poder. Situación en la que el presente no puede asumir nada, no puede
tomar nada para sí –y, por lo tanto, es instante impersonal y anónimo.

El instante inmóvil de la estatua cobra toda la agudeza de su no-indiferencia en relación


con la duración. Éste no es cuestión de eternidad. Pero tampoco es como si el artista no
hubiese podido darle vida. Solamente la vida de la obra no rebasa el límite del instante.
La obra no se logra –es mala– cuando no tiene esta aspiración a la vida que conmovió a
Pigmaleón. Pero esto es sólo una aspiración. El artista le dio a la estatua una vida sin
vida. Una vida irrisoria que no es dueña de sí misma, una caricatura de vida. Una
presencia que no se recubre ella misma, pero que desborda por todas partes, que no
logra tener en sus manos los hilos de la marioneta que es. Podemos fijar nuestra
atención sobre lo que hay de marioneta en los personajes de una tragedia y reír en el
teatro de la Comedie-Française. Toda imagen es una caricatura. Esta caricatura tiende
a lo trágico. Ciertamente le corresponde al hombre ser poeta cómico y poeta trágico:
ambigüedad que constituye la magia particular de los poetas como Gogol, Dickens,
Tchekhov, –y Moliere y Cervantes y por encima de todos Shakespeare–.

Este presente incapaz de forzar el futuro es el destino mismo, ese destino refractario a la
voluntad de dioses paganos, más fuerte que la necesidad racional de las leyes naturales.
El destino no apunta hacia la necesidad universal. Necesidad de un ser libre, giro de la
libertad en necesidad; su simultaneidad es una libertad que se descubre prisionera –el
destino no encuentra lugar en la vida–. El conflicto entre libertad y necesidad en la
acción humana aparece con la reflexión: cuando la acción ya se hunde en el pasado, el
hombre descubre los motivos que la hicieron necesaria. Pero una antinomia no es una
tragedia. En el instante de la estatua –en su futuro eternamente suspendido– lo trágico –
simultaneidad de la necesidad y la libertad– puede cumplirse: el poder de la libertad se
fija en una impotencia. Ahí todavía conviene acercar el arte y el sueño: el instante de la
estatua es una pesadilla. No es que el artista represente seres agobiados por el destino,
los seres entran en su destino porque son representados. Se encierran en su destino –esto
es precisamente la obra de arte, acontecimiento del oscurecimiento del ser, paralelo a su
revelación, paralelo a su verdad–. No porque la obra de arte reproduzca un tiempo
parado: en la economía general del ser, el arte es el movimiento de la caída más acá del
tiempo, en el destino. La novela no es, como lo piensa M. Pouillon, una manera de
reproducir el tiempo –tiene su propio tiempo– es una manera única en la que el tiempo
se temporaliza.

Desde entonces, comprendemos que el tiempo aparentemente introducido en la imagen


por las artes no plásticas, como la música, la literatura, el teatro y el cine, no quebranta
la fijación de la imagen. Que los personajes en el libro estén condenados a la repetición
de los mismos actos y los mismos pensamientos no es simplemente realzar el hecho
contingente del relato, exterior a esos personajes. Pueden ser narrados puesto que su ser
se parece, se duplica y se inmoviliza. Fijación completamente diferente del concepto, el
cual inicia la vida, ofrece la realidad a nuestros poderes, a la verdad, abre una dialéctica.
Por su reflejo en el relato, el ser tiene una fijación no dialéctica, detiene la dialéctica y el
tiempo.

Los personajes de la novela –seres encerrados, prisioneros. Su historia no termina


nunca, persiste siempre, pero nunca avanza. La novela encierra a los seres en un destino
a pesar de su libertad. Como si saliera de un libro la vida solicita al novelista cuando se
le aparece. Un no se qué determinado surge en ésta, como si una continuidad de hechos
se inmovilizaran y formaran una serie. Son descritos entre dos momentos bien
determinados, el espacio de un tiempo donde la existencia atravesó un túnel. Los
acontecimientos narrados forman una situación– se asemejan a un ideal plástico. El
mito –es eso: la plasticidad de una historia. Lo que llamamos la elección del artista,
traduce la selección natural de hechos y trazos que se fijan en un ritmo, transforma el
tiempo en imagen.

Este resultado plástico de la obra literaria ha sido anotado por Proust en una página
particularmente admirable de La Prisionera. Hablando de Dostoïevski no retiene ni las
ideas religiosas, ni la metafísica, ni la psicología, sino algunos perfiles de las jovencitas,
algunas imágenes: la casa del crimen con su escalera y su dvornik de Crimen y Castigo,
la silueta de Grouchenka de los Hermanos Karamazov. Podríamos pensar que el
elemento plástico de la realidad es, al final de cuentas, el objetivo mismo de la novela
psicológica.

Se habla mucho de atmósfera a propósito de la novela. La crítica adopta fácilmente este


lenguaje meteorológico. Se considera la introspección como el procedimiento
fundamental del novelista, y se piensa que las cosas y la naturaleza, sólo pueden entrar
en un libro envueltas de una atmósfera compuesta de emanaciones humanas. Al
contrario, nosotros pensamos que una visión exterior –de una exterioridad total como la
que hemos descrito más arriba a propósito del ritmo, donde el sujeto es exterior a sí
mismo– es la verdadera razón del novelista. La atmósfera –es la oscuridad misma de la
imagen. La poesía de Dickens –ciertamente psicólogo elemental–, la atmósfera de esos
internados empolvados, la luz pálida de las oficinas de Londres con sus pasantes, las
tiendas de los anticuarios, las figuras mismas de un Nickleby o de un Scrooge, sólo
aparecen en una visión exterior erigida en método. No hay otra posibilidad. El novelista
psicológico ve su vida interior desde fuera, no forzosamente a través de los ojos de otro,
sino en la manera como participamos en un ritmo o un sueño. Todo el poder de la
novela contemporánea, su arte de magia, consiste, tal vez, en esta manera de ver del
exterior la interioridad, que no coincide para nada con los procedimientos del
“behaviourism”.

Después de Bergson nos hemos acostumbrado a plantearnos la continuidad del tiempo


como la esencia misma de la duración. La enseñanza cartesiana de la discontinuidad de
la duración pasa, cuando mucho, por la ilusión de un tiempo sujeto a su trazo espacial,
origen de falsos problemas para inteligencias incapaces de pensar la duración. Lo
aceptamos como un truismo, una metáfora, acaso eminentemente espacial, de corte en la
duración, una metáfora fotográfica de la instantánea del movimiento.

Por el contrario, nos hemos vuelto sensibles a la paradoja misma que el instante pueda
detenerse. El hecho de que la humanidad haya podido darse un arte revela, en el tiempo,
la incertidumbre de su continuidad, y como una muerte duplicando el impulso de la vida
–la petrificación del instante al interior de la duración –castigo de “Niobé”– la
inseguridad del ser presentando el destino, la gran obsesión del mundo del artista, del
mundo pagano, Zenón, cruel Zenón... Esta flecha...

Hasta aquí el problema límite del arte. Ese presentimiento del destino en la muerte
subsiste, así como el paganismo subsiste. Ciertamente, basta con dar una duración
constituida para quitarle a la muerte el poder de interrumpir. Entonces, ésta es rebasada.
Ubicarla en el tiempo es precisamente rebasarla –es encontrarse ya del otro lado del
abismo, tenerla tras uno. La muerte-nada es la muerte del otro, la muerte para el
sobreviviente. El tiempo mismo del “morir” no puede otorgar el otro lado de la orilla.
Lo que este instante tiene de único y desgarrador se debe al hecho de nunca poder pasar.
En el “morir”, el horizonte del futuro está dado, pero el futuro como promesa de un
presente nuevo es rechazado –estamos en el intervalo, para siempre intervalo. Intervalo
vacío donde deben encontrarse los personajes de ciertos cuentos de Edgar Poe, en los
cuales, la amenaza aparece en su proximidad, ningún gesto es posible para sustraerse de
está proximidad, pero está misma proximidad; no puede terminar nunca. Angustia que
se prolonga, en otros cuentos, como miedo de ser enterrado vivo: como si la muerte no
estuviese jamás suficientemente muerta. Como si paralelamente a la duración de los
vivos, corriese la eterna duración del intervalo –el entretiempo.

El arte cumple precisamente esta duración en el intervalo, en esa esfera en la que el ser
tiene el poder de atravesar, pero donde su sombra se inmoviliza. La duración eterna del
intervalo donde se inmoviliza la estatua, difiere radicalmente de la eternidad del
concepto –es el entretiempo, nunca terminado, durando por siempre–, algo de inhumano
y monstruoso.

Inercia y materia no dan cuenta de la muerte particular de la sombra. Ya la materia


inerte se refiere a una sustancia en la cual se aferran sus cualidades. En la estatua, la
materia conoce la muerte del ídolo. La prohibición de las imágenes es verdaderamente
el mandamiento supremo del monoteísmo, de una doctrina que supera al destino –la
creación y la revelación a contracorriente.

POR UNA CRÍTICA FILOSÓFICA

El arte suelta la presa por la sombra.

Pero al introducir en el ser la muerte de cada instante –cumple su eterna duración en el


entretiempo su unicidad, su valor. Valor ambiguo: único por no superable, porque
incapaz de terminar no puede ir hacia algo mejor, no tiene la cualidad del instante vivo
para el cual la salvación del futuro está abierta y donde puede terminar y sobrepasarse.
Así, el valor de ese instante está hecho de su desgracia. Este valor triste es ciertamente
lo bello del arte moderno opuesto a la belleza alegre del arte clásico.

Por otra parte, esencialmente liberado, el arte constituye, en un mundo de la iniciativa y


de la responsabilidad, una dimensión de evasión.

Por ahí nos adherimos a la experiencia más común y banal del gozo estético. Es una de
las razones que hacen aparecer el valor del arte. Nos proporciona en el mundo la
oscuridad del fatum, pero sobre todo la irresponsabilidad que halaga como la ligereza y
la gracia. Nos libera. Hacer o gozar una novela o un cuadro –no solo es tener que
concebir, es también renunciar al esfuerzo de la ciencia, de la filosofía y del acto. No
hablen no reflexionen, admiren en silencio y en paz –estos son los consejos de la
sensatez satisfecha frente a lo bello. La magia reconocida en todos lados como la parte
del diablo, goza en la poesía de una incomprensible tolerancia. Nos vengamos de la
maldad produciendo su caricatura, la realidad la suprime sin matarla; conjuramos los
malos espíritus llenando el mundo de ídolos que tienen bocas, pero que no hablan más.
Como si el ridículo matara, como si a través de las canciones todo pudiese
verdaderamente acabar. Encontramos un alivio cuando, más allá de las invitaciones a
comprender y actuar, nos lanzamos en el ritmo de una realidad que sólo solicita su
admisión en un libro o en un cuadro. El mito toma el lugar de misterio. El mundo por
hacer es reemplazado por la terminación esencial de su sombra. No es desinterés por la
contemplación, sino irresponsabilidad. El poeta se exila asimismo de la ciudad. Desde
este punto de vista, el valor de lo bello es relativo. Hay algo de malévolo y egoísta y vil
en el gozo artístico. Hay épocas que nos pueden dar vergüenza, como festejar en plena
peste.
Así el arte no está comprometido por su propia virtud de arte. Es por esto que el arte no
es el valor supremo de la civilización y no está prohibido pensar en una fase donde se
encontrará reducido a una fuente de placer –que no podemos negar sin pecar de
ridículo– teniendo su lugar –pero solamente un lugar– en la felicidad del hombre. ¿Es
exagerado denunciar la hipertrofia del arte en nuestra época donde, casi para todos, éste
es identificado con la vida espiritual?

Todo esto es verdad en el arte separado de la crítica que integra la obra inhumana del
artista en el mundo humano. Ya sólo al abordar su técnica la crítica lo saca de su
irresponsabilidad. Esta trata al artista como a un hombre que trabaja. Al buscar sus
influencias, la crítica relaciona a este hombre no desprendido y orgulloso con la historia
real. La crítica todavía preliminar. Ésta no enfrenta al acontecimiento artístico como tal:
al oscurecimiento del ser en la imagen, a su suspensión en el entretiempo. El valor de la
imagen para la filosofía reside en su situación entre dos tiempos y en su ambigüedad. El
filósofo descubre más allá de la roca embrujada donde ésta resiste –todos los posibles
que trepan a su alrededor. Los capta a través de la interpretación. Esto es plantear que la
obra puede y debe ser considerada como un mito: a esta estatua inmóvil es preciso
ponerla en movimiento y hacerla hablar. Empresa que no coincide con la simple
reconstitución del original a partir de su copia. La exégesis filosófica habrá medido la
distancia que separa el mito del ser real, tomará conciencia del acontecimiento creador
mismo; acontecimiento que escapa al conocimiento, el cual va de ser en ser saltando los
intervalos del entretiempo. Aquí el mito es a la vez la no-verdad y la fuente de la verdad
filosófica, no obstante, si es verdad que la verdad filosófica; conlleva una dimensión
propia de la inteligibilidad, no se satisface de leyes y causas que ligan entre ellos a los
seres, sino que busca la obra de ser ella misma.

La crítica, al interpretar, escoge y limita. Pero si como elección permanece de este lado
del mundo, en el más acá, que se ha establecido en el arte, ésta lo habrá reintroducido en
el mundo inteligible donde se mantiene y que es la verdadera patria del espíritu. El
escritor más lúcido se encuentra asimismo en el mundo embrujado de sus imágenes.
Habla como si se moviese en un mundo de sombras –por enigmas, por alusiones, por
sugestiones, en el equivoco–, como si la fuerza le faltara para plantear las realidades,
como si no pudiese ir hacia ellas sin vacilar, como si cansado y torpe se comprometiera
siempre más allá de sus decisiones, como si tirara la mitad del agua que nos trae. El más
sagaz, el más lúcido se hace el loco. La interpretación de la crítica habla en plena
posesión de sí, francamente a través del concepto que es como el músculo del espíritu.

La literatura moderna, vituperada por su intelectualismo, que por otro lado se remonta a
Shakespeare, al Moliere de Don Juan, a Goethe, a Dostoïevski –manifiesta ciertamente
una conciencia cada vez más nítida de esta arraigada insuficiencia de la idolatría
artística. Con este intelectualismo el artista rechaza ser solamente artista; no porque
quiera defender una tesis o una causa, sino porque tiene necesidad de interpretar el
mismo sus mitos. Tal vez las dudas que ha arrojado la pretendida muerte de Dios sobre
las almas después del Renacimiento, han comprometido para el artista la realidad de
modelos a partir de ahoras inconsistentes, y le han impuesto la carga de encontrarlos en
el seno de su producción misma, le han hecho creer en su misión de creador y revelador.
La tarea de la crítica permanece como esencial, incluso si Dios no estuviese muerto,
sino solamente exilado. Pero aquí no podemos abordar la “lógica” de la exégesis
filosófica del arte. Esto exigiría una amplificación de la perspectiva que voluntariamente
ha sido limitada. Se trataría efectivamente de hacer intervenir la perspectiva de la
relación con el otro –sin la cual el ser no podría ser expresado en su realidad, es decir,
en su tiempo.

Traducción del francés de Saúl Kaminer.

© Emmanuel Levinas, “La réalite et son ombre”, Les imprévus de l’ histoire, Ed. Fata Morgana, 1994. Se
publicó por primera vez en la revista Les temps modernes en 1948.

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