Me desperté y vi la luz del amanecer en las mirillas de la persiana.
Salía de tan adentro de la noche que tuve como un vómito de mi mismo. El espanto de asomar a un nuevo día con su presentación, su indiferencia mecánica de cada vez; conciencia, sensación de luz, abrir los ojos, persiana, el alba…
En ese segundo, con la omnisciencia del semi-sueño, medí el horror
de lo que tanto maravilla y encanta a las religiones: la perfección eterna del cosmos, la revolución inacabable del globo sobre su eje. Náusea, sensación insoportable de coacción. Estoy obligado a tolerar que el soy salga todos los días. Es monstruoso, es inhumano…
Antes de volver a dormirme imaginé un universo plástico,
cambiante, lleno de maravilloso azar, un cielo elástico, un sol que de pronto falta o se queda fijo o cambia de forma. Ansié la dispersión de las duras constelaciones, esa sucia propaganda luminosa del Trust Divino Relojero.