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por
Víctor C. Drax
De modo que ahora vivía en una cabaña pequeña con Bárbara, su cómplice en lo
prohibido. No era un lugar muy espacioso (tenía una cocina, una sala y una habitación),
pero ellos tampoco iban a necesitar más que eso. Mientras viviera en la plantación, podía
trabajar el trigo –la parte que su padre le había otorgado- y estaba convencido de que, con
duro trabajo, podía criar a su hijo de forma que el Señor esté orgulloso. Así expiaría la
culpa, el crimen que su mente impía había dado a luz.
Ya estaba cerca de la casa y la carretera se vio rodeada del trigo. Las plantas eran
altas, doradas y gráciles, delicadas. Un mar de oro, con oleaje impulsado por el viento, el
suspiro de los ángeles. Durante el atardecer, todo el lugar se teñía de naranja y amarillo.
Cuando contemplaba aquello, pensaba en el Señor. Entonces encontraba la fe que
necesitaba para sentir que todo terminaría saliendo bien. Al principio creyó que no
lograrían salir de aquello, cuando tenían hambre, frío y miedo. Se abrazaban bajo el cielo
gris y rezaban, le rogaban a la Santísima Trinidad que les perdonara, rezaban hasta que
quedaban empapados bajo la lluvia y tenían que arroparse bien, al dormir, porque no existe
una mejor fuente de calor que el cuerpo humano. Pero sentir al cuerpo de su compañera de
esa forma, así de cerca y sin los ropajes mojados fue lo que precisamente le arrojó a
aquellos pensamientos sucios. La tentación está en todos lados.
Conforme fueron pasando los días, ellos fueron viviendo y el sol siguió bañando al
trigo, la vergüenza fue disminuyendo. De ahí brotó el ánimo para trabajar, para seguir
adelante. Trabajar todas las mañanas, llevar la cosecha al granero en la tarde y rezar en las
noches. La panza de Bárbara siguió creciendo, como proporcional a los ánimos de los dos,
y Pablo empezó a pensar que tal vez lo del niño no había sido tan mala cosa, después de
todo. Ahora estaba seguro de que, por esos pensamientos, el Señor le había castigado: la
criatura había nacido.
La luz del día se infiltró entre sus párpados como un puñal entre la piel. Se había
pasado toda la noche anterior rondando la plantación, la propia alma en pena, mirando al
cielo. Estaba más allá del alcance de aquella cacofonía, parida por una garganta rechoncha
y negra, pero estaba tan hundida en su mente que podía literalmente sentirla, incrustada en
su cerebro. A veces, en los días que iba a la taberna por un trago y todo el mundo se
quedaba en silencio, por ningún motivo en especial, podía oírlo otra vez. Era entonces
cuando más bebía. El dueño del local le decía que le conocía como buen muchacho, que
tenía que olvidarse de la bebida.
“Si sigo volviendo a esa cabaña en las afueras, no me será ningún problema
olvidarme del alcohol porque me habré bebido hasta la última gota del país” había querido
decir.
Cuando se levantó de la cama, ese mediodía, llegó a la conclusión de que todo tenía
que terminar. Se enfundó en sus pantalones, se dejó su camiseta blanca para dormir y se
ajustó los tirantes. Apestaba a sudor y andaba sin afeitar, pero ya habría tiempo. Si tenía
éxito en esto, tendría todo el tiempo del mundo para bañarse en leche de vaca, si así lo
quería.
Por extraño que fuera, Bárbara parecía no estar en la casa. Pablo no le prestó
atención al detalle. Fue derechito al granero, incapaz de asegurar si ese era el camino al
paraíso, al limbo o al verdadero lugar que concibió a su hijo. Estaba oscuro y un poderoso
aroma a humedad lo abofeteó, violando sus fosas nasales, su garganta, sus pulmones. Bajo
una roca, a tres metros de la entrada, se hallaba su puerta de salida. La cruz marca al tesoro.
Extrajo el revólver sin miedo. Un hilo de luz dorada, como su trigo, entró por uno
de los agujeros en el techo y aterrizó sobre el cañón plateado. Lo hizo brillar. La ruta de
escape nunca había sido más evidente. Cerró los ojos y sonrió. Al fin y al cabo, cuando un
día resulta pésimo, sólo tiene sentido terminarlo.
Amartilló el arma. Se le aceleró el pulso.
Dio un vistazo a la puerta por la que entró y le dedicó su pensamiento a Bárbara.
Ella le entendería. Pablo sabía que si Bárbara tuviera los pantalones necesarios, habría dado
este paso. Se la imaginó, corriendo entre el trigo, con su vestido amarillo y los brazos
extendidos. Su perfecta sonrisa, sus ojos cerrados y el cabello negro volando en el viento.
Ella era su compañera ¿Por qué ahora no podía soportar su presencia? ¿Por qué su mera
respiración le irritaba tanto?
Por el bebé. No era ella, era el bebé.
Elemental, querido Watson. Ella no estaba lista para ser madre, él no estaba listo
para ser padre. Su responsabilidad era continuar, siempre adelante, no abandonar a su
mujer, pero el que redactó esas reglas, nunca tuvo que lidiar con el “pequeño diablito” que
tenía él (y lo de “diablito” no es sólo una expresión).
De modo que avanti, sin miedo. Suspiró. Era hora.
Abrió la boca y se llevó el cañón del arma a su interior. Cuando tocó el metal, con la
punta de la lengua, se arrepintió de todo, pero ya era demasiado tarde para detenerse. Tragó
saliva una vez más.
Un crujido. Crrkk. La puerta se abrió, no mucho, pero sí como para que pasara…
bueno, para que pasara un niño.
Pablo se sacó el cañón de la boca y miró al ojo de luz en medio de la oscuridad.
—¿Quién anda ahí?
Nadie respondió. El arma se había vuelto un estúpido pedazo de acero en sus manos,
de la misma forma, pero quince kilos más pesada. Pablo parpadeó con fuerza y se enfocó en
la puerta entreabierta. Su respiración era una marea de fuego.
Bárbara entró. Llevaba su vestido amarillo y, en su mano derecha, el machete. Pablo
cortaba la maleza con ese machete. No podía verlo bien, pero reconoció la silueta al
instante.
—Bárbara, ¿qué…?
No le dio tiempo de terminar la pregunta. Vio (o creyó ver) a Bárbara balanceando
el machete hacia él. Por reflejo, Pablo se echó hacia atrás. Cayó al suelo, sintiéndose muy
afortunado de haber esquivado el golpe, a tan corta distancia. La ironía de que había estado
a punto de suicidarse, un minuto antes, se le escapó.
Percibió un nuevo olor, férreo. Se llevó las manos a la cintura y éstas se llenaron de
líquido tibio.
Como si hubiese mordido la fruta del conocimiento, Pablo sintió el dolor invadirle
el cuerpo. Quiso preguntarle a Bárbara qué hacía, pero sólo fue capaz de gimotear.
Cuando la tarea estuvo lista, Bárbara salió del granero. Había dejado el machete
atrás —no tenía objeto cargarlo ahora. Se miró las manos. Tendría que lavárselas antes de
hacer la comida. Empezó a caminar a la casa y se encontró con el pequeño, en medio del
campo. Iba erguido sobre sus patas peludas. La tierra estaba marcada tras él, con las huellas
de sus ponzoñas. Nunca antes había caminado. Bárbara sonrió.
Cogió a la criatura entre sus brazos y ésta le respondió rodeándole el tronco con los
tentáculos que le nacían del cuello. Fueron al porche de la casa. Se sentaron, en ese
interminable abrazo. Bárbara separó por un segundo su pecho del de su hijo. Le miró al
saco de ojos. Se encontró con su reflejo.
Volvió a abrazar al fruto de su vientre y empezó a arrullarlo.