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El Fruto de su Vientre

por
Víctor C. Drax

—Debes estar muy orgulloso.


—Lo estoy.
—¿En serio? No lo suenas.
Pablo tomó otro trago de su cerveza. Contempló la pequeña lata, en su puño. Hacía
un año, él no habría estado bebiendo un brebaje como aquel, que lleva a los hombres a
pensamientos y acciones impuras. Su percepción sobre la vida había cambiado mucho los
últimos días.
—¿Está todo bien?
—Soy padre de un hermoso niño y ahora estoy aquí, en tu taberna, tomándome una
cerveza. ¿Qué tiene eso de anormal?
—Es que… tú no tomas.
—Ahora sí.
Pablo sacó el dinero de su bolsillo.
—Gracias por el trago —dijo, colocando el dinero sobre la barra.
Subió en la Ford y emprendió el camino de vuelta a su casa. La carretera llevaba
fuera del pueblo. Cinco kilómetros antes de abandonar la localidad estaba la plantación de
trigo. En medio de ella, su casa.
Después de que pasó lo que pasó, Pablo no se sintió más diferente de como siempre
lo había hecho. Siguió trabajando con el trigo, yendo a la iglesia y tomando coca-cola en el
porche de su casa. No fue sino seis meses después que Bárbara fue a visitarlo. La
acompañaba su padre, su madre y el hijo no nacido de los dos (dentro de Bárbara, claro). A
los seis meses, ya se medio nota la panza hinchada de una mujer embarazada. Pablo nunca
había visto nada igual, pero sus padres sí. Tras una reunión que incluyó a los padres, pero
los excluyó a Bárbara y a él, la decisión de qué hacer fue tomada por ellos.
Pablo no tuvo el privilegio que tuvo Jesús, de marcharse por sí mismo al desierto. A
él le exiliaron. Había permitido que El Malvado se infiltrara en su mente y le llenara el
corazón de pecados, la mente de mentiras. La tentación era fuerte. Él no. Veintiún años es
demasiado temprano para ser padre de un hijo nacido en el matrimonio, no digamos uno
nacido del pecado y Pablo debió pensar en eso, en el tormento del castigo, en el mordisco
de lobo que se le da al pastor cuando el pecado nace de tu corazón, no en Bárbara, no en sus
ojos, no en su voz. Él no podía vivir con la mancha negra como la brea dentro de sí y era
por eso que podía comprender que sus padres no pudieran vivir con el pecado en el hogar.
No los apoyaba, pero les comprendía. Aquel domingo, en vez de ir a la Iglesia, se marchó
de su casa.
Esa mañana, antes de que el exilio se hiciera efectivo, su padre se sentó con él en la
mesa de la cocina. Llevaba una botella de vino abierta en una mano.
—Hijo, el galpón es tuyo.
—¿El de la plantación?
—El mismo. Llévate ahí a tu mujer.
Fue entonces cuando su padre le miró a los ojos, con los suyos vidriosos y húmedos.
Le miró como nunca le había visto, ni esperaba que le viera.
—Suerte con ese niño, Pablo, porque nace del pecado.

De modo que ahora vivía en una cabaña pequeña con Bárbara, su cómplice en lo
prohibido. No era un lugar muy espacioso (tenía una cocina, una sala y una habitación),
pero ellos tampoco iban a necesitar más que eso. Mientras viviera en la plantación, podía
trabajar el trigo –la parte que su padre le había otorgado- y estaba convencido de que, con
duro trabajo, podía criar a su hijo de forma que el Señor esté orgulloso. Así expiaría la
culpa, el crimen que su mente impía había dado a luz.
Ya estaba cerca de la casa y la carretera se vio rodeada del trigo. Las plantas eran
altas, doradas y gráciles, delicadas. Un mar de oro, con oleaje impulsado por el viento, el
suspiro de los ángeles. Durante el atardecer, todo el lugar se teñía de naranja y amarillo.
Cuando contemplaba aquello, pensaba en el Señor. Entonces encontraba la fe que
necesitaba para sentir que todo terminaría saliendo bien. Al principio creyó que no
lograrían salir de aquello, cuando tenían hambre, frío y miedo. Se abrazaban bajo el cielo
gris y rezaban, le rogaban a la Santísima Trinidad que les perdonara, rezaban hasta que
quedaban empapados bajo la lluvia y tenían que arroparse bien, al dormir, porque no existe
una mejor fuente de calor que el cuerpo humano. Pero sentir al cuerpo de su compañera de
esa forma, así de cerca y sin los ropajes mojados fue lo que precisamente le arrojó a
aquellos pensamientos sucios. La tentación está en todos lados.
Conforme fueron pasando los días, ellos fueron viviendo y el sol siguió bañando al
trigo, la vergüenza fue disminuyendo. De ahí brotó el ánimo para trabajar, para seguir
adelante. Trabajar todas las mañanas, llevar la cosecha al granero en la tarde y rezar en las
noches. La panza de Bárbara siguió creciendo, como proporcional a los ánimos de los dos,
y Pablo empezó a pensar que tal vez lo del niño no había sido tan mala cosa, después de
todo. Ahora estaba seguro de que, por esos pensamientos, el Señor le había castigado: la
criatura había nacido.

Al llegar a la cabaña, aparcó frente a la puerta y permaneció sentado, con el motor


apagado. Su mirada se perdió en la nada y su mente en la pregunta de siempre: ¿Con qué
me encontraré cuando mire la cuna?
Cogió aire y salió de la ford. Podía sentir las axilas húmedas. Levantó la mirada
hacia el sol y éste le respondió con un aguijonazo a los ojos. Se removió los tirantes hasta
que le colgaron de los lados y se secó el sudor de la frente. No se había dado cuenta de
cuánto calor hacía. Al igual que Jesús cargó la cruz al Lugar de la Calavera, Pablo avanzó a
la casa. Empujó la puerta. Entró.
Bárbara estaba sentada, en la mesita de la cocina. Tejía. Levantó el rostro hacia su
compañero, lo miró por un par de segundos y siguió en lo suyo.
“Esto es tu culpa, ¿sabías?” quiso gritarle Pablo. “Tú me tentaste, como Eva. ¡Tú
deberías cargar con esa cosa, no yo!”
No le dijo nada de eso. En vez, se sentó a su lado. Ojala y tuviese otra cerveza cerca,
Dios bendito.
—No ha llorado. No ha hecho nada —dijo Bárbara.
—Gracias a la Virgen.
—¿Tú, dónde has estado?
Pablo se levantó.
—Por ahí.
—¿Qué quiere decir eso?
—El significado directo que se extrae de las palabras.
Ella volvió a mirarle.
—¿Sabes que no voy a soportar que me dejes sola, con el niño?
—No es un niño…
—¡Claro que lo es!
—No es un niño…
—¡Es tu hijo! —Bárbara tiró el bordado y se levantó—, ¡Tuyo y mío! ¡Es tuyo
también, Pablo Espinoza!
Una vez, cuando tenía cerca de seis años, vio a su padre dándole una cachetada a su
madre. No había podido entenderlo. Ahora sí.
Suspiró y bajó la cara.
—Bárbara —murmuró, con la voz naciéndole de la boca del estómago y no de la
garganta—, Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. Jesús tenía dos brazos, dos
piernas, un tronco y una cabeza. También los tenemos tú y yo. ¿Qué es esa cosa, entonces?
—No hables así de tu hijo.
No pudo más. Salió disparado contra ella, los brazos levantados y las manos
convertidas en garras. Aterrizaron sobre el frágil cuello. Como el canario víctima de la
presa de un gato, Bárbara forcejeó, pero estaba lejos de oponer una verdadera resistencia.
Pablo hubiese continuado (Dios sabe que hubiese continuado), de no ser por el ruidito que
provino de la sala. La cuna se movió.
Ambos voltearon en dirección a la cuna, que no era más que un capullo de toallas y
trapos (ninguno de sus padres conservaba una cuna). La criaturita no hizo más que moverse
de nuevo. No emitió sonido.
Pablo soltó a Bárbara. No sabía si disculparse, llorar o gritar. Huir. Marcharse, dejar
la pesadilla lejos, una pesadilla que se desvanece como un espejismo al amanecer.
—Yo… —empezó a decir, mirándose las manos. Su voz quebró en un sollozo.
Bárbara le abrazó.
—Yo entiendo —dijo y Pablo quiso tranquilizarse, aún cuando en su mente aterrizó
el significado de la frase. Si ella hubiese podido, habría hecho lo mismo.
Las noches eran lo peor.
Solía empezar entre las nueve y media y las diez. La criatura abría la boca y emitía
un gorgojeo. Luego un quejido. Y empezaba a llorar.
Por Dios, nada más con escucharle llorar se hacía evidente que aquello no podía ser
humano. Pablo nunca había tenido la desgracia de oír algo tan hórrido ni podía creer, a
estas alturas, que pudiera existir una criatura capaz de dar voz a algo tan repugnante. Y tal
vez lo peor era esa vocecita que le rondaba el interior del cráneo: “Ha salido de ti. Esa cosa
tiene parte de ti.”
Entonces, ¿era seguro decir ahora que había tenido un hijo del Diablo? Aparte del
pecado original, Pablo no podía pensar en un motivo por el cual mereciera semejante
castigo. Mucha gente permite que el pecado entre en sus vidas (no mencionemos a esos
impuros de las regiones “civilizadas”) y ninguno de ellos sufre consecuencias tan terribles.
La mayoría reciben su regaño por parte del pastor y cumplen con la penitencia. Tenía que
ser del Diablo, porque si no, entonces era de él mismo.
Pero hablemos del lloro, por un momento. En su media hora inicial era un chillido
que traspasaba la piel en su camino a los tímpanos. Luego se volvía un rumor más grave,
que hacía temblar los vidrios de las ventanas. Y del rumor se abría paso el plato principal:
una polifonía de voces gritando de pánico, de dolor; una ventana sonora al infierno, en la
salita de la cabaña, ininterrumpida hasta el amanecer.
Durante los “conciertos”, Pablo se quedaba acostado, con los ojos enfocados en el
techo y la semilla del grito en la garganta.
“Pero no voy a gritar” se decía. “Si grito, me volveré loco. Iré por el revólver de
mi padre en el granero, le meteré una bala a Bárbara entre los ojos, otra a esa cosa en la
boca y luego me daré un tiro en la sien. Y me iré al infierno, donde la melodía es
veinticuatro horas.”
Sólo se había quedado dormido una vez, desde que el bebé había nacido. Los sueños
que tuvo le enseñaron la lección. Dormiría al salir el sol, mejor.

La luz del día se infiltró entre sus párpados como un puñal entre la piel. Se había
pasado toda la noche anterior rondando la plantación, la propia alma en pena, mirando al
cielo. Estaba más allá del alcance de aquella cacofonía, parida por una garganta rechoncha
y negra, pero estaba tan hundida en su mente que podía literalmente sentirla, incrustada en
su cerebro. A veces, en los días que iba a la taberna por un trago y todo el mundo se
quedaba en silencio, por ningún motivo en especial, podía oírlo otra vez. Era entonces
cuando más bebía. El dueño del local le decía que le conocía como buen muchacho, que
tenía que olvidarse de la bebida.
“Si sigo volviendo a esa cabaña en las afueras, no me será ningún problema
olvidarme del alcohol porque me habré bebido hasta la última gota del país” había querido
decir.
Cuando se levantó de la cama, ese mediodía, llegó a la conclusión de que todo tenía
que terminar. Se enfundó en sus pantalones, se dejó su camiseta blanca para dormir y se
ajustó los tirantes. Apestaba a sudor y andaba sin afeitar, pero ya habría tiempo. Si tenía
éxito en esto, tendría todo el tiempo del mundo para bañarse en leche de vaca, si así lo
quería.
Por extraño que fuera, Bárbara parecía no estar en la casa. Pablo no le prestó
atención al detalle. Fue derechito al granero, incapaz de asegurar si ese era el camino al
paraíso, al limbo o al verdadero lugar que concibió a su hijo. Estaba oscuro y un poderoso
aroma a humedad lo abofeteó, violando sus fosas nasales, su garganta, sus pulmones. Bajo
una roca, a tres metros de la entrada, se hallaba su puerta de salida. La cruz marca al tesoro.
Extrajo el revólver sin miedo. Un hilo de luz dorada, como su trigo, entró por uno
de los agujeros en el techo y aterrizó sobre el cañón plateado. Lo hizo brillar. La ruta de
escape nunca había sido más evidente. Cerró los ojos y sonrió. Al fin y al cabo, cuando un
día resulta pésimo, sólo tiene sentido terminarlo.
Amartilló el arma. Se le aceleró el pulso.
Dio un vistazo a la puerta por la que entró y le dedicó su pensamiento a Bárbara.
Ella le entendería. Pablo sabía que si Bárbara tuviera los pantalones necesarios, habría dado
este paso. Se la imaginó, corriendo entre el trigo, con su vestido amarillo y los brazos
extendidos. Su perfecta sonrisa, sus ojos cerrados y el cabello negro volando en el viento.
Ella era su compañera ¿Por qué ahora no podía soportar su presencia? ¿Por qué su mera
respiración le irritaba tanto?
Por el bebé. No era ella, era el bebé.
Elemental, querido Watson. Ella no estaba lista para ser madre, él no estaba listo
para ser padre. Su responsabilidad era continuar, siempre adelante, no abandonar a su
mujer, pero el que redactó esas reglas, nunca tuvo que lidiar con el “pequeño diablito” que
tenía él (y lo de “diablito” no es sólo una expresión).
De modo que avanti, sin miedo. Suspiró. Era hora.
Abrió la boca y se llevó el cañón del arma a su interior. Cuando tocó el metal, con la
punta de la lengua, se arrepintió de todo, pero ya era demasiado tarde para detenerse. Tragó
saliva una vez más.
Un crujido. Crrkk. La puerta se abrió, no mucho, pero sí como para que pasara…
bueno, para que pasara un niño.
Pablo se sacó el cañón de la boca y miró al ojo de luz en medio de la oscuridad.
—¿Quién anda ahí?
Nadie respondió. El arma se había vuelto un estúpido pedazo de acero en sus manos,
de la misma forma, pero quince kilos más pesada. Pablo parpadeó con fuerza y se enfocó en
la puerta entreabierta. Su respiración era una marea de fuego.
Bárbara entró. Llevaba su vestido amarillo y, en su mano derecha, el machete. Pablo
cortaba la maleza con ese machete. No podía verlo bien, pero reconoció la silueta al
instante.
—Bárbara, ¿qué…?
No le dio tiempo de terminar la pregunta. Vio (o creyó ver) a Bárbara balanceando
el machete hacia él. Por reflejo, Pablo se echó hacia atrás. Cayó al suelo, sintiéndose muy
afortunado de haber esquivado el golpe, a tan corta distancia. La ironía de que había estado
a punto de suicidarse, un minuto antes, se le escapó.
Percibió un nuevo olor, férreo. Se llevó las manos a la cintura y éstas se llenaron de
líquido tibio.
Como si hubiese mordido la fruta del conocimiento, Pablo sintió el dolor invadirle
el cuerpo. Quiso preguntarle a Bárbara qué hacía, pero sólo fue capaz de gimotear.
Cuando la tarea estuvo lista, Bárbara salió del granero. Había dejado el machete
atrás —no tenía objeto cargarlo ahora. Se miró las manos. Tendría que lavárselas antes de
hacer la comida. Empezó a caminar a la casa y se encontró con el pequeño, en medio del
campo. Iba erguido sobre sus patas peludas. La tierra estaba marcada tras él, con las huellas
de sus ponzoñas. Nunca antes había caminado. Bárbara sonrió.
Cogió a la criatura entre sus brazos y ésta le respondió rodeándole el tronco con los
tentáculos que le nacían del cuello. Fueron al porche de la casa. Se sentaron, en ese
interminable abrazo. Bárbara separó por un segundo su pecho del de su hijo. Le miró al
saco de ojos. Se encontró con su reflejo.
Volvió a abrazar al fruto de su vientre y empezó a arrullarlo.

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