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con salud.
El forastero, que se haba sentado en el mostrador, se ri de buena
gana. Pidi una caa y la palade sin concluirla.
Les di buenos consejos declar, que nunca estn de ms y no
cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar
la sangre del hombre.
Un lento acorde precedi la respuesta de negro:
Hizo bien. As no se parecern a nosotros.
Por lo menos a m dijo el forastero y aadi como si pensara en voz
alta: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el
cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo oyera, observ:
Con el otoo se van acortando los das.
Con la luz que queda me basta replic el otro, ponindose de pie.
Se cuadr ante el negro y le dijo como cansado:
Dej en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmur:
Tal vez en ste me vaya tan mal como en el primero.
El otro contest con seriedad:
En el primero no te fue mal. Lo que pas es que andabas ganoso de
llegar
al
segundo.
Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la
llanura era igual a otro y la luna resplandeca. De pronto se miraron, se
detuvieron y el forastero se quit las espuelas. Ya estaban con el poncho
en el antebrazo, cuando el negro dijo:
Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro
ponga todo su coraje y toda su maa, como en aquel otro de hace siete
aos,
cuando
mat
a
mi
hermano.
Acaso por primera vez en su dilogo, Martn Fierro oy el odio. Su
sangre lo sinti como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso ray y
marc
la
cara
del
negro.
Hay una hora de la tarde en que la llanura est por decir algo; nunca
lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos
pero es intraducible como una msica Desde su catre, Recabarren vio el
fin. Una embestida y el negro recul, perdi pie, amag un hachazo a la
cara y se tendi en una pualada profunda, que penetr en el vientre.
Despus vino otra que el pulpero no alcanz a precisar y Fierro no se
levant. Inmvil, el negro pareca vigilar su agona laboriosa. Limpi el
facn ensangrentado en el pasto y volvi a las casas con lentitud, sin
mirar para atrs. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor
dicho era el otro: no tena destino sobre la tierra y haba matado a un
hombre.
Jorge Luis Borges, Ficciones (1944)