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Triunfo Arciniegas

LAS VISITAS DEL ÁNGEL


omo era tarde, casi las once, las monjas decidieron notificar en la

C mañana la muerte de Eudosio Montes. Su Reverencia


acostumbraba madrugar. Lo encontrarían en el jardín hablando
con los turpiales enjaulados. El recién fallecido legaba todas sus
riquezas a la Santa Madre Iglesia. Después de una existencia solitaria y
pecaminosa, adjetivos que suenan contradictorios porque los pecados exigen
compañía, al menos los pecados que valen la pena -o las penas del infierno, seamos
claros, Su Reverencia-, y porque la soledad purifica y en sí misma es castigo, el
alma se salvaría. Además, la Iglesia sobrevivía gracias a la bondad de sus fieles.
La hermana Doménica se desesperaba desentrañando el destino del alma y, por
otro lado, el destino de las riquezas en manos de Su Reverencia.
Bebían el café, una frente a la otra, separadas por el reloj en movimiento, el
frutero sin frutas pero limpio y las tazas humeantes, cuando la vieja enarcó una de
las peludas cejas. "Es él", dijo de súbito. La hermana Doménica, joven y feliz,
inexperta y tonta, habituada a las visiones que la vejez ocasionaba en la otra,
continuó bebiendo.
La vieja ensanchó las fosas nasales, paseó los ojos desde la puerta hasta el
rostro inexpresivo de la hermana Doménica y, luego, hasta el cadáver silencioso.
"Detrás de la puerta", señaló, y acabó el café de un solo sorbo. La hermana
Doménica sugirió que abrieran, qué esperaban. Extraño, pensó, una visita a estas
horas. ¿Para el difunto o para la hermana? Se ofreció, creyéndose solícita.

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-No, no -dijo la otra, casi rogó.

-Ve, pues.

La otra soltó la bola:

-Él es un ángel...

-¿No es un pariente?

La vieja suspiró profundo, como arrastrando piedras.

-... del demonio.


La hermana Doménica dejó caer la taza del café. Sí, el olor, tal como se lo

describían en el convento. La estampa del padre Luca le vino a la mente. Se arrimó

a la otra, sentándose en su misma silla, y respiró profundo. "¿Por qué no me lo

dijiste antes?" La respiración se le volvió un hilo. El padre Luca, atormentado por el

insomnio, le describía ángeles cuando la visitaba después de las once, en el

dormitorio, sin atreverse a tocarla. Al otro lado del cuarto, tan grande como un

salón de baile, el muerto parecía feliz, sereno y feliz. Los algodones de las fosas

nasales, inspiración de la hermana Doménica, le daba un aire travieso. Parecía

disfrazado de difunto, tan convincente como El Descabezado o El Hombre


Caimán, acompañado por dos locas disfrazadas de monjas, parecía tomarse un

descanso antes de reanudar el furor de la parranda. Pero, en realidad, se trataba de

un hombre viejo y bien muerto en una hermosa cama. No, no se arrimarían al

muerto, aunque cinco horas antes lo hubieran afeitado mientras las hacía reír hasta

el dolor de estómago. Ningún disfraz: la muerte, traje definitivo, lo cubría de

respeto y espanto. El viejo mañoso era ahora un señor inescrutable. No se

arrimarían. Y a la puerta menos. Ni pensar en huir, ni pensar en abrir esa puerta y

escapar en la oscuridad. Debían rezar, ponerse en las manos de Dios. La hermana


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Doménica aceptó de prisa. Arrodilladas junto a la mesa, arracimados los dedos

sobre los senos, como niñas juguetonas, rezaron y esperaron. La hermana

Doménica, que sentía la respiración caliente de la otra en la oreja, cerró los ojos. El

intenso olor la distrajo. Pensó si tendría alas ese ángel, alas con plumas, ¿no? Para

volar, ¿no? “¿Quién le abriría el portón?” Lo imaginó escarbando en el jardín como

un gato. “¿Carmela?” Los ojos atormentados, encendidos. Carbones.

-¿Por qué ponen monedas en los ojos de los muertos?


-Para que le paguen al barquero que los lleva al más allá –dijo la vieja-. ¿Y

eso qué tiene que ver?

-Nada. ¿Te persiguen, hermana?

-Me visita, cállate.

-¿Los has visto? ¿Así, de frente? ¿Desnudos?

-Dije que te calles.

-¿Les debes?

-Nada.

La hermana Doménica sintió la mejilla rugosa de la otra. "Una legión de


ángeles -decía el padre Luca- rodea su silla siniestra y cumple su ley y ennegrece

toda la tierra." Esa mejilla ahí.

-¿Entrarán?

-Sólo es él.

-¿Cómo es?

-No, no entrará si no abro.

-Oh.

-Es tímido.
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Los cuatro ojos revisaron los objetos de la casa: todo en orden. El reloj y el

frutero en la mesa. También las tazas, una de ellas volteada, la de la hermana

Doménica. Porcelanas olvidadas en las repisas, el espejo desconchado, cansado de

reflejar cuerpos y rostros, la mesita de noche atestada de remedios. Debía llevar

años en su sitio ese montón de porcelanas, que sólo la vieja Carmela limpiaba de

cuando en cuando.

-¿No será el doctor Marancar?


-El doctor no huele así –dijo la vieja.

-¿No sería bueno avisarle que don Eudosio estiró la pata?

-Entregó el alma al Señor, se dice.

-¿No sería bueno avisarle?

-¿Y para qué? ¿Para que nos diga lo que ya sabemos? ¿Para dañarle su fin

de semana en la finca?

-Debe firmar el certificado de defunción.

-¿Saldrías por esa puerta en este momento? –dijo la vieja-. ¿Quieres que el

ángel te revuelque en el jardín?


-Qué daría por un sorbo de café.

-Ve a la cocina si te atreves.

-Carmela. Pobre Carmela. Carmela.

-¿Para qué la llamas? Es más sorda que una tapia y duerme como una foca.

-¿Tú crees que...?

-La pobre está más vieja que yo, y con esos bigotes.

La hermana Doménica preguntó despacio, ansiosa:

-¿Al ángel lo seduce la belleza?


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-Escucha, hija. Sus pasos, sus pasos. Siéntelos como yo en los sueños de

cada noche. Está rondando, volverá a esa puerta.

-Puede que entre sin permiso -dijo la hermana Doménica.

Pasaron saliva.

-No, no sé, no sé.

-¿No quieres preguntarme nada?

-Recemos, hija. ¿Quién te puso ese nombre?


-Papá -dijo la hermana Doménica-. Era italiano. De Nápoles.

-¿Qué pasó con él?

-Murió.

-Dime cómo.

-Lo destrozaron los perros. Se llamaba Johny.

-¿El perro se llamaba Johny? No me parece un nombre italiano. ¿Por qué

Johny?

-No. Eran como tres.

-Qué, hija, quién. No entiendo.


-Papá.

-¿Qué pasa con tu papá?

-Se llamaba Johny.

-¿Y el perro?

-Eran tres perros.

-Sí, los perros. No me dijiste que eran tres perros.

-Tres perros gordos.

-Un perro me lamía la cara. La cara y los brazos. Siempre iba a mi cama.
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6 Las visitas del ángel
Nada podía hacer hasta que me despertaba.

-Tres perros gordos y negros.

-Ay, viene por él. ¿Por qué no lo pensamos antes? ¿Verdad que viene por

él?

Contemplaron el cadáver. Pájaros negros. De rodillas, los cuellos torcidos

en dirección al cadáver. La hermana Doménica se mordía el labio inferior y se

clavaba las uñas.


-¿De verdad fue muy malo, hermana?

-Hizo dinero -dijo la otra, la vieja, y volvieron los ojos a la puerta-. Pero no

hablemos de eso, fue buen cristiano, que en paz descanse.

Estiró los labios para señalar la puerta.

-Él también puede cargar con nosotras, con ambas –añadió.

La hermana Doménica, asaltada por la inspiración, una vez de pie y sin

alejarse, con los blancos dedos se levantó la tela negra, y el ombligo quedó rozando

la nariz de la otra.

-Vendrá por eso -dijo, y se señaló el sexo, cubierto por los calzones celestes-
. Se llama sagrario porque guarda santidades.

La vieja apretó los párpados.

-Blasfemas, hija.

La hermana Doménica se sintió en el aire.

-Podría sacrificarme –dijo, con ansia y terror-. ¿No tengo las piernas

bonitas?

-¿Quién te dio esas pantaletas?

-Un regalo de Navidad.


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La vieja percibió el ruido.

-Cúbrete, por Dios -dijo-. ¿Lo oyes?

La hermana Doménica estiró el cuello hacia la puerta. Parecía que un gato

escarbaba al otro lado. Un rumor, un quejido de amor, casi un lamento. "Sí, sí", y

estuvo a punto de llorar. Quiso a la vez abrir la puerta y esconderse en el armario.

Sugirió: "Dejémoslo entrar, que se lo lleve". Y la otra:

-¿Y con qué le salimos a Su Reverencia?


-Cierto.

-¿Y si viene por nosotras?

-Pongamos las sillas.

-No puedo -dijo la vieja-. Creo que me estoy orinando, ¿por qué siempre me

pasa esto?

-El río del amor.

-¿Qué dices?

-¿No rezamos más?

-Hijita, los evangelios, qué torpes.


-No.

-¿No trajiste los evangelios?

-No, no.

-La bendita camándula.

-No.

La vieja se exploraba el cuerpo con patética angustia, se arrancaba

invisibles hormigas.

-La única vez que no me engarzo la camándula en el pescuezo, ay, Dios mío
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–dijo-. ¿Por qué nunca la usas?

La hermana Doménica, desesperada, apretaba los puños y pateaba. Como

si todo le picara.

-Ve y dile de una vez que se vaya, hermana.

-¿Te volviste loca, hermana Doménica, te volviste loca?

-Entonces que entre, quiero que entre, no aguanto más.

-Puede violarte –susurró la vieja.


-¿En serio? ¿Sabe hacerlo, hermana?

-Conmigo lo hizo.

-Soy virgen, hermana.

-Yo también.

-Pero...

-No importa, es un ángel. Pero me traicionó y... No lo soporto, ay. Le hace

a una cosas con la boca.

-Ay, no me digas, pongamos las sillas.

-Sí, y la mesa. Creo que ahora sí me oriné.


-Es la emoción.

-Me faltas al respeto.

Tropezándose, como borrachas, acercaron a la puerta las sillas y la mesa y

se dispusieron a esperar el amanecer. "Hermana, perdona que te lo diga, te

orinaste", dijo la hermana Doménica examinando el piso. "Lo supe primero que tú,

mensa. Tengo todo empapado." Las cosas seguían en su puesto, nada levitaba, el

reloj detenido antes de las doce, las porcelanas dormidas y el muerto como si nada.

La hermana Doménica tuvo tiempo para lamentar el café derramado en la mesa.


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No amanecía. Los muslos mojados de la vieja. Extrajeron del armario una camisa

del difunto y secaron el piso. La hermana Doménica prescribió: "Está enferma de

los riñones: orina amarillo". No amanecía, no amanecería. Oh, Dios, no

amanecería nunca. La hermana Doménica señaló un escarabajo parsimonioso que

alcanzaba la pata de la mesa. Entonces, helada y vomitando los ojos, sintió un

montón de pelos entre los tobillos. El bulto entre los pies. La otra vio surgir un gato

y el hábito recobró la calma. "Se te metió y no supiste cómo", dijo. Estirándose y


jorobándose sin maullar, gris y hermoso, el animal atrapó al escarabajo. "Pero si es

un lindo gatito", dijo la hermana Doménica, aliviada. "Y se lo va a comer", dijo

luego. El escarabajo se inmovilizó desde el primer zarpazo. La hermana Doménica

se estremeció como una novia.

-Salió de mí –dijo-. No podemos parir, pero parí un gato. No nos abrimos a

nadie y no parimos. Parí un gato.

Cerraron los ojos. La criatura nace envuelta en sangre, la madre se

ensangrienta, pozo de sangre. El gato devoraba ruidosamente al escarabajo.

Nunca parimos. Los cuatro ojos se abrieron sin lágrimas. Un ángel detrás de la
puerta. Despedazado, conservando aún media ala, el escarabajo intentaba la torpe

huida, pero al gato le bastaba la ligera presión de la mano para asegurar la presa

doblegada, y se lamía, masticaba y se lamía, se alistaba para el próximo bocado. El

escarabajo, su agonía, la muerte inexorable: volvieron a cerrar los ojos. "Ahora su

cuerpo está dentro de su cuerpo", dijo la hermana Doménica. Un ángel que acezaba

como un perro. Con la garganta seca y un vacío en el pecho, las monjas esperaron

en silencio, inmóviles, arrinconadas junto al ropero. No se miraban. Ay, cómo

movía las patitas, así seremos destrozadas. Abrieron y cerraron los ojos: así movía
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las patitas.

-¿Entonces puede venir por nosotros?

La vieja dijo que sí. Sí, pero no. Aterradas, los ojos clavados en el gato, que

las observaba satisfecho, como un caballero que arroja la servilleta sobre la mesa y

disimula un eructo por cuestión de buenas maneras. Luego saltó a la cama y se

paseó por el cadáver. Lamió el rostro, geografía de arrugas, despidiéndose. Maulló

como si algo le doliera. Entonces se marchó. ¿Por dónde? En un abrir y cerrar de


ojos, el gato desapareció por entre unas cajas.

-Qué días, Doménica.

-Días sin Dios.

-No lo digas, Doménica.

-Qué noches.

-Noches del mal, Doménica.

-Días y noches. De niña me decían Lucy. Era una traviesa, una loquita,

pero se me pasó. Lucy, Lucy, Lucy. Qué bonito. Parece perverso.

-Me duele el vientre. Quiero mover las tripas.


-Tendrás que salir a la noche.

-Me aguanto.

-Hermana, ¿has pecado?

La vieja pasó saliva.

-No -dijo, ufana.

La hermana Doménica murmuró con aire de inocencia:

-Yo sí. No sólo de niña.

-Yo también -dijo la otra con prontitud.


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La hermana Doménica se animó, perdió el miedo, quiso saber si muchas

veces. La vieja callaba. La hermana Doménica estaba a punto de cruzar la puerta

que se abre una sola vez en la vida: confesaría a la hermana, ese secreto envuelto en

negro.

-¿Por qué hemos pecado tanto? –se preguntó.

-Tengo varios pecados –cantó la otra.

-Yo -dijo la hermana Doménica pausadamente- me levanté el hábito...


-No es pecado -se atrevió a comentar la vieja.

-...ante Su Reverencia.

Pasado el sonrojo, la hermana Doménica se volvió de pronto hacia la vieja:

-¿Y tú, hermana?

La otra prefirió callar.

La hermana Doménica imaginó que la otra manoteaba para que no se le

salieran los pecados. Para que no se le regaran como guijarros.

-Quería rasurarme ahí abajo –dijo la hermana Doménica.

-Qué cosas dices.


-Le dije que no.

-Qué cosas.

-Papá me besaba en la boca. Me llamaba Lucy, confundiéndome con la

mujercita que le desgració la vida. Decía quererme mucho pero yo no hallaba razón

para tantos besos.

-¿Te deshonró?

-No se atrevió a tanto. Luego el tío Federico...

-Cállate.
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-No aguanto más, no aguanto las ganas, voy a abrir.

-Sobre mi cadáver –dijo la vieja.

Doménica corrió hacia el parapeto, pero la otra la derribó en el camino.

Rodaron hechas un solo bulto. “Dime una parte de tus pecados”, dijo Doménica,

montada sobre la otra, que pronto se liberó cambiando de lugar. Rodaron de nuevo.

“Sólo tengo un pecado mortal”, dijo la vieja. Más que pelear, parecían realizar una

serie de movimientos largamente ensayados. Al fin se rindieron al cansancio.


Permanecieron tendidas sin aliento, una muy cerca de la otra, sin tocarse.

Sólo al amanecer se levantaron.

Cuando por fin abrieron la puerta y contemplaron la gozosa luz del día, sus

pies tropezaron con una maleta empolvada. La arrastraron y la treparon sobre la

mesa.

-Ya no estoy para estos trotes –dijo la vieja, jadeante, palpándose los

riñones.

La hermana Doménica abrió la maleta.

-¿Qué haces? –dijo la otra.


-Quiero saber quién es.

Encontraron un par de alas en mal estado y tres cuchillas de afeitar. El

esqueleto de una cometa y dos trompos. Lo demás eran libros en un idioma

extraño. Cerraron la maleta y abandonaron el cuarto de prisa, como ladronas.

Atravesaron el jardín y buscaron a Carmela, que seguía en la cama.

-Don Eudosio murió anoche –dijo Doménica.

-¿No estará muerta?

Doménica sacudió el bulto.


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-¿Qué? –dijo Carmela.

La hermana vieja repitió la noticia con señas y Carmela comenzó a llorar.

-Ya entendió –dijo Doménica-. Vámonos.

Encontraron el portón entreabierto.

No vieron a nadie en la calle.

-¿Por qué no te confiesas con Su Reverencia? -dijo la hermana Doménica.

-No hace falta.


Apuraron el paso. Había trabajo, iban de prisa. La hermana Doménica,

anhelosa de ver el rostro y la vergüenza de orinada y pecadora de la otra, daba

brinquitos pero no la alcanzaba.

-¿Por qué?

-Él lo sabe todo -dijo la vieja.

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