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Jurandir

Malerba
La Historia en América Latina
Ensayo de crítica historiográfica

Rosario, 2010
Malerba, Jurandir
La historia en América Latina : ensayo de crítica historiográfica.
1a ed.-Rosario: Prohistoria Ediciones, 2010.
130 p.; 21x14 cm. - (Fundamentos / Darío G. Barriera; 3)

ISBN 978-987-1304-47-9

1. Historiografía Latinoamericana. I. Título


CDD 907.2

Fecha de catalogación: 11/12/2009

colección fundamentos – 3

Primera edición en portugués: FGV, Río de Janeiro, 2009


Primera edición argentina: prohistoria ediciones
ISBN 978-987-1304-47-9
© Jurandir Malerba
© de esta edición prohistoria ediciones.
Tucumán 2253 (S2002JVA) – ROSARIO, Argentina

Traducción: Milena De Souza Da Silva


Revisión Técnica: M. Paula Polimene
Diseño gráfico y formación: estudio.milano
Diseño de Tapa: Marta Pereyra

Esta edición de 300 ejemplares se terminó de imprimir en Talleres


Gráficos FERVIL, Rosario, en el mes de febrero de 2010.

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, incluido su di-


seño tipográfico y de portada, en cualquier formato y por cualquier
medio, mecánico o electrónico, sin expresa autorización del editor.
Impreso en la Argentina – Printed in Argentina
Para
Arcemiro, Aparecida y José Amélio,
in memorian

Dora y Giulia,
celebración de la vida
Índice

Presentación
Carlos Antonio Aguirre Rojas

Prólogo

INTRODUCCIÓN
Antes de la década de 1960
Contexto histórico e intelectual de la “transición paradigmática”
Las relaciones con los polos culturales hegemónicos
Nuevos objetos
Marxismo e historiografía latinoamericana

CAPÍTULO I
Años 1970-1980
La historia económica
La historia social

CAPÍTULO II
Años 1980-1990
Historia política
Historia cultural

CONSIDERACIONES FINALES

Orientación bibliográfica

Bibliografía
Presentación

E
CARLOS ANTONIO AGUIRRE ROJAS

l libro de Jurandir Malerba, La Historia en América Latina. En-


sayo de crítica historiográfica, es un esfuerzo importante y bas-
tante pionero para darnos un panorama general de lo que han sido
los estudios históricos latinoamericanos en los últimos siete u ocho lus-
tros. Es decir, un intento de reconstruir para nosotros, los modos espe-
cíficos y las formas concretas en que se ha reconfigurado y rehecho el
mapa general del conjunto de las historiografías de toda América Latina,
después de esa enorme fractura cultural, y también historiográfica, que
ha representado la revolución cultural mundial de 1968.
Entonces, y de los varios criterios posibles para organizar este com-
plejo mapa de lo que han sido las líneas de evolución principales de la
historiografía de América Latina en las ultimas cuatro décadas, nuestro
autor ha elegido la de los campos temáticos sucesivamente abordados por
esta historiografía latinoamericana, subrayando entonces la clara expan-
sión de la historia económica y de la historia social durante las décadas de
1970 y 1980, y luego la irrupción y también fuerte difusión de la nueva
historia política y de la historia cultural, durante los años 1980 y 1990.
Pues en contra de la tradicional y limitada historia positivista, pu-
ramente descriptiva y monográfica, ampliamente restringida a los temas
político, militar, diplomático y a lo évènementielle, que fue ampliamente
dominante en toda América Latina hasta la ruptura ya mencionada de fi-
nales de los años 1960, en contra de este tipo de historia se desarrollaron,
en los años 1970 y 1980 diferentes versiones de la historia crítica ali-
mentada por los también varios marxismos entonces existentes y se pro-
dujo una clara recuperación y aclimatación de las lecciones principales
de la mal llamada “Escuela” de los Annales francesa.
Lo que entonces se popularizó e instauró, de pleno derecho, fue la
historia económica y la historia social en la mayoría de los países de
América Latina y especialmente y con mayor intensidad en las histo-
riografías de México, Brasil, Argentina, Colombia y Perú. Pues a tono
con la diversidad de los grados de desarrollo económico de los diferentes
JURANDIR MALERBA

países de América Latina, también serían desiguales los ritmos de re-


ceptividad y despliegue de esas saludables consecuencias de las revolu-
ciones culturales de 1968, dentro de las distintas historiografías de las
varias naciones latinoamericanas.
Así, y gracias a la libertad cultural conquistada por los movimientos
sociales que protagonizaron las grandes rebeliones de 1968 en América
Latina, florecieron esas nuevas corrientes, de las diferentes vertientes
del marxismo y de las diversas reinterpretaciones del bagaje annalista,
dentro de los estudios históricos latinoamericanos de 1970 y 1980. Pero,
junto a estas dos matrices historiográficas venidas del exterior, y que
prosperaron con fuerza en la Latinoamérica hace cuatro y tres décadas,
se afirmó también una corriente innovadora y crítica muy interesante,
que se gestó desde la propia cultura latinoamericana y que autobauti-
zándose con el nombre de “teoría de la dependencia” influyó también de
manera significativa en el seno de las historiografías de todo el semicon-
tinente latinoamericano. Con lo cual, y a partir de estas tres fuentes de
renovación intelectual, se recrean los distintos paisajes historiográficos
nacionales de las diferentes regiones de América Latina, desplegando
con fuerza los diversos temas y problemas de la historia económica y de
la historia social, ya mencionadas.
Renovación que, si en los años 1970 y 1980 se concentró en la aper-
tura o instauración de esos campos de la historia económica y social,
dentro de los espacios historiográficos latinoamericanos, en cambio
mudó de ejes de concentración después de la también importante ruptura
mundial simbolizada por la emblemática caída del Muro de Berlín de
1989. Pues si entre 1968 y 1989 las escuelas históricas de nuestro semi-
continente latinoamericano se aplicaron con rigor y amplitud en el des-
cubrimiento y cultivo de la historia social y económica, el período
comprendido desde 1989 hasta la actualidad sería, en cambio, según la
interpretación del profesor Jurandir Malerba, aquel en el que se promue-
van y afirmen con mayor fuerza tanto las versiones de una “nueva” his-
toria política, como y sobre todo, las muy diferentes y heterogéneas
variantes de una igualmente autonombrada “nueva” historia cultural.
Lo que, naturalmente, transformó otra vez las matrices intelectuales
de referencia que alimentan a esta historia política y a esta historia cul-
tural de los últimos lustros. Ya que si durante las décadas de 1970 y 1980
en América Latina se popularizaron y difundieron las obras de Marc
Bloch, Fernand Braudel o Henri Pirenne, junto a los aportes de Marx y

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LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

de las diferentes escuelas marxistas de la historia económica y social,


los años 1990 y más recientes, en cambio, están marcados por la expan-
sión y recuperación de los trabajos de Michel Foucault, Norbert Elias o
Antonio Gramsci, junto a las lecciones de Edward Palmer Thompson,
Clifford Geertz, Claude Lévi-Strauss o algunas de las distintas corrientes
de la antropología cultural.
Cambio de referentes intelectuales que, junto al desplazamiento de
los ámbitos temáticos ya mencionado, confronta también una cierta di-
fusión y presencia, en algunas de las historiografías de América Latina,
de las posturas posmodernas irracionalistas dentro de la historia. Pues
como resultado del llamado “giro lingüístico” y también de una cierta in-
fluencia de las ciencias sociales norteamericanas en nuestro semiconti-
nente, prosperarían limitadamente esas desencantadas e irracionales
visiones posmodernas que, dentro de la historia, pretenden reorientar
privilegiadamente el trabajo del historiador hacia el análisis central de
los discursos históricos, equiparando a absolutamente todas las interpre-
taciones históricas y negando cínicamente la posibilidad de alcanzar y
establecer verdades históricas y científicas, como fruto del trabajo de in-
vestigación.
Perspectiva posmoderna que, siendo débil y efímera en ciertos paí-
ses, como es el caso de México, tuvo en cambio más fuerza y presencia
en otros lugares, como por ejemplo Brasil. Pero que, en cualquiera de los
casos, fue más un síntoma marginal de las transformaciones generales de
la historiografía latinoamericana reciente que una tendencia fuerte de la
misma. Lo que atinadamente es señalado por nuestro autor, y que se
comprueba con el hecho de que estas visiones posmodernas han sido
bastante estériles en cuanto a generar nuevos problemas o nuevas inter-
pretaciones de los hechos históricos fundamentales de la historia de
América Latina, limitándose en cambio a revisar, sin gran creatividad
ni aportes, algunos de los discursos de los personajes de esta misma his-
toria latinoamericana. Limitaciones enormes de esta empobrecida e irra-
cionalista perspectiva posmoderna dentro de la historiografía
latinoamericana reciente, que también serán adecuadamente señaladas y
criticadas por el autor de este breve ensayo.
Certeras críticas a esa irracional postura posmoderna en la historia,
que se acompañan de un cuestionamiento radical a la extendida práctica
de los historiadores latinoamericanos de limitarse a “copiar e imitar”
acríticamente los modelos historiográficos importados de Europa o de

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JURANDIR MALERBA

Estados Unidos. Lo que lleva al profesor Jurandir Malerba a la paradó-


jica conclusión de que, en un balance global de lo que han sido los logros
esenciales de estos últimos cuarenta años de vida de la historiografía la-
tinoamericana, lo más “nuevo” en ella no ha sido lo más reciente, sino
lo más antiguo de este mismo período, es decir el aporte de la teoría de
la dependencia.
Lo que sin duda es cierto, si pensamos sobre todo desde el punto de
vista de la posible originalidad del pensamiento latinoamericano y en
clave de una critica racional y bien mesurada de un cierto eurocentrismo
aún ampliamente difundido en nuestro semicontinente. Es decir, no
desde la facilona postura fundamentalista del antieurocentrismo a ul-
tranza, propia del pensamiento poscolonial, que imagina que todo pen-
samiento venido de Europa es malo sólo por ser europeo
(deslegitimando así, por ejemplo, al pensamiento de Marx y al marxismo
en general) y que todo pensamiento nacido en América Latina es bueno
sólo por ser latinoamericano.
Entonces, frente a todos estos desvaríos del pensamiento supuesta-
mente poscolonial, posestructuralista y posmoderno que pretende des-
cubrir “pensamientos fronterizos”, “transmodernidades” o “éticas de la
liberación”, cuando solo repite mal y vulgarmente ciertos lugares co-
munes, nuestro autor reivindica con fuerza tanto la necesidad fundamen-
tal de la visión globalizante o totalizante dentro de los estudios
históricos, como también el rol esencial de la teoría para el desarrollo
crítico de esa misma historiografía actual. Pues no es por la vía de la
fragmentación y del encerramiento de las nuevas identidades, que frag-
mentan también a la teoría y pretenden convertirla en múltiples teorías
“regionales” o “locales”, que descifraremos los complejos problemas
de la historia latinoamericana, ni tampoco lo haremos recayendo en un
empirismo descriptivo que ya hemos conocido y padecido durante varias
décadas del siglo XX.
Así, lo que se impone ahora a nuestra historiografía latinoamericana
es el enorme reto de incorporarse, en condiciones de igualdad total, al
debate historiográfico mundial en curso. Y ello sin renegar de los in-
mensos aportes del pensamiento social crítico europeo, pero sin que-
darse tampoco limitadamente en ellos, sino siendo capaz de
trascenderlos creativa y heurísticamente. Pero, también, sin caer en las
ridículas posiciones fundamentalistas antieurocéntricas del pensamiento

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LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

poscolonial, aunque no renuncie a la necesaria y legítima crítica de cier-


tas expresiones y manifestaciones de ese eurocentrismo intelectual.
Y todo esto desde una clara asunción de una perspectiva al mismo
tiempo crítica y global. Es decir, desde una postura que rescata todas
aquellas visiones que han intentado marchar en contra del pensamiento
histórico dominante, para abrir nuevas miradas, problemas, territorios
y paradigmas historiográficos de esa misma historia crítica. E, igual-
mente, desde un horizonte que reconoce la necesidad de mirar amplio,
insertando siempre el específico y concreto problema abordado dentro
de las sucesivas totalidades mayores que lo envuelven y que le dan
sentido. Para lo cual, será siempre esencial el rol de la teoría en general
y de las teorías generales en particular.
Parámetros que el lector podrá encontrar también, aplicados y en
acto, dentro de este útil y condensado texto sobre La Historia en América
Latina, redactado por el profesor Jurandir Malerba. Algo que podrá ser
juzgado por ese mismo lector, al abordar las páginas de este libro que
ahora tiene entre sus manos y que hoy ve la luz en esta cuidada versión
y edición en la bella lengua de Cervantes.

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Prólogo

L
a investigación que dio origen a este libro se inició a mediados de
2004, gracias a una invitación realizada por Héctor Pérez Brignoli
y Estevâo Martins, los editores del último volumen de la História
Geral da América Latina titulado Teoría y metodología en la Historia de
América Latina (UNESCO-Trotta, París-Madrid, 2006, Vol. 9). Mi es-
trategia para escribir el capítulo sobre “perspectiva y problemas” en la
historiografía latinoamericana fue realizar un recorte que cubriese, apro-
ximadamente, desde la ruptura epistemológica ocurrida en la década de
1960 hasta la actualidad, cuando los efectos de aquella ruptura aún se
hacen sentir. El capítulo que me habían encargado debía constar de 25
páginas y para ello produje un texto borrador de 75; esa versión extensa,
revisada y acrecentada en más de 20 páginas –profundizando algunas
cuestiones (como el contexto de la transición paradigmática) y acrecen-
tando otros temas (como el debate sobre el marxismo en aquel mismo
contexto) y ejemplos de las vertientes historiográficas analizadas– cons-
tituye el cuerpo de este libro.
El lector podrá notar que el texto se estructura en dos ejes principa-
les, uno lógico y otro cronológico. Desde el punto de vista lógico, se
abordan las formas de escritura histórica que fueron preponderantes en
América Latina (antes y) a partir de la fractura epistemológica iniciada
en los años 1960 en los centros hegemónicos de la cultura occidental,
con la emergencia del movimiento intelectual del postestructuralismo
en las ciencias humanas; y su recepción paulatina, con relativo descom-
pás cronológico, en los ambientes intelectuales latinoamericanos. Ese
desajuste se explica, en buena medida, porque la historia económica y
social se mantuvo aún, por casi dos décadas, como el registro historio-
gráfico más importante entre los historiadores de la región, hacia me-
diados de los años 1980, cuando se inició la afluencia vertiginosa de las
nuevas orientaciones temáticas y teóricas asentadas, grosso modo, en
aquello que se bautizó como cultural turn en las ciencias humanas y en
la Historia.
JURANDIR MALERBA

Cronológicamente, ese movimiento es presentado a partir de la crí-


tica de los patrones historiográficos hegemónicos en la región desde los
años 1970-80 y 1980-90 hasta la actualidad. En la introducción son tra-
tados algunos elementos fundamentales para la comprensión de la di-
námica de la historiografía latinoamericana en el período en cuestión,
como el propio contexto de la transición paradigmática y las relaciones
que los diferentes polos de producción intelectual (y, en particular, his-
toriográfica) de nuestra región mantienen con los centros culturalmente
hegemónicos; se enfatizarán especialmente las ascendencias intelectual
e institucional norteamericana en los países del sur del continente.
Un aspecto importante a subrayar es la estrategia argumentativa
adoptada ya que, por la propia amplitud del objeto de análisis, hubo que
operar inevitables recortes en el tratamiento de la historiografía latino-
americana; primero, al no poder contemplar las innumerables “canteras”
de esa rica historiografía, el análisis se centra en aquellas formas de es-
critura entendidas como preponderantes en los respectivos períodos. Se-
gundo, además de ese primer recorte, la necesidad de ilustrar las tesis
propuestas con ejemplos tomados de la producción historiográfica lati-
noamericana impuso una inevitable selección de esos ejemplos; nuestros
criterios de inclusión priman, en este particular, por la representatividad
de la vertiente en cuestión, de modo que muchos autores y obras impor-
tantes quedaron fuera de este análisis, estructurado a partir de ejemplos.
Por fin, una palabra de agradecimiento a aquellos que, de diferentes
modos, contribuyeron a la producción de este libro: profesores Ciro Car-
doso y Francisco Falcon, por la sugerencia de títulos importantes además
de análisis que beneficiaron el propio; profesores Hendrik Kraay, Luiz
Geraldo Silva y Carlos Aguirre Rojas, por la permanente interlocución;
al consultor ad hoc de la Editorial de la FGV, cuya lectura notablemente
profesional permitió limar asperezas y agregó calidad al producto final.
Por fin, mis agradecimientos a la Editorial de la FGV, en la persona de
la profesora Marieta de Morais Ferreira, por la distinción de la invitación
para contribuir con la colección FGV de Bolso y al profesor Darío Ba-
rriera, que posibilitó la edición de este libro en Argentina.

Jurandir Malerba
Porto Alegre, octubre de 2009

18
INTRODUCCIÓN

E
n un excelente balance de los estudios históricos sobre América
Latina, escrito hace poco más de tres décadas, el historiador sueco
Magnus Morner (1973) reconocía la dificultad de analizar, en
pocas páginas, un asunto tan vasto y complejo como las “nuevas pers-
pectivas y problemas en la historiografía latinoamericana”, especial-
mente si el autor no era Richard Morse (1964). Para la generación en
que ambos célebres latinoamericanistas produjeron, aún era posible para
un único historiador, como Morner o Morse, enfrentar un trabajo de ta-
maña envergadura. Desde entonces, sin embargo, se asiste a una verda-
dera explosión de la producción historiográfica, marcada por un cuadro
de expansión de las historiografías nacionales, de consolidación de sus
programas de postgrado, de los vehículos de difusión del conocimiento
histórico, de una mayor inserción de los historiadores latinoamericanos
en el debate internacional y de una relativa profesionalización del área
en gran parte de los países de América Latina. Esa expansión, tanto cua-
litativa como cuantitativa, de producción en las últimas tres décadas, a
su vez exige un esfuerzo de evaluación permanente, que fue practicado
en la región por investigadores aislados o por los centros que comenza-
ban a surgir. Dada la extensión y diversidad que alcanzó la historiografía
latinoamericana en las últimas décadas, la propuesta, hoy urgente e im-
periosa, de evaluaciones críticas de sus itinerarios, demanda esfuerzos
colectivos y coordinados, que sólo tímidamente se anuncian. En este
sentido, el alcance y el objetivo de este pequeño libro son necesaria-
mente heurísticos, en el sentido de que muchas de las afirmaciones aquí
sostenidas tendrán el carácter de hipótesis de investigación, que deberán
ser testeadas a la luz de investigaciones posteriores. Que sirva, entonces,
como un estímulo a nuevas incursiones en el campo.
Más oportuno que intentar mapear un cuadro general de la historio-
grafía latinoamericana contemporánea, que redundaría en una tipología
o en una clasificación estática y no más que descriptiva de las vertientes
historiográficas del continente, me pareció presentarlas en una perspec-
tiva histórica; o sea, rehacer sus itinerarios en las últimas cuatro décadas,
JURANDIR MALERBA

a partir de un cuadro interpretativo que posibilite percibir el proceso de


transformación de esa historiografía en el mismo período. Aquí, dos pun-
tos son fundamentales. Primero, el contexto histórico más amplio de
transformaciones societales y epistemológicas catalizadas en la década
de 1960, dentro de un escenario de crisis de valores de la cultura occi-
dental, de la cual las intentonas revolucionarias de 1968 fueron la mejor
expresión. En este sentido, los años 1960 deben ser tomados como un
verdadero punto de inflexión como, además, lo fueron para toda la his-
toria contemporánea, en una perspectiva de larga duración.1 Eso no tanto
por la calidad y cantidad de lo que entonces se produjo allí, sino por el
carácter casi traumático de la transformación del modo de concebir y
escribir la historia. En esa dirección, mi argumento es que la historia de
la historiografía de América Latina, en el período en cuestión, está mar-
cada por una radical transición paradigmática, que ha llevado –más allá
de la historiografía tradicional aún numéricamente mayoritaria y bajo el
influjo de perspectivas innovadoras entonces emergentes– al abandono
de las historias de carácter holístico y sintético que entonces se elabora-
ban, basadas en grandes teorías explicativas, en favor de nuevas moda-
lidades analíticas de escritura histórica, centradas en objetos construidos
en escala reducida. Los años 1968 y 1989 fueron dos momentos simbó-
licos fuertes de ese movimiento.
Un segundo punto de referencia para comprender la trayectoria de
la historiografía latinoamericana lo constituyen las fuertes y ambiguas
relaciones que mantuvo con otros centros culturales en general, e histo-
riográficos en particular, durante el período reseñado. Esos dos aspectos
serán analizados en mayor detalle más adelante. Previamente es posible
pintar, a grandes rasgos, el estado de la historiografía latinoamericana
anterior al período de transformaciones que se inició en la década de
1960. Después de esbozar las circunstancias generales que han redun-
dado en el acogimiento de nuevos objetos por parte de la misma, esta
sección introductoria analizará el marxismo en el escenario continental,
en función del papel central que cumplió en la renovación de la disci-

1
Aunque los propios líderes de aquel movimiento quieran negarlo. LICHFIELD, John
“Ex-anarchist visits ‘enemy’ Sarkozy”, en The Independent, Londres, 17 de abril de
2008, sobre un libro recién lanzado donde Daniel Cohn-Bendit, “el rojo”, uno de los
más prominentes líderes de las jornadas francesas de 1968, reniega de la importancia
del movimiento y prácticamente “pide disculpas” por su actuación en él.

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LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

plina desde su recepción por los circuitos académicos en la década de


1960; marxismo que no pasó incólume por las transformaciones episte-
mológicas radicales deflagradas desde aquella misma década, como se
verá a continuación.
Antes, sin embargo, dos acotaciones. Innecesario será intentar jus-
tificar el acento marcadamente brasileño presente en este análisis de la
producción historiográfica latinoamericana y, sobre todo, en los ejemplos
recordados. El propio objetivo del texto de dibujar tendencias lleva in-
evitablemente a la proposición de generalizaciones, que son un recurso
del raciocinio y una estrategia argumentativa. Es natural que muchas de
ellas valgan con mayor propiedad para un país que para otro, para una
tradición que para otra, incluso por causa del descompás, de los ritmos
y trayectorias diferenciadas de cada una de esas historiografías naciona-
les. Así, tal vez muchos trazos aquí destacados sean válidos para una
parte y no para otra de América Latina, pues tanto en las esferas econó-
mica, social y política como en el ámbito historiográfico continúa exis-
tiendo una gradación de ritmos, de trayectorias. En los extremos,
tenemos una América Latina más desarrollada y otra menos, de acuerdo
con cualesquiera índices internacionales usados para esas mediciones
siempre controvertidas. Esas diferencias surgen inevitablemente en el
campo historiográfico también. Tal característica es marcada, por ejem-
plo, en lo que atañe a la propia periodización propuesta para los años
1970 a 1990. Ella debe ser concebida como instrumento de análisis y
exposición y jamás ser considerada de manera rígida pues, generalista
como es, en esta amplia periodización no se visualizan con detalle mu-
chas sutiles diferencias nacionales.
Por otro lado, la magnitud de la producción historiográfica latinoa-
mericana en los últimos cuarenta años torna imposible contemplar en el
análisis los innumerables y riquísimos campos de investigación en el
área, imponiéndonos inevitables recortes. El criterio adoptado se basa
en la mayor representatividad de determinados campos en el período es-
tudiado, para la caracterización de las que considero las tendencias ma-
yoritarias, las líneas fuerza de esa historiografía. Así, después de
presentar el cuadro general de transición paradigmática –y sus conse-
cuencias sobre la historiografía latinoamericana– se destacan los vastos
y diversificados campos de la historia social y de la historia económica,
representativos de lo que más y mejor caracteriza nuestra producción en
los años 1970 y 1980 y la “nueva” historia política y cultural, para los

21
JURANDIR MALERBA

años 1980 y 1990. Vale aclarar la plena consciencia del alto grado de
aleatoriedad inscripto en esas clasificaciones y cronologías, que aquí se
adoptan con fines exclusivamente heurísticos y expositivos. El criterio
de inclusión será, sin duda, mucho más fácil de justificar que los de ex-
clusión, en tanto se reconoce la frustración de no contemplar en este en-
sayo vertientes importantísimas y con fuerte tradición en la producción
historiográfica de la región, como la historia de las ideas, la historia in-
telectual y de los intelectuales, la historia administrativa, diplomática y
de las relaciones internacionales, la historia de la Iglesia y de las religio-
nes, la historia militar, la historia demográfica y la historia urbana y
agraria; y otras, más recientes, pero no menos vigorosas, como la historia
del deporte y la historia ambiental. Los campos incluidos son suficientes,
con todo, para esbozar las tendencias generales de transformación en
las concepciones del quehacer historiográfico en América Latina.

Antes de la década de 1960


Es importante subrayar que se focalizarán aquellas prácticas y resultados
historiográficos que pueden entenderse como innovadores. Antes de
1960 –y después de eso, como muestran diversos estudios historiográ-
ficos– prevalecía, en términos cuantitativos, un tipo de historia que se
podría llamar “tradicional”, o sea, no profesional, producida por inte-
lectuales autodidactas provenientes de las más diversas formaciones,
pero también vinculados con instituciones de enseñanza o agrupaciones
tradicionales como sociedades e institutos históricos. Para el historiador
mexicano Álvaro Matute (1974), en una compilación sobre la naturaleza
del conocimiento histórico con textos escritos en México entre 1940 y
1968 –período que marcaría el inicio de la profesionalización de la His-
toria en el país, con su establecimiento como carrera profesional en la
Universidad Nacional– las dos principales posturas históricas asumidas
por entonces eran el positivismo y el historicismo. Aunque con un én-
fasis tendencioso en la segunda, de la cual el editor es simpatizante, y
aún lacunar, por no incluir nombres y vertientes ya importantes a aquella
altura, esa obra indica el tipo de historia tradicional que se practicaba
antes de 1960, no sólo en México sino también en otros centros histo-
riográficos importantes, como Brasil. Aquí, donde la “profesionaliza-
ción” fue mucho más tardía y todavía es incompleta (aun contando con
historiadores profesionales, la profesión en sí no es reconocida por el
Estado en la actualidad), la prevalencia de una historia centrada en el

22
LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

Estado, historia oficial (cuando no oficiosa), apologética de las elites


gobernantes, cuando no parroquial y biográfica, fue también la regla
hasta avanzada la década de 1960. El profesor Francisco Falcon (2001),
al analizar la historiografía brasileña en los años 1950 y 1960, revela el
modo prosaico en que se concebía la Historia en un centro tan importante
como la Facultad Nacional de Filosofía de Río de Janeiro, cuando la au-
sencia de discusión teórica era la norma, así como el ejercicio de la his-
toria política y diplomática tradicionales, cuando el ejercicio de la
investigación era prácticamente inexistente –cuadro que comenzó a cam-
biar con los sucesos históricos del golpe militar de 1964. Está claro que
otras concepciones más innovadoras existían, como en el caso de Brasil
–pero en general fuera del círculo de los historiadores. En otro ensayo,
el Prof. Falcon (2004) muestra cómo, a lo largo de los años 1950, la his-
toriografía propiamente dicha continuaba fiel al empirismo positivista,
cultivando una historia del Estado y de sus agentes políticos, militares,
administrativos y diplomáticos. La renovación, aún incipiente, acontecía
fuera de la “academia”, como en la obra de autodidactas, sociólogos, ju-
ristas, etc. Personas como Caio Prado, Sérgio Buarque de Holanda y
Raymundo Faoro en Brasil, Mario Góngora en Chile, Renato Rosaldo y
Daniel Cosío Villegas en México, entre muchos pares en esos y en otros
países latinoamericanos, practicaban historia creativa y rigurosa, com-
parable a cualquier producción de otros países “centrales”, como Francia
y Estados Unidos. Todavía la regla era el predominio numérico de auto-
res y obras rotuladas bajo el epíteto de “tradicional”.

Contexto histórico e intelectual de la “transición paradigmática”


Se puede decir que la década de 1960 estuvo marcada por una violenta
aceleración del tiempo histórico, que incidió en las formas del ser, pero
también del hacer y del pensar históricos. Muchos de sus ecos se oyen
claramente hasta hoy. En lo que concierne a la disciplina histórica, en
1979, el historiador inglés Lawrence Stone diagnosticaba en ella un
cambio estructural: la historia-ciencia social, que postulaba la posibili-
dad de una explicación coherente de la transformación histórica, habría
sido abiertamente rechazada. En su lugar emergía un renovado interés
por los más variados aspectos de la existencia humana, acompañado de
la convicción de que la cultura de grupo y el deseo mismo del individuo
pueden ser, en determinadas circunstancias, vectores de mudanza poten-
cialmente tan importantes cuanto las fuerzas impersonales del desarro-

23
JURANDIR MALERBA

llo material y del crecimiento demográfico. Ese énfasis en las experien-


cias de seres humanos reales ha implicado el retorno a formas narrativas
de historia.
Ese “viraje” es un síntoma de un giro cultural mayor vivido en el
mundo occidental, que se reveló de forma dramática en la propia con-
cepción del ámbito y de los límites de las ciencias humanas y sociales,
e implicó un reexamen crítico de la racionalidad científica entonces vi-
gente. La historia orientada por la ciencia social, que dominó el escena-
rio historiográfico en Occidente en el medio siglo que se extendió entre
1930 y 1970 aproximadamente, presuponía una relación positiva en di-
rección a un mundo industrial moderno y en expansión, donde ciencia
y tecnología contribuirían para el crecimiento y el desarrollo. Esa fe en
el progreso y en la civilización del mundo moderno fue puesta en jaque
desde los años 1960, con los cuestionamientos radicales que culminaron
en las revueltas antisistémicas de fines de la década. En una época en que
los intelectuales de los países de economía central hablaban tranquila-
mente sobre el consenso, la sociedad sin clase y libre de conflictos, co-
menzaron a surgir estudios sobre los “excluidos”, pobres y excluidos en
general, que no formaban parte del consenso. La mirada etnológica des-
cubría al “otro” en el propio centro. Ese fue el fermento de innumerables
movimientos (contra) culturales en el auge de la Guerra Fría y en el con-
texto de la Guerra de Vietnam, que evidenciaban los conflictos inheren-
tes a la propia sociedad industrial, como la cuestión del sexismo y del
racismo. La sociedad industrial desarrollada descubría los personajes
colocados en el margen de su historia victoriosa.
En un contexto políticamente agitado, marcado por contestaciones
viscerales al colonialismo europeo, a las distintas expresiones del impe-
rialismo económico y cultural, por la propagación vertiginosa de los me-
dios de comunicación en masa y por un proceso creciente de
acortamiento de las distancias y de los espacios, las viejas certezas que
caracterizaban la razón occidental fueron radicalmente cuestionadas. La
fe en la ciencia y en el progreso, base no sólo del marxismo sino también
de la New Economic History, portavoz del liberalismo, fue conmovida
por mayo de 1968. Los modelos macrohistóricos y macrosociales, basa-
dos en el Estado, en el mercado o en el antagonismo de clase, ya no po-
dían dar cuenta de los anhelos del momento.
Esa visión pesimista en torno al curso y a la calidad de la civiliza-
ción occidental moderna ocupa un espacio central dentro de la “nueva

24
LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

historia cultural”. Ésta vino a intentar llenar las lagunas existentes; com-
parte con el marxismo el entendimiento de la función emancipadora de
la historiografía (pero considera de manera distinta los límites que hom-
bres y mujeres deben superar). Los modos de exploración y dominación
no se encuentran más, por los menos primordialmente, en las estructuras
institucionalizadas, en la política o en la economía, sino fundamental-
mente en las diversas relaciones interpersonales en las cuales los seres
humanos ejercen poder unos sobre otros. Así, la cuestión de género
asume un papel importante. Foucault sustituye a Marx en tanto analista
del poder y sus relaciones con el conocimiento (Iggers, 1997: 98). Así
empezaba a definirse el estatuto epistemológico de una corriente de
pensamiento que se denominó “postestructuralismo”, precursora del
postmodernismo veinte años más tarde.
No cabe aquí buscar una definición del concepto de postmoderno,
ese sincretismo de diferentes teorías, tesis y reivindicaciones que tuvie-
ron origen en la filosofía germánica moderna, especialmente en Nietzs-
che extendiéndose hasta Heidegger –y en la adaptación de esa filosofía
por varios intelectuales franceses, particularmente los impulsores de las
teorías postestructuralistas del lenguaje desde la década de 1960, como
Michel Foucault y Roland Barthes.
En un sentido muy general, el postmodernismo sustenta la propo-
sición de que la sociedad occidental pasó, en las últimas décadas, por
una transformación desde una era moderna hacia una “postmoderna”;
que se caracterizaría por el repudio final de la herencia de la Ilustración,
particularmente la creencia en la Razón y en el Progreso, y por una in-
sistente incredulidad en las grandes meta-narrativas, que impondrían
una dirección y un sentido a la Historia, en particular la noción de que
la historia humana es un proceso de emancipación universal. En el lugar
de esas grandes meta-narrativas surge ahora una multiplicidad de dis-
cursos y juegos de lenguaje, el cuestionamiento de la naturaleza del co-
nocimiento junto con la disolución de la idea de verdad, y otros
problemas de legitimación en varios campos. El impacto de las propo-
siciones postmodernas en la teoría de la historia, más específicamente,
en la teoría de la historiografía, fue enorme.
Antes de proseguir con las transformaciones paradigmáticas en la
historiografía latinoamericana, cabe profundizar un poco esos dos pos-
tulados axiomáticos de la teoría del conocimiento postmoderna –si así
podemos llamarla– que son su teoría del lenguaje y su vehemente nega-

25
JURANDIR MALERBA

ción del realismo. Las dos bases del postmodernismo asientan su con-
cepción en el lenguaje y en la negación del realismo. La primera es tri-
butaria directa de los desdoblamientos del linguistic turn y de las
negaciones postestructuralistas, que llevaron al paroxismo las apropia-
ciones que los primeros estructuralistas, como Lévi-Strauss, hicieron de
la obra de Saussure. Se trata ahora de una filosofía del idealismo lin-
güístico o pan-lingüismo (panléxico) que afirma que el lenguaje consti-
tuye y define la realidad para las mentes humanas, v. g. que no existe
realidad extralingüística independientemente de nuestras representacio-
nes de esa realidad en el lenguaje o en el discurso. Ese idealismo lingüís-
tico considera el lenguaje como un sistema de signos que se refieren
sólo unos a los otros internamente, en procesos sin significación que
nunca llegarán a un sentido establecido.
La gran vulgarización de esa concepción de lenguaje en años recientes
es un aspecto fuerte de aquello que se acordó en llamar linguistic turn en la
Historia y en otras ciencias sociales. Así, el postmodernismo niega tanto la
capacidad del lenguaje o del discurso de referir a un mundo independiente
de hechos y cosas, cuanto la determinación final –o la “resolutibilidad”–
del sentido textual. A partir de ahí, niega también la posibilidad del conoci-
miento objetivo y de la verdad como horizontes utópicos de cualquier inves-
tigación. El lector crítico, con todo, no tendrá dificultad en percibir que esa
filosofía idealista es ella misma una especie de metafísica fundada en afir-
maciones no probadas e improbables respecto de la naturaleza del lenguaje.
La teoría postmoderna del lenguaje es producto de las sesgadas in-
terpretaciones postestructuralistas del trabajo del lingüista suizo Ferdi-
nand de Saussure, expuestas en su Curso de lingüística general,
publicado póstumamente. Sólo para recordar los principales ejes de su
teoría, Saussure se tornó el fundador de la lingüística estructural al en-
señar que el objeto de las ciencias de la lingüística debía ser la langue o
el estudio sincrónico, a-histórico del lenguaje como un sistema total,
antes que la parole o el estudio diacrónico e histórico del lenguaje ha-
blado. Su explicación del lenguaje como un sistema de signos distingui-
bles sólo por su oposición y diferencia –y su definición del signo como
un significante arbitrariamente ligado al significado– no implicó, con
todo, la renuncia al realismo o la negación de que palabras pueden refe-
rirse a objetos en el mundo. Aunque formado por una conexión arbitraria
entre un sonido y un sentido particular, el signo, tal como Saussure lo de-
finía, era un concepto con una relación referencial a la realidad. Saussure

26
LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

jamás supuso que el mundo fuera construido o fundado en el lenguaje y


que no existiese independientemente de nuestras descripciones lingüís-
ticas. Conforme demostraron numerosos intelectuales, como Perry An-
derson (1984: 47 y ss.; 1992), esas opiniones idealistas no eran del
propio Saussure, sino conclusiones sacadas de –e impuestas a– su trabajo
por postestructuralistas y teóricos literarios subsecuentes, creadores de
la filosofía postmoderna del lenguaje.
En lo que nos respecta, los teóricos postmodernos son críticos de lo
que ellos llaman la “práctica histórica normal” por algunas razones: lo
que los incomoda son las cosas como la fe de los practicantes de esa
“historia normal” en la posibilidad de una historia objetiva, su convic-
ción temosa de que la historia no sólo está relacionada con textos y dis-
cursos, sino que aspira a proporcionar, en algún sentido, no absoluto
aunque válido, una representación y un entendimiento verdaderos del
pasado, y su supuesta complicidad con el soporte ideológico del statu
quo político y económico. Uno de los más reconocidos teóricos historia-
dores postmodernos, Keith Jenkins, afirma que las diferentes interpreta-
ciones existen porque la historia es, básicamente, un discurso en litigio,
un campo ideológico de batalla donde personas, clases y grupos elaboran
autobiográficamente sus interpretaciones del pasado. Todo consenso sólo
sería alcanzado cuando las voces dominantes consiguiesen silenciar
otras. “Al fin, la historia es teoría, la teoría es ideología y la ideología es
pura y simplemente interés material” (Jenkins, 2001: 43).
En ese litigio de interpretaciones, cualquier anhelo de buscar la ver-
dad está definitivamente comprometido, ya que no existe un referente
no lingüístico que garantice cualquier objetividad al texto del historia-
dor. En ese sentido, todos los textos se equivalen y la búsqueda de la
verdad y de la totalidad están definitivamente comprometidas, pues
todo se resume, al final, a puntos de vista, perspectivas fundadas en tex-
tos que remiten a otros textos y que se configuran por fin en textos, pa-
sibles, en tanto tales, de todo tipo de lectura, ya que el producto de la
historia no es nada además de interpretación. Tales postulados formu-
lados por postestructuralistas y, después, por sus herederos intelectuales
postmodernos son fundamentales para la comprensión de la “nueva his-
toria cultural” y, por extensión, de la “nueva historia política”, como
veremos adelante para el caso de la historiografía latinoamericana.
En Historia eso se ha proyectado en la creencia y en la práctica fácil
de que el mundo no sería más que un campo de manifestación de discursos

27
JURANDIR MALERBA

en conflicto. Así, cada uno puede crear lo suyo, sin que haya parámetro de
crítica entre uno y otro, ya que cada cual funciona a partir de sus propios
postulados –o dentro de “intradominios especializados”. El fundamento de
esa nueva actitud epistemológica es la elevación –o la reducción– de todo
conocimiento a un efecto de lenguaje, a un producto discursivo, en una pa-
labra: la representación (Cardoso y Malerba, 2000). El abandono de las to-
talidades como horizontes utópicos es uno de los soportes de la vaga
ecléctica de pensamiento que se bautizó como “postmodernidad”. En una
palabra, y según Cardoso (1999), no habría más “historia” sino historias
“de” y “para” determinados grupos definidos por posiciones dadas, por los
“lugares desde donde se habla”. Para un gran número de autores postmo-
dernos eso implica que, al escribir, un historiador se dirige, en realidad, a
alguno de aquellos grupos, justamente aquél con el que comparta el mismo
campo semántico. Esa pulverización de los sujetos del discurso ha culmi-
nado en la proposición de la existencia de una historia de las mujeres, una
historia de los negros, una historia de los homosexuales, una historia cons-
truida en torno de intereses ecológicos, de jóvenes y viejos, en relación con
diversos grupos étnicos o nacionales. Tal actitud es marcada en los estu-
dios históricos en la década de 1990, incluso en América Latina, como se
verá a continuación.
Los presupuestos elementales de tal actitud cognoscitiva son la
existencia de una sociedad fragmentada en subculturas, la desistencia
de la búsqueda de horizontes holísticos, colectivos; como corolario, el
abandono de cualquier propuesta de explicación de fenómenos sociales
e históricos a partir de una comprensión totalizada y su desdoblamiento
político, la recusación a cualquier tipo de movilización colectiva, bien
característica de esta época de individualismo y narcisismo exacerba-
dos. La actitud de procurar retirar a los seres humanos su potencial de
agente transformador es una de las consecuencias directas de la procla-
mada “muerte de la Historia” y de la “muerte de las ideologías”. Los
postmodernos consideran al “hombre” solamente en tanto miembro de
comunidades de sentido, en una sociedad irrecuperablemente fragmen-
tada. Es importante señalar que ese gran movimiento se desarrollaba
en los polos hegemónicos de la cultura occidental, en los países de eco-
nomía capitalista central. En América Latina, otra ola innovadora se
propagaba aún bajo la égida de la racionalidad moderna, en las diversas
expresiones de la teoría de la dependencia. La misma será abordada en
particular más adelante.

28
LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

Las relaciones con los polos culturales hegemónicos


Esbozado el cuadro general de profundas transformaciones que marca-
ron el pensamiento occidental en sus centros hegemónicos a lo largo de
los años 1960 y antes de abordar la emergencia de un genuino pensa-
miento latinoamericano, representado por las teorías de la dependencia
–que algunos autores identificaron como un nuevo “paradigma” (Berg-
quist, 1970)– es imperioso enunciar un segundo punto de referencia para
la comprensión de la trayectoria de la historiografía latinoamericana, es-
tableciendo las relaciones que ésta mantuvo y mantiene con otros polos
culturales. Es claro que la historiografía latinoamericana no surgió ni se
desarrolló “en el vacío”, sino íntimamente conectada con las matrices del
pensamiento histórico occidental. Esa conexión es parte constituyente
de su propia historia y reveladora del dilema de la crónica subordinación
presente en esa relación. El fardo de la herencia colonial que cargan los
pueblos de América Latina echa profundas raíces en la historia y en la
cultura de la región, que las independencias del siglo XIX sólo en parte
consiguieron superar. Este es un punto de partida para el entendimiento
de nuestra historiografía y de nuestras culturas, de un modo general.
La otra cara de la misma moneda está conformada por las relaciones
culturales asimétricas establecidas entre las potencias capitalistas hegemó-
nicas y la región a lo largo de los siglos XIX y XX. En esta perspectiva, no
es correcto hablar de dependencia, ya que la cultura hegemónica en Amé-
rica (del Norte y del Sur) es también “europea”, en el sentido de que sus es-
tructuras mentales, su ancestralidad intelectual, provienen de las matrices
forjadas en el Viejo Mundo. Las lenguas oficiales en América Latina no
casualmente son el español y el portugués (el inglés y el francés en menor
extensión). No obstante, buena parte de los cuadros de las elites dirigentes
de la región fue formada en las universidades metropolitanas, principal-
mente en el caso de la América portuguesa, donde la universidad se cons-
tituyó recién en el siglo XX –y aún bajo el patrocinio de una “misión
francesa”. Durante el siglo XIX, París era la capital cultural de Occidente
y dictaba las modas de pensamiento. Basta recordar la vitalidad que expe-
rimentó el positivismo comteano en América Latina. Esa posición hegemó-
nica francesa se perdió en función de los reordenamientos geopolíticos de
mediados del siglo XX, de la expoliación de la Segunda Guerra Mundial,
a partir del advenimiento de Estados Unidos como potencia global.
En relación con este último caso, constituye un lugar común entre
los estudiosos, incluso entre los norteamericanos, la percepción de cierto

29
JURANDIR MALERBA

“pragmatismo” dictando los intereses de investigación sobre temas de


América Latina. El historiador Thomas Skidmore reconstruye el reco-
rrido de la presencia del “tema” América Latina en la pauta de la acade-
mia americana y concluye que existió un relativo desinterés por la región
entre los intelectuales americanos en general, y los historiadores en par-
ticular, a lo largo del siglo XX. Tal cuadro se habría alterado con la Re-
volución Cubana, cuando millones de dólares fueron inmediatamente
puestos a disposición de los investigadores, denunciando el equívoco de
la negligencia anterior. Solamente después de Fidel –verdadero patrono
de los estudios latinoamericanistas en los Estados Unidos– se crearon
allí sociedades de estudio como la Latin America Studies Association
(LASA), el National Directory of Latin Americanists (NDLA) y la Con-
ference of Latin American History (CLAH).
El pragmatismo americano, en los inicios de la década de 1960, se evi-
denciaba en el compromiso de la intelectualidad, que se colocó al servicio
de Washington en una verdadera “cruzada por la democracia”, representada
por la “Alianza para el Progreso”; el objetivo era conocer la región para ex-
portar el modelo americano de democracia liberal. Tal pragmatismo tam-
bién se evidenció después, en la década de 1970, con el auge de los
movimientos insurreccionales en América Central –Nicaragua y Guate-
mala– que captó la atención de la academia americana sobre una región
hasta entonces completamente ignorada (Rosemberg, 1984). La intelligent-
sia americana fue constantemente estimulada a definir su agenda bajo el
impulso más que convincente de la disponibilidad de fondos –que, a su
vez, a lo largo de décadas estuvo fuertemente dictada por intereses estra-
tégicos de los police-makers norteamericanos, fueran de orden geopolítico,
económico, cultural o de cualquier otro.
Algunos autores, por otro lado, entienden que la ola de intereses en
América Latina por parte de los scholars americanos tendría por finalidad
el imperialismo cultural y científico, buscando consolidar intereses ideo-
lógicos, económicos y políticos de los Estados Unidos en la región. Seme-
jante entendimiento hasta sería plausible para el período inmediatamente
posterior a la Revolución Cubana, en el auge de la Guerra Fría (Grover,
1988: 350). Desde mediados de la década de 1980, sin embargo, ya no
tiene sentido pensar en una fuerza conspiradora y maquiavélica emanada
de Washington, responsable del interés de la academia norteamericana
por el sur del hemisferio. No pienso el “imperialismo científico” en térmi-
nos simplistas, como que toda investigación producida en Estados Unidos

30
LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

es resultado de una política deliberada con motivaciones estratégicas. Pero


no será difícil argumentar que cierto sesgo de “colonialismo” cultural (ese
más evidente) y científico exista de una forma más sutil. Determinados cam-
pos de estudio se impusieron entre las prioridades de muchos investigadores
latinoamericanos, incluyendo los historiadores (entre otros, los brasileños),
como por ejemplo: las cuestiones ligadas con el problema ecológico, los de-
rechos civiles, los derechos de las “minorías” –comprendiendo los estudios de
las relaciones raciales, sexuales, religiosas, etc.–, las relaciones de poder in-
terpersonales (entre hombres y mujeres, pero también las relaciones domés-
ticas cotidianas, las relaciones en los lugares de trabajo o en la escuela), que
vienen implantándose sutil e irreversiblemente en la agenda de los científicos
sociales latinoamericanos desde hace dos décadas o un poco más.
La entrada de nuevos personajes y temáticas en la agenda de los inves-
tigadores fue, para Carlos Aguirre Rojas (1998), uno de los efectos de 1968
sobre la historiografía occidental. Este historiador mexicano entiende que
ese año se produjo una verdadera revolución cultural a escala mundial, que
afectó las bases culturales de la civilización occidental –la familia, la escuela
y los medios masivos de comunicación. Una de las características de esa re-
volución, que marcó profundamente el modo en que se concibió y escribió
la historia en las décadas siguientes, se denominó “irrupción del presente en
la historia”, según la cual el presente inmediato se manifestaría con mucho
más fuerza en la historiografía, rompiendo con la rígida división, hasta en-
tonces vigente, entre presente y pasado, e instalando la actualidad, la contem-
poraneidad como objetos de la investigación histórica. Esto se verificó con
el surgimiento de muchos temas que ganaron importancia en los últimos
treinta años; dentro de las perspectivas de la llamada antropología histórica,
se destacaron tópicos como la privacidad, la intimidad, la sexualidad, la his-
toria de las mujeres, de los niños, de la familia, de la locura, de los margina-
les, de la cultura popular, de las cuestiones raciales, ecológicas, etc. Según
Aguirre Rojas, en la estela de Foucault, en 1968 se habría derrumbado la
“episteme” vigente desde finales del siglo XIX. Desde el punto de vista de
la institucionalización de los lugares de producción de conocimiento, aquella
episteme se caracterizaría por la compartimentación del saber disciplinar,
parcelado, atomizado y basado en la especialización –no obstante la percep-
ción, por parte de sus representantes (principalmente del marxismo), de es-
tructuras sociales y cortes históricos abordables teóricamente como
totalidades coherentes. La crítica reiterada a ese modo de aproximación social
fue una de las grandes impugnaciones de 1968, que influenció fuertemente

31
JURANDIR MALERBA

al conjunto de las disciplinas sociales y a la historiografía posterior. Una


pluralidad que se registraría también, como veremos adelante, en las de-
mandas de los nuevos movimientos sociales, que dejaron de ser econó-
micas o políticas para diversificarse y fragmentarse en feministas,
pacifistas, ecologistas, urbanas, antirracistas, étnicas, comunitarias o de
otras minorías reprimidas que afloraron en el contexto de las luchas so-
ciales posteriores a 1968.
Por fin, otro aspecto importante, que marca las relaciones de la co-
munidad académica latinoamericana en general –e historiográfica en
particular– con los polos hegemónicos de la cultura occidental, y parti-
cularmente con los Estados Unidos, es el hecho de que muchos historia-
dores latinoamericanos han sido formados, entrenados, en instituciones
americanas, desde la formación universitaria básica hasta el postgrado.

Nuevos objetos
La actual proliferación de objetos de investigación entre los historiadores
latinoamericanos, si por un lado espeja la fragmentación general carac-
terística de la fase de transición paradigmática iniciada a finales de la dé-
cada de 1960, por otro evidencia la dependencia –a falta de un mejor
término– cultural, de la comunidad intelectual latinoamericana, de cáno-
nes producidos en otro lugar –principalmente en los países de economía
central del sistema capitalista mundial.2 En 1985, John Johnson argu-
mentaba que el desarrollo realmente significativo en la escritura de la
historia moderna de América Latina en los Estados Unidos desde los

2
Por cierto que Europa desde siempre tuvo a América Latina como una gran área de in-
fluencia, incluso intelectual. Sin embargo, ese influjo fue notoriamente suplantado por
la ascendencia norteamericana en la región desde la Segunda Guerra Mundial. Y esa
ascendencia no necesariamente se hizo de manera directa. Europa fue destruida durante
la guerra y su reconstrucción se ha beneficiado no sólo de los dólares americanos allí
canalizados por el Plan Marshall, sino también por la llegada de historiadores y cien-
tíficos sociales americanos (con sus teorías) a los nuevos centros de investigación que
entonces se levantaron por todas partes, bajo los auspicios de la UNESCO. Acuerda
François Dosse (1992: 105 y ss.) que si Francia no tenía más que veinte centros de in-
vestigación en ciencias sociales en 1955, diez años más tarde ya contaba con más de
trescientos. Sería un estimulante objeto de investigación el estudio del “intercambio”
de ideas entre la intelligentsia europea y la norteamericana. Basta recordar, por ejemplo,
que si el postmodernismo fue destilado y ganó cuerpo en América del Norte con autores
como Hyden White, sus bases teóricas eran eminentemente francesas: Barthes, Derrida,
Deleuze, Lacan, Foucault.
32
LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

años 1960 tenía como marca distintiva el compromiso de los investiga-


dores con una diversidad más amplia de nuevas cuestiones que incidían
directamente en la vida cotidiana de hombres y mujeres. Entre esas nue-
vas cuestiones estarían la historia urbana, el creciente interés por la his-
toria de los “desposeídos”, la “black experience” (y las cuestiones de
raza) y la esclavitud (en nuevos abordajes de tipo microanáliticos), la
historia social del trabajo y, particularmente, el crecimiento dramático de
la historia de las mujeres (“un tema prácticamente inexistente como tó-
pico de investigación antes de los años 1970”). Otros temas vendrían a
conquistar el espacio académico posteriormente al análisis de Johnson
como, por ejemplo, los estudios referentes a la sexualidad (gays y lesbia-
nas) y a cuestiones ambientales (Johnson, 1985: 757 y ss.; Skidmore,
1998: 113 y ss.; Eakin, 1998: 550-561).
Al referirse a la segunda generación de latinoamericanistas de su
país, apodados “radicales”, el historiador norteamericano Thomas Skid-
more (1998: 113) atribuye su importancia al hecho de que esa generación
ayudó a sacudir el establishment intelectual en los Estados Unidos, al
poner en evidencia la historia de los sujetos excluidos (por la historio-
grafía oficial) de la historia: los esclavos, los indios, la población rural,
los trabajadores urbanos, los fuera de la ley y las mujeres. La entrada de
esos nuevos “objetos” –o antes, de esos nuevos sujetos– fuera del círculo
de las elites, llevó efectivamente a una sofisticación metodológica inevi-
table, al demandar nuevos tratamientos para nuevos tipos de fuentes. Esa
segunda generación de latinoamericanistas había sido “radical”, para
Skidmore, no en el sentido político, sino porque ofreció una alternativa
a la escritura de la historia centrada en las elites que entonces imperaba.
Con raras excepciones que confirman la regla (González, 1973), esa
transformación de foco aconteció con casi dos décadas de atraso en las
historiografías latinoamericanas.
En un estudio más reciente, Marshall Eakin pudo confirmar las pre-
dicciones anteriores. La tendencia general verificada por este autor para
la historiografía norteamericana sobre América Latina puede, con alguna
tolerancia, ser extrapolada para la evolución de la historiografía latino-
americana en el mismo período. Según Eakin (1998), se puede decir que
en los años 1980 imperó la historia social, así como los años 1990 la
“nueva” historia cultural, renovándose el estudio de grupos que no for-
maban parte de las elites, como los esclavos, las mujeres, los indios, los
trabajadores y los campesinos. La influencia del postmodernismo, el lla-

33
JURANDIR MALERBA

mado linguistic turn y los estudios postcoloniales con foco en los grupos
subalternos surgieron como abordajes preponderantes.
Además, los nuevos temas presentes en los estudios sobre América
Latina, derivados de imperativos contemporáneos ligados a actitudes e
intereses políticos y sociales, lo que se denominó “políticamente co-
rrecto”, reflejan anhelos y demandas de la cultura del investigador (ex-
tranjero) y no necesaria o prioritariamente los del pueblo investigado. La
recepción acrítica de cánones y problemas exportados por la fuerte co-
munidad académica norteamericana sugiere la progresiva imposición de
valores de la socialdemocracia liberal desde los Estados Unidos hacia el
mundo, a altos costos, como vimos en la década de 1960 en América
Latina –y hoy dramáticamente en el Oriente Medio. Hace treinta años,
Magnus Morner constataba con reserva esa asintonía verificada en el
collage de temas de investigación caros a las comunidades intelectuales
de los países de economía central a las historias y culturas llamadas “pe-
riféricas”, asintonía que ya se verificaba en la propia elección de un tó-
pico de investigación para una tesis académica. Observando la elección
de temas en función de intereses claramente políticos e inmediatistas,
como la onda de estudios sobre el militarismo latinoamericano por parte
de los historiadores norteamericanos durante los años 1960, Morner pre-
decía con mucho discernimiento lo que podría venir a ser estudiado en
el futuro. El súbito y vertiginoso crecimiento de estudios sobre la escla-
vitud en América Latina por investigadores norteamericanos, un campo
virgen hasta la década de 1960, fue prácticamente eco del movimiento
por los derechos civiles –y, posteriormente, de la affirmative action– en
los Estados Unidos, donde Jim Crow3 permanece como una herida
abierta. Todavía, como lúcidamente ponderaba Morner, si tales objetivos

3
Las leyes del Jim Crow constituyeron, a partir de 1876, la base legal de la discrimina-
ción contra los negros en los Estados del Sur prohibiendo hasta el hecho de que un es-
tudiante pasara un libro escolar a otro que no fuese de la misma raza. En Alabama,
ningún hospital podía contratar una enfermera blanca si en él estuviese siendo tratado
un negro. Las estaciones de ómnibus debían tener salas de espera y ventanilla de billetes
separados para cada raza. Los ómnibus tenían asientos separados. Y los restaurantes de-
bían proveer separaciones de por lo menos siete pies de altura para negros y blancos.
Estas Leis de Jim Crow eran distintas de los Black Codes (1800-1866) que restringían
las libertades y derechos civiles de los afroamericanos. La segregación escolar patro-
cinada por el Estado fue declarada inconstitucional por la Suprema Corte en 1954 en
el caso Brown v. Board of Education. Todas las otras leyes de Jim Crow fueron revo-
cadas por el Civil Rights Act de 1964. Cfr. Ayers (1992) y Barnes (1983).

34
LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

son nobles y es deseable el compromiso de los estudiantes con sus temas,


tal tipo de motivación, aunque posiblemente relevante para los america-
nos –o para los especialistas extranjeros en general– fácilmente se tor-
nará etnocéntrica, anacrónica e irrelevante al país y región estudiados.
Morner ponderaba más natural que se prestase mayor atención a las pre-
ocupaciones e intereses de los propios latinoamericanos...
Sin entrar a discutir el mérito del valor intrínseco de aquellas temá-
ticas, cada una altamente pertinente y relevante, deseo destacar solamente
el hecho de que llegaron a América Latina “venidas de afuera”, como
problemáticas urgentes típicas de sociedades liberales desarrolladas, que
ya no tienen pendientes de resolución las cuestiones estructurales que ca-
racterizan a la totalidad de las naciones latinoamericanas; estas circuns-
tancias fueron denunciadas por las llamadas “teorías de la dependencia”
en la década de 1960, vis-à-vis las relaciones económicas asimétricas con
las economías centrales y las formas injustas procedentes de la inserción
de esas mismas naciones latinoamericanas en el mercado mundial, como
exportadoras de materia prima e importadoras de productos industriali-
zados y tecnología. De esas condiciones se derivan problemas estructu-
rales, ligados a cuestiones como la histórica concentración de la
propiedad de la tierra, la constitución de elites políticas y económicas he-
gemónicas que se perpetúan en el poder, la mala distribución crónica de
la renta, resultando en bajos niveles de educación, condiciones de salud,
habitación, dificultades de acceso al trabajo y al conocimiento etc., en
fin, diferentes modos de exclusión social para la inmensa mayoría de la
población latinoamericana. Esas cuestiones estructurales acaban siendo
descuidadas en favor de otros tópicos, que tienen mayor penetración en
los medios de comunicación, que ofrecen mayores ocasiones de desarro-
llo institucional, como acceso a becas de estudio y status académico.
Así, los conflictos que a menudo pautaron las relaciones entre aca-
démicos del norte y del sur no fueron el resultado solamente de “malos
entendidos” de ambas partes. En una evaluación sobre el estado de las
ciencias sociales en América Latina publicada en 1967, Manuel Diegues
Jr. (1967: 3-5) ya enunciaba con propiedad el problema recurrente de
los cambios académicos entre Estados Unidos y América Latina, que en
muchos aspectos perdura hasta hoy. Refería, entonces, al hecho de que
especialistas americanos, imbuidos de las mejores intenciones y señores
de las mejores metodologías y técnicas de investigación, intentaran apli-
car sus modelos a la realidad latinoamericana; pero acotaba que sus pro-

35
JURANDIR MALERBA

blemas y temas, en general, no serían aquellos que interesaban directa-


mente a los propios latinoamericanos. En la misma obra de balance, el
sociólogo Florestan Fernandes (1967: 19) se posicionaba más severa-
mente. Dijo, por entonces, que los norteamericanos venían con una
agenda propia y que, al fin y al cabo, tenían poco interés para con el ob-
jeto de su investigación.
No se trata aquí sólo de aquello que Octávio Ianni (1983) ha en-
tendido como “parte del proceso de expansión del capitalismo en el
tercer mundo” –estrategias maquiavélicas dibujadas sobre la mesa por
businessmen y police-makers en el sentido de exportar el modelo eco-
nómico capitalista y el de la socialdemocracia por el mundo– o, en
particular, un “imperialismo intelectual” que contribuyó a subyugar
América Latina a los intereses políticos y económicos de los Estados
Unidos y de las corporaciones multinacionales, ya que la producción
académica norteamericana parecía ser tendenciosa a favor del capita-
lismo y a la propagación del modelo de democracia norteamericano
por el mundo. Tal vez ese análisis fuese incluso apropiado para lo que
pasó hasta la década de 1960, en el auge de la Guerra Fría. Pero hoy,
después de 1989, entender el fenómeno como solamente “la expansión
del capitalismo en el tercer mundo” es simple, por maniqueísta, un aná-
lisis de alcance muy limitado. Esa imposición de agenda de valores y
principios caros al modelo de democracia liberal practicado en socieda-
des de capitalismo central en la actualidad es un desdoblamiento de la
llamada “globalización”, en sí un concepto amorfo y cargado de impli-
caciones ideológicas y posicionamientos políticos, que podría ser rápi-
damente definido como la época en que el capitalismo se libró de las
trabas nacionales. El problema del intercambio académico Norte-Sur
guarda elementos mucho más complejos que la competición académica
o la “importación/exportación” de modelos metodológicos. La univer-
salización del conocimiento es un hecho innegable de nuestro tiempo y
métodos y técnicas circulan por el mundo. La cuestión es anterior y pos-
terior al método: se refiere, antes de él, a la definición de las problemá-
ticas (en una palabra, a la definición de la agenda) y, después, a la
formulación de teorías que posibiliten la adecuada interpretación de los
resultados de la investigación.
Antes de observar la trayectoria de la historiografía latinoamericana
en las décadas de 1970 a 1990, reflexionaremos sobre la presencia en
ella del marxismo, como un aparato teórico, y al mismo tiempo ideoló-

36
LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

gico, que ha nutrido el debate dentro de las ciencias sociales y de la His-


toria a lo largo del período en foco –y que se ha constituido en la mayor
referencia de renovación historiográfica en la región, a la par de la as-
cendencia intelectual de los Annales en nuestra historiografía.

Marxismo e historiografía latinoamericana


En la larga introducción a la antología sobre el marxismo en América La-
tina, el historiador Michael Löwy divide la historia del marxismo latino-
americano en tres grandes períodos. El primero se extiende de 1920 a
1935, cuando los marxistas tendían a enfatizar el socialismo y el antiim-
perialismo. El segundo período, dominado por el stalinismo, comienza a
mediados de los años 1930 y va hasta 1959. Durante la mayor parte de ese
período, la ascendencia soviética hacía definir la revolución por prácticas,
situándose América Latina en la fase nacional democrática. Löwy (1992)
observa que, no obstante el dogmatismo stalinista, algún pensamiento
científico marxista más flexible brotó en la región durante el período. La
tercera fase comienza con la Revolución Cubana e incluye corrientes ra-
dicales inspiradas en Ernesto “Che” Guevara, que pretendían alcanzar el
socialismo por medio de la lucha armada. En la introducción, se esclarece
cómo los pensamientos trotskista, castrista y maoísta desafiaron, en la re-
gión, el dogma del pensamiento tradicional orientado por las directrices
soviéticas ejecutadas en cada parte por los partidos comunistas.
De un modo general, se podría tomar esa periodización para acotar
cronológicamente el marxismo en América Latina. Cabe aclarar, sin
embargo, que el marxismo estuvo presente en todos los frentes del pen-
samiento humanístico y en las ciencias sociales en la región, práctica-
mente determinando la pauta de esas áreas: en la filosofía, en la
sociología, en la ciencia política, en la antropología, en la lingüística y
en la historiografía. Por eso, no cabrá en este breve ensayo siquiera ma-
pear las polémicas que marcan el itinerario de las demás ciencias socia-
les en América Latina en el período en cuestión, sino sólo esbozar los
desarrollos del marxismo dentro de la historiografía.
Tal vez el mayor entre los grandes paradigmas historiográficos con-
temporáneos, el marxismo floreció en América Latina en la segunda
mitad del siglo XX, alterando profundamente el curso de la historiografía
que entonces se practicaba en la región. Con su difusión, se popularizó
una nueva modalidad de escritura histórica de carácter estructural, cien-
tífica y objetiva que, superando la narrativa lineal de los grandes indivi-

37
JURANDIR MALERBA

duos y hechos históricos, ambiciona ofrecer una visión global de la for-


mación histórica de los pueblos latinoamericanos, con énfasis en su di-
mensión económica y social.
Claro que el marxismo llegó mucho antes a América Latina y a él
se pueden atribuir las primeras grandes aventuras intelectuales de com-
prensión de la realidad social e histórica del continente, como las em-
prendidas por figuras como el argentino Aníbal Ponce (1890-1938) y el
peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930). Como prácticamente la
totalidad de los pensadores de la primera mitad del siglo, esos pioneros
marxistas latinoamericanos, aunque no siendo historiadores avant la
letre, procuraban comprender la realidad latinoamericana desde una
perspectiva histórica y marxista. En cuanto al primero, si bien se destaca
su apego excesivo, muchas veces acrítico, a las tesis racistas de Sar-
miento, hay que subrayar sus evaluaciones históricas pautadas en el aná-
lisis global de los efectos de la penetración del capital extranjero y las
disputas imperialistas sobre la sociedad latinoamericana. Esa línea inter-
pretativa de la evolución social y económica de los países latinoameri-
canos posteriormente a su emancipación política se convertiría en un
verdadero modelo para toda la historiografía marxista posterior (Mari-
nello, 1975: 14; Guerra Vilaboy, 2007).
Los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, de Car-
los Mariátegui, son un verdadero ícono de esa historiografía marxista
heroica de la primera mitad del siglo XX y testimonian el carácter ecléc-
tico de esta generación. Aunque se autodenominase como marxista y
socialista, Mariátegui era básicamente un economista político y un an-
tropólogo cultural. En realidad, los Ensayos son un tratado académico
sobre el desarrollo de Perú en la economía, la sociología, la educación,
la religión, el gobierno y la literatura. La cuestión central que Mariátegui
enfrenta es la clásica búsqueda de la explicación para la diferencia dra-
mática entre las colonias de España e Inglaterra. En respuesta, Mariáte-
gui ofrece un examen del bagaje cultural del pueblo peruano. El Perú se
torna un microcosmos para analizar la política colonial española. Al ex-
plicar Perú, también explica la influencia de la Reforma, del capitalismo,
de la industrialización y de la propiedad de la tierra en los desarrollos di-
versos de América del Norte y del Sur. En resumen, proporciona una
llave para entender por qué en Perú no se desarrolló una fuerte clase
media como en Brasil, Argentina y Chile, no experimentó una revolu-
ción social como México o Bolivia, por qué fue, por lo tanto, controlado

38
LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

por una aristocracia militar y por propietarios de tierra, caracterizado


por un sistema económico extractivista y una estructura social rígida-
mente estratificada, resultando en que una gran parte de su población
fuese compuesta de analfabetos, miserables, enfermos, viciados, en fin,
de excluidos de la vida nacional. Una de las preocupaciones centrales de
los Ensayos son las consecuencias de una sociedad basada en la escla-
vitud. De acuerdo con Mariátegui, la esclavización de los indios por los
conquistadores y sus descendientes llevó a la economía de plantation.
Ésta ha inhibido la difusión de la pequeña propiedad rural. Sin los valo-
res de una clase media, Perú no llegó a desarrollar un gobierno democrá-
tico, un capitalismo mercantil próspero o un sistema educativo eficiente
(Mariátegui, 1979; Guerra Vilaboy, 2007; Vanden, 1986).
Sin embargo, en rigor, las primeras obras dedicadas a la historia la-
tinoamericana propiamente dicha, elaboradas con un referencial mar-
xista, no surgen sino en el inicio de los años 1930, con La lucha de clases
a través de la historia de México (1932) del historiador mexicano Rafael
Ramos Pedrueza (1897-1943) y con Evolução política do Brasil. Ensaio
de interpretação materialista (1933), del brasileño Caio Prado Jr. (1907-
1990), autores que pueden ser considerados como verdaderos iniciadores
de la historiografía marxista en el continente. La historiografía marxista
en México tuvo otros exponentes importantes como Alfonso Teja Zabre
(1888-1962), Miguel Othón de Mendizábal (1890-1945), José Mancisi-
dor (1894-1956), Luis Chávez Orozco (1901-1966), José C. Valadés
(1901-1976), Agustín Cué Cánovas (1913-1971) y Armando y Germán
Lizt Arzubide. Fue a partir de las obras pioneras de Ramos Pedrueza y
Caio Prado Jr. que verdaderamente se iniciaron los primeros análisis his-
tóricos de países latinoamericanos, enfocados en la estructura socioeco-
nómica y en la lucha de clases, inaugurándose una discreta producción
historiográfica marxista de autores latinoamericanos, la mayoría de ellos
vinculada con los partidos comunistas, y que en gran parte del continente
prácticamente no tuvo representantes (Guerra Vilaboy, 2007; Matute,
1974: 13-14 y Huerta et al., 1979).
En las décadas de 1950 y 1960, el historiador marxista más impor-
tante, al lado de Caio Prado Jr., tal vez haya sido el argentino Sergio
Bagú, cuyos trabajos son verdaderos hitos en la discusión sobre la colo-
nización de América Latina. Después de sus primeros estudios biográ-
ficos, sus tesis más famosas contra la idea del feudalismo en América
Latina surgieron en obras como Economía de la sociedad colonial

39
JURANDIR MALERBA

(1949) y Estructura social de la colonia (1952), ambos con el subtítulo


de “Ensayo de historia comparada en América Latina”.4 En esas obras,
basadas en un análisis meticuloso de la estructura socioeconómica lati-
noamericana, Bagú defiende la existencia de un capitalismo colonial
ante la interpretación tradicional, acatada en la época por prácticamente
toda la historiografía marxista, de un régimen feudal dominante en el
imperio colonial español. Bagú diferencia claramente entre el modelo
histórico del modo de producción capitalista y el capitalismo como sis-
tema económico mundial. Sus tesis innovadoras guardan el embrión de
lo que años más tarde vendrían a ser las teorías de la dependencia y del
subdesarrollo, como condición del desarrollo capitalista, posteriormente
retomadas en los años 1970 por la sociología “dependentista” latinoame-
ricana (Bielschowsky, 2000; Lora, 1999; Rodríguez, 1981).
Toda la rica historia social y económica practicada en América Latina
entre finales de los años 1970 hasta la década de 1990 fue basada, en
mayor o menor medida, en los soportes teóricos y metodológicos de la
tradición marxista. Ésta, por su parte, no ha pasado incólume a las gran-
des transformaciones –a las verdaderas “revoluciones”– de la sociedad y
del conocimiento en los últimos cuarenta años, cuyos episodios simbó-
licos fuertes son la revolución cultural de 1968 y la caída del muro de
Berlín en 1989. Con el viraje cultural iniciado a fines de los años 1960,
con las proposiciones iconoclastas de los postestructuralistas, culminando
en el recetario pansemiótico de los postmodernos en los años 1990 –que
redujo el proceso del conocimiento a un acto de comunicación, a un cam-
bio simbólico– el marxismo se transforma, para dejar de tornarse el gran
cuadro general de interpretación de la realidad para historiadores y cien-
tíficos sociales. Por eso, antes de entrar en el análisis de la producción en
los campos de la historia económica y social, cabe una reflexión de fondo,
acerca de los motivos por los cuales esa importante tradición marxista
fue sensiblemente debilitada en el contexto intelectual del último cuarto
del siglo XX, de modo que hoy se asiste a la defensa de la necesidad de
su superación, tal como proclama el llamado “postmarxismo”.

4
Cfr. Bagú (1949; 1952). Otros textos importantes de Bagú son: La batalla por la pre-
sidencia de Estados Unidos (1948) y “Transformaciones sociales en América Hispana”,
ensayo publicado en la revista mexicana Cuadernos Americanos en 1951. Cfr. Löwy
(1980).

40
LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

Los hitos para el entendimiento de este fenómeno fueron dados ante-


riormente y se confunden con la emergencia del llamado postmodernismo.
En 1990, Ronald Chilcote, editor de Latin American Perspectives, orga-
nizó un número de la revista dedicado al postmarxismo y definió las claves
del debate. En rigor, el autor se posicionaba contra las proposiciones de Er-
nesto Laclau, científico político argentino que renegó del análisis de clase
y descalificó el proyecto socialista. Resumiendo las proposiciones del pen-
samiento postmarxista, encontramos las siguientes tesis: la clase trabaja-
dora no avanzó en la dirección de un movimiento revolucionario; intereses
económicos de clase son relativamente autónomos de la ideología y de la
política; la clase trabajadora no sustenta cualquier posición de base dentro
del socialismo; una fuerza política puede formarse fuera de círculos polí-
ticos e ideológicos “populares”, independientemente de vínculos clasistas,
de modo que fuerzas feministas, ecológicas, pacifistas y otras se tornan
efectivas en una sociedad en transformación; un movimiento socialista
puede desarrollarse independientemente de la clase; los objetivos del so-
cialismo transcienden los intereses de clase; y la lucha por el socialismo
congrega una pluralidad de resistencias a la desigualdad y a la opresión
(Chilcote, 1990; Meiksins Wood, 1986).
De un modo general, las raíces del pensamiento postmarxista pue-
den ser encontradas en los desarrollos del eurocomunismo y del euroso-
cialismo de los años 1970 y 1980, en el pensamiento que acompañó el
discurso político sobre la socialdemocracia y el socialismo democrático
en los países donde los partidos socialistas llegaron al poder, como Fran-
cia, Italia, España, Portugal y Grecia. Este discurso se ha centrado en la
transición hacia el socialismo, en la necesidad de bloques de fuerzas de
centroizquierda para garantizar la mayoría política dentro de un escena-
rio multipartidario fragmentado, de reformas populares para atenuar las
demandas de las clases populares (trabajadores y campesinos) y tole-
rancia para promover y desarrollar las fuerzas productivas dentro de la
presente práctica de desarrollo capitalista. Las realidades de la política
convencional parecen haber oscurecido la retórica revolucionaria de
modo tal que términos como lucha de clases, clase trabajadora, dictadura
del proletariado y aun los propios términos socialismo y “marxismo”
fueron abolidos del diálogo de las izquierdas. Se puede afirmar que, de
un modo general, el postmarxismo llegó primero a la esfera política (del
poder y del Estado) y se reveló prácticamente en la acción de los gober-
nantes latinoamericanos desde los años 1990 hasta hoy, incluso en el

41
JURANDIR MALERBA

caso del Brasil petista5 de Lula (basta recordar que el PT abolió el tér-
mino “socialismo” en favor de su nueva meta utópica: la democracia).
El profesor Ronaldo Munck, editor de la mencionada revista Latin
American Perspectives y profesor de Sociología Política de la Univer-
sidad de Liverpool, presenta de modo comprometido las líneas generales
de la emergencia del postmodernismo en América Latina. El punto de
partida es la aceptación evidente del fin de la era de las teorías totalizan-
tes y de la búsqueda de verdades fundacionales. Antes de entrar en el
análisis de América Latina, deshila su rosario de credos postmodernos,
deudor de la figura de Lyotard, por haber inventado el postmodernismo
como el pensamiento que afirma la total incredulidad en las meta-na-
rrativas. De Derrida, el autor toma el concepto de logocentrismo, que se
refiere a la actitud moderna que impone una jerarquía dentro de oposi-
ciones binarias acríticamente aceptadas tales como hombre/mujer, mo-
derno/tradicional o centro/periferia, considerando a los primeros
términos como pertenecientes al reino del logos –una presencia pura,
invariante, exenta de la necesidad de cualquier explicación. De Foucault,
adopta el concepto de poder ubicuo y descentrado (Munck, 2000: 11-26;
Iggers, 1997; Pérez Zagorín, 1998).
El autor se refiere al interés creciente en articular una visión postmo-
derna de desarrollo, la cual deberá reflejar una “crisis de la conciencia
de la cultura europea” que, nuevamente, descubre que ya no es el in-
cuestionable centro dominante del mundo. Los conceptos no se refieren
más, dentro de los nuevos parámetros postmodernos, a la realidad sino
a meros discursos, los verdaderos constructores del mundo. No se trata
de atribuir más atención al lenguaje del desarrollo y a la deconstrucción
de sus presupuestos, pero habría incluso un movimiento para “reinven-
tar” el propio sentido de “desarrollo”. “Desarrollo”, de acuerdo con la
crítica postmoderna, sería un arma ideológica acuñada en la modernidad;
el postmodernismo deberá, entonces, llevar inevitablemente a un con-
cepto de “postdesarrollo”. En ese sentido, la falencia de las meta-narra-
tivas de desarrollo, modernización, dependencia y revolución
implicarían la necesaria desistencia de respuestas globales, ya que sólo
pueden alcanzar verdades parciales. El desencantamiento político estaría

5
“Petista”: término derivado de la sigla del Partido de los Trabajadores, el partido polí-
tico formado en los años 1980 dentro del movimiento obrero, que alcanzó la presidencia
de la República de Brasil en 2003 con Luiz Inácio Lula da Silva.

42
LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

llevando inevitablemente a la fragmentación. Dentro de los debates la-


tinoamericanos, las palabras clave son ahora “lo indeterminado, la pro-
blematización del centro, la discontinuidad, la simulación, y la
precariedad” (Munck, 2000: passim ).
Los términos más constantes en el texto de Munck son lenguajes,
discurso, deconstrucción, reinvención, identidad, representación, hibri-
dismo cultural, pluralismo, heterogeneidad. El argumento del autor es
que debe abandonarse de una vez cualquier tentativa de pensar América
Latina desde un abordaje globalizante, desde un punto de vista de su-
puesta totalidad, como una entidad única; la aproximación debe ser di-
reccionada a unidades culturales locales, independientes de cualquier
referencia de conjunto. El problema que yo veo, sin contemplar América
Latina como un recipiente de culturas locales, sin una perspectiva holís-
tica (léase, histórica), es justamente la pérdida de la referencia a la tota-
lidad en la cual ella se inserta, sea sincrónica, sea diacrónicamente. En
esa perspectiva, será muy difícil explicar, por ejemplo, tanto el proceso
de industrialización de la región (¡que no ha pasado por una revolución
industrial!), como la diseminación de los íconos de la sociedad de con-
sumo americana, de la “sociedad del automóvil” a los shopping centers,
de la industria cultural hollywoodiana al Mc Donalds. En fin, cuestiones
como el imperialismo y el colonialismo fueron desterrados de los “dis-
cursos postmodernos” o, cuando mucho, reducidos a efectos de lenguaje.
Si las grandes teorías hoy elaboradas son eurocéntricas, el problema está
en el eurocentrismo y no en la teoría. No se debe desistir de buscar per-
feccionarla, sea a partir de una referencia marxista o no.
Una de las claves del surgimiento del postmodernismo a fines de la
década de 1980 fue el proclamado “fin del marxismo”, decretado a partir
de la caída del muro de Berlín y de la disolución de la Unión Soviética.
Ha sido de las ruinas de ese imperio que surgió ese movimiento bastante
extraño que se propone recuperar algunos fragmentos de orientación mar-
xista, a partir de las nuevas doctrinas postmodernas. Ese movimiento se
apodó “postmarxismo”. Atilio Borón, profesor de Teoría Política en la
Universidad de Buenos Aires, escribió un ensayo contundente deshilando
las bases intelectuales del postmarxismo y efectuando su crítica. El inter-
locutor electo, exponente del postmarxismo, una vez más Ernesto Laclau,
cuyo pensamiento está basado en Wittgenstein, Lacan, Foucault y De-
rrida. Para esbozar el “programa” postmarxista, Laclau parte del dato de
la siempre reiterada “crisis” del marxismo, a exigir una revisión radical.

43
JURANDIR MALERBA

Sobre la supuesta “muerte” del marxismo, que exigiría su definitiva su-


peración (esa es la tesis de Laclau y su postmarxismo), Borón afirma que
el marxismo, en tanto cuerpo teórico, ya demostró una notable capacidad
de sobrevivir a las atrocidades y a la falencia de regímenes políticos y par-
tidos fundados en su nombre. Además de eso, en el campo de la teoría so-
cial, se observa que en años recientes hubo una saludable vuelta e interés
de las ideas de la tradición marxista, tanto en la Europa occidental como,
en menor grado, en América Latina y Estados Unidos.6
La crítica a Laclau se funda en su argumento de que, como mar-
xista, él desea conservar los mejores fragmentos de tal teoría. Esa,
según Borón, sería una actitud eminentemente positivista de apropiarse
de la realidad. Lucaks ya había indicado que lo que caracteriza al mar-
xismo, lo que constituye su contribución más original, no es la primacía
de lo económico, como propagan los aduladores de la vulgata, sino la
“perspectiva de la totalidad”, o sea, la capacidad de reconstruir en teo-
ría, en la abstracción del pensamiento, la complejidad contradictoria, di-
námica y multifacetada de la realidad social. El pensamiento
fragmentado es incapaz de entender la realidad en su totalidad: él des-
compone las partes y las hipostasia, como si ellas fuesen entidades au-
tónomas e independientes. Por lo tanto, Marx no está ahí para ser
“deconstruido” y apropiarse de sus mejores fragmentos. El pensamiento
de Marx es vertebrado en la idea de totalidad. Los postmarxistas pare-
cen no entender que toda esa operación intelectual reposa en un presu-
puesto mecanicista insustentable: la idea de que las teorías son meras
colecciones de piezas y fragmentos que, como dominó, pueden ser re-
combinados ad infinitum.
Para este momento del análisis, es importante recordar que durante
los años 1960 y 1970, mucho antes del surgimiento de los postmarxis-
mos, el análisis marxista propiamente dicho se ha tornado una alternativa
vital y creativa, aunque lejos de ser hegemónica, para las principales co-
rrientes en el campo de los estudios sociales y humanísticos del Occi-
dente desarrollado. Allí, a diferencia de lo que pasaba en las sociedades
periféricas del sistema capitalista como América Latina, los pensadores

6
Cfr. Borón (2000: 49-79). Sobre el rescate del marxismo en el escenario de la postmo-
dernidad, ver De Souza Santos (1995b).

44
LA HISTORIA EN AMÉRICA LATINA

marxistas tenían libertad de pensamiento y fuentes abundantes de recur-


sos para la investigación. Esas condiciones favorables eran parte y con-
secuencia de la posición histórica privilegiada de las sociedades
capitalistas desarrolladas en un sistema económico mundial unificado.
Corrientes marxistas comenzaron a alimentar a todas las ramas de los es-
tudios históricos. Su contribución más creativa e influyente fue en el
campo de la historia social, particularmente en los estudios de la cultura
de la clase obrera, donde los trabajos de E. P. Thompson, Eric J. Hobs-
bawn y de sus otros colegas marxistas británicos pasaron a ser referencia
obligatoria. Ese marxismo, como veremos adelante, fue la base de la his-
toria social que se ha practicado desde los años 1970 en América Latina
(Bergquist, 1970; Kaye, 1984).
Al lado del marxismo, el movimiento historiográfico francés de los
Annales contribuyó a la diseminación del modelo de historia más fruc-
tífero y sofisticado practicado en América Latina entre, a grueso modo,
la década de 1970 y la de 1990. Por cierto, hasta hoy, historiadores for-
mados en esa tradición –así como en la de los marxistas británicos– con-
tinúan practicando una historia inspirada en las enseñanzas de esos dos
discursos eminentemente críticos, que tienen en común la búsqueda de
la construcción de una historia fundada en la formulación de problemas,
por lo tanto, que anhela un estatuto científico; una historia que tiene
como parámetro teórico general concebir la sociedad en su devenir y en
su totalidad, en una palabra, la historia global; por fin, una historia que,
en el nivel problemático, privilegia el estudio de las estructuras funda-
mentales de la sociedad, por lo tanto, una historia eminentemente eco-
nómica y social (Aguirre Rojas, 2000: 137-180). Esa tradición que
mezcla los aportes de los Annales con los del marxismo más aireado, no
dogmático, rindió lo mejor que se produjo en la historiografía latinoame-
ricana en los últimos treinta años, en los campos de la historia económica
y de la historia social. Un mapeo de esa producción será esbozado a con-
tinuación.

45

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