Sie sind auf Seite 1von 636
HANS LEBERT LA PIEL DEL LOBO Traducido del aleman por Adan Kovacsics EN La traduccién de esta obra ha sido posible gracias a la ayuda del Bundesministerium fair Unterricht und Kunst de Austria Titulo de la edicién original: Die Wolfshaut En esta edicién de LA PIEL DEL LOBO han intervenido: Pilar Brea y Montserrat Monell (correccién tipogréfica) No se permite la reproduccién total o parcial de este libro, ni su incorporacién a un sistema informético, ni su transmisién en cualquier otra forma o por cualquier medio, sea éste electrénico, mecdnico, reprografico, gramofénico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del COPYRIGHT. © Hans Lebert, 1960 © Europa Verlag GesmbH, 1991 © 1993 by Muchnik Editores, $.A., Ariba 80, 08036 Barcelona © de la traduccién: Adan Kovacsics, 1993 Cubierta: Bengt Oldenburg Ilustracién: Collage basado en la pintura Varus de Anselm Kiefer ISBN: 84-7669-190-4 Depésito legal: B-25.608-1993 Impreso en Romanya Valls. Capellades Impreso en Espafia — Printed in Spain Doch ward ich vom Vater versprengt; seine Spur verlor ich, je linger ich forschte. Eines Wolfes Fell nur traf ich im Forst; leer lag das vor mir: Den Vater fand ich nicht. RICHARD WAGNER, Walkiire Pero de mi padre / fui separado; / y cuanto més lo buscaba, / mas perdia ‘yo su huella. / Sélo la piel de un lobo / encontré en el bosque; / vacia | es- taba ante mi: / al padre / no lo encontré. Uno Los misteriosos hechos que tanto nos inquietaron el pa- sado invierno no comenzaron, mirandolo bien, el nueve, sino con toda probabilidad ya el ocho de noviembre, con- cretamente con aquel extrafio ruido que afirma haber oido el marinero. Si. Pero echemos primero un vistazo al mapa. Esto de aqui es Schweigen; aqui, més al sur, se encuen- tra Kahldorf. Esta es la estacién de «Kahldorf-Schweigen» y el ramal de una sola via que muere tres estaciones mds alla. El lomo de una sierra, de la Ebergebirge, se desplaza desde el oeste hacia Schweigen; la carretera de Kahldorf a Schweigen bordea la montafia. Aqui, en esta curva al sur de Schweigen, se halla el objeto de las sospechas, el horno de ladrillos. Y équé més...? Estos son los campos, y aque- Ilo es el bosque; los puntos indican granjas aisladas; y las rayas, caminos que se pierden en el bosque. Es una zona dejada de la mano de Dios, una zona que no tiene nada que ofrecer y que, por tanto, apenas es conocida. Su vida opaca transcurre lejos de las grandes vias de comunicacién, y quien, como yo, cree conocerla sélo sabe, en definitiva, que existe y que los zorros de por aqui se dan las buenas noches en una lengua dificilmente comprensible para nosotros (suena como si alguien re- funfufiara entre dientes). Por la mafiana vuelven a des I HANS LEBERT zarse por la espesura, husmean las lejanas granjas donde el humo asciende de las chimeneas y donde huele a plumas quemadas. Entonces aguzan el ofdo y pasean la mirada de sus lumbreras por los alrededores: vacfo. Las copas de los arboles atrapadas en las nubes; la lluvia tamborilea suavemente sobre los campos segados. Y ahora, ivolvamos a nuestro asunto! El ocho de noviembre, hacia las tres de la madru- gada, una sensacién de malestar, gélida y repugnante, despert6 al marinero, «como si la puerta de casa estu- viera abierta». Se levanté, pues, y comprobé que estaba cerrada. Se volvié a acostar, pero ya no pudo conciliar el suefio. Molesto, se levanté de nuevo al cabo de un rato, encendié la pipa y miré por la ventana. Afuera habia una luz tenue y lechosa. La luna, oculta tras las nubes al este, dibujaba una mancha difusa sobre la niebla: un charco que brillaba con la palidez de un tisico y que ha- cia resaltar las ramas desnudas de los arboles frutales como sombras. No diferfa mucho esa imagen de la de siempre y todo tenfa su légica. Sin embargo, el marinero se sintié de pronto como si esperara algtin aconteci- miento; y mientras estaba alli, de pie, pensando de qué acontecimiento se tratarfa, oy6 de repente aquel extrafio ruido que hasta el dia de hoy nadie ha sido capaz de ex- plicar. Venfa, segtin dice, de donde est4 el horno de la- drillos y poco a poco fue llenando toda la béveda ce- leste. Sonaba «como si le zumbaran a uno los ofdos» o como un arpa eolia, casi como si el aire vibrara alli al igual que una cuerda bien tensada. Ese ruido volvié a desaparecer, se rezum6 de forma indefinida en la amplitud de la noche, se perdié en los bosques, se hundié en los terrenos bajos y pantano- sos donde la niebla se hacia mas espesa cuanto més se acercaba la mafiana y donde la escarcha brillaba sobre la hierba. Finalmente, pasé a fundirse con el suave tintineo de los cables de la linea telefénica (con el que tenia 12 LA PIEL DEL LOBO cierto parecido), distinguir. En aquella €poca, nosotros ya volviamos a dormir de lo mas bien. De hecho, tampoco tenfamos motivos para no hacerlo. Creiamos haber superado la guerra y sus di- versas consecuencias; el pais entero volvia a progresar e incluso se avistaba un perfodo de bonanza; y si algo nos atormentaba, a lo sumo era, como antes, el aburrimiento que en tiempos de paz reside por aqui y que se pasea como un fantasma gris e intangible entre las casas y los cercados de alambre de ptias. Con él (con el aburrimiento) empezé también el dia, como cualquier otro de ese mes. Envié, como avanzadi- Ila, un rojo lloroso (rojo de la conjuntiva inflamada que, sin embargo, se desvanecié al cabo de un rato) y se fue deslizando, gris y de mala gana, por los lomos de los montes. Aunque era sdbado e incluso habia programado un baile en el «Traube», no existian motivos para esperar que algo fuera de lo comtin rompiera el anillo paralizador de la monotonia, ese anillo de agricultura y ganaderfa, de bosques desnudos y terrenos ondulados y marrones, que forma un cfrculo particularmente estrecho alrededor del pueblo cuando se acerca el fin de afio. Todo transcurria como siempre. Comenzaban a zum- bar los camiones y las motocicletas. La maquina a vapor del aserradero empezaba a jadear como quien esta atie- brado, y en los bosques de los alrededores, ya someti- dos a la tala, las hachas de los lefiadores se despertaban ladrando. Como cada majfiana, se abrian las tiendas de Schweigen, la panaderia, la tienda de géneros mixtos, la carniceria (que pertenece al «Traube»); y como cada ma- Ja con sus nubecitas de de modo que finalmente no se los podia fiana, los chicos corrian a la escue halito plateado ante los rostros: Y., sin embargo, algo era distinto (habia de serlo, ne- cesariamente) aquel sabado sofioliento que s6lo unas se- manas mas tarde nos resultarfa sospechoso. Pero, por 13 HANS LEBERT extrafio que parezca, s6lo el marinero lo percibié, y lo per- cibid, ademas, como algo totalmente indefinido, alo sumo como una tensién que le rasgaba las fibras nerviosas mas delicadas, y por mucho que se esforzara, no sabia decir ni qué era ni si, en definitiva, era algo. Se planté ante el umbral de su casa (la «cabaiia del al- farero», que yacfa aislada y como acurrucada en el linde del bosque por encima del pueblo), miré hacia arriba, a las nubes, e hizo una mueca. No era el aire. Tampoco era la luz. ¢Qué era entonces...? Nada. Aguzé el ofdo, pero sdlo oyé la crepitacién de la hierba, el crujido de las ramas secas en el bosque y el resuello del aserradero desde més alla del valle. Llené de agua una jarra en la fuente y volvié a su casa a prepararse el café. iDesenterremos a un muerto! No a uno de aquéllos sin nombre que el marinero intent6 desenterrar, sino a uno bien conocido por todos nosotros (y que atin se estaba dejando acicalar, preparandose para el domingo que ya no vivirfa); concretamente a Hans Hiller, hijo de Hiller, el campesino propietario de grandes extensiones de tierra (un potentado del municipio, duefio de la gran- ja de Lindenhof, sita junto a la carretera de Kahldorf). Hacia las diez lleg6 al pueblo en su motocicleta, entré en la peluquerfa y se tiré sobre una silla desparramando sus anchos muslos. Era un muchacho guapo y fuerte, ves- tido de cuero brillante de pies a cabeza, y hacia una per- fecta pareja con su bélido. El también parecfa acabado de esmaltar, en él también todo parecia resplandecer como recién salido de fabrica; y cuando se repantigé lleno de satisfaccién y estiré las piernas embutidas en sus botas canadienses (quiero decir, cuando uno lo vefa as‘), uno también intuja en él un motor potente; es decir, uno es- taba convencido del buen estado de su corazén. —iAfeite! —dijo en tono brusco. Ferdinand Zitter (un hombrecillo viejo y enclenque, con rizos canos y gafas de concha, tan bajas sobre la nariz 14 LA PIEL DEL LOBO. que amenazaban con caerse enc cliné y se froté las manos, ~ Ahora mismo ~dijo—, enseguida vendra Irma, Quie- re echarle un vistazo al diario mientras tanto? —, donde tenia reservada una habita- cién, y discutia con Franz Binder, hostelero, agricultor y carnicero, los diversos y a menudo un poco oscuros ne- gocios que entre los dos se trafan entre manos. Ya se inte- resaba por Herta Binder, la hija del hostelero. Muchas ve- ces le traia pequefios regalos, generalmente un par de medias de nylon que ella apreciaba sobremanera, pese a que esos tejidos tan delicadamente transparentes se solian disolver en grandes carreras —la mayoria-de las veces. el mismo dia del estreno— al verse sometidos a una excestva 17 HANS LEBERT tensidn (pues la sefiorita Binder es gimnasta y tiene unas pantorrillas de extraordinaria fortaleza). En esta ocasién también recibié un regalo, pero no fueron medias, sino perfume, como si él hubiera adivi- nado sus més secretas preocupaciones, porque un cuerpo como ése, la verdad sea dicha, vale lo suyo. Radiante de alegria (asi se dice, éno?), radiante de alegria estaba ella, pues, de pie en la entrada abovedada, entre el hostal y el matadero. Sus dedos cortos y macizos, pringosos de grasa de cerdo, estrechaban con carifio el frasquito que, incluso envuelto, desprendia una distinguida fragancia. Mientras, Ukrutnik condujo su coche (un antiguo automévil de la Webrmacht) al llamado garaje, situado detrds de la casa. Alli, en ese cobertizo sin ventanas que parecia un ciego agazapado al lado del montén de estiércol, habfa al- macenados sin orden ni concierto algunos objetos inser- vibles, restos de viejos carros campesinos y de utensilios agricolas, todos cubiertos de polvo y revestidos del color gris de las telas de arafia. Un gato estaba acurrucado en un rinc6n y no le quitaba la mirada de encima al gran tratante de ganado. Le segufa los movimientos con sus ojos de un amarillo otofal, como si asf fuera acumulando las fuerzas secretas del odio. Guardé el coche y se disponia a salir del cobertizo, cuando vio el gato y se detuvo. Era un gato negro. Se miraron fijamente, se clavaron los ojos sin mo- verse, como agazapados y dispuestos a saltar. Los ojos otofiales del gato iluminaban el cobertizo como una luna que, duplicada por un espejismo, proporciona un color dorado al creptisculo. Los ojos de Ukrutnik también bri- llaban, pero de manera muy diferente de los del animal. Eran oscuros ¢ indolentes y tenian el color de las aceitu- nas podridas, el brillo verdoso de algtin lubricante. Los entorné, de manera que se convirtieron en dos estrechas ranuras, apreté fuerte los dientes, avanzé la quijada con energia, y los mtisculos de su cara se tensaron. Estaba li- 18 LA PIEL DEL LOBO. geramente inclinado hacia adelante, cerca de la puerta que dejaba entrar la luz del dia, y el gato permanecia acurru- cado en el fondo del cobertizo, una bola de tinieblas que no se movia. Asi se acechaban, los dos conteniendo la respiraci6n, y entre ellos centelleaba algo asi como una descarga eléctrica en el aire que, inmévil, también parecia estar al acecho. : De todo ello, sin embargo, el tratante de ganado no intufa nada. (La intuicién no era lo suyo.) Sdlo sintié un golpe en la espalda, el golpe de algtin puiio misterioso, se tambale6 hacia adelante y, todavia agazapado, se acercé al gato con pasos quedos, deslizandose como una fiera. En- tonces hizo un gesto brusco, como queriendo cogerlo de la cola; y en ese preciso instante, el gato se incorporé de un salto y pasé corriendo a su lado como una réfaga de viento negro. Sélo pudo ver cémo salfa por la puerta a la claridad gris, con los pelos de punta y las orejas extraflamente echadas hacia atraés y corrfa como una exhalacién hacia uno de los edificios contiguos, donde desaparecié por una de las ventanas del sdtano. (Eso sucedio hacia las once, y el humo de las chime- neas ya olfa a comida, pero no subia al cielo, sino que se expandfa como una neblina asfixiante por el paisaje.) Ahora, ihablemos de Maletta! En el tercer afio tras la derrota (0 la liberaci6n) —una mafiana de mayo, fria y htimeda como un hocico— apare- cid en casa de los Suppan. Se presenté a los dos viejos, que hasta ese momento ignoraban su existencia, en pri- mer lugar como pariente y en segundo como victima de la guerra. 5 —¢Qué pariente? —preguntaron. . Novudé explicarlo con claridad. Y en qué genni a victima, inquirieron. Tampoco pudo precisarlo. Alquro una de las dos habitaciones de la buhardilla (la otra ya ee taba cedida a la seforita Jakobi, la nueva maestra), mando 19 HANS LEBERT una yunta de bueyes a traer sus valijas de la estacién, de- sembalé sus pertenencias, instal6 su aparato y fijé en la verja una placa, segtin parece pintada por él en persona. FOTOS MALETTA, PRIMER PISO A LA IZQUIERDA, decfa. Y puesto que somos tan guapos y puesto que, desde luego, también nos moriamos de curiosidad, fuimos casi todos y nos hicimos retratar. No tard6 en tapizar las pa- redes de su habitacién con nuestras caras; el aspecto del lugar debe de haber sido horroroso, pues todo cuanto se presenta en forma masiva tiene un efecto terrorifico. Escuchemos las palabras de un testigo imparcial, un vecino de otro lugar, propietario de un carruaje, que se hizo fotografiar por Maletta, pero que nada tiene que ver con nuestro asunto. Nos lo cuenta asi: —Vamos, que eran casi las doce, pero cuando entro en su habitacién, me encuentro al tfo ése atin tumbado, que de seguir asf se lo comerdn los gusanos. Bueno, y yo, que soy muy temperamental y no me ando con chiquitas, enseguida lo saco de la cama, claro. Que si tiene que me- ditar algo, le pregunto. Pues sf, dice, pues si. Entonces se levanta, se pone los pantalones que tenia colgados de la silla y se embute la camisa por todos los lados. Resulta que debo reflexionar, dice, y la mejor manera de reflexio- nar es estando en la cama. Mientras prepara su aparato, echo una mirada a la habitacion. iVaya desbarajuste! iHo- rroroso! iY las paredes Ilenas de fotografias! iTodos los cabezudos de Schweigen y de Kahldorf, uno al lado del otro, y eso que apenas hay manera de distinguirlos! iCa- ray!, digo. Vaya un grupito que ha juntado usted. 2No se enferma de tenerlos siempre a la vista? Todo es cues- uién de costumbre, dice y sonrfe (con esa cara parecida a + queso para untar), cuestién de costumbre. ¢Quiere hacer el favor? Me siento en un taburete ya dispuesto y él desa- parece tras su caja. Estas fotos, digo, pueden dar miedo. Te miran directamente a la cara como si quisieran hipno- 20 LA PIEL DEL LOBO tizarte. El se rie, oculto tras el pafio negro. Porque toda la gente tiene la vista clavada en el objetivo, dice, pen- sando que asi su caracter quedaré mejor reflejado en la fo- tografia, dice. iA ver, por favor, mire mi dedo! (Un dedo que recuerda un gusano del queso.) Lo tiene levantado, como si quisiera explicar algo. iAtencién...! Muchas gra- cias, dice. »Pero es verdad, dice luego, cuando le pago, a veces resulta dificil aguantar aqui; a veces uno tiene la sensa- cién de ser una violeta prensada dentro de un 4lbum con fotos de delincuentes. Aquel sabado de la sospecha se dirigié (de hecho, como hacfa siempre) a comer al «Traube» poco después de las doce. Lo vimos bajar por la calle con su sombre- ro de Aussee y su abrigo de loden verde, con el que daba la impresién de ir disfrazado. Ya nos habiamos acostum- brado a él y no le prestébamos mucha atencién, pues, si bien somos un villorrio en que cada uno acecha al otro, eso no quiere decir que.seamos un villorrio con unos ha- bitantes incapaces de acostumbrarse a la facha del vecino. Se detuvo unos segundos en el umbral de la entrada abo- vedada (con la magnifica inscripcién: HOSTAL Y CARNICE- RIA «ZUR TRAUBE», PROPIETARIO FRANZ BINDER, en la parte exterior), como si vacilara ante una linde secreta, 0 quiz4 también asqueado por los olores provenientes de la cocina a la derecha y del matadero a la izquierda. Se quité el sombrero, se pasé la mano por el pelo, se retocé la cor- bata... finalmente se dio impulso y entré en el estableci- miento. Franz Binder, que ocupaba su trono tras la barra como si fuera la encarnacion del dios de la cerveza, lo saludé como siempre, es decir, con cierto desprecio. Pero en- tonces Maletta hizo lo que nunca habia hecho. Ignoré el saludo y paso sin decir ni pfo junto ala barra yala pode- rosa barriga del hostelero. Se quité el abrigo y se vents a la mesa (al lado de la puerta que daba a la cocina y a los 21 HANS LEBERT servicios) en la que también solfa comer el maestro de la escuela. Este, que ya estaba sentado y cuchareteaba edu- cadamente su sopa (un agiiita tibia y amarillenta donde nadaban algunos fideos aislados), nos ha suministrado un informe preciso de lo acontecido luego, que sin em- bargo hemos tenido que modificar un poco para aproxi- marnos a la realidad. Maletta se sent, pues, cogié de la mesa un platillo de fieltro de esos que se ponen bajo las jarras de cerveza y comenzé a desgarrarlo con placer. En sus ojos, que nor- malmente solfan mirar inquietos, pero que hoy miraban como si estuvieran cautivados por un punto, por un lugar del revestimiento de la pared donde en realidad no habia nada que ver, en sus ojos, digo, se observé de pronto el ti- tileo de un resplandor como el producido por una super- ficie de agua que tiembla suavemente. (Por ejemplo: hay un vaso con agua en la mesa; la luz del sol otofial entra por la ventana; afuera pasa un camién con gran estrépito; el agua del vaso comienza a temblar y el sol reflejado co- mienza a bailotear, titilando, en el techo de la habitacién.) —éCémo va eso? —pregunté el maestro. —Bien, gracias —dijo Maletta. -2¥ el negoci —Igualmente, gracias. -Hablaba de forma entrecor- tada y con parquedad. La camarera, un dragén vetusto y esmirriado que biz- queaba horrosamente, le lanz6 la carta al pasar. —Gracias —dijo Maletta, pero no tocé ese papelucho grasiento que habfa cafdo boca abajo sobre la mesa, es de- cir, mostrando la cara en blanco. —Hoy hay cerdo —dijo el maestro. —Vaya —dijo Maletta. —O asado de ternera —dijo el maestro. —Ah dijo Maletta. La camarera pasé como un rayo. —éQuiere sopa? —le grit. 22 LA PIEL DEL LOBO Maletta segufa mirando con los punto del revestimiento de madera. —Si, por favor —dijo, mirando en linea recta como si la camarera estuviera alli pintada. in dso hia coc " 10, y cuando volvi al cabo de unos minutos, clavé con un movimiento de la mufeca (para demostrar como estas cosas se resuelven en un coser y cantar) un plato de sopa sobre la mesa, y lo hizo con tal vehemencia que el caldo se derramé. Maletta solt6 la vista de la pared y miré el desagui- sado. El plato estaba mas o menos delante de él; al lado del plato habja un charco; la cuchara sopera faltaba. —iOiga, sefiorita! —grité. Pero, équé le habfa entrado de pronto? Si conocia las costumbres de esta regién y habia vivido hartas veces si- tuaciones parecidas. El cliente que no recibe cuchara se levanta sin més ni mds y la va a buscar. Es el servicio que se acostumbra por aqui desde la guerra: por entonces lo probaron y, como dio buenos resultados, se ha mante- nido. Y sia algtin forastero no le gusta, ique se vaya a co- mer a otro lado! En Schweigen sélo existe este hostal. En cuanto al charco junto al plato: tampoco era una desgra- cia (para el hostelero). Casos como éste estaban previs- tos: habia un pliego de papel de embalar sobre el mantel. Maletta, sin embargo, de pronto dejé de mostrarse comprensivo. —iSefiorital —grité—. iFalta la cuchara! Y ademas, iha vertido usted la sopa! La camarera no ofa 0 no queria oir; sea como fuere, es- taba ocupada con otros clientes (cocheros que comian cerdo ahumado, trabajadores del aserradero que habjan ter- minado la faena y se gastaban el salario semanal en alcohol). Maletta seguia sentado, a la espera, las manos en el regazo, mientras su sopa se enfriaba. . wyTendra que ir a buscarlal dijo el maestro. ojos titilantes aquel HANS LEBERT —Ni pensarlo —declaré Maletta. : —Pero épor qué? Yo también he ido a buscar mi cu- chara. De pronto, su voz habia adoptado un tono pastoral. En eso, Maletta miré al maestro. La luz de sus ojos se deslizé como una exhalacién por la cara de su compafiero de mesa. Este contesté a la mirada como suele hacerlo un maestro de primaria, de forma un poco extrafiada, un poco amonestadora, y al mismo tiempo un poco como quitando hierro al asunto... Los dos hombres —una pare- ja reunida al azar, colocada en la peor mesa por Franz Binder, que tenia reservadas las mesas més acogedoras a clientes mas conocidos, por ser del pueblo, y mds popula- res—, los dos hombres, digo, se miraron, y si bien uno de ellos se esforzaba por conservar una pose profesoral, mientras el otro trataba de ensombrecer y ocultar la mi- rada bajando los paérpados, no pudieron evitar que una antipatia sin limites, que probablemente ya existfa desde hacia tiempo entre ellos, se encendiera como una sefial de alarma en los ojos de ambos. ~Iré a buscarle la cuchara —dijo el maestro. Hizo ademdn de incorporarse, ya habia aireado el trasero. —iHaga el favor de quedarse sentado! —siseé Malet- ta—. ¢Acaso quiere corregirme? El maestro volvié a caer sobre el banco. Pregunté: ~ Qué demonios le pasa? ¢Esta irritado? —Levanté la mano como un escolar y Ilamé con tono amable—: iEh! iSefiorita Rosl! El sefor Maletta quiere una cuchara. Y entonces sucedié aquello que indujo a Maletta a abandonar sin més dilacién el hostal. Vino la camarera. Si, sefior, vino. Pero no trafa la cu- chara, sino cubiertos y platos sucios (con los huesos roi- dos y otras cosas) que habia retirado de las demas mesas; y como el hostelero la llamaba diciendo que el vino ya es- taba escanciado y que lo fuera a buscar, los deposité en una mesa, la més apropiada a su juicio por encontrarse 24 LA PIEL DEL LOBO. junto a la puerta de la cocina, es decir, nada menos que ante las narices del fotdgrafo. El se levanté de golpe. va esta bien —declaré, y precisamente porque no dejé de conservar una calma absoluta, la impresién que daba era tan desagradable. Se puso el abrigo y, una vez junto a la barra, pregunt6 a Franz Binder cuanto costaba una sopa que se derrama por la mesa y que él ni siquiera habia podido tomar. —Uno cincuenta —lo adoctriné el hostelero. Maletta pagé y salié por la puerta. éQué quiere que le diga? Cuando se encontré en el vestibulo, oyé unos pasos que se acercaban y se quedé como clavado. Eran los pasos de Herta Binder, pasos du- ros, giles, imperturbables. Procedian de la oscuridad donde se ahogaba la luz del dia que, desde la calle, entraba por el portal abovedado. Y despertaban, en los rincones de las paredes y de las escaleras que conducian arriba y abajo, un eco sordo como el de un s6tano, un sonido que parecia provenir de los infiernos. Atin tenia tiempo para huir, unos cuantos saltos habrian bastado para salir a la calle. Pero no lo hizo; se detuvo —como si hubiera que- dado clavado—, con el cuerpo vuelto a medias hacia el in- terior de la casa y a medias hacia la salida, y esperé la llegada de esa persona que marchaba con pasos a su en- tender tan provocadores. iTratemos de comprender sus sentimientos! No ha- bia comido nada; tenfa hambre. Habfa renunciado a su al- muerzo. Sélo tenia en la boca del estémago el enfado que se habia tragado, y eso no era suficiente para sentirse sa- tisfecho. Pues bien, cuando se dispone a marcharse para digerir su enfado lejos de nosotros, se le acercan —en aquella entrada abovedada entre el hostal y el matadero, entre el olor ligeramente Acido de la cerveza y el olor de los cerdos y los terneros sacrificados — se le acercan, digo, esos pasos, expresién de la vida que le hace padecer mas y nada 25 HANS LEBERT hambre en medio de la abundancia, de la vida que pasa por encima de él de manera tan brutal como burlona: se le aproxima la hija del carnicero con pasos que denotan unas ganas enormes de aplastarlo. : : —iNi siquiera a la hora de la comida la dejan a una en paz! —lo regafia ella~. iUsted ya sabe que esta cerrado! Maletta se quedo perplejo. La luz de sus ojos cente- lle6 de tal forma que (segtin afirma Herta Binder) era de temer que encendiera la casa. No sé lo que quiere usted de mi —balbuceé él. —iDe usted yo no quiero nada! ~Y yo nada de usted. —Pero isi acaba de tocar el timbre! —éE] timbre...2 @Yo...2 iQué va! Hemos de saber lo siguiente: al lado de la puerta del ma- tadero hay un timbre. Quien encuentra la puerta cerrada, toca el timbre (siempre y cuando tenga el valor de hacerlo) y solicita asf ser atendido. Ahora bien, es muy posible que otra persona (un cliente que luego se harté de esperar o al- gtin nifo travieso) accionara el timbre poco antes. Pero puesto que era Maletta quien estaba alli y Herta ya lo habia increpado, ella siguié tomandolo por el infractor, porque no estaba dispuesta a disculparse y porque, ademas, necesi- taba un chivo expiatorio. Dijo ella: —Bien, ipor esta vez vale! iPero sdlo por esta vez! Y abrid con estas palabras y con una llave. ~Pero, isi yo no he tocado el timbre! —dijo Maletta. ~Pues nada, da igual. Ya estoy aqui. ¢Qué desea? Empujé la puerta y entré en la sala resonante. Sus nal- gas se meneaban bajo la falda y las pantorrillas se movfan bajo el dobladillo. Maletta, embrujado, la seguia. «

Das könnte Ihnen auch gefallen