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Razones para la Alegría

Autor: Martín Descalzo

Capítulo 8: Un puñetazo en el cráneo

Leyendo el otro día una biografía de Kafka me tropecé con una carta que el escritor checo dirigiera a
Oskar Pollak, uno de sus amigos, en la que encontré la expresión perfecta de algo que hace días rondaba
mi cabeza. Habla Kafka de la función de la literatura y dice- «Si el libro que leemos no nos despierta de
un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo? ¿Sólo para que nos haga felices? ¡Por Dios- lo seríamos igual
si no contáramos con ningún libro! Por el contrario, necesitamos libros que actúen sobre nosotros como
una desgracia que nos afectara muy de cerca, como la muerte de alguien a quien amáramos más que a
nosotros mismos, como si fuéramos condenados a vivir en los bosques lejos de todos los hombres, como
un suicidio.»

Estoy plenamente de acuerdo. Y lo estoy muy especialmente en un tiempo en que se tiende a confundir la
literatura con el encaje de bolillos. Escribir se ha vuelto para muchos de los escritores contemporáneos
una fabricación de tartas de crema hecha con palabras. ¡Ah, qué maravillosamente colocan sus adjetivos!
¡Qué juegos de sintaxis nos ofrecen! ¡Cómo se ve, tras cada una de sus frases, pavonearse a su autor, que
está muy satisfecho de demostrar en cada una que es más listo que nosotros! ¿O acaso no es cierto que un
altísimo porcentaje de lo que hoy se publica no pasa de ser una colección -tal vez muy hermosa- de
fuegos de artificio? Hemos valorado tanto el «cómo» hay que decir las cosas que, al final, vamos a
aprender a decir maravillosamente la nada.

Tal vez por ello sería bueno que, al menos una vez al año, se preguntasen los escritores para qué escriben
y los lectores para qué leen. Esto último puede que sea aún más importante que lo primero.

Borges suele decir que el día que él se muera no estará muy orgulloso de los libros que ha escrito, pero sí
de los que ha leído. Y no es ésta una salida chusca. Es el convencimiento de que, al final, todo cuanto un
hombre escribe es sólo el fruto -mejor o peor digerido-- de lo que ha leído. Porque somos -o podemos ser-
hijos de nuestras lecturas.

Lo malo es la gente que lee para «pasar el rato» o, más exacta- mente, para «matar el tiempo». Una
verdadera lectura no mata nada y crea mucho, fecunda, engendra, acicatea, «rompe -diría Kafka- con un
hacha la mar congelada que hay en nosotros». La imagen no puede ser más hermosa y exacta. Porque la
mente del hombre está tan viva como el mar, preñada de vida, de peces y corrientes, latidora y fecunda en
tormenta, calma a veces, bramante a ratos. Pero, asombrosamente, para la mayoría de los hombres su
mente termina congelándose: la rutina la cubre y la aprisiona en su capa de hielo, como sus lagos
encadenados por las heladas invernales. Sólo así se explica que algo tan ardiente, como la mente humana
se vuelva estéril en noventa y nueve de cada cien personas, bajo cuya corteza de aburrimiento ni circulan
ideas ni peces, ni conocen tormentas, ni producen algo que no sea insipidez.

Un libro, un verdadero libro, debe destrozar nuestras rutinas a golpe de hacha, debe convulsionarnos,
sacudirnos por la solapa, em- pujarnos a la felicidad, sí, pero no a la felicidad del placer, sino a la de estar
vivos. ¿Merece ser leído un libro que nos penetra menos que la muerte de un hermano? ¿Para qué leer
algo que nos hace admirar a su autor, pero en nada trastorna nuestras vidas?

Ya sé que encontrar un libro así es como conseguir una quiniela de catorce, ya que no siempre los mismos
libros despiertan a las mismas personas. Pero hay, por fortuna, libros-despertadores (o músicas o cuadros-
despertadores) que han demostrado ya a lo largo de los siglos su capacidad de golpear en el cráneo de los
dormidos. Yo he tenido la fortuna de irme encontrando a lo largo de mi vida y cada cierto número de años
uno de estos libros-milagro que me ha ido poseyendo, invadiendo, alimentando, empujando a más vivir, y
sus autores son hoy para mí no escritores admirados´sino verdaderos hermanos de sangre. Un día fueron
las grandes novelas de Dostoievski; otro, los poemas de Rilke; luego, las obras de Thomas Merton;
después, las meditaciones de Guardiní; un día, la obra de Bernanos; otro, la audición de la Misa en sí
menor de Bach; des- pués, la exposición del Miserere de Rouault-, un verano fue Herman Hesse; otro,
una relectura de Mauriac; largos meses, el gozo de la compañía de Dickens; en muchos rincones, los
encuentros con Mozart; inesperadamente, la sacudida de El pobre de Asís de Kazant- zaki! no hace
mucho, el hallazgo de la prosa de Santa Teresa; durante un viaje, la estancia en el cielo particular de Fray
Angélico en Florencia; en mi primera adolescencia, el encuentro fraterno con Antonio Machado; muchos,
muchos puñetazos en mi cráneo que han ido ayudándome decisivamente a que mi alma no se congelase.
A ellos -y a muchos otros; no quiero, por ejemplo, que se me olviden ni San Agustín, ni «Charlot», ni
Dreyer- debo mi alma. Y me siento fea de tener muchos padres.

Y no puedo menos de sentir una cierta compasión por quienes viven huérfanos, teniendo, como tienen,
tantos padres a mano. Y una mayor compasión por quienes leen como si comieran pasteles, sin enterarse
siquiera de que hay en los libros esa sangre fresca y jugos,- que sus almas necesitan.

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