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Ganador del I Certámen de Cuentos Trecén

Hist
oria de la Petenera
Esteban Ordónez Chillarón

El aliento de la tarde ajetreaba las encinas. Debajo de un olivo Lucía jugaba con un fruto entre los labios, rascaba el barro pren-
dido en su falda blanca y recordaba cómo su madre se quejaba de la tierra con su vestido extendido sobre la mañana: “un día te
traerás la viña entera”. Ella retozaba entre las sábanas entonces. Se ponía los calcetines y cantaba. Sólo callaba cuando Pedro,
su padre, eructaba en el marco de la puerta y se tambaleaba hasta el sillón.
Hubo una letrilla que la mordió a la misma muerte. Los vecinos del pueblo maldijeron durante semanas un bichito rojo que en-
volvía la uva y la dejaba como una piña mínima. Los braceros tuvieron que arrancar las cepas. Una tartana paraba al borde del
camino y cada dos horas traqueteaba hasta el vertedero. Allí las quemaban. Un humo blancuzco avinagraba las mañanas. La
gente tosía en alto por las calles, incluso abrían las ventanas de par en par y carraspeaban. Manuela, madre de Lucía, lamentaba
con la cabeza mientras recontaba un mismo tarro de garbanzos. “Para qué quieren tragarse las cenizas”. Fue la única ocasión
en que la niña olió el vino en las palabras de su madre; las otras, las madrugadas en que Manuela removía gachas migas guar-
dando tras el silencio el cabezal ciego de la cama. Aquel verano el miedo se agarró a las tapias. Los carteles del ayuntamiento
advertían de “La Jugosa”: racimos muy verdes, incluso chorreantes, estallados de dulzor. Gabriel, el médico de la partida, los
consideraba más venenosos que ningunos. “Una bicha transparente”, decía el comunicado, “que juega con el hambre... Si la
comen les roerá las tripas”. Juana, la madre de Albertín, un compañero de Lucía, fue la primera en prohibir a su hijo salir por
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las tardes. El niño cada dos por tres llegaba a casa con una cucaracha pataleando entre los dientes, o masticando los
últimos espasmos de un saltamontes. Poco a poco todas las mujeres echaron la cortina después del colegio. La villa
quedó desierta. El sol paseaba su corteza jorobada por las calles e insistía en los desconchones de cal, se diría que
husmeando la vida.
Lucía apareció inconsciente en el camino de la ermita. Guardaba en la mano un racimo pegajoso. El médico no
dudó, y el carpintero fabricó un ataúd pequeño de su cuenta. Todo el pueblo se acercó a ver a la niña de 'La Jugosa'.
Al principio le dieron agua con vinagre, vahos de limón y tomillo... Empeoraba. Los vecinos recordaban el aviso “le
roerá las tripas” y se angustiaban por su vientre: “Desde el ombligo se le transparenta la columna...”, “pobre, qué
olor, como una patatica podrida llena de hormigas...”. Durante meses peregrinaron frente a su cama como corres-
pondería a los cadáveres distinguidos, aquellos cuya celebridad se abona en podredumbre. Pero la mejoría de la chi-
quilla debilitó la penitencia. La madre de Albertín salió rezongando y pateando las arrugas del cemento cuando la
oyó tararear.
Semanas después, Manuela dio a la niña una bolsa de ganchillo para que comprara cerezas y tomates. Antes de salir,
le colocó un pequeño mantón raído sobre los hombros y con la palma entera comprobó la vida en su mejilla. Marchó
a saltitos, aguantando el equilibrio en cada piedra. Si fallaba, volvía atrás: “Quien te puso Petenera/ no te supo poner
nombre,/ que debía haberte puesto/la perdición de los hombres”... Manuela reposó en el enrejado de la ventana
convencida de que esa letrilla era un milagro. Nada sabía de una mujer maldita y descocada, no dudaba de la pro-
videncia, aunque le sorprendía la ironía de Dios.
Pidió la vez en la frutería de La Venceja, llamada así por una bisabuela en cuya casa, según se oía, caían y no remon-
taban los pájaros. En la cola, las mujeres sudaban y soplaban la cara de sus hijos. Sin dejar de mascar la canción,
eligió una baldosa y se entretuvo repasándola con la esparteña. No supo que todas las presentes apretaban a sus
criaturas contra el mostrador hasta que la Juana gritó: “Ven como lo va cantando, ella la trajo, ella la trajo”.
La Venceja la llamó con la cabeza. “Cerezas y tomates”, hiló la pequeña más concentrada en retener el escozor urgente
de la orina que en recordar piezas o cuartos de quilo. La frutera le arrebató la bolsa y entró al almacén.
Lucía se relajó con una polilla que insistía en los botes de alubias. Se preguntaba por qué no pi-
coteaba las peras renegridas que giraban por el suelo. La Venceja le lanzó el pequeño saco
de ganchillo: “Sólo lo que tú has dao...”, esperó en silencio. Al vol-
tearse notó que le tira-
ban del vestido.
Empujó fuerte hasta que alcanzó la puerta y corrió a casa con los ojos muy cerrados, corrió segura de que chocaría,
como la polilla, contra alguna pared invisible.
Absorta, huida entre las vetas más rubias de la mesa de la cocina, apretaba la bolsa. Los poros de la lana escurrían
arena y alguna que otra larva. Manuela la volcó y golpearon contra la madera matas de camarroja, raíces agarradas
aún, hogazas de barro con el ruido seco de una palada de ruina empolvando la boca.
Lucía siempre tuvo algo extraño en la mirada. Cada párpado declinaba con la tristeza de un ala extendida sin mo-
tivo; años después alguien escribiría que quizá la belleza caía agotada de su frente y había cierto tropiezo de luz di-
simulado. En esos ojos, Manuela recordó el mercado vacío, los matorrales cocidos que daban al agua un discreto
sabor a lluvia, e intentó comprender por qué culpaban a su hija del hambre.
Invitó a su vecina Elisa a tomar café. Era una mujer redonda y mayor que pasaba el día sentada en la puerta de su
casa. Le encantaba enterarse de todas las escaramuzas del pueblo, pero nunca abría la boca, las guardaba con ojos
orgullosos, como quien admira su colección de mariposas muertas. A pesar de todo, sentía gran cariño por Manuela
y su hija. Nada más cruzar la puerta preguntó por la canción. Manuela le sirvió un café:
—No sé de dónde la sacó, creo que la fue inventando mientras sanaba. Para mí que es un milagro.
—Una maldición hija, una gorda...— olió la taza con hondura.
—¿De qué?
—Lo de la uva no es nada, a tu hija ya le dicen La Petenera... no sé qué vais a hacer.
—No entiendo. Si sólo es un nombre, lo habrá oído por la calle.
—No, eso aquí nadie lo canta — apuró la bebida, comprobó la verja de la calle y arrastró la silla hasta Manuela —
Tú no vivías aquí, pero hace 14 años vino un ciego. Traía gacetillas y cuartillas con noticias de otros pueblos. Era
un hombre afeitado a retales, acompañado por un perro pulgoso que tosía yeso sin parar. Lo llevaba a patadas y el
pobre animal tenía ya el lomo calvo y negro. Bueno. Nos habló de una cantaora maldita a la que llamaban La Pe-
tenera. Por pueblos del sur iba embrujando a los hombres. Tuberculosos, apuñalados, sifilíticos, locos... Aterrorizó
a todos con la viñeta de un joven agonizante que aguantaba su estómago seco entre las manos. “Si viniera, guarden
a los maridos, dicen que en sus ojos satanás remueve sus calderas”. Insistió : “que nadie oiga, que nadie cante”.
Levantó los brazos y recitó la letra. Sacó una petaca y echó un trago que escupió al instante ¿Sabes qué canción
era?
— Quien te puso Petenera no te supo poner nombre...— recitó con los párpados rígidos.
—Chsst... Sí— interrumpió Elisa.
—Pero son sólo cuentos... a algún niño se la habrá ido la boca.
—Sí, cuentos. Pero prohibimos durante tres años la entrada a cualquier mujer desconocida. Un alcalde joven, don
Eusebio, que marchó hace apenas dos años, derogó al fin la prohibición. Aquí nada es sólo un cuento.

Manuela encerró a su hija en casa y le suplicó que olvidara todas las coplillas. Pero su padre se colgó, y tuvo que
salir al cementerio.
Lo encontraron al amanecer en la higuera del patio. Había cortado con cobardía todas las ramas cercanas al suelo
salvo una. Nadie gritó, nadie se tiró a besar los pies morados.
El día del entierro un cielo naranja se cansaba por el camposanto sin conmoverse de que echaran a un hombre a
la parcela de los infieles. Lo liaron en una sábana porque todos los ataúdes tenían crucifijo y nadie quería pudrirse
las uñas arrancándolo. Entre los terrones de tierra que rompieron contra la frente de su padre Lucía buscó con
apuro alguna lágrima.
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Sólo ella y su madre asistieron al entierro y marcharon antes de que se acomodara la tierra. Detrás del polvo
descansaba un joven sepulturero de ojos verdes que la puso colorada.
Camisas, medias, faldas, hasta bragas y sostenes oscuros colgaban como cuervos de los alambres del patio.
Lucía sintió un amor a destiempo por su padre. No quería oír a nadie. Dejó de cantar. Aunque a veces se sor-
prendía fregando un compás por soleares.
Pasaron dos años y Manuela desanudó su velo oscuro. La pequeña, sin embargo, lo abrochaba con más fuerza.
Aún rumiaba la pala del cementerio cuando sus pechos comenzaron a pelear, y los ahogó entre sostenes negros.
Al final, comprendió que no podía apretarse el luto hasta la sangre, entonces lloró mucho, lloró por resignación
lo que no pudo por dolor.
Hasta los 17 años, Lucía sólo salía al aljibe con su madre una mañana sí, otra no. Al terminar el luto, acudía al
mercado para que Manuela estirara un par de horas la asistencia a Elisa. Recibía cinco pesetas por día. A veces
cuando la vieja iba a la cocina, advertía que la cojera cambiaba de pierna.
Una día de abril, Lucía cargó el canasto con las primeras fresas de la temporada. Antonio el de La Piñona, an-
tiguo compañerito de tejo y churro, la persiguió sugiriéndole que tenía la paja limpia y bien montada en el co-
rral. La joven siguió sin levantar la cabeza de las fresas, pero él desesperó y empezó a estirarle de la falda: “¿No
eres esa tan mala que va con tos? Pues a mí no me matas ná, mira, no me matas ná”. Otra mañana, Albertín,
que tenía por entonces una explosión blanca de granos en la boca, rodeada de un bigotillo flojo y desigual, se
quedó con su velo en la mano.
Sin embargo, excepto algunos jóvenes desprendidos, los aldeanos, encajados en el miedo, concedieron a La
Petenera el más plomizo de los silencios. En los caminos giraban la cara y ofrecían a la condenada sus pañuelos
negros, o descubrían algo que rascar a cinco metros de distancia. Los hombres aún se acercaban menos. Algún
atrevido había que buscaba su mirada golpeando la vara en un peñasco, y alguno que la buscaba en los bultos
de un vaso de madera.
Su ropa fue cogiendo un tono marrón claro. Prefería cargar durante más de una hora el canasto con las prendas
hasta una charca antes que ver a las lavanderas espantarse como pescadillas. Apartaba las ramas enrolladas y
los renacuajos para sumergir las camisas. Como no había piedra, remangaba la falda y frotaba contra las rodi-
llas. El peso del cargamento mojado le impedía regresar de un tirón: reposaba en un olivo, partía hierbabuena
y la colocaba entre la ropa; miraba confundida a los gorriones e intentaba tararear alguna medusa de luz que
le asomara al labio. A veces lavaba por las tardes y la luna salía al paso. Le inquietaba la alfalfa removida por
los grillos o el crujido de la primera estrella, pero luego asimiló que ella era el miedo
mismo y que nadie osaría olfatear la muerte entre su carne. Le angus-
tiaba entonces una terrible sensación de comodidad.
El jabón dejaba en los muslos una mezcla de irritación y brillo.
Los gorriones picotearon tanto en su lengua que a veces, res-
tregón a restregón, murmuraba una tímida melodía.

—¡Quién te puso Petenera/ no te supo poner nombre/,


que debía haberte puesto/ la maldición de los hom-
bres!—oyó una tarde.
Un joven sonreía al borde del camino.
—¿Qué? Sólo he seguido lo que murmurabas.
La niña se recogió el flequillo con la muñeca y al ver la calma en los ojos
del mozo algo tropezó en su pecho, quizás el miedo que intentaba desentumecerse.
—Tú eres La Petenera.
—Yo no sé ná de ésa—contestó volviendo a la ropa.
—¿Y la canción?
— ...
—Cántamela—suplicó hipnotizado por la crueldad con que dañaba la ropa.

Echó en el cesto las telas mal emborronadas y huyó sin contestar. No repuso la falda y se
fue desdoblando en el camino. Completó todo el trayecto en una carrera.
Manuela la arrastró hasta el patio y preparó un barreño. Agarró el tobillo de su niña y
envolvió las bambollas con un trapo. Agachó los ojos esperando las quejas. Para no da-
ñarla repartió con flojera el agua sobre la sangre amontonada, sopló lentamente el ne-
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gror de los dedos. No preguntó el motivo de las heridas, hacía mucho tiempo que no molestaban a su niña, y
no quiso oírlo. Sin embargo, cuando intentaba limpiar el pus de las burbujas, escuchó una melodía como una
aguja leve que surgiera en mitad del cuero. Cantaba con la garganta y con los labios apretados, encerrando
entre párpados un dulce escozor. Manuela pasó toda esa noche en la cocina cosiendo y descosiendo la doblez
de los visillos.
Tres días después, Lucía volvió al charco y encontró de nuevo al desconocido.

—Vine para ver si era verdad lo de la maldición de los hombres. No pareces mucho, más bien pareces una gata
de esas que se quedan huérfanas, que la madre huele algo de humano en su pellejo... A mí me dijeron algo de
arrogancia, de collares... Lo de los ojos sí, lo de que se te desmayó abril. ¿son aquí muy tristes los abriles o
qué?—preguntó con seguridad mientras ella comprobaba las astillas del mimbre.

Le salpicó agua a la cara con simpatía: “Contéstame, niña loca”. Lucía sonrió un momento y se escurrió el fle-
quillo. Él joven cayó sentado como quien recobra la cordura y sorprende el estómago de un niño latiendo en
su navaja. Intentó imitarse a sí mismo y acercó la mano con lentitud para no asustarla. Le levantó la cara, posó
el pulgar sobre su labio inferior: “anda, cántamelo”, susurró. Lucía recordó los ojos del sepulturero y se quebró.
Lloró como nunca. Tragó borbotones de sal y sus costillas desencadenaron todos los años de silencio.
El desconocido le mordió una lágrima de la barbilla. Se desabrochó la camisa y la apretó contra su pómulo.
Detrás de un par de mechas húmedas, los párpados entornaban una soledad profunda, un hambre acostum-
brada a un pan sin boca. El pobre gorrión rechazó la camisa. Sacó una de las sábanas de la charca y la escurrió
sobre la cabeza del forastero, sobre la barba, el pecho. Sin mirarlo. Él bebió la suciedad, aceptó el bautismo
marrón a un mundo donde la piel apenas murmura detrás de una cortina. Se relamió y la acostó sobre el trigo.
Lucía, La Petenera, La Maldición dejó que le abriera los puños. Sintió, de repente, calor. Fundió, y su tristeza
se hizo fácilmente abatible. Abrió los ojos entonces, atenta al sudor, tal si viera de nuevo aquel racimo reluciente.
Rasgó contra la grama las vendas de sus talones. Dolía cada sacudida como si volteara el alma, apretaba las
manos del forastero estirada por el vértigo, por un miedo terrible a que se descolgaran todos los órganos del
cuerpo.
Dejó, quién fuera, de chapotear entre la carne y Lucía suspiraba enrojecida, tocando la mejilla del desconocido,
buscando la mentira en el fondo de sus ojos.
Ese día el joven transportó el cesto de ropa hasta la puerta de su casa.

** ** **

El aliento de la tarde ajetreaba las encinas. Debajo de un olivo un hueso de aceituna rodó dejando un rastro de
sangre. El siguiente fruto supo como si desprendiera la cáscara del cobre. Lucía tocó en la tierra teñida una
textura extraña de sábana seca, se vio, de pronto, las manos encogidas, el pecho liso. Su padre apareció en la
puerta de la habitación. Miraba hacia detrás y frotaba los pies en el cemento como si quisiera despegarse la
sombra. Ella desesperó debajo del olivo, intentó traducir el torpe pataleo a una señal de consciencia dentro de
Ilustraciones:
la alucinación. Pedro tropezó hasta los pies de la cama y la des-
Jorge Ordónez Chillarón
tapó. Abrazó, besó sus pies desconsolado, carraspeó con
violencia: al fondo de su esófago rebullía la primera cos-
tra del vino, la que ocultaba apenas una piel secreta.
Paró el llanto y pudo oír un gargajeo “Quien te puso Pe-
tenera/ no te supo poner nombre/, que debía haberte
puesto/ la perdición de los hombres”. Antes de morir,
Lucía creyó entender lo que su padre buscaba en aquel
árbol.

** ** **

No hubo un sólo niño del pueblo que no tocara la caja blanca


de La Petenera. Ni un sólo vecino que no peleara por car-
garla a hombros. Las chiquillas que iban delante echando
amapolas abrieron las dos verjas del cementerio. El ataúd se
balanceaba de un lado a otro a la deriva sobre las cabezas. Las
mujeres penaban como campanas negras. Sus gemidos se amon-
tonaron a la entrada del camposanto. Juana, La Venceja y todas
las clientas de la frutería daban estirones, coces y codazos a gentes
venidas de otras comarcas; sudaban y resollaban en los velos. Entre
tanta saliva cocida, bulló un hedor agrio a café con leche fermentado
que obligó a los hombres a ocultarse el hocico tras la manga. En casa
Manuela miraba la bolsa de ganchillo con los codos cerrados sobre la mesa
de la cocina y la vieja Elisa golpeaba la ventana sin respuesta.
El forastero, un poeta desengañado, no podía imaginarla tan sola y tan ro-
tunda. Sus ojos se le antojaban ahora arrugados bajo la tapa. Intentaba sabo-
rear en ellos el agua de la charca y le venían aquellos dedos a los labios,
temblantes y quebradizos, aquella camisa hervida, y aquel pelo, y el pulso del mim-
bre derritiéndose en sus ojos, y sus ojos blandos ahora, y sus ojos con la terrible pie-
lecilla que crece en las manzanas que nadie muerde. Salió del cementerio
zarandeándose. Salió del pueblo sin esperar a nadie. Casi anocheciendo
se arrodillo ante una encina, apoyó la frente y grabó: “La Petenera
se ha muerto,/ ya la llevan a enterrar,/ no cabía por la calle/ la
gente que iba detrás”. Clavó el cuchillo encostrado en la raíz
y siguió caminando.

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