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Aunque parezca mentira “el riesgo” es uno de los más comunes aspectos de
nuestra vida nos acompaña permanentemente en el vaivén de nuestras
ocupaciones diarias.
Para ello será necesario mirar más de cerca lo que significa “correr un riesgo”,
cuáles son en el fondo los elementos que lo conforman.
Como punto básico vale aclarar que nosotros, los seres humanos, no hacemos
nada sin tener una intención.
Son entonces nuestras intenciones las que hacen que actuemos. Este
mecanismo funciona hasta para nuestra “intención biológica” más elemental, o
sea, la sobrevivencia, y está asegurada a través de acciones motrices ya
programadas dentro de nuestro cuerpo en forma de instintos.
- Aliviar la picazón.
- Dar un mensaje en un partido de truco.
- Disimular mi inseguridad en una conversación.
Así como pueden estar relacionadas varias intenciones a una acción, podemos
encontrar varias acciones que cumplan con cada una de las intenciones
mencionadas. Lo que nos interesa es en qué grado cumplen con la intención.
Ahora se van a preguntar, ¿pero dónde está el riesgo en todo eso? Entonces falta
hablar del tercer elemento, quizás el básico en relación al riesgo: el resultado.
Porque recién el resultado producido por la acción, nos mostrará hasta que punto
éste coincide con nuestra intención original (que es en cierta manera, nada más
que un “resultado imaginario”). Aquí entran en juego las dos claves que
caracterizan al riesgo: la probabilidad, el fracaso y las pérdidas causadas por
él. El término “pérdidas” se debe entender en un significado amplio más halla de
lo económico y material, puesto que hasta una disminución en el bienestar
anímico a de tomarse en consideración.
He aquí un ejemplo: