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Cada uno tiene la cara que se merece

Me pregunto si la última vez que me vio, se fijó en el lunar que tengo al lado de la boca.

Toda mujer desea tener un lunar como el mío. Muchas incluso se lo pintan o se lo ponen con

cirugía. Pero yo nací con él: en las fotos de mi Comunión resalta el lunar, redondo, negro, en mi

carita blanqueada con polvo talco y mi pelo amarrado en un moño. Pero no sé si él se fijó en ese

lunar antes de irse. Me molesta mucho la idea de que no lo haya visto, o de que no lo recuerde;

de que si piensa en mí me vea sin él; de que pueda visualizar mi rostro sin lunar. Sería como si

nunca me hubiese conocido, como si estuviese recordando a otra, a otra persona. Me dan mucha

rabia su temeridad y su estupidez. Pero no puedo hacer nada para remediarlo. Quedaré para

siempre—o hasta que el olvido borre también ese rostro, que no es el mío, pero que él asocia con

mi nombre y mi olor—como otra mujer.

¿En cuántas memorias andaré así, a medias, mal-recordada, reconstruida, suplantada por

alguna versión mediocre o facilona de mí misma? Quizás algunas personas recuerdan mi lunar,

pero no mi cabellera rizada. Quizás no piensan más allá de mi cara y cuando recuerdan estar

sentados a mi lado en alguna reunión del partido o compartiendo bolitas malteadas de chocolate

en el cine, mi cabellera rizada está difusa, como en un sueño. ¡Pero esa tampoco! ¡Tampoco soy

yo! Quizás se han olvidado de que cojeo un poco. Y aunque me debería dar placer que en el

recuerdo de alguien ande derecha y orgullosa como una modelo de Hollywood, no, no me place:

mi andar es tan parte de mí como mi lunar, es la compensación, decía mi madre, por ser tan

hermosa. Es un andar coqueto, lleno de movimiento, como si bailara. ¡Malditos recuerdos! ¡Que

me transformen así, que me desdibujen, que me omitan, que me nieguen, que me reduzcan, que

me ignoren!
Seguramente, seguramente, no se fijó. No, no se fijó en este lunar que llevo. Lo menos que

puedo hacer es buscarlo, buscarlo y hacer que se fije muy bien en mí, quizás hasta darle unas

cuantas fotos para que me recuerde bien. Pero no… no será suficiente, porque en las fotos estoy

quieta, estática, muda, vestida con tal o cual color, y ya no podrá recordar que a veces mi lunar

resalta más si me visto de rojo; que cuando hablo sigue mis labios pero que cuando sonrío se

esconde un poco. Además, todo el mundo sabe que las sonrisas de fotos no son naturales, que

todos tenemos una sonrisa de foto que no es ni el reflejo de nuestra sonrisa de verdad, ¡cómo

permitir que alguien me recuerde con mi sonrisa de foto, cuando esa no soy yo! ¡Es un papel, una

yo de papel que sonríe estúpidamente! ¡Muda, falsa! Un vídeo: eso es. Debo encontrarlo y

entregarle un vídeo. Será lo único que me haga justicia. Necesito encontrar al maldito bastardo y

asegurarme de que me recuerde tal cual soy. Aunque luego me olvide. Pero no permitiré que en

esa transición brumosa entre el recuerdo claro y el olvido me transforme en otra, y llame a esa

otra —intrusa, ilusa, falsa— por mi nombre, y le asigne mi olor, quizás hasta mi andar bailón.

Porque no se trata de que me recuerde porque me amó. No, no me importa si me amó o no, si me

engañó o se engaño a sí mismo, si lo que siente ahora por mí es un odio voraz y veleidoso. No:

es cuestión de seguir siendo yo en su recuerdo, como he sido yo en mi propia vida.

Me tendré que poner distintas mudas de ropa, distintas combinaciones. Caminaré hacia la

cámara y me alejaré. Me sentaré y me pondré de pie, porque cuando me siento siempre cruzo la

pierna izquierda, es parte de mi personalidad, de mí misma. Le pediré a alguna amiga que se

coloque a mi lado, quizás con una cinta métrica, para que se vea mi altura: mido exactamente 5

pies con 11 pulgadas. Un metro, 80 centímetros, 34 milímetros, para los métricos. Nada: un

vídeo que dure uno o dos minutos, no tiene por qué ser extenso. Me da un poco de vergüenza;

puede que alguien piense que hago esto por vanidad, pero ¡nada que ver! No hay que ser
vanidosa para desear que la recuerden a una como es, con sus cosas bien puestas, con su

cabellera rizada a media espalda, su lunar sensual, su andar un poco bamboleante, un poco

inestable, su color, su voz. Lástima que el olor no salga en el vídeo, es lo más asociado a los

recuerdos.

¿Pero qué puedo hacer por todos aquellos amigos y amigas de años atrás que me mal-

recuerdan, que me ven de pie tan alta como ellos, o tan baja, cuando mido algo preciso, cuando

mi piel tiene un color y no otro—y nunca otro, porque no tomo más ni menos sol del que tomo

siempre—cuando mi andar se tambalea un poco hacia la izquierda, no a la derecha? Maldita sea.

Nada puedo hacer por esas cientos de yo’s mal-recordadas, esas mujeres que no son yo y que lo

son, que pueblan las mentes de personas que deberían saber que llevo un lunar en el lado derecho

de mi boca, no en cualquier parte; que tengo el pelo rizo, que ésta y sólo ésta quien soy, soy yo.

Es yo. Tendré que copiar el vídeo y enviárselo a todos…

¿Pero los que no me han visto hace más de diez o quince años? Ahora a quien recuerdan

mal ni siquiera existe. No creo que pueda rectificarlo. Soy distinta a quien entonces fui, y por

supuesto, enteramente distinta a la que no fui y a quienes ellos han imaginado que he sido. Y

habrá alguno que piensan que esa imagen deformada que se hacen de una, o de un lugar, o de lo

que sea, es más real que la propia realidad que se ha alejado, que ha cambiado, que ha madurado,

que ha crecido, que como yo, ha florecido y no es ya eso que fue. Algunos se resisten a pensar

que esas imágenes detenidas no existen en la realidad así como las dejaron de ver. ¡Qué

estúpidos! ¿Se imaginarán que siempre tendré las piernas flacas, aquéllos que me conocieron en

primaria o secundaria? ¿Serán capaces de recordarme encima con las piernas aún más flacas que

las que tenía, ayudando su imaginación a su memoria cuando ésta empieza a flaquear y a

desdibujar mis piernas, que, vale la pena aclarar, ya no son flacas?


Me hierve la sangre de pensarlo; de pensar que puedan andar por ahí antiguas compañeras

de escuela que no puedan pensar en mí sin bracers metálicos en los dientes, con el pelo en una

trenza o en una coleta, larga y flaca. ¡Una mujer que ya ha llegado a los 30 años! ¡Por Dios! No

puedo permitirlo. No. No puedo darme por vencida… no ahora que me he dado cuenta de que mi

propia existencia se desdibuja por la acción disolvente y fatídica del recuerdo mal construido de

tanta gente… debo hacer algo… tengo que hacer algo… simplemente tengo que organizarme;

encontrar todas mis libretas de direcciones, el anuario del colegio, registrarme en todos los sitios

web de redes sociales, revisar todas mis cuentas de correo electrónico... Localizaré a mis

antiguos compañeros para que corrijan sus imágenes tergiversadas y puedan comparar su borrosa

y pésima copia de memoria con la auténtica versión de mí misma que tendrán a la vista, con mis

imperfecciones y mis encantos y mis detalles, hasta el diente un poco picadito dejaré ver, porque

no se trata de presentar una imagen falseada de mi persona, sino una copia veraz. Un recuerdo

real.

¡Santo cielo! ¡Mi mente también está llena de seres medios, de seres inexistentes, de

hombres y mujeres que mal que bien no existen! ¿Tendría él algún lunar? A veces los hombres

tienen lunares ocultos, o a veces simplemente una no se fija. Yo misma tengo un primo con un

lunar en la oreja derecha, arriba, como un pequeño tatuaje, que muy poca gente ha visto, y sin

embargo ahí está. ¿Tendría él un andar peculiar? ¿De pie a mi lado, dónde quedaban mis

hombros respecto a los suyos? ¿Cuán negro era su pelo? Tenía ya canas, lo recuerdo, pero no

podría precisar cuánto de su pelo era canoso y cuánto negro. Necesito encontrarlo. Tampoco

quiero yo seguir poblando mi memoria de desinformación, de gente que no existe...

Definitivamente, tendré que organizarme, llamar, escribir, buscar, investigar… convencer a

antiguos amigos y conocidos de que se hagan ellos también vídeos, que los pongan en Factbook,
que me los envíen por email, por correo regular, como sea… explicarles lo importante, lo

fundamental de este asunto, de su existencia misma. Del peligro inconmensurable de poblar

nuestras mentes, nuestras memorias, que al fin y al cabo son nuestras almas, nuestros corazones,

donde guardamos nuestro amor por nuestros amigos, nuestros familiares, nuestras parejas, el

peligro de poblarlos de seres irreales, inventados, postizos. Y si no quieren, o no saben o no

pueden, tendré que hacerlo yo misma, visitarlos uno a uno, empezando por él; llevar una copia

de mi vídeo y mi cámara y grabarlos. Será el motor de mis vacaciones durante los próximos

años: quizás encuentre que tengo antiguos amigos en lugares lejanos y exóticos. Tendré una

razón y un propósito para viajar por todo el país y el mundo, si es necesario, empezando por la

casa de los padres de él. Iré mañana mismo. Me grabaré ahora.

Todo a la vez no tomará más de cinco minutos: yo le entrego mi vídeo, y lo grabo a él. Y

nos tendremos para la posteridad en un formato digital de vídeo y audio que es mucho más

confiable y fiel y preciso que la memoria humana, que ya se ha visto lo fallida y caprichosa que

puede ser. ¡Y que olvidar mi lunar! ¡Recordarme más baja! ¡Verme y ver a otra, una más fácil de

recordar, por su mediocridad de rasgos, como la música pop! Basta: se fijará de una vez y por

todas en mí, me fijará a mí en su recuerdo, para que no haga una copia barata y manejable de

quien fui ante sus ojos, entre sus manos, sobre su vientre, junto a sus pies. Y debo explicarle —

no sea que piense que lo busco porque lo extraño, porque no puedo vivir sin él, porque quiero

que regrese conmigo: ¿por Dios, para qué? No —explicarle y pedirle que me deje grabarlo. No

puede pasar demasiado tiempo: no puede pasar tanto tiempo que cambie, tanto tiempo que el

tiempo lo haya cambiado. Hace apenas dos semanas que se fue: seguramente aún está en casa de

sus padres.
Lo ideal es que yo estoy en mis mejores momentos, que estoy centrada, que ésta soy yo,

ésta del DVD que sostengo entre mis manos, ésta soy yo. No tendría, como me ha preguntado

Lole cuando le he explicado por qué tenía que grabarme cambiada de ropa, andando, sentada, sin

hacer nada especial, sino todo lo contrario, siendo cotidiana, sin vestirme ni maquillarme más de

lo usual, que grabar un vídeo nuevo cada cinco o diez años. No lo haré. No importa que yo siga

cambiando: es inevitable que cuando me recuerde, de aquí a veinte años, cuando vea el DVD,

verá a quien fui en aquel momento—o sea, ahora—y no a quien soy en éste, o seré, en aquel

otro, en aquel entonces. Porque ésta que estoy viendo ahora en el monitor de mi computadora

portátil soy yo: yo soy así ahora que tengo 33 años y las que vengan después serán otras, y para

otros. Además, aunque tengan mi lunar, y mi cabellera rizada, y mi andar medio bailón, y mi

voz, y mi diente un poco picado (aunque quizás me lo arregle), aunque tengan todo esto, no serán

tan yo como soy yo ahora, en este vídeo digital que me recrea para que él se fije bien, se fije

inevitable y absolutamente en el lunar que tengo al lado derecho de la boca, en mi estatura, en mi

bamboleo que se inclina más hacia la izquierda; en fin, en mí, que no soy como esa imagen

absurda que se había formado de mí, o que se formaría al cabo del tiempo, esa imagen borrosa,

esa imagen.

Creo que lo que debo hacer es simplemente no generar más amistades. Es muy peligroso y

complicado esto de asegurarse que a una no la muten en sabe Dios quién. Me conformaré con

quienes ya conozco. Evitaré iniciar conversaciones con gente nueva en fiestas o bares que

puedan redundar en relaciones de amistad o de otra cosa. El próximo amante que tenga será el

último: no puedo permitir que haya más amantes que recuerden noches (o días) de placeres

carnales con mujeres parecidas a mí, mujeres que me suplantan en sus memorias. ¡Maldición!

Quizás puedo recuperarlo a él, quizás sólo necesita que rectifique esa falsa imagen de mí, quizás
no se ha dado cuenta de quién soy, de que podemos estar juntos hasta envejecer, hasta que

quienes somos hoy mueran en la carne de quienes seremos mañana, y no en los recuerdos

usurpadores de seres ajenos a nosotros? ¿Mueran en las arrugas y las canas de esos otros

nosotros en quienes nos convertiremos, una muerte lenta, penosa, larga, una tortura lenta, de

años. ¿Cómo enfrentarla solos? ¿No se da cuenta de lo dolorosa que es la lenta muerte del ser?

Entonces, después de que lo encuentre, después de que lo encuentre debo asegurarme de

borrar a esas tontas en quienes mis viejos amigos me han convertido. Todos los que pueda.

Quizás se me escape alguno, pero sin duda daré con la mayoría. Hoy día con estas herramientas

de búsqueda en el Internet no será difícil.

Porque no puedo permitir que continúen paseándose por ahí esas mujeres, tantas mujeres

que tienen mi nombre y un ligero parecido, ligero, porque lo falaz de sus facciones se revela en

la imprecisión de sus facciones; esas mujeres llamadas como yo cojean del pie que no es, o no

cojean; son demasiado flacas, o demasiado altas; están demasiado pálidas o demasiado pecosas;

sus cabelleras rizadas no son del color adecuado, sino que a veces incluso el tono varía según

caminan, seguramente porque su cruel imaginador me ha olvidado un poco más.

Las he visto por ahí. Algunas, pobres, no hablan, y parecen mirar, ausentes, desde un punto

escondido y hacia un sitio remoto, como locas o autistas. Otras se relamen los labios como si les

faltara algo: claro, les falta mi lunar, que es mi orgullo, que es imposible que él no lo haya visto,

imposible pero no improbable, porque se sabe que los hombres no ven como vemos nosotras las

mujeres. Son atraídos a lo que ven sin saber qué es lo que han visto. Pueden concluir que

encuentran a una mujer atractiva, sensual, hermosa, pero no pueden decir por qué, qué parte del

rostro les parece más bonita, cuán gruesos son sus labios, o cuán largo y de qué color es su pelo.

He visto a esas mujeres que deambulan por ahí, y que se parecen a mí en algo. Me fijo bien y sí,
se parecen en algo, pero no son. Se asoman a las ventanas de mi casa y llenan mi sala con sus

cuerpos a medio hacer. Me persiguen cuando salgo al supermercado, con gafas oscuras y un

pañuelo en la cabeza para evitar que la gente de la calle se vaya formando ideas equívocas de mi

persona. Les digo que tienen que desaparecer, que era mejor que no hubiesen sido creadas, ¡si no

existen! No tienen pasados ni futuros, se desdibujan y se vuelven borrosas en plena luz del día,

como si las atravesara una neblina, que es otro pequeño olvido. Me dan lástima, y me da rabia

saber que han sido ellos, mis amigos, mis amigas, mis amantes, que las han arrojado al mundo a

defenderse como puedan, incompletas, sin lunares, sin facciones particulares, sin medidas ni

colores definidos. Me persiguen a todas partes; no puedo salir de casa sin sentir su presencia, y

me preocupa que la gente en la calle las vea y las mantenga, las recree, dándoles más vida que es

a la vez menos, que es a la vez prolongar su agónica inexistencia. Por eso he decidido no salir,

trabajar desde mi computador portátil en casa, mandar a que me traigan la compra, y enviar por

correo electrónico este vídeo de mí que es lo único que no han podido poblar y ocupar con sus

rostros a medio hacer las mujeres, mis mujeres, estas mujeres que me acompañan, que se han

convertido, como era, sin embargo, lógico, en mis mejores, mis únicas amigas.

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