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Llevo una temporada en la que no hago mucho caso a George.

Soy un superviviente pragmático y


poco amigo de las emociones que George me pone delante. Considero a las emociones como
residuos de nuestra frustración, el fracaso o reminiscencias descontroladas de fantasías, basuras de
percepciones bien fuertes, hechos catárticos, histerias o complejos de inferioridad. Detesto el
sentimentalismo. Pero hay excepciones gloriosas.

En mi última chapuza americana me reencontré, en un paseo, con un libro que se me atravesó y que
había perdido. Hay libros que sostienes frente a tí pero que tu sabes que tiene que pasar un tiempo
para que te dejen todo lo que contienen. Es de Tom Lutz, y se llama El llanto. Historia cultural de
las lágrimas (Taurus). El llanto privado, solitario, representa para mi un milagro. Se hace carne algo
que proviene del mundo de lo intangible, de lo sutil. Algo muy crístico.

Yo apenas si lloro. Pero un hecho concreto hizo nacer mi interés por esta acción. Tuvo lugar la
última vez que recuerdo haber llorado. Fue un día de 1993, en el rutinario ingreso número 98 (en 25
años de enfermedad) de mi padre en la Clínica de la Fundación Jimenez Diaz. Decidí ir a verle
desde el trabajo antes de irme al pueblo a dormir. Mi padre era un hombre serio, sobrio,
acostumbrado a ponerse en las manos de Dios cada semana, y nuestra relación era muy castellana.
Yo siempre he tenido una serena consciencia de la decepción que yo representaba para mi
progenitor. Repentinamente, mientras charlábamos, sentí una urgencia repentina, rara. El llanto
venia de la nada. Reprimí aquello cuanto pude pero se dio cuenta de la violencia de lo que retenía
en mi interior. Me fui a casa. Esa misma noche murió. Fueron lagrimas premonitorias.

Desde entonces percibo el llanto de una forma distinta. Representa un contacto con algo que
determina territorios esenciales en la identidad del doliente (me gusta mucho la palabra mourner),
con aquello que representa lo verdadero para éste. Leer en el llanto es una de mis pasiones. Pocas
cosas hay mas honorables que el llanto solemne o silencioso. Muchos otros me repugnan.

En la mística judía, se fuerza el llanto como técnica para obtener un saber, incluso el acceso a un
secreto superior. "Multiplicad vuestras lágrimas, pues las puertas de las lágrimas no están cerradas y
las puertas celestiales se os abrirán", canta la Cábala (FCE) de Idel Moshe. La cábala llega a
ordenar el llanto en etapas, confiriendo distinto sentido según la temporalidad del mismo. A veces,
el llanto está destinado a conmover; es decir que promueve lágrimas en lo alto (!!). En un típico
funeral español se fuerza el llanto para otros “propósitos”. En un juicio con gitanos, el rapto alcanza
cotas de paroxismo insuperables. Hay muchas clases de llantos. Pocos tienen valor.

Kafka, tan pudoroso como yo, hablaba de "el mecanismo de lo íntimo" y del llanto como
enunciación. Aristóteles se decanta por la función catártica del llanto. El catolicismo también
sugiere el llanto como herramienta para liberarse de los pecados y la medicina alternativa como
alivio para los órganos vitales. Kierkegaard entiende el llanto cristiano como una prolongación de la
idealidad absoluta de su seriedad, en la que no habría nada de cómico, porque dicha seriedad
contempla al hombre siempre bajo el aspecto ético y, por consiguiente, no encuentra motivo alguno
de risa, sino de llanto. Pero todo eso son citas.

En mi observación no encuentro mucho interés en el llanto público. Yo intento encontrar una clave
perdurable. Y quiero para ello presentar unos ejemplos de los cientos que me han llamado la
atención en los últimos meses de montaña rusa.

a) Muchos ancianos en sus últimos días se hacen muy llorones con cualquier cosa. Hace unos días
estuve ayudando en un acto de una emisora de radio en un cine, y una cantante hizo sollozar a todo
el público con Suspiros de España. Yo pensé que todos eran abueletes cuyo llanto era de fin de
fiesta, de melancolía, de canto del cisne. Pensé que se trataba de gente que identificaba sus ciclos
cumplidos.

b) A los pocos días, leí como Juan Manuel de Prada glosaba generosamente un documental: La
ultima cima. Me fui a verlo. La audiencia era nuevamente gente mayor. Y también lloraban mucho.
Yo me resistía, porque los cineastas españoles somos así. Se homenajea a un sacerdote joven y
brillante, bastante gracioso, doctor en filosofía, que muere bien joven. Mantuve la distancia
emocional aunque con gran esfuerzo cuando el padre ejemplar cuenta como su difunto hijo, recién
ordenado sacerdote y con gran tranquilidad, le dijo «yo ya no me pertenezco». Pero el público
lloraba por el dolor que representaba la perdida de un hombre ejemplar, en un acto casi de rebelión
contra lo que percibían como una injusticia.

c) El siguiente caso es de la pasada semana, en la calle, cuando vi a un grupo de minusválidos


capitaneado por mi amiguete Mendieta (Mendi), un síndrome de Down al que mi hermano dio
catequesis. Estas personan suelen ser bastante divertidas hasta la adolescencia y pierden gran parte
de la alegría según envejecen. Andaban agrupados con esa tristeza propia de los seres temerosos, y
varios transitaban apoyándose entre si, con la dificultad del tullido veterano, derrotado por el tiempo
y su tara. Fui con mi hermano a saludar a Mendi pero vi que no nos reconocía, y durante unos
segundos eternos, todos nos miraron atemorizados, componiendo un cuadro desolador, de personas
que parecían avergonzadas de existir, de molestar por su presencia en el mundo. Mi hermano tuvo
que tragar mucha saliva para no ponerse a llorar.

d) Otra episodio tiene lugar en un cole americano. Es en una lectura que realizan los niños de un
clásico allí desde 1964: The giving tree (El árbol que da) de Sheldon Allan "Shel" Silverstein. Un
historia de amistad entre un árbol y un niño, que generó controversia entre la progresia intelectual
yankee, al mostrar un perfil descarnado de la infancia que puede resultar traumático. El árbol es un
donante desinteresado que da todo al crio (sombra, hojas, ramas) y el niño es cada vez mas
codicioso e insatisfecho. Contiene mensajes bien crueles. El niño siempre usa el verbo quiero y,
cuando ya es un mozalbete, abandona el parque dejando al pobre árbol convertido en un simple
muñón seco. Años después el niño regresa, ya hecho un hombre viejo. El árbol le dice "no tengo
nada más que darte". El antes niño le contesta: solo necesito (cambia el verbo por fin) es un lugar
tranquilo para sentarse y descansar hasta que llegue la muerte. El árbol accede. Ese “no tengo nada
mas que darte” abrió las espitas del llanto. Muchos padres, esos de los ingenuos que ahora
gobiernan países, criticaban el retrato despiadado del infante voraz. Los niños lloraban... por el
árbol.

Podrían exponerse mas casos en torno a la fenomenología del llanto pero sería inacabable. En todos
estos momentos, de una fuerza emocional enorme, yo permanecí bien alejado de las sensaciones y,
desde mi atalaya intelectual, juzgaba esas manifestaciones, prima facie, como menores,
prescindibles. No deseaba entrar en el territorio de su inmanencia, en el que el llanto de calidad, el
que interesa, impone reglas que te desposeen de la lógica de lo ordinario. Cuando uno llora, por
cualquiera de las situaciones expuestas, se desnuda de excusas, de peros y porqués. Se pisan
territorios esenciales.

Las lágrimas que me interesan son distintas de aquellas que tienen reglas conocidas, tiempos
propios y protocolos. El cronograma del llanto vulgar nos dice que puedes llorar hasta quedar seco
por un ser cercano o una causa concreta, pero solo durante un cierto periodo de tiempo. Exceder de
cierta temporalidad te coloca en el territorio de lo extemporaneo, de lo excesivo, de lo demente: “el
duelo tiene un plazo mientras que si se trata de un fin superior, la continuidad del llanto no tiene un
valor criticable”, dice Tom Lutz.

En cualquiera de las circunstancias descritas, cuando pasan los días y escuchas de nuevo los
testimonios y repasas los fundamentos que convocaron esas lágrimas, puede reproducirse el rapto
de nuevo, pero solo si se trata de llanto verdadero. Oscar Wilde escribió en El príncipe feliz, las
historia de una estatua con lágrimas pétreas, y logra conmover a todos. Tom Lutz nos revela que su
moraleja nos conduce al corazón de las lágrimas. El secreto de las lágrimas del príncipe es que en
vida nunca había llorado; llora como estatua cuando desde lo alto contempla la miseria del mundo.
Y se plantea otra cuestión; sin secreto, la emisión de las lágrimas petrificadas puede carecer de
motivación. Se escucha decir: no sé por qué lloro. La búsqueda de esa moraleja en la lágrima es la
búsqueda de la verdad de uno mismo.

Cuando escuché, a miles de kilómetros de Madrid, las palabras grabadas de los asistentes al
programa de radio, desconectado del espacio físico, de condicionamientos emocionales, vuelvo a
sentir la llamada del llanto. Y ya no sentía que se trataba de un acto de grosera melancolía. Las
palabras de los asistentes solo mostraban gratitud, limpia y cristalina. No iban contra nada ni
nadie y, en este detalle, se reconocía el poder de esas verdades que dan cuerpo y origen a valores
perdurables, a veces durante milenios. Valores sin contrarios.

Cuando recuerdo a los niños emocionados por el árbol generoso, vuelven las lagrimas de un espacio
ignoto, recién descubierto por ese contacto sutil, diamantino, con algo verdadero. Los niños, sin
contaminación previa, dan lecciones imposibles a unos padres que si están traumatizados por la
prisión racional y hedonista en que pretenden convertir la existencia. Padres que niegan la
imperfección de las relaciones, lo triste que muchas veces debe ser la vida, y el proceso educativo
que se gesta con los actos fallidos.

Puedo decir que los ancianos que lloraban al cura fallecido simplemente daban homenaje a un
tiempo pretérito que saben prescrito para siempre, inhábil para futuras generaciones, con códigos
aniquilados que ellos consideraban genuinos, por los que dieron muchos vidas enteras. Pero lo
importante es percibir que para ellos son valores verdaderos, pilares sobre los que edificar este
tiempo y el post-morten. Sin asalto a una verdad no existe llanto verdadero.

Cuando veo al síndrome de Down mirarme desvalido, acurrucado a su grupo, esperando lo peor de
mi intromisión, de mi acercamiento, siento una sensación grosera de vergüenza al ver a un ser
inocente que, en mi ciudad, pueda sentirse amenazado por una presencia extraña. Recuerdo aún
aquel título, Hijos de un Dios menor. ¿Quien es menor? Las lágrimas aquí tienen mas sentido que
en ningún otro caso. Nacen de una verdad que trasciende ideas, tiempos y espacios. La lágrima se
hermana, en primer término y de una forma mas primitiva, con la tragedia de encontrar a un ser
indefenso pero luego, sobre todo, con una intuición muy poderosa en la que encuentras el sentido de
una existencia. Son seres concebidos con una misión que yo nunca podré desempeñar de forma tan
perfecta, anónima, impecable. Han nacido solo para hacerme mejor. Es una información
confidencial...

Dicen muchos científicos que lo verdadero escasea. Lo que vemos, oímos, olemos o palpamos,
toma cuerpo en nuestra mente tras esos segundos de percepción previa, pero el conjunto nace de
información almacenada en el cerebro, que rellena los huecos. Incluso, la memoria falsea datos.
Vivimos sosteniéndonos en información ya desfasada, y jugamos la vida como un partido en falso
directo. Encontrar realidad genuina es, necesariamente milagroso. Existen pocos vehículos para
recibir la verdad que mas importa, desprovista de intereses, vanidad, amor por el conocimiento,
pasión, ambición. Entre esos vehículos tengo mis predilectos. Está el amor puro, bien extraño. Están
los niños, cada vez mas mayores. Está el humor. Están los moribundos y los locos. Estos me caen
muy bien. Y están, sobre todo, las lágrimas.

“Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.”

Evangelio de San Lucas (Lc 6,20-26)

“Hay una idea extraña de que el llanto sea invención de la divinidad


y la risa en cambio una invención diabólica.”
Diario de Kierkegaard.

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