Beruflich Dokumente
Kultur Dokumente
El encuentro
¿Se puede ser un aspirante a la felicidad siendo más bien un asistente aplicado
de la tragedia? ¿Se puede engañar y embaucar constantemente a la verdad,
para ser un torpe y voluntario invento pérfido y sin gracia?
Sí se puede, y lo compruebo día a día, lo veo aquí y allá. Pero sí tuviera que
encarnar aquello que veo cada mañana en sólo una persona, esa desgraciada
alma sería la de Flora Carbalho.
Fueron pues, las playas de Santa Guadalupe del Embarcadero, escenario teatral
de sus primeros arrebatos adolescentes: furtivos marinos, hijos de familias notables
(y no tan notables), deportistas y pequeños escritores quienes incendiaron por
primera vez las praderas inmaculadas de su morena piel.
Curiosa e intuitiva, supo ser buena amante de sus amamantes. Fue una brillante
amante. Fue mi amante. Y sí que lo fue. Y aún lo es. Lo sigue siendo. Hasta
cuando me escribe dejándome cartas con mensajes subrepticios, por debajo de
mi puerta.
Aquella vez, subí a tomar un trago con mi viejo amigo, Elton, quien vivía en playa
Hernoza, aunque no en la el área residencial, sino más bien cerca del barrio de
pescadores. Nos ubicamos cerca de la mesa familiar de Flora con el ánimo de
tener una vista privilegiada a la playa y al mar.
Sólo treinta segundos luego de bajar al primer piso del local, donde funcionaba
una pequeña bodega, bajó Flora. Nos miramos e inmediatamente después que
ella pidiera unas galletas me presenté sin más.
– Soy Antonieto, ¿Cómo estás? - Dije de forma apurada.
– Me llamo Flora – me respondió sonriendo.
Fue una presentación, que en realidad parecía protocolar, por el sólo hecho de
seguir una formalidad social, un ritual administrativo simple que nos abriría las
puertas al presentimiento de una aventura. Ambos teníamos claro lo que
queríamos del otro.
En ese momento olvide que tenía a mi amigo esperando arriba, y me dejé llevar
por mis malsanas intenciones liberadas por las cuatro botellas de cerveza que
habíamos tomado.
Flora era una morena, no muy curvilínea aunque muy esmerada en atraer al
genero masculino; a lo mejor esa actitud hizo que desde joven mantuviera
tormentosos y fugaces romances con efebos tropicales acaecidos en la playa en
temporada de verano.
Al acercarnos a la peña rocosa, a unos cincuenta metros del bar, Flora iba
preguntándome si vivía cerca. Le respondí que sólo había ido a visitar a un amigo.
Ella volvía a preguntar, en este caso, a qué me dedicaba; le respondí que
estudiaba, aunque no en el país; sino en Boston. Nuevamente, Flora siguió
inquisitiva, mostrando cierto interés en saber más de mi. El ambiente se iba
rodeando mucho más de la humedad marina, a medida que nos acercabamos
al mar.
La brisa hacía natural binomio con rumor de las olas, y nuevamente recordé a
Morgana y nuestros paseos, esta vez en la tropical playa de Puerto Madero.
Ya sentados en un de las rocas del rompeolas de la playa, miraba atento el rostro
de Flora, y mientras me hablaba de su vida universitaria sentía que el frío disminuía
la efervescente motivación alcohólica que me invadía, con lo que reparaba en
las imperfecciones del rostro de Flora.
Aquel sería el preludio de una relación que se extendería por unos nueve meses,
hasta hoy que me voy a Boston a encontrarme con mi bella Morgana, dueña
única de mis pasiones.