de horas desperté un tanto confundido e intenté dar a mi mismo una explicación lógica a lo que ocurría. Sentí náuseas. Estaba desorientado, desconcertado y algo absorto, en un extraño lugar que jamás en la vida había visto ni mucho menos imaginado. Había sin embargo, algo más que me inquietaba: nunca supe en qué momento me dormí. No debí haberlo hecho. No habría despertado aquí.
Hacía entonces un frío bestial y la
perspectiva que ofrecía el lugar no era una que pudiese ser considerada como acogedora. Un paisaje lúgubre y desolador adornaba al pálido manto invernal que cubría hasta más allá del horizonte. Ni un solo ruido. Ni un solo murmullo. Ni un solo ápice de vida. Sólo se asomaban, tímidamente, pequeños sotillos – exánimes y carentes de color – que sin embargo, fueron mudos testigos de mi tragedia. Al cabo de unos minutos y luego de singulares cavilaciones, comencé a deambular. No veía más que un blanco, apático y solitario desierto, con unos pocos árboles ya muertos. Unas cuantas y pequeñas elevaciones, embadurnadas de nieve, ornamentaban la gélida planicie; la que a pesar de parecer enorme e infinita me hacía sentir, paradójicamente, acorralado; como si estuviese en una mazmorra de aquellas típicas historias de piratas. Después de una o dos largas – y monótonas – horas de caminata, logré percibir algo de ruido y movimiento. Desgraciadamente, ello no significó nada bueno.
Subí a uno de los montículos e intenté
contemplar lo que a sus pies se gestaba. Parecía ser una multitud de medianas proporciones. Eran unas cien personas, algo primitivas y vestidas con harapos, que participaban de una suerte de ritual de adoración. Frente a ellos, un chamán enmascarado oficiaba la ceremonia al son de extraños cánticos, en un dialecto ininteligible para mí. Tras él, yacía una enorme hoguera que despedía un hedor rancio, acre y putrefacto y que además, incineraba a las víctimas de algún macabro sacrificio.
La pestilencia que emanaba de las llamas
tenía un propósito aún más horroroso. El olor de la sangre abrasándose en la pira resultó ser una suerte de cebo para convocar la presencia del ser bestial al que esta extraña gente rendía culto y así, informarle de la ofrenda del día. La superficie se estremeció y toda la muchedumbre buscó refugio. Dos hombres sin embargo, regresaron con una tercera persona a cuestas – una joven mujer – a quien que dejaron maniatada a merced del monstruo. Hecho esto, volvieron a huir.
La joven que ahí había sido abandonada no
debía tener más de dieciséis años. Era una bella chica de tez blanca y enormes ojos marrones, los que resaltaban aún más a la luz de los mares de lágrimas que brotaban y bañaban sus mejillas. Gritaba enérgicamente e intentaba, inútilmente, librarse de sus amarras. Un llanto agudo y desolador orquestaba el réquiem de la infortunada muchacha. Y nadie parecía inmutarse ante esta dantesca escena.
Luego, pude contemplar al demonio con
claridad. Era un bóvido gigante, un toro colosal de algo más de ocho metros de altura, con una gran protuberancia en el lomo, zarpas como las de un oso, pelaje grisáceo, largo y oscuro, y el semblante de una fiera iracunda. Una gran cabeza y dos largos cuernos coronaban la efigie este gran gayal. El aplastante retumbar de sus pasos sólo era opacado por los sepulcrales lamentos de la joven en aras a inmolar. Y así, serenamente, la bestia comenzó a acercarse a su presa.
Una vez estuvo frente a su víctima, el
monstruo alzó sus patas delanteras y las bajó rápidamente, lo que hizo temblar la superficie. Esto provocó que el cuerpo de la joven se elevara lo suficiente para que éste le embistiera brutalmente. La chica fue arrojada a unos cien metros, cerca de donde yo estaba. Sus huesos estaban completamente rotos y la expresión de tranquilidad en su rostro contrastaba con los ríos carmesíes que manaban de su humanidad.
En ese momento, preferí mantener la
distancia – algo que cualquiera en su sano juicio habría hecho – pero al percatarme de que la bestia se aproximaba a toda carrera hacia su trofeo, creí más conveniente salir del lugar y alejarme lo más posible. Mientras pensaba en esto, el gran cíbolo devoraba los restos del joven sacrificio y bramaba, en señal de victoria. La multitud rompió el silencio en el que se encontraba y pronto comenzaron a escucharse gritos de adultos y niños, en celebración de la macabra eucaristía que acababa de llevarse a cabo.
Aprovechándome de la euforia colectiva,
intenté correr. Mas el hambre y el cansancio acabaron con las pocas fuerzas que me quedaban. No había avanzado más de quinientos metros cuando fui finalmente abatido por el agotamiento. Para suerte mía – aunque más tarde descubriría que nada de suerte había en ello – hallé una pequeña cueva, escondida entre medio de las pequeñas colinas que tímidamente pintarrajeaban la monotonía del paisaje. Decidí esconderme ahí y tomar un pequeño descanso. En seguida me recosté, cerré los ojos e intenté no pensar en lo que había visto. Talvez cuando despertara, estaría de vuelta en mi habitación o quizás, en una camilla de hospital.
Nunca supe cuánto tiempo dormí; talvez
sólo fueron unos minutos, quizás un par de horas, nunca lo supe, pero me sentí un poco mejor. Sin embargo, seguía en aquel inmundo lugar. Me levanté y, luego, examiné la zona por unos instantes. Descubrí que no era el primer desafortunado en llegar aquí. Y al parecer, mis predecesores no tuvieron más suerte que yo. La expresión de dolor en sus rostros aun permanecía viva. Parecían personas normales. Algunos de ellos estaban mutilados y a medio devorar. Otros simplemente, estaban heridos de muerte. No obstante, todos tenían algo en común: Aún estaban frescos y jugosos. No pasó mucho hasta que descubriera el por qué.
La pequeña caverna resultó ser la entrada a
un enorme complejo subterráneo. Lo que contemplé a continuación fue algo escalofriante: más de un centenar de bóvidos, similares al monstruo que la gente rendía culto – y de mucho menor tamaño que éste – eran alimentados y pastoreados por los mismos feligreses que antes celebraban la muerte de la chica. El panorama era similar al de una granja común y corriente. La diferencia radical – además de su carácter sub-terra – era el forraje utilizado para su propósito: carne humana, fresca y jugosa. Comencé a preguntarme si sería ése el destino que me aguardaba. Nunca o quizás muy pocas veces, había experimentado una repugnancia de esta magnitud; había visto aberraciones en mi vida, pero ninguna le equiparaba a éstas. Cerca de mí, yacía un montículo de medianas proporciones, edificado en base a restos humanos. Me esmeré en acercarme a ese horrible mar de despojos y me preocupé de quedar en buena posición para observar el lugar y de esta manera, analizar detalladamente la geografía de éste. Tenía que conocer la zona en caso de que tuviera que escapar.
Allí estaban las bestias. Les vi alimentarse
como si nunca antes en su vida lo hubiesen hecho. Incluso se atacaban unos con otros, a fin de obtener las vísceras más grandes. Aquellas que morían luchando por la cena, pasaban a ser parte de aquel macabro banquete. Por unos instantes, me sentí ansioso, impaciente y desamparado. Quería salir de ahí. Me dirigí a la entrada de la cueva, mas fuera de ella, el terreno tampoco ofrecía refugio. A continuación, sentí algo de bullicio. La turba que antes celebrara el sacrificio de la joven, se aproximaba a la caverna. Entonaban himnos que supongo, dedicaban a la monstruosidad que adoraban. Esta vez, además, portaban rústicas lanzas de obsidiana y algunos atl atl. Ante la desesperación – y la falta de imaginación – me escabullí en una de las tantas pilas de despojos que habían repartidas. La pestilencia era insoportable, pero era mejor que exponerse a los salvajes y a su gargantúa. Allí me quedé por un rato.
Sin embargo, nunca supe si a causa del
hedor de los cadáveres, del agotamiento o bien por la sobredosis de unas horas antes, me desvanecí. Quizás fue una mezcla de todo eso. Luego y con un gran estruendo, desperté. Me habían descubierto. El mismo chamán que antes dirigía la macabra ceremonia, gritaba iracundo, apuntando su dedo hacia mí. Los restos que antes me cubrían ya no estaban. Supuse que les habían dado un mejor uso. Luego de esto, huí; sugestionado, idiotizado y casi en estado de paranoia. Sólo atiné a correr, aterrado y sin entender bien que ocurría. Lo único que comprendía, era que iban a por mí. Mis ojos iban de un lado a otro, en una infecciosa y crónica psicosis; alertas ante cualquier amenaza. Mis miembros estaban ya agotados y exhaustos, mas no pensé en detenerme. De haberlo hecho, no habría demorado en ser presa de aquella temible abominación y no habría fuerza – humana o sobrehumana – capaz de ayudarme.
Con el correr de los minutos, comencé a ver
todo en cámara lenta. Mi cuerpo se adormeció y perdí control de mis movimientos, como un ebrio la peor de sus borracheras. Mis pasos comenzaron a ser cada vez más calmos y pausados. Me sentía drogado, quizás producto del cóctel que había ingerido antes de llegar acá. El sudor comenzó a helarme la espina y mi respiración se aceleró. Cerré mis ojos e intenté ignorar lo que ocurría. Quería convencerme de que todo esto era parte de una alucinación, producto de los narcóticos, pero en la práctica, sabía que no era así. La multitud iracunda estaba cada vez más cerca. Incluso podía sentir como corrían sobre sus pies descalzos.
Una vez que me hubieron alcanzado,
procedieron a atacar. El primero de ellos se abalanzó sobre mí y me derribó. La fuerza desmedida del impacto hizo que perdiera el control de su arma, la que cayó más cerca de mí que de él. Forcejeé hasta liberarme y luego, me hice con su lanza. Le golpeé el rostro y seguían marcha. Un segundo intentó atacarme. Sin embargo – quizás producto del instinto de supervivencia – reaccioné violentamente. Sin siquiera pensarlo, había atravesado la garganta del salvaje. Al cabo de unos segundos, convulsionaba y se retorcía en la superficie, para luego exhalar su último aliento.
Continué mi carrera, hasta encontrar un sitio
aislado de aquella macabra muchedumbre. Por unos momentos, creí que mi suerte comenzaba a cambiar. Sólo faltaba encontrar una manera de salir de este infierno glacial. Poco me importaba ya el frío abrumador, la constante pestilencia o la triste desolación en la que se hallaba el lugar. En lo único que pensaba, era en salir de allí. Recuerdo que sólo hace unas horas, intentaba acabar con mi vida. Ahora, sólo pensaba en hallar una manera para sobrevivir. Qué ironía.
Aunque había perdido la noción del tiempo,
sabía que ya habían pasado varias horas desde que llegué a esta tierra maldita. Me refugié, momentáneamente, en la cima de una tímida colina. Pensé que así tendría una vista panorámica y sigilosa del área. Fue en vano: al cabo de unos minutos, sentí las voces y los pasos de los nativos acercándose. Esta vez, pronunciaban un peculiar vocablo, “Kussarikku”, mientras se avecinaban. Supongo que así le llamaban a su dios-bestia. Eran más de una treintena, pero lo que en realidad llamó mi atención, fue que venían en compañía – quizás unos diez – de algunos de los monstruos que tenían en su granja subterránea.
Estaba rodeado. Era sólo cuestión de tiempo
antes de que llegaran donde me guarecía, al tope de la pequeña elevación. Al parecer, ésta era de transito recurrente, puesto que estaba llena de excrementos que, supongo, eran de los pequeños demonios que se acercaban. El frío comenzaba a hacerse más inclemente, la pestilencia se había apoderado del lugar y ya no me quedaban muchas energías. Me senté, resignado, a esperar mi destino. A medida que pasaban – muy lentamente – los minutos, los cánticos a Kussarikku se hacían más notorios.
Cuando ya hubieron llegado, algunas de las
bestias se aproximaron a mi humanidad, con la mirada fija y rodeándome hasta cerrar el paso. Ya casi podía respirar el sarcasmo en el aire, así como veía los cielos desmoronarse sobre mí. Y no podía detenerlo ni con todas mis fuerzas ni con todo mi orgullo. Aquellos engendros que ya estaban a mi lado me olisqueaban y relamían, como si estuviesen tanteando y evaluando el menú de la cena. Sin embargo, algo peor que eso parecía acercarse: la superficie comenzaba a estremecerse otra vez. Era Kussarikku.
Lo primero que hicieron fue maniatarme en
el piso. Más adelante, el demonio haría conmigo lo mismo que hizo con la joven que había sido víctima de su voracidad unas cuantas horas antes. La diferencia, sin embargo, radicaba en el silencio. No quise gritar. En ese momento, nada me importó. Sólo sentía vergüenza. Vergüenza por haber elegido el camino más fácil para salir de los problemas. Vergüenza por haberlo dado todo por perdido y ahogarme, solitario, en mis lágrimas. Vergüenza porque hice saber a todo el mundo lo patético que era. Pero ya poco importaba en ese momento.
Finalmente, pude ver de cerca el rostro de
mi verdugo. Me observaba padecer y, sin saberlo, fue testigo de cómo me entregué de lleno al abrazo de la locura, en cuyo regazo planeaba yacer por toda la eternidad. En seguida, sentí la brutal embestida. Mi osamenta estaba totalmente destruida. La sangre brotaba por cada orificio y mi último recuerdo, fue contemplar la imponente efigie del colosal bégimo bramando, nuevamente, en señal de victoria. Irónicamente, yacía sobre una pila de estiércol; “mierda eres y a la mierda volverás”.
La Política Por Dentro. Cambios y Continuidades en Las Organizaciones Políticas de Los Países Andinos - Rafael Roncagliolo y Carlos Meléndez (Editores)