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interpretamos
Jorge Fábrega
Querido Profesor (Gary) Becker, desde que usted publicó Crime and Punishment en
1968, los economistas hemos aplicado sus ideas para entender la racionalidad del
comportamiento criminal. A quién nos pregunte le decimos que para reducir la
delincuencia debemos disminuir los beneficios y aumentar los costos que percibe el
individuo que considera la opción de delinquir. Pero cuando usted nos enseñó que había
que “aumentar el costo percibido de delinquir” nosotros entendimos que eso sólo podía
significar “imponer penas más altas para los mismos delitos” ¿Era lógico, no? (mal que
mal usted fue bastante explícito al respecto). Todo cuadraba: con penas más altas, el
beneficio neto de cometer crímenes disminuiría.
Le prometo que creíamos de verdad estar haciendo lo correcto al decirles a los políticos
que podían prometer “mano dura” a destajo porque esa era la política pública más
eficiente en materia de seguridad ciudadana. Eso creíamos.
Y ya ve usted. Nos hicieron caso y ahora tenemos las cárceles sobrepobladas con
reclusos que, en su mayoría, cumplen penas efectivas y no simplemente están allí
mientras esperan sentencia. Cada uno de ellos le cuesta al Estado $300 mil mensuales
según la estimación más conservadora y eso que están en condiciones de hacinamiento.
El escenario es que por más que invertimos en combatir el delito y sobrepoblamos las
cárceles, la reincidencia no declina y los niveles de inseguridad ciudadana se mantienen
relativamente estables. Algo no está funcionando, pero ¿cómo íbamos a imaginar que el
aumento de penas no iba a ser siempre un desincentivo eficaz contra el delito?
También hicimos caso omiso a quienes advirtieron que la cárcel también es un sistema
donde se aprende. Se aprenden los códigos de conducta, los lenguajes y las
cosmovisiones del mundo criminal. Por eso, por ejemplo, en algunos círculos una breve
temporada en la cárcel es un certificado de hombría (un beneficio, más que un costo).
Tampoco le dimos suficiente importancia al hecho que la mayoría de los delitos los
comenten pequeños grupos que viven relativamente cerca unos de otros en vecindarios
donde suelen funcionar otras reglas distintas a las del Estado. Y por ende zonas que
requieren de políticas más integrales para ser efectivas.
No contentos con eso, no escuchamos a los que nos decían que algunos grupos no
perciben como delito lo que para nosotros obviamente lo es. Por eso, ¿para qué íbamos
a introducir penas alternativas a la cárcel a delitos menores con el objeto de modificar
las conductas y prevenir el escalamiento en el crimen? ¡No!, son criminales,
pensábamos: ¡a la cárcel directo por piratear películas!
La verdad, no se nos pasó por la mente que era más efectiva la acción preventiva y
disuasoria temprana con pequeñas dosis de castigo no privativos de libertad que la
amenaza de un castigo único, definitivo y ejemplarizador. Es que el modelo estaba
clarito: la prisión significaba un costo más alto que penas alternativas a la cárcel. Por
eso, las penas alternativas necesariamente debían ser menos disuasorias, signos de
debilidad de la autoridad e ineficaces. Eso creíamos.
Pero sabe qué profesor, todavía algunos piensan que la mano dura no ha sido
suficientemente dura. Costos son costos, dicen, y si no han funcionado las actuales
penas de cárcel hay que aumentarlas y extenderlas a otros delitos. Aún más.
Perdón, profesor, pero lo mal interpretamos. Usted fue claro, nos dijo que lo importante
era el costo percibido por el delincuente y no lo que nosotros creíamos que era un costo
para él. Pero ¿quién iba a pensar que el delincuente iba a percibir algo distinto que
nosotros? ¿Quién se hubiese puesto en ese escenario si el modelo estaba tan claro? Era
como para equivocarse, ¿o no profe?