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ENSAYOS SOBRE

HISTORIA DE
COLOMBIA
José Fernando Ocampo

Manizales, la Colonización Antioqueña y


las Guerras Civiles de 1860 y 1876
Manizales fue escenario de dos guerras civiles en el siglo pasado, la de 1860 y la de
1876. En las dos Manizales jugó un papel determinante. Para la guerra del 60 Manizales
era una villa apenas recién fundada. Para la guerra del 76, tenía ya el empuje de una
ciudad de 12.000 habitantes. Las reflexiones que voy a desarrollar en esta ponencia
obedecen a una serie de inquietudes sobre la colonización antioqueña que me vienen
intrigando de hace tiempo y sobre las cuales no tengo tesis definitivas. Se trata de
buscar una luz sobre el carácter político de la colonización antioqueña en esta región,
convertida en un sitio estratégico para las luchas trascendentales que definieron tanta
historia en el siglo pasado.

Me he preguntado por qué los manizaleños recién surgidos a la historia nacional


apoyaron irrestrictamente a los conservadores en las dos guerras. ¿Qué relación hubo
entre los conflictos de la colonización y el alineamiento político de los nuevos colonos?
¿A qué se debió que pesaran tanto las concepciones religiosas de los nuevos colonos y
que la guerra del 76 se convirtiera en una guerra de tan profundo sentido religioso
precisamente en Manizales? ¿Qué intereses económicos definieron el alinderamiento
temprano de los colonos manizaleños con las fuerzas nacionales que apoyaron el
gobierno de Ospina en el 60 y con las que se levantaron contra los radicales en el 76?

Estas son mis inquietudes principales. En el curso de la ponencia iré refiriéndome a


otras de menor significación. Para mi la historia regional tiene importancia en tanto en
cuanto clarifique el proceso general de la historia del país en su conjunto. Una historia
regional aislada, reducida a contornos puramente locales, puede ser muy interesante por
un prurito de curiosidad intelectual o por una necesidad de identidad regionalista que se
ha puesto de moda, pero poco contribuye al esclarecimiento de la historia nacional.

Fue Otto Morales Benítez el que primero señaló, aunque un poco tímidamente, la
importancia de Manizales en estos dos acontecimientos trascendentales para la historia
de Colombia. Dice Otto:

«Hay dos acontecimientos que tienen vital importancia en la vida de Manizales. Son
ellos las guerras de 1860 y de 1876, que tuvieron actos culminantes en la aldea
incipiente. Y el alcance de ellos, radica, en sus ulteriores desarrollos, en el pensamiento
político colombiano. Lo que une indefectiblemente a Manizales los episodios de la
República de la mayor resonancia ideológica. Allá, pues, se gestaron grandes
transformaciones, a través de dos guerras. Quizás algunos hallen ligeramente optimista
nuestro juicio, pero las conclusiones nos favorecen en el balance final» .

MANIZALES Y LA GUERRA DEL 60

El 29 de agosto de 1860 el General Tomás Cipriano de Mosquera firmaba el armisticio


de la Esponsión de Manizales en un lugar llamado El Carretero con los Generales
conservadores Joaquín Posada Gutiérrez y Braulio Henao. El nombre caprichoso de
Esponsión con que se denominó aquel pacto, acordado como un «pacto entre las partes»
dio nombre a la principal calle de Manizales, la carrera 23. Mediante este convenio el
General Mosquera adquiría tres compromisos: a) suspender las hostilidades contra el
gobierno general; b) revocar el decreto de separación del Estado del Cauca, del que era
gobernador, de la Confederación Granadina, para someterse al gobierno general; y c)
devolver los bienes y armas pertenecientes al gobierno general. Por su parte, los
generales del gobierno de Ospina se comprometían a que el gobierno general otorgaría
una amnistía en favor de todos aquellos que hubieran estado implicados en el
movimiento del Cauca.

Mosquera se habla sublevado contra el gobierno nacional, había decretado la separación


de la Confederación, se había aliado con el gobierno del Estado de Bolívar contra el
gobierno federal y se había lanzado a una guerra civil. Cada bando se aferra a su versión
sobre las causas que desencadenaron esta guerra. Cierta confusión histórica puede
persistir dado de que no se había operado en el país todavía una división lo
suficientemente tajante entre liberales y conservadores, la cual acabaría por definirse
claramente al finalizar esta contienda. Todavía en vísperas del conflicto algunos
conservadores abrigaban esperanzas de que Mosquera no se uniera a los liberales. Pero
en una respuesta a José María Samper sobre su trayectoria política Mosquera no deja
ninguna sombra de duda. Relata el general lo que le había sucedido en 1850:

Uno de los hombres distinguidos del partido conservador fue en comisión cerca de mi a
proponerme que encabezara la reacción del partido popular, como se denominaban
entonces los conservadores, y le contesté que yo no perdía mi alta posición social,
presentándome como caudillo de un partido a que yo nunca había pertenecido .

Protesta en seguida contra Samper cuando lo acusa de haberse unido a liberales antiguos
enemigos suyos que lo habían llamado ahora para dirigir la guerra contra Ospina y
afirma: «habían sido siempre mis amigos personales y políticos, porque ellos conocían
mis principios liberales» .

De todas maneras, Ospina buscaba consolidar el poder para los conservadores, después
de que en unión de los liberales y del mismo Mosquera habían tumbado el gobierno
militar de Meto. Sin más detalles, podemos decir que, sobre esta base y sobre una serie
de enfrentamientos alrededor de la práctica de la Constitución de 1858, Mosquera se
rebeló contra Ospina y le declaró la guerra. Mosquera justifica así su decisión de separar
el Cauca de la Confederación:

«El Cauca estaba próximo a ser invadido por fuerzas de Antioquia y en la Provincia de
Popayán se preparaba una revolución, y otra en las de Palmira y Quindío. Fuéme
necesario ponerme al frente de la reacción contrarrevolucionaria, y di el decreto de 8 de
mayo de 1860 separando al Estado del Cauca provisionalmente de la Confederación
Granadina» .

Esta invasión se preparaba en Manizales. Allí se habían concentrado importantes jefes


conservadores de Antioquia además de los generales Posada y Henao, entre los que se
contaban Elíseo Arbeláez y Marceliano Vélez. Todos ellos más las personalidades del
pueblo, habían conformado un Concejo en apoyo del gobierno central. Mosquera había
esperado que Antioquia invadiera el Cauca, como ya lo hablan hecho las fuerzas
gubernamentales desde el Hulla al mando del general Joaquín París. El primer
encuentro entre las fuerzas caucanas y antioqueñas fue en Santa Rosa de Cabal en el
Alto de las Guacas y en la quebrada Italia, territorio perteneciente al Estado del Cauca.
Mosquera derrotó a los antioqueños y se dirigió contra Manizales. Instaló su ejército en
Villa María. Así lo cuenta Mosquera:

«El 25 de agosto ocupó el ejército del Cauca la aldea de María con tambor batiente y
banderas desplegadas, e inmediatamente escribí al general Enao (sic) invitándolo a una
conferencia: mandé cubrir la línea del río Chinchiná, para recibir el ataque que se me
pudiera hacer; y desde las alturas del Roble reconocí con un anteojo las posiciones
enemigas, en que se construían trincheras a las entradas de la ciudad, y me persuadí de
que su plan era estar a la defensiva» .

El 26 Mosquera llama a los generales conservadores pertrechados en Manizales a


parlamentar. Los generales acceden a firmar una Esponsión, pero sometiéndola al
referendo del Concejo militar establecido en el pueblo. La propuesta de Mosquera se
considera inaceptable, porque significa reconocerlo como jefe supremo del Estado del
Cauca y como militar en ejercicio de la Confederación, dignidades de las cuales había
sido despojado por el Presidente Ospina. Entonces Mosquera se acerca a Manizales por
el norte pasando el río Chinchiná por un puente construido durante la noche. Según
Mosquera, por un error del coronel Zúñiga, su ejército atacó a los conservadores y se
inició una batalla. Y continúa Mosquera:

«Llegada la noche se iluminó completamente la ciudad de Manizales, lo cual me hizo


conocer que el enemigo temía un asalto en esa noche; entonces mandé venir doscientos
lanceros de María, para que pie a tierra, con una fuerza de infantería, diéramos un asalto
a las primeras trincheras, bajo el amparo de una lluvia fuerte que se anunciaba. En
medio del combate recibí un posta de Bogotá con el parte detallado del desgraciado
suceso del Oratorio; y como no pude dar el asalto en la noche, resolví que a la
madrugada se mandara un parlamento para reanudar las negociaciones» .

¿Por qué Mosquera busca un armisticio? Los conservadores presentan la versión de que
el general estaba siendo derrotado esa noche del 28 de agosto. Lo que no queda claro es
por qué Mosquera habla buscado las conversaciones desde que llegó a Villa María el
26. Su versión es diferente. Según él, la primera entrevista la propicia para conocer la
situación del enemigo y establecer unas reglas del juego para la guerra. Pero lo que
definió la posición de Mosquera para solicitar la segunda entrevista fueron las noticias
de Santander, en donde los liberales habían sufrido tres derrotas, en Galán, en
Jaboncillos y en el Oratorio, en donde había sido apresado el gobernador y todo su
gabinete. En estas condiciones sus planes de seguir hacia Bogotá resultaban inciertos.
Firmada la Esponsión, el ejército del Cauca se retira a Cartago y las fuerzas
conservadoras se instalan en Salamina, aguardando la decisión del Presidente Ospina
sobre el acuerdo. Sin embargo, todo se precipita rápidamente. Los conservadores en
Bogotá se rebelan contra el armisticio de Manizales. Los generales Posada Gutiérrez y
Henao vuelven a ocupar el pueblo. En el sur los liberales sufren derrota tras derrota.
Ospina no acepta la Esponsión. La candidatura del general Herrán es cambiada por la de
Julio Arboleda, considerado como un conservador doctrinario. El general París hace
caso omiso de lo pactado y ataca los ejércitos de Mosquera en el Huila. Entonces
Mosquera se proclama Presidente Provisorio de la Nueva Granada y Supremo Director
de la Guerra, se pone en comunicación con los generales Santos Gutiérrez y Gabriel
Reyes en Santander y decide atacar a Bogotá.

Después del rechazo hecho por Ospina de la Esponsión de Manizales, Mosquera logra
unificar las fuerzas liberales de Santander, Magdalena, Bolívar y Cauca contra el
gobierno general. Con él se Integran a la guerra José Hilario López, José María Obando,
Juan José Nieto y Santos Gutiérrez, prohombres del liberalismo. En una carta a su yerno
el general Pedro Alcántara Herrán con quien acababa de hacer las paces, Mosquera
escribe:

«Yo no he desconocido a los altos poderes ni al Gobernador de Cundinamarca, sino


después que han usurpado la soberanía nacional y declarádose por tanto
revolucionarios. Sin embargo, los reconozco como gobiernos de hecho y beligerantes en
guerra civil... Es posible que yo muera en la batalla que debe dar término a esta guerra,
porque estoy resuelto a combatir sin tregua... A mí no me resta más en esta Patria que
vencer o morir con gloria en defensa de la libertad y en sostenimiento de la constitución
que firmé como presidente del Congreso» .

Después de seis meses de guerra, el general Mosquera tomó a Bogotá el 18 de Julio de


1861. Aunque el enfrentamiento entre liberales y conservadores no había comenzado en
Manizales, es indudable que el punto culminante y definitorio de la guerra lo constituyó
la Esponsión firmada en el pueblo. Primero, los términos del armisticio planteaban los
problemas sustanciales que estaban en juego, ya que el reconocimiento por el gobierno
general de la soberanía del Estado del Cauca significaba la aceptación de las reglas del
juego establecidas en la Constitución de 1858 y no las impuestas por el gobierno central
de Mariano Ospina Rodríguez. Para los liberales, apenas en proceso de cohesionamiento
se trataba de un principio de práctica política de vida o muerte. Las concesiones hechas
por Mosquera a los generales Posada y Henao no eran más que el regreso al statu quo
original antes de la guerra, o sea, al de la Confederación en el momento de constituirse
y, por tanto, no significaban ninguna renuncia importante por parte de Mosquera.
Segundo, el silencio, primero, y el rechazo, después, por parte del Presidente Ospina
conducía a un enfrentamiento inevitable con los liberales y produciría una unificación
de sus fuerzas hasta entonces dispersas. Ospina subestimó las fuerzas de Mosquera y su
capacidad estratégica y, en lugar de llegar a un acuerdo con él, le lanzó el reto definitivo
con aquella orden perentoria: Cójase vivo o muerto al revolucionario Tomás Mosquera.
La no aceptación de la Esponsión se convirtió, pues, en el principio de la derrota de los
conservadores en la guerra de 1860.

Considero que casi todas las guerras civiles del siglo XIX en Colombia tuvieron una
trascendencia política o social de gran envergadura. Pero, tal vez, las más importantes
de todas fueron las guerras que nos ocupan, la de 1860 y la de 1876. La guerra de 1860
condujo al segundo gobierno de Mosquera, a la desamortización de bienes de manos
muertas, a la separación de la Iglesia y el Estado y a la Constitución de Rionegro. De
estos cuatro acontecimientos el de mayor significación para la historia del país es el de
la desamortización de bienes de manos muertas. No lo es sólo por haber sido el intento
de reforma agraria de mayor alcance hecho hasta hoy en el país, sino por haber definido
de una vez por todas la línea ideológica, política y económica entre los dos partidos
tradicionales de Colombia, por lo menos, durante el siglo XIX.

Resulta indispensable caracterizar brevemente la desamortización de bienes de manos


muertas para poder medir las repercusiones de esta reforma. En primer lugar, la
desamortización rompió el monopolio económico de la Iglesia. En segundo lugar, liberó
la tierra para el mercado libre, ofreciendo la posibilidad de una repartición de la tierra
como condición indispensable del desarrollo económico del país. En tercer lugar,
definió en la práctica las atribuciones del Estado frente al problema de la propiedad
privada de la tierra, estableciendo condiciones políticas para una ampliación de la
reforma agraria a todo el régimen terrateniente imperante en el país. En cuarto lugar,
Impuso la supremacía del poder civil sobre el eclesiástico, obligando a la Iglesia a
someterse a las leyes del Estado y eliminando de una vez por todas la supremacía del
régimen eclesiástico. En quinto lugar, condujo indefectiblemente a la separación de la
Iglesia y el Estado, considerada como una de las reivindicaciones de la revolución
democrático burguesa mundial.

Mosquera tuvo que escribirle al Papa Pió IX, explicándole el carácter de las medidas,
ante la rebelión generalizada del clero colombiano. Pero Pió IX era el menos indicado
para comprender la revolución democrática, cuyo desarrollo económico y social se
estaba gestando en ese momento en nuestro país. La disolución de los estados
pontificios, el conflicto con el estado italiano, el avance del liberalismo revolucionario,
lo condujeron a tomar a ultranza la defensa de los privilegios medievales de la Iglesia.
Mosquera le explicaba así la situación en la carta trascendental del 15 de enero de 1862:

«... He dictado el decreto de Tuición para proteger a los Colombianos en el libre


ejercicio de su culto, y no permitir que se hagan cargo de las Iglesias Episcopales y
parroquiales aquellos individuos que se mezclan en la política para perturbar la paz
pública... El Gobierno de Colombia no pretende, ni sus actuales Magistrados que somos
católicos, podemos desear otra cosa sino que se conserve la unidad de la Iglesia sin
intervención del Poder Público, pero al mismo tiempo exigimos que los eclesiásticos no
se mezclen en la cosa pública porque es desnaturalizar una institución divina haciéndola
depender del triunfo de un partido político, que no quiere sino el pretexto de llamarse
defensor de la religión, para apoderarse del Gobierno y tener por instrumentos a los
Obispos y sacerdotes, con lo cual no sucederá otra cosa que escandalizar al mundo y
hacer de la institución divina un elemento de gobierno... El Gobierno reconoce la
máxima de que en una Nación Libre e independiente la Iglesia debe ser igualmente libre
e independiente» .

Si Roma no se hubiera empeñado en una posición intransigente con relación a la


revolución liberal y hubiera, así, inducido al clero colombiano a obedecerla, la historia
de Colombia hubiera sido muy diferente. Porque de la ley de desamortización se
derivaron cuatro luchas de distinto carácter; Una fue la lucha entre la Iglesia y el Estado
por la supremacía del poder. Otra fue el enfrentamiento entre el Partido Liberal y el
Partido Conservador, cada uno de los cuales definió nítidamente la afiliación de los
colombianos y obligó al país a decidir su posición ideológica y política. Además, la
pugna de comerciantes y terratenientes por apoderarse de las tierras desamortizadas en
contra de la política del Estado y en contra de la corriente más avanzada que forcejeaba
por adelantar una reforma agraria democrática. Y por último, la soterrada guerra de los
terratenientes, unidos al clero y a la Iglesia, por defender sus intereses monopolistas
sobre la tierra, convertida en la riqueza fundamental del país, origen y base del poder
social.

Fue la desamortización de bienes de manos muertas, decretada el 9 de septiembre de


1861, la que desencadenó estas cuatro luchas. La reforma agraria y la definición de los
poderes entre la Iglesia y el Estado, era una vieja aspiración de los revolucionarios
neogranadinos. Las encontramos en Pedro Fermín de Vargas, en Antonio de Narváez e
Ignacio de Pombo, en Antonio Nariño, en Vicente Azuero, en Florentino González y en
muchos otros. Me parece muy difícil entender la historia de Colombia después de 1830,
por lo menos, sin tener en cuenta la lucha de intereses desatada alrededor del problema
de la tierra, que me parece es la piedra de toque de toda interpretación fundamental de
las guerras civiles. Demos un vistazo a lo que pasaba en la colonización antioqueña del
sur durante este período en el problema de la tierra. La importancia trascendental de la
guerra civil de 1860 tiene relación directa con las medidas tomadas por Mosquera en
1861, antes de que se celebrara la Convención de Rionegro. Manizales estuvo en el
centro de ese hito histórico.

LOS CONFLICTOS DE TIERRAS EN LA COLONIZACIÓN ANTIOQUEÑA DE


1850 A 1880

En mi libro sobre Manizales, publicado en 1972, defendí que la colonización antioqueña


en el sur y la fundación de Manizales no habían tenido las características de una novela
rosa. Muchos fueron los que se disgustaron con mi libro. Allí demostré la existencia de
esclavos en la primera expedición y la lucha que se desencadenó por la posesión de la
tierra entre los colonos pobres, los pueblos recién fundados y la sociedad González,
Salazar y Cia., herederos de la familia Aranzazu. El documentado trabajo de Marco
Palacios sobre la formación de la propiedad cafetera y el estudio de Luisa Fernanda
Giraldo sobre la fundación de Manizales, lo dejan más que claro. Ya antes, Otto
Morales había dedicado páginas bien escritas sobre el conflicto de tierras en la
colonización.

En vísperas de la guerra del 60, cuando se vio claro que Manizales era el sitio
estratégico que buscaba Mosquera para defenderse de la invasión antioqueña, Mariano
Ospina Rodríguez terció a favor de los terratenientes viejos y nuevos del pueblo y en
esa forma aseguró su apoyo para la defensa de sus intereses. En efecto, en lugar de
respaldar una resolución de 1856 según la cual Villa María recibía más de 7.500
hectáreas si las declaraba tierras baldías, terció a favor de los terratenientes de
Manizales viejos y nuevos y les entregó esos terrenos .

Desde antes de la fundación de la ciudad, siempre giró el conflicto alrededor de las


tierras de los herederos de Juan de Dios Aranzazu, para el momento de la guerra del 60
organizados en la famosa sociedad González, Salazar y Cia. De ella hacían parte Elías
González, tío materno de Juan de Dios; Luis Gómez Salazar que se había pasado de
defensor de los colonos de Arma a representante de los Aranzazu; Ambrosio Mejía
Villegas, tío de González, y Jorge Gutiérrez de Lara, asesor jurídico de los González y
antiguo gobernador de Antioquia. Esa confrontación venía desde la fundación de
Salamina, había seguido con la de Aranzazu y Neira y se habla vuelto aguda con la
fundación de Manizales. En 1851 y 1853 se había llegado a un acuerdo con la
intervención de José María Plata, Ministro de Hacienda de ese entonces.

El arreglo favorecía a la Compañía y perjudicaba a la mayoría de los colonos. La


conformación de una Junta Calificadora para avaluar los predios que la Compañía debía
vender a los colonos es lo que sella el acuerdo de los terratenientes nuevos de la
colonización con los antiguos terratenientes de origen colonial. De allí surgió también la
Compañía Moreno & Walker que reemplazaría la de González Salazar y se adentraría
en la tercera década de este siglo. Entre 1851 y la determinación de Ospina en vísperas
de la guerra, medió la concesión especial de 1856 a favor de Villa María. Durante ese
período uno de los fundadores de Manizales, Marcelino Palacio intrigó a favor de la
Compañía González, Salazar y Cia. en la determinación de los límites que tenía que
hacer Codazzi. Don Marcelino parece haber logrado que Codazzi cambiara en el mapa
el río Chinchiná por el río Claro y, en esa forma, ganarle 21.000 hectáreas a la
Compañía .

No parece difícil adivinar el terror que embargarla a los viejos y nuevos terratenientes
de Manizales con la amenaza de la proximidad de Mosquera sobre el pueblo y la
perspectiva de que se apoderara de Antioquia, un estado que siempre habla favorecido
sus intereses. No importaban las contradicciones que la Compañía hubiera tenido
anteriormente con algunos curas en Salamina y Aranzazu. Era necesario apoyarse en la
Iglesia. Existían puntos de confluencia ideológicos y económicos. El primer gobierno de
Mosquera había eliminado todos los impuestos que llenaban las arcas de los
eclesiásticos y sus ideas liberales sobre economía aterrorizaban, en general, a los
terratenientes, así no fueran muy explícitas sus intenciones de tomar las medidas que
más adelante pusiera en práctica. Pero para ese entonces los conflictos de Mosquera con
la Iglesia no habían sido pocos. En esa forma la Iglesia serviría de catalizador entre los
terratenientes y los colonos pobres, logrando entre ellos el entendimiento necesario para
oponerse a Mosquera y, más adelante, a los liberales. La Iglesia convencería a los
piadosos colonos antioqueños, todavía dispuestos a sacrificar muchos de sus intereses
económicos antes que entrar en contradicción con sus creencias religiosas.

Palacios distingue cuatro formas de apropiación en la colonización antioqueña: la


titulación de baldíos, las adjudicaciones otorgadas a las colonias de poblamiento, los
traspasos hechos por las compañías latifundistas y las ocupaciones llevadas a cabo por
los campesinos pobres . Su teoría de la colonización consiste en que fue un proceso en
el que interactuaron cuatro tipos de personajes históricos, los colonizadores capitalistas,
los terratenientes ausentistas, los colonos pobres o campesinos en estricto sentido y los
colonos independientes. Y de allí su tesis central formulada en la siguiente forma:

«En buena medida la colonización antioqueña puede estudiarse siguiendo la naturaleza


de los conflictos y de los pactos entre estos agentes de la colonización, que versaron
principalmente sobre la posesión y explotación económica de la tierra» .

Aunque no deja de ser hiperbólico hablar en Colombia de «colonizadores capitalistas»


en plena mitad del siglo XIX, la tesis de Palacios clarifica el punto esencial de la
colonización, la lucha por la tierra. Cuando las primeras expediciones de los colonos
antioquenos llegaron atraídos por los misterios del volcán del Ruiz, por el ganado
salvaje y por la posibilidad de oro, se dieron cuenta de la feracidad de la tierra que
habían descubierto. Y comenzó la colonización del Viejo Caldas y la conquista de la
tierra. Entre 1823 y 1870, período de la colonización antioqueña hacia el Viejo Caldas,
fueron adjudicadas en Antioquia y Caldas 310.996 hectáreas a individuos en fincas de
más de mil hectáreas, con un promedio de 11.518 hectáreas por finca, lo cual no obsta
para que un individuo hubiera logrado más de una adjudicación. Estos datos del libro de
Palacios dejan claro el proceso de formación latifundista de la colonización antioqueña .

Palacios, además, elabora una clasificación de los diferentes tipos de participantes en la


colonización que tiene importancia para nuestro propósito: un grupo de colonos
pudientes que, apoyados por los comerciantes de Medellín, dirigieron la colonización e
impusieron su supremacía económica y política; los terratenientes ausentistas que
habían abandonado sus tierras y no se preocupaban por sus títulos y que iniciaron una
lucha por defender sus privilegios heredados de la colonia; los campesinos
independientes pobres que no empleaban jornaleros ni se empleaban como tales y que
desarrollaban una mentalidad tradicional y conservadora arraigada en el pedazo de tierra
que habían conquistado; y un grupo de colonos independientes no integrados a la
colonización oficial y de cuyas posiciones políticas es difícil saber o presumir.

Me parece que la mayoría de los elementos económicos y sociales de la colonización


antioqueña, por lo menos, hasta los límites del Estado de Antioquia, es decir, hasta el río
Chinchiná, favorecían la política de los conservadores, dada la estructura
predominantemente terrateniente dominante en la región, como se deduce de la
clasificación hecha por Palacios. Por eso, la tesis de Frank Safford sobre la base social
de los partidos políticos colombianos, según la cual las regiones en donde se desarrolló
la colonia se alinearon con el Partido Conservador y las zonas periféricas de la sociedad
colonial se enrolaron con el Partido Liberal, hace crisis precisamente por el caso de
Antioquia y, en concreto, por el caso de la colonización antioqueña una zona
completamente periférica de la colonia y aferrada como pocas al Partido Conservador .

Los liberales siempre se vieron abocados a enfrentar el dilema de tener que romper la
tradición religiosa para lograr la consolidación del estado liberal democrático y el
impulso del capitalismo, por un lado, o conciliar con las raíces católicas de los
campesinos para no perder el apoyo de las masas. No lograron resolver ese dilema. Pero
no fue, como lo defienden la mayoría de los historiadores contemporáneos, por el
sectarismo de los radicales y los excesos de Mosquera, sino precisamente, por lo
contrario, por las vacilaciones y las conciliaciones de los radicales en llevar a cabo la
política patrocinada por Mosquera, es decir, los principios de la supremacía del poder
civil y de la ley, así como los de una política agraria democrática. No eran las ideas
religiosas las que estaban en juego, las cuales no desaparecerían ni se pondrían en
peligro, como no sucedió ni en Europa ni en Estados Unidos, sino el desarrollo
económico del país para beneficio de su población futura lo que realmente contaba
entonces.

Las medidas tomadas en la Convención de Rionegro a favor de los colonos pobres de


Neira, Manizales, Villa María y Santa Rosa de Cabal, no lograron romper la hegemonía
conservadora en esta región. Tampoco lo logró el gobierno liberal de Pascual Bravo en
el Estado de Antioquia después de la Convención de Rionegro. El Estado de Antioquia
siguió siendo un baluarte conservador durante casi todo el tiempo del radicalismo.
Paradójicamente cuando la fiebre nuñista desbarató la hegemonía liberal en 1880 y en
1884 el Estado de Antioquia votó con los radicales en contra de la coalición
conservadora-nuñista y, más adelante, surgió una disidencia conservadora, la de los
históricos, que contribuiría a un intento de rebelión contra la Regeneración. Es muy
posible que, el desarrollo de la economía cafetera hubiera comenzado a tener sus efectos
políticos, como los tuvo indudablemente durante la Regeneración, debido a las medidas
impositivas del gobierno de Caro contra los cafeteros. Pero este análisis sería motivo de
otra reflexión. Esa transformación, de todas maneras, no tocaría de lleno a lo que en el
tiempo de la colonización comprendía la Provincia de Córdova. Tendría que esperar el
liberalismo la década del treinta, en condiciones ya completamente diferentes, para ver
el crecimiento de su votación en Manizales.

LA GUERRA CIVIL DE 1876

El Padre Nazario era párroco de Manizales en 1876. Allí se había formado una división
del ejército de Antioquia que se alistaba para apoyar el ejército conservador del Cauca
declarado en abierta rebeldía contra el gobierno de ese Estado. Los conservadores
habían logrado despertar el fervor partidista para enfrentar a los liberales del Cauca y
para desatar una nueva guerra civil. Se trataba de un fervor religioso, casi místico, de
Cruzada contra los impíos. Por eso el Padre Nazario le iba colocando a cada soldado
que se enrolaba una imagen del Sagrado Corazón, una banda con la leyenda «Dios,
Patria y Libertad» y a cada batallón un nombre religioso como Pió IX y La Inmaculada .

Estos dos nombres eran muy dicientes. Reflejaban el fervor antiliberal que fomentaba el
Papa desde Roma en medio de la última batalla contra la revolución antimonárquica y
antifeudal que dirigía la Iglesia en todo et mundo. Pío IX habla logrado firmar
concordatos con España, Austria y algunos estados alemanes, proclamando la
supremacía de la Iglesia sobre el Estado y el control eclesiástico sobre la educación. En
1864 había publicado el famoso Syllabus, catálogo de todos los errores liberales de la
época, proclamando la superioridad del poder eclesiástico sobre el poder civil. El
Concilio Vaticano I, celebrado en 1869-1870, había ratificado también la condena al
liberalismo. Pío IX era el Papa del ultramontanismo antiliberal y el dogma de la
Inmaculada Concepción, definido por él, simbolizaba su lucha religiosa y política contra
la herejía liberal.

El Estado de Antioquia se venía preparando para esta guerra durante el último


quinquenio. Como la guerra que se veía venir iba a ser, ante todo, un enfrentamiento
con el Estado del Cauca, baluarte del liberalismo, Manizales, frontera con ese estado y
fortaleza considerada inexpugnable desde la guerra del 60, se convertía de nuevo en
centro de la guerra civil. El general Marceliano Vélez tenía su cuartel general en el
pueblo y lo iba a mantener allí hasta el final de la guerra. Las tropas que envió en
auxilio del general Joaquín María Córdoba que comandaba a los conservadores en Los
Chancos entre Tuluá y Buga, no fueron suficientes para darle la victoria. Triunfó el
general Julián Trujillo, director de la guerra del Cauca. Cuenta el general Manuel
Briceño en las memorias de la guerra que los soldados conservadores atacaban las
trincheras al grito de «viva la religión», impregnados de un fanatismo religioso que les
infundía un mesías criollo proclamado así como Jesucristo, que pasaría a la historia
provinciana con el apelativo de Mesías de Los Chancos.

Después de la estrepitosa derrota de los conservadores del Cauca en Los Chancos el 31


de agosto de 1876, el ejército se replegó a Manizales. Profundas divergencias surgieron
en el seno del ejército conservador. Parece ser que Carlos Holguín que empezaba a
jugar un papel determinante en el destino del Partido Conservador por sus relaciones
con Rafael Núñez y que se había incorporado a la guerra, precisamente, en Los
Chancos, logró un acuerdo entre los generales de su ejército . Una de las causas del
enfrentamiento interno era el error cometido por dos batallones que, en el campo de
batalla, se hablan enfrentado entre si sin darse cuenta. Arreglado el conflicto, el general
Vélez quedó como jefe, reorganizó las tropas conservadoras en tres meses y se lanzó en
noviembre sobre Bogotá, trasmontando la cordillera.

Cerca de Mariquita, en un lugar llamado Garrapata, fueron de nuevo derrotados los


conservadores el 22 de noviembre de 1876. El general Vélez vuelve a Manizales y
espera allí el desenlace de la guerra. Pero en ese momento se da un hecho trascendental
que va a determinar la historia de Colombia. Manizales estaba asediada por el sur y por
el oriente. Desde el sur atacaba et general Trujillo, desde el oriente avanzaba el general
Santos Acosta. El general Trujillo se había fortificado en Villa María y el general
Santos Acosta atravesaba la cordillera desde el Tolima. Era indudable que el general
Trujillo con el refuerzo recibido desde Cundinamarca por el general Aldana, tenía
condiciones para apoderarse de Manizales sin esperar la llegada del general Santos
Acosta. Sin embargo, aunque la situación militar le ofrecía a Trujillo todas las
posibilidades para tomarse a Manizales, las condiciones políticas iban en contravía.

Manuel Murillo Toro, jefe indiscutido del Partido Liberal, hizo dos intentos para atajar
la inminente candidatura del general Trujillo a la Presidencia, que vendría
indudablemente como consecuencia de un triunfo obtenido por él en la guerra. El
primero fue antes de la batalla de Garrapata y el segundo después de la capitulación de
Manizales. Antes de la batalla de Garrapata hizo aprobar en el Congreso, contra un gran
bloque de liberales jóvenes que se le oponían, un ofrecimiento de paz a Antioquia,
garantizándole su autonomía y su soberanía, para que siguieran gobernando los
conservadores en ese Estado. En esa forma Trujillo quedaría sin piso en la guerra.
Algunos autores defienden que el general Vélez se retiró intempestivamente de
Garrapata para no pactar con Santos Acosta y ver qué le podía suceder con Trujillo.
Carlos Holguín y Antonio B. Cuervo eran partidarios de pactar con Trujillo y no con
Acosta . Tanto Holguín como Cuervo siguieron insistiendo en la misma posición y ante
la perspectiva de rendirse ante Trujillo o ante Acosta, llegaron a convencer a los jefes
del ejército que defendía a Manizales que se entregaran a Trujillo. No fue fácil lograrlo.
Pero el 6 de abril de 1877 se firmaba la capitulación de San Antonio. En virtud de ella,
el gobernador de Antioquia, Silverio Arango, depuso el gobierno en manos del General
Trujillo . Quedaba, pues, el general Trujillo como jefe civil y militar del Estado de
Antioquia.

Un mes después Murillo hace el segundo intento. Es José María Quijano Wallis,
Secretario del Tesoro del Presidente Aquiles Parra y testigo de los hechos, quien narra
el incidente. Murillo en persona se presentó al Palacio de San Carlos y le exigió a Parra
que removiera de su cargo al general Trujillo, lo enviara a terminar la guerra del sur y
nombrara en su reemplazo al general Santos Acosta. Murillo acusaba al Presidente Parra
de favorecer la candidatura de Trujillo a la presidencia. Cuando Parra le preguntó a
Murillo por que era perjudicial la elección de Trujillo para el liberalismo, Murillo le
contestó lo siguiente:
«Por la sencilla razón de que el liberalismo triunfante y dominando al país sin
contrapeso ninguno, se dividirá forzosamente, perderá el equilibrio y caerá, si el elegido
no es un individuo de nuestra escuela filosófica y radical para sostenerlo. Si el General
Trujillo es elegido repudiará los elementos que no le son afines; se rodeará del antiguo
mosquerismo y de los adversarios a los gobiernos radicales que surgieron y han
dominado en el país después de la calda de Mosquera en 1867, o sea durante la década
que termina precisamente en este mes. Detrás de Trujillo vendrá Núñez, y detrás de
Núñez los conservadores. Y una vez que los conservadores se adueñen del poder por la
defección de Núñez; a quien perpetuarán en el gobierno, apoyados por el clero que
domina sin contrapeso en la república y a quien siguen ciegamente las masas
analfabetas de Colombia, todas las conquistas del liberalismo en el decurso de
veinticinco años serán borradas de nuestras instituciones; los sacrificios consumados y
la sangre derramada de 1860 a 1863, y de 1876 a 1877, habrán sido inútiles y estériles;
la reacción caótica del absolutismo colombiano, apoyado principalmente por el
fanatismo religioso extenderá las sombras de una noche infinita sobre la República» .

Quijano Wallis comenta así, después de narrar todo el incidente:

«Casi con lágrimas en los ojos, el gran Apóstol se puso de pie, tomó su sombrero y
haciendo una reverencia a todos los del gobierno, se ausentó con paso vacilante y
semblante mortecino. Tres años después Murillo se hundía en su tumba entre un nimbo
de gloria, y Núñez se posesionaba de la Presidencia, izando la bandera de la reacción y
pronunciando una magistral oración ante el cadáver del gran repúblico, quien cumplía
así su deseo de no presenciar la caída del liberalismo» . «...Los sucesos posteriores al
triunfo del gobierno en 1876 generadores de la elección de Trujillo y la siguiente de
Núñez y todo el cortejo de acontecimientos del ciclo de la Regeneración y de la caída
del liberalismo, demuestran la profunda y clara visión de ese insigne Estadista que no ha
tenido par entre las falanges del liberalismo colombiano» .

Esta historia se había incubado dieciséis años antes, en la guerra de 1860, con la
desamortización de bienes de manos muertas, con la Constitución del 63 y con la
reforma educativa de 1870. Pero se había desencadenado en el Cauca bajo la
presidencia de Mosquera en ese Estado por un proyecto de Ley reglamentario de la
Instrucción Pública basado en la reforma de 1870. El Decreto Orgánico de Instrucción
Pública de 1870 ha sido la revolución educativa más profunda de la historia del país. Se
impuso la educación laica, gratuita y obligatoria, se eliminó la obligatoriedad de la
enseñanza de la religión, se les dio autonomía a los maestros para desarrollar sus
programas y utilizar los métodos pedagógicos, se facultó a los estados soberanos para
reglamentar la educación y la enseñanza de acuerdo a sus características y concepciones
. Esta reforma chocaba frontalmente contra los principios del famoso Syllabus de Pió
IX. Mosquera era un partidario decidido de la educación libre y científica preconizada
por la Reforma Instruccionista y empezó a ponerla en práctica en el Cauca. Además
aplicó sus propios decretos de la década del 60 sobre Tuición, los cuales consagraban la
separación de la Iglesia y el Estado.

La rebelión contra Mosquera vino del obispo de Pasto, Monseñor Canuto Restrepo. Se
enfrentaba a la ley de educación a la cual denominaba de corrupción obligatoria en lugar
de instrucción obligatoria; se rebelaba contra las determinaciones que despojaban a la
Iglesia de los ingresos provenientes de impuestos y de la indemnización decretada a su
favor por el mismo Mosquera; y se lanzaba a la organización de guerrillas para separar
la provincia de Pasto del Estado del Cauca con intenciones de anexarla al Ecuador, en
donde gobernaba García Moreno, defensor fanático del Syllabus papal .

Apartes de la pastoral del obispo de Pasto lo dicen todo sobre la rebelión contra
Mosquera. Al referirse al general dice el obispo:

«El fue el primero que escribió en esta tierra para enseñar al pueblo el comunismo y el
socialismo; él quien persiguió cruelmente a la Iglesia, mató la brillante enseñanza que
daban los jesuitas a la juventud e hizo morir al obispo en el destierro, todo esto por
medio de una máquina nombrada José Hilario López, quien acabó su carrera, como
debía ser, en la impenitencia final. El quien escribió en El Tiempo y en otros periódicos
mil errores, blasfemias e infamias contra la religión y sus ministros. El quien armó de
puñal y de látigo a las hordas africanas del Cauca contra los individuos, las familias y
las propiedades. El quien llamó retozos democráticos las flagelaciones, los estupros y
los asesinatos perpetrados en aquel hermoso valle» .

En el Cauca se daban todos los elementos para la guerra. Una lucha ideológica de
grandes proporciones alrededor del control sobre el sistema educativo; un
enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado sobre la supremacía de los poderes; una
rebelión de la Iglesia para recuperar sus privilegios económicos; un conflicto político
sobre la soberanía de los Estados ante la amenaza de Antioquia y Tolima por invadir al
Cauca; una confrontación por el poder del Estado ante las nuevas elecciones para
Presidente; y un apoyo total del Partido Conservador a la ideología, la política y los
privilegios económicos de la Iglesia; una profunda división del partido liberal entre
radicales, mosqueristas e independientes; y un intento separatista de la Provincia de
Pasto para incorporarse al Ecuador católico y religioso de García Moreno. Así estalló la
guerra de 1876.

¿Qué sucedía en el país? Los dos últimos años habían sido de una profunda confusión.
El Partido Liberal se habla dividido, entre radicales que seguían dirigidos por Murillo
Toro e independientes comandados por Camacho Roldan y Miguel Samper. En el
intermedio se encontraba un grupo heterogéneo que jugarla un papel definitorio en los
próximos diez años, compuesto por antiguos mosqueristas y militares independientes
como Santodomingo Vila, Solón Wilches, Daniel Aldana y Tomás Rengifo. Los
conservadores venían cohesionándose paulatinamente a medida que el enfrentamiento
ideológico y económico se hacía más agudo, a pesar de tendencias tan disímiles como la
de Miguel Antonio Caro, Carlos Martínez Silva, José Marta Samper o Carlos Holguín
que iban desde el sectarismo cerrero de Caro a la posición conciliadora de Holguín.

Todo lo complica y confunde la llegada al país de Rafael Núñez en 1874, proveniente


de Europa. Los independientes lo proclaman candidato. Los radicales con Murillo Toro
se le enfrentan abiertamente. Los conservadores de todas las tendencias reciben sus
propuestas de alianza política. Núñez declara que no se opone al catolicismo ni a la
educación de la Iglesia. Con esa base, pacta secretamente con los conservadores y les
promete apoyarlos en la guerra. En estas condiciones el candidato liberal, Aquileo
Parra, sólo obtiene cinco estados que no le dan la mayoría para la Presidencia. El Cauca
vota en blanco. El Congreso, consecuencialmente, tiene que definir la elección.

La lucha del liberalismo de los últimos veinticinco años, a que se refería Murillo Toro
en el incidente del Palacio de San Carlos, se componía de varios elementos. Primero, la
lucha adelantada por los radicales. Esta tenía que ver con la afirmación del poder civil
frente al poder eclesiástico, el establecimiento de un poder central débil que impidiera la
imposición de un régimen autocrático, una política económica basada en el libre
cambio, y una revolución ideológica que transformara la mentalidad atrasada y feudal
del pueblo por medio de una educación científica. Segundo, los planteamientos de
Mosquera. Estos tenían que ver con la transformación del régimen terrateniente, ante
todo fundamentado en los bienes de manos muertas de la Iglesia, en las posesiones de
las comunidades religiosas y, después, en el latifundio imperante en el país, la
eliminación del régimen fiscal de la colonia y la modernización de la economía.
Tercero, las reformas de los draconianos. Estas tenían que ver con la eliminación de la
esclavitud y de los resguardos, así como con las condiciones de vida y de trabajo de los
artesanos.

Existió una línea divisoria entre los radicales y Mosquera, que consistió en la
concepción de una estrategia para imponer el régimen democrático de gobierno. Los
radicales se apegaban más a principios abstractos que a realidades concretas, mientras
Mosquera supeditaba las condiciones democráticas a la lucha política que le imponían
los adversarios. Pero, además, como consecuencia de esta diferenciación en la táctica,
Mosquera miraba más adelante hacia el desarrollo económico del país que lo que lo
hacían los radicales y, por esa razón, se enfrentó con Murillo por la defensa de la
desamortización y de adjudicación de las tierras desamortizadas. Murillo no consideró
esencial para el desarrollo del país que las adjudicaciones fueran canalizadas hacia los
propietarios medios para impedir el fortalecimiento de los latifundismos. El
rompimiento a que condujo esta divergencia entre Murillo y Mosquera iría a ser fatal
cuando los llamados «mosqueristas» prefirieron conciliar con Núñez para derrotar a los
radicales.

La piedra de toque de esta lucha frontal de veinticinco años la constituiría Julián


Trujillo. Los conservadores perdieron militarmente la guerra de 1876, pero la ganaron
políticamente, cuando le entregaron la plaza de Manizales y lo colocaron como jefe civil
y militar del Estado de Antioquia. Me parece que los conservadores no se equivocaron
en lanzarse a la guerra. Tenían todo a su favor. El gobierno de Parra profundamente
debilitado. El Partido Liberal escindido. Un caballo de Troya de la magnitud de Rafael
Núñez trabajando a su favor dentro del liberalismo, ya no sólo políticamente sino en una
confluencia ideológica con ellos. Las masas enardecidas por la cuestión religiosa en
Antioquia, Tolima, Cundinamarca y parte de Cauca. Y una razón unificadora de todos
los conservadores, la lucha contra la revolución educativa de los liberales, apoyada
inclusive por la misma Roma.

Sin embargo, el Partido Conservador no midió la posibilidad, tal vez considerada


remota, que por última vez los liberales se unieran, por encima de sus diferencias, que
Mosquera se entendiera con Murillo, que Parra gobernara con Núñez, que Julián
Trujillo combatiera coordinado con Santos Acosta. Por eso perdieron la guerra en el
campo de batalla. Si la guerra del 76 había sido la prolongación de la política por
medios militares, también, en este caso, la política había traspasado los avatares de la
guerra, para imponerse inexorable por encima de las armas. Caro, Holguín, Martínez
Silva, Samper, ya sabían que el camino del triunfo lo señalaba la presidencia de Trujillo
y que la garantía de la victoria pendía de la voluntad de Rafael Núñez.
Sólo tuvo que ganar las elecciones Julián Trujillo y tocarle a Núñez darle la posesión
como presidente del Congreso, para que, empezaran a destaparse las cartas. En su
discurso, el futuro regenerador lanzó su consigna: Regeneración fundamental o
catástrofe. Durante dos años, Núñez teje toda la madeja de las elecciones, estado por
estado, aliándose aquí y allá con los conservadores para obtener un triunfo aplastante
sobre los liberales. Casi no había acabado de posesionarse cuando empezó a reversar
toda la política liberal de treinta años. Rápidamente lo abandonaron los principales
representantes del independentismo y fue quedándose sólo con los conservadores y unos
cuantos jóvenes partidarios suyos ya sin ideología liberal. Eso fue lo que se llamó la
traición de Núñez.

UNA RECAPITULACIÓN Y UNA NOTA METODOLÓGICA

La colonización antioqueña en Manizales fue conservadora. Una serie de factores se


conjugaron para ello. Me parece que el más importante de todos fue la necesidad que
tuvieron los terratenientes de Antioquia de convertir a Manizales en una muralla de
contención contra el revolucionario Mosquera. E, inmediatamente después, como
consecuencia del triunfo de Mosquera, la progresiva consolidación de la separación
partidista con el obligatorio alineamiento de la población frente a las profundas
reformas del Estado y de la economía. La tradición religiosa de Antioquia se fue
haciendo más firme en Manizales debido al enfrentamiento de la Iglesia con el Estado.
No lograron las confrontaciones con los terratenientes herederos de la colonia que los
nuevos pobladores renunciaran al Partido Conservador. Los nuevos terratenientes
surgidos de la colonización parecen haber logrado neutralizar ese descontento,
aprovechando el poder de la Iglesia, las contradicciones de los gobiernos radicales con
ella y el sectarismo infundido por el clero en el pueblo católico de Manizales.

La Esponsión de Manizales definió el triunfo del liberalismo y el rumbo de la historia


colombiana en los veinticinco años siguientes. Las medidas tomadas por Mosquera
como producto de la revolución de 1860 demarcaron las líneas ideológicas de los
partidos en Colombia durante el siglo XIX. Es decir, las confusiones, las vacilaciones y
las dudas sobre el alinderamiento de los partidos quedaron completamente superadas
después de la revolución llevada a cabo por Mosquera en 1861 y la proclamación de la
Constitución de Rionegro. Podría decirse que los partidos liberal y conservador se
consolidaron como tales desde el punto de vista ideológico, programático y táctico
frente a la lucha por el poder del Estado. En el momento de la Independencia se dieron
dos tendencias claramente definidas ante el carácter de la revolución contra España, la
que defendía el proceso de autonomía nacional y la que propugnaba por un cambio de
gobierno colonial manteniendo el dominio de la monarquía española. Fue un primer
paso para la constitución de los partidos. Las profundas contradicciones que produjo el
proyecto bolivariano de constitución, y sus secretas pretensiones de establecer una
monarquía en Colombia, constituyen el segundo paso en esa demarcación política del
país. Sin embargo, se debe al primer gobierno de Mosquera con el desmonte del
régimen fiscal de la colonia y a las transformaciones sociales de José Hilario López la
conformación definitiva de los dos partidos. Pero su consolidación, como dos
organizaciones programáticas, ideológicas y tácticas que lleven al país a escoger entre
las dos posiciones antagónicas, sólo se viene a dar con el triunfo de Mosquera en 1860.

Por otra parte, la capitulación de San Antonio en Manizales, diecisiete años después, le
dio, a pesar de su derrota militar, un triunfo político al conservatismo. Allí se definió el
comienzo de la Regeneración. Después de la independencia, ningún acontecimiento tan
trascendental para la historia del país como el proceso de la Regeneración que
determinó el curso político de los últimos cien años. En mi libro Colombia siglo XX he
hecho un análisis extenso sobre el carácter y consecuencias de la Regeneración para la
historia nacional. Podría resumirse en la siguiente forma. La Regeneración condujo a la
frustración de la revolución democrático-burguesa que se había iniciado con la
revolución de los Comuneros, había continuado con el triunfo de la revolución
emancipadora, había logrado un avance gigantesco con las transformaciones llevadas a
cabo por el primer gobierno de Mosquera y por el de López, había estado a punto de
consolidarse con la reforma agraria iniciada por Mosquera en su segundo gobierno y se
había ido empantanando después de 1874 hasta su derrota final en la guerra civil de
1885. La Regeneración desde el punto de vista económico y político significa la derrota
de esa revolución democrático-burguesa. Y desde el punto de vista de los partidos,
significó el final de la guerra de los Mil Días la liquidación del Partido Liberal del siglo
XIX. Inicia, entonces, un proceso de transformación de los dos partidos que va a
culminar con el Frente Nacional.

Manizales se había convertido diez años después de su fundación en la vía de


comunicación del Cauca y de Antioquia con la capital del país. Pero la guerra de 1860
transformó ese poblado de escasas diez mil almas en el último baluarte del Estado de
Antioquia frente al Estado del Cauca y, en consecuencia, en un sitio estratégico de las
fuerzas conservadoras antioqueñas para las dos guerras civiles. Manizales se constituyó
en el punto de demarcación de las dos fuerzas más claramente caracterizadas
partidariamente del país durante el periodo que va de 1857 a 1874. Antioquia como
bastión del Partido Conservador. Cauca como fortaleza del Partido Liberal.
Contradictoriamente, la guerra del 76 modificó este alinderamiento. El Cauca terció
hacia el movimiento regenerador y Antioquia se enfrentó al nuñismo. Las razones
económicas y políticas que produjeron este cambio, más lógico con la evolución del
proceso económico general del país y del mundo, dadas las características de la
estructura económica de cada uno de estos Estados, deben ser estudiados más a
profundidad. Los trabajos de Bergquist sobre el café y la Regeneración y los de Brew
sobre el desarrollo económico de Antioquia son investigaciones fundamentales para una
interpretación de ese proceso contradictorio . En estas condiciones el estudio de
Manizales durante la Regeneración, la Guerra de los Mil Días y su situación posterior,
debe ser reconsiderada en un estudio regional que analice et impacto de la evolución de
la economía cafetera sobre su desarrollo político.

Por último, es necesario, tal vez movido por una tentación irrefrenable, mencionar
algunos problemas teóricos y metodológicos que se suscitan a propósito de estas
consideraciones que he desarrollado sobre la colonización antioqueña en Manizales.
primero, es el problema de las clases sociales en el siglo XIX en Colombia. Y segundo,
el problema del dominio de clase en el Estado.

Existe una tendencia muy generalizada entre los historiadores contemporáneos sobre el
siglo XIX de negar la existencia de clases sociales durante este período o, por lo menos,
negar la polarización de las clases como base de la constitución de los dos partidos
tradicionales. Y, en realidad, no es un problema simple. Puede defenderse, como
recuerdo lo hizo el extraordinario investigador Jorge Villegas, con su empirismo radical
que, simplemente, las clases sociales sólo comenzaron en Colombia con el desarrollo
del capitalismo en el siglo XX. Lo escuché defender esta posición en el famoso debate
organizado por el Instituto de Estudios Colombianos sobre el libro de McGreevy. O
también, con un bagaje teórico mucho más refinado, como lo hace Francisco Leal,
llegar a argumentar que no hubo sino una sola clase dominante, la clase terrateniente,
con sus intereses afincados en la propiedad territorial, la cual, por una heterogeneidad
de intereses internos producida por el comercio, es sometida a contradicciones y luchas
intestinas que dan origen a los dos partidos . Con una posición muy semejante, no tan
elaborada y clara como la de Leal, Tirado Mejía, sustenta que los terratenientes eran
comerciantes y los comerciantes terratenientes, para concluir dos cosas centrales, una
que no había dos clases enfrentadas y, otra, que los partidos liberal y conservador eran
pluriclasistas y nunca respondieron en el siglo XIX a intereses de clase antagónicos .
Safford también niega la constitución de los partidos liberal y conservador en una línea
de clases sociales y aventura las hipótesis de la regionalidad o del ancestro familiar para
explicar su aparición y desarrollo . Podríamos, en esta forma, seguir mencionando las
teorías sobre el carácter de los partidos políticos del siglo XIX en Colombia. Bástenos
mencionar, por último, el debate suscitado por la conferencia de Marco Palacios en el
seminario sobre aspectos polémicos de la historia colombiana del siglo XIX, organizado
también por el Fondo Cultural Cafetero, en la cual, por rechazar lo que él denomina un
«determinismo económico», deja sin piso el carácter de clase de los partidos en el siglo
pasado .

Quiero mencionar solamente dos objeciones a esta forma de concebir el carácter de los
partidos políticos del siglo XIX en Colombia. Ninguna de las explicaciones
mencionadas o que se le asemejen, logran ofrecer una interpretación coherente de las
guerras civiles de carácter nacional, como las dos que hemos analizado en este trabajo, o
la guerra civil del 85 y la Guerra de los Mil Días. Un enfrentamiento tan antagónico
entre dos bandos, en el que se delimitaron tan claramente los intereses ideológicos, no
puede resultar simplemente de una heterogeneidad de la clase dominante y tiene que
responder a intereses económicos muy profundos y a concepciones de la sociedad y del
futuro del país de mucha trascendencia, sólo explicable coherentemente sobre la base de
que los dos partidos representaban los intereses de clases antagónicas definidos por sus
planteamientos ideológicos y por los programas llevados a cabo desde el poder del
Estado. Sería muy difícil que, en un país como Colombia, involucrado desde antes de la
independencia, en el torbellino de las ideas universales, la lucha mundial por el triunfo
del capitalismo entre la burguesía y los terratenientes no tuviera el mismo carácter
partidario, cuando en el país se agitan las mismas ideas. Que las ideas burguesas sean
defendidas por la clase de los comerciantes, cuyo capital se origina en los coletazos de
la plusvalía producida en los países capitalistas y en un excedente feudal interno, es lo
que define el carácter particular del desarrollo de los partidos políticos colombianos
frente al proceso europeo o norteamericano y lo que, en último término, permite el
triunfo de los terratenientes al terminar el siglo.

Segundo, al ceñirse tan empíricamente al origen de los protagonistas principales de la


historia y señalar los intereses encontrados de casi todos ellos entre la tierra y el
comercio, ignoran que, por encima de sus posesiones o sus actividades concretas,
siempre definieron la defensa de unos intereses concretos para comprometerse en la
lucha y, si no lo hicieron así, vacilaron entre una corriente u otra, hasta encontrar su
camino. Mosquera es un ejemplo de lo primero. Siempre colocó su convicción de que
había que sacar al país del feudalismo y del atraso e incorporarlo al proceso mundial del
desarrollo, haciendo caso omiso de sus propiedades en el Cauca. Representó los
intereses de los comerciantes más avanzados y adoptó la ideología de la burguesía y de
la revolución mundial burguesa. Y José María Samper es un ejemplo de lo segundo.
Arraigado en el comercio, defensor inicialmente de los comerciantes, fue renunciando a
la defensa de los intereses concretos para pasar a convertirse en un corifeo de los
terratenientes y abrazar la causa del Partido Conservador en 1875. Lo que definió en
estos dos casos típicos el carácter de clase de los dos personajes fue su ideología y la
defensa de tos intereses de una clase en su compromiso político directo.

Una discusión muy desorientadora sobre el proceso político y sobre la lucha por el
poder en el siglo XIX resulta de aplicar la teoría gramsciana de la hegemonía, con sus
conceptos de clase dominante y clase dirigente. En el fondo, produce una confusión
determinante. Conduce a concebir la lucha de clases como un enfrentamiento entre los
de abajo y los de arriba, entre los pobres y los ricos, entre los explotados y explotadores.
Ignora que la contradicción principal de la historia mundial en el período del ascenso
del capitalismo fue entre la burguesía surgente y los terratenientes en decadencia. Ese
enfrentamiento fue lo que definió la lucha por el poder desde, por lo menos, el siglo
XVII hasta bien avanzado el siglo XIX. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo vino a
definirse con la Guerra Civil de mediados del siglo pasado. No puede soslayarse el
hecho de que el proceso colombiano se encuadra dentro de ese marco general de la
historia mundial y reproduce esa lucha, a pesar de la ausencia de una burguesía
industrial capitalista.

Me bastan estos brochazos teóricos para participar en una polémica que viene de hace
rato, pero que me parece de primordial importancia para comprender nuestra historia.
Podría verse cómo en Manizales, a pesar de que surgieron rápidamente intereses
comerciales, el arraigo terrateniente y campesino que originó la colonización antioqueña
y la imposición desde muy temprano de los intereses terratenientes, alinearon a
Manizales con el Partido Conservador y la convirtieron, como hemos analizado, en un
baluarte histórico de sus intereses
Los antecedentes de la Regeneración
1875-1885: El Ascenso de Núñez y el
Conservatismo
El 1° de Abril de 1878 tomaba posesión de la presidencia de la República el General
Julián Trujillo. Era presidente del Congreso don Rafael Núñez y, en calidad de su
investidura, dio posesión al nuevo mandatario. En su discurso, Núñez pronunció aquella
famosa frase que signaría desde entonces una época de trascendental importancia para
nuestra historia, la época de LA REGENERACIÓN: regeneración administrativa
fundamental o catástrofe, fue su sentencia premonitoria. Para él la crisis había llegado a
un punto de no retorno y el dilema de «regeneración o catástrofe» debería ser resuelto
por Trujillo mediante «una política diferente». Ese era su planteamiento.

Por supuesto, Trujillo poco o nada hizo para solucionar la crisis. Venia de triunfar en
una de las guerras civiles de mayor fanatismo de cuantas haya pasado el país, la de
1876, en la que los batallones del bando conservador habían sido bautizados con
nombres de santos y denominaciones de la Virgen María y de Jesucristo. Ni tenía las
ideas ni poseía la determinación suficiente ni contaba con el apoyo político necesarios
para la gran transformación que le demandaba Núñez al posesionarlo. Tendría que pasar
un decenio de profundos traumatismos económicos y políticos, para que no Trujillo,
sino el mismo Núñez emprendiera aquella misión histórica que se había trazado, la de
LA REGENERACIÓN. Una guerra civil, levantamientos en casi todos los Estados, la
división del Partido Liberal, un realineamiento del Partido Conservador, profundos y
sutiles enfrentamientos políticos entre los dos partidos y dentro de cada uno de ellos,
crisis económicas y medidas gubernamentales de todo tenor, conducirían el país a una
transformación radical de su política y de su economía, cuyas repercusiones para su
desarrollo han sido de trascendencia definitiva para el siglo XX. Poco a poco, la frase
lapidaria de Núñez se iría imponiendo irremediablemente hasta lograr que todo el país,
amigos y enemigos, neutrales e indiferentes, partidarios y opositores, vivieran lo que la
historia iría a llamar la «regeneración fundamental» de Colombia.

NÚÑEZ DESAFIA AL RADICALISMO

El regreso de Rafael Núñez a Colombia en 1874, diez años después de haber


permanecido en Europa desempeñando distintos puestos diplomáticos, sacudió el
escenario político del país. Un grupo de eminentes radicales, entre los que se contaban
Salvador Camacho Roldan, Miguel Samper, Eustorgio Salgar y Francisco J. Zaldúa,
habían proclamado su candidatura sin contar con los más eminentes representantes del
Olimpo Radical y de su jefe indiscutido, Don Manuel Murillo Toro. Empezaban a
denominarse «liberales independientes» y a separarse de la dirección oficial de su
partido. Representaban una corriente liberal que comenzaba a diferenciarse del
«radicalismo».

En el conservatismo, por su parte, se habían conformado cuatro tendencias: los


«ultraconservadores», de ideología religiosa con Don José Joaquín Ortiz; los
«militaristas» siempre con la mente en la guerra civil al mando del general Manuel
Briceño; los «particularistas» compuesta por empresarios de Antioquia agrupados
alrededor de Marceliano Vélez; y los «nacionalistas», partidarios de acuerdo con los
liberales inspirados por Carlos Holguín y Carlos Martínez Silva.

Pero entre los dos bandos liberales y el conservatismo existía un sector independiente,
unos de cuyos miembros venían del mosquerismo y otros eran militares no alineados,
con aspiraciones caudillescas los más, los cuales habían estado casi siempre al lado de
los radicales en las luchas de los últimos quince anos, como los generales Solón
Wilches, Santodomingo Vila y Daniel Aldana. El radicalismo pues, se había escindido
en dos bandos y actuaba en el escenario un tercer sector liberal de militares muy
ambiciosos y nada doctrinarios. Esta división producirla trascendentales consecuencias
en la historia colombiana de la década siguiente.

El grupo de liberales que proclamó la candidatura de Núñez en 1874 recogía antiguos


liberales draconianos, a liberales mosqueristas y al grupo de los radicales disidentes.
Entre los más importantes sobresalían Francisco Javier Zaldúa (Presidente en el 82),
Eustorgio Salgar (expresidente), Julián Trujillo (Presidente en el 78), José Eusebio
Otálora (Presidente a la muerte de Zaldúa), Miguel Samper, Salvador Camacho Roldan,
Elíseo Payan, Daniel Aldana, Solón Wilches, Diógenes Arrieta (todos protagonistas de
esta época, como Ministros, Congresistas, Presidentes de Estado o Intelectuales). A
pesar de que Núñez había recibido cargos y distinciones de los radicales y de que el
mismo Murillo Toro lo había nombrado en los puestos diplomáticos de Europa, los jefes
radicales no confiaban en él. Especialmente lo miraba con recelo el patriarca del
radicalismo, Murillo Toro. Los acontecimientos se precipitaron después de que los
radicales empezaron a enterarse de las visitas de Núñez a connotados dirigentes
conservadores como Carlos Holguín, Miguel Antonio Caro y Carlos Martínez Silva,
estos dos últimos directores de El Tradicionalista. Ante un articulo publicado por estos
en que tildaban a Núñez de «anticatólico», el precandidato le envió una carta a su
director el 7 de febrero de 1875 en la que declaraba que «no soy decididamente
anticatólico... y nadie me gana en veneración con todo cuanto se relaciona con el
sentimiento religioso».

Era, para los radicales, la confirmación de que Núñez había cambiado su posición
ideológica durante su estadía en Europa. Los radicales habían leído artículos suyos
proclamando a los conservadores como elementos indispensables de la sociedad y al
conservatismo como principio de «unidad nacional». Para él la libertad tenía que
supeditarse al orden, en contra de la consigna de la libertad absoluta. Declaraciones de
este tenor tenían que alarmar a los jefes del radicalismo.

LA CRISIS DEL RADICALISMO

No podía ser de otra manera. Largas y profundas luchas entre los liberales y los
conservadores habían convertido las relaciones entre el Estado y la Iglesia en la piedra
de toque de diferenciación entre los dos partidos en su proceso de desarrollo y
consolidación. No se trataba simplemente de un conflicto sobre las creencias religiosas
o sobre la autenticidad de la profesión de fe católica. Lo que estaba en juego era una
concepción del Estado, de la política y del desarrollo económico.

Después de la Revolución Francesa, Roma habla anatematizado al liberalismo como


doctrina y como práctica y lo había declarado herejía porque colocaba a la sociedad y al
pueblo como fuente de la autoridad civil en lugar de Dios. Le era imposible admitir que
la Iglesia se sometiera al Estado en el terreno económico y político. Sus privilegios
seculares sobre la tierra, sobre los campesinos, sobre las conciencias y sobre la
educación, eran la consecuencia de una teoría defensora de la supremacía de la espada
del Papa sobre la espada de los pueblos constituidos en naciones-estados. La Iglesia se
oponía con todas sus fuerzas a la democracia liberal porque le obligaba a renunciar a su
dominio político; rechazaba la industrialización y el capitalismo porque destruía su
derecho sobre el monopolio de las tierras y el poder de los terratenientes; odiaba el
proceso de incorporación de las masas a la política porque derrumbaba el poderío
absoluto de los monarcas considerados por el clero como representantes directos de la
autoridad delegada de Dios. Las condenas de los Papas a la revolución francesa, los
anatemas de los concilios del siglo XIX contra la democracia y los baculazos del
Vaticano contra el desarrollo del capitalismo en las Encíclicas «sociales» constituyeron
la línea ideológica del conservatismo de todos los matices aquí, en Colombia, y en
Europa. Era un movimiento internacional dirigido por los Papas.

La separación de la Iglesia y el Estado fue un principio político fundamental para el


liberalismo del siglo XIX en Colombia. Significaba la defensa de la democracia.
Representaba la única forma de romper los vínculos del feudalismo y del régimen
económico de la colonia. Mosquera decía que con los tributos recogidos por la Iglesia y
exportados por el clero Colombia se hubiera podido dotar de ferrocarriles. Para mitad de
siglo no quedaba en el país tierra que no estuviera gravada por los censos eclesiásticos.
Por eso Mosquera se enfrentaría al clero, extinguiría los conventos, los monasterios y
las casas de religiosos que rehusaran someterse a las reformas económicas y políticas de
carácter democrático y progresista. La Iglesia iba a seguir defendiendo hasta nuestros
días la supremacía del poder eclesiástico sobre el civil, dado el origen divino de este
último y la representación que aquel tenía de Dios en la tierra y, aunque le sería
imposible llegar a imponerlo en su totalidad, reivindicaba en ese entonces y lo seguiría
haciendo, al menos en nuestra patria, la injerencia suya en el gobierno de los pueblos.

El que Núñez, con su lenguaje enigmático, sibilino e impenetrable, diera pie para
cualquier sospecha de conciliación con los privilegios de la Iglesia, lo colocaba al lado
del Partido Conservador y, automáticamente, quedaba enfrentado al radicalismo. No se
trataba de minucias formales, sino del desarrollo político y económico del país. Murillo
puso el grito en el cielo. Proclamó la candidatura de Aquileo Parra, le exigió al gobierno
de Felipe Pérez que apoyara al candidato radical, obligó al Presidente a que destituyera
a su Ministro de Guerra y al Comandante del Ejército, Generales Santodomingo Vila y
Solón Wilches, más adelante Presidente de los Estados de Panamá y Santander
respectivamente, y maniobró en todos los Estados de la Unión para quitarle piso a
Núñez. A este le escribió una carta en la que le notificaba su oposición abierta:

«He venido exprofeso de Caracas a atravesarme en tu camino, no porque yo crea que a


un católico no le pueda confiar el liberalismo su primera magistratura, pues ahí tenemos
a un convencido y practicante en don Santiago Pérez, sino porque siendo tú antes que
todo un escéptico, tu frase me indica que en el camino de las concesiones políticas tú
llegarás a entregar el poder al partido conservador» .

Núñez, como si Murillo se lo hubiera adivinado, ni corto ni perezoso, le ofreció a los


conservadores una alianza para derrotar a los radicales sobre la base de: 1) Una reforma
constitucional –o una interpretación acorde- que le garantizara a la Iglesia sus
privilegios; 2) una reorganización de la Guardia Colombiana que favoreciera los
Estados conservadores; 3) paridad en las Secretarías del Estado, principalmente la de
Guerra, Hacienda, Tesoro y mando del ejército; 4) la Designatura para un conservador;
5) paridad en toda la burocracia del Estado. Pero todavía el Partido Conservador no
confiaba en sus declaraciones en ese momento más bien de carácter electoral, a pesar de
todos los esfuerzos de Carlos Holguín por presentárselo como un candidato aceptable
para el conservatismo.

Así se fue gestando el Partido Independiente que perduraría solamente hasta la


formación del Partido Nacional. Siete años después Núñez confirmaría, en un artículo
famoso titulado Política Independiente que él no habla sido el fundador del Partido
Independiente. Sin embargo, esta corriente política se consolidaría, aún así fuera por
una etapa muy corta, a su alrededor. Una serie de acontecimientos la fortalecerían, de tal
manera que de disidencia minoritaria, llegaría a colocar a Núñez en la presidencia de la
República para el período de 1880 a 1882. Un mosquerista como Julián Trujillo,
enfrentado desde los gobiernos de Mosquera con los radicales, vendría a ser el puente
entre la caída de los radicales y el ascenso de Núñez. Trujillo no le perdonó nunca a los
radicales la persecución desatada por su jefe contra el general Mosquera. Cegado por
esta contraposición política y doctrinaria, Trujillo no alcanzó a entender el oportunismo
de Núñez y le abrió el camino hacia la alianza con el conservatismo por el solo hecho de
permanecer enfrentado con los radicales.

En el mes de mayo de 1877, en plena guerra civil, Murillo Toro se presentó al palacio
presidencial y le exigió al Presidente Parra que le cerrara el paso a la candidatura de
Trujillo, ya casi vencedor único en la contienda. Murillo le dijo textualmente a Parra,
reunido con su gabinete en pleno:

«He oído decir, Señor Presidente, que el gobierno ha acogido y apoya la candidatura del
General Trujillo para la Presidencia en el próximo período. No puedo creerlo porque
con la elección de Trujillo, mosquerista y nuñista, terminará la época liberal de la
República... Detrás de Trujillo vendrá Núñez y detrás de Núñez los conservadores. Y
una vez que los conservadores se adueñen del poder por la defección de Núñez... todas
las conquistas del liberalismo en el decurso de veinticinco años serán borradas de
nuestras instituciones, los sacrificios consumados y la sangre derramada de 1860 a
1863, y de 1876 a 1877, habrán sido inútiles y estériles. ...Después de los hosanas que
con júbilo hemos entonado a las victorias del liberalismo en la guerra que ha terminado,
preparémonos para entonar los De Profundis sobre su tumba .

Murillo Toro buscaba impedir que Trujillo se alzara con la victoria de la guerra del 76.
Su razonamiento era que si Trujillo ganaba la guerra y no el general Santos Acosta,
Trujillo sería Presidente y le entregaría el poder a los conservadores. Los conservadores,
desde el bando opuesto, estaban convencidos de que Trujillo les abriría el camino. Los
intentos de Murillo Toro fueron inútiles y sus temores saldrían ciertos. Desde ese
momento el radicalismo quedó profundamente escindido en dos fracciones de muy
difícil reconciliación.

LA CAÍDA DE LOS RADICALES

La división de los radicales entre parristas y nuñistas en la campaña presidencial de


1875, el golpe asestado a generales tan influyentes como Santodomingo Vila y Solón
Wilches no claramente alineados con Núñez, el fracaso de la maniobra de Murillo para
detener la presidencia de Trujillo, la consolidación lenta pero segura de la corriente
independiente del liberalismo, la desesperación de los dirigentes del radicalismo que los
condujo a cometer error tras error para cerrarle el paso a Núñez, fueron colocando
contra la pared a esa fuerza política que se había consolidado en el poder desde 1861,
cuando Mosquera derrocara del gobierno a Mariano Ospina Rodríguez.

La lucha por el poder político central, objetivo fundamental de los partidos aún en los
momentos de mayor auge del federalismo, pasaba inexorablemente por el poder de los
Estados, en cuyas manos residía el poder de elegir el Presidente de la República. La
lucha por el poder central era, primero que todo, una contienda por el poder de los
Estados. De 1875 a 1880 el radicalismo los perdió todos. El General Trujillo hostigado
por un Congreso bajo el control del radicalismo y dispuesto a cerrarle el paso a Núñez,
contribuyó no poco con su furia antirradical del momento a que uno a uno fueran
cayendo los Estados que estaban en manos de los radicales en manos de los
independientes. Aquellos trataron de recuperar su fuerza comprometiéndose con
candidatos imposibles de ser presentados ante la opinión pública como los generales
Rengifo y Solón Wilches, desprestigiados y carentes de cualquier ideología. Un
periodista conservador moderado de la época, Don Carlos Martínez Silva decía: «El
partido radical ha caído, pues, por su propia virtud: no es que los independientes hayan
triunfado, sino que los otros se han derrotado .

Mientras tanto, en el seno del conservatismo se libró una batalla muy importante para la
posición futura de ese partido. Holguín y Cuervo abanderaron la candidatura de Núñez
dentro del Partido Conservador, tuvieron que romper con Manuel Briceño debido a su
obstinada posición de cerrarle el paso a un voto conservador por el candidato
independiente y lograron que en varios Estados sus copartidarios sufragaran al lado del
Partido Independiente. El conservatismo en ese momento no quería perdonarle a Núñez
su falta de apoyo desde la presidencia del Estado de Bolívar en la guerra santa de 1876,
después de tantas declaraciones de coincidencia con el programa conservador, como
tampoco su matrimonio civil con Doña Soledad Román. Los conservadores partidarios
de Núñez tenían claro una cosa, que Núñez no era un peligro para sus intereses. Era
como decía el mismo Martínez Silva en vísperas de la elección presidencial de 1880:

«El señor Núñez, por graves que sean sus defectos, no es una mengua ni una amenaza
para la nación. En el apretado dilema en que se ha colocado a la república, sería de
celebrarse que el presidente electo fuera el señor Núñez; pero en ningún caso
convendría que en ese resultado tuvieran parte los votos conservadores .

De todas maneras los radicales proclamaron candidato al General Rengifo, dictador en


Antioquia, repudiado por conservadores e independientes, mientras los independientes
salían victoriosos con la candidatura Núñez.

VOTACIÓN DE LOS ESTADOS PARA PRESIDENTE 1875,1880,1884

Núñez Radicales Conservadores

1876 1880 1884 1876 1880 1884 1876 1880 1884

ANTIOQUIA * * *
BOLÍVAR * * *

BOYACA * * *

CAUCA — * * — —

CUNDINAMARCA * * *

MAGDALENA * * *

PANAMÁ * * *

SANTANDER * * *

TOLIMA * * *

* Voto a favor
Abstención

La llegada de Núñez al gobierno de 1880 representa el «principio del fin» del


«radicalismo». La profética admonición de Murillo Toro se iría a cumplir al pie de la
letra. El proceso de la Regeneración había comenzado en 1875 al ser derrotada la
primera candidatura Núñez, había recibido un impulso definitivo en 1880 y alcanzaría
su triunfo definitivo en 1885. Para lograr imponerse iba a tener que, no solamente
derrotar al Partido Liberal, sino sacarlo de la escena política del país. Por eso, Joaquín
Tamayo sentencia en su biografía de Núñez: «1875 fue la fecha de defunción del
Partido Liberal. Los funerales se celebraron diez años después .

El Partido Liberal -en todas sus denominaciones: radicales, draconianos, mosqueristas-


había intentado llevar a su culminación el proceso de la revolución democrático
burguesa en Colombia. Este proceso se había iniciado con la revolución comunera y con
los precursores de la Independencia; había logrado una victoria espectacular con la
derrota del colonialismo español; había enfrentado tremendos obstáculos durante los
últimos años de Bolívar; se había enredado a la muerte del Libertador en la furia de una
reacción antirrevolucionaria; había encontrado un sendero promisorio con el primer
gobierno de Mosquera y se había enrumbado por una vía abierta al más amplio
desarrollo desde la revolución de 1860.

El liberalismo, en el proceso de esta revolución, destruyó el régimen fiscal de la colonia


que impedía el desarrollo de la economía; le arrebató las tierras a la Iglesia y las liberó
para el mercado, apoyó la colonización de tierras baldías, incorporó a la economía las de
los egidos y los resguardos dejando así abierta la posibilidad de una transformación del
régimen agrario; le quitó las amarras al comercio exterior roturando trochas y
construyendo ferrocarriles hacia los dos océanos; consolidó ciudades comerciales,
levantó puertos, emprendió bancos y fundó casas mercantiles, destaponando así el curso
del comercio interior; la liberación de los esclavos y la supresión de los resguardos
contribuyeron a proporcionar mano de obra libre a la economía nacional; revolucionó
las ideas, transformó la educación, combatió el dogmatismo medieval, impulsó la
ciencia, desarraigó el escolasticismo teísta; defendió hasta la exageración de vigencia de
un poder político limitado contra toda imposición absolutista o restauradora del antiguo
régimen; levantó la bandera de la separación de la Iglesia y el Estado; sometió el clero
al régimen legal de la República. Todas estas medidas conducían a una nueva economía
y a una nueva estructura política. Dentro de este proceso, fueron los radicales quienes
nuclearon al liberalismo, le dieron un pensamiento estructurado y le dotaron de un
programa coherente. Pero el enfrentamiento cada vez más antagónico entre ellos,
debilitó, a la postre, su capacidad revolucionaria.

Núñez los llegó a odiar. Y los radicales también se hicieron odiar de Núñez. El
«regenerador» era todo lo contrario de un revolucionario. Era demasiado escéptico para
aferrarse a las ideas. Su espíritu taciturno no le permitía ser un luchador por ideales.
Ambicioso hasta el extremo, calculador hasta el desespero y cobarde hasta la traición,
siempre huyó de las grandes responsabilidades hasta el momento en que estuvo seguro
de que nada le sucedería. En 1880 y 1884, ya elegido presidente, tanteó primero el
terreno, antes de posesionarse. No estuvo presente en la promulgación de la
Constitución del 86. Se rehusó a gobernar con la obra de sus sueños y se retiró a
Cartagena. No antes de hacerse nombrar Presidente Vitalicio. La diatriba nuñista contra
los radicales, durante casi treinta años, se hizo famosa. Escribía en uno de sus artículos,
refiriéndose al radicalismo:

«Y si es de esa clase el enemigo que tenemos que combatir, ¿por qué quieren algunos de
nuestro propio credo que tengamos gobiernos débiles incapaces de contener con mano
firme el desborde que permanentemente amenaza a la nación? Para el que levanta el
puñal del asesino, para el que prende dinamita cuyo resultado son escombros y despojos
humanos, no hay ni puede haber misericordia ni contemplaciones; porque en estos casos
toda contemporización es una grave falta, toda debilidad es un delito, faltas y delitos
que no perdonan ni la Patria ni la Historia» .

Esta aversión de Núñez por los radicales se había ido desarrollando más por un
enfrentamiento personal que ideológico, aunque, como lo había previsto Murillo Toro,
su pasión individual se iría convirtiendo en la transformación de su pensamiento y de su
política. Las masas radicales fustigaron sin misericordia las relaciones amorosas de
Núñez con Doña Soledad Román, sin perdonarle su raigambre conservadora a ultranza
y su historial como mujer atractiva e intrigante. El Congreso de 1878, de mayoría
radical, se opuso al nombramiento de Núñez como ministro plenipotenciario en
Washington. Este hecho, aparentemente secundario, se convirtió en definitivo para que
Núñez planificara su venganza, aun a precio de su propia trayectoria ideológica radical,
de larga data. Mientras los radicales se habían propuesto la destrucción política de
Núñez, este se preparaba para la defensa de su amor propio herido, de sus ambiciones
personales, del amor de su vida con Doña Sola, y de su vaga idea de «regeneración» que
se iría clarificando sólo en la medida en que tenia que buscar un pretexto ideológico
para aglutinar fuerzas dispersas contra los radicales.

Los radicales, dentro del liberalismo, habían presentado una de las principales fuerzas
defensoras de la revolución democrático burguesa en Colombia contra la amenaza de la
restauración antidemocrática disfrazada de escolasticismo, de fe católica, de
autoritarismo y de centralismo hegemónico que el Partido Conservador había
abanderado durante cincuenta años. Su caída iba a significar históricamente el fracaso
de esa revolución democrático burguesa en nuestro país. La Regeneración va a ser para
el proceso histórico siguiente el movimiento que le dio la estocada definitiva y el golpe
de gracia a la revolución democrática.
EL ASCENSO DEL CONSERVATISMO

La Regeneración como una realidad histórica sólo se hizo posible con el arribo de
Núñez al poder y la derrota definitiva de los radicales. Aunque en 1880 Núñez llegó a la
Presidencia, no contó entonces, con las condiciones de poder para llevar a cabo su
«regeneración». Tuvo que pasar a través de la guerra de 1885 y el descalabro de los
liberales unificados, la alianza con todos los sectores del Partido Conservador, para
poder imponer sus reformas «regeneradoras». Para llegar allí transcurrieron cuatro
etapas: la etapa del desastre radical, la etapa de la traición de Núñez, la etapa de la
alianza con el Partido Conservador, la etapa de la reforma constitucional.

Primera etapa, 1874-1880: El desastre radical puede mirarse en su conjunto. Comienza


con una profunda división del radicalismo, aprovechada por Núñez para ponerse al
mando de los independientes. El país atraviesa por una grave crisis económica con la
caída uno tras otro de los productos que generaban los recursos fundamentales del país,
el tabaco, la quina y el añil. Los radicales son incapaces de salirle al paso a esta crisis
económica. Los conservadores aprovechan las circunstancias para lanzarse a la guerra
del 76, la cual logra reunificar transitoriamente a los liberales, pero con un resultado
adverso a los radicales que tienen que aceptar el triunfo de un general mosquerista y
posteriormente su presidencia. Trujillo se convierte en el camino de Núñez al poder y, a
través de él, en el instrumento del regreso y consolidación del conservatismo.
Derrotados los conservadores en la guerra del 76, cambian su táctica de enfrentamiento
antagónico y militar e inician un proceso lento de acercamiento a Núñez, comandados
por Carlos Holguín, Carlos Martínez Silva y Miguel Antonio Caro. Son estos tres
dirigentes conservadores los que comprenden el llamado angustioso de Núñez al Partido
Conservador y los que conducirán a su partido a la alianza con Núñez en la etapa
siguiente y a la conquista del poder.

Los radicales no oponen un programa político y económico a Núñez, sino la fuerza de la


maniobra y las armas. Con la candidatura del general Rengifo es imposible contrarrestar
la avalancha de una renovación ideológica patrocinada por los independientes al mando
de Núñez, no importa que ella sea lo suficientemente confusa para aglutinar fuerzas
muy contradictorias y neutralizar a los conservadores. El triunfo de los independientes
es abrumador. Elíseo Payan en Cauca, José Eusebio Otálora en Cundinamarca, José
María Campo Serrano en Santander, Robles en Magdalena son los artífices de esa
victoria. Todos están contra el radicalismo y todos, unos más abiertamente que otros,
reciben el apoyo de los conservadores.

¿Qué le había pasado a los radicales? Primero, es indudable que la crisis económica
había afectado a los Estados tradicionalmente más partidarios suyos y que, en lugar de
tomar medidas para contrarrestarla, los gobernantes allí se habían extralimitado en leyes
y decretos nada conducentes a solucionar la crisis, como el caso de Solón Wllches en
Santander. Segundo, los radicales no habían sabido sumar fuerzas. Por el contrario, en
lugar de tratar de neutralizar a sectores independientes de larga trayectoria radical, los
enajenaron enfrentándolos en todos los terrenos. Ese fue el caso de Camacho Roldan y
Miguel Samper. Tercero, su vieja enemistad con el general Julián Trujillo, arraigada en
los violentos enfrentamientos de Murillo Toro y Mosquera, pudo más en el ánimo de los
radicales que la necesidad de aglutinar fuerzas contra Núñez. Cuarto, no queda duda de
que los radicales subestimaron a Núñez y creyeron que se le cerraba el paso
simplemente atropellándolo con medidas administrativas, en lugar de confrontarlo en el
terreno de las ideas. Todas las circunstancias políticas y de crisis económica favorecían
a Núñez. El juego maestro de éste fue el de saberlas aprovechar, en un momento de
suprema debilidad organizativa para él, cuando no contaba ni con partido ni con
ejército. Quinto, los radicales siguieron defendiendo unos principios políticos muy
generales que ya nada le decían al país y no supieron avanzar en sus planteamientos
para afrontar nuevas situaciones ante la arremetida de Núñez que encontraba acogida
cada vez más amplia en los círculos conservadores. El liberalismo había perdido su
rumbo revolucionario, no había encontrado una dirección política acertada y fuerte que
enderezara su lucha contra Núñez y la reacción, y se había quedado corto ideológica y
políticamente frente a la gran coyuntura histórica que le exigía su misión de salvar al
país.

Segunda etapa, 1880-1882. Esta etapa abarca los dos años del primer gobierno de
Núñez. Por primera vez se plantea el programa de la Regeneración y se comienza a
poner en práctica con medidas concretas, siguiendo los lineamientos generales que su
ideólogo habla venido presentando como una concepción general. Desde el discurso de
posesión Núñez fija ya algunos de los puntos fundamentales de su programa: 1)
tolerancia religiosa y abrogación de la ley de inspección de cultos; 2) restauración del
proteccionismo; 3) una reforma educativa que controle el desborde de las ideas
positivas 4) medidas contra la subversión del orden; 5) reorganización del ejército para
prevenir trastornos; 6) intervención de la Corte Suprema de Justicia en los Estados
federados. Núñez resumía su política en una consigna central; paz a toda costa.

Los siete puntos podían reducirse a cuatro, convertidos en pilares del movimiento
regenerador: restauración de los privilegios políticos a la Iglesia, intervención del
gobierno federal en los Estados, proteccionismo y reforma educativa contra el
utilitarismo y en favor del escolasticismo. Su objetivo fundamental no radicaba en ese
momento en provocar una reforma radical, sino en ganarse las fuerzas sociales con las
que llevaría a cabo su «regeneración». Ganarse a la Iglesia, atraer a los terratenientes,
neutralizar, por lo menos, a los artesanos y golpear a los comerciantes. En esa forma se
ganaba el poder político eclesiástico y cohesionaba las fuerzas de oposición al
radicalismo. El programa de Núñez, hágase los esfuerzos que se quieran en probar lo
contrario, era la esencia del programa secular del conservatismo y de la reacción
colonial, disfrazada de republicanismo. Eh ahí el origen y la esencia de la traición
histórica de Núñez no al Partido Liberal, sino a la revolución democrática.

Con tres leyes -la ley 17 de 1880 sobre Orden Público, la ley 39 del mismo año de
creación del Banco Nacional y la ley 40 sobre proteccionismo aduanero- y una serie de
pronunciamientos y medidas sobre la educación, puso Núñez en marcha la
Regeneración. Inmediatamente lo abandonaron dos de los jefes más connotados del
Partido Independiente, Camacho Roldan y Miguel Samper. Después le siguieron casi
todos los independientes de trayectoria que se habían unido a Núñez. Sólo se quedaron
con él un grupo de jóvenes sin mucha prestancia en el radicalismo deslumbrados por la
imagen de corifeo ilustrado que por muchos años se había fabricado.

La esencia de la ley de orden público consistía en darle al ejecutivo atribuciones sobre


los Estados soberanos. En esto Núñez no era original. Mosquera lo habla pretendido sin
éxito, echándose encima la enemistad de los radicales temerosos de su poderosa
influencia y de su inmensa capacidad de maniobra nacional. Ahora los radicales, unos
más enérgicamente que otros, temían que Núñez, sin los controles de una ley electoral,
utilizaría la ley de orden público, para cambiar la correlación de fuerzas electorales en
los Estados. Desde este punto de vista, a los radicales no los engañaba su instinto
político.

Se produce, entonces, la reacción de los economistas y políticos radicales que se


opusieron con toda energía al Banco Nacional. Núñez impuso el monopolio del crédito,
el usufructo de las comisiones de las operaciones fiscales y la concentración de los
depósitos oficiales en un Banco único con la justificación de unificar la emisión de
billetes pagaderos al portador. Es decir, bajo la mascarada de la unificación del régimen
monetario, medida absolutamente inaplazable y que ya había sido intentada por
Mosquera, Núñez golpea a los radicales en el centro de su poder económico, el
comercio y la banca. Al monopolizar el crédito y los depósitos del Estado, Núñez
sometió a la quiebra decenas de bancos por los que respiraba el comercio y, en últimas,
el sector más dinámico de la economía en ese estadio de desarrollo de la economía,
como base que era de una acumulación de capital absolutamente necesaria para el
despegue del capitalismo nacional. La emisión oficial, al no existir un régimen de
control y un presupuesto tecnificado, se convertiría en el saco roto del más descarado
favoritismo gubernamental que distribuiría a manos llenas el dinero emitido para lograr
así lo que no tenía en votos el partido político de Núñez y, además, en fuente de la más
bárbara Inflación de nuestra historia, con la cual el partido conservador en el poder se
financiaría para combatir y tratar de exterminar el liberalismo en la década siguiente
hasta la Guerra de los Mil Días.

El Banco Nacional no era un banco central en el sentido moderno de la institución, sino


un Instrumento político para liquidar al radicalismo, golpear a los comerciantes y
ahogar a los cultivadores de café, predominantemente liberales, entonces en pleno
proceso de crecimiento. Un conservador como Martínez Silva, sin vinculaciones
directas con la banca privada del país como en realidad lo eran Camacho Roldan y
Miguel Samper, conceptuaría sobre el Banco Nacional en el momento ya de su plena
consolidación:

«No hay necesidad de entrar a demostrar aquí cuan perjudicial es el monopolio oficial, o
en manos de una compañía particular de la industria bancaria. Sólo como recurso fiscal,
y eso en muy determinadas circunstancias, puede justificarse hoy el monopolio de un
ramo de la industria. Pero tratándose de la bancaria, las razones que militan en favor de
la libertad son más fuertes que en ningún otro caso... La competencia es el alma y el
estimulo de toda empresa; donde el aguijón, la industria desfallece y muere...» .

Los recursos para iniciar el Banco Nacional salieron de un contrato de hipoteca de los
derechos futuros -por espacio de veintisiete años- que poseía la república en la empresa
del ferrocarril de Panamá, firmado pro Salomón Koppel con banqueros de Wall Streat el
26 de octubre de 1880, según el cual la república recibiría tres millones de dólares, en
últimas reducidos a un millón que serviría para poner en marcha el Banco. Después de
describir el desastre fiscal a que condujo el Banco Nacional con las famosas emisiones
clandestinas y sin respaldo, y de demostrar el significado político que adquirió el dinero
hasta dislocar totalmente la noción de honradez individual, Joaquín Tamayo, en su
biografía del regenerador, concluye: «La historia del Banco Nacional es la historia de la
concupiscencia de una época» .
No solamente tenía Núñez razones políticas para imponer el proteccionismo con el
propósito de asegurar el apoyo de los artesanos, sino también motivos económicos de
muy profunda fundamentación. Núñez claramente se manifiesta opuesto a que el país se
proletarice, es decir, a que se desarrolle una clase que en Europa había desplazado a los
campesinos y a los artesanos y que se había manifestado ya como una fuerza actuante
en las revoluciones de 1848 y 1871, esta última en la Comuna de París. Núñez vivió ya
la represión de Bismark contra la clase obrera alemana. No quería, posiblemente, que
Colombia transitara por un proceso semejante al de Europa durante la segunda mitad del
siglo XIX. No tenía otra forma su gobierno para obstaculizar el proceso ineludible del
capitalismo con su secuela de la proletarización que la de imponer el proteccionismo y
salvaguardar la clase de los artesanos. Además, abrigaba otro propósito político, acorde
con su consigna principal de la paz, la de mantener a los artesanos como el fiel de la
balanza social. Por eso afirmaba:

«El librecambio mercantil no es sino la conversión del artesano en simple obrero


proletario, en carne de cañón o en demagogo...» .

«...el libre cambio... significa forzosamente la imposibilidad de formarse un gremio de


artesanos nacionales a la altura de las necesidades de equilibrio social, que no puede
desatender ninguna comunidad previsora; porque es ese gremio la fuerza científica, por
decirlo así, que debe servir de contrapeso, o de fiel, a los platos extremos de la
balanza» .

Desde el punto de vista político el objetivo de Núñez consistía en utilizar a los artesanos
como una fuerza de equilibrio social, impidiendo que un avance del capitalismo los
transformara en proletarios urbanos y logrando que el mantenimiento de una producción
atrasada y feudal como la industria artesanal neutralizara un posible levantamiento del
artesano. Desde el punto de vista económico, la restauración del proteccionismo,
sumado al monopolio crediticio impuesto por el Banco Nacional, reduciría las
posibilidades de acumulación interna de capital en manos de los comerciantes y
fortalecería la única actividad económica rentable en el país a cargo de los
terratenientes.

Núñez podía, en sus discursos y artículos, referirse con frecuencia al desarrollo y a la


industria, pero sus medidas económicas contradecían absolutamente esos objetivos.
Liquidar la única clase -los comerciantes- capaz de garantizar en ese momento histórico
la acumulación de capital necesaria para la inversión industrial y salvaguardar las clases
más atrasadas incapaz de asegurar su desarrollo, son la esencia misma de LA
REGENERACIÓN en el campo económico y social. Sus propósitos en este terreno se
encaminaban a liquidar a los radicales que defendían los intereses de los comerciantes.
Y, además, tenía como blanco de ataque a los radicales para obtener estas metas
fundamentales de su «regeneración».

Le quedaba imposible al regenerador congraciarse con los conservadores y los


artesanos, sin atacar el carácter de la educación impuesta por los radicales. Entonces la
emprendió contra ella. Partió del modelo educativo establecido por los regímenes
conservadores de 1843 a 1850 para restablecer la obligatoriedad de la educación
religiosa en las escuelas y en la universidad y la disciplina férrea y represiva que habla
caracterizado esa etapa. Núñez buscaba romperle la espina dorsal al radicalismo,
golpeándolo ideológicamente en la base de su doctrina utilitaria y positiva. En la
reforma educativa Núñez siguió su famosa sentencia de que «la llamada libertad de
enseñanza que se proclamó en 1850 fue... como una sentencia de muerte pronunciada
contra el progreso intelectual» .

Aunque el movimiento estudiantil se levantó contra las medidas de Núñez con la


consigna de: ¡abajo de vergonzosa regresión al fanatismo y al oscurantismo clerical!, el
regenerador logró su propósito y la reforma educativa se abrió camino.

El primer gobierno de Núñez no hizo sino favorecer al Partido Conservador y a la


Iglesia. No solamente fueron sus medidas de trascendencia. También las menores.
Nombró en puestos importantes a Carlos Holguín y a Miguel Antonio Caro, prohombres
del conservatismo. Impulsó una ley que modificaba todo el régimen de inspección de
cultos mediante el cual se mantenía el clero sometido a las leyes y normas del Estado.
Le devolvió los bienes confiscados a las instituciones religiosas en la guerra del 76, con
los cuales se habían financiado los conservadores. Buscó como pudo la forma de
prorrogar su mandato constitucional por otro período. Estas y otras muchas más
tuvieron el efecto de unificar a los liberales. Pero ya el liberalismo estaba minado, el
conservatismo fortalecido y un sector independiente adhería a Núñez. Al final del
período, el presidente del Senado, Ricardo Becerra, caracterizó el gobierno como un
régimen que habla regresado a la suprema autoridad católica, lo que le valió este
comentario al jefe conservador Martínez Silva:

«Por este solo servicio el señor Núñez es acreedor a la gratitud nacional; y nosotros nos
complacemos en rendirle hoy, cuando ya nada tiene que dar ni que ofrecer, un público
testimonio de respeto y de consideración» .

HACIA EL PARTIDO NACIONAL Y HACIA LA CONSTITUCIÓN DEL 86.

Tercera etapa, 1882-1885: Podría decirse que esta etapa comienza ya con las maniobras
de Núñez para prolongar su período presidencial o, en su defecto, con la elección de un
candidato que le abriera el camino para otro mandato. Su problema principal es que no
cuenta con una fuerza política suficiente para ganar las elecciones. Todos los factores
están listos en el camino de Núñez hacia el conservatismo. Sólo el Partido Conservador
lo puede salvar. El acuerdo que venía buscando desde su regreso al país en 1874, por fin
lo logra. Aunque el gestor de la alianza de Núñez con el Partido Conservador, Carlos
Holguín, se encuentra fuera del país, las muestras irrefutables de doctrinarismo
conservador demostradas por el regenerador no ofrecen dudas en la jefatura
conservadora. El manifiesto conservador de 1883 firmado por la Junta de Delegados, el
Directorio Ejecutivo y el Consejo Consultivo de ese partido le da el apoyo irrestricto a
su candidatura. No podía esperarse otra cosa. Como bien lo dice el regenerador, el
Manifiesto era una respuesta lógica y consecuente a toda la política conservadora
agenciada por él desde el gobierno, porque la ley de orden público, la de reorganización
del ejército, las leyes fiscales, la política religiosa, todas fueron, según sus propias
palabras, «medidas conservadoras» .

Núñez es elegido para un nuevo periodo con el apoyo irrestricto y masivo del Partido
Conservador. En realidad, ese año 1883 fue el año culminante de la evolución político
ideológica de Núñez. Desde entonces los historiadores y políticos conservadores lo
consideran un miembro ilustre de sus filas. Solamente hacia la mitad de este siglo los
liberales lo han reincorporado a sus huestes y lo han reivindicado como un verdadero
liberal.

No se trata de una polémica de poca monta. Los partidos colombianos respondían a


posiciones ideológicas radicalmente contrapuestas que se materializaban en estrategias
de desarrollo antagónicas. Las barreras entre los partidos no se habían borrado como lo
pretendía en ese momento Núñez tratando de barnizar su política conservadora con
tintes liberales. Por esa razón, convertir la Regeneración en un movimiento
genuinamente liberal, como lo hace un historiador tan imitado por las nuevas escuelas
del tipo Indalecio Liévano Aguirre, significa desfigurar la esencia del liberalismo
decimonónico y quitarle piso a la revolución democrática, así como reivindicar el papel
del clericalismo, la inquisición y el autoritarismo agenciado por el conservatismo aún
desde antes de su estructuración como partido político.

Lo que triunfó en 1883 no fue la tolerancia, sino la reacción, es decir, la política que
sellaría definitivamente el destino de subdesarrollo a que se ve hoy sometida Colombia.
Quizás nada más elocuente que el testimonio de un testigo de excepción durante todo
este proceso como el concepto de José María Samper, en carta histórica dirigida al
regenerador:

«Yo lo he observado y seguido a usted paso a paso desde 1853, cuando fue uno de los
secretarios del general Obando. La tendencia a la justicia, al equilibrio, a la reparación
del mal con el bien, ha sido constante en usted; es lo que, con maravillosa perspicacia ha
visto en usted el partido conservador, y por eso este partido ha sido nuñista desde 1875;
entendiéndose como nuñismo, el llamamiento hecho a un liberal honrado y justiciero
que se llama Núñez, para que devuelva la paz sólida y el equilibrio a las fuerzas
nacionales, corrigiendo los abusos y los errores del liberalismo extraviado» .

Ya en el gobierno, a Núñez no le preocupó ni la profunda crisis económica ni el


desbarajuste social en que se encontraba el país como producto del desmoronamiento de
la quina y de la caída de los precios del café. Tuvo sólo una preocupación. Cerrarle el
paso a la recuperación de los radicales para poder mantenerse en el gobierno e imponer
la Regeneración con su reforma constitucional. Todo dependía de impedir que los
radicales volvieran a controlar el Estado de Santander para que completaran la mayoría
con Antioquia, Tolima, Boyacá y Bolívar. A estas alturas Núñez parecía intuir que sólo
una derrota militar de los radicales le permitirla lograr sus propósitos y, por esa razón,
se dedicó a provocarlos en todos los terrenos hasta llegar a desconocer la elección del
presidente en Santander. Los radicales respondieron desordenadamente a las
provocaciones de Núñez que, desde el gobierno, firmó un pacto militar con el general
conservador Leonardo Canal. En ese momento jugó papel definitivo una mujer, Soledad
Román. Fue ella la que logró el entendimiento militar de los conservadores con su
marido. Furiosamente conservadora, dominaba a Núñez, y no fueron pocas las
decisiones del regenerador salidas del lecho nupcial, en este histórico período.

De todas maneras la guerra civil se precipitó. Fue una de las guerras más generalizadas
de todas las que sufrió el país en el siglo XIX. Hubo guerra en el Tolima, en Boyacá, en
la Costa Atlántica, en Cauca y en Panamá. Por primera vez los norteamericanos
intervienen directamente en los asuntos internos de Colombia, contribuyendo
militarmente a las fuerzas nuñistas en Panamá. Tal vez lo que definió la guerra a favor
del gobierno y de los conservadores fue el error cometido por los liberales en el sitio de
Cartagena:

«El sitio de Cartagena comenzó el 25 de febrero de 1885, se prolongó durante tres


meses y significó para los radicales el sostenimiento de una línea equivalente a quince
leguas. Fue, sin lugar a dudas la peor equivocación militar de sus generales, que en esta
acción se estrellaron en vano contra una fortaleza imposible de tomar, arrastraron al
aniquilamiento gran parte de sus propias fuerzas, desgastaron fatalmente sus recursos y,
peor aún, inmovilizaron sus tropas y buques durante un tiempo que les era precioso» .

El 17 de junio de 1885 tuvo lugar en La Humareda, una ladera a orillas del río
Magdalena, en el distrito de Tamalameque, la última gran batalla de la guerra,
convertida en «una de las mayores matanzas de liberales en la historia de Colombia» .
La guerra no duró mucho más. El general Sergio Camargo abandonó el mando, entró en
conversaciones unilaterales con el enemigo, solicitó pasaporte para ausentarse del país y
traicionó a los demás jefes. El general Vargas Santos fue elegido para asumir el mando,
pero renunció en manos de Foción Soto. En agosto la revolución de 1885 había llegado
a su fin. Asegurado del triunfo, Rafael Núñez presidió desde el palacio de gobierno el 9
de septiembre de 1885 una manifestación conservadora ante la cual proclamó: «la
constitución de 1863 ha dejado de existir». Se había impuesto la era de LA
REGENERACIÓN.

Habían pasado diecisiete años desde que Núñez pronunciara en el Congreso su consigna
de «regeneración fundamental o catástrofe». Había sido el comienzo de LA
REGENERACIÓN. Lo que ahora seguía era la obra «regeneradora». Aunque las leyes
de 1880 le hablan dado entidad programática y realizaciones concretas, solamente la
reforma constitucional que Núñez inició de inmediato y la obra gubernamental que le
seguiría, podían quedar para la historia como REGENERACIÓN FUNDAMENTAL.
En este proceso Núñez, primero, había consolidado la división del partido liberal;
segundo, había formado un nuevo partido distinto del liberal; tercero, con el poder le
había dado forma a su idea regeneradora con las reformas de 1880; cuarto, había sellado
inicialmente una alianza con los conservadores para llegar al gobierno, más tarde para
derrotar militarmente a los liberales y, finalmente, para formar con ellos un nuevo
partido; quinto, la alianza del partido independiente con el partido conservador para
elegir a Núñez en 1884 y el acuerdo militar de Núñez con los conservadores en la guerra
de 1885 establece en Colombia un partido distinto de los dos partidos tradicionales, el
Partido Nacional, cuya vigencia en la historia y su fin, no han quedado bien definidos.
Pero no hay duda de que al cabo de dos o tres años, el Partido Nacional era, en su
ideología, en su programa, en su composición y en su jefatura, el mismo Partido
Conservador. La década del noventa irá clarificando el carácter netamente conservador
del Partido Nacional hasta definirse completamente con la Guerra de los Mil Días.

La Regeneración no culminó con la declaración de Núñez sobre la muerte de la


Constitución de Rionegro. A ello siguió la elaboración y proclamación de la
Constitución de 1886 y el régimen dictatorial impuesto hasta la Guerra de los Mil Días
sobre la base de la nueva Constitución.

CARTA DE RAFAEL NUÑEZ AL DIRECTOR DE «ELTRADICIONALISTA»

Bogotá, 7 de febrero de 1875.


Señor Director de «El Tradicionalista»:

No pretendo iniciar una polémica con usted. Ni hay necesidad ni conveniencia de


hacerlo en las presentes circunstancias en que yo me encuentro; pero me creo en el
imprescindible deber de decir a usted que no soy decididamente anticatólico, como se
afirma de paso en uno de los artículos del último «Tradicionalista», si bien sea posible
que no estemos acordes en algunos puntos secundarios o de fuero externo. Y en todo
caso aseguro a usted que nadie me gana en tolerancia de las creencias ajenas, ni
tampoco en veneración respecto de todo cuanto se relaciona con el sentimiento
religioso. No se puede con mediano criterio vivir en Inglaterra el tiempo que yo he
vivido sin adquirir la convicción -y muy profunda- de que ese sentimiento es uno de los
más eficaces agentes de moralidad, libertad, orden, progreso y civilización.

Me permito también observarle refiriéndose al mismo articulo, que la lucha electoral en


que hace desgraciadamente mi nombre papel tan conspicuo como inmerecido, no es de
personas. El señor Parra y algunos de sus mejores apoyos han sido hasta ahora
excelentes amigos míos, mientras que algunos de los que me honran con su adhesión no
habían cultivado conmigo sino relaciones muy superficiales. Yo pienso por el contrario,
que en el fondo del debate hay uno de los más fundamentales principios políticos, a
saber: «La libertad del sufragio». No hago inculpaciones, porque en este momento soy
el menos llamado a hacerlas, entre otra razones; pero abrigo la Intima persuasión de que
el país quiere resueltamente gobernarse a sí mismo, esto es, por sí y para sí, en un
sentido fiel y netamente republicano; y causa asombro al ver que algunos entendidos
doctores del partido liberal no den a estas aspiraciones, que me atrevo a llamar
invencibles, toda la importancia que realmente tienen.

Aprovecho esta oportunidad, señor Director, para suscribirme de usted atento servidor y
compatriota.

RAFAELNUÑEZ.

CARTA DE BARTOLOMÉ CALVO A CARLOS HOLGUÍN SOBRE LA


CANDIDATURA DE NUÑEZ PARA 1880

Guayaquil, 14 de abril de 1879

Mi querido amigo:

La llamada revolución en Antioquia ha quedado siendo para mi un enigma. Cosa más


disparatada o más diabólica que aquello no se había visto nunca.

La candidatura de Tomás Rengifo para la primera Magistratura de la Nación es un


insulto que todos los colombianos pundonorosos debemos rechazar; y yo creo que el
partido conservador debería protestar contra ese escándalo adoptando la candidatura de
Núñez, como un medio seguro de imposibilitar el triunfo legal de la candidatura sapista.

No quería yo que el partido conservador entrase en pactos o combinaciones en que


frecuentemente se compromete la dignidad, sino que adoptase a Núñez como candidato
propio, para que realizara el programa esencialmente conservador contenido en su
discurso del 1 de abril y en los Mensajes que suscribió en 1878 como Secretario de
Estado. Pero no espero que los prohombres de nuestro partido piensen de la misma
manera que yo en este asunto, y lo más probable es que tengamos que resignarnos a ver
a Colombia regida por un machetero o tal vez disuelta.

Su amigo de corazón,

BARTOLOMÉ CALVO.

MANIFIESTO CONSERVADOR DE APOYO A RAFAEL NUÑEZ

8 de Abril de 1883

Acércase la época en que debe hacerse la elección de Presidente de la República para el


próximo periodo constitucional, y en tan solemne ocasión es natural que los partidos y
los pueblos ejerciten su actividad a fin de que sea elevado a aquella alta Magistratura un
ciudadano que dé garantías de ejercer con acierto las delicadas funciones de su cargo.

Aunque el partido conservador, alejado antes sistemáticamente de las urnas electorales


por la violencia y por el fraude, pudiera presentarse en el debate electoral con un
candidato de su comunión política, por un sentimiento de elevado patriotismo y de
abnegación, sin ejemplo en nuestra Patria, comprendió, recién pasada la lucha armada
de 1875, que era su deber renunciar, quizá por mucho tiempo, al triunfo directo de sus
hombres y de su causa, para asegurar la paz a la República y para hacer concurrir
suavemente todos los sanos elementos sociales a la obra de restituir a la república su
prestigio, y a las costumbres políticas, viciadas por la violencia y la intolerancia, la
seriedad y la pureza de otros tiempos.

Fiel a este propósito, el partido conservador resolvió apoyar de un modo decidido y


eficaz a la fracción que, desprendida del partido liberal, se ha denominado
independiente; no como se ha dicho por algunos, con el ánimo de dividir para reinar,
sino con el de que aquella fracción, débil e informe al principio, se tornara en verdadero
partido, cobrando aliento para llevar a término las reformas administrativas y políticas
que la situación de la República urgentemente exigía y que el bando radical rechazaba...
Falta aún mucho por nacer, es verdad; pero como regenerar un pueblo víctima por largo
tiempo de un sistema de audaz y escandaloso exclusivismo, y como el bien, del mismo
modo que el mal, se fecunda en sus lógicos desarrollos, es de esperarse que las mismas
causas que han producido el relativo bienestar de que hoy se disfruta, seguirán trayendo
lentamente el que aún nos falta por alcanzar. Y como una de esas causas quizá la más
eficaz -ha sido el apoyo leal y desinteresado prestado por el partido conservador al
independiente y a los Gobiernos constituidos conforme a las Constituciones que nos
rigen, naturalmente aparece que esta política, justificada por la experiencia, debe
continuar mientras se vea que con ella gana la causa de la República.

CARTA DEL PAPA LEÓN XIII A RAFAEL NUÑEZ CONFIRIÉNDOLE LA


ORDEN PIANA

León Papa XIII

Amado hijo, salud y bendición apostólica.


Sabemos que han sido en gran parte restablecida por ti las cosas que, en daño de la
religión católica y con sumo dolor de todos los buenos, habían perturbado y destruido
en los Estados Unidos de Colombia la desenfrenada licencia y la audacia triunfante de
los impíos, lo cual nos hace esperar que en lo futuro todo ha de ser próspero y feliz para
ti y para la Nación que presides.

Por el mérito, pues de estas esclarecidas acciones, te hemos estimado digno de ser
condecorado con un brillantísimo título en que tengas al propio tiempo que un
testimonio de nuestra gratitud, un estímulo para hacer mayores cosas aún en beneficio
del catolicismo. Por tanto, queriendo con singular benevolencia y honor gratificarte y
absolviéndote, para efecto sólo de las presentes, de cualquier excomunión y entredicho
y otras eclesiásticas sentencias, censuras y penas, si acaso hubieres incurrido en algunas,
y juzgando que has de ser absuelto, con autoridad apóstolica y en virtud de estas letras
te hacemos, instituimos y nombramos Caballero de primera clase de la Orden Piana y en
la ilustre asamblea y número de tales caballeros te contamos.

En consecuencia te concedemos amado hijo, que puedas usar el vestido propio de los
caballeros de primera clase de dicha orden y te autorizamos para que, además de la gran
medalla de plata suspendida al lado izquierdo del traje, puedas licita y libremente llevar
la grande insignia de esta orden y clase, sostenida del hombro derecho por una banda
muy larga de seda color azul, con dos rayas rojas en las extremidades laterales. Y a fin
de que no tengas dificultad alguna respecto de la banda, la medalla y la insignia, hemos
ordenado te las entreguen convenientemente arregladas.

Dadas en Roma, en San Pedro, bajo el anillo del Pescador el día 19 de diciembre de
1886, de nuestro pontificado año noveno.

M. Cardenal Ledochwsky.

Al amado hijo Doctor Rafael Núñez, presidente de los Estados Unidos de Colombia.
López Pumarejo: Modernización y
Neocolonialismo
Transcurridos cincuenta años desde la toma de posesión de su primer gobierno, los
historiadores colombianos son casi unánimes en proferir un juicio apologético sobre
López Pumarejo. No hay que acudir a los historiadores liberales. También los
conservadores, a pesar de las profundas divergencias que separaron a su partido de la
llamada «revolución en marcha», participan en este coro de alabanzas. Pero quienes
superan con mucho a liberales y conservadores en un dictamen histórico, no solamente
favorable, sino francamente ditirámbico son los historiadores que, en algún momento se
presentaron como marxistas o que siguen pretendiendo serlo. Debemos mencionar,
especialmente, a Ignacio Torres Giraldo, a Darío Mesa, a Gerardo Molina, a Mario
Arrubla, a Alvaro Tirado Mejía, a Jesús Bejarano, a Jorge Orlando Meló, a Medófilo
Medina y otros más. Todos ellos coinciden, de una manera o de otra, en aceptar el
carácter revolucionario del movimiento liberal acaudillado por López y que llegó al
poder en 1934. Muy pocos historiadores contemporáneos se escapan de esa visión.
Entre ellos merece destacarse Jorge Villegas, cuyos méritos como investigador son
unánimemente reconocidos.

Nuestro propósito no es presentar aquí una investigación muy novedosa sobre alguno de
los aspectos de los dos periodos de López en el poder. Nos proponemos someter a un
escrutinio crítico, a una interpretación disidente, a un examen discrepante, precisamente
el significado histórico del papel jugado por Alfonso López en el poder, en especial,
durante su primer gobierno.

Las principales tesis sobre López elaboradas por los historiadores contemporáneos
pueden reducirse a las siguientes:

1) López llevó a cabo una revolución porque sacó al país de su postración colonial y
feudal, tanto en el campo político e ideológico como en el económico; por tanto su
«revolución en marcha» tuvo el carácter de una transformación radical de las estructuras
nacionales.

2) López es el representante de una burguesía progresista que dio impulso al proceso de


industrialización nacional y que, como baluarte de esa clase que llegaba al poder para
transformar el país, encontró una oposición cerrada de parte de los terratenientes,
decididos a no permitir su transformación.

3) Uno de los méritos más importantes de López fue el de crearle al movimiento


popular y obrero un nuevo espacio, un ámbito diferente que le permitió a uno y a otros
organizarse y aparecer en el concierto nacional como una fuerza a la que había que tener
en cuenta.

Otros aspectos distintos de estos tres podrían mencionarse, pero queremos centrarnos
solamente en el contenido y significado del carácter revolucionario, nacional y obrero-
popular atribuido a López Pumarejo.
Defendemos como alternativa de interpretación una tesis radicalmente opuesta. Estamos
de acuerdo en partir de un hecho incontrovertible, el de que Alfonso López Pumarejo
inició un cambio profundo en el país. La esencia de esa transformación operada por él
consistió en una modernización del Estado y de la ideología política, no como respuesta
a un proceso de desarrollo económico capaz de edificar las bases de la prosperidad
nacional, sino como parte de los requerimientos del mercado de capitales de los países
capitalistas más desarrollados tendientes a crear las condiciones de exportación de
capitales y de inversión directa indispensable para sus economías y anhelados por los
dirigentes colombianos. En otras palabras, lo que los historiadores interpretan como una
«revolución», nosotros lo entendemos como un proceso de modernización exigido por
las condiciones de la importación de capitales que llevaría el país a una estructura
económica adecuada de los parámetros del imperialismo norteamericano en las décadas
del treinta al cincuenta.

LA TRANSFORMACIÓN DEL PARTIDO LIBERAL

Se hace necesario clarificar, primero que todo, la naturaleza y la trayectoria del Partido
Liberal, al cual se debe el acceso de López PumareJo al poder. Comprendiendo su
transformación, se facilitará el examen del papel jugado por López en la historia
contemporánea de Colombia. Podríamos decir que López fue el resultado natural de un
cambio radical y cualitativo sufrido por el Partido Liberal entre 1880 y 1922. Si hace
cincuenta años López lanzó el país a la modernización, hace cien años el Partido Liberal
inició un viacrucis cruento del que saldría totalmente renovado, pero para jugar un papel
histórico completamente opuesto al que jugara durante el siglo XIX en la revolución
democrática.

La firma de las capitulaciones de Neerlandia y el Wisconsin por Rafael Uribe Uribe y


Benjamín Herrera respectivamente con las que llegó a su fin la Guerra de los Mil Días,
significó la culminación de un proceso que condujo el Partido Liberal del siglo XIX a su
desaparición. La fracción del Partido Independiente, desmembrado de los radicales y
bajo la dirección de Rafael Núñez, se había unido a los conservadores para convertirse
en el Partido Nacional; un pequeño grupo de radicales disidentes de mucha prestancia
política e intelectual habían claudicado en su oposición a la Regeneración y a la
Constitución del 86; el Partido Liberal había dejado de figurar como fuerza política en
el Parlamento aniquilado por la opresión de Caro, por los efectos de la llamada «ley de
los caballos» y por la legislación electoral; los intentos de rebelión de 1885 y de 1895
habían sido un completo fracaso y la guerra habla terminado con el triunfo total de los
conservadores.

La rendición firmada por Benjamín Herrera a bordo del barco de guerra norteamericano
Wisconsin un año antes de que Estados Unidos perpetrara allí el robo de Panamá, posee
un simbolismo extraño frente a la historia colombiana del siglo XX. Era el fracaso de la
revolución democrática en Colombia, es decir, de esa revolución iniciada con el
levantamiento de Los Comuneros, continuada por la lucha de la independencia,
perseguida durante el siglo XIX por los radicales, arduamente defendida por Tomás
Cipriano de Mosquera, durante la que se había librado una dura batalla por sacar el país
del feudalismo, por integrarlo a la economía mundial y hacer avanzar el capitalismo,
liquidando el régimen colonial, aboliendo el monopolio de los terratenientes,
eliminando los privilegios de la Iglesia sobre la tierra y las conciencias, y tratando de
que se afianzara el régimen avanzado impuesto en el mundo por la burguesía. En el
enfrentamiento de medio siglo de duración entre las fuerzas progresistas del país y los
poderes retardatarios representados en el Partido Conservador, la balanza se habla
inclinado definitivamente hacia estos últimos. Comenzaba cronológicamente el siglo
XX en un buque de guerra norteamericano invasor y con el poder en manos de quienes
se habían opuesto al desarrollo nacional por más de un siglo.

Durante el período de la Regeneración el Partido Conservador en el poder -llamado


también Partido Nacional en ese momento-, había intentado liquidar todos los vestigios
del Partido Liberal. Miguel Antonio Caro había diseñado meticulosamente la
Constitución del 86 con el propósito de eliminar cualquier resquicio que diera entrada a
la revolución liberal. En forma sistemática fue suprimiéndole todas las posibilidades de
acción al Partido Liberal en la vida política. Fue como si toda la Regeneración se
hubiera concebido para hacer desaparecer el Partido Liberal de la faz de la tierra con la
justificación de que eran los radicales los culpables de todas las desgracias que habían
sobrevenido sobre el país. Núñez y Caro, los dos en coro, la emprendieron contra los
radicales y las circunstancias del momento aunadas con los errores tácticos de estos,
fueron suficientes para obtener una fuerza política arrasadora.

Ante esta arremetida, los liberales se desconcertaron, cayeron en la vacilación, muchos


empezaron a claudicar, otros se desesperaron hasta llegar a enfrentarse en una guerra
civil sin preparación y cohesión suficientes al ya poderoso gobierno regenerador. El
mismo Uribe Uribe se mostraba confuso en el Congreso de 1896, y su posición frente a
la Constitución del 86 era, por lo menos, ambigua. Decía por ejemplo:

«...y sin embargo de que esa Constitución se ha hecho despreciable para todos, y para el
partido liberal odiosa, como instrumento de la más ruda opresión de que jamás
comunidad política alguna haya sido victima; sin embargo de eso, deseo sinceramente
que, si la paz continúa, la normalidad constitucional se establezca plenamente, para que
si la Constitución es buena, como a despecho de todo lo afirman algunos, su bondad
resalte, y si no para verificar en ella la máxima inglesa; la ley mala, ejecutarla, para que
su maldad se patentice y la reforma se imponga. Es decir, creo que el partido liberal
debe aceptar la Constitución del 86, contra la cual se considera en permanente rebeldía;
debe aceptarla como un hecho cumplido y positivo, si no como una creación de
derecho, por razón de su origen; debe aceptarla por declaración explícita, como
implícitamente la aceptó no combatiéndola desde su promulgación, y la ha aceptado
ejecutando actos pacíficos que presuponen el régimen político que en ese instrumento se
apoya...» .

De tal manera fueron ablandándose los liberales para ir renunciando lenta pero
inexorablemente a los propósitos revolucionarios que los había alimentado durante todo
el siglo. Los convencionistas de 1897 modifican ya el programa del partido y tratan de
acomodarlo a las ideas conservadoras. Por eso afirman:

«La convención ha acordado, y somete al examen sincero de los hombres de buena


voluntad, un programa político, que es moderación del antiguo credo liberal. Ese
programa concuerda en muchos puntos con el formulado por su adversario histórico, el
partido conservador, que a su turno ha cogido rizos de su antigua bandera...» .

Ya lo había declarado Uribe Uribe durante sus debates contra las facultades omnímodas
del gobierno de Caro:
«...para garantizar el orden y la tradición, y favorecer la libertad y la innovación... se
preconizaba, en fin, la virtud del justo medio, adquirido por concesiones recíprocas en
lo adjetivo, dejando en pie lo sustancial, a fin de alcanzar de ese modo la realidad de la
república» .

Bien pudieran interpretarse estas declaraciones de renuncia a los principios liberales


para acomodarse a los del otro partido como una contribución a la paz, a la concordia y
al entendimiento entre los colombianos. Sin embargo, es necesario tener en cuenta dos
aspectos. Primero, que históricamente sus concesiones no les valieron de nada, porque
la reacción conservadora no se detuvo y se propuso llevar a término su liquidación
como fuerza política. Y segundo, que lo que estaba en juego no era un simple debate
sobre unos u otros artículos de la Constitución, sino una lucha profunda sobre la
estrategia de desarrollo económico del país. No se obtuvo la anhelada paz con tantas
concesiones y se sacrificó el futuro del país al haber renunciado a principios esenciales
del desarrollo económico para dejarlo a merced de otros principios no exactamente
garantía de progreso. Allí finiquitó, quizás, la última oportunidad que tuvo la burguesía
colombiana para sacar a Colombia de su atraso y de su subdesarrollo. Es ahí donde
radica la trascendencia de este momento histórico y sin una comprensión cabal de él
resulta muy difícil entender nuestra versión sobre el significado de López Pumarejo en
la historia colombiana contemporánea.

Después del desastre liberal en la Guerra de los Mil Días, viene un periodo de
reconstrucción ideológica y organizativa que se extiende hasta 1922, fecha en que se
celebra la Convención de Ibagué, en donde quedan definidos los lineamientos
programáticos del Partido Liberal del siglo XX. Principalmente cuatro planteamientos
del programa de Ibagué fijaron el rumbo del Partido Liberal:

1) una reforma tributaria con la asesoría de técnicos extranjeros;

2) fomento del crédito externo y de la inversión extranjera;

3) estatización de todos los servicios públicos;

4) una legislación laboral que establezca un régimen mínimo de seguridad social, haga
obligatorios los tribunales de arbitramento y fomente la instrucción técnica para los
obreros .

Claramente saltan a la vista los propósitos del Partido Liberal del siglo XX: desarrollar
el capitalismo monopolista de estado, modernizar el país por endeudamiento externo y
establecer un régimen de seguridad social para los trabajadores de la industria moderna
que daba ya sus primeros pasos. Con el primer propósito se ponía a tono con el proceso
mundial del capitalismo inevitablemente dirigido hacia el intervencionismo de estado y
hacia la construcción de una economía mixta, en la que el Estado se iría convirtiendo en
el principal capitalista de cada país, como producto de una economía signada por el
poder de los grandes monopolios y de los gigantescos grupos financieros. Coincidía el
programa del Partido Liberal con los criterios básicos recomendados por la Misión
Kemmerer por la misma época. Al mismo tiempo, definía una estrategia de desarrollo
tendiente a conseguir los recursos para la indispensable modernización del país, la del
endeudamiento y la inversión extranjera. Pero añadía un punto de gran trascendencia
para la lucha que tendría que librar por el poder contra el Partido Conservador, aspecto
que contribuiría a darle la ventaja y que se refiere al establecimiento de un sistema de
seguridad social, no importaba que la clase obrera industrial fuera en Colombia tan
reducida para aquella época.

López Pumarejo fue uno de los gestores principales del programa en la Convención de
Ibagué o, por lo menos, el inspirador de sus propuestas fundamentales. En ninguna otra
influyó tan decididamente como en la definición sobre la estrategia de endeudamiento
externo, de la que era desde tiempo atrás un profundo convencido, por ideología, por
interés económico y por convencimiento de clase. Inmediatamente antes y después de la
Convención, había sostenido una agria polémica desde su periódico El Diario Nacional
con el director de El Espectador, Don Luis Cano, sobre el carácter del endeudamiento
externo. Presionaba López al gobierno para que aprovechara las oportunidades que se le
presentaban de endeudarse y lo espoliaba a ser audaz en la consecución de capitales
extranjeros:

«Esa idiosincrasia nuestra es quizás la primera causante del atraso material del país y la
única explicación que podemos encontrar al hecho de que mientras otros países
inferiores que Colombia en capacidad financiera, en población y potencialidades,
impulsan y acometen obras de progreso con ayuda del capital extranjero, aquí no se
logra contratar un empréstito y seguimos viviendo al margen de la vida económica del
mundo, como rodeados moralmente por una muralla china, por la muralla de la
desconfianza y temor al oro extranjero...» .

E insistía:

«Los colombianos somos sin saberlo enemigos irrevocables del capital extranjero en
todas las formas consideradas aceptables por el mundo civilizado. Comprendemos muy
bien que sin su ayuda no podemos prosperar, lo invitamos a prestárnosla por todos los
medios imaginables, pero tan pronto como hace acto de presencia entre nosotros, nos
ponemos todos de pie a rechazarlo, ya sea que venga a desarrollar nuestras vías de
comunicación, o a fomentar el crédito o satisfacer necesidades de orden fiscal...» .

Comentando las perspectivas que se le abrían a Colombia con el Tratado sobre Panamá
López Pumarejo afirmaba:

«Es la puerta abierta de un nuevo periodo que ha de estar señalado con una acción
sincera, inteligente e intensa para unificar y desarrollar los intereses colombianos con
los de Estados Unidos... Económicamente Colombia debe brindar con espíritu amplio
sus grandes e inexplorados campos de riqueza al trabajo y al capital estadounidense,
cuya cooperación en forma leal y equitativa, abre para nuestro país horizontes
halagüeños de bienestar y prosperidad» .

Mantendría esta posición más adelante. Y en 1933 antes de llegar a la Conferencia de


Paz de Río de Janeiro, a donde asistiría como representante del gobierno de Olaya en las
negociaciones sobre la guerra con el Perú, concede una entrevista a la United Press, en
la que reafirma los mismos puntos:

«Si logramos conservar la paz entre países americanos y somos capaces de mantener
una medida razonable de estabilidad política, antes de poco tiempo serán la mayoría de
ellos campos propicios para la Inversión del capital extranjero» .
Y rubricaba sus conceptos reconociéndole a Roosevelt su política del «buen vecino»,
del cambio operado en su política hacia América Latina, a la que se iba a deber «el
progreso y la reconstrucción económica» del continente .

Si López era el inspirador de una política de endeudamiento externo como un punto


programático del Partido Liberal del siglo XX, debía atribuírsele a Uribe Uribe la
autoría de los otros dos puntos principales; el capitalismo monopolista de Estado y los
programas de seguridad social. Uribe Uribe denominaba «socialismo de Estado» al
capitalismo de Estado y había fijado sus bases en la famosa conferencia del Teatro
Municipal de 1904. En ella definió sin ninguna duda el tipo de socialismo por el que
propugnaba como fundamento del programa del Partido Liberal que iría a remodelar:

«No soy partidario del socialismo de abajo para arriba que niega la propiedad, ataca el
capital, denigra la religión, procura subvertir el régimen legal y degenera, con
lamentable frecuencia, en la propaganda por el hecho; pero declaro profesar el
socialismo de arriba para abajo, por la amplitud de funciones del Estado...» .

En esta forma definía el «socialismo de Estado». Para Uribe no era más que el
intervencionismo de Estado que convertiría el Estado moderno de gendarme de la vida
económica en propietario de medios de producción, en banquero, financista,
comerciante y gran capitalista, parte de los grandes monopolios y controlador principal
de la actividad económica de cada país. Para que este «socialismo» no se saliera de
madre y sirviera a los intereses de una gran burguesía, todavía inexistente en nuestro
país, pero sí ya en la mira de los planteamientos de Uribe, el forjador de los nuevos
ideales liberales del siglo XX advierte con energía en un célebre discurso pronunciado
por él en 1911 sobre el futuro de su partido:

«Venimos con la antigua fuerza de propulsión, pero sin el fogoso aturdimiento que nos
caracterizaba. Nuestra actitud es conciliadora... Partido igualmente celoso del progreso
y del respeto por sus tradiciones, no entiende jamás conservar sin renovar, ni innovar
sin conservar, ni transigir con el mal porque sea antiguo. Ni reacción ni revolución, es
su divisa...» .

Veinticinco años después López tenía que salirle al paso a las acusaciones proferidas
por los conservadores laureanistas que señalaban al liberalismo lopista como
«bolcheviquismo» y coincidía, entonces, con Uribe Uribe sobre el intervencionismo de
Estado definido ahora mucho más claramente desde el poder:

«El partido liberal está en el deber y en la necesidad de ponerse de acuerdo en algunos


puntos que se vienen debatiendo interiormente desde hace algún tiempo, y de los cuales
me atrevo a creer no es de menor entidad el que se refiere a su propia definición actual.
Yo entiendo que el liberalismo de hoy no es, no podría ser, el liberalismo individualista,
manchesteriano. Niego que sea tampoco un liberalismo en trance de ser supeditado o
devorado por el ideario socialista, y estimo finalmente que es algo muy semejante a lo
que se llamó en Inglaterra, hace ya cincuenta años, el radicalismo: un partido liberal
intervencionista, y no digo esto como expresión ideal, sino por la plena conciencia que
tengo de que nuestro desarrollo económico y político no lleva en sí mismo un retraso
menor de cincuenta años. El último absurdo sería pretender que ese retraso fuera de
todo un siglo» .
Ninguna otra transformación más importante operará López durante su primer gobierno
comparable a la reforma constitucional mediante la cual el capitalismo monopolista de
Estado devendrá parte sustancial del carácter de la sociedad colombiana, a la cual
acompañará de una serie de modificaciones trascendentales complementarias, de ahí en
adelante irreversibles. Estará así poniendo en práctica los principios preconizados por
Uribe Uribe durante los últimos diez años de su vida hasta la fecha de su asesinato, el
15 de octubre de 1914, hace exactamente setenta años.

Tantas veces se ha repetido que Uribe Uribe fue el precursor de la seguridad social en
Colombia y que López fue su realizador, al abrirle un espacio político a las clases
trabajadoras y que, por tanto, los dos representan el sector del liberalismo popular
progresista dentro del Partido Liberal, que no valdría la pena repetirlo. Sin embargo,
siendo este punto programático el tercer aspecto que caracteriza la transformación del
Partido Liberal, se impone tenerlo en consideración. Cuando Uribe Uribe plantea un
programa elemental e ingenuo de seguridad social, no existía todavía una industria
moderna en el país y, por tanto, no se había desarrollado una clase obrera más allá de
los asalariados modernos de las trilladoras o de los asalariados agrícolas de la economía
cafetera, estos últimos los más numerosos, pero a los cuales indudablemente no se
dirigían tas propuestas urbanas del remodelador del Partido Liberal.

Sucedía con la seguridad social del destartalado liberalismo de principios de siglo lo


mismo que con su manifiesto de capitalismo de Estado: no existían las condiciones
materiales del desarrollo nacional que sirvieran de sustentación real y concreta a
propuestas consideradas tan progresistas y hasta marxistas en su momento. Tanto el
intervencionismo de Estado como la seguridad social eran el producto del capitalismo
avanzado en Europa, transformado ya en economía del monopolio y de control del
capital financiero, al que Lenin denominarla imperialismo. Varias veces nos ha
sucedido en la historia de Colombia que los principios ideológicos y programáticos han
definido el desarrollo nacional sin que a ellos corresponda una base material y este
desfase ha demostrado la incapacidad de las clases dominantes en cada momento
histórico para adaptar lo más progresista del proceso económico y político del mundo a
las condiciones de desarrollo de nuestro país, de tal manera que hubieran producido el
efecto necesario de sacarlo del atraso. No eran los postulados de Uribe producto de su
mente profética ni tampoco del análisis concreto de la realidad concreta de la situación
nacional, sino del influjo de la social democracia europea y de las condiciones
mundiales del capitalismo.

López recogería las propuestas del capitalismo de estado para la modernización


económica y se apropiaría del programa obrero para convertir al Partido Liberal no sólo
en abanderado del movimiento sindical, sino en su vocero más calificado. Una de las
estrategias, y tal vez la estrategia fundamental que López le presentó al Partido Liberal
en 1929 para tomarse el poder, fue la de ganarse el apoyo de los trabajadores, para lo
cual era indispensable incorporar puntos destinados a mejorar mínimamente la vida
material de los obreros. Pero era necesario, así mismo, diseñar un «estilo nuevo»,
propiciar «un nuevo ámbito», abrir un «nuevo clima», semejante al que habla abierto
Roosevelt en Estados Unidos, que permitiera al Partido Liberal contrarrestar el avance
del Partido Socialista impulsado por líderes populares de gran acogida nacional como
María Cano, Uribe Márquez y Torres Giraldo.

Escribía López al entonces jefe de su partido, Nemesio Camacho:


«Los trabajadores del campo y las ciudades no creen estar habitando el Paraíso Terrenal
donde los suponen discípulos del doctor Pangloss. No han tenido la ocasión de
experimentar la felicidad de vivir pobres e ignorantes, al margen del progreso, sin otra
alegría que la de beber chicha, o aguardiente en exceso. Han vivido en un siglo de
obligada quietud, estacionarios, aprendiendo a ser resignados y obedientes; pero al paso
que salen a incorporarse en la corrida de la vida activa, van sintiendo nuevas
necesidades y nuevos anhelos; quieren calzarse, vestirse, alimentarse mejor,
entretenerse. Y esto, que es natural, es humano y es conveniente, espanta a los
afortunados» .

No se puede resistir la tentación de citar más ampliamente esta carta, con el propósito de
que se experimente más de cerca el ámbito que López pretendía crear con ese tipo de
literatura desparpajada inmersa en frases brillantes, tropos audaces e ideas fuera del
común que cautivan tantas mentes.

«María Cano nos ha colocado a usted y a mí, como a los otros liberales de Colombia
que probablemente alcanzamos a sumar medio centenar, en una posición muy desairada,
confesémoslo cándidamente. Nosotros los liberales jamás nos habríamos atrevido a
llevar al alma del pueblo la inconformidad con la miseria. Nos habríamos sentido hasta
cierto punto culpables de la embrutecedora monotonía de su vivir aprisionado, y
habríamos considerado contrario a los intereses de nuestra clase, enseñarles los caminos
de la independencia económica, política y social. Qué mucho, pues, que los
conservadores y los pseudoliberales atribuyan a las doctrinas de Lenin y Trostsky el
fermento social contra el orden y los intereses creados por ellos, para no reconocer que
María Cano predica la rebeldía contra estos intereses y con el orden en que descansan
desde la roca escarpada de la injusticia general a que se encuentran sometidas las masas
populares?» .

Yen frases admonitorias fija el criterio que guiará su táctica y le dará sin mayores
dificultades el control sobre el movimiento obrero durante décadas al Partido Liberal:

«Con el cambio de clima, de dieta, de horizonte, de circunstancias, ha hecho por fin su


advenimiento al afán del pueblo por mejorar de condición. Es un suceso que los
liberales auténticos debemos saludar con alborozo en franca oposición con los
reaccionarios de todas las tendencias y divisas, que ven en ese afán un peligro para la
república. Sería imperdonable que en esta coyuntura nos faltara sensibilidad moral,
energía o emoción para explicar al país que es desatentado el propósito oficial de crear
en la conciencia pública un ambiente hostil a las apariciones de las clases obreras, y
necia la inclinación a sofocarlas por la fuerza, sin detenerse a examinar los elementos de
justicia que ellas reclaman en su apoyo» .

Los historiadores comunistas colombianos interpretan como un error de su partido no


haber descubierto a tiempo esta tendencia de López Pumarejo favorable al movimiento
popular para haber apoyado en 1934 su candidatura y haber establecido un acuerdo con
el Partido Liberal bajo su dirección. No llegó nunca, para su desilusión, una alianza con
López, porque nunca lo permitió, pero, a cambio, el Partido Comunista después de 1935
se convirtió en el soporte principal del régimen lopista sin condiciones ni
contraprestaciones explícitas de ninguna especie.
Manejó el artífice de la «revolución en marcha» admirablemente su táctica de
neutralizar el movimiento popular, ganarlo para su causa y ponerlo a su servicio
incondicionalmente. A un año de iniciado su gobierno ya comandaba el movimiento
sindical, las organizaciones de trabajadores lo escogían como el arbitro de sus conflictos
patronales y el Partido Comunista se presentaba a su lado en la manifestación del 1° de
mayo en un hecho sin antecedentes en el movimiento obrero colombiano y hasta ahora
sin que se haya vuelto a repetir, para vivar al redentor de la clase obrera colombiana y
fiel aliado del internacionalismo proletario. López no se equivocaba en su estrategia.
Cuando todos los sectores políticos lo hubieron abandonado al final de su segundo
gobierno, carcomido por la corrupción, desgastado por su demagogia desafortunada,
amenazado por el frustrado golpe de estado y víctima del desorden y el desbarajuste
económico, el Partido Comunista y la CTC convocaron al primer paro cívico nacional
con la consigna central de «López al poder» . En 1935 el Presidente López había
expresado muy claramente su objetivo a este respecto:

«Quienes se sorprenden de que el Gobierno acepte el apoyo que las masas le ofrecen
cuando Las minorías de oposición abandonan las vías democráticas, se declaran
Insurgentes, tampoco parecen ver con simpatía la política que sigue el gobierno con
respecto a los sindicatos obreros. Acaso porque olvidan o desdeñan considerar el hecho
más protuberante de nuestra época: la supeditación del hombre político con el hombre
económico. Hay mucha gente que profesa la creencia de que los sindicatos no tienen
ocupación distinta a la de discutir las teorías de Marx y amenazar el orden existente.
Parecen ignorar que el sindicato es simplemente un instrumento de defensa económica y
que en él generalmente no es ahora como antes un problema electoral, pongo por caso,
más interesante que una cuestión de salarios. Tampoco de esa actividad desarrollada por
las clases populares en defensa de su economía puede permanecer ausente ningún
gobierno ni partido político, a menos que deseen ser desalojados de la actividad
democrática el día en que el socialismo u otra ocupación cualquiera pueda
reemplazarlos eventualmente en el Poder... El liberalismo no tiene por qué temer a sus
propias conquistas ni por qué recelar del apoyo que le ofrecen las masas populares. El
liberalismo sólo tiene que desear una buena dirección para que las masas lo lleven al
Poder, y una dirección, no menos buena sino mejor, para que esas mismas masas lo
sostengan en el poder...» .

Qué clase de partido era éste, abanderado del capitalismo monopolista de Estado, fortín
del movimiento sindical y defensor acérrimo de una modernización acelerada del país
por endeudamiento externo? Nada tenia que ver con el Partido Liberal del Siglo XIX,
excepto su nombre. En lugar de defender la independencia nacional contra la
dominación económica o política extranjera, presentaba un programa modernizador por
endeudamiento externo que entregaba la soberanía económica del país a Estados Unidos
como prestamista principal. En lugar de una reforma agraria que liquidara el régimen
terrateniente como premisa esencial del desarrollo industrial y de la acumulación interna
de capital, planteaba el establecimiento y desarrollo del capitalismo monopolista de
Estado como una necesidad insustituible del endeudamiento con el imperialismo. En
lugar de una política de creación de un mercado interior autónomo basado en la
producción de bienes de capital para darle solidez a un proceso soberano de desarrollo
económico, impulsa el fortalecimiento de todos los mecanismos del capital financiero,
baluarte indispensable del capitalismo monopolista de Estado. Es decir, el programa
liberal de 1922 relegaba para siempre los principios de la revolución democrática, a los
que había venido renunciando desde antes de la Guerra de los Mil Días con el programa
de la Convención de 1897. Para el liberalismo la modernización de su programa
significó el abandono de los objetivos de la revolución democrática. El «nuevo estilo»
de López Pumarejo y su «nuevo clima» no era sino la forma, el ropaje, la máscara que
ocultaba una política expresamente definida de modernización imperialista. Ese estilo
demagógico de tinte «populista» que fascina, hipnotiza e inocula al pueblo, en este caso,
al movimiento obrero y a los intelectuales izquierdizantes pequeño burgueses, no posee
sino un barniz pseudodemocrático del que tomó ventaja para adoptar una política
totalmente contraria a los intereses económicos y políticos del pueblo.

El ambiente político reinante en el país se prestaba extraordinariamente para una


estrategia del tipo que propiciaba López. Desgastado por cincuenta años de poder
hegemónico, desprestigiado por su incapacidad de modernizar la economía, acobardado
por una terrible crisis económica, aquejado por todos los resquebrajamientos del
fanatismo, amenazado por las primeras huelgas del movimiento obrero, derrotado
después de una división profunda, el Partido Conservador se había encerrado en la más
recalcitrante de las posiciones retrógradas. Laureano Gómez predicaba la inevitabilidad
del Estado confesional, le exigía a la jerarquía eclesiástica la excomunión de los
liberales, justificaba la necesidad histórica de la inquisición española, proclamaba la
superioridad de la raza blanca española sobre la negra y la indígena, se ponía de parte de
los franquistas españoles, confundía la masonería con el comunismo, equiparaba el
sindicalismo con el bolcheviquismo, levantaba la bandera del nacionalismo a ultranza
contra el capital norteamericano hasta llevarlo más tarde a colocarse de parte de los
nazis en la Segunda Guerra Mundial; todo era una cruzada contra el ateísmo liberal y
los males del capitalismo en el mundo, a favor de la tranquilidad patriarcal
acérrimamente católica y clerical . Entretanto, ninguna idea sobre el desarrollo
económico ni estrategia industrial o agrícola de cualquier clase era planteada por el
Partido Conservador como contrapartida a las ideas modernizadoras del Partido Liberal.
No resultaba, pues, extraño que la prédica lopista apareciera como una «revolución» y
atrajera las masas obreras sin otra alternativa diferente a la vista, ya que la alternativa de
izquierda sucumbía deslumbrada por el liberalismo del siglo XX.

¿Por qué, además, insistir tanto en la contraposición del planteamiento modernizante de


López Pumarejo con la revolución democrática? Por varias razones. Históricamente el
proceso de la revolución mundial democrático-burguesa constituyó una lucha por el
establecimiento y desarrollo del capitalismo, lo cual implicó la realización de una serie
de transformaciones indispensables para el desarrollo económico y prerrequisitos
insustituibles de una economía socialista. La modificación sustancial del régimen
terrateniente, la creación de un mercado interior de bienes de producción, la defensa de
la producción industrial, la transformación de la economía agrícola, todas ellas sobre la
base de un desarrollo autónomo de economía nacional, hacen parte de la revolución
democrática burguesa y no pueden ser soslayados ni siquiera por la construcción de una
economía socialista de colectivización de los medios de producción. El desarrollo
económico de Colombia debería haber pasado por esta transformación. Fue este cambio
radical el que quedó trunco con el triunfo de la Regeneración y cuya derrota fue sellada
por la Guerra de los Mil Días. Cuando ensaya un juicio sobre López Pumarejo,
mensajero y corifeo de la «revolución en marcha», no puede evitarse comparar su
programa y sus realizaciones con las premisas económicas de la revolución
democrática. Al intentarlo, no se nos ha ocurrido ni siquiera sugerir que López hubiera
tenido que defender los principios y las transformaciones de una revolución socialista.
De ninguna manera. Lo único que está planteado como debate es si los cambios
operados por su «revolución en marcha» contribuyeron o no a sacarnos del atraso, si la
modernización operada por sus gobiernos estableció las condiciones que permitieran
convertir a Colombia en un país próspero, avanzado y con una economía autónoma.

LA MODERNIZACIÓN LOPISTA

Pocos gobiernos en este siglo con propósitos tan definidos y tan consistentes en sus
políticas como el primer gobierno de López Pumarejo. Con inusitada frecuencia López
hace alusión a la estructura dominante en el país y explica las condiciones reinantes en
el período histórico que le tocó afrontar. Permanentemente se refiere a dos puntos
centrales, a la crisis económica que afronta el país, y al atraso secular de sus estructuras.
Fiel al programa del Partido Liberal de 1922, artífice del cual habla sido, López se
propone una profunda modernización del país. En su mensaje al Congreso de 1935 fija
el carácter de su gobierno y su propósito general:

«La política seguida por el anterior Presidente, de conformidad con sus compromisos no
fue liberal, sino de concentración de partidos, y dio por resultado que se aplazara por
espacio de cuatro años la sensación de victoria y derrota que correspondía a cada una de
nuestras dos grandes colectividades políticas dentro de su pugna tradicional... Mi
posición ante la opinión pública es bien diferente: yo recibí la Presidencia de la
República con el compromiso de renovar las instituciones que fueran moldes
insuficientes para una nación más desarrollada y compleja: de examinar sin prevención
alguna todos los problemas nacionales que hubieran sido motivo de diferencia entre las
corrientes antagónicas, procurando resolverlas por apelación constante al plebiscito de
las mayorías nacionales...» .

Enumera allí el programa de reformas que se propone realizar: saneamiento sufragio,


tolerancia religiosa, calificación de mano de obra por medio de la educación técnica,
modernización de la administración pública, reforma tributaria, efectivo
intervencionismo de Estado, legislación sobre tierras, tratado de comercio con Estados
Unidos, reorganización del ejército, seguridad social para los jornaleros agrícolas e
industriales, reforma instruccionista de los niveles primario y secundario y universitario,
reforma de la Universidad .

Seria imposible seguir paso a paso la suerte de todas estas reformas emprendidas por
López Pumarejo y otras más que adelantó en su segundo gobierno y que hacen parte de
todo este proceso de la llamada «revolución en marcha». Vamos a examinar muy
someramente las más esenciales. Aparte de las medidas económicas de emergencia que
tomó López para conjurar la crisis económica y fiscal con que había recibido el país
después de la guerra con el Perú, la primera medida importante que toma es la firma del
Tratado de Comercio con Estados Unidos. Casi todos los historiadores guardan silencio
sobre este Tratado. Recientemente un escritor canadiense, Stephan Randall, le ha
dedicado una parte importante de su libro sobre la diplomacia de la modernización entre
1920 y 1940 . Y Hernán Jaramillo Ocampo tiene que referirse a él al analizar la
situación de la industria en 1949. Constituía este tratado un obstáculo tan grande que
impedía aún el desarrollo de la misma industria imperialista en la segunda mitad de la
década del cuarenta, época en que los grandes monopolios productores de bienes
intermedios se trasladaron a Colombia como resultado de la política de sustitución de
importaciones. Afirma Jaramillo Ocampo:
«...ese tratado no sólo limitaba la libertad arancelaria del país, sino que igualmente
constituía un obstáculo insuperable para el fomento industrial y para la política de
sustitución de importaciones» .

A pesar de su trascendencia económica y política, López se limita a hacer una mínima


referencia al tratado en su mensaje al Congreso de 1935, en el que dice:

«El Gobierno aceptó firmar nuevamente el acuerdo de comercio en Washington el 15 de


diciembre de 1933, a fin de acomodarle a las prescripciones de la Ley americana del 4
de junio de 1934, por la cual se autoriza al gobierno de Washington para celebrar
acuerdos de comercio exterior sin necesidad de aprobación legislativa... El nuevo texto,
propuesto por los Estados Unidos ha sido esmeradamente estudiado por el Gobierno...
Para adelantar este examen con los elementos de juicio que pudiera suministrar nuestro
Ministro en Washington, se pidió a este funcionario que viniera a Bogotá y con él se
llegó a una fórmula que consideramos benéfica para los dos Estados, y esperamos sea
aceptada en Washington, juzgando por los antecedentes de buena voluntad y las
disposiciones de cooperación manifestadas recientemente por la Secretarla de Estado» .

Tan inocente declaración no se compadece con la importancia que los gobiernos


norteamericanos le hablan atribuido desde Wilson a la estrategia diplomática de lograr
tratados recíprocos de Comercio. Convertido Estados Unidos desde finales de siglo en
un país con una economía de monopolio y de predominio del capital financiero, luchaba
en el ámbito mundial por abrirse camino y hacerse a colonias, no importa que fuera del
nuevo tipo, es decir mediante el dominio de los instrumentos de la exportación de
capitales y no por medio de la invasión militar, aunque ya había ensayado esta última en
Cuba, Filipinas, Puerto Rico, Nicaragua y Panamá por lo menos. La «buena voluntad» y
las «disposiciones de cooperación» mencionadas por López Pumarejo componían la
nueva estrategia norteamericana para abrirse paso en América Latina, -en donde había
causado tan adversa reacción el «gran garrote» de Teodoro Roosevelt- y que se
denominaba «la política del buen vecino», diseñada por Wilson, aclimatada por Hoover
y convertida por Franklin Delano Roosevelt en la varita mágica que transformaría a
América Latina definitivamente en el «patio trasero» del coloso gringo.

Este Roosevelt ejercía sobre López Pumarejo un magnetismo arrollador. A cada paso
nos encontramos con exclamaciones de admiración y de reconocimiento como las del
mensaje al Congreso de 1935. Roosevelt era su modelo. Con la demagogia del «nuevo
trato» Roosevelt consolidó su poder en Latinoamérica y puso las bases de su poderío
mundial; con la demagogia «del nuevo trato» López se ganó el apoyo de las grandes
masas obreras, del movimiento sindical y de la recién desempacada izquierda
colombiana. Un autor -libre de toda sospecha de antilopismo- Gerardo Molina, tiene
que confesar que el embeleco producido por Roosevelt sobre la política de López podía
llevarlo a crearse ilusiones sobre la bondad del imperialismo norteamericano.
Escuchémoslo para que nos hagamos al ambiente que se respiraba entonces, descrito
por un actor muy cercano a los hechos. Dice Molina:

«Si antes ’había un cañón listo a reclamar concesiones, privilegios y ventajas para el
capital de ese país invertido en nuestros territorios’, ahora los Estados Unidos
preconizan una política respetuosa y digna de crédito. La orientación de López era
sensata: asociarse, pero ¿con quién? El incurrió en el error, común a casi todos los
liberales del hemisferio, de tomar como definitivos los cambios circunstanciales
verificados en la Casa Blanca y en el Departamento de Estado. Era innegable la
diferencia entre Theodoro Roosevelt y Franklin Roosevelt que anunciaba y quería
aplicar la buena vecindad con los demás países del continente. Pero la realidad era que
el imperialismo tenía una vigencia superior a la transitoria de los gobernantes
ecuánimes y humanos, por lo cual era de temer que a la primera oportunidad nos
volviera a mostrar su cara hostil y la mano armada .

Pero se debió, precisamente, a ese mandatario «ecuánime y humano» la consolidación


del dominio norteamericano en América Latina. Fue su mano blanda y su guante de
gentleman los que permitieron al capital financiero afianzarse antes de la Segunda
Guerra Mundial y lograr que en Colombia se firmara el Tratado Recíproco de
Comercio, se entregara el petróleo y se abrieran camino a las reformas exigidas por
Estados Unidos desde la década del veinte.

La diplomacia de !os Tratados Recíprocos de Comercio, hábilmente planificada por el


Departamento de Estado durante los gobiernos de Wilson, Hoover y Roosevelt,
pretendía obtener tres fines: 1) estimular la exportación norteamericana para reducir los
efectos de la superproducción; 2) desplazar la competencia europea y japonesa en
América Latina, para asegurarse la hegemonía de esta parte del mundo, 3) apoderarse,
mediante este instrumento, de un amplio mercado de capitales de inversión directa e
indirecta, con lo cual garantizaría el control económico de la región. Entre 1928 y 1929
inicia Estados Unidos un gran esfuerzo diplomático por lograr el tratado con Colombia.
En una primera etapa fracasa la negociación debido a una legislación proteccionista que
se originaba en la crisis del 30. Enseguida, las exigencias del Congreso Norteamericano
y los conflictos partidarios en el parlamento colombiano, impiden la ratificación del
Tratado, el cual había sido firmado por Olaya Herrera en 1933. Corresponde al gobierno
de López, gracias a los oficios de Olaya en el Ministerio de Relaciones y del hermano
del Presidente como embajador de Washington, firmar de nuevo y hacer ratificar por el
Congreso el Tratado Recíproco de Comercio entre Colombia y Estados Unidos.

Declaró este Tratado a Estados Unidos como la nación «más favorecida» de Colombia,
logrando así el país del norte su anhelado privilegio para desplazar a sus competidores.
Veinte apretadas páginas de productos abarca la lista correspondiente a los productos
norteamericanos, incluidos la mayoría de los que entonces se empezaban a producir por
la incipiente industria nacional y otros que iban a producir en corto plazo, mientras que
solamente una página relaciona la lista de productos colombianos favorecidos por
Estados Unidos, entre los que se incluyen bálsamo de tolú, semillas de ricino,
hipecacuana, tagua y tamarindos. Solamente el café, el platino y las esmeraldas eran
productos de significación en las exportaciones colombianas . El embajador
norteamericano William Dawson podía afirmar satisfecho en octubre de 1937: «No hay
duda de que la política comercial del gobierno colombiano tiende definitivamente a
ponerse de acuerdo a los propósitos básicos y los objetivos del programa de acuerdos
comerciales de los Estados Unidos» .

La reacción de los industriales fue inmediata, porque el Tratado ponía en peligro a la


industria nacional frente a la competencia de los productos norteamericanos. Antes de
ser ratificado, un grupo de empresarios nacionales envió al Ministro de Industria y
negociador del Tratado, Dr. Francisco José Chaux y es el que decía:
«En nombre de los industriales colombianos que han venido laborando tesoneramente
por el desarrollo de sus empresas a la sombra de la moderada política proteccionista
implantada en los últimos años, lo mismo que de la prensa que nos ha secundado con
calor en esta campaña y de la opinión general que se interesa en el desarrollo económico
del país, con todo respeto nos permitimos solicitar del Gobierno, por el digno conducto
de su Señoría, la posibilidad de que antes de someter a consideración de las Cámaras
Legislativas el tratado Colombo-Americano se permita que éste sea conocido por los
industriales colombianos, tal como fue posible a quinientos técnicos americanos, según
declaración oficial del doctor Arturo Hernández, miembro de la Comisión. De esta
manera podrán aportarse al debate elementos de estudio emanados de la práctica y de la
experiencia. Para abordar un estudio completo sería también pertinente que el
Ministerio a su digno cargo adquiera una completa información sobre capitales
invertidos en todas las industrias, valor total de la producción anual, número de obreros
ocupados en estas actividades y valor de los salarios devengados. Todas estas
informaciones pondrían al Congreso Nacional en capacidad de abocar el estudio del
Tratado en mención y de cualquier otro tratado comercial semejante sobre bases, que
unidas al recto criterio de nuestros legisladores, asegurarían conclusiones acertadas» .

Firmaban esta carta los gerentes de la Industria Nacional Colombiana, de la Compañía


de Tejidos Rosellón, de la Fábrica de Hilados y Tejidos del Hato, de la Compañía de
Tejidos Unión y muchos otros. El tratado no fue discutido, los industriales no fueron
escuchados, el recto criterio de nuestros legisladores no apareció por ninguna parte. La
única voz disidente en el Congreso de 1935 fue la de Diego Luis Córdoba quien
caracterizo el tratado como «obstáculo insalvable para el progreso industrial del país».
Como muestra palpable de lo que siempre sucede en los Congresos de Colombia queda
la constancia del senador Héctor José Vargas de Boyacá, cuya conciencia culpable no
fue óbice para que apoyara al gobierno:

«Voto a favor del Tratado con Estados Unidos porque considero, que, al aceptar el
punto de vista de su nueva política comercial, haciéndole importantes concesiones sin
haber obtenido ninguna excepto la confirmación de nuestro actual estado de cosas, les
damos la mejor prueba de nuestro sincero deseo de cooperar con el reestablecimiento
del equilibrio y del ritmo de nuestro intercambio comercial... .

Los industriales no lograron con sus quejas respetuosas doblegar a quien se ha


considerado por tantos historiadores como el representante de los intereses del
desarrollo industrial de Colombia y tuvieron que radicalizar su oposición para formar
más adelante la célebre Acción Patriótica Económica Nacional (APEN) en alianza con
los terratenientes más recalcitrantes. Los unos contra la política antiindustrial de López,
los otros contra la Ley 200 de tierras, formaron la más contradictoria alianza de
oposición identificados -no se qué tan conscientemente- frente a la posición
proimperialista de quien gestaba la «revolución en marcha».

Todavía antes de lanzarse a las grandes reformas, López adopta medidas de gran
trascendencia para el futuro petrolero del país. Debe recordarse que la diplomacia
norteamericana en Colombia había intrigado sutilmente para que Olaya Herrera no
solamente se convirtiera en el candidato del Partido Liberal para las elecciones de 1930,
sino para que ganara las elecciones. Un testimonio de Guillermo Valencia, publicado
por su hijo Alvaro Pío en el El Espectador para refutar al socialista de «nuevo tipo»,
Alfredo Vásquez Carrizosa que salía por los fueros del General Vásquez Cobo, su
propio padre, confirma los documentos de los embajadores citados por Randall con lo
que se comprueba que el Departamento de Estado presionó hasta conseguir la
candidatura de Olaya, embajador en Washington desde el gobierno de Holguín e
intermediario de la danza de los millones y de los contratos petroleros . Llegado Olaya
al gobierno, se apresura a concederle todas las garantías posibles a las empresas
petroleras mediante la Ley 37 de 1931 y les entrega la Concesión Barco. Esta ley
suprime todas las limitaciones que habían impuesto legislaciones anteriores a las
compañías imperialistas, acaba la autorización al gobierno para declarar caducos los
contratos en caso de incumplimiento, disminuye la garantía por hectárea a que estaban
obligados los monopolios, anulan las disposiciones que sometían a los extranjeros a las
leyes colombianas, disminuye en un 75% los cánones de arrendamiento, elimina el
requerimiento de realizar conjuntamente la explotación, permite al concesionario retirar
todas su instalaciones y renunciar a la concesión antes de vencerse los 20 años de
explotación, reduce las regalías del 11% al 2%, aminora los impuestos a la producción
privada, despoja a la nación del derecho de vetar la localización de la refinería, suprime
la prueba de la posesión real y efectiva. Fue tan asombrosa la entrega Olaya a los
monopolios imperialistas petroleros que llegó a suscitar sospechas en el Congreso de
Estados Unidos debido a las negociaciones con sus amigos íntimos gringos, lo cual
produjo una investigación contra ellos en su propio país, mientras los copartidarios de
Olaya lo llenaban de elogios, alabanzas y sahumerios. En su importante libro sobre el
petróleo Jorge Villegas exclama:

«Apenas llevaba cuatro años el liberalismo en el poder, después de 45 años de


oposición, y en tan breve período superó al conservatismo en su política de entrega de la
soberanía nacional al imperialismo norteamericano. Fue más grande su delito de alta
traición que el cometido por los gobiernos de Marco Fidel Suárez y Pedro Nel Ospina» .

No obstante, López iba a profundizar esta entrega. El gobierno de la «revolución en


marcha» ratifica la legislación de Olaya. Pero no solamente eso. Mediante la ley 160 de
1936 le hace aún mayores concesiones al imperialismo. El más grave de los atentados
de López consistió en entregarle el subsuelo a los monopolios petroleros, prebenda por
la que habían suspirado desde 1919 y que no habían podido conseguir con la legislación
de Olaya. Una vez reconocidos los derechos sobre los subsuelos con titulación anterior
a 1873, López reduce las regalías establecidas por Olaya -ya bien insignificantes-, a
proporciones ínfimas. Suprime, además, las pruebas necesarias para declarar el subsuelo
como propiedad privada. Cierra las puertas a cualquier reclamación eventual en el
futuro mediante el articulo 5 de la nueva legislación. Aumenta los plazos de los
periodos de exploración. Exime a las compañías de presentar los datos geológicos y
geofísicos de sus exploraciones, «lo cual hace en la práctica que puedan explorar,
...taponar.. y esperar...» . Exonera del pago de regalías a los crudos que se refinan dentro
del país con miras a suplir el consumo interno y liberan durante los primeros años de
explotación de una quinta parte de los impuestos a los petróleos que se refinan con
destino a la exportación. Y el gran caudillo popular, el supuesto defensor de los obreros,
declaró servicio público las empresas petroleras para impedir los movimientos
reivindicativos de los obreros y para que los sindicatos allí organizados quedaran
cobijados por la fórmula que introduciría en la reforma constitucional del 36 sobre la
limitación del derecho de huelga en los servicios públicos. Finalmente, se opuso al
establecimiento de una empresa estatal colombiana para la refinanciación del petróleo.
Ningún gobierno conservador había hecho tanto ni ningún gobierno liberal iba a hacer
por la Texas Petroleum Co. como este «revolucionario» del Palacio de Nariño. Mientras
él recibía alborozado el apoyo del movimiento obrero dirigido por el Partido Comunista,
en las antesalas de palacio hacía la más escandalosa entrega de nuestros recursos al
imperialismo norteamericano. ¿No era verdaderamente vergonzoso que la izquierda de
entonces estuviera en conversaciones con López con el objetivo de conformar un Frente
Popular antiimperialista?.

Inexplicablemente todos los apologistas contemporáneos de López silencian estos


hechos. El Tratado de Comercio sólo recibe una mención de pasada y ninguno de los
que defiende a López como el representante de una burguesía industrial progresista se
ha tomado el trabajo de examinar el impacto pernicioso que sobre el desarrollo de la
industria nacional produjo la liberación de las importaciones norteamericanas. Pero si
apenas se menciona el Tratado de Comercio, sobre la legislación petrolera se guarda un
respetuoso silencio. Si la «revolución en marcha» no ha pasado a la historia por
atentados a la economía nacional como estos dos, sí ha recibido un reconocimiento
unánime de todos los tratadistas por su progresista ley de tierras, por su reforma
tributaria avanzada y por su revolucionaria reforma constitucional. Resulta imposible en
el corto espacio de esta conferencia examinar en detalle la esencia de estas reformas
modernizantes y sus consecuencias para el desarrollo del país. Permítaseme, empero,
hacer algunas consideraciones sobre cada una de ellas.

Una revolución agraria contra el régimen terrateniente y en pro de una radical


transformación de la productividad agrícola constituyó el fundamento de la revolución
democrática en Inglaterra, Francia, Estados Unidos. Y en los países feudales o
semifeudales en donde se ha operado una revolución socialista, la lucha democrática por
una revolución agraria se erigió como la piedra de toque de todo el proceso
revolucionario para la construcción de una economía colectivizada. El carácter
económico de esa revolución agraria en la Unión Soviética y en China fue democrático-
burgués, aunque la burguesía hubiera renunciado a realizarla y hubiera tenido que
llevarla a cabo el proletariado en alianza con los campesinos y la pequeña burguesía
urbana. Ni en Colombia ni América Latina se ha operado nunca esa revolución agraria,
base de la revolución democrática, a pesar de los intentos que en ese sentido adelantaron
Mosquera, Florentino González y los radicales en el siglo XIX. ¿Qué significado
histórico tiene, entonces, la Ley 200 de 1936, o Ley de Tierras de López?.

Dejemos que el mismo López la defina. No hay en su definición sombra alguna de


propósito demagógico, sino claridad absoluta de objetivos:

«Hemos llegado a un momento del desarrollo económico de Colombia en que nos toca
en suerte decidir sobre un tema universal de inmediata aplicación a nuestro país. Tal
como lo disponen nuestras instituciones actuales, el gran propietario, el mayor
latifundista colombiano es el Estado, y la propiedad privada de la tierra carece en la
gran mayoría de los casos de un título perfecto, que examinado a la luz de una
jurisprudencia abstracta no diera lugar a un juicio de reversión hacia el Estado.
Técnicamente pues, nos encontramos frente a la alternativa jurídica de definir la Nación
hacia una orientación socialista, o de revalidar los títulos de la propiedad privada,
purificándolos de imperfecciones. El criterio del Gobierno HA ADOPTADO ESTA
última ruta. El proyecto de régimen de tierras no tiene otro propósito que el de
fundamentar la propiedad, organizándola sobre principios de justicia, y resolver los
conflictos a que ha dado lugar la vaguedad litigiosa de la titulación existente. El
Gobierno, acusado de detentar la propiedad privada, os presenta, señores miembros del
Congreso, las bases que considera buenas para defenderla y para que la distribución
futura de las reservas baldías no lleve envuelto el germen de nuevas dificultades o de
impedimento para el desarrollo nacional. ...Para el Gobierno el problema fundamental
de la tierra es su explotación económica, y considera que la propiedad privada debe
aclarar y justificar sus títulos ante la sociedad vinculando el trabajo a la tierra, o abrir
paso a la colonización de las regiones incultas que no pueden continuar siendo
indefinidamente reservas estériles, a la expectativa de una lejana valorización que
nacería de circunstancias ajenas al esfuerzo de los propietarios» .

Podemos resumir los propósitos expuestos por López en los siguientes: 1) purificar de
los títulos sobre tierras baldías, tanto de los colonos como de los terratenientes; 2)
modificar formas de usufructo como la aparcería, convirtiendo a los aparceros en
propietarios o expulsándolos; 3) estimular la explotación económica de la tierra; 4)
desarrollar la colonización de regiones incultas. Ninguna de estas propuestas devenidas
en Ley afectaron el régimen terrateniente ni lo modificaron en lo más mínimo. La
mayoría de los tratadistas interpretan el objetivo del gobierno lopista de estimular la
explotación económica de la tierra como la transformación capitalista del campo por
medio de la que Lenín denominaba «vía junker» o «vía terrateniente» para la
transformación del régimen feudal en capitalista. Todo esto no deja de ser meramente
hiperbólico. Ante todo, la ley 200 no modificó la producción agraria colombiana en
producción capitalista. Simplemente estimuló coercitivamente la inversión de capital
por los terratenientes sin modificar la estructura de la tierra y sin cambiar sus secuelas
de minifundio improductivo y latifundio inculto. Si antes veinte mil hectáreas estaban
en rastrojo o en pastos naturales de ganadería extensiva, ahora se iba a invertir un
capital proporcionado por la Caja Agraria, los bancos, las instituciones financieras, el
mismo gobierno o los prestamistas norteamericanos, en quinientas o mil hectáreas. Este
procedimiento no ha operado el milagro de que el 85% de la tierra cultivable del país
reciba la esperada inversión de capital.

Su propuesta de purificar los títulos de tierras baldías no llegaba siquiera a los más
tímidos proyectos para solucionar los conflictos de tierras presentados en el
trascendental debate de 1933 en el Congreso. Unos socialistas imberbes habían
defendido la nacionalización de las tierras. Lleras Restrepo, desde entonces, se había
reducido a un plan de crédito de fomento, pero Jorge Eliécer Gaitán había planteado la
verdadera revolución democrática con la transformación del régimen terrateniente. En
su notable discurso sobre el problema de tierras en las haciendas del Chocho y Sumapaz
había salido en defensa de los campesinos:

«Creo que el problema agrario en Colombia puede dividirse para su mejor estudio en
tres aspectos. Primero: tierras no cultivadas en las que hay que hacer una subdivisión;
no cultivada y con títulos legítimos y no cultivados con títulos precarios o ilegítimos.
Segundo: tierras cultivadas, con titulación legítima y tierras cultivadas con titulación
ilegitima. Tercero: relaciones entre el trabajo humano y el capital agrario... Vamos a
analizar cada uno de estos casos, pero permitidme anticipar esta conclusión neta,
profundamente sentida por mí. Creo que el país debe llegar a la expropiación de todas
las tierras que no estén siendo trabajadas, con la sola excepción de las reservas
forestales previamente determinadas por la técnica. Es necesario afirmar igualmente
como criterio directivo en estas materias que los derechos sobre la tierra sólo pueden
fundamentarse en el esfuerzo humano, ya que la tierra, como el aire y como el agua, son
elementos naturales e indispensables para la vida humana» .

Y añadía:

«Es que no basta simplemente tener un título y tomarlo en el sentido individualista de


nuestro derecho civil. Es necesario imponer un nuevo criterio de equidad social que
interprete el derecho a la propiedad de la tierra fundamentándolo en el trabajo a ella
vinculado» .

La Ley de Tierras del régimen lopista era una respuesta a aquellos conflictos de los
colonos y de los campesinos contra los terratenientes y contra el Estado. Jamás su
propósito fue revolucionar el campo, sino todo lo contrario, impedir a toda costa que se
insurreccionara y lograr atraerlo al Partido Liberal con esa consigna de López que ha
signado la trayectoria contemporánea de su partido: «que las masas lo lleven al poder y
los sostengan en el poder». Todas las argucias, engaños, ilusiones, demagogias y leyes
que sean necesarias para ello, se justifican, mientras no se ponga en peligro el orden
establecido reformado y maquillado mil veces.

Es muy importante de nuevo el testimonio de un lopista ideológico como es Gerardo


Molina sobre el sentido de la Ley 200. Escribe Molina:

«El mencionado estatuto no se propone modificar a fondo las estructuras agrarias. En


realidad él busca fortalecer la propiedad privada. El hecho era que la mayoría de los
propietarios carecían de títulos firmes en contra del Estado, y la jurisprudencia sostenía
que para probar la propiedad era necesario demostrar que el Estado se había
desprendido de ella. La Ley 200 vino a resolver el problema al prescribir que habían
salido del dominio de aquel las porciones que estaban en poder de particulares que las
explotaban económicamente, o sobre las cuales ellos podían exhibir títulos privados de
veinte años de antigüedad. No buscaba la ley 200, aunque otra cosa se dijera, la
redistribución de la gran propiedad agraria» .

Toda la algarabía suscitada por esta ley en aquella época procedía de que los
terratenientes colombianos no habían sido ni siquiera mencionados por ninguna ley
desde 1880 y se consideraban intocables, aún así fuera para volverse grandes usuarios
del capital financiero, que era lo que en esencia les proponía López. No estaba entonces
el ambiente para esa comprensión. Como sucedió con tantas reformas modernizadoras
de López pasada la bulla de la oposición laureanista recalcitrante, todos los opositores
se amoldaron, se aprovecharon y, en últimas, la Ley vino a beneficiar a todos los
terratenientes cuyos títulos estaban en duda o a quienes de ellos tuvieron oportunidad de
comprar los jueces para ampliar sus propiedades. Muy bien lo sintetiza Molina:

«Era tal la cerrazón intelectual de los propietarios rurales y su criterio clasista que no
comprendían que López deseaba salvarlos y hacerles la economía de una conmoción,
siempre que dieran un paso en el sentido de la modernidad. ...Apreciada en términos de
evolución histórica, la acción de López era conservadora porque se dirigía a darle al
dominio territorial una estabilidad que no tenía» .

Finalmente, refirámonos a la modernización del Estado. Esta quedó planteada en cuatro


puntos esenciales de la reforma constitucional de 1936 y en la reforma tributaria. Los
cuatro puntos tienen que ver con el régimen de propiedad, la intervención del Estado en
la economía, las regulaciones capital-trabajo, las relaciones Iglesia- Estado y el control
de la educación por parte del Estado. Pero el aspecto nodal de la modernización del
Estado radicó en la institucionalización del capitalismo monopolista de Estado. Ella
Implicaba la posibilidad de establecer la planificación económica, la conversión del
Estado en un capitalista y un regulador de la economía en materia de inversiones,
créditos, finanzas, presupuesto, precios y salarios, etc.

Hoy a nadie en Colombia se le ocurre defender que el intervencionismo de Estado,


incluido en la reforma constitucional de 1968 como perfeccionamiento del capitalismo
monopolista de estado establecido en la reforma del 36, o los intentos de mayor
profundización de esta propuesta en la «pequeña constituyente» de López Michelsen, o
las diferentes reformas al sistema judicial, constituyan una revolución. En aquella época
los conservadores la acusaron de comunista, pero todas las propuestas modernizadoras
de López fueron tildadas de comunistas o de masonas por ellos, hasta las mismas
relaciones de intimidad con Estados Unidos y más adelante el rompimiento de
relaciones con el Eje de la Segunda Guerra Mundial. Era su forma política de oposición
y obedecía al convencimiento ideológico de Laureano Gómez. Pero después de 1945
ningún conservador volvió a considerar el intervencionismo de Estado ni como
revolucionario ni como comunista.

¿A qué obedeció la firme decisión de López Pumarejo de reformar la constitución y


modernizar el Estado? Como vimos al principio, López había logrado incorporar en el
programa liberal de 1922 el intervencionismo de Estado como un propósito de su
partido. Y allí lo había definido muy claramente. En Colombia no se daba ninguna de
las condiciones económicas que habían producido el desarrollo necesario del
capitalismo monopolista de Estado europeo y americano. Ni los monopolios
industriales, ni los gigantescos grupos financieros, ni tas inmensas inversiones estatales,
base material de toda teoría keynesiana tan en boga en ese momento en los Estados
Unidos puesta en práctica por el maestro de López, Franklin D. Roosevelt. Toda la
economía colombiana se reducía a una incipiente industria, a una banca raquítica sin
ningún control sobre el proceso económico, a un Estado en quiebra, sin instrumentos
fiscales suficientes.

No existía, pues, una base material para el capitalismo de Estado. Pero López había
comprendido hacía mucho tiempo que sin esa transformación radical no iría a ser
posible la modernización del país, cuyo fundamento tenía que ser el endeudamiento
externo, tal como lo había preconizado en los debates de 1922 y lo había incluido en el
programa de Ibagué.

López estaba claro en un principio económico tomado del desarrollo de las economías
imperialistas: que Colombia no avanzaría sin el fortalecimiento del sector financiero.
Pero no existiendo una acumulación interna suficiente para producir esa masa inmensa
que Lenín llamó «exceso de capital», había que crearle un soporte estatal, capaz de
recibir y canalizar el capital financiero norteamericano, fuente de la gran modernización
de Colombia. Entonces se propuso fortalecer la economía estatal para abrirle camino al
desarrollo del sector financiero. Esa fue, en esencia, la fórmula recomendada por la
misión Kemmerer en 1922 y en 1932 como condición de los préstamos norteamericanos
y aprendida por López cuando desempeñaba el puesto de primer gerente colombiano de
un grupo financiero norteamericano, el Banco Mercantil Americano.
En efecto, a la gerencia de ese banco lo había llevado su experiencia en los negocios
particulares de importación y exportación aprendido al lado de su padre Pedro A.
López, poderoso comerciante de café en Honda. Se dice que importó a Colombia, en su
calidad de intermediario de los norteamericanos, una suma igual a los veinticinco
millones recibidos por la indemnización de Panamá antes de que ella se materializara.
Pocas veces los financistas norteamericanos han expresado tanta admiración por sus
servidores colombianos, como la que profesaban por él el Presidente del Banco
Mercantil de New York.

Le escribía lo siguiente:

«Quiero asegurarle a usted, mi querido Alfonso, que lo que usted ha estado haciendo en
favor de nuestros intereses en Colombia, han llevado a todo el mundo aquí, incluso a
nuestros directores, a sentir por usted el más alto grado de admiración por su habilidad...
usted puede estar seguro... de que lo tendremos siempre presente como ejemplo de lo
que se puede hacer, cuando hablamos con los nuevos hombres que van a servirnos en
otros países» .

El celo con que López defendía los intereses financieros norteamericanos lo llevaron a
hacerse sospechoso ante el gobierno conservador por la intervención indebida de
Estados Unidos, cuando trató de mediar, con su socio Samper Sordo, en la revuelta de
los uniformes el 16 de marzo de 1919. Tiene que intervenir el Departamento de Estado
y el Vicepresidente del Banco le envía una nota en la que se estampan estos conceptos
sobre López:

«Hemos empleado al señor Alfonso López como uno de nuestros gerentes. El es


probablemente el mejor banquero latinoamericano que yo haya tenido el privilegio de
tratar. Es muy conocido en New York y aparentemente conoce nuestro país también
como los del Sur y Centro América. Es inapreciable para nosotros habiéndonos prestado
servicios por los cuales estamos obligados para con él» .

En la renuncia enviada por López queda muy claro su papel:

«No fue ni nunca ha sido necesario que yo acuda a los periódicos para defender mis
procederes o conducta; lo hice única y exclusivamente para defender los intereses de
este Banco y los de los aliados con él, con los más satisfactorios y benéficos
resultados... En el término de doce meses hemos logrado hacer... lo que nuestros más
fuertes competidores no han hecho en medio siglo. Ustedes tienen ya aquí la mayor
organización bancaria y la mayor institución exportadora y antes de mucho tiempo
tendrán también la mayor institución importadora» .

Podemos resumir:

1) López fue quien consolidó al Partido Liberal como el partido de la modernización


basada en el endeudamiento externo. Para Estados Unidos en su lucha por abrirse
campo en América Latina y consolidar su poder en el continente dentro de la lucha que
librara a nivel mundial por la hegemonía, un Partido Conservador obsoleto y esclerótico
no le servia. Por eso encuentra en el Partido Liberal de López la verdadera opción para
modernizar el país, modernización que se constituye en una necesidad insustituible para
su exportación de capital a Colombia.
2) La modernización operada por López no toca ninguna de las estructuras económicas
que se rigen en el país como un obstáculo fundamental al desarrollo nacional que supere
el atraso y construya una industria nacional autónoma, base y condición de la
prosperidad de Colombia. La modernización operada por López y continuada
posteriormente por los dos partidos tradicionales no ha sacado al país de su postración
económica. Ha cambiado todo para que todo siga igual. Por esta razón la modernización
lopista no es sino el acondicionamiento de la economía nacional a las necesidades del
control que ejerce Estados Unidos sobre nuestra economía. Yo la he llamado
modernización imperialista.

3) López representó el surgimiento de una nueva clase en la sociedad colombiana. Uribe


Uribe quedó en la historia como el primer intérprete de los intereses de la burguesía
industrial, incipiente, sumamente débil, vacilante en política y, al mismo tiempo,
tremendamente inconsecuente. Esa burguesía no alcanzó a llegar al poder. Se quedó a
medio camino. Uribe es el símbolo de su frustración histórica. López parte de allí, del
surgimiento y desarrollo de esa burguesía, pero, al erigirse en el gestor de un partido
modernizador por endeudamiento externo y al haber llevado a cabo esos programas en
la reforma constitucional de 1936, plasmados en el capitalismo monopolista de Estado y
en las bases del desarrollo del sector financiero, López se convierte en el adalid de una
nueva burguesía, la financiera, intermediaria y burocrática, cuyos intereses económicos
no pueden desligarse del capital imperialista y entran en contradicción con los intereses
de la burguesía no monopolista del país. López convirtió al Partido Liberal en el partido
de la gran burguesía financiera, monopolista y burocrática. Que ahora todos los
intereses se entremezclen con los de los terratenientes y que los partidos se hayan
revuelto hasta casi confundirse, no hace sino cumplir lo que Gaitán ya anunciara, que el
imperialismo los ha fundido en sus programas e ideologías.

4) López no llevó a cabo ninguna revolución. Por el contrario, lo que hizo fue impedirla
a toda costa. Sus reformas fueron el baluarte de su política de neutralización de las
masas obreras y campesinas. Maestro en la demagogia, doctrinador de las masas, mago
de la palabra, fascinador de las izquierdas, maquinador de todas aquellas
transformaciones que no significaran afectar el orden establecido, catequista de la nueva
clase dominante, evangelizador del endeudamiento externo, oráculo de la
modernización, después de López el país no ha sido igual, es otra Colombia,
modernizada, integrada al oleaje del mundo, aunque arrastrando los rezagos de siglos de
atraso y de subdesarrollo.
A mediados del Siglo XX: La Convulsión
política y Subdesarrollo Económico
EL MEDIO SIGLO XX

Desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial hasta los comienzos del gobierno
militar de Rojas Pinilla podría abarcar este periodo denominado «el medio siglo».
Desde el gobierno de Alberto Lleras Camargo (1946) hasta el golpe militar contra
Laureano Gómez (1953) se definiría una de las etapas más convulsionadas e
importantes de la historia colombiana del siglo XX. El momento más álgido de la
«violencia», el único golpe militar del presente siglo, los primeros «planes de
desarrollo» auspiciados por agencias internacionales, los gérmenes del movimiento
guerrillero contemporáneo, la abstención electoral del Partido Liberal en dos elecciones
consecutivas, el intento de una reforma constitucional de carácter corporativista y cuatro
intentos de gobiernos compartidos por los dos partidos tradicionales, son hechos
históricos particulares que caracterizan a Colombia al doblar el siglo XX y definen con
asombrosa determinación el proceso seguido por el país durante la segunda mitad de
esta centuria.

La importancia histórica del «medio siglo XX» proviene precisamente de allí, es decir,
de que prepara las condiciones inmediatas del FRENTE NACIONAL, no solamente por
las necesidades subjetivas que crea, sino por las circunstancias objetivas que desarrolla,
ante las cuales los dirigentes que controlan el curso del país en ese momento responden
con un extraordinario sentido de defensa propia y de visión realista frente a la situación
política nacional e internacional.

1948: UN HITO HISTÓRICO

Nunca se sabrá quien asesinó a Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 en pleno
centro de Bogotá. Las masas enfurecidas se organizaron espontáneamente y buscaron
por toda la ciudad a Laureano Gómez a quien culpaban del crimen. Después enfilaron
su ataque contra el Palacio de Nariño acusando al Presidente Ospina Pérez de haberlo
mandado matar. No se hizo esperar la respuesta del gobierno sindicando al «comunismo
internacional» de un acto de alta provocación destinado a desatar la insurrección y
tomarse el poder. El veredicto de las masas quedó inconcluso porque fracasaron en su
búsqueda y porque no tuvieron ni la organización ni la dirección suficientes para lograr
su cometido. El gobierno, por su parte, rompió relaciones con la Unión Soviética,
expulsó a sus diplomáticos, ilegalizó el Partido Comunista y tejió toda clase de fábulas
para implicar al estudiante Fidel Castro que, por ese entonces, no pertenecía a ningún
partido revolucionario pero que recorría América Latina en una campaña
antiimperialista contra la dominación norteamericana sobre el continente.

Cuenta Fidel Castro que Gaitán les había prometido a los estudiantes organizadores de
aquella reunión latinoamericana, especie de anti-Conferencia Panamericana paralela a la
que se celebraba por esos días en Bogotá y a la cual asistía como jefe de la delegación
norteamericana el General Marshall, el mismo del Plan Marshall para la reconstrucción
de Europa, pronunciar el discurso inaugural y, con ese fin, los habla citado en su oficina
para las dos de la tarde de esa misma fecha del 9 de abril. Gaitán había sido vetado por
el Jefe del Partido Conservador, Laureano Gómez, para representar a Colombia en la
Conferencia. Temía el gobierno y se horrorizaba Laureano ante la perspectiva de que
Gaitán la emprendiera contra Estados Unidos en plena reunión continental. Excluido de
la representación oficial del país, Gaitán aceptó la invitación de la conferencia
estudiantil antiimperialista y les prometió apoyo económico. Cuando Castro y sus
amigos descendían hacía la carrera séptima esperando la hora de la audiencia, ya las
masas bogotanas habían empezado a recorrer las calles del centro de la capital
enfurecidas por el crimen de su caudillo.

En el momento de su muerte, Gaitán era el jefe indiscutido del Partido Liberal. Había
llegado a esa jefatura, parte por la claudicación de los demás dirigentes liberales, parte
por la extraordinaria ascendencia que habla adquirido sobre el pueblo. Derrotada
electoralmente su candidatura presidencial en 1946, convirtió en victoria política dentro
de su partido la votación minoritaria que había logrado después de que los demás
connotados representantes de la cúpula liberal hicieron mutis por el foro ante la pérdida
del poder. Profundas contradicciones de concepción política, de programa ideológico,
de estilo partidario se habían desarrollado entre Gaitán y cada uno de los componentes
de la exclusiva torre dirigente liberal. Principalmente con Lleras Restrepo, con quien
había sostenido una agria polémica en la década del treinta sobre la política agraria, y
con López Pumarejo quien lo había destituido fulminantemente de la Alcaldía de
Bogotá temeroso como estaba el Presidente de perder su predominio en el liberalismo
bogotano ante las masas populares y a cuya reelección se había opuesto radicalmente,
sus diferencias se habían hecho cada vez más irreconciliables.

Decidido a no aceptar más las imposiciones de la dirigencia liberal lanzó su candidatura


a la presidencia para el periodo 1946-1950 contra viento y marea. Fue llenado de
oprobio y de insultos por su alevosía. Entre tos tres candidatos, sólo obtuvo el último
lugar, pero logró con su votación poner en aprietos al Partido Liberal y desafiar la
táctica del gobierno de Ospina Pérez para consolidar un gobierno de colaboración entre
los dos partidos tradicionales. Gaitán ganó las elecciones de mitaca en 1947 y el
Parlamento quedó de mayoría gaitanista. Fue el preludio fallido de un triunfo electoral
de Gaitán en las elecciones presidenciales de 1950. Los primeros meses de 1948 fueron
testigos de la «manifestación del silencio» contra la violencia oficial organizada por él,
de su oposición contra el colaboracionismo del Partido Liberal en el gobierno y de la
postura antiimperialista frente a la Conferencia Panamericana de Bogotá. Por estas
razones y por el profundo arraigo logrado en su lucha política, el pueblo asimiló el
asesinato de Gaitán como un crimen contra sus propios intereses.

Jorge Eliécer Gaitán se sometió a las reglas del juego del Partido Liberal desde 1935
pero nunca abrazó los presupuestos programáticos de las decisivas Convenciones de
Ibagué y de Apulo, las cuales definieron el curso de ese partido durante este siglo. El
capitalismo de Estado preconizado por ellas coincidía en mucho con el socialismo no
bien determinado de Gaitán, pero la concepción critica de éste sobre la estructura
política nacional, sobre la organización obrera, sobre el problema de la tierra, sobre las
relaciones con Estados Unidos y sobre la dirección exclusivista del Partido, lo
mantuvieron en permanente conflicto, unas veces agudizado por las contradicciones
internas, otras suavizado por el intento de los jefes liberales de incorporarlo con premios
y halagos al liderato oficial.
La insurrección popular del 9 de abril en Bogotá y en muchas regiones del país pudo ser
una revolución democrática y antiimperialista contra los dos partidos tradicionales y
contra la hegemonía de ellos en el poder. Por encima de todas las contradicciones
inherentes a la lucha entre las dos colectividades históricas pudo más en aquel momento
su instinto de conservación tantas veces puesto en práctica a través de este siglo. Podría
afirmarse que no existió antes ni se ha dado después en la historia contemporánea una
situación revolucionaria tan inminente como la de aquel momento.

A los gaitanistas y a los miembros del Partido Comunista les competía esa misión
histórica. Los primeros depusieron rápidamente su liderazgo en manos de los
tradicionales jefes liberales quienes corrieron al Palacio a negociar la toma del poder
para terminar coligándose con el Presidente Ospina y reviviendo el gobierno de Unión
Nacional tan arduamente combatido por su jefe. Los segundos trataron -como era lógico
para quienes se proclamaban voceros de la revolución socialista en Colombia- de
aprovechar las circunstancias insurreccionales y la ira del pueblo, impulsaron juntas
revolucionarias en pueblos y ciudades, arengaron a los rebeldes e hicieron lo posible por
dar directrices y organizarse, Pero llevaban en sus hombros un fardo del cual les
quedaba imposible desembarazarse, el de que el pueblo los identificaba como enemigos
de Gaitán, no solamente en el terreno sindical en donde lo habían combatido sin tregua,
sino también en el campo político porque habían sus jefes ordenado votar en las
elecciones del 46 por el candidato oficial del liberalismo contra la candidatura Gaitán, a
quien en muchas ocasiones habían acusado de Fascista. Resultaba extremadamente
difícil, en esas circunstancias, que las masas identificaran al Partido Comunista como su
dirección revolucionaria.

En unos sitios más temprano, en otros más tarde, el pueblo detuvo su lucha. Se dio una
circunstancia decisiva. En una maniobra maestra, Ospina Pérez le entregó el Ministerio
de Gobierno a Darío Echandía, considerado por la única izquierda de aquel momento
como modelo de demócrata y posible candidato suyo a la Presidencia. Fue suficiente
esta decisión para que el Partido Comunista ordenara a sus efectivos volver a la
tranquilidad ciudadana. Gilberto Vieira, Secretario General de ese partido, confiesa:

«En cierto grado nuestro partido sufrió la misma pasividad y expectativa ante las
negociaciones de Palacio, por más que casi todos los dirigentes y militantes trabajaron
activamente en el cumplimiento de tareas que resultaron superiores a sus fuerzas. Pero
debemos reconocer que nuestra actitud, fue en ciertos momentos seguidista, porque nos
hacíamos ciertas ilusiones en la burguesía liberal. Aunque lanzamos la consigna de un
gobierno popular, lo cierto es que esperábamos como la cosa más natural del mundo que
Echandía o Santos asumieran el poder» .

Regresó, entonces, el gobierno de Unión Nacional, desbaratado antes por Gaitán,


mientras el país entraba en una etapa que se denominaría de «la violencia». De ahí en
adelante Colombia no iría a ser la misma. 1948 dividió, así, la historia de Colombia del
siglo XX en dos partes. De pronto, Gaitán lo hubiera logrado también si hubiera
continuado vivo, pero partió con su muerte la historia colombiana contemporánea y su
signo sellará este período denominado del «medio siglo». Existieron condiciones
prerrevolucionarias, insurreccionales, en que el pueblo se levantó espontáneamente, en
que se puso en peligro el gobierno institucional y se organizaron centros de poder
independientes. Se abría, bajo estas circunstancias un periodo de transición que
culminaría en el FRENTE NACIONAL, pero durante el cual se gestarían también
cambios económicos de trascendencia y se operarían fenómenos políticos que estarán
incidiendo en los acontecimientos históricos de finales de siglo.

LA TRANSICIÓN HACIA EL FRENTE NACIONAL

Durante este periodo se ensayaron regímenes compartidos por las dos colectividades
tradicionales en el curso de tres gobiernos. Pero, si se tiene en cuenta las dos etapas del
gobierno de Ospina Pérez -antes y después del nueve de abril- los gobiernos
compartidos llegaron a ser cuatro: el de Lleras Camargo, los dos de Ospina Pérez y el de
Rojas Pinilla, por lo menos hasta el rompimiento con la jefatura de los partidos. Las
diferencias ideológicas y programáticas entre el Partido Liberal y el Partido
Conservador fueron desdibujándose lenta pero seguramente desde el gobierno de Reyes
y de la Unión Republicana, pasando por el «candidato nacional» -Sr. Concha-
proclamado por Uribe Uribe en 1914, por los primeros programas de modernización con
endeudamiento externo preconizada por el General Ospina y por el gobierno de
«concentración nacional» de Olaya Herrera.

El mismo López Pumarejo que había defendido arduamente en su periódico El Nacional


la colaboración con el General Ospina, conservador, y que se opuso «racionalmente» al
experimento de Olaya Herrera con el argumento de la necesidad de los gobiernos de
partido, ofreció a Laureano Gómez -su compañero de muchas aventuras políticas-, tal
como lo cuenta Lleras Restrepo en sus Borradores para una historia de la República
Liberal tres puestos en el gabinete a los conservadores que el mismo jefe de ese partido
escogiera. A pesar de las contradicciones que se generaron entre ellos, López Pumarejo
hizo nombrar a Ospina Pérez como Gerente de la Federación Nacional de Cafeteros.
Durante cuarenta años los grandes dirigentes del Partido Liberal, entre ellos sus dos
figuras proceras -Benjamín Herrera y Rafael Uribe Uribe- se acomodaron en formas
diversas a los gobiernos de la llamada «hegemonía conservadora». En el mismo período
liberales y conservadores compartieron los cargos de dirección que orientaron el
desarrollo económico del país, principalmente, en la construcción del sector financiero
que llegaría a ser la columna vertebral de la economía para mediados de siglo.

Unas colectividades históricas, enfrentadas en grandes guerras civiles durante el siglo


XIX, no tenían cómo coligarse súbitamente a no ser que ellas mismas o la historia del
país hubieran sufrido transformaciones radicales. Sin embargo, este «medio siglo» que
sirve de testigo al mayor número de intentos de «frentes nacionales», se constituye en la
etapa del peor enfrentamiento y de las más grandes luchas entre el Partido Liberal y el
Partido Conservador a lo largo del siglo XX, precisamente durante los años de «la
violencia». Esta contradicción es la que consolida ese proceso de transformación de los
partidos tradicionales que se venían gestando a través de hechos muy significativos de
la historia contemporánea.

Lleras Camargo, quien había asumido el gobierno después de la renuncia de López


Pumarejo, al examinar la situación nacional e internacional el 11 de agosto de 1945,
anunciaba al país que se estaba aproximando un cambio radical en la vida política:

«Permitidme, señores» -anunciaba con toda la solemnidad del caso- «que aproveche
esta ocasión, ofrecida por vosotros como miembros del partido liberal, al cual
pertenezco, en el cual vengo militando desde que inicié mi carrera pública y a cuya
adhesión debe ella todos sus desarrollos, para hablar, brevemente, sobre cómo entiendo
que nos aproximamos a una vasta evolución que debe cambiar algunas de las bases de
nuestra organización política» .

Un mes después nombraba tres conservadores en el nuevo Ministerio, a Fernando


Londoño y Londoño de Relaciones Exteriores, a Francisco de Paula Pérez de Hacienda
y Crédito Público, y a José Luis López de Economía Nacional. Por eso, haciendo un
análisis de la situación creada por las elecciones presidenciales que se aproximaban,
definía de la siguiente forma el carácter del cambio que se avecinaba:

«La colaboración de los dos partidos tradicionales en las tareas del Gobierno, ofrecida
libremente por uno, aceptada por el otro, incondicionalmente, como se hizo conmigo, o
sujeta a condiciones, es un elemento esencial de la paz, especialmente en épocas tan
oscuras y difíciles como las que vive la República, como forzosa consecuencia de su
estrecha vinculación a un mundo destrozado por la más perturbadora de las guerras» .

Defendía, además, que las barreras ideológicas y programáticas de los partidos se


habían ido borrando, pero solamente entre los dirigentes, mientras en la base de las dos
colectividades «se sigue luchando con la aspereza y el rigor de tiempos y circunstancias
desaparecidos». Se imponía, para él, superar esta contradicción, porque el país no podía
seguir viviendo en esa lucha interna, en momentos en que la situación internacional y
las nuevas «exigencias de la economía mundial» requerían un esfuerzo coligado de
todas las fuerzas políticas:

«Todo ello exige de nosotros un máximo esfuerzo, que no puede ser obra de un solo
grupo humano, ni nadie puede realizar contra la oposición intransigente de una parte de
la Nación. Tenemos que cambiar, ante todo, nuestra mentalidad agresiva y dogmática,
para abrirle campo a la discusión libre y sagaz de los nuevos problemas. Sobre ellos se
irán creando, naturalmente, las grandes diferencias del porvenir que sustituyan la
intrépida batalla personalista que elude el campo y los motivos contemporáneos para
enriscarse en las guerrillas aldeanas, en interminables encuentros estériles. Los partidos,
a medida que recojan en sus programas un mayor número de intereses actuales y vivos
de los colombianos, irán sufriendo bruscos y grandes deslizamientos de su población
electoral, unos a favor, otros en contra. No podrán pretender que interpretan y concilian
todos los antagonistas y su acción será más concreta y precisa sobre la opinión, y más
arriesgada, en cuanto mejor la refleje» .

El Frente Nacional quedaba así planteado por uno de sus futuros ideólogos casi quince
años antes de su materialización con una claridad meridiana. Lo exigía la situación de
Colombia en el mundo y lo requería la paz necesaria para el desarrollo nacional, eran
sus dos argumentos fundamentales. Ospina Pérez coincidiría con estos planteamientos
de quien fuera la mano derecha del gobierno de López Pumarejo y establecería dos
gobiernos de Unión Nacional, partidos por los acontecimientos del 9 de abril de 1948.
Con el acuerdo a que llegaron los comisionados liberales Luis Cano, Carlos Lleras
Restrepo, Alfonso Araújo, Darío Echandia y Plinio Mendoza Neira, en la noche del 9 al
10 de abril, fueron nombrados Darío Echandia Ministro de Gobierno, Fabio Lozano y
Lozano Ministro de Educación, Pedro Castro Monsalvo Ministro de Agricultura, Jorge
Bejarano Ministro de Higiene, Samuel Arango Reyes Ministro de Justicia y Alonso
Aragón Quintero Ministro de Minas y Petróleos, con lo cual Ospina le entregaba la
mitad del gabinete al Partido Liberal en uno de los momentos más dramáticos de la
historia contemporánea. En la misma forma había repartido su ministerio en la etapa
anterior al 9 de abril. De esta manera era fiel a su trayectoria política y a las
conclusiones de la Convención Conservadora de 1946, la cual lo había proclamado
candidato interpretando su pensamiento y su programa. La Convención había dejado
sentado que:

«En los años por venir los gobiernos de partido son altamente perjudiciales para los
pueblos, entre otros motivos, porque le restan a la labor común de protección y defensa
los conglomerados sociales, capacidades y talentos, esfuerzos y virtudes que la sociedad
tiene derecho a exigir de todos sus hijos en las horas difíciles de su historia. En tal
virtud lo que Colombia necesita en estos momentos es un gobierno de Unión Nacional,
no contaminado del espíritu de partido, en que sean llamados a colaborar todos los
hombres capaces, para que en completa armonía, en un abrazo apretado de voluntades y
esfuerzos, contribuyan a la obra común de progreso y bienestar nacionales. Esta será la
forma de gobierno que implante el candidato si le fuere favorable la suerte de las urnas.
Ningún espíritu ni exclusivismo de represalia podrá animarlo» .

Tres obstáculos se atravesarían al paso de estas propuestas frentenacionalistas y de esta


concepción colaboracionista de los partidos tradicionales: 1) la política desarrollada por
Jorge Eliécer Gaitán; 2) la posición hegemonista de Laureano Gómez; y 3) la
contradicción entre la concepción de los dirigentes y el espíritu de las masas
conservadoras y liberales.

Desde el día en que Jorge Eliécer Gaitán decidió desafiar con su campaña electoral las
jerarquías de su partido en 1944 hasta, por lo menos, la amnistía concedida por Rojas
Pinilla a los guerrilleros liberales a mediados de 1953, es decir, por casi diez años, la
historia de Colombia quedó signada por la figura de Gaitán. Fue él quien derrotó al
Partido Liberal y envió la oligarquía liberal a retiro forzoso. Su campaña política se
orientó contra las dos oligarquías, como él mismo llamaba a las jerarquías de los dos
partidos, con críticas que iban desde el rechazo a todas las reformas de López Pumarejo
hasta el repudio de las prácticas corruptas de la administración pública. No aceptó en
ningún momento la colaboración de los liberales en el gobierno de Unión Nacional y
colocó su oposición como punto programático de su aspiración a la jefatura del partido.
Nombrado jefe único del liberalismo en 1947, condujo las masas liberales a un
movimiento de oposición contra Ospina de tal fortaleza que era considerado ya como el
próximo triunfador de las elecciones presidenciales. Gaitán se había convertido en una
amenaza real y tangible contra todos los intentos de gobierno de coalición entre los dos
partidos del tipo que preconizaban Lleras Camargo, López Pumarejo, Santos, Ospina
Pérez y otros jefes conservadores, con la excepción de Laureano.

Después de su muerte, la sombra de Gaitán mantuvo viva la oposición guerrillera de las


huestes liberales del pueblo contra la coalición liberal conservadora y puso en aprietos,
sobre todo, a la dirección liberal, -a la misma que se había enfrentado a Gaitán y que
había corrido a aprovecharse de su asesinato para exigirle a Ospina les entregara el
poder-, cuando requirieron de sus miembros una definición clara frente a la lucha que
libraban. Desde la campaña antirreeleccionista contra López Pumarejo en 1942 Gaitán
se fue convirtiendo en un obstáculo casi insalvable a la unión de las «oligarquías» y en
1948, cuando tenía en sus manos una de las llaves de la política colombiana, había
llegado a ser el elemento decisorio en la intrincada maraña de la situación nacional.
Eliminado Gaitán del espectro político y salvado el peligro de su cerrada oposición a la
política de coalición, pasó a primer plano un obstáculo que operaba ya desde mucho
antes, pero que no habla llegado a ser tan determinante, la recalcitrante posición
hegemonista de Laureano Gómez cuya aspiración máxima consistía en construir en
Colombia un baluarte de la hispanidad, una defensa inexpugnable de la civilización
cristiana, una réplica del franquismo español, y un eslabón del imperio hispanocatólico.
De hecho era a Laureano a quien le correspondía la candidatura conservadora en 1946
por haber dirigido el Partido Conservador desde 1932 y haberlo conducido a las puertas
del triunfo, pero su nombre hubiera enfrentado en tal forma las colectividades que el
Partido Liberal no habría aceptado en ese momento su presidencia.

Los gobiernos de Unión Nacional, el asesinato de Gaitán, los sucesivos rompimientos


de la coalición bipartidista debilitaron al liberalismo y lo ablandaron ante la candidatura
Gómez. Una vez en el poder, Laureano no perdonó nada. El, personalmente, y su
reemplazo, Urdaneta Arbeláez, enviaron los jefes liberales al destierro, trataron de
aplastar todas las fuerzas conservadoras emergentes como la de Álzate Avendaño y
rompieron sus relaciones con el expresidente Ospina. Ni siquiera perdonó en esa loca
carrera arrasadora a la jerarquía eclesiástica, a la que no excluyó de sus diatribas.
Obnubilados, los laureanistas no sólo eliminaban toda posibilidad de gobierno coligado,
sino cualquier tipo de fisura ideológica o programática en el seno de su propio partido.

Lo que llenó la copa fue el intento de establecer una reforma constitucional de tipo
corporativista, asesorada por el jesuita Félix Restrepo y ceñida a los principios generales
del régimen fascista de Mussolini. Al Senado se le despojaba de su carácter político y se
le convertiría en una asamblea gremial; el poder quedaba concentrado en el ejecutivo; se
suprimía prácticamente la libertad de prensa y de expresión; desaparecía el derecho de
huelga; se ilegalizaban los partidos políticos distintos a los dos tradicionales; las
actividades políticas sufrían un control antidemocrático. En la mañana del 13 de junio
de 1953, unas horas antes del golpe militar de Rojas Pinilla, publicaba Álzate Avendaño
el furioso editorial de su Diario de Colombia contra el proyecto constitucional, en el
cual clamaba:

«Se pretende con desparpajo convertir el cuerpo encargado de ejercer el poder de


reforma, por delegación del congreso, en una recua de acémilas, que avanza bajo las
interjecciones y la pértiga del caporal, por la empedrada vía histórica. Es preciso abdicar
de la autonomía de la voluntad, los lujos dialécticos, las vanas cavilaciones y el hábito
del raciocinio, porque el proyecto asume un dogmático acento laico de verdad
revelada... Esta tentativa inverecunda de tocar a somatén y convocar al partido para que
congregue en torno al contrahecho proyecto, con olvido de sus principios y sus
responsabilidades, está destinada por fortuna a frustrarse. Los delegatarios no han sido
’operados’ como los mayordomos de ciertas herméticas residencias orientales o los
cantores de coro en el renacimiento... Es menester evitar que nos embarquemos en un
azaroso viaje con rumbo desconocido. Ni la delirante soberanía, ni el espíritu
aventurero, deben prevalecer en esta emergencia. Si el malhadado proyecto se adopta,
los días del régimen conservador están contados en el reloj de la historia. Tal vez se
sostenga transitoriamente por medios coercitivos, pero a la postre el país se encabrita y
reacciona, porque no aguanta esa jáquima» .

Gaitán, porque iba en pos de un gobierno popular contra las oligarquías; Laureano,
porque cabalgaba sobre la obsesión de establecer un régimen hispánico, católico y
corporativo; pero también las masas, porque no perdonaban el asesinato de su héroe o
seguían sectariamente la aspiración eclesiástica de gobernar a Colombia como en la
Edad Media -la unidad de las «espadas»-; lo cierto es que el frentenacionalismo
pregonado y defendido por las jefaturas iluminadas de los dos partidos tradicionales no
cuajó en esta etapa. Lleras Camargo lo había vislumbrado al referirse a la contradicción
entre el pensamiento de los dirigentes y la tradición de las masas arraigadas en la
militancia partidista inflexible. Doce años de conflicto, violencia, sangre y desolación
fueron necesarios para madurar la conciencia popular y lograr que aceptara la alianza de
las dos colectividades.

Se han dado en América Latina golpes de Estado de todo tipo, contra la izquierda y
contra la derecha, contra el centro, contra la extrema derecha y contra la extrema
izquierda. El único golpe de Estado de este siglo en Colombia no tuvo que ver nada con
la izquierda. Fue un acto de desesperación del Partido Conservador en el poder ante la
perspectiva de un cataclismo sin precedentes causado por la insania del gobierno
laureanista. Pero la ratificación que le dio a Rojas Pinilla la Asamblea Nacional
Constituyente (ANAC) el 15 de junio, recibió el apoyo de la Corte Suprema de Justicia,
del Cardenal Crisanto Luque y de los jefes liberales Eduardo Santos, Carlos Lleras
Restrepo y Abelardo Forero Benavides, entre otros. El liberalismo, disperso y
descuadernado, vio en el golpe de Estado una salida esperanzadora a su desorden y a su
desconcierto. En el gabinete del nuevo gobierno tomaron asiento antiguos ministros de
Laureano, conservadores de oposición, militares y liberales. No era un gobierno de
Unión Nacional, pero los dos partidos tradicionales habían aceptado colaborar.

LOS PARTIDOS A MEDIADOS DE SIGLO

Los pactos de Benidorm y Sitges, firmados por Laureano Gómez y Alberto Lleras
Camargo, y el plebiscito de 1957, inaugurarían el período del FRENTE NACIONAL,
de gobiernos compartidos institucionalmente, todavía vigente en 1985. Aunque
rubricada esa alianza solamente por dos representantes de los partidos tradicionales,
poco a poco todos los sectores en que estaban divididas las colectividades acataron los
pactos, se sometieron al plebiscito y terminaron compartiendo el gobierno, la burocracia
y los privilegios del régimen bipartidista. La trayectoria seguida por el Partido Liberal y
el Partido Conservador hasta la consolidación de los acuerdos y el arraigo de las nuevas
instituciones, fue sumamente complejo. Echemos una ojeada a ese proceso.

Tan dura fue la prueba de la derrota en 1946 para el Partido Liberal que sus jefes
hicieron mutis por el foro y Gabriel Turbay, jefe único destronado y candidato vencido,
fue a morir de pena en París poco después de la caída del Partido Liberal. Le quedó el
camino expedito a Jorge Eliécer Gaitán, bajo cuya dirección resurgió el liberalismo,
recuperó el favor de las masas, se fortaleció en el Congreso y estaba listo en 1948 para
retomar el poder dos años después. Gaitán tenía asegurada la Presidencia y el Partido
Liberal su resurrección. Posiblemente no lo pensaban así los jerarcas liberales
destronados que miraban despavoridos los toros desde la barrera. Lo cierto es que el
asesinato de Gaitán le devolvió a ellos la jefatura del partido, pero la insurrección
popular, la dinámica que adquirió la rebelión de las huestes liberales en el campo, las
contradicciones surgidas entre las bases del partido y su dirección, el convulsionado
ambiente político de «la violencia» y la audacia hegemonista de Laureano Gómez,
produjeron en el Partido Liberal una crisis que no atravesaba desde la primera década
del siglo.
Ya no era la separación de la Iglesia y el Estado, ni la reforma agraria, ni la libertad de
prensa, ni los principios económicos de acumulación interna de capital, sino el
intervencionismo de Estado, el endeudamiento externo, la modernización administrativa
y financiera y las concesiones de los recursos naturales a los monopolios extranjeros, lo
que inspiraba al liberalismo del siglo XX, puntos todos consagrados en el programa de
la Convención de Ibagué, con el que llegaría Olaya Herrera desde la embajada en
Washington al solio de Bolívar, López Pumarejo desde la presidencia del Banco
Mercantil Americano al Palacio de Nariño y Santos del periodismo todopoderoso a la
Presidencia de la República.

Uribe Uribe había preconizado esta transformación que tuvo como resultado el
surgimiento de un partido ideológicamente socialdemócrata con la misma vestidura
tradicional del siglo pasado, mezcla extraña de magnate cubierto con la casaca de los
burgueses liberales. Había tenido que superar la persecución implacable desatada en su
contra por Núñez y Caro; lanzarse a la Guerra de los Mil Días para sobrevivir; colaborar
con Reyes, Carlos E. Restrepo, Concha y Suárez bajo el presupuesto de que así no
desaparecería; y presentarse al país como un partido nuevo y renovado. A López y a
Santos les correspondió llevar a cabo la tarea de la modernización liberal del país,
abierto al capital norteamericano, ceñido a los intereses internacionales en juego,
alineado políticamente con Estados Unidos y con una economía de capitalismo
monopolista de Estado en moldes feudales. Así arriba el Partido Liberal a las elecciones
de 1945 y así afronta la transición hacia el FRENTE NACIONAL que es lo que
significa el «medio siglo».

En ningún momento desde mediados del siglo XIX el Partido Conservador había dejado
de ser un partido férreamente católico en su doctrina hasta el punto de que a principios
del siglo XX surgieron partidarios de reemplazar su nombre por el de «partido
católico». Sus ideólogos más representativos habían defendido el monopolio
eclesiástico sobre las tierras, habían reivindicado la vigencia de la Inquisición, habían
denigrado de la revolución francesa, habían condenado como herético al liberalismo y
se habían convertido en cruzados defensores de las más depuradas costumbres
ancestrales del catolicismo recalcitrante. Pero a finales del siglo pasado se abrió paso
dentro del conservatismo una corriente permeable a la industrialización, a la vigencia
del capital y a la proletarización tan aborrecida por Núñez. Reyes y el General Ospina la
representaron desde el gobierno. Algunos de sus miembros más importantes
organizaron con un grupo de liberales la Unión Republicana que gobernó el país en
1910 a 1914. Sin embargo, después de la caída del Partido Conservador de 1930,
prevaleció la línea dura, opuesta radicalmente a la penetración del capital
norteamericano y apegada a moldes económicos que perpetuaban el atraso. Como decía
Aquilino Villegas:

«estamos amenazados por la invasión de la gran máquina organizada, productora


mecánica incansable, ahorradora de trabajo humano y por consiguiente, devastadora y
sembradora de hambre y de terror entre los trabajadores... Es mil veces preferible
nuestra pobreza y nuestra ignorancia, nuestra pequeña industria y nuestro artesanado
colonial, laborioso y libre, que siquiera asegura el pan de cada día para todos» .

Laureano Gómez se empeñó durante la década de los años 30 en un movimiento de


repudio a la política pronorteamericana de los gobiernos liberales, de rechazo a la
modernización por ellos impulsada y de oposición al alineamiento de Colombia con los
Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Se puso de parte de Franco en la Guerra Civil
española y defendió abiertamente la obra de Hitler y Mussolini desde su periódico El
Siglo. Las condiciones políticas de la división liberal lo llevaron a escoger como
candidato de su partido a la presidencia un conservador que no lo enfrentara
antagónicamente con el liberalismo y le permitiera a su partido aun ganar votos
liberales. Por eso acudió a un miembro del otro sector del conservatismo, identificado
con la modernización liberal, permeable a la transformación de la economía que estaba
sufriendo el país y partidario de la inversión norteamericana y escogió a Mariano
Ospina Pérez quien más adelante llegaría a ser no sólo su rival dentro del partido, sino
su verdugo en la política nacional.

El gobierno de Unión Nacional no llegaba, pues, por una táctica accidental, como pudo
ser el «republicanismo» de Carlos E. Restrepo o la «concentración nacional» de Olaya
Herrera, cuando el Partido Liberal apenas iniciaba su transformación o el Partido
Conservador todavía se mantenía aferrado a su sectarismo decimonónico. El Partido
Conservador en el gobierno se acomodó a la estrategia de desarrollo económico
impuesta por el Partido Liberal desde 1930 y, aunque desmontó, por considerarlo
nocivo para el proceso de industrialización por «sustitución de importaciones», el
Tratado de Comercio con Estados Unidos firmado por López Pumarejo en 1935,
mantuvo las pautas generales que dominarían la economía colombiana desde entonces.
Las dos colectividades se identificarían cada vez más en este terreno y como, las
divergencias religiosas y de concepción del Estado pasarían a segundo plano, sus
diferencias se irían reduciendo a simples apreciaciones tácticas o a meras actitudes de
estilo político.

El decisivo y poderoso movimiento de la Regeneración inclinó la balanza a favor de la


clase terrateniente en una lucha secular por el poder del Estado unas veces librada por
ella contra los artesanos y las más de las veces contra los comerciantes. Probablemente
debido a este triunfo y, quizás, por haber pasado tanto tiempo sin definirse esta
contienda, solamente hasta principios de siglo y muy débilmente, fue emergiendo en
Colombia la burguesía industrial, la misma clase que en otras partes del mundo había
sometido el régimen terrateniente y había ya, para esa fecha, convertido el capitalismo
en un sistema de gigantescos monopolios, de inmensos grupos financieros y de un
jamás soñado mercado mundial de exportación e importación de capitales.

Pero esta burguesía industrial colombiana, en la misma forma como había actuado la
latinoamericana, no tuvo arrestos para enfrentarse al régimen terrateniente imperante en
el país y el cual constituía una barrera para el desarrollo del capitalismo nacional. No
tuvo imaginación, poder y decisión para resolver el problema crucial de la acumulación
interna de capital. Prefirió acudir masivamente a la importación de capital y acomodarse
a las condiciones y estructuras que ella le imponía. En estas circunstancias fue
dependiendo cada vez más del monopolio estatal, de su intervencionismo, del sector
financiero y del capital norteamericano. Sin haber llegado a ser una burguesía industrial
fuerte y poderosa, se iba convirtiendo en una burguesía burocrática y financiera
dependiente de la importación de capitales. Por eso, en lugar de golpear el régimen
terrateniente para quebrar su columna vertebral, medidas como la ley 200 de 1936 y la
ley 100 de 1944, sólo buscan solucionar conflictos sociales en el campo e introducir el
capital financiero a la actividad agropecuaria. De ahí que los terratenientes en Colombia
hubieran aceptado el ritmo y las condiciones propuestas por la burguesía y sus
contradicciones se hubieran resuelto a la postre en el establecimiento del FRENTE
NACIONAL. Esta etapa de transición del «medio siglo» muestra un gobierno del
partido que habla representado tradicionalmente los intereses de los terratenientes
acomodado en todo y para todo a las estrategias económicas del partido que,
supuestamente, venía defendiendo la burguesía. Como veremos de inmediato, el gran
mediador de este acomodamiento, de esta identificación de intereses, de esta alianza de
clases y de este entendimiento de los partidos tradicionales, fue el capital
norteamericano.

PLANES DE DESARROLLO Y DESNACIONALIZACIÓN INDUSTRIAL

Cincuenta años de evolución económica, de modernización administrativa y fiscal del


Estado, de transformación en la estructura vial del país, de industrialización acelerada,
de crecimiento financiero, de desarrollo capitalista en la agricultura, no habían sido
suficientes para sacar a Colombia del atraso. El Informe del Banco Internacional de
Reconstrucción y Fomento afirmaba en 1950: «el nivel de vida de la mayoría del pueblo
colombiano es tan bajo que hay poca controversia al tratar de determinar cuáles son las
necesidades más urgentes-..» . A su vez el Estudio de Economía y Humanismo de 1954,
dirigido por el P. Lebrel conceptuaba en 1956 con un tono algo apocalíptico:

«Colombia al entrar en el ciclo industrial, ha dado los primeros pasos en su desarrollo.


Mas las dificultades con que tropieza a causa de su estructura física, del estado de
subalimentación o nutrición deficiente del conjunto de su población, de la débil
capacidad de ahorro, del vicio de la especulación que ha invadido a sus clases dirigentes
y finalmente de la actitud de esperar todo del poder público, son en su totalidad tan
considerables que su éxito es problemático si el desarrollo no se orienta correcta y
científicamente» .

Para 1950 se calculaba la población de Colombia en 11 millones de habitantes con un


crecimiento anual de 2.1%, es decir, que casi se había cuadruplicado desde el comienzo
del siglo. El índice de mortalidad era muy alto, casi el doble del de Estados Unidos,
pero muy semejante al de los países latinoamericanos. La duración probable de vida en
el país era de 37 a 40 años, mientras en esa misma fecha, en los Estados Unidos era de
66 y en Suecia de 70 años. La población activa del país llegaba a 4 millones, de la cual
el 56.0% se ocupaba en la agricultura, mientras que el empleo en la industria
manufacturera apenas llegaba al 5.5%, inferior al de la industria artesanal que
representaba todavía en plena mitad del siglo XX casi el 8.0% de la población activa.

Cuando en los países económicamente más avanzados del mundo la gran industria
representaba a mediados de siglo entre el 30 y el 40% del Producto Interno Bruto, para
la misma época lo que en las estadísticas disponibles se denomina industria moderna
-para distinguirla de la artesanal- apenas llegaba en Colombia al 16% del total. La
década del 45 al 55 sería una de las etapas de mayor crecimiento de la industria dentro
del PIB, comparable solamente con la década anterior, porque después de 1955 se
estancaría y en los treinta años siguientes su crecimiento no alcanzaría el de ninguna de
las dos décadas mencionadas. El nivel más alto de participación en el PIB a que llegará
la industria en el treintenio siguiente será el 19.5% en 1975, pero rebajará al 18.7% para
mediados de la década del 80.

Con el impulso industrial de la década anterior y con el que se estaba dando después de
la Guerra Mundial, especialmente en el sector textilero, se hizo necesario invertir en la
agricultura de materias primas y, en esa forma, el capitalismo en el campo tuvo un
avance significativo. Pero la estructura de tenencia de la tierra y su utilización no
permitían la superación de unos moldes seculares que obstaculizaban el desarrollo
agrícola. El informe Lebrel hacía el siguiente diagnóstico:

«El minifundismo es uno de los problemas más agudos de la agricultura colombiana. Se


le encuentra en la mayoría de los municipios de la zona montañosa, es decir, donde se
encuentra más del 80% de la población rural... El latifundismo es uno de los problemas
más graves del país... En su mayoría los latifundios no están cultivados, ni
aprovechados económicamente» .

POBLACIÓN ACTIVA 1925-1950(1)

Total Agropecuario Industria Industria Gobierno Manufacturera Artesanal

(miles) (%) ( %) (%) (%)

1925. 2.505 68.5 3.4 7.9 — 1930 2.743 66.1 4.1 7.1 — 1935 3.038 64.3 4.4 7.0 — 1940
3.343 62.4 4.6 7.0 2.5 1945 3.647 59.9 5.1 7.3 2.4 1950 3.916 56.2 5.9 7.9 3.0 1980
7.173 35.1 7.1 8.4 5.5

FUENTE: CEPAL, El desarrollo económico de Colombia, para los datos de 1925 a


1950; los de 1980 ver José Fernando Ocampo en «Bases de conceptualización del sector
informal y cuantificación a nivel nacional y departamental», publicado por SENA,
Estudio de Recursos Humanos.

PARTICIPACIÓN DE LA INDUSTRIA EN EL PIB (1925-1985)

AÑO %

1925 7.1 1935 8.0 1945 12.6 1955 16.1 1965 18.7 1975 19.4 1985 18.7 (estimado)

FUENTE: CEPAL, El desarrollo económico de Colombia; BANCO DE LA


REPÚBLICA, Cuentas Nacionales; AND1, La economía colombiana.

El 60.5% del total de las fincas tenia en 1954 menos de 10 Has. y ocupaba menos del
7.0% de las tierras cultivables, mientras 8.090 fincas con más de 500 Has., abarcaban
una superficie de más de 11 millones de Has., o sea el 40.0% de la tierra cultivable.
Escasamente un 10% de los latifundios estaba cultivado y en el conjunto del país los
pastos naturales representaban más de la mitad del territorio aprovechable. En esas
condiciones, la agricultura no podía lograr el nivel de producción y de productividad
suficiente para alimentar a la población, superar la desnutrición y servir de base a un
proceso acelerado de industrialización. El BIRF se asombraba del bajo nivel técnico de
la agricultura colombiana y hacia el siguiente análisis:

«La falta de maquinaria y herramientas modernas, el empleo de semillas, abonos,


pesticidas malos y las prácticas agrícolas deficientes son factores de acentuada
influencia en la reducida producción agrícola, a los cuales se suman las inadecuadas
facilidades de crédito, la falta de educación general y preparación especial, las
enfermedades y las dietas deficientes» .
En 1945 se celebró et primer censo industrial, el cual mostró la existencia de 115.000
obreros y 20.000 empleados asalariados. La industria estaba concentrada en Bogotá,
Medellín, Cali y Barranquilla y el sesenta por ciento de ella se encontraba en fábricas de
textiles y alimentos. Uno de los problemas principales consistía en la limitación del
comercio interior por la deficiencia del transporte, pero la escasez de materias primas y
la necesidad de importarlas asediaba a la industria, especialmente debido a la baja
productividad agrícola.

El control hegemónico logrado por Estados Unidos sobre la economía mundial en la


segunda postguerra produjo un auge de las teorías de «desarrollo económico»
estimulado por la necesidad de encontrar un soporte estable y lo más seguro posible de
su poderío económico en los países subdesarrollados. En estas condiciones la Comisión
Económica para América Latina CEPAL, patrocinada por las Naciones Unidas,
configuró un modelo de industrialización para estas naciones que se llamó «la
substitución de importaciones», cuya esencia consistía en desplazar aceleradamente,
mediante una masiva inversión directa norteamericana, los grandes monopolios
productores de bienes intermedios a estos países con el objetivo de que pudieran ahorrar
las pocas divisas obtenidas con sus escasas exportaciones. De esa manera las empresas
inversionistas utilizarían la mano de obra barata abundante en América Latina y los
países del área invertirían sus divisas en la importación de bienes de capital en lugar de
gastarlas en bienes de consumo no producidas por ellos.

La economía del «medio siglo» en Colombia se caracteriza, pues, por la «substitución


de importaciones» activada por la inversión directa norteamericana. El país no contaba
con el capital suficiente para impulsar la industria de bienes intermedios, dado el bajo
desarrollo de la industria de bienes de consumo, cuya acumulación no garantizaba los
recursos internos necesarios para su desarrollo y, mucho menos, para la de bienes de
capital. Tanto el estudio del BIRF como el de Lebret dejaron claro que sin el capital
extranjero sería imposible la industrialización. Ninguno de los dos estudios -que fueron
definitivos para el curso posterior del desarrollo económico de Colombia- planteó
salidas de acumulación interna con miras a la inversión industrial.

La década del 50 establece definitivamente los parámetros de la economía colombiana


para la segunda mitad del siglo. Sus características serán: industrialización de bienes
intermedios, monopolización de la producción industrial, control del capital extranjero
sobre la industria, crecimiento acelerado del sector financiero, consolidación de un
desproporcionado capitalismo monopolista de Estado con relación al conjunto de la
economía, incapacidad para superar la dependencia del café, sujeción a la importación
de capital para el funcionamiento del sistema.

Hasta después de la Segunda Guerra Mundial la inversión directa norteamericana en la


industria manufacturera colombiana fue casi nula, orientada como estuvo por completo
al petróleo, a la minería, a los servicios públicos, al transporte, a la agricultura, al
comercio y a las finanzas. En 1940, por ejemplo, la inversión norteamericana sumó 117
millones de dólares, cantidad considerable para la economía colombiana en ese
entonces, de los cuales el 67.0% fue en petróleo, el 32.0% en minería, servicios,
comercio y finanzas, mientras solamente se invertía 1.0% en industria. En cambio, para
1950 había ascendido la inversión en industria al 13.0% y en 1955 al 18.0%, había
disminuido significativamente en petróleo y se mantenía en los otros sectores. En
términos relativos la inversión en petróleo no alcanzará a duplicarse, pero en la industria
manufacturera aumentará diez veces. Rápidamente el flujo de capital extranjero igualará
las proporciones alcanzadas en los años veinte cuando logró niveles del 21.0% sobre el
producto bruto. La fórmula prescrita por el BIRF se aplicará al pie de la letra,
asegurando que esa inversión norteamericana se asocie a la inversión colombiana y
solamente por excepción llegue al control completo de las empresas. Al respecto
recomendaba:

INVERSIÓN DIRECTA NORTEAMERICANA EN COLOMBIA 1897-1970 Industria


Petróleo Otros Total US $ % US $ % US $ % US» (mill.) (mill.) (mill.) (mill.) 1897 0 0
0 0 9 100 9 1914 0 0 0 0 24 100 24 1924 0 0 0 0 84 100 84 1940 1 1 75 67 36 67 112
1946 12 6 126 67 51 27 189 1950 25 13 112 58 56 29 193 1955 58 17 178 53 100 30
336 1960 92 21 233 55 100 24 425 1965 160 30 269 51 98 19 527 1970 229 33 334 48
128 19 691

FUENTE: Departamento de Comercio de los Estados Unidos, en Raúl Fernández, The


Development of Capitalism in Colombia, University of California. «Colombia ofrece
muchas oportunidades atrayentes para la inversiones extranjeras privadas y podría
beneficiarse enormemente de tales inversiones, sobre todo si se combinan con capital
colombiano en empresas conjuntas. Las inversiones particulares extranjeras
proporcionan no sólo el muy necesitado capital, sino también los beneficios de la
destreza técnica y administrativa desarrollada en países altamente industrializados, lo
cual tiene casi igual importancia. La alta destreza técnica y los buenos sistemas
administrativos, no sólo benefician directamente a la empresa en particular, sino que
también ejercen un efecto estimulante en la industria en general» .

Una serie de elementos se habían conjugado a principios de siglo para dar impulso a un
proceso de industrialización basado en recursos internos de capital y en esfuerzo
empresarial propio. No hay duda de que, más adelante, durante la década del veinte, la
inversión norteamericana en servicios, comercio y minería facilitaron el establecimiento
de nuevas industrias y ampliaron el campo de las ya establecidas. Pero, contrario a lo
que podría parecer, los períodos de mayor crecimiento industrial del país, con la
excepción del de la década del 50, han coincidido con los años de mayor dificultad
externa, tanto para el comercio de bienes de producción como para el mercado mismo
de capitales. Así sucedió durante la gran depresión del capitalismo mundial y durante la
Segunda Guerra Mundial, cuando desapareció casi por completo la posibilidad del
crédito externo y se limitó la viabilidad de la importación de productos elaborados. Por
el contrario, el crecimiento industrial colombiano en la década del 50 se debe,
especialmente, a la inversión directa norteamericana, la cual transformó el proceso
interno de inversión de capital en el sector productivo de la economía.

Hasta el final de la guerra, la evolución de la industrialización en Colombia se basaba


sobre todo en la acumulación interna de capital. Al iniciarse en 1946 una masiva
importación de capital para inversión directa en la industria, el proceso se invertirla,
dando como resultado una desnacionalización acelerada de la producción manufacturera
colombiana y causando un sometimiento de ella a los flujos de la inversión directa
extranjera controlada desde Estados Unidos según los intereses, condiciones y ritmo de
los capitales trasladados, así como a los planes diseñados por los organismos
internacionales encargados de planificar la exportación de capitales norteamericano y de
otros países exportadores de capital. En esta forma los llamados «planes de desarrollo»
se institucionalizarían como mecanismos reguladores de importación de capitales a
cargo de los países subdesarrollados, sometida a reformas fiscales, políticas monetarias,
programas de administración pública, modernización del Estado, manejo de las tarifas
de servicios públicos y controles salariales y prestacionales a los trabajadores.
Realmente, ningún plan de desarrollo abordaría de ahí en adelante las estrategias para
sacar a estos países del abismo que los separa cada vez más de los países
industrializados del globo. En la década del treinta los dos partidos tradicionales se
habían enfrentado por la política de endeudamiento externo e inversión norteamericana;
en este periodo lo que hacen es confluir en los programas económicos de inversión
directa extranjera y de estructuración de la economía de acuerdo a los parámetros que
ella demanda. Esta será la base indestructible del FRENTE NACIONAL.

Mientras Colombia se debatía en el atraso haciendo esfuerzos inútiles y dando palos de


ciego en su estrategia de desarrollo, Estados Unidos surgía como el país
económicamente más poderoso de la historia, la Unión Soviética recorría bajo la
dirección de Stalin los últimos años del socialismo establecido por la Revolución de
Octubre antes de regresar al capitalismo, China asombraba al mundo con la reforma
agraria más gigantesca de la época moderna para establecer el socialismo en un país de
seiscientos millones de habitantes, India salía de un siglo largo de colonialismo, Europa
y Japón se reconstruían con la inyección de capital proporcionada por el Plan Marshall,
y África, sin rumbo muy preciso, se adentraba en una lucha contra el colonialismo con
diferente fortuna y diversa orientación política y económica. La lucha por la hegemonía
del mundo parecía congelada ante el predominio absoluto norteamericano. La situación
iría evolucionando y Estados Unidos iría perdiendo terreno rápidamente, mientras la
Unión Soviética, convertida en potencia mundial, avanzaría en los cuatro puntos
cardinales. Colombia se mantenía a mediados de siglo en la órbita norteamericana y no
saldría de ella, pero tendrá que afrontar en la segunda mitad del siglo la confrontación
ineludible entre las dos superpotencias.

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