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Amábamos al hombre por encima de todas las cosas. Adán y Eva eran los preferidos
del Altísimo. Nuestro deber era protegerlos, vigilarlos, contemplar el maravilloso
sentido de la vida y de la fe, principios alejados de nuestra esencia como seres
inmortales y obedientes a las órdenes de Dios. Pero no podíamos acercarnos a
ellos. Dios nos alejó de su mayor obra. No podíamos interactuar con la humanidad,
no podíamos ofrecernos para ayudarles, para que descubrieran todo el potencial
que había dentro de ellos.
Adán y Eva estaban ciegos. Solos en medio de toda la Creación, eran incapaces de
comportarse como algo más que meros animales. La rabia y la frustración nos
recorría a quienes les cuidábamos cada día, a sus Ángeles de la Guardia.
Y se alzó el Lucero del Alba. El portavoz del mismo Dios, el respetado y venerado
Lucifer nos abrió los ojos: Dios no pretendía que los hombres alcanzaran su
verdadera esencia. El hombre no conocería los secretos de su propia naturaleza a
menos de que alguien se lo mostrara.
Y desobedecimos a Dios.
Poco a poco, fuimos mostrándonos ante Adán y Eva. Les demostramos nuestro
amor infinito e incondicional y les enseñamos los secretos de la Realidad. El hombre
conoció la creatividad, el libre albedrío, la consciencia. El hombre pensó, imaginó,
creó símbolos. Definitivamente, dejó atrás a las bestias con las que compartía la
Obra de Dios.
Obviamente, a Dios no le hace mucha gracia que le lleven la contraria. Aquellos que
no se habían unido a nuestra revelación liderada por Lucifer nos mostraron la oferta
del Altísimo: el olvido, la destrucción eterna. El No Existir. Pero hicieron algo peor
que eso. Por culpa de nuestra desobediencia, el hombre conoció el miedo, el
hombre pasó a ser presa de las bestias que domesticaba, el hombre fue castigado
con la envidia, la codicia y la ambición. El hombre, además, sería mortal.
Caímos. Dios nos dio la espalda y nos condenó a ver sufrir y destruirse a sus propios
hijos, a nuestros amados protegidos. Condenados a verlos morir.
El enfrentamiento entre las huestes leales y los aliados de Lucifer era inminente y
cada vez mayor. También entre los hombres, algunos escogieron la vuelta a la
ignorancia en Su Gracia, y otros no quisieron perder los grandes descubrimientos
que habían hecho a nuestro lado.
Y también nosotros nos dividimos más. Algunos apostaban por volver y aceptar el
castigo de Dios, otros por vengarse de los hombres por despreciar su propia
grandeza. Otros manteníamos la esperanza de tiempos mejores, quien más y quien
menos seguía siendo leal a Lucifer y sus mandatos. Nuestra
división fue nuestra derrota. El hombre se olvidó de nosotros. Siguió cometiendo
terribles pecados, se volcó en falsas religiones con las que intentar congraciarse
con Dios, se avergonzó de sí mismo.
Ante nuestra impotencia, Dios, y su mil veces maldita paciencia infinita, nos
condenó al Abismo, al Pozo, al Infierno. A la soledad y el olvido. Nos dejó también
sin líder, pues nunca supimos qué fue de Lucifer.
Somos libres.
Las casas
Antes del principio, antes de que el primer segundo comenzara a andar, Dios creó a
los ángeles como una extensión de su voluntad. Puede que no lo recordeis, pero
fuimos sus ayudantes, dimos forma y estructuramos este Universo según sus
designios.
Para hacer mejor el trabajo nos dividió en Casas. Las Casas definían los deberes y
poderes de cada ángel que las componía, y por supuesto, eso es lo que definió en
parte nuestra personalidad y nuestra forma de actuar. Cada Casa tenía unas
obligaciones que no interferían entre si, si no que de alguna manera, se
complementaban. Dentro de cada una de ellas existía una jerarquía muy rígida, que
incluso después de la Caída mantuvimos. Eso forma parte de lo más íntimo de
nuestro ser.
Azotes:
Son probablemente la Casa más respetada por su lealtad y por su capacidad de dar
daño o salud a partes iguales. Se sienten especialmente atraídos por la defensa de
la humanidad, particularmente de aquellos que se han visto abocados al sufrimiento
o al dolor por no atreverse a seguir adelante. Ahora bien, no pocos de ellos se
consideran malditos por su estrecha relación con los humanos y claman venganza.
Corruptores:
Antes de que hubiera tierra siquiera, los grandes océanos llenaban el mundo. Los
ángeles que dominaban este reino vasto y poderoso eran llamados Nereidas, y se
encontraban entre las creaciones más hermosas de Dios. Los Ángeles del Océano
debían inspirar a la humanidad, seducirla con misterios y espolearla para que se
atreviera a explorar el mundo a descubrir. Su poder les proporcionaba la mejor
comprensión de los deseos humanos, pero el designio de Dios aseguraba que las
vastas extensiones marinas se interpusieran siempre entre ellos.
La Caída vigorizó a la Quinta Casa, que se valieron de sus poderes para inspirar a
mortales y ángeles por igual en la lucha contra el Cielo. Se convirtieron en símbolos
vivientes del conflicto, reflejando las mejores cualidades de la resistencia y
animando a otros a hacer lo mismo. Lo más importante es que mantenían alta la
moral de los rebeldes, incluso durante los momentos más crudos de la guerra,
sanando heridas espirituales que ningún otro podría restañar. La derrota supuso un
terrible para los Corruptores, que jamás dudaron de que la rebelión fuera una causa
justa.
Devoradores:
La Casa de la Naturaleza gozaba de dominio sobre todo ser vivo que se arrastrara,
corriera, volara o reptara sobre la tierra. Cuando lo salvaje se extendió en el mundo,
los Ángeles de la Naturaleza tejieron las incontables hebras de la vida en un
intrincado tapiz de belleza, majestad y poder. La Sexta Casa desempeñaba su labor
con solemne orgullo y un fuerte sentido del honor personal, gobernando su reino
con justicia y compasión.
Pese a su reputación de bestias impetuosas que se dejaban guiar por el instinto, los
Ángeles de la Naturaleza eran los miembros que más dudaron antes de desafiar la
voluntad del Cielo. Al final, sin embargo, los que se unieron a las filas de los caídos
creían que no había manera de ser fieles a sus órdenes. Una vez comprometidos, no
hubo nadie más valiente ni devoto que los Devoradores, que inundaron las filas de
las legiones rebeldes y se enfrentaron a sus antiguos camaradas sin cuartel a los
largo y ancho del Paraíso. Los Devoradores eran temidos y respetados por ambos
bandos, y nunca perdieron la fe en su victoria final, ni siquiera cuando ésta se sabía
imposible.
Diablos:
Malefactores:
Al tercer día, Dios separó los mares de la tierra, y cedió el suelo a un selecto grupo
de ángeles. Estos Celestiales, llamados Artífices, gobernaban la tierra y todo lo que
en ella haitaba. Recibieron el don de la afinidad con la tierra, las gemas y la roca;
con los fuegos que ardían bajo superficie de la tierra; y sobre todo, con el metal. La
Tercera Casa recibió asimismo la responsabildad de enseñar a la humanidad a usar
la tierra, y se aplicaron gustosos.
Cuando estalló la guerra entre los ángeles rebeldes y las fuerzas del Cielo, muchos
Artífices se unieron a Lucifer. Se sentían rechazados por los humanos que habían
intentado amar, y furiosos con el Creador, que les había atado las manos
prohibiéndoles ayudar directamente a los mortales. Cuando los rebeldes perdieron
la guerra y fueron apresados en el Infierno, los Malefactores lo pasaron muy mal,
separados de la tierra y el fuego que constituían su razón de ser. Se tornaron
arteros y meditabundos, prefiriendo la cavilación y la paciencia a los estallidos
emocionales de ira e inmediatez. En todo caso, suelen ser seres solitarios y
meditabundos, casi temerosos de que la humanidad les dé la espalda para siempre.
Algunos son auténticos sociópatas.
Perversos:
Al principio, Dios diseñó los grandes engranajes del Cielo para regular el cosmo. La
órbita de cada estrella y planeta ocupaba el radio de una rueda dentada, un volante
celestial que unía otros mecanismos para configurar un dispositivo enorme e
interdependiente. Los firmamentos se dividían en una intrincada tracería de órbitas,
elipses, períodos y constantes, un diseño imposiblemente vasto que desafiaba la
comprensión absoluta. Los Videntes capitaneaban estas grandes órbitas y circulos.
Sabían cuándo y dónde estaría todo, ya fuera dentro de un día o dentro de mil años.
De todos los ángeles ellos se contaban entre los más alejados de la humanidad.
Amaban a sus hermanos y hermanas de barro, pero era su deber residir lejos del
Edén e interactuar con los mortales por medio de misterios tejidos en la bóveda
estelar.
Cuando llegó la rebelión, un factor principal dividió a los videntes. Fue uno de los
suyos, un vidente llamado Ahrimal el que previo antes que nadie los ominosos
presagios que habrían de desembocar en la Caída. En un principio, Ahrimal y sus
compañeros creyeron que el inminente desastre ocurriría si los ángeles rehusaban
intervenir, por lo que fueron los portavoces más fervientes de la rebelión. Lucifer
apreciaba a los Perversos como consejeros y estrategas, pues su capacidad para
adivinar el futuro le había conseguido varias victorias rápidas. La guera resultó
costosa a la larga, no obstante, dado que los Perversos no habían anticipado su
carácter destructivo.
Por último, Dios expulsó al Abismo a los rebeldes condenados, arrojando a los
Perversos a un infierno especial para ellos. Antes habían sido criaturas del orden y
de la existencia regulada, pero el Abismo no podía ser codificado, cartografiado ni
dirigido. Sin los grandes mecanismos del Cielo para proporcionar una rutina
mesurada, enloquecieron. Ahora la búsqueda de conocimiento y de respuestas les
tortura.
Verdugos:
Al igual que los demás Celestiales, los Segadores amaban a los seres humanos y
concentraban todos sus esfuerzos en hacer del Edén un lugar vibrante y dinámico,
pero la humanidad en su ignorancia sentía miedo y pesar por la muerte de los
animales y plantas. Cuando Lucifer enarboló la bandera de la rebelión, muchos
Segadores se unieron a la Caída impulsados únicamente por su desesperado desea
de ser amados en vez de temidos.
Las facciones
Los Fáusticos creen que deben seguir con su obligación primigenia y guiar a la
humanidad, dirigiendo su fuego creativo para que ésta alcanza sus mayores metas.
Se consideran los guías para encauzar la fe humana incluso más allá del yugo que
representa la absoluta sumisión a Dios. Estos ideales atraen a esta Facción sobre
todo a Diablos, Corruptores y Malefactores. Su campo de trabajo se centra en
aquellos lugares donde hay más mortales con una gran cantidad de fe o de
inspiración, por lo que Roma, Jerusalén o los florecientes estados del norte de
Europa son su principal terreno de actuación.
Esta Facción recopila enemigos incluso entre los miembros del resto de
asociaciones demoníacas, que los consideran Caídos excesivamente radicales y
rencorosos. Los Devoradores y los Corruptores son los que abrazan en mayor
número los ideales de esta Facción. Estos Caídos son comunes en zonas en guerra o
donde imperan fuertes tensiones. Se cree que han estado detrás de las Cruzadas o
de la extensión de enfermedades como la peste.
Aunque muchos creen que estamos malditos, que sólo nos movemos por el
egoísmo y la violencia, también los hay que buscan el camino de la Redención.
Cuando recuperamos lo que un día fue nuestro corazón bondadoso y nuestra
naturaleza divina, el Tormento desaparece. Hay quien dice que incluso se ha podido
deshacer el camino, y volver a ser Ángeles...