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Cuentistas

Dominicanos 1

33
BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
Cuentistas Dominicanos 1
CONTENIDO
4 El espejo multicolor de nuestra identidad / Aquiles Julián

6 Fabio Fiallo / nota biográfica


7 Las cerezas
10 Tiranía
10 Plegaria de una margarita

11 Juan Bosch / nota biográfica


12 La mujer
14 El sacrificio

17 Hilma Contreras / nota biográfica


18 La espera
20 Ahora seremos felices

24 Virgilio Díaz Grullón / nota biográfica


25 Edipo
28 Matar un ratón

32 Marcio Veloz Maggiolo / nota biográfica


33 La mujer de Honorio López
37 La fértil agonía del amor

42 Miguel Alfonseca / nota biográfica


43 Delicatessen
48 Los trajes blancos han vuelto

56 René del Risco Bermúdez / nota biográfica


57 Ahora que vuelvo, Ton
63 Se me fue poniendo triste, Andrés

69 Bonaparte Gautreaux Piñeyro / nota biográfica


70 El sonámbulo
73 A partir de esta noche

77 José Alcántara Almánzar / nota biográfica


78 La decisión
80 Con papá en casa de madame Sophie

92 Pedro Peix / nota biográfica


93 “22-22”
111 Los muchachos del Menphis
El espejo multicolor de nuestra identidad
Por Aquiles Julián
Hace un par de años, el Rector Magnífico de una de
nuestras universidades me confesó que él no leía
literatura y que no encontraba ningún tipo de utilidad o
beneficio en quienes se dedicaban a escribir o a leer
novelas, cuentos y poemas.
Esa opinión, al provenir de un profesional de las ciencias
de la conducta que, simultáneamente, ostentaba la
rectoría de una institución académica de altos estudios,
me preocupó. Si esa era la opinión del rector, ¿cuál será la
calidad de la educación de dicho centro?
La literatura cumple en una sociedad varias funciones, todas vitales para su existencia
como sociedad. Nos permite soñarnos, reflejarnos, pensarnos, modelarnos… Es la
construcción de futuros posibles, de realidades alternativas. Igualmente, nos permite
anticipar y visualizar realidades que otros podrían llevar a la práctica.
Antes de que en la década del 60 del siglo XX se alcanzará la portentosa hazaña de que
el hombre pusiera el pie en la Luna o que en la década del 50 del siglo XX otra hazaña
fuera de serie pusiera a orbitar a un hombre alrededor de la Tierra por primera vez en la
historia del mundo, los escritores y artistas crearon esas realidades potenciales en
novelas, cuentos, películas, dramas, etc., que inocularon en la humanidad el interés de
expandir su alcance a otros mundos.
Antes del avión el hombre soñó a Ícaro; antes del submarino, Julio Verne nos hizo vivir
la odisea del Nautilus. ¿Qué hubiese sido de la humanidad sin los soñadores, los artistas,
los visionarios? ¿Fueron las fantasías de Verne simple pérdida de tiempo sin utilidad
alguna o fueron la chispa que incendió la imaginación de técnicos y científicos e instaló
en ellos un sueño, una aspiración, que pudo en un momento dado del desarrollo
científico y tecnológico de la humanidad llevarse a cabo?
La literatura ha sensibilizado a hombres y mujeres sobre situaciones ultrajantes y ha
provocado cambios legislativos, rectificaciones y nuevas maneras de entender las
relaciones sociales y los derechos humanos. Ha enardecido a hombres para que encaren
una situación injusta y oprobiosa. Ha sido un bálsamo para la desesperanza y la pérdida
de fe. Ha devuelto sentido a vidas hundidas en la calamidad.
La literatura no cambia el mundo, es cierto; no cambia la sociedad, cierto también. Pero
cambia al hombre, lo adensa, amplifica su mente y engrosa sus experiencias; nutre su
inteligencia y su sensibilidad. Y al cambiar al hombre ¿no cambia en alguna manera a la
sociedad y al mundo que este hombre integra?
Y un joven que se forma de espaldas a la literatura, ¿qué tipo de formación adquiere?
¿Sólo se busca pulirle sus habilidades técnicas, sus destrezas para la producción sin
tamizar su espíritu con los valores, jugos y nutrientes que la literatura aporta?
Al presentarnos realidades posibles, realidades alternativas; al dotar de vida a la historia
y mostrarnos cómo pudo haber sido un suceso, los dilemas y trampas que acongojan los
espíritus, las elecciones que los angustian, las debilidades que los postran, la esperanza
que los sostienen y la grandeza a que pueden arrojarse, la literatura nos hace pensar,
nos estremece y sensibiliza, nos despierta la conciencia, nos expande la visión, nos saca
del amodorramiento, nos facilita entender, encontrar sentido, explicarnos; en fin, nos
devuelve mejores que como nos encontró.
Cierto es que también existe una seudoliteratura, una degradada imitación que explota
los recursos ya establecidos y se mercadea como un sucedáneo, como una droga que nos
mantiene enajenados, en paraísos verbales ajenos a cualquier lógica, a cualquier
realidad. Aún así, las palabras nos ayudan a nombrar y estimulan la inteligencia y la
conciencia. Aún la seudoliteratura en algún momento nos prepara para la gran
literatura.
El cuento, ese orbe verbal cerrado que se repliega sobre sí mismo y nos sumerge en una
experiencia alucinante, obsesiva, intensa, es un ejercicio desafiante frente al cual se han
medido con distintos niveles de éxito los escritores.
Organizado alrededor de un hecho, que le da sentido y propósito, la tensión es su
principal recurso: debe mantenernos atentos, sedientos, pendientes, mientras la
imaginación se desboca pensando diversas soluciones posibles, en tanto las palabras
corren hacia una culminación que nos anonada y nos desconcierta.
El cuento ha tenido en República Dominicana sobresalientes cultores. Su máxima figura
en el siglo XX lo fue Juan Bosch, sin quitar mérito a cuentistas como José Rijo, J.M.
Sanz Lajara, Ramón Marrero Aristy, Virgilio Díaz Grullón, Hilma Contreras y otros.
A partir de la caída de la dictadura trujillista, la sociedad dominicana respiró y empezó
un desarrollo social, cultural, económico destacable. A nivel literario los nuevos
escritores se asociaron en grupos en que discutían, se hacían sentir.
El ajusticiamiento del tirano y la caída de la dictadura coincidieron con el boom de la
literatura latinoamericana. Y sus autores impactaron fuertemente en los escritores
dominicanos, sobre todo en los jóvenes que asistían, deslumbrados, al fenómeno
literario más importante vivido por Latinoamérica en toda su historia: su mayoría de
edad literaria.
Una serie de sucesos mayormente trágicos signaron la vida dominicana de entonces,
desde la trampa tendida al Movimiento 14 de Junio para eliminar a sus principales
dirigentes y desmantelarlo hasta la guerra civil en 1965 y la posterior ocupación por
parte de fuerzas militares de los Estados Unidos.
En ese ambiente tenso, peligroso, preñado de esperanzas y amenazas, los cuentistas
pulieron sus destrezas narrativas. Los años tensos de postguerra, la radicalización
extremista, la guerra sucia entre los extremismos de izquierda y de derecha de los años
70, el interregno perredeísta que frustró tantas expectativas idílicas y culminó en la
matanza de abril del 1982 y en el retorno al gobierno del Dr. Balaguer; la ascensión del
Dr. Leonel Fernández al poder en 1996 fueron el marco en que se produce una
consolidación de la cuentística dominicana con una proliferación de autores y un nivel
de calidad que hace del Cuento el género más sólido en este momento de la literatura
dominicana.
Vamos a ir acopiando en esta colección una selección de autores con una muestra de sus
obras, una manera de por ellos acceder a una imagen construida con los multicolores
fragmentos de estas historias, de nuestra idiosincrasia, nuestra autopercepción, nuestra
identidad.
Fabio Fiallo
Nació en Santo Domingo el 3 de febrero de 1866. Hijo del general Juan Ramón Fiallo y
Ana María Cabral. Fue maestro ocasionalmente y periodista por vocación, haciendo
dirigido el semanario El Hogar (1894-95). También dirigió y redactó La Bandera Libre,
que en su última época le sirvió de tribuna para sus artículo en contra de la intervención
norteamericana de 1916, lo que le valió ser encarcelado en la Fortaleza Ozama (un óleo
de García Godoy lo inmortaliza frente al placer de los Estudios, vistiendo el uniforme
rayado de los prisioneros y portando un libre que se titula El dolor de la patria). Muchos
fueron sus versos patrióticos publicados en la prensa de entonces que hoy son
inencontrables y que, según noticias fidedignas, reposan en los archivos del fallecido
historiador Emilio Rodríguez Demorizi, limbo del que esperamos salgan a su debido
tiempo.

Fabio Fiallo se casó tres veces: con Prudencia Lluberes, con María Luisa Bonetti y con
Carolina Almánzar. Fue cónsul en La Habana, Nueva York y Hamburgo. Murió en La
Habana el 28 de agosto de 1942. Su cadáver comienza así un peregrinaje que lo llevaría
a reposar en Santiago de Cuba hasta 1977, cuando el gobierno presidido por el también
poeta Joaquín Balaguer dispuso su traslado a la República Dominicana para depositarlo
en el Panteón Nacional.

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Las cerezas
A Rubén Darío

Cuando yo sumaba apenas trece años, ya la Adolescencia había ceñido a


la blanca frente de mi prima Eulalia quince botones de sus rosas más
fragantes y lozanas. ¿Cómo, pues, resulta que al volver hoy la vista desde el
umbral sombrío de mis treinticinco años, me encuentro a mi prima, no
sólo radiante de juventud, hermosura y gracia, sino, más que nunca, firme
en sus veinticuatro abriles recién cumplidos?
¿Increíble?
Si; un poco, cuando menos.
Verdad es que el ligero esquife de aquella dulce vida siempre bogó al
blando impulso de los céfiros, sobre las aguas encantadas del lago
Ensueño, escoltada por una ronda de cisnes ideales que fingían alba
escuadra de góndolas graciosísimas, mientras en las risueñas márgenes
cercanas susurraban sus diálogos suaves las margaritas y los heliotropos.
En tanto que la funesta nave de mi vida….
Pero… hablemos de mi prima.
Cuenta ella que siendo muy niña, dos lustros tal vez no tenía, era golosa
en sumo grado; y que un primo suyo, zagal fuerte y buen mozo, llevábala
por los campos en busca de cerezas que el truhán cambiábale por besos
cobrados con profusión.
Y cuenta ella también, que una fresca mañana la inocente pareja
correteaba en busca de nidos por la apartada heredad de un tío, cuando de
improviso vieron sobre ellos el toro más espantoso y feroz. Tenía los
cuernos retorcidos, y largos y afilados como puñales. Merced a una cercana
caverna a donde la arrastró su animoso compañero, podía ella contar
ahora aquel fiero trance, el más apurado de su vida. La entrada del
salvador refugio fue atrincherada, aunque no muy fuertemente, sin duda; y
en tal escondite hubieron de permanecer horas enteras, escuchando los
terríficos bramidos del minotauro, temblorosos de miedo y estrechamente
abrazados. Por fin llegó el tío, puso en fuga el bicho y pudieron ellos
abandonar la caverna.
Y yo, héroe de ambas hazañas, apenas si me reconozco en esa fantástica
leyenda creada por la romanesca imaginación de mi bella prima.
Mis recuerdos, son así:
Una tarde sorprendiome Eulalia devorando un puñado de frescas e
incitantes cerezas; tanto más frescas e incitantes, cuanto que acababan de
ser pilladas en el cercado ajeno. Ya en su relato confesó mi prima que de
niña era golosa, yo afirmo que también era rapaz en sumo grado. En esta
ocasión de las cerezas, prevalida de sus fuerzas, arrebatóme mi botín sin
dársele un ardite ni de mis derechos ni de mis protestas. Hombre ya, he
podido convencerme que la acción de Eulalia era perfectamente correcta y
fundada en los más rudimentarios preceptos de la práctica internacional,
que acu-mula derechos a quien cuenta con mayores fuerzas acumuladas.
Comióse ella, pues, tranquilamente mis cerezas, y cuando ya sólo
quedábale una, vino a mí y me la brindó, tenida entre sus labios, con la
condición de que había de tomarla sin auxilio de las manos. Alcéme en la
punta de los pies para alcanzarla como érame ofrecida; mas, mi prima, que
gustaba de burlarme, ocultó con presteza el delicioso grano y mi boca
hambrienta sólo apresó su boca, empapada aún en el jugo de las cerezas.
Rió ella de mi engaño y tornó a chasquearme con la misma treta; mas, a la
tercera vez, mantuve la roja y ardiente presa entre mis dientes hasta que
fui servido con la mitad del codiciado fruto.
Desde esa tarde quedó instituido aquel juego, y tal presteza adquirimos
en ejecutarlo, y con ello tan grandísimo gusto sentíamos, que en ocasiones
una misma cereza pasaba de su boca a la mía, de mi boca a la suya,
infinidad de veces, y todos nuestros entretenimientos anteriores fueron
relegados al olvido.
Pero, a medida que se internaba la estación escaseaban las cerezas. Un
día propuso Eulalia:
¿Si fuéramos mañana temprano a buscarlas en la heredad del tío Juan?
No, que nos regañan.
¡Calzonazos!
Hirióme aquella expresión como la punta cruel de un látigo, y dije:
Iremos.
A la mañana siguiente, allá íbamos por la verde campiña, matizada de
flores silvestres, poblada de pájaros cantores, inundada de luz estival.
Los propósitos de Eulalia en aquel día eran de los más raros y graves:
No quería jugar, no quería correr, no quería saltar. Quería que paseáramos
del brazo, como grandes personajes, bajo la sombra de los álamos gigantes
que tendían su arcada sobre el camino, y que habláramos de cosas serias,
de la vida, del amor.
Yo no entendía una jota de tales temas, pero confieso que en aquella
hora todo mi ardiente anhelo se cifraba en complacer a mi prima, a quien
encontraba lindísima con su corpiño azul y su sombrero amarillo de paja,
bajo cuyas alas escapábanse, ondulantes, hasta la cintura, dos trenzas de
oro, dos chorros de sol.
Andábamos, andábamos. Y mientras ella hacíame preguntas o muy
tontas, o muy hondas, yo respondía como mi escasa ciencia de la vida
dábame a entender. ¿Un nido? Pues un nido es un cestito de paja y hojas
secas suspendido en la rama de los árboles por la mano de Dios, como las
estellas. ¡Quién sabe; acaso las estrellas también sean nidos!
Rióse Eulalia y comenzó su explicación.
Un nido… Un nido es…
De súbito prorrumpió en un grito de terror, y asiéndome fuertemente
por la mano echó a correr. Nada hay más contagioso que el miedo. Aunque
yo desconocía en absoluto cuál era el peligro que nos amenazaba en aquel
instante, corrí como un gamo a la par de mi prima que no me había
soltado. En pocos minutos llegamos a una caverna conocida con el nombre
de la Cueva de las Brujas, y, sin detenernos, arrastrándonos como reptiles,
nos metimos por su estrecha boca.
Ya adentro traté de inquirir la magnitud de aquel peligro e interrogué a
mi prima.
¡Cómo! ¿No viste el espantoso toro que nos venía encima?
Yo prorrumpí en la más estrepitosa carcajada.
Pero Eulalia, si era la vaca berrenda del tío Juan, que tú conoces tanto
como yo.
Te digo que no, que era un toro espantoso, con los chifles retorcidos y
aguzados cual puñales.
Y como yo continuara burlándome, ella comenzó a sollozar
angustiosamente y a suplicarme:
Primo, por Dios, por la Virgen Santísima, atrinchera esa entrada,
ciérrala, tápala.
Pero, ¿de qué modo?
Con tu chaqueta, con mi sombrero, con mi corpiño. Y diciendo y
haciendo quitóse rápidamente ambas prendas.
Ya sabía yo que no corríamos ningún peligro; pero, como no encontraba
otra manera de tranquilizar a la aterrorizada Eulalia, accedí a sus ruegos, y
con una vara que encontré por tierra, y su sombrero y mi sombrero, y mi
americana y su corpiño, cubrí la entrada de nuestro refugio.
El llanto de mi prima iba cesando gradualmente; pero no su miedo, a
juzgar por la ansiedad con que se pegaba más y más a mí.
Estábamos sentados en el suelo. La oscuridad que ahora reinaba en la
caverna no me permitía distinguir sus facciones, pero yo sentía su brazo
desnudo rodear mi cuello y su aliento entrecortado bañar mi rostro.
El aroma de aquel aliento trajo a mi memoria los recuerdos palpitantes
de nuestro juego favorito.
Si al menos tuviéramos aquí una cereza, dije.
Sin apartarse de mí se incorporó ella ligeramente preguntándome, a la
vez, con acento indefinible de ternura.
Verdad, ¿quieres una cereza?
Y la sentí hurgar entre su ropa; en la falda, en los bolsillos, entre el seno
quizás…
Después, con una blanda presión de su mano me hizo inclinar la cabeza,
mientras me ponía entre los labios algo que yo creí una cereza…
Y reanudó su interrumpida lección del camino:
Un nido… Un nido es…
Tiranías
Buenas viejecita, buena viejecita, siempre triste y llorosa siempre, dime, ¿dónde murió
tu hijo?

-Mi pobre hijo murió en las horribles prisiones de Liberia. El Zar, el infame Zar de
Rusia, lo sepultó, cargado de cadenas, bajo montañas de hielo, para apagar en aquel
ardiente corazón de patriota su odio al tirano de nuestra desventurada Polonia.

-¡Que muerte tan dulce tuvo tu hijo, buena viejecita! Precio en las horribles prisiones de
Liberia, sepultado su ardiente corazón de patriota bajo las montañas de hielo, pero
odiado hasta el último latido al infame Zar de Rusia, su opresor. Infeliz ¡ay! Infeliz de
mí, que muero, como tu hijo, entre cadenas, pero amando hasta el último latido a la
tirana que amontona sobre mi ardiente corazón todo el hielo de su ingratitud y su
desdén.

Plegaria de una Margarita


Cual centauro que en contenida fuga dejara rodar sobre la humeante grupa su manto de
sombras bordado de oro y teñido con sangre, arrastrándolo todo por encima de malezas
que son bosques de robles corpulentos, y entre pedruscos que son montañas; así, paso
tras paso, el crepúsculo se alejaba para hundirse en los abismos del espacio.

Sólo el aliento entrecortado del jardín- un jardín rebosante de rosas, gardenias, claveles,
jazmines, flores todas de voluptuosidad y amor- interrumpía aquel silencio que nos
rodeaba como los tapices de una alcoba cómplice.

Ella permanecía muda, abstraída, casi adusta. Su frente, tan pálida que imponía tristeza,
era una breve y atormentada flor de lis agitada continuo por la impiedad de vientos
encontrados.

Como en las paginas de un antiguo breviario de marfil-ya recorrido otras veces en pleno
sol, y que ahora lo iluminaran dos cirios en agonía, !sus ojos!- yo leía en los angustiosos
pétalos de la pálida flor de lis: ¡ al amor sucedía el espanto, al espanto otra vez el
amor!... Y sus labios, fina margarita, parecían deshojarse en un leve murmullo: Sí… no…
sí… hasta convertir los últimos pétalos en un desesperado ruego a Dios, al destino, a la
Fatalidad: Sí… sí… sí…
Juan Bosch
NACIÓ en La Vega, República Dominicana, el 30 de junio de 1909 y murió en
Santo Domingo el 1 de noviembre de 2001.
El profesor Juan Bosch, narrador, ensayista, educador, historiador,
biógrafo, político, ex-presidente de la República Dominicana, inició su carrera
literaria con un pequeño libro de cuentos, Camino Real (1933), donde narraba
en gran parte lo que había visto, escuchado y vivido en su pueblo, La Vega. De
esa misma época, es su primera novela breve La Mañosa (1936), donde el
personaje central es una mula y el narrador es un niño enfermizo.
Vivió más de 20 años en el exilio por discrepancia con el régimen de
Trujillo. Cuando el profesor Bosch regresó a la República Dominicana, se
reunieron sus cuentos en dos volúmenes: Cuentos escritos en el exilio (1964),
que incluía «Cuento de Navidad» y «Manuel Sicurí», publicados en ediciones
independientes en el extranjero, y Más cuentos escritos en el exilio, (1964).
Las obras de Bosch comprenden, también, ensayos y biografías de
grandes figuras de la historia sagrada.

Editado de www.literatura.us
La mujer
La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga,
infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de
acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco, y sigue ahí, sobre
el lomo de la carretera.

Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres


con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni
cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de
lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en
los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una
hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.

La muerte atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre


ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.

A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de


tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal
vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos,
embutidos en el acero blanco.

También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están
pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso,
seco, ansioso de quemarse día a día. Las canas dieron esas techumbres por
las que nunca rueda agua.

La carretera está muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada,


gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una
piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que
la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor
por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, los ojos llenos de
luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas.
Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de
aquella criatura desnuda y gritona.

La casa estaba allí, cerca, pero no podía verse.

A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada
en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: Un becerro,
sin duda, estropeado por auto.

Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales,


como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los
vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil
años antes que hoy. Se resquebraja la planicie dorada bajo el pesado acero
transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.

Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos
del niño.

El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente


como horno, la persiguió, tirándola de los cabellos y machacándole la
cabeza a puñetazos.

–¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a
una perra, desvergonzada!
–Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó –quería ella explicar.

–¿Que no? ¡Ahora verás!

Y volvía a golpearla.

El niño se agarraba a las piernas de su papá; no sabía hablar aún y


pretendía evitarlo. El veía a mujer sangrando por la nariz. La sangre no le
daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro
mamá morirá si seguía sangrando.

Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo


mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero.
Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño.
Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto
tiempo.
Le dijo después que se marchara.

–¡Te mataré si vuelves a esta casa!

La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía.


Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como
muerta, sobre el lomo de la gran momia. Quico tenía agua para dos días
más de camino, pero casi toda la gastó en rociar la frente de la mujer. La
llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada
para limpiarla de sangre.

Chepe entró por el patio.

–¡Te dije que no quería verte más aquí, condenada!

Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente,


le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban
rojas.

Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su


víctima. Iba a pegarla ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los
dos hombres.

El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda


de su mamá.

La lucha era silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del
muchacho y las pisadas violentas.

La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados
en el pescuezo de su marido. Este comenzó por cerrar los ojos; abría la
boca y le subía la sangre al rostro.

Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra;
una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una
fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro,
luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de
espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.

La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante.
Chepe veía la luz brillar en ella.

La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y
los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas.
Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, sólo
estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas
que amontonaron los vientos. Y cactos, embutidos en el acero.

El Sacrificio
Amaneció plomizo el día. Parecía que alguien hubiese pasado por los cielos una gran
brocha embadurnada en gris. A ras de mar los encajes amarillentos de la niebla ponían
su nota de demacración. Se perseguían las olas, furiosa cada una por alcanzar la otra,
con una soberbia que aullaba. En la tierra, un poco adentradas, viejas barcas cansadas
ofrecían a los cielos sus vientres hinchados que la carcoma hoyó. Y dormían de lado las
embarcaciones jóvenes recibiendo caricias saladas.
Tendidas en la playa, como alas tronchadas de algún ave gigantesca, dos velas se
arrugaban con la misma brisa que en días de calma las preñaba… No había luz de sol y
era el vacío brumoso como el agua sucia. Hablaban varios hombres, sentados algunos en
la borda de un viejo cascarón:
—¡Muy mal día! — Y van cuatro así. Allá en el horizonte un cuchillo de sol rasgó las
nubes y plateó las aguas.
Y los hombres de mar, esperanzados, clavaron en el girón de cielo recién iluminado sus
ojos que las tempestades habían serenado.

El sol volvió a esconderse. El grupo se fue deshaciendo, desparramándose los hombres,


y el día seguía plomizo. Cuando quedaron solos, dirigiéndose al hijo, lleno de
mansedumbre dijo:

—Apareja muchacho porque necesitamos trabajar— El rapaz le miro hondamente, casi


con ternura, y él, comprendiendo, inquirió:

—¿Tienes miedo? —No papá, eso no -contesto- pero... es una imprudencia.

Tenía razón el hijo. Era una locura tirarse al mar un día como éste, pero los demás
tenían hambre… El muchacho se alejó con paso tardo.

Le vio inclinarse a recoger la vela y poner luego en la barquita las redes, un remo, unas
cuerdas, una vasija y el arpón.

Estaba haroneando, deseoso de que el padre se arrepintiese. Era fuerte, tanto como
cualquier hombre hecho; estaba curtido en los trabajos del mar; no temía nunca y las
tempestades lo entusiasmaban.

¿Por qué hoy estaba tan miedoso? Se le acerco y como lo viera distraído lo amonestó:
—Anda muchacho, anda. Es muy tarde ya.

Empujaron los dos la barca hasta el agua. El hijo entró primero y él le dio, los pies
mojados en las últimas greñas de las olas, el impulso.

A pesar de ser esperado el huracán les asombró. Cayeron de improviso rachas de lluvia
que parecían trapos grises tremolados al viento. Las olas comenzaron a agrandarse y
rugían como truenos.

La barquita se doblaba y los golpes de agua la hacían crujir. El muchacho, hábil, tumbó
la vela y comenzó a vaciar el barquichuelo que recibía pedazos de olas. El temporal
arreció. Se alzaba la embarcación como si mil manos hercúleas la levantaran.

El padre estaba pegado del timón, paralizadas por el esfuerzo las manos férreas y
acerados los ojos que ni la sal del mar lograba hacer pestañear:

—¡Ánimo, mi hijo, ánimo! La lluvia llenaba el bote. El hijo, pálido de terror y mareado,
se dejaba caer en cada golpe de ola, revolcado entre la estrechez de la barquita.

—¡Recoge las redes, muchacho! Él mismo las haló, abandonando el timón. Por la proa
asomó una ola gigantesca cuyas espumas daban la impresión de dientes trituradores de
algún monstruo ignorado. Enfiló y la recibió de frente.
El barquito se zarandeó y gimió como animal herido.

—¡Achica, que éste pasa; ánimo! El rapaz no oía las exhortaciones. Pálido hasta parecer
verde, enloquecido por el mareo y el miedo, nada importaba para él una volcadura.

Las voces del viejo marino se perdían entre el estrépito del mar enfurecido. El bote
bailada cada vez que alguno se movía. Y el mismo viejo comenzaba a flaquear. Como
producto del instinto, su garganta modulaba roncamente:

—¡Ánimo, mi hijo, ánimo! El barquito era muy pequeño. Los dos no podían maniobrar;
sus bordas se pegaban al mar como la boca de un animal sediento que busca agua.

De súbito el viejo se paró tambaleando. Se le contrajeron las manos en un gesto de


impotencia la boca en una muesca de locura. Quiso apartar, desesperado, con sus dedos
fuertes de lobo de mar, la cortina de la lluvia. El hijo también se incorporo.

En medio del estruendo trágico de la tempestad el viejo creyó oír:

—Yo soy un estorbo, papá…. Y luego, como una sombra de fantasma, el hijo saltó.
Medio idiotizado y casi ciego, enloquecido de terror el padre quiso atajarle, en una
suprema elasticidad, extendidas las manos implorantes, y apenas pudo ver en la cresta
de una ola, azotada por el vendaval como una bandera de tragedia, la chaqueta del
suicida.
Hilma Contreras
Nació en San Francisco de Macorís el 8 de diciembre de 1913 y murió el 15 de enero de
2006. Hija de la Sra. Juana María Castillo y del Dr. Darío Contreras, primer cirujano
dominicano especializado en ortopedia y precursor de esa especialidad en el país, por lo
cual el principal hospital de traumatología lleva su nombre.

En 1937 y alentada por Juan Bosch, comenzó a escribir cuentos que fueron publicados
en diferentes diarios, especialmente en la Información, de Santiago. Publicó dos
volúmenes de cuentos: 4 Cuentos (1953) No. 3 de la Colección La Isla Necesaria y El Ojo
de Dios, Cuentos de la Clandestinidad (1962) Colección Baluarte, Ediciones Brigadas
Dominicanas, y uno de ensayo: Doña Endrina de Calatayud (1952). Además, La Tierra
esta Bramando (1986), novela corta. Tiene inéditas: “Pueblo Chiquito” (Ficción y
realidad), “La Carnada” (cuentos de relatos de ayer) y “De aquí y de Allá”, apuntes.
Entre dos Silencios (1987), y Facetas de la Vida (1993) hecha por la autora del material
que atesora sin ser recogido en libro, salvo, La Ventana, que apareció en 4 Cuentos. En
el 1993 se publicó el libro Hilma Contreras: Una Vida en Imágenes, bajo la coordinación
editorial de Ylonka Nacidit-Perdomo. Estos textos no se parecen a nada de lo producido
hasta ahora en nuestra literatura.

Fue la primera mujer en ganar el Premio Nacional de Literatura en el 2002.


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La espera

Como no contestó, una mano cálida la sacudió por las rodillas. Entonces gruñó:
—Vete a dormir y déjame tranquila.

Pero la mano se alargó en una caricia. Josefina se indignó.

—¿Te has quedado a dormir para eso? Se van a dar cuenta, ¡vete!

La otra se tendió en la cama con medio cuerpo sobre Josefina, cuyos músculos se
contrajeron defensivamente.

—¡Déjame! Te digo, Lucía, que me dejes.

Lucía rió en sordina.

—Eres cobarde, pero estás loca por abandonarte a las caricias de mis manos.

—Baja la voz, te van a oír... No es verdad, ¡lárgate!

Josefina se revolvió en la cama. Todo aquello era nauseabundo. Al sentir los labios
carnosos sobre su vientre tuvo un acceso de ira. Con los dedos furiosos tirando de los
cabellos de Lucía para desprendérsela de encima, dijo amenazante:

—Si no te largas ahora mismo, grito. ¿Me oyes? Voy a gritar con todas mis fuerzas.

—No lo harás... Tú le temes demasiado al ridículo para armar un escándalo —se


burló la otra—. Tamaña cara pondrían tus hermanos si te vieran en cueros...

Volvió a reír echándole a la cara su aliento de tabaco.Tenía formas hombrunas, casi


corpulentas. Comprendiendo que en semejante forcejeo llevaba las de perder, Josefina
se inmovilizó de repente, un nudo en cada fibra. La mujer se sintió aliviada y comenzó a
acariciarla ávidamente, a restregarse, a besarla. De pronto, se detuvo:

—¿Qué te pasa? ¿Estás muerta?... Tonta, no sabes lo que te pierdes... O es que...


Habla ¡Hay un hombre en todo esto! ¡Idiota!

En el apartamento de enfrente hicieron luz. El hueco de la ventana se recortó


luminoso sobre la pared detrás de la cama. Lucía murmuró ásperamente:
—Mira lo que has hecho. La vieja María nos ha oído...

Esa maldita nunca duerme.

Luego, dulcificando la voz, agregó:

—¿De verdad no quieres que duerma contigo? Un hombre no es mejor, Josefina,


créeme.

En el cuadro de luz de la pared apareció la sombra de una cabeza. Llena de susto, la


joven replicó desfalleciente:

—Oh, por favor..


.
—Sí, tonta, me marcho. Yo tampoco quiero escándalo, pero no tardarás en llamarme,
estoy segura que me llamarás porque no podrás conciliar el sueño después que mis
manos te han tocado. Esperaré... Ven tú a mi cuarto, allí no podrá oírnos la escofieta ésa.
Masculló unas cuantas groserías más antes de escurrirse mal humorada fuera de la
habitación. Casi al mismo tiempo la vecina apagó la luz y fue de nuevo el silencio.
Pasaron unos minutos. Un gato maulló cerca, repercutiendo su reclamo en la
inmovilidad de Josefina. Entonces se dio cuenta de que los latidos del corazón
martillaban todo su cuerpo. Se viró boca abajo. Como le resultó insoportable el contacto
tibio de la cama, decidió levantarse. Después de correr el pestillo de la puerta que daba a
la habitación contigua, se dirigió temblorosa al cuarto de baño. Abrió la ducha en la
oscuridad. El agua fría le arrancó un gemido, pero a medida que le penetraba en la
sangre le fue calmando poco a poco el temblor. Chorreante, se acercó al botiquín y
encendió la luz. Al cabo de unos segundos de contemplación, sonrió jubilosamente a la
turgente juventud de su pecho reflejado en el espejo
mientras decía:

Te los guardaré puros, Amor, aunque sólo nos encontremos en un mundo


mejor.
Ahora seremos felices
El hombre se detuvo en el centro de la calle ardiente de sol aquel mediodía de agosto.
Miró en redondo y gritó:

-¿hay alguien vivo aquí?

Nadie contestó, pero él sintió el tumulto silencioso de las miradas que se colaban a
través de las personas entornadas.

-Viene de lejos –susurró Eusebia en un soplo-. Fíjate, María, ¿no será un fugitivo?

-A lo mejor.... Su facha no me gusta.

-Prieto con ojos verdes, no es tipo de aquí. ¿Qué andará buscando?

-Si sigue ahí se le va a derretir la sesera.

-¡Por mí....! Yo no le abro.

-Dejen la chercha, que las va a oír-gruñó Fico-. Ese hombre da grima de sólo verlo
parado en el vaporizo del aire.

-¡Vamos! ¡Respondían! Solamente pido posada hasta la madrugada........

Avanzó hacia la casa de enfrente. Las persianas se cerraron defensivamente.

-Por favor, sólo hasta la madrugada- insistió aporreando la puerta.

-Ábrele, Marianela –ordenó una voz de hombre-.


Que entre.

-Pero.....

-Dije que le abrieras.

El forastero vaciló en la penumbra de la vivienda, momentáneamente entorpecida su


visión por el deslumbramiento del sol de afuera que traía en las pupilas. A fuerza su
parpadeos pudo distinguir al hombre en la silla de ruedas.

-Gracias... si no descanso unas horas no podré llegar a Loma Alta.

-¿Loma Alta? ¿A la hacienda de don Basilio?

-Sí, soy el nuevo capataz. ¿Usté lo conoce?


-Allá tuve el accidente.

-Lo dijo sin emoción, clavada la mirada en el visitante que se aliviaba la espalda del peso
de la mochila, y agregó:

-Más polvo no le cabe encima, amigo, ¿por qué viene a pie?

-Se dañó la guagua en el cruce de los dos caminos.


Allá los dejé varados, pero yo tengo prisa, debo presentarme en Loma Alta a las ocho de
la mañana.

-Como se marchará en la madrugada puede ocupar el cuarto de mi cuñado por esta


noche.

-Si quiere refrescarse –dijo la mujer, cerrando la puerta al quemante resplandor del sol-,
hay agua en la tina del patio.

-Enséñale el camino, Marianela.

Una vecina de la acera opuesta atravesó la calle, braceando en el fuego solar que la
obligaba a abrir la boca para expeler el que había inhalado por la nariz.

-¡Eusebia! ¡María! –llamó apresurada.

-¿Qué pasa, Angelina?

-Vicente Pedrea le abrió la puerta al hombre ése.

-Ya nos dimos cuenta.

-Pero, ¿se imaginan que sea un criminal?

-Si lo es, se lo buscó Vicente por confiado. Quiera Dios que la víctima no sea la pobre
Marianela.

La medianoche encontró a Marianela con lo ojos abiertos. A poco de acostarse la había


asaltado aquel pensamiento acosador que interminables meses de contención habían
mantenido a raya en lo más hondo de su ser. Ahora lo sentía rebullir como una dentera
agridulce por todo el cuerpo. Desvelada junto al sueño apacible de su marido, se debatía
en la urgencia de ganarle tiempo a la madrugada. El pánico del vuelo de las horas la
deslizó de la cama. En el otro aposento la puerta estaba sin pestillo. Marianela observó,
aguzando la vista, al hombre dormido en la sombra. Iba ya a tocarlo cuando el fluido de
su presencia lo despertó.

-¡Ah....! ¿Por qué tardaste tanto en decidirte, eh? Yo sabía que ibas a venir, por eso dejé
la puerta junta. Ante el silencio embarazado de Marianela, explicó:
-Es que una mujer no aguanta mucho tiempo la falta de un macho. Tú necesitas uno, lo
vi en tu mirada cuando me lavaba en la tina. Ven, acércate más.... Eres buena hembra –
apreció, atrayéndola de un zarpazo sobre su cuerpo desnudo.

Octubre llegó con su cargamento de chubascos. Algunos, los descargaba con furia sobre
el polvo callejero en desbandada. Otros, los dejaba caer plácidamente como un padre
afectuoso que de antemano se regocija con la buena cosecha de sus hijos.

Eusebia, que siempre estaba al acecho de las novedades del vecindario, llamó a la prima
María.

-¿No le encuentras nada raro a Marianela? En estos días trabaja cantando, barre que
barre la acera de su casa aunque esté lloviznando, sin parar de canturriar.

-Ayer cantó a todo pulmón.

-Unjú....Yo creía que la desgracia de su marido le había matado la alegría de vivir.

-Tal vez no esté tan lisiado........... tal vez.........

-Nada, requetenada, María. El pobre vicente, tan machote antes, ya no tiene


componente. Todo el mundo sabe que se malogró para siempre.
Fico entró zarposo, de buen humor.

-Da gusto ver a Marianela -comentó sacudiéndose los pantalones.

-¡Fico! –gritó Eusebia-. ¡No sigas sacudiéndote como perro mojado, que lo salpicas
todo!

-Pues a limpiarlo cantando, hermana. ¡Ah! Si yo tuviera menos años bailara bajo la
lluvia.

La vida había cambiado. La vivía saboreándola día a día, infinitamente paciente, sin
importarle la sonrisita de Fico, de Angelina o de cualquier otro vago de la vecindad. Era
su secreto, su precioso secreto, que hasta hoy no había compartido con nadie, ni siquiera
con su mujer. Amaneció tarde porque llovía suavemente. Vicente suspiró. Se sentía
estupendamente bien dentro de la casa mientras afuera se escurrían del cielo los últimos
hilos de agua antes de Navidad. Cuando la llamó Marianela terminaba de preparar el
desayuno.

-Marianela, ven acá un momento, ¿quieres? Sonrió.

-Quítate la bata.

Sorprendida, retrocedió unos pasos.


-Desnúdate, Marianela.

-¿por qué me lo pides?

Hacía la pregunta con los ojos entornados, buscando el motivo en la expresión


expectante de su marido.

-Desnúdate.

Se engalló desafiante. Vicente impulsó su silla de ruedas lo suficiente para alcanzar el


lazo de la banda.

-No, lo haré yo.


Y lo hizo con gesto altivo dejando caer la bata lentamente a sus pies. Allí estaba desnuda
ante los ojos rebosantes se ternura de su marido. Tras un segundo de silencio, Vicente,
acariciando la tersa redondez del vientre, preguntó:

-¿Te lo hizo él?


El tono suave de la voz disipó la aprensión de marianela.

-Vicente.....perdóname, yo no quise... no quería....

-Marianelita querida, no me pidas perdón. Yo no dormía cuando te levantaste aquella


madrugada. Pude haberte detenido, pero era lo menos que podía hacer mi amor por ti.

Presa de intensa emoción, Marianela apretaba la cabeza de Vicente contra su vientre


fecundado.

-Amor mío –murmuró él-, ahora seremos felices porque nuestro hijo estará con
nosotros.
Virgilio Díaz Grullón
Nació en Santiago, República Dominicana, el 1 de mayo de 1924; y murió en Santo
Domingo el 18 de julio de 2001. Narrador, educador, poeta y abogado. Hijo del escritor
Pablo Virgilio Díaz Ordóñez y Ana Virginia Grullón.
Cursó sus estudios primarios y secundarios en Santiago, donde se recibió de
Bachiller en 1940. En 1946 obtuvo el título de Doctor en Derecho en la Universidad de
Santo Domingo. Fue Secretario de la Presidencia, Asistente del Gobernador del Banco
Central y Subsecretario de las Secretarías de Educación, Finanzas, Previsión Social y
Trabajo (1954-1962). También fue funcionario del Banco Interamericano de Desarrollo
(1962-1971) y Asesor Financiero de la Compañía Financiera Dominicana (1971-1978).
En 1959, su colección de cuentos Un día cualquiera obtuvo el Premio Nacional de
Literatura. En 1977 obtuvo el Premio de Novela Manuel de Jesús Galván por la
novela Los algarrobos también sueñan. En 1958, su cuento «Edipo» resultó finalista en
el concurso de autores hispanoamericanos patrocinado por el Instituto de Cultura
Hispánica de Madrid.

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Edipo
Tan pronto la voz del cura se extinguió y el silencio reinó de nuevo en el
interior de la pequeña iglesia, los hombres se movieron hacia el ataúd y lo
levantaron con cuidado del banco de madera en donde había reposado
hasta ese instante. Eduardo no fue de los que se apresuraron a cumplir
aquel deber. Durante la breve ceremonia había permanecido abstraído de
cuanto le rodeaba y sólo cuando alguien le rozó al pasar, comprendió que la
intervención del cura había terminado y se iniciaba ahora la marcha hacia
el cementerio.

Se aparto un poco para dejar pasar a los que llevaban el féretro y


comenzó a bajar las gradas de la iglesia. A su lado, el ataúd se balanceaba
inquietantemente a medida que los hombres descendían vacilantes. Un
traspié, un paso en falso, provocarían sin duda una catástrofe. Eduardo
meditó objetivamente sobre tal posibilidad, porque observaba cuanto
ocurría a su alrededor como contempla un espectador el escenario: atento
al desarrollo de la trama y secretamente confiado en un final sorpresivo y
dramático.

Pero nada extraordinario sucedió. Los hombres alcanzaron sudorosos el


nivel de la calle y respiraron con satisfacción. Se detuvieron unos instantes,
se organizaron de nuevo y reanudaron la marcha tranquilos y aliviados.

Frente a la iglesia, el reloj de la plaza cantó seis sonoras campanadas...


Las seis: hacía justamente nueve horas que había muerto y a Eduardo le
sorprendió aquella cronométrica exactitud. A su padre sin duda le habría
gustado saber que todo se había realizado a su debido tiempo. Que cada
quien había cumplido a cabalidad su obligación. Pero ya al viejo no podría
alegrarlo eso ni ninguna otra cosa en el mundo, porque estaba muerto.
Para siempre, dentro de aquella caja reluciente de caoba que se balanceaba
suavemente a su lado.

Si hurgaba en su memoria, allá en lo más profundo de su reminiscencia,


la primera noción que conservaba de la existencia de su padre se confundía
con una voz aterradora que tronaba por encima de su cabeza mientras él
corría a guarecerse en el regazo tibio de la madre... Aquella escena debió
repetirse muchas veces porque, al recordarla, la asociaba con diferentes
acontecimientos de su infancia... Las primeras lecciones de equitación (el
viejo azotándose furiosamente las botas con una fusta flexible: " algún día
haré un hombre de esta mujercita!"... y el terror del niño al lomo inseguro
del caballo)... O el primer disparo con la escopeta de caza, apenas sostenida
entre sus manos temblorosas (la voz iracunda del padre a sus espaldas:
"Aprieta el gatillo de una vez, cobarde!")... O el chapuzón inesperado en el
mar, y la angustia de sumergirse hasta el fondo, y los gritos mudos bajo el
agua, y la risa odiosa del viejo en lo alto del trampolín...
Una mano se apoyó en el hombro de Eduardo y una voz dijo a su espalda:
"Le acompaño en su sentimiento, joven". "Gracias, muchas gracias",
respondió sobresaltado. ¿Sería la expresión de su rostro, adecuada a las
circunstancias?... ¿Estaba dándole a toda aquella gente la impresión de una
pena honda, aunque discretamente expresada?... Tal vez debía pedirle a
uno de los hombres que le permitiera cargar en su lugar el ataúd... Si, sin
duda era algo así lo que todos esperaban de él...

"¿Por favor, me permite?", y substituyó a uno de los portadores del


féretro. Los músculos del brazo se le pusieron tensos, se le abultaron las
venas de la frente y enrojeció su rostro... El viejo pesaba mucho. Siempre
fue corpulento. Alto y macizo como una torre. Con músculos de hierro y
manos poderosas... Aquellas manos enormes como palas. Rojizas y sem-
bradas de un vello abundante que fue poniéndose gris con los años...
Manos siempre ocupadas, sin tiempo para las caricias...

¡Qué vivamente recordaba el gesto brutal de aquellas manos rompiendo


su primer boceto de dibujo!...

Fue un domingo por la tarde. El viejo jamás entraba en la habitación de


su hijo; pero aquel día, al pasar junto a la puerta, debió sospechar del
movimiento brusco del niño cerrando la gaveta baja del armario al oír sus
pasos por el corredor... Vestido con su traje blanco recién planchado,
parecía más alto e imponente que nunca. Se detuvo un instante en el
umbral, entró luego sin dar explicaciones y sacando la cartulina de su
escondite, la rasgó de arriba a abajo con un solo movimiento poderoso de
sus manos... "¡Si vuelvo a encontrar otra tontería de estas en la casa, será
su cara la que voy a partirle en pedazos!... ¡Y no siga llorando, que los
hombres no lloran!... "

Y ahora sus manos estaban inmóviles, cruzadas por encima de su pecho


sin aire, y no volverían jamás a romper nada.

Alguien le tocó levemente en el hombro y sin pronunciar palabras se


ofreció a substituirlo ¡Ya era hora!... Eduardo se corrió ligeramente a un
lado mientras abría y cerraba repetidamente la mano para ahuyentar el
calambre. El silencioso grupo trasponía en aquel momento la puerta del
cementerio.

El panteón familiar estaba en el extreme opuesto. Era una construcción


sencilla, sin alardes, pero resultaba imponente junto a las modestas
tumbas que lo rodeaban. En la segunda hilera de nichos, un poco hacia la
izquierda del centro, la boca abierta y negra aguardaba.
Los hombres depositaron el féretro en el suelo, se secaron el sudor de la
frente, y observaron atentos los movimientos precisos y hábiles con que el
albañil mezclaba el cemento y la arena húmeda amontonados junto a la
tumba.

"Buena cara para un estudio", pensó Eduardo apreciando los rasgos


fuertes y angulosos del rostro que se inclinaba frente a él, concentrado en
su tarea... Ahora trabajaría mucho. Debía recuperar todo el tiempo
perdido... Mañana mismo traería sus telas y útiles de pintura de la capital...
Usaría como estudio la habitación grande que daba a la terraza posterior
de la casa... Tal vez con un año de trabajo intenso se sentiría preparado
para la beca...

A una señal del albañil, los hombres habían levantado el ataúd y lo


estaban introduciendo horizontalmente en el nicho. Al principio rodó
fácilmente hacia el fondo, pero de pronto, como si algún objeto extraño se
interpusiese en su camino, se detuvo en seco y permaneció inmóvil.

Los hombres se consultaron entre sí murmurando en voz baja. A


Eduardo sólo le llegaban algunas frases sueltas... "...la caja es demasiado
ancha..." "debe haber algo ahí dentro", "...son las agarraderas. Hay que
quitárselas"... "Sujete usted por aquel extremo: vamos a sacarlo de
nuevo"...

Sin darse apenas cuenta de lo que hacía, dominado por un oscuro


impulso irresistible, Eduardo corrió hacia delante, echó bruscamente a un
lado a quienes se interponían en su camino, y apoyando primero las manos
y luego el hombro sobre el extremo saliente del féretro, estuvo allí
empujando con todas sus fuerzas, desesperadamente, como si de aquel
esfuerzo formidable dependiera su vida entera, hasta que un golpe seco y
sordo le anunció al fin que el otro extremo de la caja había llegado al fondo
del nicho.

Sólo entonces se retiró algunos pasos, tembloroso y jadeante, y mientras


el albañil com-pletaba su labor, permaneció callado e inmóvil, con la
mirada fija en la boca del nicho hasta que el último ladrillo la cerró por
completo para siempre.
Matar un ratón
EL NIÑO RECOGIÓ una pesada piedra de las que abundaban en el pequeño patio
trasero de la casa, calculó cuidadosamente la puntería y la arrojó con fuerza contra
el ratón que parecía observarlo atentamente a pocos pasos de distancia.
La piedra, describiendo una corta parábola en el aire, cayó pesadamente sobre
el espinazo del animal produciendo un ruido sordo. El ratón se arrastró un poco
hacia el fondo del patio, se detuvo luego y haciendo una grotesca voltereta quedó
por fin inmóvil con el vientre al sol.
Dando media vuelta, el niño corrió velozmente hacia la casa. Abrió de un
empujón la puerta y cruzó como una ráfaga de viento fresco la habitación
semioscura donde la anciana dormitaba. Ésta despertó sobresaltada y al
comprobar la causa que la había sustraído de su sueño, cambió ligeramente de
posición y cerró de nuevo los ojos.
– ¡Qué muchacho éste! –, murmuró... Ahora le sería difícil conciliar otra vez
el sueño. Y el médico le había advertido que necesitaba dormir mucho y no
preocuparse demasiado. Se lo había dicho en aquella forma especial que tenía de
hablarle: con suavidad, pero con firmeza... Le gustaba mucho aquel doctor.
Le complacía verle sentado a su lado, con el maletín lleno de instrumentos
extraños abierto junto a él, y oírle hablar mientras manipulaba la jeringuilla, el
termómetro o el aparato aquél de medir la presión arterial... Era sin duda una
persona que inspiraba confianza; y ella se la tuvo desde el primer momento.
Siempre estaba pendiente de cuanto le decía y cumplía sus instrucciones al pie de
la letra... La verdad era que había mejorado mucho. Ya respiraba casi sin dificultad
y las articulaciones apenas le dolían; sólo aquel dolor del costado seguía
molestándola... Pero el dolor se iría también y ella volvería a sentirse fuerte y
saludable como antes... Cuando estuviese un poco mejor volvería a trabajar en el
jardín.
Si no lo hacía ella, nadie en la casa se ocupaba de las flores. Daba pena
asomarse a la ventana y comprobar lo descuidado que estaba todo. El rosal estaba
casi seco, los yerbajos crecían por todas partes y las dalias se habían marchitado
por completo... Pero cuando ella sanara, el jardín, que también estaba enfermo,
sanaría con ella y volvería a ser como antes... Después de todo, cultivar con amor el
jardín era la única forma en que podía devolver a su hijo todo cuanto hacía por
ella. La sola manera de pagarle sus bondades, sus sacrificios... Sí, era sin duda un
sacrificio alojarla en su casa y pagar al médico y comprarle medicinas caras,
cuando él ganaba tan poco y había vivido siempre tan estrechamente... Y a pesar de
todo, su hijo la mantenía allí desde hacía meses, y la rodeaba de atenciones y de
cariño, no obstante las insinuaciones de su mujer... Porque ella sabia que la mujer
no la quería... Aunque no se lo decía abiertamente, lo adivinaba en el tono de su
voz, en el modo de mirarla... Daba gracias a Dios porque su hijo fuera tan bueno...
Y siempre lo había sido: desde niño fue obediente, dócil. Pocas madres habían
tenido la suerte de ella.
El sueño al fin nubló la mente de la anciana y la poseyó total y dulcemente.
Al llegar a la mitad del pasillo que dividía en dos la casa, el niño detuvo su
carrera, giró a la izquierda y entró en su habitación cerrando con fuerza la puerta
tras de sí. Se arrojó de bruces sobre la cama y escondió la cabeza bajo la
almohada... Pero aún allí, el vientre blancuzco del ratón resplandecía en la
oscuridad.
En la habitación contigua, el hombre acostado en la amplia cama matrimonial
arqueó el cuerpo y se desperezó sin abrir los ojos. La mujer acostada a su lado se
incorporó y preguntó en voz alta:
—¿Qué fue ese ruido? ¿Eres tú, Manuelito?
Nadie respondió y la mujer se volvió hacia el hombre diciendo:
–Recuerda lo que me prometiste anoche. Debes decírselo ahora mismo.
¿Decirle qué a quién? El hombre apenas oía las palabras a través de las
últimas brumas del sueño.
—... es algo que debes hacer de todos modos...
Siempre algo que hacer. A todas horas. Moverse... caminar... dar la mano...
inclinarse.
—...así que lo mejor es hacerlo cuanto antes...
Todo aprisa... No dejar nada para después... correr... apresurarse.
–¿Por qué no dices nada? ¿Es que estás tratando acaso de echarte atrás?
La voz aguda de la mujer le restalló con violencia en los oídos.
El hombre giró sobre sí mismo y se colocó de costado. Era necesario
responder, decir algo. Pero se estaba tan bien así, tendido, con los ojos cerrados,
sin hablar...
Cuando la mano de la mujer se prendió como un garfio de su hombro y lo
sacudió con furia, abrió los ojos, sobresaltado.
—¿Qué pasa?
–¡Estabas despierto desde hace rato!... ¡A mí no me engañas!, Crees que
fingiendo dormir y escondiendo la cabeza bajo la almohada es como se resuelven
las cosas?... ¡Levántate ahora mismo y háblale a la Vieja de una vez!...
—Espera un poco, mujer. Hoy es domingo. Déjame descansar un rato. Mis
tarde le hablaré...
—¡De ninguna manera!... ¡Tiene que ser ahora mismo!... Anoche me
prometiste que seria la primera cosa que harías por la mañana... ¡No toleraré ni un
solo retraso más! ¿Me oyes?... ¡Conozco demasiado bien tu sistema de ir dejándolo
todo para después y luego no hacer nada!... ¡Puede ser que te engañes a ti mismo,
pero a mí no me engañas!
Su boca abriéndose y cerrándose... Cada vez más aprisa... Más aprisa... Más...
¿Desde cuándo vienes soportando esto? ¿Desde el día en que te casaste?... No.
Desde antes aún... ¿Recuerdas las felicitaciones de tus amigos el día de la boda? :
“Congratulaciones. Te casas con una mujer de carácter”... “Ella siempre ha logrado
lo que se ha propuesto. Será de gran ayuda para ti”... “Magnifica elección; llegarás
muy lejos casado con una mujer así”... Claro que has llegado lejos. Mucho más
lejos de lo que jamás soñaste; pero no en la dirección que suponían ellos. No hacia
arriba, sino hacia abajo... Comenzaste a descender lentamente al principio, sin que
apenas te dieses cuenta de lo que sucedía... Primero fueron pequeñas concesiones,
para evitar escenas en público. Después esas concesiones se multiplicaron en cada
hora y en todas partes hasta constituir la esencia misma de la vida en común...
Aprendiste a tolerar, a callar y así fuiste hundiéndote poco a poco en este abismo
en que estás sumido en el presente. La senda que te condujo a él se iniciaba en una
suave pendiente, y cuando empezaste a descender por ella creías poder detenerte
cuando quisieras ... ¡Qué lejos estabas entonces de sospechar que cuando la
pendiente se tornara en precipicio, el impulso inicial te sumergiría cada vez más
aprisa hasta el fondo de la oscura sima! ...
La puerta de la habitación se abrió con violencia y la cabeza del niño asomó
por el hueco preguntando:
–Papi, ¿es pecado matar un ratón?
La mujer se volvió con furia hacia la voz:
–¡Lárgate de aquí!... ¿No ves que estoy hablando con tu padre?
La cabeza del niño desapareció y la puerta se cerró con un golpe seco. El
hombre cerró de nuevo los ojos. ¿Por qué no lo hago?... ¿Por qué no salgo de esta
habitación, lo alcanzo en el pasillo, lo tomo de la mano y le hablo con suavidad...
Yo quiero ser amigo de mi hijo... Quiero ayudarlo... Explicarle lo que quiere saber...
¿Hasta dónde he llegado, Dios mío?...
La mujer volvió a la carga:
–Vas a ir ahora a donde tu madre y le dirás que no puede seguir en esta casa.
Que debe irse sin falta hoy mismo... ¡Te doy exactamente cinco minutos para
hacerlo!...
–Sí, mujer, como quieras... Ahora mismo voy—. La voz del hombre sonó como
la de un niño que recitara una lección aprendida de memoria y mil veces repetida.
Con gestos maquinales y rostro inexpresivo, se levantó de la cama, se calzó las
pantuflas y salió en silencio de la habitación.
En el pasillo, el niño recostado en la pared alzó la cabeza hacia su padre. El
hombre colocó su mano sobre el hombro de su hijo y, mientras caminaba junto a él
y abría la puerta de la habitación donde dormía la anciana, respondió a su
pregunta con voz apenas audible:
–No, mi hijo, matar un ratón no es un pecado: los ratones están mejor
muertos que vivos...
Marcio Veloz Maggiolo
Nació en Santo Domingo el 13 de agosto de 1936. Narrador, poeta, ensayista, crítico
literario, arqueólogo y antropólogo. Hijo de Francisco Veloz Molina y Mercedes
Maggiolo. Cursó su educación primaria en la Escuela México y la secundaria en el Liceo
Presidente Trujillo y la Escuela Hostos; se graduó de Bachiller en esta última en 1957. Es
licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Santo Domingo (1962)
y Doctor en Historia de América de la Universidad de Madrid (1970). También hizo
estudios superiores de periodismo en Quito, Ecuador. Fue subsecretario de Estado de
Cultura, Director del Departamento de Investigaciones del Museo del Hombre
Dominicano, Director del Departamento de Antropología e Historia de la Universidad
Autónoma de Santo Domingo, Director-fundador del Departamento de Extensión
Cultural de la misma universidad y Director del Museo de las Casas Reales. Además, se
desempeñó como Embajador en México, Perú y Roma. Entre los múltiples galardones
que ha recibido por su obra creativa figuran: Premio Nacional de Poesía (1961) con
Intus; Premio Nacional de Novela (1962) con El buen ladrón; Premio Nacional de
Novela (1981) con La biografía difusa de Sombra Castañeda; Premio Nacional de Cuento
(1981) con La fértil agonía del amor; Premio Nacional de Novela (1990) con Materia
prima; Premio Nacional de Novela (1992) con Ritos de Cabaret; Premio Nacional de
Literatura (1996) y Premio Feria Nacional del Libro (1997) con Trujillo, Villa Francisca y
otros fantasmas. Parte de su obra narrativa y ensayística ha sido traducida al inglés,
italiano, francés y alemán. Es uno de los escritores dominicanos contemporáneos más
prolífico y más difundido nacional e internacionalmente.
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La mujer de Honorio López
Honorio López era tímido pero valiente. Las tropas del general Cabral lo vieron realizar
numerosas hazañas. Negro y curtido por el sol, Honorio López se había ganado a sangre
y fuego el rango de sargento mayor en las luchas contra el imperio español.

La noche del 28 de diciembre de 1863, Valentín Lezcano, también sargento de la guerra


de restauración, se acercó a él y le dijo:
—Honorio, tengo que contarte algo que a lo mejor no te va a gustar mucho.

—A ver, a ver- contestó Honorio mientras chupaba un improvisado cigarro hecho con
hojas de yagrumo y de naranja.

—Me han dicho que tu mujer te la está pegando.

Honorio arrojó el cigarro y arrugó el ceño.

—¿Quién te lo dijo?

—Yo mismo lo he comprobado hace unos días, cuando venía de Managüey.

Honorio se puso morado de la rabia.

—Dos años de peleas y de vainas y esa maldita mujer ni siquiera me ha sabido ser fiel.

Se retiró del lugar y durante la noche, tendido en su hamaca de cabuya, no pudo


conciliar el sueño. Al día siguiente, cuando Valentín Lezcano fue en busca de Honorio
para decirle que lo de la noche anterior fue una broma por ser día de los Santos
Inocentes, no lo encontró, sin embargo, encontró huellas frescas de cabalgadura, y pudo
comprobar que Honorio López se había marchado del campamento durante las últimas
horas de la madrugada.

Honorio López cabalgaba con rapidez, dejando atrás los pueblos fronterizos, pueblos
que lindaban con la miseria. Tardaría dos días en llegar y dos días en volver, pero le
arreglaría sus cuentas a la mujer, aquella maldita mujer que según Valentín Lezcano le
era infiel y se burlaba de su valor y de su hombría.

Durante la mañana del primer día Honorio no se detuvo en sitio alguno. Iba en busca de
su objetivo y nada lo entretenía. No le importaba si las tropas españolas lo reconocían o
si era denunciado por algún hijo de perra. Su caballo color barro espumeaba
insistentemente, pero el jinete no atendía más que a los planes terribles que elaboraba
en su pensamiento.

Una gran sequía abrasaba los pastos de la sabana y los niños se morían de tabardillo y
hambre.
Por momentos se oían los cañones españoles disparar contra las guerrillas montunas. El
eco de las descargas se metía entre las lomas, rebotando de un lugar a otro como una
bola de caucho.

Honorio cruzo cientos de sembrados misteriosos, y aceleró el paso en las tierras donde
podía ser avistado por el enemigo.

Por fin, después de más de día y medio de camino, alcanzó a ver el bohío de su mujer.
Honorio pensaba que en la noche vendría el maldito con quien ella le engañaba y que
entonces podría matarlos a los dos.

Decidió esperar y esperó. A sólo unos cuantos metros de su vieja vivienda, Honorio
observaba los movimientos de la mujer que salía al pequeño conuco, que lavaba algunos
trapos sucios y que en dos ocasiones salió de la casa a realizar alguna pequeña
diligencia.

Al fin llegó la noche y Honorio se acercó un poco más a la casa. Quería ver de cerca la
llegada del intruso. A eso de las nueve, cuando la luz del bohío se había apagado,
Honorio vio la figura de un hombre introducirse en la casucha por la parte delantera.

—¡Ahí está ese cabrón! –se dijo, e impulsado por una marejada de rabia y celos empuñó
el machete y saltó sobre los yerbajos. Sus ojos estaban rojos como brasas. Empujó la
puerta y, derribándola, pasó machete en mano a la habitación de la mujer que dormía.
Todo fue tan violento que ella no sintió cuando el filo del arma sobre la nuca hizo rodar
su cabeza por debajo del catre. Entre las sombras Honorio distinguió la silueta del
hombre que se había levantado al ruido sospechoso de los pasos del marido. Honorio
López le asestó el primer golpe sin saber dónde, luego siguió lanzando machetazos con
una furia incontenible, hasta que la sangre le tornó calma.

Había vengado su honra. Salió de la casa con gran sigilo, y montando su caballo partió
nuevamente hacia el campamento, seguro de que había cumplido con un deber casi
sagrado.

—¡Fue un crimen terrible, Santo Dios!

—También murió el hermano de Anselma, el que venía a cuidarla por las noches, porque
como Honorio anda alzao.

—Al hijo de yegua que hizo eso el diablo habrá de cobrarle.

—¡Mira que matar a dos infelices así!

—Sabe Dios a quién se le metió el espíritu malo entre las costillas.

—Dicen que ni cuenta se dieron Anselma y el hermano.

—El pobre Honorio por allá y viene un hijo de puta y le mata la mujer y el cuñao.
—Que a lo mejor al Honorio también lo han matao.

—Así mismo, así mismo, a lo mejor lo cogió un tiro de los blancos.

Honorio López llegó al campamento pasado el medio día. Cuando entró y ató su bestia
junto a una javilla todos le miraron con desprecio.

—El general te anda buscando, buen pendejo –le voceó uno que estaba trizando astillas
de cuaba con un largo cuchillo.

—Y… ¿qué quiere el general?

—Hace dos días que pelamos contra las tropas de Zúñiga y tú ni te apareciste por los
alrededores.

—Yo andaba en otra pelea.

—Cuando el general te agarre se te acabarán las marrullas.

No bien habían salido estas últimas palabras de los labios finos y resecos de un recluta,
cuando hizo su aparición la cuadrilla del general. La encabeza Valentín Lezcano, que
tirándose del caballo se apresuró a saludar a Honorio.

—Maté a mi mujer anoche, te agradezco tu informe.

Lezcano no supo qué responder. Hubiera querido decirle que aquello había sido una
broma de esas que se juegan el día de los Santos Inocentes. Lezcano tragó en seco, y
cuando se disponía a explicarle a Honorio las cosas tales y como eran, oyó una voz que
dijo:

—¡Arresten a Honorio López!

Dos capitanes de puesto le tomaron por ambos brazos, y sin forcejeos lo llevaron donde
el general. Lezcano se quedó con los labios entreabiertos. La orden de prisión evitaba
por el momento las explicaciones, pero en lo profundo de su pecho sentía una angustia
amarga, inevitable.

Cuando Honorio caminaba escoltado hacia la tierra del general, pensaba que alguien lo
había visto cometer el crimen y que la denuncia había llegado hasta los oídos del jefe de
la tropa.

—General, éste es el desertor –dijo el más joven de los oficiales.

—¿Usted se llama Honorio López?

—Sí, señor.
—¿Sabe lo que significa deserción?

—No deserté, señor; salí a resolver un problema personal.

—La guerra de independencia no acepta problemas personales; los problemas de la


patria son el problema de todos. Ha violado usted las leyes de la revolución y queda
condenado a la pena de muerte. ¡Fusílenlo inmediatamente! Capitán, escoja ocho
hombres y ejecútelo.

—Bien, mi general –respondió el oficial joven.

El general dio media vuelta y quedó de espaldas al reo. Honorio López no dijo una sola
palabra.

Valentín Lezcano vio como la ataban y le vendaban los ojos a Honorio. Cuando la
fusilería estuvo perfectamente alineada, el oficial joven dio la orden:

—¡Listos, apunten, fuego!

Por lo menos seis de los ocho disparos del pelotón de fusilamiento hicieron blanco en la
cabeza de Honorio López.

—¡Sargento Lezcano –se oyó la voz del capitán-, déle usted el tiro de gracia!

El sargento Lezcano levantó sorprendido el rostro. ¿Por qué yo?, hubiera querido
preguntarle al capitán. Desenfundó su revólver y se acercó al cadáver del amigo.

Ya los fusileros regresaban hacia sus puestos de campaña cuando se oyó el disparo
producido por el arma del sargento Valentín Lezcano. Todos volvieron el rostro al
escuchar el ruido sordo que produjo al caer el cuerpo del sargento.

No salían de su asombro:

—¡Lezcano se ha pegado un tiro!

—¡Estaría loco el pobre Lezcano!

—Eran muy amigos, muy amigos, Honorio y Lezcano.

—¡Pero si ya estaba muerto, un tiro más o un tiro menos ni importaba!

Un viejo clarín ronco y cansado tocó a combate. De inmediato los soldados corrieron a
sus puestos y la caballería enfiló hacia campo raso, dispuesta a arrollar con sus cascos
las huestes españolas.
El sol de la frontera y los perros de la sabana tardaron sólo cuatro días en hacer
desaparecer los cuerpos de Honorio López y Valentín Lezcano, “muertos en combate”,
según el impecable y verídico diario del general.

La fértil agonía del amor


Emilia me miraba de reojo, y con sus grandes silencios me envolvía como en una
atmósfera de polvo y nubes densas. Entonces el sudor me chorreaba por las caderas, y
debajo de mi impecable traje de gabardina a rayas percibía el cosquilleo de las gotas,
rodando, asustadas, y ahogándome en una humedad casi de río revuelto, de arroyo en
penumbras, de sombría catarata cuyo origen no era sino el deseo.

Hube de sentarme muchas veces en mi escritorio de funcionario cabal para admirar su


perfil, sus piernas carnosas y rectas a la vez, sus muslos azules, o verdes –no sé-, que
imaginaba como cubiertos de un barniz brillante y transparente. Pero lo que más me
enervaba era sentir su respiración cargada de jadeos cerca de mis oídos, cuando me
traía, con manos temblorosas, los oficios, las cartas, toda aquella montaña de papel que
preparaba cotidianamente para que yo firmase con una paciencia de cartógrafo, y con
indudable mirada de burócrata que debía olvidarse del amor por la mujer del
compañero.

Estaban separados desde hacia largas semanas; no se por que en ese momento pensé en
la pobreza de su matrimonio, en su agrio sentido de la realidad. Me vi de pronto atraído
por sus grandes ojos color ciruela y por una boca que, sin ser carnosa, tenía justos los
límites de almendra madura que tienen las bocas que emergen desde las novelas de las
revistas de moda. Desde que miré con interés sus manos largas y coloreadas con uñas
perfectamente esculpidas, pensé en caricias, en informales besos, en madrugadas
furtivas. Pero todo ese mundo imaginario se reducía a un silencio que se congelaba
cuando había la oportunidad de expresarle una frase galante, un piropo; esperaba la
"coyuntura", como dicen los políticos de izquierda, pero cuando esta aparecía, mis
instintos reculaban, l1enándome de un deseo insatisfecho que me hacía agonizar cada
mañana, en los momentos en que sentía el ruido de sus dedos sobre el teclado y el ruido
de sus palabras confusas y abigarradas agolpándose en mi oído, en mi imposibilidad de
siquiera tocar una de sus manos.

El deseo se fue haciendo obsesivo. No podía concentrar mi actividad. Las llamadas no


tenían sentido si junto al teléfono no estaba Emilia. (Me miraba con ojos terriblemente
ansiosos. Yo que iba a decirle: era en verdad mi jefe; tan impecable, tan vestido siempre
de azul; con esa inteligencia que atrae el amor de las mujeres como si el hombre fuese
miel y el amor abejas girando. Yo repetía su nombre por las noches... Gabriel, Gabriel, y
sabiendo que traicionaba la memoria de Juan, lo hacía. Cuando me acercaba con las
manos llenas de papeles para indicarle donde debía firmar los formularios de capias
azules o rasadas, pensaba que su timidez lo llevaría al descalabro. ¿Pero y la mía?
Muchas veces, antes de mi separación de Juan, pensé en darle un beso, así de repente.
¿Pero cómo reaccionaría un hambre circunspecto y tan formal? Sabía perfectamente que
su mirada no era la de un amigo. Además –y esto es importante- sus mejillas se
sonrojaban can frecuencia, y yo, como mujer que he sentido el amor y que he visto
tantas mejillas sonrojadas, sabía que él deseo le llenaba los sentidos).

Aquella mañana llegué temprano. Emilia llevaba zapatillas doradas, no precisamente las
que debieran usarse en las oficinas. Miré su tobillo derecho y descubrí un lunar; una
mancha azulada, muy bella, que parecía flotar sobre una piel suave, untuosa, cálida
quizás. Me quedé mirando fijamente aquella mancha en la que comenzaba el misterio de
un cuerpo que sólo Juan conocía plenamente. Largo tiempo estuve ensimismado en ese
lunar que me ayudaba a construir, con imaginación temerosa, los muslos brillantes; los
senos que flotaban casi en el aire cuando Emilia llegaba en las mañanas con ese perfume
cama de palmeras en flor; el ombligo profundo, que imaginaba como un pozo de mieles
y azúcares. Miré esa mancha y la mancha comenzó lentamente a desaparecer. La vi
difuminarse como esos cuadros que se deshacen, se disuelven, en las películas de
Bertolucci; como esas nubes claras que de tanto estirarse se convierten también en azul
del cielo, en recuerdo de manchas casi transparentes. (Me miraba profundamente.
Ahora, tal y como lo hacia desde semanas atrás, clavaba sus ojos en mis manos, en mi
cuerpo, en mis labios. Era un tipo de fruición que me hacia sentir orgullosa y molesta a
la vez. No era la mirada dura y persistente de Juan, aquella mirada que sólo tenia
sentido si el futuro inmediato era el lecho, esa cama grande y cuadrada en donde nos
desahogábamos con mecánica frecuencia. No. Los ojos de Gabriel caían pesadamente en
mis encantos haciendo fuerza sobre ellos, absorbiéndolos, si absorbiéndolos, porque yo
sentía sobre la piel ese Cosquilleo que comenzó siendo como una caricia y que
posteriormente tomó a transformar el mundo de nuestros alrededores). Vi el lunar
desaparecer. Aquella tarde me quedé pensativo. Aunque revisé en casa los papeles que
Emilia había ordenado, deseaba seguir viéndola. Quería trasladarla a mi habitación,
seguir contemplándola intensamente, hasta colocarla dentro de mí, hasta convertirla en
algo así como una parte de mis situaciones. Su foto, conseguida del periódico cuando
cumplió los 24 años, no me servía de nada. La había colocado cerca del pequeño florero
que adornaba mi habitación, en el mismo marco en que estuvo la foto de Odilia, mi
penúltima amante. Comparaba este amor nuevo, este amor lleno de incomunicaciones
con el de Odilia, gritón y miserable, y comprendía las dificultades que se me
presentarían. Decía Odilia que la mujer era como una gata rabiosa, porque cuando el
deseo la atenazaba, preparaba las garras y se daba por entera agrediendo al hombre que
amaba; pero con Emilia no sucedía lo mismo. Mi silencio y ese deseo reprimido eran
como el reflejo del propio ser de Emilia. Yo esperaba que ella diese el primer traspié, la
primera oportunidad. Cuando la llamaba por teléfono ciertas noches con la intención de
invitarla a cenar, preparaba de antemano los argumentos que habría de utilizar; le diría
que me sentía solo, que sabía que también ella lo estaba, que deseaba discutir con ella,
fuera de las horas de oficina, algunos problemas personales, porque le había tomado
gran confianza, que luego de la cena daríamos un paseo en el automóvil, y que mas tarde
hablaríamos de importantes proyectos. No le haría ver que una vez hecho ese primer
contacto la llevaría a bailar y a tomar algunos tragos en La Fuente, en el Maunaloa, o en
cualquiera de esos centros festivos en los cuales es posible hablar al ritmo de orquesta.
(Me miré el tobillo cuando el agua tibia y dulce rodaba por mis piernas aquella mañana
y noté la desaparición de la mancha heredada de mi madre. Era una mancha de familia.
Juan me decía que era lo más bello de mí. Pero desapareció como por encanto. Mi
abuela también la tuvo). Mis llamadas telefónicas, sin embargo, se convertían en
contactos y conversatorios sin objetivo; pronto perdía el sentido de todo cuanto había
planeado, y durante largas horas conversaba con Emilia de proyectos futuros, de
posibles aumentos de los precios del petróleo, de los nuevos maquillajes Max Factor,
marca que ella utilizaba aunque no era la más cara ni la más elegante. Se me iba la vida
en ese esfuerzo mental que precedía a mi intención de romper la barrera y lanzarme
sobre Emilia para siempre, sin embargo, me detenía el terror de verla decir no. Ese día
de abril, si mal no recuerdo, me miré el tobillo derecho y vi en él la mancha azul de
Emilia. Un lunar similar al de ella se había apoderado de mi pie derecho. Quedé
estupefacto. (No dije nada. Pero comenté con Gabriel, mi jefe, la pérdida del lunar. Los
lunares se heredan, son el resultado de viejas leyes de la herencia). Cuando me lo dijo ya
lo sabía. No quise señalarle la coincidencia. Hubiese podido informarle que a mí me
había salido una mancha similar a la de ella, y precisamente en el mismo sitio. Pero
hubiese producido terror en su temperamento frágil; o tal vez ello hubiese permitido
una profunda conversación sobre lo penetrante del verdadero amor y abierto las puertas
para un entendimiento, para unas relaciones que en su imposibilidad me llenaban de
angustia. (Es que a la mañana siguiente me sentí mal y no quise ir a la oficina. Gabriel
me llamó. Decía que mi imagen no podía separarse de su cabeza, que era realmente una
obsesión de trabajo el pensar en mí y el buscar mi ayuda en cada momento. Yo pude
decirle: no Gabriel, lo que sucede es que estás enamorado de mí y no tienes el valor de
expresarte, entonces me miras con esos ojos negros y con ese ardor que no te deja
concentrar).

Y es lógico que suceda, la presión psicológica ha sido fuerte. Yo creo, doctor, que estoy
cambiando profundamente. Me parece que no bastan esas explicaciones, porque no sólo
es cuestión de haberme enamorado, sino que quiero a esa mujer, y no tengo modo de
expresarle cómo la quiero. (Por la tarde del miércoles 15 de abril Gabriel me ha llamado.
Mi certificado médico ha estado unos cuantos días en el gran escritorio, porque tampoco
él ha asistido al trabajo. Carola, mi sustituta, me ha dicho que aún no envía un
certificado, como lo he hecho yo. Sin embargo, en sus llamadas intensas y agobiantes,
Gabriel no me dice ni me pregunta sobre nuestra mutua distancia, y sobre el coincidente
alejamiento de la oficina. Debería decirle claramente que mis manos se han hecho
gruesas de improviso, que mi pie, casi infantil, se ha hecho casi pie de hombre, con
vellos y sudores fríos; que mis cejas han crecido de pronto, teniendo que afeitármelas
para volver a dibujar sobre el arco finas cejas de mujer. Juan me ha llamado esta tarde
para el intento de un arreglo.
No me he atrevido a decidir nada; mi mundo comienza a dar vueltas y estoy perdida
como en un marasmo, y Juan ni siquiera lo comprendería; estoy segura de que sería feliz
junto a Gabriel, pero lo mismo que a él, una timidez terrible, devastadora, me acosa, y
sólo puedo tenerlo en sueños, cuando reacciona mi espíritu y 10 veo posarse sobre mi
como una mariposa, y acariciarme y hacerme el amor con la mayor de las suavidades del
mundo). He notado en Emilia como un dejo de tristeza, y no dudo que su ausencia de la
oficina se deba a mi retiro por unos días hasta poder dar con los motivos y resultados de
este cambio. Hoy he observado mis manos y casi son las mismas de Emilia. Si me dejase
crecer las uñas y usase uno de esos pigmentos para decorarlas no habría diferencia. Las
paso sobre mi cuerpo, sobre ciertas partes de mi cuerpo, imaginándome qué sentiría si
estas manos fuesen las de Emilia realmente. Ello me produce una extraña sensación,
porque cuando cierro los ojos, son esas manos algo diferente, y siento, al posarlas sobre
mis sentidos, como si estuviesen fuera de mí, con la terrible certeza de que lo que siento
es, precisamente lo mismo que sentiría Emilia al hacerlo.

(Entonces reconstruyo aquellos momentos, y creo que sería imposible acariciar a


Gabriel con estas manos rústicas, con estos dedos que no son los míos, con estos labios
que se han ido poniendo duros, masculinamente duros, y con los que besaría a Gabriel a
pesar de todo. Ayer ha sido un día insólito; Juan ha venido, ha tocado esa puerta, y
entrado. Me ha mirado con asombro: ––¡Has cambiado mucho en poco tiempo, Emilia!,
me ha dicho. Le he contestado que mi corazón se entrega lentamente a otro hombre, que
ya no me interesan sus propuestas, y que el cariño que sentía por él ha terminado
definitivamente. Entonces ha tomado mis manos con un gesto de amor, con ademán de
reconciliación, y estas manos ahora rudas se han zafado violentamente de las de Juan,
acobardadas, porque son como manos de hombre, que no quieren sentir tacto de
hombre. Las he pasado por mis cabellos y he tenido la sensación de que Gabriel ha
puesto sus dedos sobre mi frente, y he llorado, llorado mucho, pero mis propias manos
me consuelan, porque las hago recorrer mis mejillas pensando que Gabriel está aquí,
junto a mí, diciéndome por fin que el amor nos hará felices) .

Salir o no salir. Esta mañana me miré al espejo y supe de improviso que había tenido a
Emilia para siempre. Ya no sólo eran sus manos, sino sus senos, sus dientes; yo mismo
era ella, y ella era quien desde el espejo me miraba coquetamente. Sólo dos semanas
habían sido suficientes para que mi pensamiento la interiorizara de tal manera que sus
atributos pasaran a ser parte de mí. (Quise salir y no pude, Gabriel estaba en mí, vivo,
atento, como un viento de la noche que acecha tras el ventanal. Mis labios sintieron el
nacimiento del bigote azulado; soñé que me enamoraba de mí misma, porque Gabriel
era yo, y yo era Gabriel, sudaba, temblorosa o tembloroso, por así decirlo, porque mi
sexo comenzaba a cambiar. No le había dicho nada, pero la última vez que conversamos
nuestras voces se transmutaron al punto de que cuando le hablé emití el sonido de su
propia expresión sonora, dulce, la expresión del jefe administrativo que me miraba con
fruición las manos y que soñaba con mi garganta, y que pensaba en mí –ahora lo
comprendo- con deseos profundos de tenerme). Esa tarde me decidí. Sabía, casi intuía a
ciencia cierta lo que había pasado con Emilia. Aquellas conversaciones, aquel cambio de
carácter, aquel hablarme del amor del hombre por la mujer, cuando yo debía haberle
dicho a ella lo del amor de la mujer que el hombre debe sentir siempre; aquella confusa
sensación de ardor en los labios cuando la brisa fresca de la noche me reemitía al
recuerdo, y aquel desear que el recuerdo se invirtiera, y que ella fuese, realmente tan
asustadiza como yo, y yo tan tímido como ella. Todas estas sensaciones me decían que
cada uno había pasado a formar parte del otro. Ella era él, es decir, yo; y en cambio el
era
ella, es decir ella, porque comenzaba a desear el nuevo encuentro, el encuentro de seres
cambiados, trocados por el amor.
Hasta qué punto ella me reconocería en él, y hasta qué punto yo me reconocería en ella.
Debíamos resolver cuanto antes el enigma, vernos desde el otro sexo, desde nuestra
nueva realidad vital, desde nuestra nueva manera de afrontar la vida. El encuentro
inicial –después de las forzadas vacaciones- nos haría trazar la estrategia, la estrategia
final, porque al fin y al cabo tendríamos que seguir viviendo. Vi esa nube, y pensé en mi
manera de ver la vida; pensé en mis ropas de hombre ahora inservibles, yen sus ropas de
mujer; en sus viejas modas –porque se hicieron viejas en solo horas-, y pensé en el
encuentro, en esa necesidad. Entonces –ambos a dos-, y dentro del más gris de los
silencios, hicimos la cita. Emilia me enviaría al apartamento uno de sus mejores
vestidos, aquel del escote, le mostraría el comienzo de mis senos, y llevaría un tinte de
labios encantador. Yo le devolvería con el mensajero mi traje azul a rayas, ese que huele
a lavanda y que le hará quedar convertido en un caballero con suficiente garbo como
para atraer la mirada de quien es ahora mi propia encarnación. Entraremos a la oficina
uno después del otro. Nadie notará que hemos cambiado; yo llevo su lunar en mi tobillo,
y ella lleva mi bigote y mi tibio pene que ahora comienza a conocer, lo mismo que yo
poseo su sexo azulado, de lacias trencillas y carnosas empellas. Se sentará en mi
escritorio. Me sentaré en su escritorio. Me aposentaré como una mariposa en su silla
giratoria de secretaria eficiente. Se sentará en mi antes sillón de ejecutivo. Nos
miraremos. Simplemente miraremos desde el forro de las cosas. Ella mirara en mí su
viejo retrato, y levantaré lentamente la falda para mostrar su tobillo, aquel que dio
origen a mi inquietud, y será entonces cuando ella, tan tímida como yo, verá
difuminarse de mi pie el lunar azul, y sentirá en sus carnes de hombre emerger esa
mancha... y poco a poco hablaremos de amor, y todo habrá de ser como antes. Y pasará
el amor, porque todo tiene que pasar. Y nuevamente estaremos de vacaciones,
cambiando constantemente, buscando ser el uno para el otro de manera terrible, de
manera infructuosa, pero siempre en la agonía de hacer realidad el amor.
Miguel Alfonseca
Miguel Angel Alfonseca (n. 25 de enero de 1942 - 6 de Abril de 1994 ), es
un poeta, narrador, actor teatral, bailarín clásico, Publicista, Filósofo, Hermetista, de
nacionalidad Dominicana.

Miguel Alfonseca realizó sus estudios en la Universidad Autónoma de Santo Domingo.


Posteriormente se dedicó a la docencia impartiendo la Cátedra de literatura. Perteneció
a la generación de los Independientes del 60 en la Literatura de la República
Dominicana. Nació el 25 de enero Junto a René del Risco Bermúdez, Armando
Almánzar e Iván García inician en los 60 el grupo cultural «El Puño» , el cual fue un
grupo de narradores que deseaban introducir República Dominicana las últimas
técnicas de la narrativa continental.

Su primer libro, "Arribo de la luz", es dedicado a los mártires del Movimiento de


Liberación Dominicana, caídos en la expedición del 14 de Junio 1959 durante el
desembarco de Constanza, Maimón y Estero Hondo.

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Delicatessen
Me gustó tanto ese letrero desde la primera: vez que lo vi. Recuerdo que
era una niña con las trenzas por la cintura todavía y cruzaba por el lugar
cuando marchaba a la escuela, bordeando los bancos del parque ágilmente,
feliz con el sol sobre los árboles y sobre la iglesia antigua, gris y pequeña,
mientras sentía el viento pasar a mi lado, impúdico, metiéndose entre mis
piernas y buscando mis pechos bajo la blusa blanca. ¡Qué sensación
desconocida me producía el frescor del viento al meterse entre mis piernas!
Me en-traban ganas de correr, de saltar alegremente hasta agotarme, o una
soñolencia dulce, y sin resistirme me quedaba en un banco, recibiendo el
sol de lleno, permitiendo que el viento me estrujara. Por eso llegaba tarde
en muchas ocasiones y tenía que esperar la próxima clase. Me sentaba bajo
los olmos grandes y sombreados del patio y veía las parejas caminar,
sentarse con libros y cuadernos abiertos y dedicarse al besuqueo. Nada
mejor en esa hora que contemplar a los muchachos. Miraba sus
entrepiernas sin poder evitarlo y experimentaba la misma embriagadora
sensación del viento cuando me atrapaba en el parque.

La falda «brown» estaba recién planchada y yo caminaba contenta con


las medias nue-vas, blancas y con bordes azules, apretándome las piernas.
Cuando llegué al parque noté el movimiento de unos hombres, algunos
trepados en escaleras y otros empujando una caja voluminosa. En un
momento levantaron el letrero y lo fijaron en la fachada de una casa con
grandes vidrieras nuevas. Me di cuenta, de pronto, de que en el lugar se
encontraban cerca de veinte personas, todas sonrientes. Un hombre rubio
y gordiflón se movía de un lado hacia otro desapareciendo por una puerta y
volviendo a aparecer con platos y otros objetos en las manos. Entregaba
todo a una mujer desteñida de tetas caídas, y ésta sonreía pasándose dos o
tres dedos por los cabellos al tiempo que se adelantaba a los presentes y
repartía la carga de sus manos. Las letras rojas brillaban sobre un gris
parpadeantes, bonitas, deslizándose hacia un lado. DELICATESSEN. Salió
a la acera el hombre gordiflón y rubio, y llamó ruido-samente a todos. La
avalancha se produjo de inmediato: los primeros en llegar, empujando y
riendo, fueron los muchachos del parque. Yo me acerqué cuidadosamente
a las vidrieras. Detrás de ellas atraían varias clases de quesos y carnes
delicadas así como dulces desconocidos por nosotros. Entré.
DELICATESSEN.

Ahora las letras rojas están un poco desteñidas y el viejo, más gordo y
cansado, se mueve como si tuviera que arrastrar todo el paquete. Soy una
cliente desde el principio. Mejor dicho, fui una cliente; ya no voy al lugar.
Las cosas han cambiado: hay más tiendas con nombres en inglés, he visto
otros lugares como este (Delicatessen significa «delicadezas», en alemán,
según me explicara la «missi» de francés, allá en la «High»), y yo... he
crecido bastante, he cambiado mucho, mucho, hasta el punto de casi no
reconocerme. Según algunas viejas de mantillas negras y rostros malignos,
de las que ya no quedan casi, afortunadamente, soy lo que debía ser. «Esa
muchacha va a parar muy mal». Y se marchaban a la iglesia del parque a
desayunarse a Cristo. No sé si tienen razón pero no lo acepto. Sería una
desgracia si aceptara el triunfo de esta gente tan muerta. La verdad, me
costó mucho trabajo terminar la «High». No por el estudio, no, sino por las
«missis», que me odiaban; los mu-chachos venían a mí y yo reía, movía
mis caderas, volvía la cabeza mientras recorría sus cuerpos con la mirada,
por encima del hombro. ¡Era buena la vida en la «High»! El mejor tiempo.
¿Por qué tenía que cambiar todo? ¿Por qué tenía que llegar a ser esto que
soy? Papá se fue a Corea cuando la guerra y no volvimos a saber de él. El
recuerdo que tengo de papá es el baño en la mañana, y yo acechando para
ver su cuerpo desnudo bajo los cañitos de la ducha, los tirones de mamá
que me arrancaba los cabellos y me hacía llorar. Desde el accidente de la
Semana Santa del 55 no he vuelto a ser la misma ni lo seré jamás. Mi
hermano enterró a mamá mientras yo me retorcía en la cama de un
hospital. Cuando salí todo había cambiado, la ciudad, los días y la gente, la
gente había cambiado de una manera terrible. Para esa época empezaba a
desarrollarme en una forma espléndida. Mi carne llamaba la atención
dentro de los pantalones ceñidos, me dejaba caer el cabello de un lado de la
cara. Comprendí que estaba en desventaja, no podía darme el lujo de
elegir, como las otras. Naturalmente, en mi barrio los hombres
disimulaban, me saludaban en la calle con cierta indiferencia. Pero sé que
al desnudarme con la ventana abierta muchos me observaban escondidos
en las casas vecinas. Poco a poco se rompieron algunas vallas y ellos
empezaron a venir subrepticiamente, en las noches, y ardían conmigo
aunque a la mañana siguiente no me conocieran. No los culpo. Las mucha-
chas me odiaban, sentían asco de mí, y ellos cuidaban las apariencias
porque tarde o temprano se casarían con ellas. Yo no era más que su
entretenimiento.

Hasta mi hermano fue incapaz de soportar. Disimulaba pero yo


comprendía el tremendo esfuerzo realizado para aceptar esa fea realidad
que era su hermana. Finalmente se marchó. «Me voy a Nueva York». «Allí
la vida es más “easy”, nena». «No te preocupes, Violeta, te mandaré una
mensualidad». Me sentí más cómoda viviendo sola. Paseaba con mis
«shorts» y mis sandalias, moviéndome a gusto, riendo y escandalizando.
Cuando terminé la «High» busqué trabajo y fue en vano. Así que estoy en
mi elemento: me levanto a la hora que me da la gana, salgo a las calles y
paseo el parque, entro a las tiendas desenfadadamente, voy al cine a
menudo y ciertos «weekends» marcho hacia las playas. Las noches son mi
recom-pensa, es mi turno, entonces. Los que vienen enloquecen con mi
cuerpo. No quieren verme la cara para no sentirse presas de mí,
avergonzados de estar con algo como yo. Por eso apagan la luz desde que
llegan y cierran la ventana, tratando de oscurecer la habitación lo más que
se pueda. Después de esas noches me levantaba, y luego de bañarme, de
empol-varme, de meterme en mi ropa escasa pero cómoda, iba al
DELICATESSEN. Se apiñaban los jóvenes allí, a lo largo de las barras y en
las mesas; yo entraba como si lo hiciera al «saloon» de una película del
Oeste. Pero DELICATESSEN dejó de ser lo que yo tanto amaba, esa parte
tan importante de mi mundo. La mujer de las tetas caídas era la roñosa, y
vi como un día se la llevaron en una caja negra cortejada por las lágrimas
grasientas de Mister Felstein, las cosas cambiaron. Mister Felstein
aspiraba en grande, redecoró el lugar, aumentó los precios, lo hizo «chic»,
convirtiéndolo en una verdadera «delicadeza». Ya no cabía yo allí. Así que
me quedaba en el parque.

Una tarde bajó un muchacho de una guagua y preguntó por una


dirección que correspondía a cierta calle de nuestro barrio. Con el pelo
reluciente encima de sus ojos limpios, sus labios finos entreabiertos en una
sonrisa, su cuerpo adolescente vestido bien «chévere», se acercó y escuché
su voz suave, lenta. Se mudó a una porquería de habitación. Causaba
lástima contemplar algo tan bello encerrado en esa pocilga estrecha y
maloliente. Estudiaba en la Universidad el primer año y en los ratos libres
trabajaba en una tienda. Yo me le acerqué desde el principio, fui la primera
en llegar hasta el solitario en un medio nuevo y descono-cido, demasiado
grande y monstruoso para la vida que había llevado. Me encantó su
naturalidad al tratarme. Parecía no darse cuenta, o no se daba cuenta, de lo
que yo era. Ha sido el mejor de todos, el único que ha servido realmente.
Nos metíamos en los cines con nuestras bolsas de «popcorn» y reíamos,
me agarraba las manos, hurgaba entre mis piernas. Al-gunas noches de
finales de semana nos agitábamos hasta el cansancio en el Coney Island,
divirtiéndonos delante de todos, delante de las muchachas asombradas de
este chico tan bien parecido que las abofeteaba en pleno rostro al
presentarse conmigo en público. Yo hacía cuanto podía por él: lavaba su
ropa para economizarle ese gasto, la planchaba, mantenía su habitación
decente, llevando cuanto podía para adornársela un poco. Cuando
necesitaba algunos libros los compraba yo y le guardaba esa sorpresa, así
como también camisas que él aceptaba a regañadientes. Lo esperaba a la
salida de sus clases y nos metíamos en cualquier barra a almorzar, y en las
tardes, aguardaba por él, que aparecía, ceñudo y hermoso, bajo la noche
iluminada por el neón. No hacía más porque me prohibió recibir hombres,
me quería para él solamente. Aunque sin otra entrada más que la
mensualidad de mi hermano, yo me sentía feliz, dichosa de esa
oportunidad que aparecía en forma de hombre, viva y tan cerca. Frank ni
siquiera apagaba la luz. Dejaba que el bombillo me mostrara
completamente desnuda, sin posibilidad de encubrirme, y me recorría
amorosamente, hundía su cabeza en mi cuello. Mis dedos buscaban la
lámpara y la oscuridad nos unía aún más. Me besaba. ¡Me besaba! Nunca
esperé contar con esa extraordinaria concesión que me hacía la vida. Quizá
Frank... con el tiempo... ¡Qué sorprendente encontrarme a mí misma
pensando ciertas cosas!

Para «Christmas» le regalé un reloj con mi nombre en la pulsa y nos


amamos como nunca a pesar de que en ciertos momentos quedaba
pensativo y triste, mirando siempre hacia arriba, hacia este cielo tan
caliente y azul, tranquilo por el fresco de la estación. Caminábamos largo
tiempo contemplando los escaparates de los comercios donde la fantasía
levan-taba montañas de nieve y trineos y la música surgía, infantil, y detrás
o hacia los lados, en-vueltos en papeles brillantes, de colores, los regalos
llamaban a los transeúntes. Yo me divertía en grande pero Frank no estaba
muy alegre, lo notaba cansado. Llevaba una vida agotadora. Imposible para
él continuar por mucho tiempo con las dos cosas: el estudio y el trabajo. Su
mirada se perdía a veces a través de la ventana de mi alcoba por donde el
viento entraba, secándonos el sudor, aplacándonos, aquellas tardes de
domingos en las cuales la ciudad huía hacia las playas y los restaurantes, y
podíamos sentirnos tranquilos, dueños de nuestros actos, y yo adivinaba la
imagen de su familia en sus ojos negros y grandes. Esa gente apenas si le
enviaba dinero para pagar la matrícula y últimamente ni eso, dejaban a
Frank a merced de él mismo. El pobre Frank, ¡con tantos deseos de ser
profesional! Esas tardes, mientras reposaba la cabeza sobre su pecho
mirando su rostro fuerte, acariciando despacio los vellos a mi lado
mientras sentía el contacto rizado de sus piernas entre las que hundía las
mías, tomaba su muñeca y la levantaba; allí estaba el reloj, anunciando la
noche; en la pulsera refulgente guiñaban las letras: Violeta.

Frank fue perdiéndose poco a poco. Comprendí que yo no sería el


destino de Frank. Por lo visto no seré el destino de nadie No quiero
juzgarlo, no quiero ni pensar que... ¡Bah!, le debo mucho a Frank. El me
dio lo que ninguno, me trató como a una mujer. Hasta me obligó a aceptar
la devolución del reloj y yo sentí que algo se caía dentro de mí; vendí el
reloj prometiéndome no regalar otra vez nada a nadie. A veces lo veo de
lejos. Prefiero que sea así, prefiero mantenerlo intacto en mi memoria,
ahora que he vuelto a los que cochinamente llegan por vergüenza, casi con
repugnancia, a desahogarse entre mis piernas.

No altero mis costumbres y todas las tardes paseo frente a la iglesia en


medio de las miradas y las frases sucias de los vagos del parque. Me gusta
sobre todo mirar hacia el le-trero y silabearlo para mí sola: DE-LI-CA-TE-
SSEN Las letras ya no son rojas. Azules, un azul profundo y nuevo sin el
polvo de las anteriores. ¡Qué raro! Conocí a Frank cuando ya de-jaba de ir
al DELICATESSEN, cuando ya no era un lugar para personas como yo. El
par-que no cambia. Siguen las gentes subiendo y bajando hacia el centro,
los árboles dando sombra sin cobrar un «chavo», los limpiabotas, los
borrachos, las muchachas que van a la escuela con faldas «brown» y blusas
blancas, los que se sientan hacia el norte aguardando las guaguas que
llevan a otros pueblos cercanos, y el viento, el viento suave y vivo. Y sigo
yo. Sigo yo, con mis «shorts», mis movimientos, mi pelo sobre la cara y
esta sensación rara que jamás tuve, esta sensación de actuar sin darme
cuenta.

En días pasados alguien me dijo que Frank andaba con una muchacha
muy rica. Está muy bien él, parece que no tiene problemas de dinero y luce
trajes bien «nice». El martes lo vi por casualidad, está saludable, tranquilo.
¡Cómo me gusta mentirme a mi misma! Lo sé todo. Es la hija del dueño de
la tienda con quien anda, con la que aparece en el «chevelle». Piensa que
sería un buen matrimonio. ¡Claro! Se casaría con el padre y la tienda. Me
da pena por él. Yo estoy acostumbrada a recibir lo peor. Pero él no se
estima con lo que hace, vende su hombría. ¡Cochino! Por eso es que me
evita, me da la espalda, cambia de acera, cuando me ve aparecer en
cualquier parte. ¡Cómo si yo no supiera de sus venidas al DELICATESSEN
con la muchachita esa! Margot me lo dijo y quiero comprobarlo con mis
ojos. Es verdad, ahí está el «chevelle» plomizo. ¡Y yo paseando como una
tonta entre aquellos vagos, por la iglesia! Ahí está. Con movimientos muy
educados y sonrisas una detrás de otra, engatusa a los padres con su
palabreo mientras aprieta una mano de la virgencita des-colorida que lo
acompaña, y ella pone ojos de buey.

He golpeado con odio las llantas del «chevelle» y llego hasta las
vidrieras del DELICATESSEN. Frank se ha puesto lívido, disimula
volviendo la cara. Finge que no me ha visto pero sabe que estoy aquí.
Recojo mi pelo y lo ato detrás de la nuca. Que vean bien lo que soy. Cuando
empujo la puerta de cristal mi imagen se refleja momentáneamente en la
super-ficie inmaculada: los muslos bronceados, la cadera, los pechos
pujantes a través de la blusita sin mangas, mi rostro: la zanja violácea que
empieza en un ojo y me hunde un lado de la cara hasta llegar a un extremo
de los labios, dejando fuera varios dientes. ¡Qué fresco en este aire
acondicionado! Voy a sentarme sobre las piernas de Frank.
Los trajes blancos han vuelto

Los trajes blancos han aparecido nuevamente y no puedes evitar que tus labios se
muerdan con burla y desprecio, casi con odio. Los trajes blancos desaparecieron durante
la gran desbandada, en aquellos meses de gritos y plomo en las calles, después del
asunto “Mataron al Chivo en la carretera”.

Jamás pensaste verlos al igual que antes, casi exactamente al igual que antes, como si de
golpe te metieran en un túnel que llevara al pasado. Sabías que los acontecimientos
marchaban mal para gente como tú, desde que tumbaron al gobierno electo libremente
después de treinta años de tiranía. Tranquilízate. No te preocupes. El maletín ya lo
guardó Carmela, el saco de “sport” a cuadros grises y negros, botones de metal, descansa
en el cubo que sirve de guardarropa en la alcoba, y el pequeño Roberto trae las viejas
chancletas, cómodas, antiguos zapatos comprados con orgullo una tarde 25 después del
pago en la oficina.

Te desabrochas la camisa porque hace mucho calor y tu casa no tiene ni siquiera una
pequeña galería donde sentarse a contemplar el barrio a recibir el aire misterioso que el
verano cede al anochecer.

Cuando un hombre está sentado en la sala de su casa, luego de llegar del trabajo oliendo
agriamente, temblorosos los músculos por la fatiga, es bueno que se desabroche la
camisa y se balancee, recline la cabeza, reciba los besos de la mujer, se incorpore y aleje
al pequeño que trata de cabalgar sobre sus piernas, permanezca concentrado en esa
precaria soledad, rota de súbito por los chillidos y las radios de las viviendas contiguas.

No tienes que hablar porque ya Carmela trae lo que deseas antes de que alces la voz; te
conoce tan bien que realiza los actos esperados por ti en fracciones de segundos antes de
que lo pienses. Es bueno concentrarse momentáneamente en los hechos importantes de
todos los días, o en las idioteces cotidianas, pero que debemos saber para que no nos
pesquen como a un idiota, o simplemente continuar jugando al aburrimiento, a la rabia
acostumbrada, antes de meterte en el baño, cenar, enfrentar la noche.

Sacudes el cuello de la camisa con una mano –está negro y húmedo-, subes una pierna y
te concentras, te desconcentras, porque los trajes blancos han vuelto y están ahí, delante
de las casacas con botones gruesos, coronados de kepis cuyas viseras, los colorines y las
hojalatas de los vientrepechos llenos de buffets, coup d´état, whisky, representative
democracy, vino, salvación del Occidente, la OEA, y demás frases e instituciones que
llenan el buche en nuestro mundo.
No te gustan esos rostros ceñudos ni los bigotes tiesos. Nunca te pasó por la cabeza que
el traje blanco del centro volvería a sentarse en esa silla, hablando con voz sollozante, los
espejuelos disminuyendo aún más el rostro deprimido. Hace tan solo cuatro años, o
diez, o mil, o sabe Dios cuánto, pero que son cinco, el traje blanco huyó, temeroso y
humillado por las muchedumbres revueltas.

- ¿Quién es tu enlace?

- Ya lo dije: Amado Alonzo.

- No es cierto. A ese ya lo tenemos. Lo vamos a traer y lo carearemos contigo.


Apenas si te conoce. Te moleremos por mentirnos.

- Les digo la verdad. ¡Ayyyy! ¡Ayyyyyy! Es la verdad ¡Aayyy!

- Déjenlo un momento.

Dios mío ¡Sálvame! ¡Dame fuerzas! Que no me den más, que no me den más, que no me
den más, que no me den más, que no me den más, que no me den más. Debo tener algún
diente roto. Me partieron la boca: este sabor a óxido. No veo bien del ojo izquierdo. Me
quedaré así, como si ya no pudiera ni con mi alma, trataré de hacerles creer que estoy
desmayado. Lo que más me duele de todo es permanecer en cueros, como cualquier hijo
de la gran puta. Encuerú, plátano crú! ¡Encuerú, plátano crú! Yo jamás me bañé
desnudo en la calle cuando era chiquito. Me daba vergüenza, siempre me ha dado
vergüenza desnudarme delante de otros, por eso, en los vestidores de las playas o de las
escuelas, esperaba, esperaba hasta encontrarme solo. Si no había más remedio que
hacerlo dentro de un grupo, entonces me iba a un rincón y me cambiaba de espaldas a
los presentes. Y ahora lleno de sangre y “en pelota”, como decía mamá, con estas
malditas esposas apretándome las muñecas, en la espalda. Miserable que uno se siente
estando completamente desnudo y maniatado frente a estos tipos con uniforme o
camisas a cuadros chillones. Ni siquiera puede uno llevarse las manos abajo, para
cubrirse. Aquí si es verdad que se pone a prueba el valor: aguantar sin poder defenderse,
aguantar hasta que ellos se cansen o chillemos como mujeres, agotados de cansancio y
sueño y golpe y silla eléctrica y mastines y… a Leonte le pusieron los electrodos en el
culo. Debió ser tremendo, sobre todo por la humillación. Si salgo vivo de aquí no sé si
podré acostarme con una mujer nuevamente. ¡Fue terrible! No quiero ni pensar que
vuelvan a hacerlo. Esas dos puntas eléctricas en el mismo hoyito por donde uno orina. ¡
Dios me libre! ¡Dios me libre! ¡Dios mío, ayúdame! ¡Qué frío está el piso! Cuando nos
torturan en grupo tenemos resistencia. Cada uno siente que no debe flaquear delante del
resto. Pero ahora estoy solo, solo, solo, con esta bombilla descolorida encima, y la
picazón de los foetazos.

- ¡Levántese, carajo! Contra esto es que usted atenta ¿eh?


Las sonrisas y las copas en las manos, los desfiles de escolares y empleados públicos que
levantan con sudor e histeria enormes carteles alegóricos, hinchados de fidelidad, los
cascos y los cañones, anunciados por las bandas militares y sus instrumentos floridos.
Los trajes blancos en el palco de honor, en el Palacio Nacional, al aire libre, junto a las
tijeras que cortan una cinta e inauguran, en los Tedeums celebrados matinalmente en
domingos y días feriados. Los trajes blancos aquí, allá, aquí, allá, aquí, allá, aquillá,
aquillayá. El Caribe, 25 de octubre de 1960. Pág. …

- La cena está lista en diez minutos, Silvio.

- Está bien. Me bañaré en un momento.

Contemplas con rencor el traje blanco femenino que lee un libraco frente a un
micrófono; el de la izquierda, baja la cabeza, sordo y ciego, papagayo; el traje blanco de
la derecha, cejijunto, con los brazos abiertos como si fuera a atrapar pollos. Extienden
los brazos hacia ti mientras las casacas los entrelazan detrás y las viseras caen las las
cejas, apretando los cráneos.

Has detenido el balanceo y equilibras la mecedora echándote hacia atrás. Roberto corre
por el comedor y la noche se mete, ávida, en tu casa, la atesta de conversaciones truncas
y chillidos aledaños, mezclado con el ruido de los automóviles y los patines de varios
niños que atropellan a los que conversan en las puertas de sus casas, en camisetas y
pantuflas, opacadas sus voces por la bulla de “Ritmos de Juventud” y su guitarra
eléctrica, brotando del “Zenith Transsoceanic” que tiene el muchacho empleado del
aeropuerto. El bombillo amarillea la sala y sientes la noche barrial, colectiva, sudada y
gruñidora.

- ¡Vete por atrás, pronto!

- ¿Dónde están, Carmela?

- En la calle, llevan las máscaras. Parecen animales.

- Tú crees que… son las seis de la mañana, solamente.

- No tardes tanto. Ya han recogido algunos. ¿No oyes que la radio oficial sólo pone
marchas militares?

- Como en los viejos tiempos, ¿eh?

- Si vieras cómo le abrieron la cabeza a un pobre muchacho, en la esquina.


Moncito, el panadero.

- ¿Estarán acechando?

- No sé ¡Vete! ¡Vete! Hazme saber de ti.


- ¡Ya va! ¡Ya va! (Ay, Dios mío). ¡No tumben la puerta, que ya va!

- Bésame a Roberto.

Una pierna escaló la pared de cemento descolorido y rugoso, saltando a los techos
roídos. El griterío explotó cuando las primeras detonaciones comenzaron a diseminar
gas, y los moradores del barrio sintieron que se le quemaban los ojos, la piel de la cara,
que las gargantas se les irritaban al respirar. Cegados, buscaron desesperadamente
pañuelos, agua, limón, sin poder evitar que las lágrimas de rabia imponente se
mezclaran con las provocadas por las bombas lacrimógenas.

No conocía este lugar. Por aquí había llegado hasta La Vega, solamente. Este es el Norte,
el centro de la isla. ¡Qué diferente del Sur! Allí, uno se cansa de contemplar sisal,
bayahondas, los arbustos amarillos, las guazábaras resecas, en tanto que el aire ardoroso
acartona la piel. Lo curioso es que, de repente, el mar salta en una curva, azul y apacible,
detrás de los sembrados de plátanos y de lejanas palmeras. Por aquí hay muchos pinos,
muchos árboles parecidos al pino, pero más frondosos. Birches, Robert Frost jamás
imaginó esta vida. “When I see birches bend to left and right…” Creo que el poema dice
así, no estoy seguro. “… I like to think some boy´s been swinging them”. ¡Pobre viejo,
Robert Frost! Siempre estuvo ocupado con su rastrillo y sus terneros sin imaginar
siquiera que en este país no hay abedules y que el hombre de estos lugares va a los pinos
a otra cosa, no ha sentir que las ramas las arquea algún muchacho. Pinos, pííínos-ss.
“Coníííferas”, libro de botánica del séptimo o sexto curso, abierto sobre el pupitre, y el
profesor Mármol que hundía el labio inferior cómicamente, escondiéndolo detrás de los
dientes superiores ara que la f sonara como un avión. Terminaba hablando de la
humanidad, exhortando a la reintegración del hombre con su amor colectivo. ¡Pobre
tipo! Muy joven para ser profesor en ese tiempo. Desapareció un buen día. Eché de
menos su figura regordeta dentro del traje negro. A pesar del verano, lucía siempre su
corbata formal, hundiendo el nudo en la nuez de Adán, sus cabellos a lo Rodolfo
Valentino. Ay, caramba. En este país uno está lleno de muertos, de muertos conocidos; y
lo que es peor, los compañeros que se mueven todavía a nuestro lado, llenos de
esperanza y de sangre, creyendo en sus ideales con una fe pasmosa en el futuro, sobre
todo, porque saben que ese futuro no les pertenece, y si les pertenece es tan solo en la
vida de generaciones posteriores. Un sentimiento que necesita verdadera hombría, una
hombría parecida a la de Cristo y los primeros mártires de nuestra era… Sorprendente
esta idea que me cruza la sesera. Si dijera algo a los muchachos que van ahí atrás,
agachados en la oscuridad de la noche y de la lona que los cubre, me dirían loco, o
quizás, de repente, se sentirían inseguros. Pero así es. “Atlantic”, dos rayitas
fosfóricamente verdes. Las dos de la madrugada. Esta maldita luna sigue como una
cuchilla. Hoy alumbra más que nunca, como si quisiera denunciarnos. Brr… fría que
está la noche. 29 de noviembre de 1963. Tumbaron a Bosch, mataron a Kennedy, se
murieron el gorrión Piaf y la hidra artística Jean Cocteau. Al pobre Papa Roncalli lo
amortajaron aún antes de morir, y nosotros aquí, en un vehículo del gobierno, atestado
de enemigos del gobierno. ¡Je, qué bueno! Debí traer mi jacket de cuero, con este suéter
no basta. ¿Eh? Y ahora, ¿qué le pasará al yip? Lo único que falta es que se dañe o que se
joda todo. Sería como para morirse de la vergüenza: atrapados antes de llegar a la loma,
ya con uniforme, y con los “hierros”.

- Tranquilos. No se muevan ni hablen. Veré lo que pasa. No, no es nada, unos


jalones que da al motor, probablemente porque los platinos están medio gastados
ya.

- Pueden respirar a sus anchas. Seguimos. Estamos cerca.

¡Cuántos hijos pequeños y mujeres quedan detrás de éstos! Y ellos, por su parte, estarán
pensando en el regreso, curtidos por el sol y la manigua, encontrando crecidos los
niños, y las mujeres, un poco ajadas, pero más hermosas. Volveré a casa esta misma
noche aunque llegue con la cintura molida; no es prudente amanecer en este sitio, que
miren a uno, forastero, y vayan seguido al primer cuartel, o adonde el alcalde. Los
pinares se ven oscuramente inmensos, maternales, y los muchachos han comenzado a
cantar en coro, quedamente, pero ya estamos en pleno monte. Ahora esa colina cubre
los pinos, ya no podremos avanzar mucho más en este cacharro. Ojalá que esta maldita
luna, o cualquier campesino hijo de su madre, no jodan la vaina.

- Roberto, aquiétate un poco.

Sigues contemplando esa procesión estática y antigua regresada para aplicar su odio y
su rencor contra todos los que son como tú, gozándose en la humillación de los que
lucharon contra ellos, inflados y desenfrenados sus dientes roedores con la vuelta al
poder. Huyeron, es verdad, se escondieron en Nueva York, en otras ciudades del
continente. ¡Qué placer el de aquellos meses vividos en Manhattan, cuando en el
“subway” alguien los identificaba, escondidos detrás de sobretodos largos y bajo
sombreros de alas caídas, y como por conjuro, de las esquinas de los vagones aparecían
dominicanos, empujando, abriéndose paso atropelladamente a través de los
escandalizados nórdicos; “lousy bastard”, y los golpes ponían a suplicar, a llorar, a
desmentir, escondiéndose, los rostros entre las manos sin que cesara el aluvión de
puños, ni la furia de las mujeres que golpeaban con los zapatos y las carteras, mirando
como podían por las ventanillas, pidiendo a Dios que llegara la próxima parada, hasta
que en medio de tirones de un lado y del otro, de palabras sucias, corrían hacia afuera
antes de que el ruido de las vías cesara completamente: Los veías desaparecer entre los
abrigos y las luces bajas, en aquellas galerías subterráneas con el hollín incrustado como
una pátina y el frío quemando, los pañuelos en la cabeza, y los guantes, las columnas
cenicientas, entre algunos niños rosados, bajo los letreros de neón, atropellando las
ancianas pintarrajeadas y las mujeres fumadoras, de largas piernas, azuzadas por el
miedo y la soledad, rumbo a las escaleras por donde se subía a la calle. Mirabas la
persecución hasta que desaparecían bajo aquel letrero agresivo.

NO SMOKING

NO SPITTING

NO LITTERING

Y sin embargo, están ahí, sonrientes y seguros de sí mismos, tratando de demostrar que
el tiempo es un círculo, que son los dueños del país y que estos cinco años de proscritos
fueron tan solo una injusticia cometida en su contra, un asalto realizado por los
resentidos.

Los trajes blancos han vueltos. Avanzan con beligerancia, dueños de los empleos y de las
recepciones, de mujeres que aman los automóviles espaciosos y las residencias en las
afueras de la ciudad, (la piscina es muy grande, ¿eh? qué maravilla de cortinas, con esas
flores discretas y el color como cálido, ¿verdad?; es el dormitorio, ¿un traguito?; ay, no,
mañana tengo que trabajar temprano; no te preocupes, si yo soy el jefe de la oficina). Lo
tuyo va sobre ruedas, dueños de la dolce diplomática y de los centenares de miles de
hombres desempleados y del dinero que produce el país. Igual que antes, exactamente
igual que antes, como debe ser, como siempre debe ser, porque los únicos que
aprendieron a gobernar (tranquilidad viene de tranca, y paz de palo), fueron ellos;
durante más de tres décadas, aprendieron junto a su viejo maestro entorchado y
maquillado, subrepticio en sus mandatos de muerte, el maestro con sonrisa de hiena y
mucho make-up rosado en el rostro y en el cuello y en las manos, sobornador de
senadores norteamericanos y donante de condecoraciones a coristas y chulos
extranjeros.

Los trajes blancos han vuelto y a ti te echaron del empleo que tenías desde la muerte del
chivo. Ahora tienes que caminar, gastando un saco a cuadros vistosos, corbata, con gafas
ahumadas, escondiendo tu rabia y tu desprecio, y una verborrea atosigante de la que te
burlas amargamente para tus adentros, cuando tus manos se zambullen veloces en el
maletín y extraen del oscuro vientre apestoso a talabartería las muestras médicas, los
frascos que vas colocando en los escritorios mientras piensas en las lomas donde fueron
masacrados aquellos jóvenes, o en la Guerra de Abril, todavía reciente, con sus
multitudes de cadáveres, con su invasión extranjera.

¡HALT!

LEAVING

US SECTOR
que dividió la ciudad, la partió con sus extensos rollos de alambres de púas, los padres
en una acera y los hijos en la otra, saludándose de lejos, sin osar decirse los sentimientos
porque los centinelas vigilaban desconfiados; las interminables granizadas de plomo
alimentando los cementerios, la resistencia en apenas diez cuadras, al borde del arrase
de los cañones extraños, los entierros en mañanas tristes, frescas, y el miedo sudoroso, o
seco, también el amor y la ternura a pesar de la trampa. Todo echado a la basura, hasta
que la voz.

- ¿Sirven?

- Sí, doctor. Es lo mejor para el tratamiento de hepatitis, cirrosis, disfun...

Piensas que nada valió la pena. Los muertos están cada día más muertos. Lo importante
es defenderse como se pueda, quedándose tranquilo en su casa, sin hablar mucho para
evitar complicaciones, buscando la manera de ganarse los plátanos y el arroz con
habichuelas. Todo ha sido una espantosa mascarada de la cual saliste con vida, cada vez
más solo, lleno de odio y cansancio, con esa expresión funeral que adoptas cuando
recorres la ciudad, recordando los perdidos, observando cómo las personas ríen y
toman un auto, entran en los cines, amorosas, perfumadas, luciendo orgullosamente
ropa nueva y se sumergen en los restaurantes y en las fiestas, y a veces, para no sentirse
totalmente indignas y entregadas, lanzan una frase amarga o un chiste burlón a costillas
del gobierno, en medio de un grupo, en cualquiera de las esquinas de la calle central.

Los trajes blancos han vuelto y te aguarda una vida más gris que la de ahora: las
desilusiones diarias, saber que ya nada será limpio, que verás alternar antiguos
compañeros con los personeros a los cuales combatieron, suspirar nuevamente con la
reinstalación de los falsos valores, las frases grandilocuentes, los versos ridículos y la
prosa chata, del suplemento literario de los periódicos, los domingos. Todo un juego
social, una piñata chillona a la que se entra negando lo que se intentó, la historia de los
muertos, los ideales; ensordecerme frente a la realidad y las exigencias del destino
colectivo; bajar la cabeza ¡sin llorar siquiera!, cuando más mirando los zapatos, sonreír y
aceptar las invitaciones, volver la cara para ignorar el paisaje que se desliza por la
ventanilla del automóvil, o convertirme en un sofista que alabarán las damas con frases
primorosas en medio de palmoteos y miradas de propietarias que ganaron más de lo que
esperaban… lo que nunca esperaban.

Los trajes blancos han vuelto, y te quedarás metido en tu barrio oscuro, con tu maletín
de cuero, tu saco a cuadros, tus gafas ahumadas, la noche entre paredes calurosas, tu
fiestecita en casa de algún vecino, semestralmente, la lectura de los periódicos cuando
llegas al anochecer, sentado en tu mecedora.

Los trajes blancos han vuelto y todo es una pantalla en la cual millares de rostros se
deforman, se muerden, se quitan la piel pintarrajeada (debajo no les queda más que otra
idéntica a la primera), te escupen, te cercan, tratando de expulsarte de ti mismo. No
quieres. Aprietas los puños y la casa se reduce sobre ti hasta que nuevamente estás
desnudo y esposado en una oscuridad pequeña, húmeda, y a tu lado, sin verlos, mandan
los dueños de tu tiempo, de otro tiempo, en los periódicos que te golpean el rostro, te
zafas y estás en la mecedora pero ahora rodeado de esqueletos rotos y quemados que
lloran en el aire, sin pies, con la ropa hechas jirones, sucios de lluvia y de olvido,
hablando todavía de las montañas, del pueblo, sin que suena su voz. Vas a llorar pero
todo se borra, la pantalla circular gira y estás mirando hacia adelante que es lo mismo
que mirar hacia atrás, porque las vueltas te han dejado clavado en un lugar que es
ninguno y todos los lugares, atados a sus tiempos, y ya los esqueletos se borran, se
deforman hasta convertirse en parte del vértigo, son desplazados por esas figuras
siniestramente alegres, tocadas de sombreros y corbatas negros, con enormes barrigas
cubiertas por tela destellante y agorera. No quieres verlos, no quieres. Pero están ahí
dominando el movimiento, sorbiendo las formas de tratan de regresar.

Los trajes blancos han vuelto. Te rebelas. No podrán contigo. Te rebelas. Sientes
taponada la garganta. El pecho abrasado. Manchas rojas y negras revolotean frente a tus
ojos. Manchas blancas, luminosas y desenfrenadas, impidiéndote mirar, rodeándote la
visión de un muro oscuro pero relumbrante, sí, relumbrante oscuridad movida por
manchas rojinegras, blancas, rojas, blanquinegras, negras, rojinegras, negrirrojas. La
lengua se amarga, sientes un mareo y una leve punzada en la tetilla izquierda, y como tu
hijo trata de no ahogarse, perseguido, con tu mismo rostro, mientras Carmela llora
enlutada, estallas y estrujas con furor los trajes blancos, hasta tenerlos en el puño, los
destruyes, los despedazas mientras caminas tambaleándote, los tiras al tacho de basura
que está en patio de la casa, y todavía resoplando –cárdena y febril la cara-, buscas a tu
mujer.

- No vuelvas a gastarme diez centavos en esa porquería. Dile al muchacho que no


lo traiga más. Ninguno. Ni el de la mañana ni el de la tarde.

Te metes en el baño.
René del Risco
Bermúdez
Nació en San Pedro de Macorís el 9 de mayo de 1937. Nieto del poeta Federico
Bermúdez. Su vida transcurrió en un ambiente de precocidad que lo haría alcanzar en
poco tiempo el bachillerato. A temprana edad produjo composiciones poéticas que
asombraron a todos, desempeñándose también como actor en veladas infantiles y como
autor de canciones. Más tarde empezó en Santo Domingo sus estudios de derecho,
interrumpidos por su vocación política que lo llevaría a luchar contra la dictadura hasta
el extremo de ser llevado a prisión y enviado a un forzoso exilio a Puerto Rico. Regresa
al país y se dedica con mayor entusiasmo a la lucha política, fundando con otros
escritores jóvenes el grupo denominado "El Puño" durante los días de la guerra de abril
de 1965. En 1966 uno de sus cuentos es premiado por la sociedad cultural "La Máscara".
Su primer libro de poemas, titulado El viento frío, es eminentemente autobiográfico.

Muere en Santo Domingo el 20 de diciembre de 1972, a causa de un accidente


automovilístico, cuando ya empezaba a producir su obra de madurez, cuando las formas
poéticas comenzaban a entregársele con nitidez, y temática y estilo alcanzaban una
amplia gama de resonancias enriquecedoras. Creó la publicitaria Retho en los
momentos de mayor éxito de su carrera. En 1981, con prólogo de Ramón Francisco, sale
a la luz pública un volumen con el título de Cuentos y poemas completos. Su nombre ha
sido enarbolado como una consigna que representó los ideales de toda una generación,
en este caso, la de postguerra.

Editado de http://miguelsavinon.tripod.com
Ahora que vuelvo, Ton
Eras realmente pintoresco, Ton; con aquella gorra de los Tigres del
Licey, que ya no era azul sino berrenda, y el pantalón de kaky que te ponías
planchadito los sábados por la tarde para irte a juntarte con nosotros en la
glorieta del Parque Salvador a ver las paradas de los Boys Scouts en la
avenida y a corretear y bromear hasta que de repente la noche oscurecía el
recinto y nuestros gritos se apagaban por las calles del barrio. Te recuerdo,
porque hoy he aprendido a querer a los muchachos como tú y entonces me
empeño en recordar esa tu voz cansona y timorata y aquella insistente
cojera que te hacía brincar a cada paso y que sin embargo no te impedía
correr de home a primera, cuando Juan se te acercaba y te decía al oído
"vamos a sorprenderlos, Ton; toca por tercera y corre mucho". Como
jugabas con los muchachos del "Aurora", compartiste con nosotros muchas
veces la alegría de formar aquella rueda en el box "¡rosi, rosi, sin bom-ba -
Aurora - Aurora - ra- ra- ra!" y eso que tú no podías jugar todas las
entradas de un partido porque había que esperar a que nos fuéra-mos por
encima del "Miramar" o "la Barca" para darle "un chance a Ton que vino
tempranito" y "no te pures, Ton que ahorita entras de emergente ".

¿Cómo llegaste al barrio? ¿Cuándo? ¿Quién te invitó a la pandilla? ¿Qué


cuento de Pedro Animal hizo Toñín esa noche, Ton? ¿Serías capaz de
recordar que en el radio en casa de Candelario todas las noches "Mejoral, el
calmante sin rival, presenta "Cárcel de mujeres", y entonces alguien daba
palmadas desde la puerta de una casa y ya era hora de irse a dormir, "se
rompió la taza..."

Yo no sé si tú, con esa manera de mirar con un guiño que tenías cuando
el sol te molestaba, podrías reconocerme ahora. Probablemente la pipa
apretada entre los dientes me presta una apariencia demasiado extraña a
ti, o esta gordura que empieza a redondear mi cara y las entradas cada vez
más obvias en mi cabeza, han desdibujado ya lo que podría recordarse de
aquel muchacho que se hacía la raya a un lado, y que algunas tardes te
acompañó a ver los trainning de Kid Barquerito y de 22-22 en la cancha, en
los tiempos en que "Barquero se va para La Habana a pelear con Acevedo"
y Efraín, el entrenador, con el bigote de Joaquín Pardavé, "¡Arriba, arriba,
así es, la izquierda, el jab ahora, eso es" y tú después, apoyándote en tu pie
siempre empinado, "¡can-can-can-can!" golpeando el aire con tus puños,
bajábamos por la calle Sánchez, "¡can-can-can! "jugabas la soga contra la
pared, siempre saltando por tu cojera incorregible y yo te decía que "no
jodas Ton" pero tú seguías y entonces, ya en pleno barrio, yo te quitaba la
gorra, dejando al descubierto el óvalo grande de tu cabeza de zeppelin,
aquella cabeza del "Ton, Melitón, cojo y cabezón!" con que el Flaco Pérez
acompañaba el redoble de los tambores de los Boys Scouts para hacerte
rabiar hasta el extremo de mentarle "¡Tumadrehijodelagranputa", y así
llegábamos corriendo, uno detrás del otro, hasta la puerta de mi casa,
donde, poniéndote la gorra, decías siempre lo mismo "¡a mí no me
hables!"

Para esos tiempos el barrio no estaba tan triste Ton, no caía esa luz
desteñida y polvorienta sobre las casas ni este deprimente olor a toallas
viejas se le pegaba a uno en la piel como un tierno y resignado vaho de
miseria, a través de las calles por donde minutos atrás yo he venido
inútilmente echando de menos los ojos juntos y cejudos del "búho Pujols",
las latas de carbón a la puerta de la casa amarilla, el perro blanco y negro
de los Pascual, la algarabía en las fiestas de cumpleaños de Pin Báez, en las
que su padre tomaba cervezas con sus amigos sentado contra la pared de
ladrillos, en un rincón sombrío del patio, y nosotros, yo con mi traje blanco
almidonado; ahora recuerdo el bordoneo puntual y melancólico de la
guitarra de Negro Alcántara, mientras alrededor del pozo corríamos y
gritábamos y entre el ruido de la heladera el diente careado de Asia salía y
se escondía alternativamente en cada grito.

Era para morirse de risa, Ton, para enlodarse los zapatos; para
empinarse junto al brocal y verse en el espejo negro del pozo, cara de
círculos concéntricos, cabellos de helechos, salivazo en el ojo, y después
"mira como te has puesto, cualquiera te revienta, perdiste dos botones,
tigre, eso eres, un tigre, a este muchacho, Arturo, hay que quemarlo a
golpes"; pero entonces éramos tan iguales, tan lo mismo, tan "fraile y
convento, convento sin fraile, que vaya y que venga", Ton, que la vida era lo
mismo, "un gustazo: un trancazo", para todos.
Claro que ahora no es lo mismo. Los años han pasado. Comenzaron a
pasar desde aquel día en que miré las aguas verdosas de la zanja, cuando
papá cerró el candado y mamá se quedó mirando la casa por el vidrio
trasero del carro y yo los saludé a ustedes, a ti, a Fremio, a Juan, a Toñin,
que estaban en la esquina, y me quedé recordando esa cara que pusieron
todos, un poco de tristeza y de rencor, cuando aquella mañana, (ocho y
quince en la radio del carro) nos marchamos definitivamente del barrio y
del pueblo.

Ustedes quedarían para siempre contra la pared grisácea de la pulpería


de Ulises. La puya del trompo haciendo un hoyo en el pavimento, la
gangorra lanzada al aire con violenta soltu-ra, machacando a puyazos y
cabezazos la moneda ya negra de rodar por la calle; no tendrían en lo
adelante otro lugar que junto a ese muro que se iría oscureciendo con los
años "a Milita se la tiró Alberto en el callejoncito del tullío" escrito con
carbón allí, y los días pasando con una sorda modorra que acabaría en
recuerdo, en remota y desvaída imagen de un tiempo inexplicablemente
perdido para siempre.

Una mañana me dio por contarles a mis amigos de San Carlos cómo
eran ustedes; les dije de Fremio, que descubrió que en el piso de los
vagones, en el muelle, siempre quedaba azúcar parda cuando los barcos
estaban cargando, y que se podía recoger a puñados y hasta llenar una
funda y sentarnos a comerla en las escalinatas del viejo edificio de
aduanas; les conté también de las zambullidas en el río y llegar hasta la
goleta de tres palos, encallada en el lodo sobre uno de sus costados, y que
una vez allí, con los pies en el agua, mirando el pueblo, el humo de la
chimenea, las carretas que subían del puerto cargadas de mercancías,
pasábamos el tiempo orinando, charlando, correteando de la popa al
bauprés, hasta que en el reloj de la iglesia se hacía tarde y otra vez,
braceando, ganamos la orilla en un escandaloso chapoteo que ahora me
parece estar oyendo, aunque no lo creas, Ton.

Los muchachos quedaron fascinados con nuestro mundo de manglares,


de locomotoras, de cigüas, de cuevas de cangrejos, y desde entonces me
hicieron relatar historias que en el curso de los días yo fui alterando poco a
poco hasta llegar a atribuir a ustedes y a mí verdaderas epopeyas que yo
mismo fui creyendo y repitiendo, no sé qué día en que quizás com-prendí
que sería completamente inútil ese afán por mostrarnos de una imagen
que, como las viejas fotos, se amarilleaba y desteñía ineludiblemente. La
vida fue cambiando, Ton; entonces yo me fui inclinando un poco a los
libros y me interné en un extraño mundo mezcla de la Ciencia Natural de
Fesquet, versos de Béquer, y láminas de Billiken; me gustaba el camino al
colegio cada mañana bajo los árboles de la avenida Independencia, el
rostro de Rita Hayworth, en la pequeña y amarilla pantalla del "Capitolio",
me hizo olvidar a Flash Gordon y a los Tres Chiflados. Ya para entonces
papá ganaba buen dinero en su puesto de la Secretaría de Educación, y nos
mudamos a una casa desde donde yo podía ver el mar y a Ivette, con sus
shorts a rayas y sus trenzas doradas que marcaban el vivo ritmo de sus ojos
y su cabeza; con ella me acostumbré a Nat King Cole, a Fernando
Fernández, los viejos discos de los Modernaires, y aprendía a llevar el
compás de sus golpes junto a la mesa de Ping-Pong; no le hablé nunca de
ustedes, esa es la verdad, quizás porque nunca hubo la oportunidad para
ello o tal vez porque los días de Ivette pasaron tan rápidos, tan llenos de
"ven-mira-esta es Gret-chen el Pontiac de papi dice Albertico – me voy a
Canadá" que nunca tuve la necesidad ni el tiempo para recordarlos.

¿Tú sabes qué fue del Andrea Doria, Ton? Probablemente no lo sepas;
yo lo recuerdo por unas fotos del "Miami Herald" y porque los muchachos
latinos de la Universidad nos íbamos a un café de Coral Gables a cantar
junto a jarrones de cerveza "Arrivederci Roma", balanceándonos en las
sillas como si fuésemos en un bote salvavidas; yo estudiaba el inglés y me
gustaba pronunciar el "good bay..." de la canción, con ese extraño gesto de
la barbilla muy peculiar en las muchachas y muchachos de aquel país. ¿Y
sabes, Ton, que una vez pensé en ustedes? Fue una mañana en que íbamos
a lo largo de un muelle mirando los yates y vi un grupo de muchachos
despeinados y sucios que sacaban sardinas de un jarro oxidado y las
clavaban a la punta de sus anzuelos, yo me quedé mirando un instante
aquella pandilla y vi un vivo retrato nuestro en el muelle de Macorís, sólo
que nosotros no éramos rubios, ni llevábamos zapatos tennis, ni teníamos
caña de pescar, ahí se deshizo mi sueño y seguí mirando los yates en
compañía de mi amigo nicaragüense, muy aficionado a los deportes
marinos.

Y los años van cayendo con todo su peso sobre los recuerdos, sobre la
vida vivida, y el pasado comienza a enterrarse en algún desconocido lugar,
en una región del corazón y de los sueños en donde permanecerán, intactos
tal vez, pero cubiertos por la mugre de los días sepultados bajo los libros
leídos, la impresión de otros países, los apretones de manos, las tardes de
fútbol, las borracheras, los malentendidos, el amor, las indigestiones, los
trabajos. Por eso, Ton, cuando años más tarde me gradué de Médico, la
fiesta no fue con ustedes sino que se celebró en varios lugares, corriendo
alocadamente en aquel Triumph sin muffler que tronaba sobre el
pavimento, bailando hasta el cansancio en el Country Club, descorchando
botellas en la terraza, mientras mamá traía platos de bocadillos y papá me
llamaba "doctor" entre las risas de los muchachos; ustedes no estuvieron
allí ni yo estuve en ánimo, de reconstruir viejas y melancólicas imágenes de
paredes derruidas, calles polvorientas, pitos de locomotoras y pies
descalzos metidos en el agua lodosa del río, ahora los nombres eran
Héctor, Fred, Américo, y hablaríamos del Mal de Parkinson, de las
alergias, de los test de Jung y de Adler y también de ciertas obras de
Thomas Mann y François Mauriac.

Todo esto deberá serte tan extraño, Ton; te será tan "había una vez y
dos son tres, el que no tiene azúcar no toma café " que me parece verte
sentado a horcajadas sobre el muro sucio de la Avenida, perdidos los ojos
vagos entre las ramas rojas de los almendros, escuchando a Juan contar las
fabulosas historias de su tío marinero que había naufragado en el canal de
la Mona y que en tiempos de la guerra estuvo prisionero de un submarino
alemán, cerca de Curazao. Siempre asumieron tus ojos esa vaguedad triste
e ingenua cuando algo te hacía ver que el mundo tenía otras dimensiones
que tú, durmiendo entre sacos de carbón y naranjas podridas, no
alcanzarías a conocer más que en las palabras de Juan, o en las películas de
la guagüita Bayer o en las láminas deportivas de "Carteles".

Yo no sé cuáles serían entonces tus sueños, Ton, o si no los tenías; yo no


sé si las gentes como tú tienen sueños o si la cruda conciencia de sus
realidades no se lo permiten, pero de todos modos yo no te dejaría soñar,
te desvelaría contándote todo esto para de alguna forma volver a ser uno
de ustedes, aunque sea por esta tarde solamente. Ahora te diría cómo, años
después, mientras hacía estudios de Psiquiatría en España, conocí a
Rosina, recién llegada de Italia con un grupo de excursionistas entre los
que se hallaban sus dos hermanos, Piero y Francesco, que llevaban
camisetas a rayas y el cabello caído sobre la frente. Nos encontramos
accidentalmente, Ton, como suelen encontrarse las gentes en ciertas
novelas de Françoise Sagan; tomábamos "Valdepeñas" en un mesón,
después de una corrida de toros, y Rosina, que acostumbra a hablar
haciendo grandes movimientos, levantaba los brazos y enseñaba el
ombligo una pulgada más arriba de su pantalón blanco. Después sólo
recuerdo que alguien volcó una botella de vino sobre mi chaqueta y que
Piero cambiaba sonrisitas con el pianista en un oscuro lugar que nunca
volví a encontrar. Meses más tarde, Rosina volvió a Madrid y nos alojamos
en un pequeño piso al final de la Avenida Generalísimo; fuimos al fútbol, a
los museos, al cine-club, a las ferias, al teatro, leímos, veraneamos,
tocamos guitarra, escribimos versos, y una vez terminada mi especialidad,
metimos los libros, los discos, la cámara fotográfica, la guitarra y la ropa en
grandes maletas, y nos hicimos al mar.

"¿Cómo es Santo Domingo?", me preguntaba Rosina una semana antes,


cuando decidi-mos casarnos, y yo me limitaba a contestarle, "algo más que
las palmas y tamboras que has visto en los afiches del Consulado".

Eso pasó hace tiempo, Ton; todavía vivía papá cuando volvimos. ¿Sabes
que murió papá? Debes saberlo. Lo enterramos aquí porque él siempre dijo
que en este pueblo descan-saría entre camaradas. Si vieras cómo se puso el
viejo, tú que chanceabas con su rápido andar y sus ademanes vigorosos de
"muñequito de cuerda", no lo hubieras reconocido; ralo el cabello grisáceo,
desencajado el rostro, ronca la voz y la respiración, se fue gastando
angustiosamente hasta morir una tarde en la penumbra de su habitación
entre el fuerte olor de los medicamentos. Ahí mismo iba a morir mamá un
año más tarde apenas; la vieja murió en sus cabales, con los ojos duros y
brillantes, con la misma enérgica expresión que tanto nos asustaba Ton.

Por mi parte, con Rosina no me fue tan bien como yo esperaba; nos
hicimos de un bonito apartamiento en la avenida Bolívar y yo comencé a
trabajar con relativo éxito en mi consultorio. Los meses pasaron a un ritmo
normal para quienes llegan del extranjero y empiezan a montar el
mecanismo de sus relaciones: invitaciones a la playa los domingos, cenas, a
bailar los fines de semanas, paseos por las montañas, tertulias con artistas
y colegas, invitaciones a las galerías, llamadas telefónicas de amigos, en fin
ese relajamiento a que tiene uno que someterse cuando llega graduado del
exterior y casado con una extranjera. Rosina asimilaba con naturalidad el
ambiente y, salvo pequeñas resistencias, se mostraba feliz e interesada por
todo lo que iba formando el ovillo de nuestra vida. Pero pronto las cosas
comenzaron a cambiar, entré a dar cátedras a la Universidad y a la vez mi
clientela crecía, con lo que mis ocupaciones y responsabilidades fueron
cada vez mayores, en tanto había nacido Francesco José, y todo eso unido,
dio un giro absoluto a nuestras relaciones. Rosina empezó a lamentarse de
su gordura y entre el "Metrecal" y la balanza del baño dejaba a cada
instante un rosario de palabras amargadas e hirientes, la vida era
demasiado cara en el país, en Italia los taxis no son así, aquí no hace más
que llover y cuando no el polvo se traga a la gente, el niño va a tener el pelo
demasiado duro, el servicio es detestable, un matrimonio joven no debe ser
un par de aburridos, Europa hace demasiada falta, uno no puede estar
pegando botones a cada rato, el maldito frasco de "Sucaril" se rompió esta
mañana, y así se fue amargando to-do, amigo Ton, hasta que un día no fue
posible oponer más sensatez ni más mesura y Rosina voló a Roma en
"Alitalia" y yo no sé de mi hijo Francesco más que por dos cartas
mensuales y unas cuantas fotos a colores que voy guardando aquí, en mi
cartera, para sentir que crece junto a mí. Esa es la historia.

Lo demás no será extraño, Ton. Mañana es Día de Finados y yo he


venido a estar algún momento junto a la tumba de mis padres; quise venir
desde hoy porque desde hace mucho tiempo me golpeaba en la mente la
ilusión de este regreso. Pensé en volver a atravesar las calles del barrio,
entrar en los callejones, respirar el olor de los cerezos, de los limoncillos,
de la yerba de los solares, ir a aquella ventana por donde se podía ver el río
y sus lanchones; encontrarlos a ustedes junto al muro gris de la pulpería de
Ulises, tirar de los cabellos al "Búho Pujols", retozar con Fremio, chancear
con Toñín y con Pericles, irnos a la glorieta del parque Salvador y buscar en
el viento de la tarde el sonido uniforme de los redoblantes de los Boys
Scouts. Pero quizás deba admitir que ya es un poco tarde, que no podré
volver sobre mis pasos para buscar tal vez una parte más pura de la vida.

Por eso hace un instante he dejado el barrio, Ton, y he venido aquí, a


esta mesa y me he puesto a pedir casi sin querer, botellas de cerveza que
estoy tomando sin darme cuenta, porque, cuando te vi entrar con esa
misma cojera que no me engaña y esa velada ingenuidad en la mirada, y
esa cabeza inconfundible de "Ton Melitón cojo y cabezón" mirándome
como a un extraño, sólo he tenido tiempo para comprender que tú sí que
has permanecido inalterable, Ton; que tu pureza es siempre igual la misma
de aquellos días, porque sólo los muchachos como tú pueden
verdaderamente permanecer incorruptibles aún por debajo de ese olvido,
de esa pobreza, de esa amargura que siempre te hizo mirar las rojas ramas
del almendro cuando pensabas ciertas cosas. Por eso yo soy quien ha
cambiado, Ton, creo que me iré esta noche y por eso también no sé si
decirte ahora quién soy y contarte todo esto, o simplemente dejar que
termines de lustrarme los zapatos y marcharme para siempre.
Se me fue poniendo triste, Andrés

A mis padres, a mi hermano

—“Pedro Juan, tu Negrita se está por morir”.

Eso fue todo, Andrés. Y yo me le quedé mirando, mirándole los ojos que se le ponían de
vidrio de botella de Malta. Así de quemados y oscuros. Después, ya el cuarto se iba
llenando de pesados celajes, las paredes comenzaron a ablandarse para que allí la luz de
la vela se pegara temblorosa y yo viera la sombra de su cabeza parpadeando sobre las
tablas manchadas por los aguaceros. Ella no dijo una palabra más, sino que hizo como si
mirara las vigas del techo, y las gotas de sudor se le quedaron en la frente como si por
dentro le estuvieran hirviendo los pensamientos, los recuerdos, las tristezas de tanta
vida de apuros y trabajos. Yo la miré largamente, me clavé los codos encima de las
rodillas y me puse a mirarla y a pensar sin querer dejando que la cabeza se embobara
con todo lo vivido, con esos largos días nuestros que los malos espíritus no se cansaron
de enredar desde aquella tarde en que pedí a la Negrita que se viniera conmigo y ella
apareció en el vano de esa puerta, trayendo una funda con su ropa y enseñando una
sonrisa suave, que no era casi una sonrisa, sino ese gesto dulce que tienen algunas
santas de las que sacan en procesión ciertos domingos por el pueblo.

Yo me quedé mirándola y recordando cosas. La vi cruzar la habitación, yéndose a sentar


debajo de la ventana por donde se metía el aire húmedo del río y el apagado chasquido
de las aguas en los pilotillos del muelle. Allí se quedó entre lejana y resignada, como si
todavía no se diera cuenta de que en esta casa, a la que acababa de entrar, su presencia
nos estaba obligando a compartirlo todo, el silencio, el espacio, el tiempo, todo.

Cuando regresé con los plátanos para la cena, ella aún se miraba las manos, juntas sobre
las rodillas, y encajaba los tacos de los zapatos en el barrote de la silla verde. Tuve
entonces que ponerle la mano en el hombro y decirle confianzudamente “es usted la
mujer, en el anafe hay carbón y hay tres huevos en el guardacomidas”. Nunca más tuve
que repetirle esto, ni siquiera por broma. Negrita comprendió desde entonces el destino
y por eso aquella misma noche, antes de acostarnos, sin decirme nada, tomó diez
centavos de encima del pasamano y regresó con azúcar y café. En lo adelante, cada vez
que yo miraba a la Negrita, tenía que encontrar ese mismo gesto que se me fue metiendo
en el alma y que muchas veces me dio ganas de llorar, cuando encogiendo los hombros,
me decía “¿Y qué? Yo casi no tengo hambre”, y tenía que obligarla para que tragara un
pedazo de yuca o para que probara el pan con salchichón. “Tú eres el que afana”, decía,
“es justo que te compres siquiera un pantalón, yo con los trapos que tengo estoy bien,
total que no salgo a ninguna parte”.

¡Y yo que la conocí por casualidad! Fue en los tiempos en que yo tenía la “Mercedes”,
que era una yola grande y liviana pintada de blanco y rojo, con el bronce de los remos
siempre tan brillante que los muchachos de “Villa Duarte” me conocían desde que yo
salía del atracadero de aquel lado . “¡A que esa es la Mercedes!”, apostaban.

Una mañana vino la Negrita y me dijo que iba a la ciudad a buscar un dinero, que me
pagaba de regreso, y yo, que no sé por qué la miré de una vez con picardía, le dije que sí,
que subiera, y comencé a remar, mirándole los ojos que se le entretenían en la espuma
que corría junto a la “Mercedes”.

Ya de regreso, yo no quise aceptarle su dinero. Que se comprara caramelos, le dije, y


seguí mirándola cuando ella hacía girar la sombrilla detrás de su cabeza, moliendo la luz
del sol entre las varillas negruzcas, abiertas como una telaraña sobre el río. Ella venía
sentada en la popa e la “Mercedes” y yo silbaba algo del Trío Reynoso. No dijimos una
palabra, pero yo sé que por dentro de lo que yo silbaba iba caminando el gusanito de la
mala intención, para hacerle cosquillas en el oído a la Negrita. Yo no me estaba dando
cuenta, hasta que me sorprendí repasando el pedacito ese, Andrés, el de “baila mi
merengue que entre las mujeres tú eres mi derriengue”. Pero la Negrita no estaba en eso
aquella mañana, ella traía los ojos en el agua y su silencio era como si viniera del fondo
del río. Y es que ella era así, tenía esa manera de quedarse lejos, que a uno a reparar en
su presencia, porque ella misma se iba, dejaba por cuenta su lugar y entonces uno
comprendía que lo estaba haciendo para dejarnos vivir, para que yo no tuviera esa
mañana el lastre de su misterio que estaba ahí, en la popa de la “Mercedes”, y pudiera
escuchar el chapoteo de los remos sobre su silencio profundo, en el que bogaban hojas,
papeles, pedazos de ese mundo que la Negrita hacía difícil y cercano, inexplicable.
Quizás ese merengue de los Reynoso era lo único que verdaderamente vivía en ese
instante sobre el río. No porque yo lo silbara, porque vivía solo aun cuando nadie lo
silbara, porque permanecía oculto en la caja de los acordeones esperando siempre la
mano del que fuera a tocarlo, del que viniera a echarlo fuera, a ponerlo en los labios de
alguien, que como yo, no sabía claramente por qué lo silbaba con la intención de que
pudiera escucharlo quien ya no estaba ahí, porque te juro, Andrés, que la Negrita desde
entonces se había ido en el silencio y aquel merengue la buscaba sin llamarla, sin yo
querer, sin ninguna palabra. Tuve entonces que decirle “ya llegamos”, cuando sentí la
arena contra el fondo de la yola, y ella tuvo que bajar, quizás sin quererlo también, como
si comprendiera que los dos ya estábamos juntos en algún sitio que no era en esa orilla.
¿En el destino, Andrés, así se llama? Yo no lo sé. Porque tendría que averiguar si el
destino es antes, o después.

Fíjate, Andrés, cómo es la vida, después de aquello como que se achicaba el mundo, ya
nos encontrábamos como tú tienes que encontrar esta cama, ese vaso, aquella ponchera,
ese San Miguel en la pared; si es que te pones a dar vueltas en el cuarto. Por eso en el
bar de Vicente ella me puso la mano en el hombro aquella noche de Año Nuevo, y yo me
di cuenta de que sus palabras nada tenían que ver con el gesto de sus ojos. Me saludó
como siempre “Pedro Juan, cómo le va?” pero su mirada estaba lejana como si no me
viera en este mundo, sino en otro mundo en el que yo no hacía nada con aquel trago de
“Jacas” en la mano, porque dejaría ese trago, y ya le hablaría riendo, ya caminaríamos
hacia un lado del bar, ya bailaríamos cerca de la vellonera, y ese era el que importaba a
sus ojos, el que estaba dentro y lejos de mí, el que ya estaba con ella en algún sitio
mientras la Negrita reía con su vestido de flores y yo la soltaba y le daba vueltas para que
los muchachos aplaudieran con el fuego del ron en los ojos, mirando las caderas y mi
mano que rodaba a veces sobre su espalda mojada. Tal vez fue esa noche cuando mejor
lo comprendimos los dos. Por eso cuando Candito trató de echarle el brazo, ella se dejó
caer sobre mi hombro y yo seguí hablándole como si nada a la cara arrugada de “el
ñato”, que del otro lado de la mesa hacía por entenderme entre los humos de la
borrachera, achicando los ojos y repitiendo como hipnotizado “así es, así es, así es”.

Yo recuerdo cada fecha, Andrés, porque las cosas se iban sucediendo de manera que no
podían evitarse. Era como si te leyeran la taza y te dijeran que vas a hacer un viaje y
después tú, en medio de ese viaje, pensaras que cuando te leyeron la taza te lo avisaron.
Sólo que a nosotros nadie nos anunciaba nada, sino que sucedían las cosas ellas solas,
pero sucedían así, como suceden esas cosas que se anuncian, que se dicen antes, y que
nadie puede evitar después que ya se han visto en una taza, o lo han dicho las barajas. Y
a nosotros, Andrés, nos pasaban las cosas así mismo.

Después de aquella noche de Año Nuevo, en el bar de Vicente, con Candito y “el ñato” ya
yo sabía que la Negrita y yo éramos peces de un mismo chinchorro, por eso, cuando al
atardecer de cinco de enero, la vi bajar por la escalera del puente viejo, le dije al señor
vestido de blanco que me perdonara, pero que yo tenía el viaje comprometido, y justo
cuando se apagó la última nube sobre el malecón comenzaron a brillar los faroles de los
carros sobre el puente, yo había amarrado la “Mercedes” a un pilotillo del muelle y
subíamos la cuesta de la Calle Atarazana, la Negrita hablando de los hijos de su hermana
Carmen, que ya no creían en los Reyes y yo diciéndole que no importaba, que les
compráramos esa muñeca y ese trompo porque en el fondo a todos los niños les gusta
jugar aunque no les importe el Día de Reyes. Te cuento eso, para que ves por qué me
acuerdo de las fechas, porque cuando regresamos de la ciudad, justamente pasando bajo
la puerta de San Diego, la Negrita hizo como si quisiera tragarse el cielo por la nariz,
echó la cara hacia atrás, cerró los ojos y respiró muy hondo, que yo oí su respiración
creyendo que lloraba o algo así, y la vi pegada a las piedras, entreabriendo ahora los ojos
y diciéndome que esa soledad la había hecho sentirse de repente feliz y me tocó el
hombro con su mano extendida. A la verdad que en aquel momento, Andrés, todo
parecía haberse detenido. Sólo faltaba que yo me le acercara como lo hice, con la boca
abierta, y me le apretara ahí, entre las piernas, sintiendo que ella se me amarraba con
sus muslos duros y ahí, pegados a esas piedras de San Diego, yo vi cómo la noche se iba
abriendo poco a poco y la escuchaba a ella como hablándome desde muy hondo,
diciéndome que me quería y que ella sabía bien que esto tenía que pasar porque algo se
lo estaba diciendo en el oído desde hacía mucho tiempo, y yo diciéndole que sí, que yo
también lo sabía y que por eso, cuando la vi bajar esa tarde por la escalera del puente
viejo le dije al hombre que tenía el viaje comprometido, y entonces recordé cuando se
apagó la última nube sobre el malecón y vi los carros con los faroles encendidos en el
puente, y me le pegué bien fuerte a la Negrita, bien adentro, y así me estuve hasta que
comenzaron a ladrar los perros por esas calles que bajan del Alcázar y yo me retiraba un
poco a cerrarme el pantalón, mientras ella se agachaba a recoger el paquete con la
muñeca, y el trompo.

Y te digo que todo esto pasaba como si estuviera escrito, como si fuera algo que se
cumplía según estaba dispuesto, porque ni ella ni yo, te lo aseguro, hicimos nunca lo
más mínimo por llegar a nada. Y ella mucho menos que yo, que por lo menos dejaba que
las cosas fueran pasando. Pero la Negrita ni siquiera eso porque ella insistía en negarse a
la realidad y sólo actuaba así como si fuera en un sueño, como si fuera sonámbula. Así
como cerró los ojos aquella noche bajando por San Diego, cuando empezó a sentirse
sola, lo hizo siempre, siempre igual, en el bar cuando Candito quiso echarle el brazo, en
la popa de la “Mercedes” cuando se quedaba callada y ausente, en la playita del Isabela
cuando algún sábado por la tarde nos fuimos río arriba mirando los barrios en la orilla,
siempre lo hizo igual, así, dejándose hacer, desprendiéndose de ahí, de su lugar, dejando
espacio al misterio que nos empujaba, que nos separaba de los demás, y nos juntaba
inevitablemente, Andrés.

Por eso llegó el día en que los dos creímos que ya todo estaba decidido, y así, sin
pensarlo, como si me lo hubieran ordenado, le pedí a la Negrita que se viniera conmigo a
esta casa que tú sabes que estuvo siempre sola, porque yo no había tenido nunca antes a
nadie en quien confiar hasta el punto de creer que su compañía podía hacerme sentir
mejor. Y como te conté, esa misma tarde ella se apareció en el vano de esa puerta, con la
sonrisa suya que no era casi sonrisa sino una manera de parecerse a las santas que hay
en la iglesia de Villa Duarte, y yo la vi ahí, como me está pareciendo verla ahora mismo,
ahí parada la Negrita, llenando desde entonces esta casa con ese gesto de gente buena
que tenía y que hacía que uno la quisiera sin decírselo, porque hasta eso creía uno que
podía avergonzarla. Desde ese día, Andrés, desde esa tarde, todo fue tan triste y tan
duro, que sólo la buena voluntad de la Negrita pudo darle fuerzas a uno para llevarlo con
resignación y con un poco de fe hasta el día de hoy, en que te estoy contando todo esto,
pensando en que lo único que me da valor para hacerlo todavía es ese recuerdo de ella,
de esa sombra de ella ahí en el vano de la puerta como el primer día, su cabeza ahí en la
pared, sus pies ahí en el os barrotes de la silla, el recuerdo de su voz que se deja correr a
veces desde el patio, los celajes de su imagen que cruza todavía por delante de la cama y
viene a sentarse aquí, a mi lado, sin hablar.

Nuestra vida fue dura, Andrés. Primero fue un tiempo de lluvias que se metió y llovía
entonces sin parar día y noche y yo me estaba sintiendo ya mortificado porque la gente
no quería cruzar en yola a la ciudad en esos días, sino que prefería hacerlo en un carrito
por el puente, y la Negrita pasaba las de Caín teniendo que hacer las cosas de la casa con
lo poco que podía yo traerle en esos días, veinticinco centavos unas veces, cuarenta otras
y así. Entonces fue que vino el ciclón ese, “Inés” (ya tú no estaba aquí para ese tiempo) y
comenzaron a decir por el radio que venía a cruzar por Macorís y que se iba a llevar la
capital. Como yo conozco lo que le gusta alarmar a la gente que habla por el radio, le dije
a ella que no se apurara, que eso no venía para acá, que los ciclones se van a morir por
Barahona o se meten a Haití, pero cuando a media mañana volvía a la casa, ella me
esperó con los ojos muy grandes, diciéndome que en el ventorrillo de doña Pura le
enseñaron un “Listín” con un mapa que tenía una flecha diciendo por dónde venía
“Inés” y que a las ocho de la noche esto no se iba a entender. Yo le dije que lo mejor era
comprarse algo para no pasarlo así y le pregunté si tenía suficiente gas para la lámpara.

Volvimos a la casa con plátanos y café y una botella de gas, y la Negrita empezó a tapar
con periódicos viejos todos los huecos en las paredes. Ya a las cuatro de la tarde la gente
por aquí se había puesto a creerle demasiado a los del radio y fue entonces cuando llegó
una guagüita de la Defensa Civil, vociferando que no se salvaría nadie dentro de su casa,
que las inundaciones nos arrastrarían inevitablemente porque la fuerza del ciclón era
terrible y había que trasladarse a un refugio que había más arriba del puente, en una
escuela. Te repito que yo nunca le he creído a esas gentes que vociferan cosas, Andrés,
como si quisieran meter miedo, y por eso me le encaré a la Negrita cuando quiso
meterme en la romería que se armó, entre una cantidad de tontos que empezaron a irse
de sus casas sólo con lo que llevaban encima, y le dije que no, que ni siquiera le haría
caso a la orden de la comandancia, de llevar las yolas un poco más arriba, que eso no
pasaría por aquí. Y me dio mucha pena después cuando la vi llorosa, temblando de
miedo en un rincón, y me puse a contarle que cuando San Zenón fue otra cosa, que
ahora no pasaría lo mismo porque la gente lo que tenía que hacer era no salir a la calle a
emborracharse, que yo no iba a aconsejarle lo malo para ella. Ya la tenía convencida,
cuando al oscurecer, se presentó un camión de guardias que llegaban a las casas
golpeando con los fusiles en las puertas y diciendo improperios “porque el Gobierno nos
quería hacer un favor y estos muertos de hambre estaban de mal agradecidos” y así fue
como nos fueron obligando a todos los que estábamos en nuestras casas a subir a los
camiones.

Estaba lloviendo muy fuerte, Andrés, y yo recuerdo que cuando cargué a la Negrita y la
ayudé a agarrarse de la baranda, me viré a recoger la colchoneta que ella había dejado en
el suelo. Fue entonces cuando oí como un resbalón y de una vez un golpe seco, cuando
vino a gritar ya estaba yo agarrándola y veía su cara rota, llenándose de sangre que le
corría con la fuerza de la lluvia por el pecho y los brazos. La Negrita me miraba con unos
ojos desesperados debajo de la herida gruesa como un labio, “me caí, me caí, Pedro
Juan” me dijo y yo le puse mi camisa apretada en su frente, ya caminando el camión,
porque los guardias dijeron que allá en el refugio se ocuparían de ella los que tenían que
ver con eso. No te voy a contar lo que pasamos esa vez en aquel edificio con las ventanas
rotas, por donde se metía todo el aguacero y el viento y donde no había un solo escalón
para sentarse la Negrita con su dolor de cabeza y su fiebre, a tomar un trago de café
caliente que yo le había conseguido. Nos pasamos la noche pegados a la pared, oyendo la
lluvia y la gritería de los niños, porque el ciclón no vino esa vez. Desde entonces ella
sentía esos dolores de cabeza que le quitaban el sueño muchas veces. Pero ella me lo
ocultaba, me decía que no, que no le dolía, que para qué comprar calmantes si con cinco
centavos se podía traer salsa de tomates y azúcar. Pero yo la sorprendía de vez en
cuando apretándose las sienes con los puños, o aquí acostada, de cara a la pared
crujiéndole los dientes de tanto aguantar el dolor. Yo sé que tú me dirás que exagero,
pero te aseguro que ya para entonces, yo presentía todo esto, era como yo lo había leído
en algún sitio, que lo de nosotros no se quedaba así nada más; pero tú vas a decir que yo
exagero seguramente. Pues la verdad, Andrés, es que todo vino tan mal que sólo para
algo mejor pudo haber sido.

Te imaginas ahora por qué vendí la “Mercedes”. ¿Sabes cuántas radiografías le hicieron
a la Negrita con ochenta pesos? Total que como quiera hubiera tenido que salir de esa
yola, porque desde el día en que al hijo de Anjito se le ocurrió ponerle motor y techo a la
suya, la gente no se subió más a una yola corriente. Entonces fue que vino la protesta de
los que no teníamos dinero para comprar un motor y nos estábamos muriendo del
hambre, y por eso es que ahora se turnan, las de motor un día y otro día las sin motor.
Pero como quiera ya no es lo mismo, Andrés, no fue lo mismo. La gravedad de la Negrita
vino precisamente cuando ya no se trabajaba todos los días en el río porque ya habían
aparecido las yolas con motor. Yo sé que tal vez, ganando más dinero, se hubiera podido
salvar a la Negrita, yo no sé, pero quizás. Sólo que después que un hombre se ha pasado
la vida cruzando por encima de ese río, ¿cómo diablos encontrar un chele en la tierra
que no sea haciendo lo mal hecho, Andrés? Y yo no hice lo mal hecho, ni la Negrita
hubiera vivido un minuto de más por un dinero sucio. Por eso te digo que no exagero,
eso tenía que pasar para que fuera mejor porque lo nuestro no se quedaba así, porque
era como si lo hubieran dicho las barajas.

Y se me fue poniendo triste, Andrés. Los ojos se le fueron perdiendo entre las fiebres y
ya la Negrita no veía ni escuchaba nada sino que vivía con un panal de avispas bravas en
la cabeza, con una bulla que la tenía aturdida, y sudada, se le perdían las manos en la
cama (ahí andan sus manos, Andrés, la sombra de sus manos solas) y se callaba,
encogida como un pájaro muerto.

Yo cerré la ventana, Andrés, para que la luz no la asustara más, para que se quedara aquí
sobre las sábanas como un montón de oscuridad, para que siguiéramos ella y yo lo que
habíamos empezado sin saber y que no podía terminar (no te exagero).

La Negrita se me fue poniendo triste y ya no sonrió otra vez, ni dijo nada, ni se movió
jamás, hasta aquella noche, con la luz de la vela temblando en la pared, con un silencio
parecido a este, se volvió hacia mí con la más dolorosa dulzura:

—“Pedro Juan, tu Negrita se está por morir”.

Eso fue todo, Andrés. Y yo me le quedé mirando, la miré largamente, me puse a mirarla
y a pensar sin querer, dejando que la cabeza se embobara con todo lo vivido.

Ahora te he llamado a ti, Andrés, porque siento que esto ya va a seguir y necesito a
alguien que me guíe. Nadie mejor que tú que tanto me quisiste, que me conociste tanto
como yo a ti porque estuvimos juntos desde aquellos días en que braceábamos desnudos
en el río, cuando el viejo Payano nos enseñaba a remar y a achicar la yola con un jarro.
Por eso te he llamado, Andrés, porque crecimos juntos y nos hicimos hombres en esta
vida, llevando gente de un lado al otro, navegando esta misma agua, cruzando este
mismo río. Por eso, Andrés, porque asimismo también te vi morir un día cuando no
aguantaste más el hambre y me dijiste “no doy un viaje más”, y dejaste la yola a medio
varar y después te vi flotando debajo del puente, con los ojos amarillos e hinchados. Por
eso, Andrés, porque te conocí, porque sé que donde estás debes haber visto llegar a la
Negrita, porque tú sabes dónde está, dónde me espera. Porque me voy a morir, por eso
te he llamado, Andrés, y te lo he dicho todo. Mira, ya empiezo a morirme. Me estoy
alejando de esta cama, voy a cerrar los ojos. Silbaré aquel merengue del Trío Reynoso,
¿sabes cuál es Andrés? Entonces tú me tomas las manos y me llevas donde está la
Negrita, ¿quieres?
Bonaparte Gautreaux P.
Nació en Sabana de Chavón, La Romana, en 1937. Estudió derecho y
periodismo en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Fue cónsul en La
Guaira, Venezuela y viceministro de la Presidencia del gobierno que encabezó
el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó.
Ha publicado ensayos sobre el origen del merengue y la narrativa
dominicana. Es autor de los libros Cuentos del Abuelo Julio, La ciuda
clandestina y los secretos del General y de una novela, Al final del arco
iris (1982). Sus cuentos «A partir de esta noche» y «Sonámbulo» fueron
premiados por el Movimiento Cultural Dominicano y Casa de Teatro,
respectivamente.
Inició, y dirigió por muchos años, el suplemento «Cultura» del periódico El
Nacional de ¡Ahora! «Cultura» pronto se convirtió en vocero de voces
dominicanas nuevas.

Editado de www.literatura.us
El sonámbulo
RODRÍGUEZ DESCUBRIÓ SU vocación el día en que lo trasladaron para el Servicio
Secreto. Había trabajado en distintos departamentos y todos estuvieron satisfechos
con su labor. No había quejas. Siempre cumplía las órdenes tal como se las daban. Y
por eso ascendió hasta segundo teniente. Y aunque nunca había sido oficial de
inteligencia, en el fondo todos los hombres cabían den tro del juego de policías y
bandidos, un juego que du rante años hizo correr a los muchachos entre los patios
del vecindario v más allá. Pero como le sucedía de mu chacho, volvieron a darle
pesadillas en las noches, y no se preocupaba. No se preocupaba a pesar de que su
mujer le decía que fuera al médico, y no iba al médico por falta de tiempo, porque
estaba soñando despierto. Parecía un sueño de niño convertido en realidad. Ahora
era algo así como un hombre misterioso. Como un ser que tenía una doble vida. La
vida que se veía y la vida que se vivía pero no se comentaba, no se mencionaba
nunca. Ni en la casa, ni con los amigos. Era una Sub-vida. Una vida misteriosa,
clandestina, vivida pero no evocada. Era un trabajo incitante, pero no era como
cuando Rodríguez estaba en el Departamento de Tránsito que le po día contar a su
mujer por qué le puso una multa a un conductor, o cuál de las luces era la que tenía
mala el vehículo de un amigo suyo. 0 esas tonterías que cuentan los maridos a sus
mujeres al regresar del trabajo. No. Rodríguez no podía darse el lujo. Porque en la
puerta del Servicio de Inteligencia Militar había un letrero que decía: “Lo que usted
ve u oye aquí no lo repita”.
Exactamente, Rodríguez. Tu otra vida es una vida que no existe. Que no existe
como para que puedas de cir en una reunión de amigos: “Ayer le caí a patadas en los
cojones a un maldito comunista que no quería hablar”. Porque ya tú tienes pocos
amigos. Y tienes po cos amigos porque hace tiempo, es más... creo que des de que te
trasladaron tienes miedo. Mucho miedo. Mie do de ir a meter la pata diciendo más
de lo que debas o conversar sobre las cosas secretas del Departamento Secreto y
entonces vayas tú a ir a caer preso sabiendo las cosas que hacen para que una gente
hable cuando se cree que un preso sabe algo que les interesa y no quiere hablar. O
en muchos casos resulta que el preso no sabe nada. No sabe nada a pesar de la
obstinante preocupación de algún oficial que quiere demostrarle al preso que él sabe
de lo que no sabe y entonces con el calar del cuarto de los interrogatorios va
subiendo el encojonamiento del oficial hasta que... Quizá por eso es que te has
alejado de; tus amigos y de tus parientes. Te has convertido en un hombre solo. Solo
y miedoso. Solo y acechón. Acechón y curioso y averiguador de, vidas ajenas. Rodrí
guez, cualquiera no te conoce ahora. Cuando estabas en Tránsito eras otra persona.
Has cambiado, Rodríguez. Ahora sólo tienes el misterio y el aire de persona que;
anda al acecho. Es posible que tengas en la cabeza el nombre y la figura de mucha
gente a quien andan buscando para investigar o también que cuando caminas por
las calles y piensas en las personas a quienes has tenido que golpear en tu trabajo.
Porque son cosas del trabajo. ¿eh Rodríguez? Yo no creo que a tí te gusta golpear a
nadie. Pero no te lo he podido preguntar porque ya has abandonado a tus amigos y a
tus familiares. Y nos has abandonado porque tienes temor. Y tienes temor porque
sabes lo que se le hace a la gente que sabe cosas que interesan y no quiere hablar,
con el miedo a decir cosas indebidas, a hablar de más. Así fueron surgiendo temores
que se habían adormecido en tu interior. Quéséyo dónde. Pero fueron surgiendo de
nuevo y de pronto me encontré teniendo temor a la oscuridad. A una puerta abierta,
porque detrás podía haber alguna persona acechándome para darme una puñalada
o esperando mi llegada para coserme a balazos y rellenarme de plomo has ta
convertirme en carne mechada. No, ¡qué va! Ahora todo ha cambiado. Pero a pesar
del cambio estoy contento. Estoy contento porque estoy haciendo algo que me gusta.
Y cuando un hombre trabaja en algo que le gusta rinde más. Quizá por eso es que
estoy pagando con algunas corazonadas y ahora espero un ascenso. Todo eso está
muy bien. El trabajo y las corazonadas y descubrir a tanto bandido que le hace daño
a la sociedad. Como aquel muchacho cuya mamá decía que era casi un santo y se
murió en mis manos sin querer hablar. Golpes, golpes, golpes, golpes y agua fría en
la cabeza y golpes y despierta, y más golpes y los párpados que se le caen. “No lo
deje, sargento, no lo deje que se duerma”. Y golpes y la mamá suplicando que su hijo
era un santo. Un santo que, no quiere hablar, ¡carajo!, haciéndose el guapo.
"Sargento, no le deje que se duerma. Golpes, agua fría y enciendan el foco grande y
tráiganme el guebo de toro para darle una pela de calzón quitao a este bandido", y
luego viene la mamá a decir que él era ino cente y que si lo teníamos preso aquí...
Por eso es que uno tiene que alejarse hasta de los amigos, vecinos, fami liares, de
todo el mundo, no vaya a ser que se le zafe en una conversación que el maldito
muchacho era un flojo, quiso jugar al que aguantaba y cuando le pusimos la mano se
le ocurrió morirse al muy pendejo y luego la mamá que decía: “Teniente, que m’ijo
es bueno”, y yo “Que no lo tenemos preso aquí, que nunca estuvo preso aquí”,
aunque casi se murió en mis manos y la vieja lloraba co mo una bendita. Al hijo
había que darle una lección pe ro no nos dejó; se murió el muchacho; se murió y no
nos dijo nada a pesar de que, estábamos seguros de que él fue quien puso la bomba
en el cine. Sólo hay una de dos: o cl muchacho era flojo o no sabía. Y finalmente,
cuando mueren, uno nunca sabe en que paró la cosa, si sabía o si no sabía, aunque
las investigaciones se lleven hasta las últimas consecuencias porque para eso
tenemos que de fender a la sociedad de tanto maleante y bandido que camina
tranquilamente por la calle sin que nadie tenga idea de quiénes son. Para eso
estamos nosotros, para evitar que los terroristas cometan sus fechorías. Por eso es
que hay que ser duro a veces, y uno no quisiera, por que siempre me, sigo acordando
del muchacho del carajo y de la mamá y de sus lágrimas y de su angustia y de que;
arrugaba el rostro regado por las lágrimas de la impotencia de su búsqueda, porque
el muchacho no fue anotado en la lista de presos. Sabíamos que era un tipo
peligroso y el capitán ordenó que no lo asentaran en el libro de in greso de
detenidos, por eso pudimos decir que el tipo no había estado preso. Y me acuerdo
mucho de él porque se parecía a mi hijo. Tenía más o menos su edad y su ta maño y
su sonrisa. Lo recuerdo la mañana que me lo llevaron a la oficina y me encargaron
del caso. Lo ví y sonreí, pensé “Un muchacho, un muchacho como Luis”. Pero luego
leí el expediente y me; dí cuenta de que mi Luis y ese tipo no tenían nada en común
porque éste era un político pone bombas a quien había que investigar para que
dijera cuál era su partido o su grupo o su co mando o su organización y quiénes lo
formaban y dónde vivían... en fin, todo lo que se investiga para acabar con el
terrorismo. Y el tipo se puso duro, durísimo, y por las buenas nada y por las malas
tampoco. Y golpes y agua fría por la cabeza y chucho y coño y muchacho de mierda
habla y él diciendo que no sabía nada, que nunca había puesto una bomba y casi se
me murió en las ma nos, aunque siempre le dije a su mamá que no lo había visto.
Ahora lo que me preocupa, por lo que lo recuer do es porque me han vuelto las
pesadillas que había de jado en la niñez.
Las pesadillas volvieron después que ingresé al Departamento Secreto y
comencé, a tener temor de mis amigos y a alejarme ele personas que pudieran
perjudicar mi carrera. La soledad y el exceso de trabajo y las pesadillas y las
preocupaciones por los casos no resueltos. Todo eso y las pesadillas. De noche
despierto sudado, con el corazón golpeándome en la boca. Así, simplemente, el
corazón que se sale y la mente que ordena que no, que no se salga, que a qué se le
tiene miedo, y la mano que busca el botoncito de la luz y la pared vacía y fría que no
responde a la mano y la mujer que despierta de mal humor y los muchachos que
protestan porque la mano encuentra el botoncito y entonces mi mujer que me mira
atravesado y que aunque no lo dice lo pregunta: “¿Tienes miedo?” Y mi mirada que
se cruza con la suya y me hago el gallo y le contesto con los ojos que nunca he tenido
miedo, que yo soy un macho, pero los sudores y el corazón saliéndose por la boca
me traicionan. Y mi mujer me conoce muy bien y sabe que tengo miedo pero lo que
me recomienda es que vaya al médico, porque ya tenemos menos confianza que
antes. Ella dice que vaya al médico porque para justificar ese miedo, esos sudores,
esas pesadillas le digo que tengo exceso de trabajo. Y voy a aprovechar para ir al
médico ahora que mi mujer se fue de vacaciones y sólo está mi hijo en la casa. Está
mi hijo porque se quemó en una materia y de castigo lo dejé aquí, estudiando.
Porque si se, va con su mamá no estudia por allá. Ahora voy a ir al médico a ver qué
me recomienda. Sí, tengo que ir. Podré decir allá en el Departamento Secreto que
estaba en donde el médico cuando mataron a Luis. Porque yo sólo recuerdo que ele
pronto desperté y vi que, mi hijo estaba muerto entre mis manos. Igual.
Exactamente igual que cuando el muchacho terrorista, el de la bomba, se quedó
muerto en mis manos. Y yo creo, que a mi hijo lo mató una pesadilla. No sé. Creo
que debo ir al médico...

A partir de esta noche


TODAS LAS NOCHES eran iguales para María. Y aunque cada día se preguntaba lo
mismo y tomaba decisiones para ejecución inmediata, todas las noches eran iguales,
exactamente iguales a la anterior. María desvelada, Juan que no llegaba, María que
pensaba decir y hablar y mal decir y revisar la vida que llevaban y las cosas de Juan
y el niño que iba a nacer y el futuro y el trabajo y todas las noches el silencio de sus
brazos amorosos suspiraba a la llegada del hombre.
Y el “oh Juan, hasta cuándo” se confundía con el torrente de palabras que sólo
entiende cada enamorado junto a las frases que no se pronuncian.
“Esta noche cuando llegue se lo voy a decir. No po demos continuar en esta
forma. Cada vez que sale me dice sonriente: “vengo temprano. Tengo una reunión
importante”. Al comienzo me gustaban sus salidas por que a veces venían a
visitarme algunas amigas que me hacían pasar el tiempo entre los recuerdos y los
chismes. Y pasábamos con facilidad de las modas a los niños y de los niños a los
comentarios que circulaban en el pueblo sobre la mujer del médico y el síndico. Y de
que si esto a que si lo otro, la espera por Juan era menor... Ahora, con el asunto del
embarazo parece no darse cuenta de mi estado nervioso. No puedo explicarme cómo
para unas cosas es tan inteligente y para otras es totalmente ciego. Quizá por eso lo
quiero tanto. Es como un niño grande que necesita mi protección.
Pero no puede ser. Es más, hasta las muchachas han dejado de venir en las
noches. Ahora no disfruto ni de los chismes. Puede ser que la vez que Juan llegó
temprano el comentario que hizo no le haya gustado a mis amigas. Llegó sonriente y
su saludo nos dejó sorprendi das: “¿Destruyendo reputaciones?...” Y a pesar de que
les dije que a veces tiene juegos pesados y que esas eran tonterías que no le hicieran
caso, antes de que Juan regresara de la habitación mis amigas se habían retirado
ofendidas.
Ahora sé que andan por ahí diciendo que Juan tiene otra. Y eso me disgusta.
Me disgusta sobremanera por que sé que él no es hombre de eso. Además, siempre
me dice dónde va o en qué sitios ha estado y con quiénes, y por qué se fue de un
lugar a otro. Y por eso no puedo creer que tenga otra. Porque pienso que son cosas
de mis amigas, pero tanto va el cántaro al río...
No puede ser, pero los hombres son así. Y cuando me dice casi todas las noches
que tiene una reunión o lo llama algún amigo y pasa a buscarlo, en un carro, comien
za la duda y la inquietud. ¿Adónde va?... ¿por qué sa le tanto de noche?. . . ¿No se da
cuenta de mi angustia?
Hace días la situación no estaba buena y los rumores corrieron entre bocas y
oídos y se formó la cadena a la que cada cual agrega un eslabón y cuando lo vinieron
a buscar me cansé diciéndole que no se fuera a la calle, que no me dejara sola en la
casa, que la cosa no estaba buena, y con su sonrisa de siempre me dijo: “Mi amor...
tengo una reunión importante”.
Parece que sus reuniones tienen más importancia que mis problemas. Casi
todas las noches sale y me deja en la casa. Una casa que se va llenando de sombras.
Sombras que apagan el ruido cuando el pueblo se duerme y Juan no regresa.
A partir de entonces apago las luces de la casa y na da más dejo encendida mi
lámpara de la mesa ele noche y me dispongo a leer porque él quiere que su mujer
sea culta y pueda conversar sobre cualquier tema en las esca sas ocasiones en que
salimos juntos.
Pero a poco de comenzar la lectura, las letras bailan en las páginas. Bailan
cuando la noche avanza y se llena de sombras y silencio y angustia y espera y Juan
no llega. Y los pasos de la gente que va por la acera se meten en la casa y me parece
que tocan a la puerta y que alguien entra y me levanto a esperarlo y no es cierto.
A ratos me quedo dormida, como sucedió el otro (lía que cuando desperté lo
tenía besándome en la frente con la delicadeza que sólo él sabe tener. Y entonces el
susto fue mayor. Entonces empiezo a pensar tonte rías. ¿Y si entra otra persona?
¿Cómo me hago?... ¡Hasta cuándo!
Y mientras sigo desvelada, Juan comienza a roncar como una locomotora de las
que llevan caña al ingenio. Recuerdo los años en que los niños decían que las má
quinas hablaban con el ruido de sus motores: corta-caña corta-caña corta-caña
corta... Y así me suenan los ron quidos de Juan. Y pensando en las locomotoras y el
ruido de sus motores y los ronquidos de Juan, me duermo y a poco despierto con el
sueño colgando de los labios que se abren con el bostezo.
La vida se va convirtiendo en una rutina que sólo los pequeños detalles hacen
agradable. Por eso no creo que Juan tenga amoríos en la calle. Pero todo en la vida
comienza un día. Y los hombres son así, como que nunca los comprendemos.
Además de lo del machismo. Pero Juan lo combate. Juan dice... éso siempre lo
critican mis amigas. Critican que cuando tocarnos ternas más allá de las modas, los
niños o las novelas de la televisión, ahí viene Juan. De inmediato yo expreso: “Juan
dice”. Y es verdad, o puede serlo, ¡no importa! “Juan dice que no va a ser más
hombre por tener más mujeres”. Pero...
Esta noche es igual. Exactamente igual a las otras. Después de cena sonó el
timbre del teléfono y la voz de un hombre pidió hablar con él. Tapé el aparato y le
dije: “¡otra vez!”. Cuando terminó escuché su voz cálida que me dijo: “Tengo una
reunión importante”. Creo que no escuchó mi suspiro y el “hasta cuando”.
Ahora estoy esperando y podría decir que como siempre. Las mujeres siempre
estamos esperando. Pri mero al novio, después al esposo y luego a los hijos.
Siempre... siempre esperando.
Cualquier ruidito en la calle me levanta de la cama como si tuviera un resorte
en la espalda. Ya me incor poro, ya me acuesto, ya me incorporo...
Las persianas están marcadas por mis ojos que se me ten entre las rendijas
semiabiertas.
La tos de los que pasan, el ruido de las motocicletas, los motores de los
automóviles. Todo... todo lo escucho en la noche y mi mente lo distorsiona y lo pone
grande con el silencio y me confundo con los ruidos... ¡qué voy hacer! A veces quiero
gritar: “Juannnnnnnn, vennnnn”. Hasta ver si en algún sitio me escucha y se da
cuenta de mi angustia. ¡Ya... creo que viene... oigo pasos!
Pero él salió con una sóla persona. ¿Cómo es posible?... Juan, ven, estoy
asustada. Los pasos se han detenido en el patio. Ven Juan... no me mortifiques
tanto. No salgas de noche. Si tienes otra no me voy a poner brava, pero... ven Juan,
ven, ven Juan, no me vuelvas a dejar sola. Ven, ven Juan, ven y no salgas más en la
noche. Recuerda que estoy preñada. Con estos sustos voy a perder la criatura. Ven,
ven, ven Juan.
¡Qué bueno!. . . Los pasos se alejan. No hay ruidos en la calle. ¡Juan! ¿Por qué?
¿Por qué no llegas?... ¡Acaba de venir!...
Estoy acostada bocarriba y no me atrevo a moverme. ¡Ven, Juan, ven!
La mañana sorprendió a María tanteando las sábanas del lado donde Juan
dormía. Las sábanas estaban frías en ese lado. Lo fue a buscar al baño, de ahí a la
cocina, de la cocina al patio, y allí estaba. Estaba con la sonrisa de siempre, mirando
hacia arriba, con la mirada perdida entre la copa de los árboles.
La angustia de María rodó por tierra con la voz quejosa que gritó:
¡Juannnnnnnnnnnn!
En el mortuorio algunas personas comentaban:
—Estaba muy metido en política...
José Alcántara Almánzar

Educador, sociólogo, narrador, ensayista y crítico literario, nació en Santo


Domingo, el 2 de mayo de 1946, primogénito de José Dolores [“Lolo”]
Alcántara Zorrilla, chofer de ocupación, y Balbina de Jesús Almánzar Sánchez
[“Ana”], ama de casa.
Es hermano de Ana Josefa, Héctor Rafael y Julio César, y hermano de crianza
de sus primos Hugo César y Héctor Rafael Quezada Almánzar, y Carmen
Liliana y Rafael Vicente Barreto Almánzar.

El 17 de diciembre de 1971 casó con Yda Altagracia Hernández Caamaño, de


profesión doctora en Derecho, con quien procreó tres hijos: Ernesto (1974),
diseñador industrial; Yelidá (1976), diseñadora de la comunicación; y César
(1980), mercadólogo.

Editado de http://es.wikipedia.org
La decisión
TODAVÍA SIGUES HACIÉNDOTE la pregunta sin poder ofrecerte una respuesta
concreta. Ya es tarde para arrepentirte. De todos modos sería peor no hacerlo o
tener que quedarte en una ciudad a tu juicio insoportable, adonde sólo llegan las
manchas de la sangre, de la sangre de siempre, de la sangre de los heridos, una
sangre que no se borra, en una ciudad llena de ecos de disparos, de presagios de la
definitiva instalación de la muerte. Por eso no quieres pensar más, ni atormentarte
inútilmente con el recuerdo de las sombras. Debes mirar en otro sentido, eso lo
sientes. Te acercas al espejo y te observas con cuidado. A los veinticinco años,
Natalia, te das cuenta por primera vez desde que te quedaste sola, que pareces una
mujer de treinta y tantos. No hay arrugas por ninguna parte, ni en tu cara ni en tu
cuello, aunque tu cutis no conserva ya la frescura de los días en que no era
necesario recurrir al Revlon con tanta frecuencia, y sin embargo, te parece que algo
está demás. Tu boca sigue siendo atractiva y aun sin el rojo habitual que cubre tus
labios te parece tierna, aunque algo la estropea. Tu pelo, ahora mas claro, sin
ondas, recortado a la altura de los hombros, te parece el mismo de siempre, pero
acercándote más al espejo lo ves opaco y mustio. Tus ojos, vuelves a pensar, tan
extraños cuando no los oscurece la pintura, recobran su claridad inocente y se
convierten en el único centro donde hay todavía algún enigma. Te tiras en el viejo
butacón, de bordes renegridos, enciendes un cigarrillo. Si fuera posible alejarse de
todo rápidamente y olvidar las cosas que atan, lo harías sin pensarlo dos veces,
como es tu costumbre. No es fácil y tú lo sabes muy bien.
Qué cosa, Natalia, ni tú misma lo hubieras pensado. Quién te iba a decir a ti,
muchacha de veinticinco años, muchacha casi en flor, que llegaría a enervarte la
vacilación; tú, que nunca has pensado más de dos veces para decidirte a hacer
alguna cosa. Te has quedado sola. Ellos se han ido, dejando la casa con el perro y la
criada para que te acompañen. Sintieron la muerte al pie del lecho, midieron el
alcance de la contienda, y se dijeron: “Somos viejos, vamos a morir, no merecemos
esta muerte, debemos protegernos”. Por eso han huido de la ciudad, por eso te han
dejado encerrada en la vieja casa de la Pasteur, entre los árboles que en estos días
te han parecido más frondosos que nunca, de un verde más intenso y cercano: en
estos días has descubierto el velado secreto de las cosas que te rodean: el verde de
los almendros te parece más verde, el rojo de los hibiscos, más rojo, y el blanco de
los menúfares de la fuente, más blanco. Se han ido. Han ido al campo a proteger
sus vidas. Y tú estás cansada de vivir una vida silente, de escuela en escuela, sin
aprender gran cosa en ningún lugar. Prefieres las novelitas fáciles y las películas en
español: tu vida no se ha hecho para ciertas complicaciones, ¿no es cierto?
Te desnudas frente al espejo y ves tu cuerpo, tocado por tan pocos hombres y
gozado en verdad por ninguno. Y suspiras con cierta nostalgia al ver tus senos
erectos, tus pezones carnosos, y recuerdas que las líneas de tu cuerpo, de esbelta
suavidad, han logrado encender ánimos. Sabes bien quiénes han flaqueado por el
rictus de tus labios y la ondulación de tu cabeza cuando la haces girar impensada
mente. Y lo único que ha podido impedirte el pleno goce de la vida ha sido tu
inculcado temor, tu ancestral peso de siglos, el de tu bisabuela, el de tu abuela, el
de tu madre, algo más atenuado en cada caso aunque siempre presente: la
vigilancia constante de papá, el celo por la virginidad, por la decencia, por el
decoro y, todo lo demás. Crees que ha llegado el momento de romper esos
atavismos.
Al principio, cuando ellos se marcharon sin pensar en nadie, sentiste dolor. No
había peligro, todo estaba pasando, la ciudad iba recobrando lentamente la calma,
una calma angustiosa, insegura, presta a quebrarse en cualquier momen to, una
calma preferible, empero, al desasosiego de los combates. Ellos, que habían
permanecido en la ciudad la mayor parte del tiempo quisieron entonces alejarte de
la ciudad. Tú sabías, de seguro, el porqué. Ya conocían a Phillip, lo habían visto
conversar contigo varias veces y eso les molestaba. Muchas de tus amigas hacían lo
mismo: hablaban con otros, muchachos como Mark el de Danbury, Robert el de
Mount Vernon, Kent el de lowa City. Estaban aquí por obligación, lo habían dicho
muchas veces a todas ustedes. Son hombres, hombres que aman la vida, que
admiran las bellezas naturales de Quisqueya y la mujer dominicana. No quieren
morir. ¿No han venido en son de paz? “We have come in peace”, ha dicho Phillip,
tu Phillip. Han hablado mucho ustedes: de tu país y del suyo, de la vida, del amor.
Luego él ha dejado su arma junto a la verja, alguna que otra tarde, te ha besado,
primero en la mejilla y la frente y después en los labios. Tú has permanecido
quieta, recorrida por vibraciones extrañas, nuevas. En tus experiencias pasadas
sólo hubo violencia, calor desesperante o miedo a ser devorada por el hombre o la
pasión. Phillip ha llegado en silencio, con su mirar azul transparente; él te ha ido
convenciendo de su amor, te ha prometido matrimonio inmediato, cosa que antes
ninguno había hecho, y tú te has quedado varada, en un calidoscopio de emociones
inusitado, muda, acariciando sus manos. Eso te estremece ahora que te propones
perfumar tu cuerpo con la colonia que más le gusta a Phillip.
No puedes ni quieres arrepentirte. Sería un infantilismo. Phillip quedaría
decepcionado y te diría: “I knew you were still a child, baby”. Eso sería un insulto
insufrible. Porque tú no eres ya una niña, tienes veinticinco años y sabes muy bien
lo que haces. En esta hora decisiva de tu vida piensas que Phillip es el único
hombre que te ha querido de veras, el único que ha sido capaz de amarte
intensamente. Después habrá tiempo para hacer una nueva vida, ya encontrarás
nuevos amigos en los dorados campos de Virginia, que es donde te ha prometido
Phillip llevarte cuando termine todo. ¿Qué más se puede pedir, Natalia? Tocan a tu
puerta y, sabes que es él, que ha pedido permiso especial para venir. Ya no
titubeas. Estás segura de tus pasos como del rocío de las plantas. Abres la puerta y
ves a Phillip con una mirada interrogativa, anhelante, que le respondes con un
beso. Cuando cierras la puerta asiéndote a su mano, Phillip ya sabe que has
decidido acostarte con él, como te había pedido.

Con papá en casa de madame Sophie

—TE LLEVO A conocer el mundo.


Fueron sus primeras palabras después de largo silencio. Puso el auto en marcha
con inusitado entusiasmo. Parecía un adolescente vestido con esa camisa
extravagante. Ensayaba gestos impetuosos y juveniles, sonreía, chisteaba. Ahora no
puedo evitar que las escenas se repitan una y otra vez con persistencia malsana:
retomo el hilo de los hechos, contemplo su cara iluminada por una alegría poco
convincente, evoco los momentos de aquel día en que me llevó a conocer el mundo,
su mundo secreto y sórdido.
Hoy está bien muerto y es sincero como nunca, lo dice su rostro tieso bajo la
máscara funeraria. Hoy puedo recordarlo sin rencor, porque esa fue la única ocasión
en que dijo adiós a las fórmulas.
—Tienes que aprender a vivir la vida.
Repetía sus frases prefabricadas cada cierto tiempo, para que yo pudiese
reflexionar sobre la anterior y me hiciese una idea aproximada del propósito del
viaje. Lo hacía maliciosamente, sin mirarme. No me sentía obligado a contestar. Sus
palabras intentaban producir efectos precisos y creo que lo lograba. De ahí el estilo
sentencioso y rotundo que delataba su amplia experiencia. Yo me dejaba llevar,
ajeno a sus planes. Lo único trascendente en ese momento era mantener mi
identidad, acaso la mejor manifestación de cierta soterrada rebeldía. El no hablaba
conmigo, lo hacía para sí, con ese aire despreocupado y jovial que constituía la
forma más refinada de su carácter solitario. Yo no estaba contento; tampoco
disgustado. Mi raba los meteoritos que nos rebasaban en la autopista y olvidaba que
papá existía, que iba junto a mí, guiándome hacia su gloria, que debía sentirme
agradecido de su benignidad.
Llegan compañeros y amigos. Silenciosos, van hasta el féretro, miran la cara
pétrea de papá, tal vez examinen el impecable traje negro, la vieja corbata de
apariencia nueva recogida dignamente en el pecho por ún alfiler de oro. Algunos de
los que vienen me dan fuertes abrazos, se compadecen de mí (lo adivino en los
semblantes); las mujeres, llorosas, me besan;.otros me dicen expresiones que no
entiendo porque son apenas susurros emitidos con prisa y desgana. Mi esposa Laura
se seca las lágrimas y me mira apenada porque sin duda calcula las proporciones del
escándalo. Soy el centro de la ceremonia (papá es ún punto de referencia sin vida) y
puedo darme el lujo de en mudecer. Por supuesto, aunque conservo el empaque de
ún hombre adolorido, me resisto a mirar de nuevo el rostro pálido de papá. Abo
rrezco sú expresión rígida, sus ojos aplastados, sus labios morados, la dureza de sus
pómulos, resecos.
Cuando salimos de la ciudad, papá encendió el tocacintas. Hab íamos oído la
grabación cientos de veces, pero él no se hastiaba de esa horrible voz azucarada (por
más que trato no recuerdo el nombre de la artista) que despachaba, una tras otra,
absurdas canciones de amor. Pero a él le encantaban. Iba embelesado con el mágico
ritmo de aquellos boleros insensatos, tarareaba trozos y golpeaba el guía con el
anillo de sú anular izquierdo. Me provocaban náusea las vaharadas de Varón
Dandy que despedía sú cuerpo cercano. Hubo instan tes en que quise pedirle que
me dejase bajar del auto, irritado por los ramos escandalosos de sú guayabera. No
me atreví, nunca pude re belarme, ni siquiera aquel día de aventura y vejamen.
Siempre tuve miedo de sus manos velludas, sú voz cortante, sú mirada escrutadora,
sus órdenes implacables. Por eso aquel día me dejé llevar. Acompañaba a alquien
que me costaba trabajo identificar, pues de pronto habían desaparecido la actitud
grave de las mañanas en que leía el dia rio en sú sillón de plumas, la distancia que
nos separaba a la hora de las comidas, el maletín, la presumida camisa blanca, la
corbata oscura, la americana a cuadros, la pipa groseramente eficaz.
—Vas a gozar de lo lindo.
Eso lo dijo como si echase abajo una barrera infinita. Desconozco si en algún
momento pensó que estaba violando mi derecho de decisión, si se detuvo a pensar
que quince años eran muchos para tra tarme como a ún niño, pocos para hablarme
como a ún hombre. Estaba obcecado y sólo atinaba a romper el hielo que había
entre nosotros, asegurándose de que sú gozo coincidiese punto por punto con el
mío.
—¿Alguna vez... ? —cortó la frase ladinamente.
—¿Qué? —dije, idiotizado.
—Olvídalo, no tiene importancia. Después de todo, estamos entrando... quiero
que lo pases bien en tú cumpleaños... voy a hacerte un regalo extraordinario... ya
verás.
Entramos por una carreterita asfaltada que conducía a una casa no visible desde
la autopista. La casa, muy grande, acaso construida diez o quince años atrás, tenía
cuatro columnas jónicas que prece dían a una espaciosa galería y estaba separada
del patio por una balaustrada de caoba pulida. Daban ganas de tumbarse en la tersa
yerba verdísima y quedarse allí mirando el campo que se extendía detrás. Papá
apagó el tocacinta y la voz azucarada se desvaneció. Metimos el auto en ún pequeño
garaje lateral a la casa. Al bajar observé detenidamente a papá. Medí de nuevo sú
figura y me dije que andaba en compañía de ún padre muy joven (había cumplido
los cuarenticinco en esos días), y en todo caso, de ún camarada bastante viejo. Tocó
el timbre y se arregló el pelo con sú inseparable peinecíto de concha de carey. Una
mujer entreabrió la puerta. De seguro conocía bien a papá porque en seguida la
abrió de par en par y lanzó una exclamación de júbilo:
—¡Don Octavio, qué gusto me da verlo pase!
La mujer no había advertido mi presencia. Yo permanecía rezagado, justo
detrás de papá. Lo que faltaba era que le pidiese protección para entrar a la casa
cobijado por sú sombra. Esa idea me hizo sentir ridículo y me desprecié.
—Mi hijo Tavito —dijo él con seriedad fingida.
No sé si la mujer reprodujo palabras del ritual de presentaciones, quizá me las
hiciese olvidar sú mano regordeta al manosearme. Enrojecido por la sensación de
hormigas bobas que esa caricia inesperada producía en mi piel, bajé los ojos y
balbucí una frase. La mujer nos hizo pasar. Caminaba delante de nosotros sin decir
nada, como si supiese exactamente lo que papá quería. Había plantas en los
rincones y canastas colgando del plafond: cactus, helechos gigantes, orquideas
increíbles, begonias, clepsidras en ún estanque artificial. Pero todo estaba
demasiado oscuro y había algo que me molestaba: el ambiente general, ciertos
objetos, no sé.
La mujer nos acomodó en una salita y papá y ella secreteaban durante unos
segundos. Después recurrió a una sonrisa de muñeca mecánica al excusarse y subió
al segundo piso. Una luz incierta nos alumbraba; yo, no obstante, acechaba la cara
complacida de papá.
Entra un hombre con una corona de claveles blancos y la deja junto al cadáver.
Desde aquí puedo leer las letras de escarcha plateada: “Los empleados de la
Compañía de Seguros, a su inolvidable Jefe”. El hombre sale con una prisa
irreverente y a poco comienzo a sentir la fragancia luctuosa de las flores mezclada
con humo de tabaco. Ahora papá no puede aspirar el odioso perfume de las flores
albas (es una suerte), ni su mano tiene fuerzas para encender un cigarro de los que
tanto le gustaban. El está ahí, roblizo, descansando sin tiempo en un ataud afelpado,
cuya tapa abierta invita a comprobar la lozanía del muerto a pesar de sus
cincuentisiete años, a pesar de las horas que hace que la sangre no le circula por las
venas.
Vistiendo larga bata de organdí y en medio de singular algazara, la inmensa
mujer bajaba la escalera. Movía el cuerpo ágilmente, reía, decía palabras que al
principio no entendí bien. Madame Sophie descendía de su trono y se acercaba a
nosotros con los brazos abiertos, las manos colmadas de anillos, las larguísimas
uñas pavorosamente rojas, el meneo del cuerpo hidrópico, la vitalidad alegre del
rostro pardo, los labios pintados de bermellón.
—Octavio, mon amour, c'est toi! —exclamó.
Mi oído comenzó a acostumbrarse al francés de Madame Sophie, originario de
un Puerto Príncipe donde abunda toda clase de prostíbulos. Papá y ella se abrazaron
voluptuosamente. Oí el sonoro beso que dejó una huella en la afeitada cara de papá
y los requiebros que éste le decía en su francés portuario, agarrándola por la cintura
como si fuese a besarla. En recompensa, ella le decía mil galanteos.
—Mi hijo Tavito, Sophie —dijo papá, señalándome orgulloso.
—Ah, ton petit fils. C,a va bien mon petit amour?
Madame Sophie se sorprendió cuando respondí a su saludo en mi precario
francés de bachillerato. En ese momento se abrió una compuerta de ternura en su
corazón. Me agarró por la nuca y quiso besarme en los labios, pues vi que su
grotesca boca ven la directamente hacia la mía. Sin embargo, estampó la húmeda
caricia en mi frente y luego me dio un abrazo estremecedor, que me obligó a pensar
en mamá. Luego, tomando mi mano y echándole el brazo a papá, nos condujo a una
salita privada. Hizo sonar una campanilla y vino. Noemí, presuroso, con un meneo
de títere circense.
&nnbsp; —Diga, madán —gorjeó el sirviente, mirándonos con descaro a través
del aleteo de sus largas pestañas temblorosos.
—Para don Octavio, lo de siempre, ¿verdad, mon amour?
—Sí, sí... —contestó papá algo distraído.
—¿Y tú, cher enfant?
La miré sin saber qué decir. Ella se dio cuenta de mi desorientación y ordenó:
—Para el joven un Paradis du Caraibe, bien suave. Te va a gustar, petit, es una
bebida que inventé en Port-au-Prince
Papá, satisfecho de la intuición de Madame Sophie, sonreía, aprobaba esa
maravillosa iniciación de su hijo único. En ese momento oí ruidos en la planta alta y
miré el cielo raso de la salita. La lámpara oscilaba a consecuencia del guirigay de
pasos y voces que provenía de arriba.
—Son unos bullosos que están aquí desde temprano —dijo Medame Sophie,
disculpándose—. No hagas caso, petit, ordenaré que los hagan callar.
Sonó la campanilla nuevamente y vino una mujer.
—Dígale al Licenciado y al Ingeniero que se controlen. Ah, y haga venir a Nancy
y a Tati.
—Sí. madán —respondió tímidamente la criada.
El sacerdote llena de humo el salón. Balancea el incensario con oscilaciones
isócronas, les echa el humo en la cara a los presentes. Muchos se levantan,
huronean, hacen reverencia, se persignan. Tam bién yo me pongo de pie y saludo al
ministro con un leve movimiento de cabeza. Esta es una ceremonia inusual
(supongo) pero me satisface porque detesto ir a la iglesia. Prefiero soportar aquí los
latínajos del sacerdote y salir cuanto antes del asunto. Un grupo nos rodea. Varios se
colocan detrás del sacerdote que rocía con agua bendita el lugar sin fijarse en que
arruina los zapatos de algunas ancianas. Por un instante siento deseos de mirar la
cara de papá. Ahora el sacerdote tartajea su oración fúnebre: le transforma el rostro
una patética expresión que solemniza el acto de despedida. Algunas mujeres lloran,
yo saco mis gafas ahumadas y me las pongo, Laura estornuda, un desconocido se
suena, otro tose al final del salón.
Noemí colocó las bebidas en la mesa del centro. Sus uñas violeta de gerifalte
acicalado me produjeron un asco inexplicable. Papá levantó su vaso lleno de whisky
y brindó por mi felicidad y la salud de Madame Sophie. Entonces me vi obligado a
beber parte del “paraíso caribeño”. Tenía una singular propiedad ese preparado de
color almagre, mezcla de morapio,Barbancourt y jugo de cerezas: producía un
placer inenarrable. Bebí casi medio vaso, hechizado por el sabor del líquido. Papá
reía, achispado, se abría la camisa hasta la cintura, daba palmaditas en la rolliza
cara de Madame Sophie.
Nancy y Tati (dos falenas inquietas y bullangueras) entraron a la salita y se
colocaron en el centro del linóleo para que papá y yo pudiésemos elegir libremente.
Madame Sophie creyó terminado su trabajo y pidió permiso para retirarse.
—Media vuelta —ordenó papá, con una voz que me pareció el rebuzno de un
garañón.
Eligió a Tati, la sentó a su lado, le estampó una mordida en un brazo.
—Ajá, así me gustan las mujeres, que tengan la virtud de las langostas, ja, ja, —
dijo y le pellizcó el trasero de la muchacha.
Nancy se sentó junto a mí. Yo empezaba a sentir el torpor de la bebida y dejé
caer la cabeza en los senos insomnes de mi compañera. Papá y Tati se dijeron algo
que no entendí. Ella reía y reía, le picaba un ojo a Nancy.
—Mi hijo cumple años, necesitamos música —dijo papá torpe mente. Se puso de
pie y echó los sillones hacia atrás.
Tati se levantó y puso a funcionar un tocadiscos. Inmediatamen te, ella y papá
empezaron a bailar un bolemengue. Estaban muy pe gados, unían sus pelvis en
grávido vaivén: él quería horadarla y ella, cachonda, se empujaba contra el tronco
lancinante. Nancy me había abierto la camisa y pasaba una mano por mis tetillas,
besándome también en el cuello. Le había dicho que no quería bailar y se empeñaba
en hacer su trabajo del mejor modo posible. Por primera vez en mis quince años
bebía alcohol en grande, fumaba en grande, tenia sensa ciones colosales. Papá dejó
de ser la figura distante de la infancia, el viudo lejano e insondable que hacía pocos
esfuerzos por comprender mi mundo. Viéndolo así, aferrado al trasero de Tati, no
podía sentirme su hijo ni hacerle reverencias filiales. Nancy agarró mi mano y la
frotó por su cuerpo, deteniéndola en las zonas erógenas.
—Las manos son para eso también —me susurró.
Entonces intenté unas caricias que me salieron muy toscas, aun que puse
empeño en corresponder a los esfuerzos que ella hacía para contentarme. Mis
manos viajaron por las mejillas arreboladas de car m ín, se detuvieron en los
músculos fofos del cuello, exploraron los se rios, complaciéndose en la carnosidad
arrugada de los pezones y su bieron por Ios muslos maltratando las medias de seda.
También mi boca hacía su trabajo. Era increíble, yo también podía, participaba,
ponía en practica lecciones aprendidas en mil películas prohibidas, me lanzaba
definitivamente al jolgorio sensual del serrallo de Madame Sophie.
Ya no se oían ruidos en la planta alta; la algarabía de papá y Tati les cerraba el
paso a las voces jocundas que celebraban la vida en otras habitaciones. Hacía
demasiado calor. Papá se había quitado la camisa, sudada, daba saltos de coribante
o trapecista, según lo requisiese la melodía. Tati se sorprendía de la vitalidad del
viejo y¡ no sabía qué hacer para detenerlo. Nancy y yo bailábamos, despreocupados,
abrazados pese al calor de la salita. De vez en cuando entraba Noemí con whisky,
un Paradis du Caraibe y dos ponches para las chicas. Noemí las miraba con
desprecio y preguntaba cuan quier cosa, se alisaba su mechón de Tongolele, buscaba
excusas para mirarme.
El salón está repleto. Laura ha tenido que salir, casi ahogada por la pituita.
Siguen entrando amigos y subalternos a decirme cuánto querían a papá, qué buen
jefe era, y a deplorar, contritos, la pérdida de un hombre bueno y solidario. No
respondo ni me quejo. A veces doy las gracias por pura cortesía. Todavía quedan
trazas de incienso en el ambiente, pero el vaho dulzón de las flores termina
imponiéndose: penetra en la nariz y viaja hasta el cerebro, le arranca el aliento
fétido a las bocas cerradas, apaga el amargor de los cigarrillos, se confunde con el
aroma del café. Papá sigue indiferente a todo, ya no le importa nada, estos
procedimientos insensatos carecen de sentido para él, bien sé que no los aprobaría.
Sin embargo, nada puede hacer para evitarlo, está condenado a soportar,
pacientemente, que la cáfila de la oficina y el club le rinda hoy el tributo póstumo, le
traiga coronas de gladiolos y claveles rojos, eche una última ojeada al hombre que
odia o estima y a quien no conviene soslayar en el último instante.
—¡Hay que subir, mi hijo se estrena hoy! —gritó papá, obviamente encendido
por el whisky.
Tati echó mano de una botella a medio consumir y Nancy se apoderó de los
cigarrillos y los fósforos. Papá caminaba tambaleándose, intentaba sin éxito ponerse
la guayabera. Tati lo ayudaba a subir los escalones con gran esfuerzo, lo agarraba
por el cinturón y le hacía apoyar un brazo en su hombro. Nancy y yo íbamos detrás,
tomando precauciones porque temíamos que papá se desplomase en cualquier
momento. Tati señaló una puerta y ambos entraron con estrépito. Antes de cerrar,
papá nos miró con los ojos vidriosos y aconsejó:
—¡Cójanlo suave, pero cójanlo!
Estaba borracho, nadie podía detenerlo en su carrera hacia la pérdida de la
conciencia.
Nancy y yo entramos a la habitación. Ella me abrazó por detrás y apoyó su
cabeza en mi espalda. Así estuvimos un rato: yo mirando la luz del sol que se
apagaba tras unas colinas lejanas, ella sobando y mordisqueando mi cuerpo. Hasta
ahí todo había marcha mucho mejor de lo que imaginé cuando la mujer abrió la
puerta de par en par y papá y yo entramos a la casa. Mis reflejos habían sido
excelentes a pesar de la inhibición que me produjeron las miradas de papá, la
conversación banal de Madame Sophie, la presencia de Tati. Para Nancy no fue
difícil desnudarse, su trabajo se redujo a un simple movimiento descendente del
cierre y dos o tres giros para despojarse de lo que quedaba. El vestido voló hacia un
sillón, las medias de seda quedaron en el espaldar de una silla y lo otro sobre un
ventilador.
—Voy a lavarme —dijo con una voz inaudible.
Se lavó delante de mí y luego secó el sexo depilado. Según su código erótico es
posible que esa fuese una escena de gran atractivo para los consumidores, que la
usase como cebo para despertar pasiones dormidas. A mí realmente me causó
extrañeza la imagen de la mujer aseándose en mis narices, e incluso cierto
desagrado que no le manifesté.
Nancy se acercó con cautela gatuna y comenzó a quitarme la ropa. Ponía
cuidado morboso en ese acto sensual tan frecuente en su trabajo. Debía estar
acostumbrada a las posesiones violentas, a hombres que le sacan provecho a cada
segundo. Yo, en cambio, era un rorro, al que había que enseñar a hacer las cosas. Y
eso atraía su curiosidad, la encandilaba, provocara ademanes y frases. Sin darme
cuenta quedé desnudo sobre la carne. Nancy contempló mi cuerpo con ojos voraces
y pasó su mano por mi carne, ahora hecha piel de gallina. Sentí vergüenza, giré la
cabeza hacia la pared, me cubrí con la sábana. Ese rechazo exacerbó su ánimo, pues
tiró de la sábana firmemente, aunque sin violencia, y descubrió mi cuerno rígido.
Mis reflejos se precipitaron a un grado cero, me sentía incapaz de completar el juego
que habíamos empezado en la salita, no sabía cómo enfrentar a la mujer que tenía
frente a' mí, que era toda mía sin la menor reserva. Ella movió los labios inventó un
gesto de compasión y desagrado. Había comprendido que los novatos necesitan
confianza, deben botar la estúpida timidez y acercarse sin vacilaciones al punto de
goce óptimo.
—Si quieres te sobo —sugirió apenada.
Le dije que sí con un canijo movimiento de cabeza. Nunca había sentido tanta
humillación, tanto malestar. Nancy afanaba sobre mi cuerpo trasojado, dilaceraba
mi carne con sus dientes, sus manos vapuleaban mi sexo anémico. Yo me esforzaba
también, trataba de concentrarme, fantaseaba, buscaba en mi memoria algo que
pudiese ayudar en la tremenda tarea de apuntalar mi virilidad, rescatar mi moral a
la deriva. Por momentos parecía que los reflejos empezaban a responder, el
miembro se hinchaba, ergu la su cabeza rojiza, se sostenía. Entonces Nancy se
lanzaba contra él, dispuesta a ser poseída (la enésima vez) por alguien que recién se
iniciaba. El muy cobarde se arqueaba, enflaquecía, se apagaba, quedaba retorcido
bajo el peso de la mujer.
Ninguno de los presentes se atrevería a escupirme una insolencia, ninguno
tendrá el coraje de reírse de papá, alegando las raras circunstancias en que ocurrió
su muerte (papá murió anoche encima de una hembrita, en casa de Madame
Sophie). Sé que muchos comentan el incidente por lo bajo, sé que durante muchos
días el tema será la comidilla de reuniones sociales, bailes, funerales, corrillos
burocráticos. Todos lo saben, murmuran, se burlan (por impotentes), saben que
muy pocos (quizás ninguno) tendrán la ventura de morir como él murió: en pleno
centro de la dicha pasajera. El muerto azulado que yace desde hace horas en el
decoroso ataud fue un parrandero obstinado para quien la vida tenía forma de
mujer, cara de mujer, voz de mujer.
Otros intentos resultaron igualmente frustratorios. Nancy oprimió un botón en
el espaldar de la cama. Encendió un cigarrillo y luego me pasó la caja de Kent.
Jugaba con las volutas, me ofrecía una tregua, una oportunidad de recuperar los
puntos que tan ridículamente había perdido. Yo no quería seguir allí, esperaba la
llamada salvadora de papá, su rescate inminente. Fumé sin deseos, temía la mirada
insidiosa de Nancy, las frases que me harían sentir aún peor. Apretó de nuevo el
botón y masculló algo. Segundos después tocaron. Ella se levantó y caminó desnuda
hasta la puerta. Por la abertura se colocaron la voz arrogante de Noemí y un ojo
enrojecido e intrigante. Nancy mandó traer bebida y cerró sin darle tiempo para
nada a Noemí.
—Animo, hombre, qué te pasa —me dijo ella, casi maternal.
Yo no sabía dónde meter la cara, de pronto mis reservas de agotaron y quedaba
en manos de aquella mujer sin poder moverme, sin razón de protestar, sin la menor
posibilidad de abandonar la cama torturante. No cesaba de preguntarme qué
diablos era lo que me pasaba. Nancy no era desagradable, tenía la piel suave, of la
bien, me gustaba. Yo no respondía, cuando llegaba el momento de pene trarla mi
sexo se encogía, negado de plano a ingresar al túnel húmedo. Lo que me causaba
más irritación era mi debilidad, una debilidad injustificable. Yo creía haberme
preparado para ese momento decisivo, crucial en la vida del hombre. Jamás presentí
un derrumbe tan escandaloso. Es cierto que todos vamos con miedo, pero mi caso
era extraño. Nancy confiaba en su pericia. Es posible que temiese alguna
consecuencia de mi fracaso, tal vez no conseguir plata. A mí no se me hubiese
ocurrido decirle al viejo una palabra, habría sido como confesarle que tenía lepra y
que la virilidad se me caía pedazo a pe dazo. Él no iba a perdonar que le hiciese eso
en casa de Madame Sophie, que se corriese la voz de que su hijo era flojo y hasta
cosas peores.
Noemí trajo dos vasos, una hielera, una botella chata. Nancy habló de las
excelentes cualidades afrodisíacas del whisky y me sirvió una cantidad enorme. Bebí
como un loco, sin medir los efectos.
—Así no, te vas a emborrachar y luego nada funciona —dijo, lejana.
Trepó a la cama y reinició la frotación de mis partes vulnerables. Me entregé,
dispuesto a enmendarme. Yo también sobaba, mordisqueaba, daba besos, tenaceaba
su cuerpo con mis piernas de balon celistas en agraz. Poco a poco sentía que me
volvían las fuerzas, que muy pronto sería capaz de hacer lo que todo hombre
completo hace, de demostrar que no estaba impedido, que podía disfrutar de la vida
como cualquier hijo de vecino; le haría ver a Nancy que yo no me rendía en esa ciega
lucha tenaz de mi cuerpo contra el suyo. Me coloqué encima, busqué la entrada sin
hallarla. Ella señalaba el sitio exacto, pero yo perdía impulso, sudaba, me
desgarraba torpemente, sentía que el miembro renunciaba demasiado pronto a su
turgencia y rehuía, cobarde, ineficaz, el contacto sedoso de la vagina.
A papá le quedan unos minitos en este salón de espectáculos. Varios hombres
retiran las coronas y las llevan al carro fúnebre. Queda un vaho de rosas, claveles,
lirios. La atmósfera congestionada se carga de bisbiseos y llanto de familiares. Unas
tías, muy viejas, se aferran del ataúd, gimen, estridulan con gritos desapacibles y
lastimeros. No lloran la muerte del hermano, sino las suyas. Las abrazo en silencio
sin decirles que no deben acongojarse, que quizás ellas vean a muchos de nosotros
partir al otro barrio antes de que se decidan a abandonar sus activos panderos, la
tibia penumbra de sus casas coloniales, sus sillones de cordobán, los caldos de las
once de la mañana, los novenarios en el Convento. Sólo espero la llegada de
Madame Sophie para dar la orden de partida. Ella tiene que venir aunque
únicamente sea para ver la vieja cara maquillada de papá y lamentar esta pérdida
con ademanes de veterana actriz. No la he visto en años, pero aguardo su llegada, su
consuelo inefable. Vendrá a darle el pésame al hijo único de uno de sus mejores
clientes, a buscar la cuota de complicidad que tanto espera de mí. Papá no debe ser
retirado sin esas lágrimas postreras de su amiga y proveedora de siempre.
Comprendo que sería una insensatez odiar a Madame Sophie y al submundo que
ella encarna. Lo mismo me ocurre con papá: hoy lo veo partir como a un viejo
compañero al que no despre cio ni estimo, aunque es posible que mi frialdad
esconda una venganza largo tiempo dormida.
Nos sentamos en el balconcito que daba al campo. Nancy se había puesto una
chilaba; yo estaba vestido, tenía la cara macilenta de tando esfuerzo. Hablamos
bastante pero no tocamos el tema de mi incapacidad. Le había pagado sus servicios
con los billetes que me entregó papá antes de subir y ella parecía contenta. Había
sido recompensada por su paciencia. Me contó su vida, tan lineal y folletinesca como
la de tantas otras mujeres como ella, me habló de los deseos de montar su propio
local (más lujoso y confortable que el de su patrona Sophie) y relató las
oportunidades y perjuicios de su trabajo en esta próspera ciudad que consume
vorazmente todo lo que en materia de diversión se le ofrece. Yo respiraba
tranquilamente, embedido en aquella historia, feliz de haberme zafado del suplicio
de la cama. En el fondo, la vergüenza me perseguía.
Los gritos de Tati nos dieron la señal de alarma. Nancy y yo volamos al corredor
y vimos, azorados, un cuadro penoso: papá, desnudo, tambaleante, gruñía y
amenazaba a Tati con una botella. La había golpeado bastante y ahora intentaba
cortarla. Dos hombres (el licenciado y el ingeniero del guiriguay) lo disuadían con
firmeza, lo agarraban por los brazos, le gritaban. Papá chillaba, maldecía,
súbitamente transformado por no sé qué causa. Tati no se atrevía a moverse del sitio
en que la había acorralado. Algunos clientes asomaban la cabeza y se quedaban
observando la trifulca, otros se acercaban y recomendaban soluciones estúpidas.
Madame Sophie amenazaba con llamar a la policía y retirarle al viejo su confianza.
Yo me acerqué, le pedí a papá que se calmase. Creo que entonces se percató de que
estaba desnudo y tuvo deseos de cubrirse.
—Llévenlo a mi cuarto —sugirió Madame Sophie, calculando que había pasado
el peligro.
Él se dejó llevar, no tenía fuerzas, estaba borracho, intoxicado. Lo acostamos y
la madame le echó una sábana encima. Después que quedamos él y yo solos le puse
la ropa. No era una situación nueva, estaba cansado de desvestirlo en casa, en
circunstancias semejantes, pero ahora me sentía raro en aquel estrafalario burdel.
Noemí trajo café y le pedí que bebiera unos sorbos mientras le ataba los
zapatos. Después Noemí me ayudó a bajarlo e introducirlo en el auto. En la puerta,
Madame Sophie me dio un beso y me preguntó si tenía permiso de conducir.
—Ton perè est bon, mais il est très seul.
De vuelta a casa, papá durmió todo el tiempo. La frase de Madame Sophie
martillaba mis oídos: “Tu padre es bueno, pero está muy solo”. Manejé con cuidado,
contento de que él no pudiese ver mi vergüenza, mis ojos llorosos, mis manos
vacilantes. Cuando entramos a la casa, me observó con sus ojos adormecidos y, con
voz pastosa y repugnante, dijo:
—Ya eres hombre, te felicito.
Me encerré en mi cuarto y no salí en todo el día.
Pedro Peix
Nació en Santo Domingo el 20 de marzo de 1952. Cuentista, novelista y poeta. Se graduó
de abogado en 1976 por la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña. En 1982 se
desempeñó como director interino de la Biblioteca Nacional y, posteriormente, como
subdirector de cultura de la Secretaría de Estado de Educación. Fue columnista del
periódico Listín Diario. Ha recibido varios galardones en el concurso de cuentos de Casa
de Teatro, entre ellos: segundo lugar con ?La despedida? (1977), mención de honor con
?Responso para un cadáver sin flores? (1978), segundo lugar con ?Los hitos? (1979) y el
primer lugar con ?La quimera de la muerte? en 1992. También obtuvo el Premio
Nacional de Cuentos en 1977, con el libro ?Las locas de la Plaza de los Almendros?. En
1981 publicó la antología de cuentos dominicanos ?La narrativa yugulada?, considerada
uno de los compendios más completos del género en el país. Articulista polémico,
actualmente publica una columna que circula fotocopiada por diversos puntos de la
ciudad. La indiscutible calidad de su estilo lo ha convertido en uno de los principales
cuentistas dominicanos de las últimas décadas.

Ha publicado los libros El placer está en el último piso (novela, 1974); Las locas de la
Plaza de los Almendros (cuentos, 1978); La noche de los buzones blancos, (cuentos,
1980); El brigadier o la fábula del lobo y el sargento, (novela, 1981); Los despojos del
cóndor (novela, 1985); Pormenores de una servidumbre (cuento, 1985); El parnaso de la
memoria (poesía, 1985); La narrativa yugulada (antología, 1981).

Editado de: http:// www.dominicanaonline.org


“22-22”
OREL La turba ya venía doblando el alba 1961

“22-22” era un enclave de tenebrarios, punto de encuentro de soplones que iban y


venían a toda hora a beber cerveza o ron blanco, unos entraban a vaciar confesiones, a
desovar armas, otros a contar desnudeces, a relamer pudores y agonías, unos y otros a
pulir servidumbres en la patria celada del Generalísimo.

Saluda con los ojos, en algo anda

Habla con propias, no es de fiar

“22-22”, daban la vuelta montados en Volkswagen los agentes de seguridad, daban más
de una vuelta y se detenían con el motor encendido a mitad de cuadra, frente a una casa
o a la salida de un billar un prostíbulo una fonda volvían acelerando en derredor de los
parques y los cines, nunca más de dos, ronco el motor, sigilosos volvían a cada hora a
hurgar la noche del barrio.

Anda solo y no nos mira, cuidado con él

Está lloviendo y no se para, por algo será

Quién es, de dónde viene, síganlo.

“22-22”, hotel de tres pisos y de uno más, aforado de palomas enloquecidas por
huracanes y metrallas, gran hotel con bar casino y restaurante y con las puertas abiertas
al tumulto de una ciudadela injertada en el miedo, cada quien empadronado con sus
pasiones y secretos, sin otro destino que anudar afrentas y atravesar el barrido
esplendor de las acacias por donde venían a citarse las puñeteras de arrabal, a eso de las
seis en punto de la tarde.

Leales, eso sí

Bien aseadas, al menos por afuera


Anhelando medias de nylon, esas no las regala cualquiera.

sólo él, antes y después de sus misiones.

vigilaba a las queridas del Dictador, jardinero


o chofer, dando día y noche la vuelta a la manzana, conoció a muchas en los primeros
años del régimen, quién toca quién llega lo anoto, cualquiera se equivoca, no es por
ellas, quién construye un piso más alto, quién se muda al otro lado del rosedal?, a la
iglesia las llevo a la costurera a la heladería a dar una vuelta por el malecón, quién las
saluda quién las desaira quién las murmura, las llevo a bodas y velorios, las llevo adonde
no vaya la Oficial, la Primera Dama, que no quiere verlas, que no se atrevan a poner un
pie donde vaya el Jefe conmigo, a media noche llegaba después de semanas o meses me
lo encontraba con los ojos abiertos de esquina a esquina, ése hombre da para más.

era un calié legítimo

más que un espía de fronda era un oidor de pasillos de baños


públicos en mesa de tragos o catres de lupanar era un sabueso de infundios escándalos
vergüenzas calladas, le gustaba saber los bastardos los disolutos los cuernos de las
familias, saber cómo robaron o amasaron fortuna hasta dónde se humillaron con el
presidente de turno cómo se arrastraron por una cita cómo vendieron su alma su honor
por un cargo por un pedazo de tierra por pagar menos impuestos, saber si la abuela fue
sirvienta o ramera o si presume de algún linaje saber cuántos negros contaminan su
sangre, qué adefesios qué mongólicos ocultan, ése hombre no perdona.

era un confidente imaginario

con una sevillana abría la correspondencia, paca o fardo, en


un oscuro despacho de la Secretaria de Estado de lo Interior, leía cartas íntimas la
dedicatoria de los libros y los prólogos más largos, examinaba panfletos, libelos y la
jerga de los pasquines, al tiempo que lo veían con auriculares hasta el amanecer oyendo
grabaciones de ministros y notables, tamborileando sobre el escritorio, bajo una
bombilla macilenta que colgaba larga desde el techo, excitado con las palabras los
indicios la traición, ese hombre es un enfermo.

era un delator paraoficial


tenía vocación sangre fría, paciencia crueldad morbo suficiente para
rastrear equívocos y dobleces, a pie y vestido siempre de civil, apenas entonces con un
solo traje un solo par de zapatos en todo momento la camisa limpia a cualquier hora
refrescándose con Agua florida de Murray y Lanman se desplazaba al azar por Ciudad
Trujillo quien dijo Santo Domingo?

lo recuerdan

apresando a todo ciudadano que llevara el saco doblado en el brazo,


alguna bomba tendrá, a todo el que caminara con medias rojas o barba de tres días,
¿será un degenerado?, lo recuerdan dispersando a los turistas por la Fortaleza Ozama,
nada de fotografías, aquí no hay cárceles, vayan a la Catedral, visiten el Alcázar de
Colón, aquí están sus huesos sus piedras sus indios de bronce, vaya tranquila, señora,
aquí se puede dormir con las puertas abiertas.

cómo olvidarlo

de baja estatura musculoso impecable, mulato al fin, con manchas de


barba en el rostro y los cabellos como carne molida. Se había criado en las guaridas del
Memphis, un barco encallado a escasos metros de las costas dominicanas. De allí había
sacado a sus ayudantes, sicarios de pocilga que lo acompañaban en la redada, en los
empellones, en el garrote. Ya era segundo teniente, un pito una sirena un alto ahí.

no se le iba uno

lo apodaban Manita, nunca estuvo claro si fue la propia madre que le


desfiguró la mano con una plancha de carbón o si acaso se la trituraron unos niños
jugando con la punta de un ancla o si ya de muchacho metió la mano en la vagina de un
animal en celo, el hecho fue que le quedó atrofiada y el brazo como encogido. Nunca lo
aceptaron en la Academia Militar. Nunca se supo si fue por tullido. O por moreno y
realengo. Tampoco aprobaron su ingreso en la universidad. Estaba asignado al Servicio
Secreto, como quiera, soy una autoridad. Y me reportan, de los baños públicos.

que no se pronuncie más:

“Trujillo tiene sangre haitiana, se alisa los moños y se

maquilla la cara” (Barbería Ninón)


“Arriba la familia del jefe! Vivan los ladrones, las putas y

los locos” (Cine Max)

“¡Qué biena Dictadura! Ya los valientes y los serios tienen

empleo” (Cafetería La Bombonera)

y también, que se borre ya:

de las paredes del Convento “¡Qué nadie se confiese, los


curas están con Trujillo!”

y de los muros del Cementerio: “Por aquí no pasan los

muertos del jefe”

y de las columnas del mercado: “Chulo de qué, ni tan grande

lo tiene”

Es lo que hay

Dios y Trujillo

Eran sus perros de presa, de antros, con armas de conchoprimo,


con dos cursos de primaria informando, un resguardo, una pata de cabra en el bolsillo,
un te advierto:

LEBRON: Todo estudiante es sospechoso.


PAYANO: No te embeleses en tertulias de poetas ni te espantes con

sermones de cura.

KAMELO: Sigue a cualquiera que vaya a una logia o pase por una

embajada.

BRAZOBAN: No te duermas en los discursos ni bebas en los brindis ni

te dejes empujar en los desfiles, óiganlo bien: todos conspiran contra el

Jefe.

Y vuelve

LEBRON: Ponme dos bombas en la Casa España, por si traman algo esos

rojos, allá odian al Caudillo y aquí lo abrazan

PAYANO: Escucha con atención, en este país, al jefe sólo se le han

escapado dos vírgenes: La Virgen de La Altagracia y La Virgen de Las

Mercedes, averigua si a esa quinceañera la pusieron de maldad a subir el

trasero en el balcón, averigua qué quiere el papá qué empleo busca, si la

traza le da para juez de paz, gobernador o diputado

KAMELO: No te enamores en barrio de ricos, supervisa a las cocineras de

Gazcue y no intentes bajarte la bragueta cuando estés de servicio.


BRAZOBAN: Déjate de hacer abortos en el Memphis que tú no sabes de

eso, si te quieres ganar unos pesos más, vete al puerto y dale una vuelta a

los marinos por los cabareses, ensúdalos con rabo de morenas, diles que

te paguen con cervezas o cigarrillos americanos y apártame lo mío

He dicho

Que nadie descanse

premonitorio, oficioso, a tiempo completo. Era mecanógrafo y


archivista. Cuando logró recibirse de bachiller lo ascendieron a primer teniente. Le
asignaron un Volkswagen y le entregaron una 38, Smith & Wesson. No llevaba el
revólver metido por la cintura, como todos los calieses, sino que lo guardaba en una
canana bajo la axila izquierda, más próxima a su manita. De tiempo en tiempo se abría
el saco para acariciarse la cacha de nácar que había adosado con el emblema nacional.
Apenas dormía tres horas al día. Se acostaba con una media de mujer ajustada a la
cabeza. Cada mañana se untaba aceite de romero para suavizar y abrillantar las greñas.
No salía a la calle sin antes espolvorearse el escroto y cruzarse la cara con una mota para
verse más blanco. Llegaba siempre a las oficinas del Servicio Secreto con ideas frescas,
sugiriendo más inmunidad, más protección, respetuosamente, señor, que no se
publiquen nuestros nombres en los periódicos, ensayando él mismo en la oscuridad
interrogatorios corales, aplicando una imaginación expedida para desplegar nuevas
tácticas de acoso y rastreo, la chusma no tumba gobierno, son los de arriba los traidores,
los más cercanos los más favorecidos, ese hombre se las sabe todas.

ESO DICEN

No había otro como él

ahí viene Manita, en cueros todo el mundo, lo sentían venir por los
pasillos de la Fortaleza Ozama, lo sentían venir por la fragancia que despedía su Agua
Lavanda de Murray y Lanman, lo venían repartiendo carabinas Máuser a sus
compinches, a ras de piel, me los afeitan bien, afilen bayonetas, borren cejas, pestañas,
axilas, vellos hacia abajo y vellos hacia arriba, lo veían sacar de un maletín docenas de
boletas electorales, quién escribió esto? “Yo no voto por asesinos ni por Mojones”,
“Ramfis no es hijo de Trujillo”, “El fraude siempre gana”, “La Primera Dama fue su
concubina más querida y de otros la más mamada”, todos los votos de la misma urna,
del mismo barrio, me los sientan al paso en las bayonetas, aquí se acabó el desorden, la
montonera, el populacho malcriado, mano dura carajo, ese hombre pone en cintura a
cualquiera
ESO DICEN

No tiene sentimientos

que lo manden, ya se había convertido en un torturador itinerante.


Aparecía por la cárcel de Nigua con un maletín y una agenda voluminosa, revisando los
suplicios del día. Llegaba precedido por su trulla punitiva. Uno de ellos cargaba en un
saco los herrajes del castigo; los otros arrastraban bultos con los despojos de botín
carcelario, de prisa que ya amanece. Le abrían celda por celda, a esos que le rinden culto
a los “Sables del Ayer”, que les den un baño de maría en la letrina tres veces al día, aquí
no hay más prócer que Trujillo. Le desportillaban una por una cada solitaria, quítenle
los zapatos a los muertos, a los que se suicidaron sin pedirnos permiso, a los que se
arrepintieron y no los oímos, que les prendan fuego aquí mismo, para que no lleguen
con moscas al infierno, a ése hombre no hay quien lo compre.

ESO DICEN

Se salva quien puede

Que lo escolten, muchas escaramuzas de golpes de estado,


imprudencia de dianas, de insubordinación en los cuartales eran desmanteladas en una
sola noche y acalladas. El expediente de todos los militares implicados desaparecía para
siempre. Nunca habían ingresado a la Guardia. No habían nacido. La más remota
confabulación de emboscada y muerte contra el Generalísimo era rastreada hasta el
último cómplice, a los traidores de allá, a los del rincón, me les mete una manguera de
gasolina o de bombero, según les quepa, y a las mujeres también y de paso, me le dan
lija a los pezones, ése hombre no tiene piedad.

ASI LO QUIEREN

Nadie lo olvida

Ahí viene Manita, lo veían venir por la caseta de Guardia leyendo el


Almanaque Bristol, a veces el Código Penal o el Antiguo Testamento, dónde están los
ñoños con diploma, el abolengo de tribuna, los que tienen verbo de canario, me les
toman la presión, sí señor, abrían las tenazas de una llave inglesa, ajustaban el pene y
apretaban, si no gritan, prueben más abajo, nadie quiere que lo capen, tan joven y
levantando injurias contra el Jefe, son presos políticos, señor, vaya categoría, que pasen
las visitas de hoy, madre esposa hermana, mañana serán sus deudos, ese hombre no
tiene alma.
ESO DICEN

Hace falta

Que lo traigan, lo

Llevaron a la frontera, le dieron encomienda clara, que aprese a los negros


de allá, a los haitianos de la frontera, a todo el que hable patois o creole en las calles en
las pulperías en las galleras en los conucos, a todo el que enlatigue esa lengua tribal y
satánica, no es difícil reconocerlos, son negros que aún no acaban de erguirse, caminan
desgarbados y sueltas las extremidades como esperando una selva al doblar de la
esquina.

Son caníbales, con escudo y bandera, y tú?

Ya sé, mi dalmática no cubre los abismos

Qué te crees, gorgona o lotario

Es un clero de magos con dioses de grial sombrío

Olfatean centurias y milagros

Beben sangre de bestias de niños de adoratrices

Para emblemar la muerte sin égoglas ni poncios

Dioses de tufaredas que beben la sangre del día y tú?

Ya sé, no hay pabellón del temple

Sólo vírgenes entre mieses y albañales

Es un matadero de ancestros, degollamos diez mil cabezas

La luna no alumbró madreperlas ni estatuaria

Son una plaga y tú? No eres plenilunio de rialtos y hostales

Ya sé, no basta una ruina para ser trompeta del musgo empedrado
Qué te crees, Luzbel o Midas, acaso un corintio

Sin los laureles de Fersalia

Erial de culebras y atabales, aguardiente y estiércol

Tierra arada por espíritus de duro exergo

Trébol y ajuar de cimarrones

Que levantaron del polvo la sorda bengala del desamor

Y tú, quién eres, mulato de reliquia

Una gota coral en la grisalla de lembas y carminas.

Ya sé, quién te ha visto dejar huella en el jardín isabelino,

Eres corso de saba, qué te crees en dehesas y aquelarres,

Sal de escoria de un mestizaje irredento:

Lo divisaron a caballo por caseríos bateyes y tugurios, ahí viene


Manita, a caballo entraba en los cuarteles con carretones de negros apaleados, picando
espuelas, saltaba cepos patios y traspatios de paredones y calabozos, ahí viene Manita,
decretaba huelgas de hambre sin consultar a los presos, ya sé, los muertos están
empujando la frontera, se están llevando el ganado los árboles se están volviendo
pezuña matraca bagazo candela, están escondiendo la simiente en las raíces, que no
crucen el río esos haitianos, hay que repatriarlos al cementerio.

Ahí viene Manita, a pie de un largo trecho de comarcas


alucinadas, adonde no acampa tropa credo investidura credencial patria,
desamarren a los 22 españoles, suelten a los presos blancos, a ver si se
adecenta esta frontera, a pie, luego a cremar negros en dominios sin
nombre, si pudiera lapidar los cielos, su ceniza profunda, volvía a jinetear
lomas y cañadas asaltado por deidades de barraca, manando sortilegios,
torciendo encrucijadas y ensalmos, retornaba a las provincias a los
municipios aclamado por la soldadesca, ya sé, elevando rangos y raciones
y con qué autoridad?, cobrando peaje a los difuntos a los animales a las
brujas, que paguen el doble, quién sabe cuántos seres llevan demás y con
qué autoridad?, a caballo volvía repartiendo colchones a los prebostes,
jabón Palmolive a los presos de confianza, mosquiteros a las putas de
presidio y qué pretende? , volvía siempre con una tajada del contrabando
obsequiando botellas de Carlos I a los regidores a los alcaldes pedáneos, a
los niños un vaso de leche al entrar a la escuela y adónde quiere llegar? Ahí
viene Manita, un ídolo un cacique un filántropo de manigua, más soberbio
más glorioso que el Jefe y qué se cree ese cabrón?, a ese hombre se le fue la
mano.

ESO DICEN

Ya sé

Que lo tranquen, a lomo de recua lo llevaron a Bánica, le arrancaron las


insignias las charreteras y lo degradaron frente a un pelotón, a él y a sus secuaces los
montó un luá-petró, que restalle el foete y se oiga el congó, quién los manda, no son
humanos vinieron en botellas en tinajas en los orines de una iguana cruzaron la
frontera, de uno en uno, trepados en cocuyos: Lebrón Payano Kamelo Brazobán,
buscaron relevo en hombros de una centella, quien los manda, quedaron como cuadrilla
de muertos, los pusieron a picar piedras en la Carretera Internacional, a ponerle
ladrillos una verja otro aposento a la nueva a la más remota querida del Jefe, aquí hay
Orden, Paz, Trabajo, nadie lo duda, condenados a 30 años de trabajos públicos, aunque
una noche cualquiera podían ser fusilados o tirados al mar o despeñados, nadie lo duda,
ahí quedaba la osamenta los restos vuelven los cadáveres los desechos o hay otra forma
de no ver esos guiñapos? Sí, ahí está Manita, que los acomoden en la carretera, que
los aplanen y les tiren encima tres capas de tarvia, hay espacio tierra suficiente, nadie lo
duda, todos los caminos se fueron nivelando con prófugos vándalos mercenarios
conjurados guerrilleros con presos desvalidos, purulentos, hambreados, rodillo con
ellos, la patria es un diálogo entre vivos y muertos, ésta es la Era del Benefactor, lo más
parecido a la vida eterna, ese hombre no es humano.

ESO DICEN

Nada es para siempre

que lo suelten, lo ascendieron a Capitán. Le gustaba su rango, su


autoridad, sus privilegios. Volvió a su hogar, a una modesta casa en la Santomé, toda
suya incluyendo sala, comedor, dormitorios, letrina, toda suya después de ir desalojando
pieza por pieza a cada inquilino, después de allanar su propia morada, a la buena o a la
mala, son gente zafia taimada, sin familia, sin concepto:

USTED, licenciado Ferrúa, no le da vergüenza, a su edad trayendo

muchachitos a su habitación, se me va ya y déjeme ahí ese anillo

universitario, o quiere que lo denuncie?


SE FUE UNO, sin saber que había sido soldado raso en el altar de

la Patria, condenado por abusar de una pareja de adolescentes que

sorprendió besándose en la glorieta del Parque Independencia (lo

vieron desde los bandos, todo un espectáculo), forzó a la muchacha,

a que se arqueara en los escalones para desyemarla y luego

sodomizó al novio a punta de pistola, 1929… yo?

- Ya sé , picas y horcas del poder


- Y tú? No eres gorguera y velamen de hachas coronadas.

OREL “La turba ya venía doblando el alba” 1961

USTED reverendo James, usted y sus Testigos de Jehová, cómo es posible que sigan
caminando cuando oyen el Himno Nacional o cuando suben la bandera?, se me va ya y
déjeme ahí el portafolio ese con piel de cocodrilo, o quiere que lo denuncie? SE FUE
OTRO, sin saber que fue condenado por llevarle a Trujillo la cabeza de n caudillo
enemigo (aquí los testigos fueron post-facto, un día de finado, enfatizan), se la había
llevado chorreando sangre en una palangana y el Jefe lo repudió no por carnicero sino
por indiscreto, algunos lo vieron coger la cabeza y coserla a otro cadáver para vendérsela
a la familia del caudillo decapitado, así al menos tendría un pedazo de sus restos, 1931,
Orel yo?

- Ya sé, nadie salvó la hoz por el brocado


- Y tú, qué te crees, esbirro argentado

OREL “La turba venía doblando el alba” 1961

USTED Alonzo Aróstegui, periodista de qué, español de dónde, sintonizando en

Onda corta el futbol o las calumnias contra el Benefactor?, ni siquiera

Agradece el refugio, la tierra, las hembras que les dimos a todos ustedes,

Se me va ya y déjeme ahí ese radio multibanda, sí, el Zenith con mapa


Lumínico, o quiere que lo denuncie? SE FUE UNO MÁS, sin saber que

Había sido procesado por bajar y secuestrar de una carroza a Blanca

Esquivel, dama de compañía de una Reina de Carnaval (bajo la lluvia

Creían que ayudaba, todo el mundo lo vio con un paraguas), el corso

Florido siguió de largo y al día siguiente la damita apareció lloriqueando

Por los alrededores del 22-22, afirman que Blanca Esquivel era hija de un

Desafecto al régimen, y que el prevenido la violó por encargo, 1938, Orel

Yo?

- Ya sé, líbrate de la horda de arcontes y caperuzas y devuelve los


senos a sus burgos
- Y tú, lacayo en cuarentena, eres galipote o tetrarca bajo el tapiz de
miríadas

OREL “La turba venía doblando el alba” 1961

USTED profesor Landestoy, escribiendo panfletos entre clase y clase, que no? Que

Es poeta?, se me va ya, inspírese a mano y déjeme ahí esa máquina de

Escribir Smith-Corona o quiere que lo denuncie. SE FUE PORQUE SE

FUE, sin saber que había sido inculpado reiteradas veces por verter aguas

Negras en los tanques de gasolina de ciertos clientes ya fichados y

Aborrecidos por el gobierno (nunca lo vieron, pero algo presentían),

Asignado a labores de zapa en la vía pública, ningún vehículo estaba a

Salvo, lavando con sangre el parabrisas y los cristales o amarrando a la

Carrocería animales muertos putrefactos o clavando su sevillana en los


Asientos y neumáticos de tantos letrados y petrimetres reacios a

Inscribirse en los listados del Partido Dominicano, 1932, 1943, 1951 yo?...

Yo?

- Ya sé, cada verdad esmaltada en su cítara


- Y tú, dragón de vanidades, leguas de cacerías y todo un folio de
clemencias en la colisión de las visiones

OREL “La turba ya venía doblando el alba” 1961

Ahí viene Manita

Azote y respeto del barrio, en cualquier cargo misión o batida estabas ahí,
listo para irte con pasaporte oficial a una encomienda de estricta seguridad y qué será?
Nunca había visto tanto sigilo y hermetismo como el desplegado en su viaje a Caracas.
Nunca imaginó a lo que había ido, ni lo que venía en aquella caja grande de madera que
bajaron con una polea en un muelle secundario de Ciudad Trujillo. “Frágil”, leíste,
“Cristalería Limoge”. Lo trasladaron con todo y caja a un nuevo recinto penitenciario y
qué será? Estaba en las afueras de la ciudad. Los que allí eran conducidos no pasaban
por los tribunales y si lograban salir, no volvían a servir para más nada, y menos para
héroes. Lo llamaban “La Cuarenta”. “Oficialmente este sitio no existe… Hágase cargo”, le
ordenaron.

Quien más que él

Que lo nombren, sin decreto

Operador de la silla eléctrica, casi no tuvieron que entrenarlo,


ensayó con la chusma, con media docena de presos tuberculosos que se chamuscaron de
golpe mientras probaba el control de voltaje. Tenía vocación sangre fría, paciencia
crueldad, morbo suficiente y quien no lo sabe? Un mes después, tarde en la noche, se
apareció en el bar del “22-22”. Llamó a Tiburcio, el administrador del Hotel y lo invitó a
sentarse: “Dile a tu hermana que nos abra una botella de Bermúdez Blanco”. A los pocos
minutos vino Amelia con la bandeja. Siempre andaba alelada y con una falda de niña,
cargada de vellos los muslos. Eran los Manchados. Eran hermanos de padre. Eran
amantes y quién no lo sabe? Se manoseaban detrás de la barra y entraban juntos al
baño. Decían las malas lenguas que ella había abortado cinco veces de él, o quizás de
otros soplones con los que Amelia se revolcaba por una noche con tal de oír sus torturas,
con tal de saber el paradero de sus víctimas. Todos los calieses soñaban con mudarla. Le
dejaban papelitos debajo de las propinas. Los Manchados no simpatizaban con la
Dictadura y quién no lo sabe? Estaban involucrados en un movimiento clandestino. Pero
ningún soplón había podido probarlo. O se habían hecho de la vista gorda y quién no lo
sabe? Los Manchados eran discretos y sólo oían lo sucio y lo peligroso si alguien se los
contaba, con él nadie está seguro.

Militar o civil

Es un hecho

Y menos los cadetes

Cuando entraban al “22-22” lo saludaban taconeando y daban


media vuelta. Ahí está Manita, ni siquiera se atrevían a pisar el Casino o a subir a las
habitaciones de la tercera planta y qué se creen? A él sí lo habían visto escaleras arriba
con Milagrito del Orbe, una delatora, que fisgoneaba por el Hotel vigilando las apuestas
de los oficiales, sobre todo de los tahúres mimados de la Fuerza Aérea. Los tengo
contados, capitán. Milagrito del Orbe sabía lo que jugaban, lo que ganaban o fingían
perder hasta el fin de la noche, nos vamos, morenita. Podía irse o no, era impulsiva,
asilvestrada, menuda, recia de caderas. Ahí viene Manita, los veían bailando en la
pista de meninas que se elevaba detrás del bar, labrando el son, el mambo o baladas de
vellonera en un solo mosaico, no lo saque de ahí, capitán. A veces subían al Casino y
apostaban en la ruleta, se acercaban a la mesa con aire inquisidor, ella se pegaba a los
jugadores y él hurtaba fichas con los deditos: “Por Trujillo y por nosotros” y quién les
dice que no?, que nadie se confíe

Y menos las mujeres

El tenía su gente

Le debían favores, oficiales de aduanas, proxenetas de bajamar,


estibadores y marinos mercantes que le traían siempre sus fetiches más preciados:
pelucas rubias, medias de nylon, tacos altos de cristal y ligas de corista, le debían favores
hasta los borrachos que se cagaban en Trujillo después de la primera botella, soltó a
muchos, perdonó a fulleros y estupradores y a otros más, husmeando por los camerinos
de los night-club, ya se sabe, un crimen pasional, un músico abaleado, una rumbera
muerta, un rencor callado contra la bailarina más fogosa y puberta. Eran vírgenes
regionales desfloradas por algún hermano del Generalísimo, beldades trasnochadas en
brazos de faunos impotentes del Poder, mordidas al revés y al derecho, muchachas que
entraban en calor al primer brote de mamas, Salomé de barrio que eran empujadas a la
pista antes de los 15 y terminaban como cómplices de cualquier abyección, ensemilladas
en cofradías perversas. Ahí viene Manita, a muchas de ellas las llevaba a los
reservados del “22-22” o las subía al dormitorio por una hora por una noche, para qué
más?, que nadie se confíe

Al que ama lo revientan

Eso le pasa al más macho, a mí?

Nadie lo duda, el caso de Rita Paredes, promovida en cartel


como Sobella, la inhumana, la Última Hija de Babilonia, no salió en los periódicos y para
qué? Era bailarina del night-club “El Yumurí”, un monumento rodante, no se podía
negar. Por una temporada la honró mudándola a la única suite del “22-22”. Se pasaba de
hora de tragos con ella, le gustaba requisar su desnudez, le gustaba sacarla al balcón y
montarla a pelo en el vértigo del tercer piso, me vacié de golpe, capitán y así quién no?,
la alentó a terminar la primaria, insistió en pagarle las deudas en mantener a sus padres
y a la rémora de hermanos que firmaban en el bar del Hotel hasta el día en que Rita
Paredes le transmitió una venérea, no se podía negar, aunque nadie supo si blenorragia
o cresta de gallo, el asunto fue que la internó a la fuerza en el Hospital Militar, le debían
favores, como quiera, soy una autoridad y quién le dice que no?, mandó a que le
practicaran un vaciado genital, ya no sería madre, mandó a que le extirparan cada
víscera, cada órgano sin matarla qué sufra, incluso el corazón, y tiene?, 1959, Orel, yo?,
que nadie se equivoque

Ahí está Manita

El que me busca me encuentra

No era cualquier cliente, había que darle un trago regio, sumiso, al


vuelo, tráiganle otra botella de ron blanco al Capitán y quién lo hace esperar? Esta vez
Tiburcio lo escuchó con asombro, atento a su vaso, sirviéndole más hielo, otro cigarrillo,
sin interrumpirlo, asintiendo siempre con la cabeza, lo oyó hablar de torturas menores,
a esos agitadores no les dejé un diente sano, mandé a sacarles de cuajo las uñas, lo de
siempre. Pasaban ya de las cuatro de la madrugada cuando Tiburcio lo vio mirar en
derredor, bajar la voz imperiosa, en confianza, aquí entre nos, la silla eléctrica es otra
cosa, es técnica fina, no hay que ensuciarse las manos y quién le dice cuántos van?, la
Silla tiene un respaldar al que nadie quiere pegarse, brazos y patas anchas para amarrar
los electrodos, para ajustar los brazaletes de cobre a las extremidades de esos
criminales, de esos traidores y quién le dice que no?

Ahí está Manita


Con él nadie está seguro

Se abanicó con el quepis usando la mano baldada, tal vez para


exhibir el anillo universitario. En el bar apenas quedaban algunas parejas de calieses y
mañosas, aquí entre nos, de hombre a hombre, antes de sentar a esos pendejos en la
Silla, los dejo un buen rato de pie y desnudos, los pongo a temblar para que vean la
“Carbonera” allá arriba, sobre una tarima en medio del salón y con cuatro velas grandes
alrededor, como si fuera el velorio de una ballena negra, te das cuenta? Parecía deseoso
de dar una prueba más, poseído del éxtasis de su oficio, esto sólo te lo digo a ti, hay
mucha responsabilidad, está en juego mi prestigio si no confiesan: “Si quieren no
hablen, recuerden que la buena y la mala conciencia tienen pellejo”, les digo y después
los veo sacudirse, brincar sobre la silla hasta que algunos se ennegrecen más de lo que
son, se achicharran ahí mismo y pienso: “Uno menos para el censo”. Tiburcio sintió que
no había cinismo ni remordimiento en sus palabras. Quizás se sentía predestinado a
salvar al Régimen, la Nación, el orden impuesto por un redentor de cinco estrellas: “Hoy
se trabajó a todo voltaje –le confió, cerrando los ojos, como si estuviera exhausto-. Yo
soy un profesional y eso poca gente lo comprende”, así suben los matones.

A la brava

Llegó desde abajo

Quién dijo Trujillo?

No recordaba prosapia alguna. No tenía un apellido añejado con


sangre y papeletas. No lo invitaban a los banquetes de la alta sociedad. Lo intimidaba el
linaje, la categoría de los demás oficiales, de igual o menor rango, militares de carrera,
de academia, que lo desdeñaban por su aspecto y lo odiaban por soplón. Como quiera,
soy una autoridad. Se compró un Chevrolet de Luxe, le puso una cola de zorro atada al
bonete, una bocina poderosa de doble trompeta en el guardabarros y colocó tres
carabinas Máuser en el baúl, con bayonetas, por si acaso. Era un Chevrolet de ocho
cilindros, de segunda mano. Pero mío. Llevaban a pasear a sus hijos por el malecón y los
entraba de la mano al cine Capitolio. Era mi familia, los quería limpios, bien comidos,
los primeros en la clase y educados a correazos, los quería decentes fuera y dentro de la
casa. Mi esposa lo sabía, no sacaba los pies del hogar, a lo sumo iba al colmado, al lecho
de una vecina quebrantada, a la misa del domingo en Regina. Ella había sido la única
testigo de sus ascensos desafueros y atrocidades. Era una blanca de ventorrillo, iletrada,
paridora, fiel a su canalla, enamorada de su temeridad desde los tiempos en que era
cabecilla de los pandilleros del Memphis y ejecutaba en su madriguera a los candidatos
de la Oposición. Ahí viene Manita, es un calié, un asesino, ha dañado el barrio, lo veían
aparcar el Chevrolet frente a su casa, alinearlo lentamente, con arrogancia y estilo,
apearse vestido de militar con un portafolio de piel de cocodrilo bajo el brazo. Ahí
viene Manita, ha hecho muchos favores, ha salvado a varios, a ese hombre no hay
quien lo entienda
“Mataron al Chivo, en la carretera,

Déjenmelo ver, déjenmelo ver,

Mataron al Chivo, en la carretera”

ESO DICEN

El que la hace la paga

El tenía lo suyo

Lllegaba de madrugada a “La Cuarenta”,


manejando su Chevrolet con bandas blancas. Era rutina. Al mediodía pasaba por el
Servicio de Inteligencia Militar y recibía el listado de los presos que merecían el
patíbulo. Era su oficio. Le había procurado mejor sueldo y nuevas funciones a su clan de
esbirros: Payano, lávame el carro. Lebrón, ficheros. Kamelo, huellas dactilares.
Brazobán, correas, zapatos, bolsillos, límpialos. Era la norma. Tenía en el escritorio una
máquina Smith-Corona y acribillaba el teclado con una sola mano, fumando cigarrillos
Chesterfield, al tiempo que formalizaba las acusaciones de los reos con un oscuro léxico
jurídico. Era meritorio, no se podía negar. A veces, mientras torturaba a los inconfesos
en la silla eléctrica, levantaba los pies sobre una gaveta y se abstraía de sus aullidos y
vulgaridades, escuchando noticias internacionales en el radio Zenith. O leía periódicos
extranjeros sin entender nada. Se sentía importante, mundano, cosmopolita, llamen al
fotógrafo para que retrate a los reclusos, y al cura para que les dé la extremaunción, si
no quieren que se sepa no lo hagan.

“Vilmente asesinado cae

El Benefactor de la Patria”

Es un hecho

Nada es para siempre

LEBRON, anota ahí, el día de hoy quedan tras rejas: 10 sin


interrogar, 15 con sevicia leve y 24 en lista de espera para ejecutar en la “Carbonera”.
Todo por la patria, a ése hombre no se le va uno
“Ramfis, el hijo mayor del

Generalísimo, asesina fríamente

A los que ajusticiaron a su padre”.

Así es la vida

Hasta un día

PAYANO, a los presos que están celebrando la muerte del Jefe,


diles que vamos más tarde a su fiestecita, diles que no hemos ido todavía, porque
estamos buscando los cacos par enterrarlos esta noche, ese hombre acaba su trabajo,
quién los manda

“¡Qué se vayan los Trujillo!”

“¡Qué no se vayan los calieses!”

Llegó la hora

Ellos tenían lo suyo

Lo sabían, Kamelo Brazobán, váyanse al interior, escóndanse por


un tiempo en las fortalezas y no se preocupen. Caiga quien caiga, suba quien suba, los
verdugos siempre tendrán empleo, no sienten piedad, así los quieren

Se salva quien puede

Nadie los olvida

OREL, 1961, a mí?: “La turba ya venía doblando el alba” ¡qué no se


vayan los calieses! ¡qué no se vayan los calieses!, la turba venía con garrotes con
peñones con cuchillos ¡qué les mochen los cojones, qué los quemen!, venía de los
poblados más cercanos de los caseríos de las galleras, ¡qué no se vayan los calieses!”
No hay nada más

Dios y Trujillo

El tenía lo suyo, lo sabía y quién no? Ahí está Manita, “¡No lo


dejen ir, cójanlo!”. Se sentó vestido de militar en la silla eléctrica, con sus charreteras y
su quepis bien ceñido. Era el Capitán Orel, como quiera, una autoridad, dispuso que lo
ataran con todos los correajes salvo el brazo izquierdo: “Suban la corriente a pulso –
ordenó a sus ayudantes- y no se detengan hasta el final, hasta el tope de la aguja”. Fue lo
último que oyeron cuando se estremeció violentamente en su asiento. Apenas le quedó
la manita en alto, retadora, soberbia, rígida y aún reluciente en el puño su anillo
universitario, ése hombre no es humano

ESO DICEN

Y más la gente que iba al “22-22”, no había otro paso como él, se
volvió ceniza ladrido alma de pez hembra de paso.

ESO DICEN

Se salva quien puede, que nadie se confíe

Los muchachos del Menphis

Polanco, el Ciguapo, primera base

Estábamos jugando pelota frente al mar cuando de pronto vimos un barco entrando en
tierra, enfilando hacia nosotros como un fantasma monumental y gris. Yo, que corro
igual de espalda que de frente, me quedé con el madero al hombro, boquiabierto, sin
sentir siquiera el pelotazo en la cabeza. El barco venía por encima de las aguas y casi lo
vimos deslizarse hasta el campo de juego. Nadie corrió ni se movió de su posición. A lo
lejos el mar estaba poblándose de náufragos, mientras nosotros permanecíamos con los
guantes en las manos, buscando otro cielo donde jugar.
J. Cansen, el Niño Manco, jardinero central

Había sido su idea, o más bien su audacia la que nos impulsó a ir todas las noches al
Memphis, encallado a cien pies de la costa. Para no llegar a nuestras casas todos
mojados, nos desnudábamos y guardábamos la ropa entre las piedras de los acantilados.
Nos íbamos a nado, de tres en fondo, susurrando nuestros nombres a cada brazada.
Adelante iba el Niño Manco, nadando con su único brazo, haciendo espumas con su
muñón, más velos que todos nosotros en el agua y en el terreno. Él decía que un tiburón,
pero todos sabíamos que había perdido el brazo en las muelas de un trapiche. Aun así
era el cuarto bate y el capitán del equipo. Los infantes de marina le habían enseñado a
jugar béisbol en el patio de la Fortaleza Ozama. Los conocía bien y entendía su idioma.
Quizás por eso fue el único que no se alarmó la primera noche que nos aventuramos en
el Memphis, cuando vimos flotando a nuestro lado el antebrazo de un marino, tatuado
con un ancla enorme y morada. El antebrazo iba en dirección contraria a la nuestra y se
esforzaba por llegar a la costa: “Ese es McKenzie Blue… no lo toquen –dijo el Niño-…
Vive en el horizonte”.

Ravelo, la Plaga, tercera base

Desde el sarampión hasta las paperas, incluyendo los dolores de muelas y los catarros,
todas las enfermedades nos las había transmitido sin contemplaciones y con la misma
intensidad y virulencia con que él mismo las había sufrido. Nadie quería caminar a su
lado ni pasar por su calle, pero desgraciadamente casi todos vivíamos en un mismo
barrio, y a cada vuelta de esquina nos topábamos con sus erupciones, su flema y su
fiebre. No hubo manera de expulsarlo del equipo: cuando jugábamos sin él, alguno de
nosotros se rompía una pierna o un brazo, o se perdía nuestra única pelota o caía un
aguacero que nos enlodaba hasta los sueños: “Que venga el azaroso ése de Ravelo”,
decíamos, y volvía a salir el sol. Al principio nadie quería llevarlo al Memphis, pero un
bien día se presentó afirmando que había ido solo y que había visto una sirena en los
camarotes.

Tancredo Rondón, el Ñoño, jardinero izquierdo

La verdad era que esta muy nervioso. Mi papá acababa de comprar un Ford-T, último
modelo, 1916, y había decidido llevarme al farallón para iluminar con los faroles el lugar
del siniestro. Había muchos carros estacionados en la playa incluso por los acantilados,
proyectando sus luces hacia el barco en busca de algún náufrago o sobreviviente.
Todavía una semana después de haberse varado el Memphis, mi papá seguía prestando
sus luces a la tragedia. Los primeros días yo creía que él estaba realmente condolido con
la desaparición de más de cuarenta marinos, pero una noche oí a mamá decirle que
estaba bueno de exhibir el carrito, que ya todo el mundo lo había visto y sabía que era el
primer Ford-T que rodaba por las calles de Santo Domingo. No eran sin embargo las
jornadas de rescate lo que me preocupaba, sino el temor de que fueran a sorprender a
los muchachos yendo del Memphis, en unos abordajes impúdicos y vandálicos de los
cuales yo también era cómplice.

Mustafá Rancel, el Turco Midas, paracorto


La tentación del saqueo salió de él, no había duda, aunque lo llamara “sobras de Rey”,
fue Mustafá Rancel el que nos propuso que nos lleváramos todo lo humanamente
transportable del barco: “Hasta la chatarra se vende”, nos dijo, mirando con avidez el
inmenso casco cuarteado del Memphis. Para empezar abrió baúles y maletas
abandonados, seleccionó uniformes y polainas, y nos sugirió que recogiéramos todos los
chalecos salvavidas que encontráramos en el crucero de guerra: “Cualquier descamisado
los comprará”, aventuró a decir, presumiendo que los chalecos salvavidas eran más
prácticos y duraderos que cualquier vestimenta convencional. Luego se le ocurrió
desmantelar todos los camarotes, eligiendo las mejores sábanas y colchones para
venderlos en los hoteles chinos. No satisfecho entró en la cabina de proa y se apropió del
telégrafo, el cual cambio por dos bates y seis guantes de béisbol. Después lo vimos
cargando las herramientas de avería, apuntando y borrando en el libro de bitácora
cálculos insospechados. Finalmente, cuando le mostramos un pesado vargueño donde
había varias banderas norteamericanas, nos dijo, casi desdeñando la mercancía:
“Enróllenlas… las venderemos como alfombras”.

Lupo Navarro, el Soñador, lanzador

A nuestro barrio le llamaban El Mondongo, quizás porque se había formado al lado del
El Matadero, cerca del terreno donde jugábamos pelota. Nuestros padres eran
carniceros, matarifes, desolladores, traficantes de vísceras y despojos. No todos, porque
había dos o tres del equipo que vivían en la avenida Independencia. Eran los riquitos del
grupo. Sus papás tenían carros, casas con balcones, jardines que llegaban hasta el mar, y
no cagaban en letrina sino en inodoros portátiles, que, según ellos, se los habían
comprado a los infantes de marina. No era un secreto para nadie que los niños de
familia jamás pasaban por El Matadero. Si venían a jugar pelota con nosotros era
porque se escapaban de sus estancias. Después la tentación de la sirena fue más grande
que cualquier castigo. Ella era todavía para nosotros un limbo de placeres, un musgo
ajeno a la ciudad. Sólo la oímos cantar, pero no sabíamos de dónde venía su voz que
parecía escondida en el silencio del Memphis. Cantaba como si estuviera enamorada, sin
música, a capella con el oleaje. Nosotros recorríamos el barco de punta a punta sin
encontrarla: buceábamos desperdigados por los arrecifes, buscando su nombre en los
labios de los ahogados; organizábamos serenatas de mar y le preguntábamos a los
pájaros si ella había donado su cuerpo al resplandor. Sólo para honrarla, educamos una
multitud de peces en nuestras manos, y aunque la presentíamos comprometida en la
oscuridad, aguardábamos a que subiera con la mañana. Una tarde le escribí un largo
poema en la arena, pero una bandada de golondrinas lo alzó en su vuelo.

Celso Pumarol, el Guayo, segunda base

Ya lo habíamos vendido casi todo, “a domicilio y sin regateo”, tal como nos lo había
ordenado Mustafá Rangel; hasta teníamos una flotilla de botes salvavidas para
alquilarlos en las mañanas y llevar a algunos curiosos hasta el Memphis. Pero al caer la
tarde los sacábamos de servicio porque la noche se había convertido para nosotros en un
reducto privado, en un solar flotante donde sólo había espacio para el amor. Aunque
Ravelo, la Plaga, sostenía que él había sido el único en ver a la sirena, lo cierto fue que
un sereno de la Capitanía del Puerto terminó siendo el primero en presentárnosla.
Aquella noche, abriendo y cerrando escotillas, nos condujo hasta donde nunca habíamos
llegado, hasta el rocalloso corazón del Memphis. Nos la enseñó tendida sobre los corales
y los sargazos que habían penetrado en el fondo del casco. Estaba desnuda y sonriente, y
su piel parecía lavada por el limo de muchos insomnios. Casi sin darnos cuenta,
Ponciano nos incitó a poseerla de uno en uno y cuantas veces quisiéramos. Esa noche yo
fui el primero en desdoblar su fragancia y el último en abandonarla.

Negro Benítez, el Plebe, jardinero derecho

“¿Cuando es que va a zozó-zozobrar la vaina ésta?”, solía siempre tartamudear el Negro


Benítez. Era el único que le irritaba la figura espectral del Memphis. Podía decirse que lo
odiaba desde el primer día que lo había visto en el terreno de juego. Y no sólo al
Memphis sino también a toda la tripulación que había sobrevivido. Todos nos hicimos
de la vista gorda el día que lo vimos desnudando el cadáver de un marino. Fue la
primera noche que exploramos el Memphis, cuando todavía la gente trataba de rescatar
a los infantes de marina. Luego de despojarlo de la ropa, empezó a patearlo y a
abofetearlo, farfullando: “Nonó nosotros tenemos que salvarlos… mienmién-mientras
ustedes vienen a jodernos”. Por eso, tal vez, era el que con menos frecuencia subía al
barco; la noche que conocimos a la sirena, fue el único que la repudió antes de tocarla:
“A esta la conozco yo –exclamó con sorna-. Es una puta de El Matadero… y está momó-
mojada de vicio”.

Benjamín Ogando, la Guinea, receptor

Después de varias semanas de haber guardado en secreto el hallazgo de nuestra sirena,


Ponciano, el sereno de la Capitanía del Puerto, empezó a subir a bordo a los muchachos
de otros barrios: “Las sirenas como los tesoros –nos dijo-, hay que compartirlos”. Pero
nosotros no estábamos conformes, porque ya no sólo pasábamos noches enteras
haciendo fila en la cubierta, sino que, cuando nos llegaba el turno, había que pagarle a
Ponciano cinco centavos para ver a la sirena y diez para acostarse con ella. Ahora la
contemplábamos más resuelta y carnal, aun desnuda pero cubiertos los senos con un
chaleco salvavidas, rendida sobre una lona de campamento, fumando cigarrillos Lucky
Strike. Más tarde nos fue imposible volver a verla, ni siquiera de lejos, porque ya los
adultos que trabajaban en las inmediaciones del Puerto también habían fila para
conocerla. Cuando Ponciano subió la tarifa “aceptando sólo dólares”, los infantes de
marina, que ya habían invadido la ciudad y todo el país, desplazaron a los criollos de su
lasciva curiosidad. Fue una noche de navidad cuando nos enteramos de que la sirena
había aparecido muerta en los arrecifes. Ponciano fue el primero en decírmelo, quizás
porque soy el más viejo del grupo. Yo les transmití la noticia inmediatamente a los
muchachos. Esa noche fuimos todos juntos a los arrecifes. Más que el cadáver, una de
las cosas que recordamos cuando vimos la silueta de la sirena embalsamada en su lecho
de corales, fue el comentario que hizo el Negro Benítez, quien por primera vez en su vida
dejó de ser plebe: “Mumú-murió en sus aguas… de por sí… ¿nonó-no decían ustedes que
era una sirena?”.

Lepe Lizardo, la Flecha, taponero


Realmente ya estábamos por devolvernos, cuando vimos de pronto, en medio de la
noche, el antebrazo de aquel marino nadando ahora mar adentro: “¡Ése es McKenzie
Blue!”, exclamamos todos. A pesar del oleaje, el antebrazo esquivó los arrecifes,
palpitando entre la lluvia, emergiendo más musculoso y ágil que nunca, enorme y
brillante, mostrando en cada brazada el tatuaje, con nuestra sirena aferrada a su ancla.

Camarena Son, el Bayby, entrenador

El Memphis pasó veinte años varado en el mar. Nunca terminó de hundirse ni nadie se
ocupó de desencallarlo; ni siquiera el día que se fueron los infantes de marina se
molestaron en removerlo. La gente que pasaba por el malecón lo veía emproado y
desnudo como un negro cascarón semoviente. Muchos lo contemplaban con
indiferencia, otros con desprecio, incluso algunos con indignación y asco, sobre todo los
que ya sabían que el Memphis, con el paso de los años, se había convertido en una
madriguera de rateros, en un escondrijo de chulos y proxenetas que se daban cita en la
madrugada para violar y pervertir menores, para repartir la mercancía robada, para
secuestra y torturar a los adversarios del régimen: “En el Memphis sentó residencia la
escoria”, fue lo último que oí a mis espaldas.

Salcedo de Jesús, Zicote, cargabates

Cada día más un olor envenenado, sulfuroso, nauseabundo invada al Memphis. Las
ratas cruzan por las bordas desvencijadas, por la sala de calderas, por el cuarto de
máquinas, bajan y suben por las escotillas. En noches de luna llena se ilumina la nueva
podredumbre de sus inquilinos: mendigos dementes, soplones y calieses de tugurios,
riferas crapulosas y prostitutas fétidas que aguardan su turno para abortar antes del
amanecer: “¡El Memphis es una cloaca seca por donde se arrastran los delincuentes más
sádicos y depravados, el hampa de la ciudad!”… Así nos llaman ahora, hace mucho
tiempo ya, antes que asaltaran nuestro cielo, cuando éramos muchachos y jugábamos
pelota frente al mar.
BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris Pasternak
2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov
3. Antología del cuento chino / varios autores
4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia Woolf
5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré
6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata
7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann
8. Dublineses / James Joyce
9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas
10. Caballería Roja / Isaak Babel
11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati
12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia
13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla
14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov
15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Imbert
16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos
17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier
18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry
19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino Novás Calvo
20. Over / Ramón Marrero Aristy
21. Una visión del mundo y otros cuentos / John Cheever
22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson
23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe
24. Huasipungo / Jorge Icaza
25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado
26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias
27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián
28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández Catá
29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan Bosch
30. El libro de la imaginación / Edmundo Valadés
31. Cuatro relatos / Joseph Roth
32. El libro de cristal de los Cohén / Aquiles Julián
33. Cuentistas dominicanos 1 / Aquiles Julián

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