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Dominicanos 1
33
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DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
Cuentistas Dominicanos 1
CONTENIDO
4 El espejo multicolor de nuestra identidad / Aquiles Julián
Fabio Fiallo se casó tres veces: con Prudencia Lluberes, con María Luisa Bonetti y con
Carolina Almánzar. Fue cónsul en La Habana, Nueva York y Hamburgo. Murió en La
Habana el 28 de agosto de 1942. Su cadáver comienza así un peregrinaje que lo llevaría
a reposar en Santiago de Cuba hasta 1977, cuando el gobierno presidido por el también
poeta Joaquín Balaguer dispuso su traslado a la República Dominicana para depositarlo
en el Panteón Nacional.
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Las cerezas
A Rubén Darío
-Mi pobre hijo murió en las horribles prisiones de Liberia. El Zar, el infame Zar de
Rusia, lo sepultó, cargado de cadenas, bajo montañas de hielo, para apagar en aquel
ardiente corazón de patriota su odio al tirano de nuestra desventurada Polonia.
-¡Que muerte tan dulce tuvo tu hijo, buena viejecita! Precio en las horribles prisiones de
Liberia, sepultado su ardiente corazón de patriota bajo las montañas de hielo, pero
odiado hasta el último latido al infame Zar de Rusia, su opresor. Infeliz ¡ay! Infeliz de
mí, que muero, como tu hijo, entre cadenas, pero amando hasta el último latido a la
tirana que amontona sobre mi ardiente corazón todo el hielo de su ingratitud y su
desdén.
Sólo el aliento entrecortado del jardín- un jardín rebosante de rosas, gardenias, claveles,
jazmines, flores todas de voluptuosidad y amor- interrumpía aquel silencio que nos
rodeaba como los tapices de una alcoba cómplice.
Ella permanecía muda, abstraída, casi adusta. Su frente, tan pálida que imponía tristeza,
era una breve y atormentada flor de lis agitada continuo por la impiedad de vientos
encontrados.
Como en las paginas de un antiguo breviario de marfil-ya recorrido otras veces en pleno
sol, y que ahora lo iluminaran dos cirios en agonía, !sus ojos!- yo leía en los angustiosos
pétalos de la pálida flor de lis: ¡ al amor sucedía el espanto, al espanto otra vez el
amor!... Y sus labios, fina margarita, parecían deshojarse en un leve murmullo: Sí… no…
sí… hasta convertir los últimos pétalos en un desesperado ruego a Dios, al destino, a la
Fatalidad: Sí… sí… sí…
Juan Bosch
NACIÓ en La Vega, República Dominicana, el 30 de junio de 1909 y murió en
Santo Domingo el 1 de noviembre de 2001.
El profesor Juan Bosch, narrador, ensayista, educador, historiador,
biógrafo, político, ex-presidente de la República Dominicana, inició su carrera
literaria con un pequeño libro de cuentos, Camino Real (1933), donde narraba
en gran parte lo que había visto, escuchado y vivido en su pueblo, La Vega. De
esa misma época, es su primera novela breve La Mañosa (1936), donde el
personaje central es una mula y el narrador es un niño enfermizo.
Vivió más de 20 años en el exilio por discrepancia con el régimen de
Trujillo. Cuando el profesor Bosch regresó a la República Dominicana, se
reunieron sus cuentos en dos volúmenes: Cuentos escritos en el exilio (1964),
que incluía «Cuento de Navidad» y «Manuel Sicurí», publicados en ediciones
independientes en el extranjero, y Más cuentos escritos en el exilio, (1964).
Las obras de Bosch comprenden, también, ensayos y biografías de
grandes figuras de la historia sagrada.
Editado de www.literatura.us
La mujer
La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga,
infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de
acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco, y sigue ahí, sobre
el lomo de la carretera.
También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están
pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso,
seco, ansioso de quemarse día a día. Las canas dieron esas techumbres por
las que nunca rueda agua.
A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada
en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: Un becerro,
sin duda, estropeado por auto.
Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos
del niño.
–¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a
una perra, desvergonzada!
–Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó –quería ella explicar.
Y volvía a golpearla.
La lucha era silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del
muchacho y las pisadas violentas.
La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados
en el pescuezo de su marido. Este comenzó por cerrar los ojos; abría la
boca y le subía la sangre al rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra;
una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una
fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro,
luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de
espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante.
Chepe veía la luz brillar en ella.
La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y
los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas.
Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, sólo
estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas
que amontonaron los vientos. Y cactos, embutidos en el acero.
El Sacrificio
Amaneció plomizo el día. Parecía que alguien hubiese pasado por los cielos una gran
brocha embadurnada en gris. A ras de mar los encajes amarillentos de la niebla ponían
su nota de demacración. Se perseguían las olas, furiosa cada una por alcanzar la otra,
con una soberbia que aullaba. En la tierra, un poco adentradas, viejas barcas cansadas
ofrecían a los cielos sus vientres hinchados que la carcoma hoyó. Y dormían de lado las
embarcaciones jóvenes recibiendo caricias saladas.
Tendidas en la playa, como alas tronchadas de algún ave gigantesca, dos velas se
arrugaban con la misma brisa que en días de calma las preñaba… No había luz de sol y
era el vacío brumoso como el agua sucia. Hablaban varios hombres, sentados algunos en
la borda de un viejo cascarón:
—¡Muy mal día! — Y van cuatro así. Allá en el horizonte un cuchillo de sol rasgó las
nubes y plateó las aguas.
Y los hombres de mar, esperanzados, clavaron en el girón de cielo recién iluminado sus
ojos que las tempestades habían serenado.
Tenía razón el hijo. Era una locura tirarse al mar un día como éste, pero los demás
tenían hambre… El muchacho se alejó con paso tardo.
Le vio inclinarse a recoger la vela y poner luego en la barquita las redes, un remo, unas
cuerdas, una vasija y el arpón.
Estaba haroneando, deseoso de que el padre se arrepintiese. Era fuerte, tanto como
cualquier hombre hecho; estaba curtido en los trabajos del mar; no temía nunca y las
tempestades lo entusiasmaban.
¿Por qué hoy estaba tan miedoso? Se le acerco y como lo viera distraído lo amonestó:
—Anda muchacho, anda. Es muy tarde ya.
Empujaron los dos la barca hasta el agua. El hijo entró primero y él le dio, los pies
mojados en las últimas greñas de las olas, el impulso.
A pesar de ser esperado el huracán les asombró. Cayeron de improviso rachas de lluvia
que parecían trapos grises tremolados al viento. Las olas comenzaron a agrandarse y
rugían como truenos.
La barquita se doblaba y los golpes de agua la hacían crujir. El muchacho, hábil, tumbó
la vela y comenzó a vaciar el barquichuelo que recibía pedazos de olas. El temporal
arreció. Se alzaba la embarcación como si mil manos hercúleas la levantaran.
El padre estaba pegado del timón, paralizadas por el esfuerzo las manos férreas y
acerados los ojos que ni la sal del mar lograba hacer pestañear:
—¡Ánimo, mi hijo, ánimo! La lluvia llenaba el bote. El hijo, pálido de terror y mareado,
se dejaba caer en cada golpe de ola, revolcado entre la estrechez de la barquita.
—¡Recoge las redes, muchacho! Él mismo las haló, abandonando el timón. Por la proa
asomó una ola gigantesca cuyas espumas daban la impresión de dientes trituradores de
algún monstruo ignorado. Enfiló y la recibió de frente.
El barquito se zarandeó y gimió como animal herido.
—¡Achica, que éste pasa; ánimo! El rapaz no oía las exhortaciones. Pálido hasta parecer
verde, enloquecido por el mareo y el miedo, nada importaba para él una volcadura.
Las voces del viejo marino se perdían entre el estrépito del mar enfurecido. El bote
bailada cada vez que alguno se movía. Y el mismo viejo comenzaba a flaquear. Como
producto del instinto, su garganta modulaba roncamente:
—¡Ánimo, mi hijo, ánimo! El barquito era muy pequeño. Los dos no podían maniobrar;
sus bordas se pegaban al mar como la boca de un animal sediento que busca agua.
—Yo soy un estorbo, papá…. Y luego, como una sombra de fantasma, el hijo saltó.
Medio idiotizado y casi ciego, enloquecido de terror el padre quiso atajarle, en una
suprema elasticidad, extendidas las manos implorantes, y apenas pudo ver en la cresta
de una ola, azotada por el vendaval como una bandera de tragedia, la chaqueta del
suicida.
Hilma Contreras
Nació en San Francisco de Macorís el 8 de diciembre de 1913 y murió el 15 de enero de
2006. Hija de la Sra. Juana María Castillo y del Dr. Darío Contreras, primer cirujano
dominicano especializado en ortopedia y precursor de esa especialidad en el país, por lo
cual el principal hospital de traumatología lleva su nombre.
En 1937 y alentada por Juan Bosch, comenzó a escribir cuentos que fueron publicados
en diferentes diarios, especialmente en la Información, de Santiago. Publicó dos
volúmenes de cuentos: 4 Cuentos (1953) No. 3 de la Colección La Isla Necesaria y El Ojo
de Dios, Cuentos de la Clandestinidad (1962) Colección Baluarte, Ediciones Brigadas
Dominicanas, y uno de ensayo: Doña Endrina de Calatayud (1952). Además, La Tierra
esta Bramando (1986), novela corta. Tiene inéditas: “Pueblo Chiquito” (Ficción y
realidad), “La Carnada” (cuentos de relatos de ayer) y “De aquí y de Allá”, apuntes.
Entre dos Silencios (1987), y Facetas de la Vida (1993) hecha por la autora del material
que atesora sin ser recogido en libro, salvo, La Ventana, que apareció en 4 Cuentos. En
el 1993 se publicó el libro Hilma Contreras: Una Vida en Imágenes, bajo la coordinación
editorial de Ylonka Nacidit-Perdomo. Estos textos no se parecen a nada de lo producido
hasta ahora en nuestra literatura.
Como no contestó, una mano cálida la sacudió por las rodillas. Entonces gruñó:
—Vete a dormir y déjame tranquila.
—¿Te has quedado a dormir para eso? Se van a dar cuenta, ¡vete!
La otra se tendió en la cama con medio cuerpo sobre Josefina, cuyos músculos se
contrajeron defensivamente.
—Eres cobarde, pero estás loca por abandonarte a las caricias de mis manos.
Josefina se revolvió en la cama. Todo aquello era nauseabundo. Al sentir los labios
carnosos sobre su vientre tuvo un acceso de ira. Con los dedos furiosos tirando de los
cabellos de Lucía para desprendérsela de encima, dijo amenazante:
—Si no te largas ahora mismo, grito. ¿Me oyes? Voy a gritar con todas mis fuerzas.
Nadie contestó, pero él sintió el tumulto silencioso de las miradas que se colaban a
través de las personas entornadas.
-Viene de lejos –susurró Eusebia en un soplo-. Fíjate, María, ¿no será un fugitivo?
-Dejen la chercha, que las va a oír-gruñó Fico-. Ese hombre da grima de sólo verlo
parado en el vaporizo del aire.
-Pero.....
-Lo dijo sin emoción, clavada la mirada en el visitante que se aliviaba la espalda del peso
de la mochila, y agregó:
-Si quiere refrescarse –dijo la mujer, cerrando la puerta al quemante resplandor del sol-,
hay agua en la tina del patio.
Una vecina de la acera opuesta atravesó la calle, braceando en el fuego solar que la
obligaba a abrir la boca para expeler el que había inhalado por la nariz.
-Si lo es, se lo buscó Vicente por confiado. Quiera Dios que la víctima no sea la pobre
Marianela.
-¡Ah....! ¿Por qué tardaste tanto en decidirte, eh? Yo sabía que ibas a venir, por eso dejé
la puerta junta. Ante el silencio embarazado de Marianela, explicó:
-Es que una mujer no aguanta mucho tiempo la falta de un macho. Tú necesitas uno, lo
vi en tu mirada cuando me lavaba en la tina. Ven, acércate más.... Eres buena hembra –
apreció, atrayéndola de un zarpazo sobre su cuerpo desnudo.
Octubre llegó con su cargamento de chubascos. Algunos, los descargaba con furia sobre
el polvo callejero en desbandada. Otros, los dejaba caer plácidamente como un padre
afectuoso que de antemano se regocija con la buena cosecha de sus hijos.
Eusebia, que siempre estaba al acecho de las novedades del vecindario, llamó a la prima
María.
-¿No le encuentras nada raro a Marianela? En estos días trabaja cantando, barre que
barre la acera de su casa aunque esté lloviznando, sin parar de canturriar.
-¡Fico! –gritó Eusebia-. ¡No sigas sacudiéndote como perro mojado, que lo salpicas
todo!
-Pues a limpiarlo cantando, hermana. ¡Ah! Si yo tuviera menos años bailara bajo la
lluvia.
La vida había cambiado. La vivía saboreándola día a día, infinitamente paciente, sin
importarle la sonrisita de Fico, de Angelina o de cualquier otro vago de la vecindad. Era
su secreto, su precioso secreto, que hasta hoy no había compartido con nadie, ni siquiera
con su mujer. Amaneció tarde porque llovía suavemente. Vicente suspiró. Se sentía
estupendamente bien dentro de la casa mientras afuera se escurrían del cielo los últimos
hilos de agua antes de Navidad. Cuando la llamó Marianela terminaba de preparar el
desayuno.
-Quítate la bata.
-Desnúdate.
-Amor mío –murmuró él-, ahora seremos felices porque nuestro hijo estará con
nosotros.
Virgilio Díaz Grullón
Nació en Santiago, República Dominicana, el 1 de mayo de 1924; y murió en Santo
Domingo el 18 de julio de 2001. Narrador, educador, poeta y abogado. Hijo del escritor
Pablo Virgilio Díaz Ordóñez y Ana Virginia Grullón.
Cursó sus estudios primarios y secundarios en Santiago, donde se recibió de
Bachiller en 1940. En 1946 obtuvo el título de Doctor en Derecho en la Universidad de
Santo Domingo. Fue Secretario de la Presidencia, Asistente del Gobernador del Banco
Central y Subsecretario de las Secretarías de Educación, Finanzas, Previsión Social y
Trabajo (1954-1962). También fue funcionario del Banco Interamericano de Desarrollo
(1962-1971) y Asesor Financiero de la Compañía Financiera Dominicana (1971-1978).
En 1959, su colección de cuentos Un día cualquiera obtuvo el Premio Nacional de
Literatura. En 1977 obtuvo el Premio de Novela Manuel de Jesús Galván por la
novela Los algarrobos también sueñan. En 1958, su cuento «Edipo» resultó finalista en
el concurso de autores hispanoamericanos patrocinado por el Instituto de Cultura
Hispánica de Madrid.
Editado de www.literatura.us
Edipo
Tan pronto la voz del cura se extinguió y el silencio reinó de nuevo en el
interior de la pequeña iglesia, los hombres se movieron hacia el ataúd y lo
levantaron con cuidado del banco de madera en donde había reposado
hasta ese instante. Eduardo no fue de los que se apresuraron a cumplir
aquel deber. Durante la breve ceremonia había permanecido abstraído de
cuanto le rodeaba y sólo cuando alguien le rozó al pasar, comprendió que la
intervención del cura había terminado y se iniciaba ahora la marcha hacia
el cementerio.
—A ver, a ver- contestó Honorio mientras chupaba un improvisado cigarro hecho con
hojas de yagrumo y de naranja.
—¿Quién te lo dijo?
—Dos años de peleas y de vainas y esa maldita mujer ni siquiera me ha sabido ser fiel.
Honorio López cabalgaba con rapidez, dejando atrás los pueblos fronterizos, pueblos
que lindaban con la miseria. Tardaría dos días en llegar y dos días en volver, pero le
arreglaría sus cuentas a la mujer, aquella maldita mujer que según Valentín Lezcano le
era infiel y se burlaba de su valor y de su hombría.
Durante la mañana del primer día Honorio no se detuvo en sitio alguno. Iba en busca de
su objetivo y nada lo entretenía. No le importaba si las tropas españolas lo reconocían o
si era denunciado por algún hijo de perra. Su caballo color barro espumeaba
insistentemente, pero el jinete no atendía más que a los planes terribles que elaboraba
en su pensamiento.
Una gran sequía abrasaba los pastos de la sabana y los niños se morían de tabardillo y
hambre.
Por momentos se oían los cañones españoles disparar contra las guerrillas montunas. El
eco de las descargas se metía entre las lomas, rebotando de un lugar a otro como una
bola de caucho.
Honorio cruzo cientos de sembrados misteriosos, y aceleró el paso en las tierras donde
podía ser avistado por el enemigo.
Por fin, después de más de día y medio de camino, alcanzó a ver el bohío de su mujer.
Honorio pensaba que en la noche vendría el maldito con quien ella le engañaba y que
entonces podría matarlos a los dos.
Decidió esperar y esperó. A sólo unos cuantos metros de su vieja vivienda, Honorio
observaba los movimientos de la mujer que salía al pequeño conuco, que lavaba algunos
trapos sucios y que en dos ocasiones salió de la casa a realizar alguna pequeña
diligencia.
Al fin llegó la noche y Honorio se acercó un poco más a la casa. Quería ver de cerca la
llegada del intruso. A eso de las nueve, cuando la luz del bohío se había apagado,
Honorio vio la figura de un hombre introducirse en la casucha por la parte delantera.
—¡Ahí está ese cabrón! –se dijo, e impulsado por una marejada de rabia y celos empuñó
el machete y saltó sobre los yerbajos. Sus ojos estaban rojos como brasas. Empujó la
puerta y, derribándola, pasó machete en mano a la habitación de la mujer que dormía.
Todo fue tan violento que ella no sintió cuando el filo del arma sobre la nuca hizo rodar
su cabeza por debajo del catre. Entre las sombras Honorio distinguió la silueta del
hombre que se había levantado al ruido sospechoso de los pasos del marido. Honorio
López le asestó el primer golpe sin saber dónde, luego siguió lanzando machetazos con
una furia incontenible, hasta que la sangre le tornó calma.
Había vengado su honra. Salió de la casa con gran sigilo, y montando su caballo partió
nuevamente hacia el campamento, seguro de que había cumplido con un deber casi
sagrado.
—También murió el hermano de Anselma, el que venía a cuidarla por las noches, porque
como Honorio anda alzao.
—El pobre Honorio por allá y viene un hijo de puta y le mata la mujer y el cuñao.
—Que a lo mejor al Honorio también lo han matao.
Honorio López llegó al campamento pasado el medio día. Cuando entró y ató su bestia
junto a una javilla todos le miraron con desprecio.
—El general te anda buscando, buen pendejo –le voceó uno que estaba trizando astillas
de cuaba con un largo cuchillo.
—Hace dos días que pelamos contra las tropas de Zúñiga y tú ni te apareciste por los
alrededores.
No bien habían salido estas últimas palabras de los labios finos y resecos de un recluta,
cuando hizo su aparición la cuadrilla del general. La encabeza Valentín Lezcano, que
tirándose del caballo se apresuró a saludar a Honorio.
Lezcano no supo qué responder. Hubiera querido decirle que aquello había sido una
broma de esas que se juegan el día de los Santos Inocentes. Lezcano tragó en seco, y
cuando se disponía a explicarle a Honorio las cosas tales y como eran, oyó una voz que
dijo:
Dos capitanes de puesto le tomaron por ambos brazos, y sin forcejeos lo llevaron donde
el general. Lezcano se quedó con los labios entreabiertos. La orden de prisión evitaba
por el momento las explicaciones, pero en lo profundo de su pecho sentía una angustia
amarga, inevitable.
Cuando Honorio caminaba escoltado hacia la tierra del general, pensaba que alguien lo
había visto cometer el crimen y que la denuncia había llegado hasta los oídos del jefe de
la tropa.
—Sí, señor.
—¿Sabe lo que significa deserción?
El general dio media vuelta y quedó de espaldas al reo. Honorio López no dijo una sola
palabra.
Valentín Lezcano vio como la ataban y le vendaban los ojos a Honorio. Cuando la
fusilería estuvo perfectamente alineada, el oficial joven dio la orden:
Por lo menos seis de los ocho disparos del pelotón de fusilamiento hicieron blanco en la
cabeza de Honorio López.
—¡Sargento Lezcano –se oyó la voz del capitán-, déle usted el tiro de gracia!
El sargento Lezcano levantó sorprendido el rostro. ¿Por qué yo?, hubiera querido
preguntarle al capitán. Desenfundó su revólver y se acercó al cadáver del amigo.
Ya los fusileros regresaban hacia sus puestos de campaña cuando se oyó el disparo
producido por el arma del sargento Valentín Lezcano. Todos volvieron el rostro al
escuchar el ruido sordo que produjo al caer el cuerpo del sargento.
No salían de su asombro:
Un viejo clarín ronco y cansado tocó a combate. De inmediato los soldados corrieron a
sus puestos y la caballería enfiló hacia campo raso, dispuesta a arrollar con sus cascos
las huestes españolas.
El sol de la frontera y los perros de la sabana tardaron sólo cuatro días en hacer
desaparecer los cuerpos de Honorio López y Valentín Lezcano, “muertos en combate”,
según el impecable y verídico diario del general.
Estaban separados desde hacia largas semanas; no se por que en ese momento pensé en
la pobreza de su matrimonio, en su agrio sentido de la realidad. Me vi de pronto atraído
por sus grandes ojos color ciruela y por una boca que, sin ser carnosa, tenía justos los
límites de almendra madura que tienen las bocas que emergen desde las novelas de las
revistas de moda. Desde que miré con interés sus manos largas y coloreadas con uñas
perfectamente esculpidas, pensé en caricias, en informales besos, en madrugadas
furtivas. Pero todo ese mundo imaginario se reducía a un silencio que se congelaba
cuando había la oportunidad de expresarle una frase galante, un piropo; esperaba la
"coyuntura", como dicen los políticos de izquierda, pero cuando esta aparecía, mis
instintos reculaban, l1enándome de un deseo insatisfecho que me hacía agonizar cada
mañana, en los momentos en que sentía el ruido de sus dedos sobre el teclado y el ruido
de sus palabras confusas y abigarradas agolpándose en mi oído, en mi imposibilidad de
siquiera tocar una de sus manos.
Aquella mañana llegué temprano. Emilia llevaba zapatillas doradas, no precisamente las
que debieran usarse en las oficinas. Miré su tobillo derecho y descubrí un lunar; una
mancha azulada, muy bella, que parecía flotar sobre una piel suave, untuosa, cálida
quizás. Me quedé mirando fijamente aquella mancha en la que comenzaba el misterio de
un cuerpo que sólo Juan conocía plenamente. Largo tiempo estuve ensimismado en ese
lunar que me ayudaba a construir, con imaginación temerosa, los muslos brillantes; los
senos que flotaban casi en el aire cuando Emilia llegaba en las mañanas con ese perfume
cama de palmeras en flor; el ombligo profundo, que imaginaba como un pozo de mieles
y azúcares. Miré esa mancha y la mancha comenzó lentamente a desaparecer. La vi
difuminarse como esos cuadros que se deshacen, se disuelven, en las películas de
Bertolucci; como esas nubes claras que de tanto estirarse se convierten también en azul
del cielo, en recuerdo de manchas casi transparentes. (Me miraba profundamente.
Ahora, tal y como lo hacia desde semanas atrás, clavaba sus ojos en mis manos, en mi
cuerpo, en mis labios. Era un tipo de fruición que me hacia sentir orgullosa y molesta a
la vez. No era la mirada dura y persistente de Juan, aquella mirada que sólo tenia
sentido si el futuro inmediato era el lecho, esa cama grande y cuadrada en donde nos
desahogábamos con mecánica frecuencia. No. Los ojos de Gabriel caían pesadamente en
mis encantos haciendo fuerza sobre ellos, absorbiéndolos, si absorbiéndolos, porque yo
sentía sobre la piel ese Cosquilleo que comenzó siendo como una caricia y que
posteriormente tomó a transformar el mundo de nuestros alrededores). Vi el lunar
desaparecer. Aquella tarde me quedé pensativo. Aunque revisé en casa los papeles que
Emilia había ordenado, deseaba seguir viéndola. Quería trasladarla a mi habitación,
seguir contemplándola intensamente, hasta colocarla dentro de mí, hasta convertirla en
algo así como una parte de mis situaciones. Su foto, conseguida del periódico cuando
cumplió los 24 años, no me servía de nada. La había colocado cerca del pequeño florero
que adornaba mi habitación, en el mismo marco en que estuvo la foto de Odilia, mi
penúltima amante. Comparaba este amor nuevo, este amor lleno de incomunicaciones
con el de Odilia, gritón y miserable, y comprendía las dificultades que se me
presentarían. Decía Odilia que la mujer era como una gata rabiosa, porque cuando el
deseo la atenazaba, preparaba las garras y se daba por entera agrediendo al hombre que
amaba; pero con Emilia no sucedía lo mismo. Mi silencio y ese deseo reprimido eran
como el reflejo del propio ser de Emilia. Yo esperaba que ella diese el primer traspié, la
primera oportunidad. Cuando la llamaba por teléfono ciertas noches con la intención de
invitarla a cenar, preparaba de antemano los argumentos que habría de utilizar; le diría
que me sentía solo, que sabía que también ella lo estaba, que deseaba discutir con ella,
fuera de las horas de oficina, algunos problemas personales, porque le había tomado
gran confianza, que luego de la cena daríamos un paseo en el automóvil, y que mas tarde
hablaríamos de importantes proyectos. No le haría ver que una vez hecho ese primer
contacto la llevaría a bailar y a tomar algunos tragos en La Fuente, en el Maunaloa, o en
cualquiera de esos centros festivos en los cuales es posible hablar al ritmo de orquesta.
(Me miré el tobillo cuando el agua tibia y dulce rodaba por mis piernas aquella mañana
y noté la desaparición de la mancha heredada de mi madre. Era una mancha de familia.
Juan me decía que era lo más bello de mí. Pero desapareció como por encanto. Mi
abuela también la tuvo). Mis llamadas telefónicas, sin embargo, se convertían en
contactos y conversatorios sin objetivo; pronto perdía el sentido de todo cuanto había
planeado, y durante largas horas conversaba con Emilia de proyectos futuros, de
posibles aumentos de los precios del petróleo, de los nuevos maquillajes Max Factor,
marca que ella utilizaba aunque no era la más cara ni la más elegante. Se me iba la vida
en ese esfuerzo mental que precedía a mi intención de romper la barrera y lanzarme
sobre Emilia para siempre, sin embargo, me detenía el terror de verla decir no. Ese día
de abril, si mal no recuerdo, me miré el tobillo derecho y vi en él la mancha azul de
Emilia. Un lunar similar al de ella se había apoderado de mi pie derecho. Quedé
estupefacto. (No dije nada. Pero comenté con Gabriel, mi jefe, la pérdida del lunar. Los
lunares se heredan, son el resultado de viejas leyes de la herencia). Cuando me lo dijo ya
lo sabía. No quise señalarle la coincidencia. Hubiese podido informarle que a mí me
había salido una mancha similar a la de ella, y precisamente en el mismo sitio. Pero
hubiese producido terror en su temperamento frágil; o tal vez ello hubiese permitido
una profunda conversación sobre lo penetrante del verdadero amor y abierto las puertas
para un entendimiento, para unas relaciones que en su imposibilidad me llenaban de
angustia. (Es que a la mañana siguiente me sentí mal y no quise ir a la oficina. Gabriel
me llamó. Decía que mi imagen no podía separarse de su cabeza, que era realmente una
obsesión de trabajo el pensar en mí y el buscar mi ayuda en cada momento. Yo pude
decirle: no Gabriel, lo que sucede es que estás enamorado de mí y no tienes el valor de
expresarte, entonces me miras con esos ojos negros y con ese ardor que no te deja
concentrar).
Y es lógico que suceda, la presión psicológica ha sido fuerte. Yo creo, doctor, que estoy
cambiando profundamente. Me parece que no bastan esas explicaciones, porque no sólo
es cuestión de haberme enamorado, sino que quiero a esa mujer, y no tengo modo de
expresarle cómo la quiero. (Por la tarde del miércoles 15 de abril Gabriel me ha llamado.
Mi certificado médico ha estado unos cuantos días en el gran escritorio, porque tampoco
él ha asistido al trabajo. Carola, mi sustituta, me ha dicho que aún no envía un
certificado, como lo he hecho yo. Sin embargo, en sus llamadas intensas y agobiantes,
Gabriel no me dice ni me pregunta sobre nuestra mutua distancia, y sobre el coincidente
alejamiento de la oficina. Debería decirle claramente que mis manos se han hecho
gruesas de improviso, que mi pie, casi infantil, se ha hecho casi pie de hombre, con
vellos y sudores fríos; que mis cejas han crecido de pronto, teniendo que afeitármelas
para volver a dibujar sobre el arco finas cejas de mujer. Juan me ha llamado esta tarde
para el intento de un arreglo.
No me he atrevido a decidir nada; mi mundo comienza a dar vueltas y estoy perdida
como en un marasmo, y Juan ni siquiera lo comprendería; estoy segura de que sería feliz
junto a Gabriel, pero lo mismo que a él, una timidez terrible, devastadora, me acosa, y
sólo puedo tenerlo en sueños, cuando reacciona mi espíritu y 10 veo posarse sobre mi
como una mariposa, y acariciarme y hacerme el amor con la mayor de las suavidades del
mundo). He notado en Emilia como un dejo de tristeza, y no dudo que su ausencia de la
oficina se deba a mi retiro por unos días hasta poder dar con los motivos y resultados de
este cambio. Hoy he observado mis manos y casi son las mismas de Emilia. Si me dejase
crecer las uñas y usase uno de esos pigmentos para decorarlas no habría diferencia. Las
paso sobre mi cuerpo, sobre ciertas partes de mi cuerpo, imaginándome qué sentiría si
estas manos fuesen las de Emilia realmente. Ello me produce una extraña sensación,
porque cuando cierro los ojos, son esas manos algo diferente, y siento, al posarlas sobre
mis sentidos, como si estuviesen fuera de mí, con la terrible certeza de que lo que siento
es, precisamente lo mismo que sentiría Emilia al hacerlo.
Salir o no salir. Esta mañana me miré al espejo y supe de improviso que había tenido a
Emilia para siempre. Ya no sólo eran sus manos, sino sus senos, sus dientes; yo mismo
era ella, y ella era quien desde el espejo me miraba coquetamente. Sólo dos semanas
habían sido suficientes para que mi pensamiento la interiorizara de tal manera que sus
atributos pasaran a ser parte de mí. (Quise salir y no pude, Gabriel estaba en mí, vivo,
atento, como un viento de la noche que acecha tras el ventanal. Mis labios sintieron el
nacimiento del bigote azulado; soñé que me enamoraba de mí misma, porque Gabriel
era yo, y yo era Gabriel, sudaba, temblorosa o tembloroso, por así decirlo, porque mi
sexo comenzaba a cambiar. No le había dicho nada, pero la última vez que conversamos
nuestras voces se transmutaron al punto de que cuando le hablé emití el sonido de su
propia expresión sonora, dulce, la expresión del jefe administrativo que me miraba con
fruición las manos y que soñaba con mi garganta, y que pensaba en mí –ahora lo
comprendo- con deseos profundos de tenerme). Esa tarde me decidí. Sabía, casi intuía a
ciencia cierta lo que había pasado con Emilia. Aquellas conversaciones, aquel cambio de
carácter, aquel hablarme del amor del hombre por la mujer, cuando yo debía haberle
dicho a ella lo del amor de la mujer que el hombre debe sentir siempre; aquella confusa
sensación de ardor en los labios cuando la brisa fresca de la noche me reemitía al
recuerdo, y aquel desear que el recuerdo se invirtiera, y que ella fuese, realmente tan
asustadiza como yo, y yo tan tímido como ella. Todas estas sensaciones me decían que
cada uno había pasado a formar parte del otro. Ella era él, es decir, yo; y en cambio el
era
ella, es decir ella, porque comenzaba a desear el nuevo encuentro, el encuentro de seres
cambiados, trocados por el amor.
Hasta qué punto ella me reconocería en él, y hasta qué punto yo me reconocería en ella.
Debíamos resolver cuanto antes el enigma, vernos desde el otro sexo, desde nuestra
nueva realidad vital, desde nuestra nueva manera de afrontar la vida. El encuentro
inicial –después de las forzadas vacaciones- nos haría trazar la estrategia, la estrategia
final, porque al fin y al cabo tendríamos que seguir viviendo. Vi esa nube, y pensé en mi
manera de ver la vida; pensé en mis ropas de hombre ahora inservibles, yen sus ropas de
mujer; en sus viejas modas –porque se hicieron viejas en solo horas-, y pensé en el
encuentro, en esa necesidad. Entonces –ambos a dos-, y dentro del más gris de los
silencios, hicimos la cita. Emilia me enviaría al apartamento uno de sus mejores
vestidos, aquel del escote, le mostraría el comienzo de mis senos, y llevaría un tinte de
labios encantador. Yo le devolvería con el mensajero mi traje azul a rayas, ese que huele
a lavanda y que le hará quedar convertido en un caballero con suficiente garbo como
para atraer la mirada de quien es ahora mi propia encarnación. Entraremos a la oficina
uno después del otro. Nadie notará que hemos cambiado; yo llevo su lunar en mi tobillo,
y ella lleva mi bigote y mi tibio pene que ahora comienza a conocer, lo mismo que yo
poseo su sexo azulado, de lacias trencillas y carnosas empellas. Se sentará en mi
escritorio. Me sentaré en su escritorio. Me aposentaré como una mariposa en su silla
giratoria de secretaria eficiente. Se sentará en mi antes sillón de ejecutivo. Nos
miraremos. Simplemente miraremos desde el forro de las cosas. Ella mirara en mí su
viejo retrato, y levantaré lentamente la falda para mostrar su tobillo, aquel que dio
origen a mi inquietud, y será entonces cuando ella, tan tímida como yo, verá
difuminarse de mi pie el lunar azul, y sentirá en sus carnes de hombre emerger esa
mancha... y poco a poco hablaremos de amor, y todo habrá de ser como antes. Y pasará
el amor, porque todo tiene que pasar. Y nuevamente estaremos de vacaciones,
cambiando constantemente, buscando ser el uno para el otro de manera terrible, de
manera infructuosa, pero siempre en la agonía de hacer realidad el amor.
Miguel Alfonseca
Miguel Angel Alfonseca (n. 25 de enero de 1942 - 6 de Abril de 1994 ), es
un poeta, narrador, actor teatral, bailarín clásico, Publicista, Filósofo, Hermetista, de
nacionalidad Dominicana.
Editado de http://es.wikipedia.org
Delicatessen
Me gustó tanto ese letrero desde la primera: vez que lo vi. Recuerdo que
era una niña con las trenzas por la cintura todavía y cruzaba por el lugar
cuando marchaba a la escuela, bordeando los bancos del parque ágilmente,
feliz con el sol sobre los árboles y sobre la iglesia antigua, gris y pequeña,
mientras sentía el viento pasar a mi lado, impúdico, metiéndose entre mis
piernas y buscando mis pechos bajo la blusa blanca. ¡Qué sensación
desconocida me producía el frescor del viento al meterse entre mis piernas!
Me en-traban ganas de correr, de saltar alegremente hasta agotarme, o una
soñolencia dulce, y sin resistirme me quedaba en un banco, recibiendo el
sol de lleno, permitiendo que el viento me estrujara. Por eso llegaba tarde
en muchas ocasiones y tenía que esperar la próxima clase. Me sentaba bajo
los olmos grandes y sombreados del patio y veía las parejas caminar,
sentarse con libros y cuadernos abiertos y dedicarse al besuqueo. Nada
mejor en esa hora que contemplar a los muchachos. Miraba sus
entrepiernas sin poder evitarlo y experimentaba la misma embriagadora
sensación del viento cuando me atrapaba en el parque.
Ahora las letras rojas están un poco desteñidas y el viejo, más gordo y
cansado, se mueve como si tuviera que arrastrar todo el paquete. Soy una
cliente desde el principio. Mejor dicho, fui una cliente; ya no voy al lugar.
Las cosas han cambiado: hay más tiendas con nombres en inglés, he visto
otros lugares como este (Delicatessen significa «delicadezas», en alemán,
según me explicara la «missi» de francés, allá en la «High»), y yo... he
crecido bastante, he cambiado mucho, mucho, hasta el punto de casi no
reconocerme. Según algunas viejas de mantillas negras y rostros malignos,
de las que ya no quedan casi, afortunadamente, soy lo que debía ser. «Esa
muchacha va a parar muy mal». Y se marchaban a la iglesia del parque a
desayunarse a Cristo. No sé si tienen razón pero no lo acepto. Sería una
desgracia si aceptara el triunfo de esta gente tan muerta. La verdad, me
costó mucho trabajo terminar la «High». No por el estudio, no, sino por las
«missis», que me odiaban; los mu-chachos venían a mí y yo reía, movía
mis caderas, volvía la cabeza mientras recorría sus cuerpos con la mirada,
por encima del hombro. ¡Era buena la vida en la «High»! El mejor tiempo.
¿Por qué tenía que cambiar todo? ¿Por qué tenía que llegar a ser esto que
soy? Papá se fue a Corea cuando la guerra y no volvimos a saber de él. El
recuerdo que tengo de papá es el baño en la mañana, y yo acechando para
ver su cuerpo desnudo bajo los cañitos de la ducha, los tirones de mamá
que me arrancaba los cabellos y me hacía llorar. Desde el accidente de la
Semana Santa del 55 no he vuelto a ser la misma ni lo seré jamás. Mi
hermano enterró a mamá mientras yo me retorcía en la cama de un
hospital. Cuando salí todo había cambiado, la ciudad, los días y la gente, la
gente había cambiado de una manera terrible. Para esa época empezaba a
desarrollarme en una forma espléndida. Mi carne llamaba la atención
dentro de los pantalones ceñidos, me dejaba caer el cabello de un lado de la
cara. Comprendí que estaba en desventaja, no podía darme el lujo de
elegir, como las otras. Naturalmente, en mi barrio los hombres
disimulaban, me saludaban en la calle con cierta indiferencia. Pero sé que
al desnudarme con la ventana abierta muchos me observaban escondidos
en las casas vecinas. Poco a poco se rompieron algunas vallas y ellos
empezaron a venir subrepticiamente, en las noches, y ardían conmigo
aunque a la mañana siguiente no me conocieran. No los culpo. Las mucha-
chas me odiaban, sentían asco de mí, y ellos cuidaban las apariencias
porque tarde o temprano se casarían con ellas. Yo no era más que su
entretenimiento.
En días pasados alguien me dijo que Frank andaba con una muchacha
muy rica. Está muy bien él, parece que no tiene problemas de dinero y luce
trajes bien «nice». El martes lo vi por casualidad, está saludable, tranquilo.
¡Cómo me gusta mentirme a mi misma! Lo sé todo. Es la hija del dueño de
la tienda con quien anda, con la que aparece en el «chevelle». Piensa que
sería un buen matrimonio. ¡Claro! Se casaría con el padre y la tienda. Me
da pena por él. Yo estoy acostumbrada a recibir lo peor. Pero él no se
estima con lo que hace, vende su hombría. ¡Cochino! Por eso es que me
evita, me da la espalda, cambia de acera, cuando me ve aparecer en
cualquier parte. ¡Cómo si yo no supiera de sus venidas al DELICATESSEN
con la muchachita esa! Margot me lo dijo y quiero comprobarlo con mis
ojos. Es verdad, ahí está el «chevelle» plomizo. ¡Y yo paseando como una
tonta entre aquellos vagos, por la iglesia! Ahí está. Con movimientos muy
educados y sonrisas una detrás de otra, engatusa a los padres con su
palabreo mientras aprieta una mano de la virgencita des-colorida que lo
acompaña, y ella pone ojos de buey.
He golpeado con odio las llantas del «chevelle» y llego hasta las
vidrieras del DELICATESSEN. Frank se ha puesto lívido, disimula
volviendo la cara. Finge que no me ha visto pero sabe que estoy aquí.
Recojo mi pelo y lo ato detrás de la nuca. Que vean bien lo que soy. Cuando
empujo la puerta de cristal mi imagen se refleja momentáneamente en la
super-ficie inmaculada: los muslos bronceados, la cadera, los pechos
pujantes a través de la blusita sin mangas, mi rostro: la zanja violácea que
empieza en un ojo y me hunde un lado de la cara hasta llegar a un extremo
de los labios, dejando fuera varios dientes. ¡Qué fresco en este aire
acondicionado! Voy a sentarme sobre las piernas de Frank.
Los trajes blancos han vuelto
Los trajes blancos han aparecido nuevamente y no puedes evitar que tus labios se
muerdan con burla y desprecio, casi con odio. Los trajes blancos desaparecieron durante
la gran desbandada, en aquellos meses de gritos y plomo en las calles, después del
asunto “Mataron al Chivo en la carretera”.
Jamás pensaste verlos al igual que antes, casi exactamente al igual que antes, como si de
golpe te metieran en un túnel que llevara al pasado. Sabías que los acontecimientos
marchaban mal para gente como tú, desde que tumbaron al gobierno electo libremente
después de treinta años de tiranía. Tranquilízate. No te preocupes. El maletín ya lo
guardó Carmela, el saco de “sport” a cuadros grises y negros, botones de metal, descansa
en el cubo que sirve de guardarropa en la alcoba, y el pequeño Roberto trae las viejas
chancletas, cómodas, antiguos zapatos comprados con orgullo una tarde 25 después del
pago en la oficina.
Te desabrochas la camisa porque hace mucho calor y tu casa no tiene ni siquiera una
pequeña galería donde sentarse a contemplar el barrio a recibir el aire misterioso que el
verano cede al anochecer.
Cuando un hombre está sentado en la sala de su casa, luego de llegar del trabajo oliendo
agriamente, temblorosos los músculos por la fatiga, es bueno que se desabroche la
camisa y se balancee, recline la cabeza, reciba los besos de la mujer, se incorpore y aleje
al pequeño que trata de cabalgar sobre sus piernas, permanezca concentrado en esa
precaria soledad, rota de súbito por los chillidos y las radios de las viviendas contiguas.
No tienes que hablar porque ya Carmela trae lo que deseas antes de que alces la voz; te
conoce tan bien que realiza los actos esperados por ti en fracciones de segundos antes de
que lo pienses. Es bueno concentrarse momentáneamente en los hechos importantes de
todos los días, o en las idioteces cotidianas, pero que debemos saber para que no nos
pesquen como a un idiota, o simplemente continuar jugando al aburrimiento, a la rabia
acostumbrada, antes de meterte en el baño, cenar, enfrentar la noche.
Sacudes el cuello de la camisa con una mano –está negro y húmedo-, subes una pierna y
te concentras, te desconcentras, porque los trajes blancos han vuelto y están ahí, delante
de las casacas con botones gruesos, coronados de kepis cuyas viseras, los colorines y las
hojalatas de los vientrepechos llenos de buffets, coup d´état, whisky, representative
democracy, vino, salvación del Occidente, la OEA, y demás frases e instituciones que
llenan el buche en nuestro mundo.
No te gustan esos rostros ceñudos ni los bigotes tiesos. Nunca te pasó por la cabeza que
el traje blanco del centro volvería a sentarse en esa silla, hablando con voz sollozante, los
espejuelos disminuyendo aún más el rostro deprimido. Hace tan solo cuatro años, o
diez, o mil, o sabe Dios cuánto, pero que son cinco, el traje blanco huyó, temeroso y
humillado por las muchedumbres revueltas.
- ¿Quién es tu enlace?
- Déjenlo un momento.
Dios mío ¡Sálvame! ¡Dame fuerzas! Que no me den más, que no me den más, que no me
den más, que no me den más, que no me den más, que no me den más. Debo tener algún
diente roto. Me partieron la boca: este sabor a óxido. No veo bien del ojo izquierdo. Me
quedaré así, como si ya no pudiera ni con mi alma, trataré de hacerles creer que estoy
desmayado. Lo que más me duele de todo es permanecer en cueros, como cualquier hijo
de la gran puta. Encuerú, plátano crú! ¡Encuerú, plátano crú! Yo jamás me bañé
desnudo en la calle cuando era chiquito. Me daba vergüenza, siempre me ha dado
vergüenza desnudarme delante de otros, por eso, en los vestidores de las playas o de las
escuelas, esperaba, esperaba hasta encontrarme solo. Si no había más remedio que
hacerlo dentro de un grupo, entonces me iba a un rincón y me cambiaba de espaldas a
los presentes. Y ahora lleno de sangre y “en pelota”, como decía mamá, con estas
malditas esposas apretándome las muñecas, en la espalda. Miserable que uno se siente
estando completamente desnudo y maniatado frente a estos tipos con uniforme o
camisas a cuadros chillones. Ni siquiera puede uno llevarse las manos abajo, para
cubrirse. Aquí si es verdad que se pone a prueba el valor: aguantar sin poder defenderse,
aguantar hasta que ellos se cansen o chillemos como mujeres, agotados de cansancio y
sueño y golpe y silla eléctrica y mastines y… a Leonte le pusieron los electrodos en el
culo. Debió ser tremendo, sobre todo por la humillación. Si salgo vivo de aquí no sé si
podré acostarme con una mujer nuevamente. ¡Fue terrible! No quiero ni pensar que
vuelvan a hacerlo. Esas dos puntas eléctricas en el mismo hoyito por donde uno orina. ¡
Dios me libre! ¡Dios me libre! ¡Dios mío, ayúdame! ¡Qué frío está el piso! Cuando nos
torturan en grupo tenemos resistencia. Cada uno siente que no debe flaquear delante del
resto. Pero ahora estoy solo, solo, solo, con esta bombilla descolorida encima, y la
picazón de los foetazos.
Contemplas con rencor el traje blanco femenino que lee un libraco frente a un
micrófono; el de la izquierda, baja la cabeza, sordo y ciego, papagayo; el traje blanco de
la derecha, cejijunto, con los brazos abiertos como si fuera a atrapar pollos. Extienden
los brazos hacia ti mientras las casacas los entrelazan detrás y las viseras caen las las
cejas, apretando los cráneos.
Has detenido el balanceo y equilibras la mecedora echándote hacia atrás. Roberto corre
por el comedor y la noche se mete, ávida, en tu casa, la atesta de conversaciones truncas
y chillidos aledaños, mezclado con el ruido de los automóviles y los patines de varios
niños que atropellan a los que conversan en las puertas de sus casas, en camisetas y
pantuflas, opacadas sus voces por la bulla de “Ritmos de Juventud” y su guitarra
eléctrica, brotando del “Zenith Transsoceanic” que tiene el muchacho empleado del
aeropuerto. El bombillo amarillea la sala y sientes la noche barrial, colectiva, sudada y
gruñidora.
- No tardes tanto. Ya han recogido algunos. ¿No oyes que la radio oficial sólo pone
marchas militares?
- ¿Estarán acechando?
- Bésame a Roberto.
Una pierna escaló la pared de cemento descolorido y rugoso, saltando a los techos
roídos. El griterío explotó cuando las primeras detonaciones comenzaron a diseminar
gas, y los moradores del barrio sintieron que se le quemaban los ojos, la piel de la cara,
que las gargantas se les irritaban al respirar. Cegados, buscaron desesperadamente
pañuelos, agua, limón, sin poder evitar que las lágrimas de rabia imponente se
mezclaran con las provocadas por las bombas lacrimógenas.
No conocía este lugar. Por aquí había llegado hasta La Vega, solamente. Este es el Norte,
el centro de la isla. ¡Qué diferente del Sur! Allí, uno se cansa de contemplar sisal,
bayahondas, los arbustos amarillos, las guazábaras resecas, en tanto que el aire ardoroso
acartona la piel. Lo curioso es que, de repente, el mar salta en una curva, azul y apacible,
detrás de los sembrados de plátanos y de lejanas palmeras. Por aquí hay muchos pinos,
muchos árboles parecidos al pino, pero más frondosos. Birches, Robert Frost jamás
imaginó esta vida. “When I see birches bend to left and right…” Creo que el poema dice
así, no estoy seguro. “… I like to think some boy´s been swinging them”. ¡Pobre viejo,
Robert Frost! Siempre estuvo ocupado con su rastrillo y sus terneros sin imaginar
siquiera que en este país no hay abedules y que el hombre de estos lugares va a los pinos
a otra cosa, no ha sentir que las ramas las arquea algún muchacho. Pinos, pííínos-ss.
“Coníííferas”, libro de botánica del séptimo o sexto curso, abierto sobre el pupitre, y el
profesor Mármol que hundía el labio inferior cómicamente, escondiéndolo detrás de los
dientes superiores ara que la f sonara como un avión. Terminaba hablando de la
humanidad, exhortando a la reintegración del hombre con su amor colectivo. ¡Pobre
tipo! Muy joven para ser profesor en ese tiempo. Desapareció un buen día. Eché de
menos su figura regordeta dentro del traje negro. A pesar del verano, lucía siempre su
corbata formal, hundiendo el nudo en la nuez de Adán, sus cabellos a lo Rodolfo
Valentino. Ay, caramba. En este país uno está lleno de muertos, de muertos conocidos; y
lo que es peor, los compañeros que se mueven todavía a nuestro lado, llenos de
esperanza y de sangre, creyendo en sus ideales con una fe pasmosa en el futuro, sobre
todo, porque saben que ese futuro no les pertenece, y si les pertenece es tan solo en la
vida de generaciones posteriores. Un sentimiento que necesita verdadera hombría, una
hombría parecida a la de Cristo y los primeros mártires de nuestra era… Sorprendente
esta idea que me cruza la sesera. Si dijera algo a los muchachos que van ahí atrás,
agachados en la oscuridad de la noche y de la lona que los cubre, me dirían loco, o
quizás, de repente, se sentirían inseguros. Pero así es. “Atlantic”, dos rayitas
fosfóricamente verdes. Las dos de la madrugada. Esta maldita luna sigue como una
cuchilla. Hoy alumbra más que nunca, como si quisiera denunciarnos. Brr… fría que
está la noche. 29 de noviembre de 1963. Tumbaron a Bosch, mataron a Kennedy, se
murieron el gorrión Piaf y la hidra artística Jean Cocteau. Al pobre Papa Roncalli lo
amortajaron aún antes de morir, y nosotros aquí, en un vehículo del gobierno, atestado
de enemigos del gobierno. ¡Je, qué bueno! Debí traer mi jacket de cuero, con este suéter
no basta. ¿Eh? Y ahora, ¿qué le pasará al yip? Lo único que falta es que se dañe o que se
joda todo. Sería como para morirse de la vergüenza: atrapados antes de llegar a la loma,
ya con uniforme, y con los “hierros”.
¡Cuántos hijos pequeños y mujeres quedan detrás de éstos! Y ellos, por su parte, estarán
pensando en el regreso, curtidos por el sol y la manigua, encontrando crecidos los
niños, y las mujeres, un poco ajadas, pero más hermosas. Volveré a casa esta misma
noche aunque llegue con la cintura molida; no es prudente amanecer en este sitio, que
miren a uno, forastero, y vayan seguido al primer cuartel, o adonde el alcalde. Los
pinares se ven oscuramente inmensos, maternales, y los muchachos han comenzado a
cantar en coro, quedamente, pero ya estamos en pleno monte. Ahora esa colina cubre
los pinos, ya no podremos avanzar mucho más en este cacharro. Ojalá que esta maldita
luna, o cualquier campesino hijo de su madre, no jodan la vaina.
Sigues contemplando esa procesión estática y antigua regresada para aplicar su odio y
su rencor contra todos los que son como tú, gozándose en la humillación de los que
lucharon contra ellos, inflados y desenfrenados sus dientes roedores con la vuelta al
poder. Huyeron, es verdad, se escondieron en Nueva York, en otras ciudades del
continente. ¡Qué placer el de aquellos meses vividos en Manhattan, cuando en el
“subway” alguien los identificaba, escondidos detrás de sobretodos largos y bajo
sombreros de alas caídas, y como por conjuro, de las esquinas de los vagones aparecían
dominicanos, empujando, abriéndose paso atropelladamente a través de los
escandalizados nórdicos; “lousy bastard”, y los golpes ponían a suplicar, a llorar, a
desmentir, escondiéndose, los rostros entre las manos sin que cesara el aluvión de
puños, ni la furia de las mujeres que golpeaban con los zapatos y las carteras, mirando
como podían por las ventanillas, pidiendo a Dios que llegara la próxima parada, hasta
que en medio de tirones de un lado y del otro, de palabras sucias, corrían hacia afuera
antes de que el ruido de las vías cesara completamente: Los veías desaparecer entre los
abrigos y las luces bajas, en aquellas galerías subterráneas con el hollín incrustado como
una pátina y el frío quemando, los pañuelos en la cabeza, y los guantes, las columnas
cenicientas, entre algunos niños rosados, bajo los letreros de neón, atropellando las
ancianas pintarrajeadas y las mujeres fumadoras, de largas piernas, azuzadas por el
miedo y la soledad, rumbo a las escaleras por donde se subía a la calle. Mirabas la
persecución hasta que desaparecían bajo aquel letrero agresivo.
NO SMOKING
NO SPITTING
NO LITTERING
Y sin embargo, están ahí, sonrientes y seguros de sí mismos, tratando de demostrar que
el tiempo es un círculo, que son los dueños del país y que estos cinco años de proscritos
fueron tan solo una injusticia cometida en su contra, un asalto realizado por los
resentidos.
Los trajes blancos han vueltos. Avanzan con beligerancia, dueños de los empleos y de las
recepciones, de mujeres que aman los automóviles espaciosos y las residencias en las
afueras de la ciudad, (la piscina es muy grande, ¿eh? qué maravilla de cortinas, con esas
flores discretas y el color como cálido, ¿verdad?; es el dormitorio, ¿un traguito?; ay, no,
mañana tengo que trabajar temprano; no te preocupes, si yo soy el jefe de la oficina). Lo
tuyo va sobre ruedas, dueños de la dolce diplomática y de los centenares de miles de
hombres desempleados y del dinero que produce el país. Igual que antes, exactamente
igual que antes, como debe ser, como siempre debe ser, porque los únicos que
aprendieron a gobernar (tranquilidad viene de tranca, y paz de palo), fueron ellos;
durante más de tres décadas, aprendieron junto a su viejo maestro entorchado y
maquillado, subrepticio en sus mandatos de muerte, el maestro con sonrisa de hiena y
mucho make-up rosado en el rostro y en el cuello y en las manos, sobornador de
senadores norteamericanos y donante de condecoraciones a coristas y chulos
extranjeros.
Los trajes blancos han vuelto y a ti te echaron del empleo que tenías desde la muerte del
chivo. Ahora tienes que caminar, gastando un saco a cuadros vistosos, corbata, con gafas
ahumadas, escondiendo tu rabia y tu desprecio, y una verborrea atosigante de la que te
burlas amargamente para tus adentros, cuando tus manos se zambullen veloces en el
maletín y extraen del oscuro vientre apestoso a talabartería las muestras médicas, los
frascos que vas colocando en los escritorios mientras piensas en las lomas donde fueron
masacrados aquellos jóvenes, o en la Guerra de Abril, todavía reciente, con sus
multitudes de cadáveres, con su invasión extranjera.
¡HALT!
LEAVING
US SECTOR
que dividió la ciudad, la partió con sus extensos rollos de alambres de púas, los padres
en una acera y los hijos en la otra, saludándose de lejos, sin osar decirse los sentimientos
porque los centinelas vigilaban desconfiados; las interminables granizadas de plomo
alimentando los cementerios, la resistencia en apenas diez cuadras, al borde del arrase
de los cañones extraños, los entierros en mañanas tristes, frescas, y el miedo sudoroso, o
seco, también el amor y la ternura a pesar de la trampa. Todo echado a la basura, hasta
que la voz.
- ¿Sirven?
Piensas que nada valió la pena. Los muertos están cada día más muertos. Lo importante
es defenderse como se pueda, quedándose tranquilo en su casa, sin hablar mucho para
evitar complicaciones, buscando la manera de ganarse los plátanos y el arroz con
habichuelas. Todo ha sido una espantosa mascarada de la cual saliste con vida, cada vez
más solo, lleno de odio y cansancio, con esa expresión funeral que adoptas cuando
recorres la ciudad, recordando los perdidos, observando cómo las personas ríen y
toman un auto, entran en los cines, amorosas, perfumadas, luciendo orgullosamente
ropa nueva y se sumergen en los restaurantes y en las fiestas, y a veces, para no sentirse
totalmente indignas y entregadas, lanzan una frase amarga o un chiste burlón a costillas
del gobierno, en medio de un grupo, en cualquiera de las esquinas de la calle central.
Los trajes blancos han vuelto y te aguarda una vida más gris que la de ahora: las
desilusiones diarias, saber que ya nada será limpio, que verás alternar antiguos
compañeros con los personeros a los cuales combatieron, suspirar nuevamente con la
reinstalación de los falsos valores, las frases grandilocuentes, los versos ridículos y la
prosa chata, del suplemento literario de los periódicos, los domingos. Todo un juego
social, una piñata chillona a la que se entra negando lo que se intentó, la historia de los
muertos, los ideales; ensordecerme frente a la realidad y las exigencias del destino
colectivo; bajar la cabeza ¡sin llorar siquiera!, cuando más mirando los zapatos, sonreír y
aceptar las invitaciones, volver la cara para ignorar el paisaje que se desliza por la
ventanilla del automóvil, o convertirme en un sofista que alabarán las damas con frases
primorosas en medio de palmoteos y miradas de propietarias que ganaron más de lo que
esperaban… lo que nunca esperaban.
Los trajes blancos han vuelto, y te quedarás metido en tu barrio oscuro, con tu maletín
de cuero, tu saco a cuadros, tus gafas ahumadas, la noche entre paredes calurosas, tu
fiestecita en casa de algún vecino, semestralmente, la lectura de los periódicos cuando
llegas al anochecer, sentado en tu mecedora.
Los trajes blancos han vuelto y todo es una pantalla en la cual millares de rostros se
deforman, se muerden, se quitan la piel pintarrajeada (debajo no les queda más que otra
idéntica a la primera), te escupen, te cercan, tratando de expulsarte de ti mismo. No
quieres. Aprietas los puños y la casa se reduce sobre ti hasta que nuevamente estás
desnudo y esposado en una oscuridad pequeña, húmeda, y a tu lado, sin verlos, mandan
los dueños de tu tiempo, de otro tiempo, en los periódicos que te golpean el rostro, te
zafas y estás en la mecedora pero ahora rodeado de esqueletos rotos y quemados que
lloran en el aire, sin pies, con la ropa hechas jirones, sucios de lluvia y de olvido,
hablando todavía de las montañas, del pueblo, sin que suena su voz. Vas a llorar pero
todo se borra, la pantalla circular gira y estás mirando hacia adelante que es lo mismo
que mirar hacia atrás, porque las vueltas te han dejado clavado en un lugar que es
ninguno y todos los lugares, atados a sus tiempos, y ya los esqueletos se borran, se
deforman hasta convertirse en parte del vértigo, son desplazados por esas figuras
siniestramente alegres, tocadas de sombreros y corbatas negros, con enormes barrigas
cubiertas por tela destellante y agorera. No quieres verlos, no quieres. Pero están ahí
dominando el movimiento, sorbiendo las formas de tratan de regresar.
Los trajes blancos han vuelto. Te rebelas. No podrán contigo. Te rebelas. Sientes
taponada la garganta. El pecho abrasado. Manchas rojas y negras revolotean frente a tus
ojos. Manchas blancas, luminosas y desenfrenadas, impidiéndote mirar, rodeándote la
visión de un muro oscuro pero relumbrante, sí, relumbrante oscuridad movida por
manchas rojinegras, blancas, rojas, blanquinegras, negras, rojinegras, negrirrojas. La
lengua se amarga, sientes un mareo y una leve punzada en la tetilla izquierda, y como tu
hijo trata de no ahogarse, perseguido, con tu mismo rostro, mientras Carmela llora
enlutada, estallas y estrujas con furor los trajes blancos, hasta tenerlos en el puño, los
destruyes, los despedazas mientras caminas tambaleándote, los tiras al tacho de basura
que está en patio de la casa, y todavía resoplando –cárdena y febril la cara-, buscas a tu
mujer.
Te metes en el baño.
René del Risco
Bermúdez
Nació en San Pedro de Macorís el 9 de mayo de 1937. Nieto del poeta Federico
Bermúdez. Su vida transcurrió en un ambiente de precocidad que lo haría alcanzar en
poco tiempo el bachillerato. A temprana edad produjo composiciones poéticas que
asombraron a todos, desempeñándose también como actor en veladas infantiles y como
autor de canciones. Más tarde empezó en Santo Domingo sus estudios de derecho,
interrumpidos por su vocación política que lo llevaría a luchar contra la dictadura hasta
el extremo de ser llevado a prisión y enviado a un forzoso exilio a Puerto Rico. Regresa
al país y se dedica con mayor entusiasmo a la lucha política, fundando con otros
escritores jóvenes el grupo denominado "El Puño" durante los días de la guerra de abril
de 1965. En 1966 uno de sus cuentos es premiado por la sociedad cultural "La Máscara".
Su primer libro de poemas, titulado El viento frío, es eminentemente autobiográfico.
Editado de http://miguelsavinon.tripod.com
Ahora que vuelvo, Ton
Eras realmente pintoresco, Ton; con aquella gorra de los Tigres del
Licey, que ya no era azul sino berrenda, y el pantalón de kaky que te ponías
planchadito los sábados por la tarde para irte a juntarte con nosotros en la
glorieta del Parque Salvador a ver las paradas de los Boys Scouts en la
avenida y a corretear y bromear hasta que de repente la noche oscurecía el
recinto y nuestros gritos se apagaban por las calles del barrio. Te recuerdo,
porque hoy he aprendido a querer a los muchachos como tú y entonces me
empeño en recordar esa tu voz cansona y timorata y aquella insistente
cojera que te hacía brincar a cada paso y que sin embargo no te impedía
correr de home a primera, cuando Juan se te acercaba y te decía al oído
"vamos a sorprenderlos, Ton; toca por tercera y corre mucho". Como
jugabas con los muchachos del "Aurora", compartiste con nosotros muchas
veces la alegría de formar aquella rueda en el box "¡rosi, rosi, sin bom-ba -
Aurora - Aurora - ra- ra- ra!" y eso que tú no podías jugar todas las
entradas de un partido porque había que esperar a que nos fuéra-mos por
encima del "Miramar" o "la Barca" para darle "un chance a Ton que vino
tempranito" y "no te pures, Ton que ahorita entras de emergente ".
Yo no sé si tú, con esa manera de mirar con un guiño que tenías cuando
el sol te molestaba, podrías reconocerme ahora. Probablemente la pipa
apretada entre los dientes me presta una apariencia demasiado extraña a
ti, o esta gordura que empieza a redondear mi cara y las entradas cada vez
más obvias en mi cabeza, han desdibujado ya lo que podría recordarse de
aquel muchacho que se hacía la raya a un lado, y que algunas tardes te
acompañó a ver los trainning de Kid Barquerito y de 22-22 en la cancha, en
los tiempos en que "Barquero se va para La Habana a pelear con Acevedo"
y Efraín, el entrenador, con el bigote de Joaquín Pardavé, "¡Arriba, arriba,
así es, la izquierda, el jab ahora, eso es" y tú después, apoyándote en tu pie
siempre empinado, "¡can-can-can-can!" golpeando el aire con tus puños,
bajábamos por la calle Sánchez, "¡can-can-can! "jugabas la soga contra la
pared, siempre saltando por tu cojera incorregible y yo te decía que "no
jodas Ton" pero tú seguías y entonces, ya en pleno barrio, yo te quitaba la
gorra, dejando al descubierto el óvalo grande de tu cabeza de zeppelin,
aquella cabeza del "Ton, Melitón, cojo y cabezón!" con que el Flaco Pérez
acompañaba el redoble de los tambores de los Boys Scouts para hacerte
rabiar hasta el extremo de mentarle "¡Tumadrehijodelagranputa", y así
llegábamos corriendo, uno detrás del otro, hasta la puerta de mi casa,
donde, poniéndote la gorra, decías siempre lo mismo "¡a mí no me
hables!"
Para esos tiempos el barrio no estaba tan triste Ton, no caía esa luz
desteñida y polvorienta sobre las casas ni este deprimente olor a toallas
viejas se le pegaba a uno en la piel como un tierno y resignado vaho de
miseria, a través de las calles por donde minutos atrás yo he venido
inútilmente echando de menos los ojos juntos y cejudos del "búho Pujols",
las latas de carbón a la puerta de la casa amarilla, el perro blanco y negro
de los Pascual, la algarabía en las fiestas de cumpleaños de Pin Báez, en las
que su padre tomaba cervezas con sus amigos sentado contra la pared de
ladrillos, en un rincón sombrío del patio, y nosotros, yo con mi traje blanco
almidonado; ahora recuerdo el bordoneo puntual y melancólico de la
guitarra de Negro Alcántara, mientras alrededor del pozo corríamos y
gritábamos y entre el ruido de la heladera el diente careado de Asia salía y
se escondía alternativamente en cada grito.
Era para morirse de risa, Ton, para enlodarse los zapatos; para
empinarse junto al brocal y verse en el espejo negro del pozo, cara de
círculos concéntricos, cabellos de helechos, salivazo en el ojo, y después
"mira como te has puesto, cualquiera te revienta, perdiste dos botones,
tigre, eso eres, un tigre, a este muchacho, Arturo, hay que quemarlo a
golpes"; pero entonces éramos tan iguales, tan lo mismo, tan "fraile y
convento, convento sin fraile, que vaya y que venga", Ton, que la vida era lo
mismo, "un gustazo: un trancazo", para todos.
Claro que ahora no es lo mismo. Los años han pasado. Comenzaron a
pasar desde aquel día en que miré las aguas verdosas de la zanja, cuando
papá cerró el candado y mamá se quedó mirando la casa por el vidrio
trasero del carro y yo los saludé a ustedes, a ti, a Fremio, a Juan, a Toñin,
que estaban en la esquina, y me quedé recordando esa cara que pusieron
todos, un poco de tristeza y de rencor, cuando aquella mañana, (ocho y
quince en la radio del carro) nos marchamos definitivamente del barrio y
del pueblo.
Una mañana me dio por contarles a mis amigos de San Carlos cómo
eran ustedes; les dije de Fremio, que descubrió que en el piso de los
vagones, en el muelle, siempre quedaba azúcar parda cuando los barcos
estaban cargando, y que se podía recoger a puñados y hasta llenar una
funda y sentarnos a comerla en las escalinatas del viejo edificio de
aduanas; les conté también de las zambullidas en el río y llegar hasta la
goleta de tres palos, encallada en el lodo sobre uno de sus costados, y que
una vez allí, con los pies en el agua, mirando el pueblo, el humo de la
chimenea, las carretas que subían del puerto cargadas de mercancías,
pasábamos el tiempo orinando, charlando, correteando de la popa al
bauprés, hasta que en el reloj de la iglesia se hacía tarde y otra vez,
braceando, ganamos la orilla en un escandaloso chapoteo que ahora me
parece estar oyendo, aunque no lo creas, Ton.
¿Tú sabes qué fue del Andrea Doria, Ton? Probablemente no lo sepas;
yo lo recuerdo por unas fotos del "Miami Herald" y porque los muchachos
latinos de la Universidad nos íbamos a un café de Coral Gables a cantar
junto a jarrones de cerveza "Arrivederci Roma", balanceándonos en las
sillas como si fuésemos en un bote salvavidas; yo estudiaba el inglés y me
gustaba pronunciar el "good bay..." de la canción, con ese extraño gesto de
la barbilla muy peculiar en las muchachas y muchachos de aquel país. ¿Y
sabes, Ton, que una vez pensé en ustedes? Fue una mañana en que íbamos
a lo largo de un muelle mirando los yates y vi un grupo de muchachos
despeinados y sucios que sacaban sardinas de un jarro oxidado y las
clavaban a la punta de sus anzuelos, yo me quedé mirando un instante
aquella pandilla y vi un vivo retrato nuestro en el muelle de Macorís, sólo
que nosotros no éramos rubios, ni llevábamos zapatos tennis, ni teníamos
caña de pescar, ahí se deshizo mi sueño y seguí mirando los yates en
compañía de mi amigo nicaragüense, muy aficionado a los deportes
marinos.
Y los años van cayendo con todo su peso sobre los recuerdos, sobre la
vida vivida, y el pasado comienza a enterrarse en algún desconocido lugar,
en una región del corazón y de los sueños en donde permanecerán, intactos
tal vez, pero cubiertos por la mugre de los días sepultados bajo los libros
leídos, la impresión de otros países, los apretones de manos, las tardes de
fútbol, las borracheras, los malentendidos, el amor, las indigestiones, los
trabajos. Por eso, Ton, cuando años más tarde me gradué de Médico, la
fiesta no fue con ustedes sino que se celebró en varios lugares, corriendo
alocadamente en aquel Triumph sin muffler que tronaba sobre el
pavimento, bailando hasta el cansancio en el Country Club, descorchando
botellas en la terraza, mientras mamá traía platos de bocadillos y papá me
llamaba "doctor" entre las risas de los muchachos; ustedes no estuvieron
allí ni yo estuve en ánimo, de reconstruir viejas y melancólicas imágenes de
paredes derruidas, calles polvorientas, pitos de locomotoras y pies
descalzos metidos en el agua lodosa del río, ahora los nombres eran
Héctor, Fred, Américo, y hablaríamos del Mal de Parkinson, de las
alergias, de los test de Jung y de Adler y también de ciertas obras de
Thomas Mann y François Mauriac.
Todo esto deberá serte tan extraño, Ton; te será tan "había una vez y
dos son tres, el que no tiene azúcar no toma café " que me parece verte
sentado a horcajadas sobre el muro sucio de la Avenida, perdidos los ojos
vagos entre las ramas rojas de los almendros, escuchando a Juan contar las
fabulosas historias de su tío marinero que había naufragado en el canal de
la Mona y que en tiempos de la guerra estuvo prisionero de un submarino
alemán, cerca de Curazao. Siempre asumieron tus ojos esa vaguedad triste
e ingenua cuando algo te hacía ver que el mundo tenía otras dimensiones
que tú, durmiendo entre sacos de carbón y naranjas podridas, no
alcanzarías a conocer más que en las palabras de Juan, o en las películas de
la guagüita Bayer o en las láminas deportivas de "Carteles".
Eso pasó hace tiempo, Ton; todavía vivía papá cuando volvimos. ¿Sabes
que murió papá? Debes saberlo. Lo enterramos aquí porque él siempre dijo
que en este pueblo descan-saría entre camaradas. Si vieras cómo se puso el
viejo, tú que chanceabas con su rápido andar y sus ademanes vigorosos de
"muñequito de cuerda", no lo hubieras reconocido; ralo el cabello grisáceo,
desencajado el rostro, ronca la voz y la respiración, se fue gastando
angustiosamente hasta morir una tarde en la penumbra de su habitación
entre el fuerte olor de los medicamentos. Ahí mismo iba a morir mamá un
año más tarde apenas; la vieja murió en sus cabales, con los ojos duros y
brillantes, con la misma enérgica expresión que tanto nos asustaba Ton.
Por mi parte, con Rosina no me fue tan bien como yo esperaba; nos
hicimos de un bonito apartamiento en la avenida Bolívar y yo comencé a
trabajar con relativo éxito en mi consultorio. Los meses pasaron a un ritmo
normal para quienes llegan del extranjero y empiezan a montar el
mecanismo de sus relaciones: invitaciones a la playa los domingos, cenas, a
bailar los fines de semanas, paseos por las montañas, tertulias con artistas
y colegas, invitaciones a las galerías, llamadas telefónicas de amigos, en fin
ese relajamiento a que tiene uno que someterse cuando llega graduado del
exterior y casado con una extranjera. Rosina asimilaba con naturalidad el
ambiente y, salvo pequeñas resistencias, se mostraba feliz e interesada por
todo lo que iba formando el ovillo de nuestra vida. Pero pronto las cosas
comenzaron a cambiar, entré a dar cátedras a la Universidad y a la vez mi
clientela crecía, con lo que mis ocupaciones y responsabilidades fueron
cada vez mayores, en tanto había nacido Francesco José, y todo eso unido,
dio un giro absoluto a nuestras relaciones. Rosina empezó a lamentarse de
su gordura y entre el "Metrecal" y la balanza del baño dejaba a cada
instante un rosario de palabras amargadas e hirientes, la vida era
demasiado cara en el país, en Italia los taxis no son así, aquí no hace más
que llover y cuando no el polvo se traga a la gente, el niño va a tener el pelo
demasiado duro, el servicio es detestable, un matrimonio joven no debe ser
un par de aburridos, Europa hace demasiada falta, uno no puede estar
pegando botones a cada rato, el maldito frasco de "Sucaril" se rompió esta
mañana, y así se fue amargando to-do, amigo Ton, hasta que un día no fue
posible oponer más sensatez ni más mesura y Rosina voló a Roma en
"Alitalia" y yo no sé de mi hijo Francesco más que por dos cartas
mensuales y unas cuantas fotos a colores que voy guardando aquí, en mi
cartera, para sentir que crece junto a mí. Esa es la historia.
Eso fue todo, Andrés. Y yo me le quedé mirando, mirándole los ojos que se le ponían de
vidrio de botella de Malta. Así de quemados y oscuros. Después, ya el cuarto se iba
llenando de pesados celajes, las paredes comenzaron a ablandarse para que allí la luz de
la vela se pegara temblorosa y yo viera la sombra de su cabeza parpadeando sobre las
tablas manchadas por los aguaceros. Ella no dijo una palabra más, sino que hizo como si
mirara las vigas del techo, y las gotas de sudor se le quedaron en la frente como si por
dentro le estuvieran hirviendo los pensamientos, los recuerdos, las tristezas de tanta
vida de apuros y trabajos. Yo la miré largamente, me clavé los codos encima de las
rodillas y me puse a mirarla y a pensar sin querer dejando que la cabeza se embobara
con todo lo vivido, con esos largos días nuestros que los malos espíritus no se cansaron
de enredar desde aquella tarde en que pedí a la Negrita que se viniera conmigo y ella
apareció en el vano de esa puerta, trayendo una funda con su ropa y enseñando una
sonrisa suave, que no era casi una sonrisa, sino ese gesto dulce que tienen algunas
santas de las que sacan en procesión ciertos domingos por el pueblo.
Cuando regresé con los plátanos para la cena, ella aún se miraba las manos, juntas sobre
las rodillas, y encajaba los tacos de los zapatos en el barrote de la silla verde. Tuve
entonces que ponerle la mano en el hombro y decirle confianzudamente “es usted la
mujer, en el anafe hay carbón y hay tres huevos en el guardacomidas”. Nunca más tuve
que repetirle esto, ni siquiera por broma. Negrita comprendió desde entonces el destino
y por eso aquella misma noche, antes de acostarnos, sin decirme nada, tomó diez
centavos de encima del pasamano y regresó con azúcar y café. En lo adelante, cada vez
que yo miraba a la Negrita, tenía que encontrar ese mismo gesto que se me fue metiendo
en el alma y que muchas veces me dio ganas de llorar, cuando encogiendo los hombros,
me decía “¿Y qué? Yo casi no tengo hambre”, y tenía que obligarla para que tragara un
pedazo de yuca o para que probara el pan con salchichón. “Tú eres el que afana”, decía,
“es justo que te compres siquiera un pantalón, yo con los trapos que tengo estoy bien,
total que no salgo a ninguna parte”.
¡Y yo que la conocí por casualidad! Fue en los tiempos en que yo tenía la “Mercedes”,
que era una yola grande y liviana pintada de blanco y rojo, con el bronce de los remos
siempre tan brillante que los muchachos de “Villa Duarte” me conocían desde que yo
salía del atracadero de aquel lado . “¡A que esa es la Mercedes!”, apostaban.
Una mañana vino la Negrita y me dijo que iba a la ciudad a buscar un dinero, que me
pagaba de regreso, y yo, que no sé por qué la miré de una vez con picardía, le dije que sí,
que subiera, y comencé a remar, mirándole los ojos que se le entretenían en la espuma
que corría junto a la “Mercedes”.
Fíjate, Andrés, cómo es la vida, después de aquello como que se achicaba el mundo, ya
nos encontrábamos como tú tienes que encontrar esta cama, ese vaso, aquella ponchera,
ese San Miguel en la pared; si es que te pones a dar vueltas en el cuarto. Por eso en el
bar de Vicente ella me puso la mano en el hombro aquella noche de Año Nuevo, y yo me
di cuenta de que sus palabras nada tenían que ver con el gesto de sus ojos. Me saludó
como siempre “Pedro Juan, cómo le va?” pero su mirada estaba lejana como si no me
viera en este mundo, sino en otro mundo en el que yo no hacía nada con aquel trago de
“Jacas” en la mano, porque dejaría ese trago, y ya le hablaría riendo, ya caminaríamos
hacia un lado del bar, ya bailaríamos cerca de la vellonera, y ese era el que importaba a
sus ojos, el que estaba dentro y lejos de mí, el que ya estaba con ella en algún sitio
mientras la Negrita reía con su vestido de flores y yo la soltaba y le daba vueltas para que
los muchachos aplaudieran con el fuego del ron en los ojos, mirando las caderas y mi
mano que rodaba a veces sobre su espalda mojada. Tal vez fue esa noche cuando mejor
lo comprendimos los dos. Por eso cuando Candito trató de echarle el brazo, ella se dejó
caer sobre mi hombro y yo seguí hablándole como si nada a la cara arrugada de “el
ñato”, que del otro lado de la mesa hacía por entenderme entre los humos de la
borrachera, achicando los ojos y repitiendo como hipnotizado “así es, así es, así es”.
Yo recuerdo cada fecha, Andrés, porque las cosas se iban sucediendo de manera que no
podían evitarse. Era como si te leyeran la taza y te dijeran que vas a hacer un viaje y
después tú, en medio de ese viaje, pensaras que cuando te leyeron la taza te lo avisaron.
Sólo que a nosotros nadie nos anunciaba nada, sino que sucedían las cosas ellas solas,
pero sucedían así, como suceden esas cosas que se anuncian, que se dicen antes, y que
nadie puede evitar después que ya se han visto en una taza, o lo han dicho las barajas. Y
a nosotros, Andrés, nos pasaban las cosas así mismo.
Después de aquella noche de Año Nuevo, en el bar de Vicente, con Candito y “el ñato” ya
yo sabía que la Negrita y yo éramos peces de un mismo chinchorro, por eso, cuando al
atardecer de cinco de enero, la vi bajar por la escalera del puente viejo, le dije al señor
vestido de blanco que me perdonara, pero que yo tenía el viaje comprometido, y justo
cuando se apagó la última nube sobre el malecón comenzaron a brillar los faroles de los
carros sobre el puente, yo había amarrado la “Mercedes” a un pilotillo del muelle y
subíamos la cuesta de la Calle Atarazana, la Negrita hablando de los hijos de su hermana
Carmen, que ya no creían en los Reyes y yo diciéndole que no importaba, que les
compráramos esa muñeca y ese trompo porque en el fondo a todos los niños les gusta
jugar aunque no les importe el Día de Reyes. Te cuento eso, para que ves por qué me
acuerdo de las fechas, porque cuando regresamos de la ciudad, justamente pasando bajo
la puerta de San Diego, la Negrita hizo como si quisiera tragarse el cielo por la nariz,
echó la cara hacia atrás, cerró los ojos y respiró muy hondo, que yo oí su respiración
creyendo que lloraba o algo así, y la vi pegada a las piedras, entreabriendo ahora los ojos
y diciéndome que esa soledad la había hecho sentirse de repente feliz y me tocó el
hombro con su mano extendida. A la verdad que en aquel momento, Andrés, todo
parecía haberse detenido. Sólo faltaba que yo me le acercara como lo hice, con la boca
abierta, y me le apretara ahí, entre las piernas, sintiendo que ella se me amarraba con
sus muslos duros y ahí, pegados a esas piedras de San Diego, yo vi cómo la noche se iba
abriendo poco a poco y la escuchaba a ella como hablándome desde muy hondo,
diciéndome que me quería y que ella sabía bien que esto tenía que pasar porque algo se
lo estaba diciendo en el oído desde hacía mucho tiempo, y yo diciéndole que sí, que yo
también lo sabía y que por eso, cuando la vi bajar esa tarde por la escalera del puente
viejo le dije al hombre que tenía el viaje comprometido, y entonces recordé cuando se
apagó la última nube sobre el malecón y vi los carros con los faroles encendidos en el
puente, y me le pegué bien fuerte a la Negrita, bien adentro, y así me estuve hasta que
comenzaron a ladrar los perros por esas calles que bajan del Alcázar y yo me retiraba un
poco a cerrarme el pantalón, mientras ella se agachaba a recoger el paquete con la
muñeca, y el trompo.
Y te digo que todo esto pasaba como si estuviera escrito, como si fuera algo que se
cumplía según estaba dispuesto, porque ni ella ni yo, te lo aseguro, hicimos nunca lo
más mínimo por llegar a nada. Y ella mucho menos que yo, que por lo menos dejaba que
las cosas fueran pasando. Pero la Negrita ni siquiera eso porque ella insistía en negarse a
la realidad y sólo actuaba así como si fuera en un sueño, como si fuera sonámbula. Así
como cerró los ojos aquella noche bajando por San Diego, cuando empezó a sentirse
sola, lo hizo siempre, siempre igual, en el bar cuando Candito quiso echarle el brazo, en
la popa de la “Mercedes” cuando se quedaba callada y ausente, en la playita del Isabela
cuando algún sábado por la tarde nos fuimos río arriba mirando los barrios en la orilla,
siempre lo hizo igual, así, dejándose hacer, desprendiéndose de ahí, de su lugar, dejando
espacio al misterio que nos empujaba, que nos separaba de los demás, y nos juntaba
inevitablemente, Andrés.
Por eso llegó el día en que los dos creímos que ya todo estaba decidido, y así, sin
pensarlo, como si me lo hubieran ordenado, le pedí a la Negrita que se viniera conmigo a
esta casa que tú sabes que estuvo siempre sola, porque yo no había tenido nunca antes a
nadie en quien confiar hasta el punto de creer que su compañía podía hacerme sentir
mejor. Y como te conté, esa misma tarde ella se apareció en el vano de esa puerta, con la
sonrisa suya que no era casi sonrisa sino una manera de parecerse a las santas que hay
en la iglesia de Villa Duarte, y yo la vi ahí, como me está pareciendo verla ahora mismo,
ahí parada la Negrita, llenando desde entonces esta casa con ese gesto de gente buena
que tenía y que hacía que uno la quisiera sin decírselo, porque hasta eso creía uno que
podía avergonzarla. Desde ese día, Andrés, desde esa tarde, todo fue tan triste y tan
duro, que sólo la buena voluntad de la Negrita pudo darle fuerzas a uno para llevarlo con
resignación y con un poco de fe hasta el día de hoy, en que te estoy contando todo esto,
pensando en que lo único que me da valor para hacerlo todavía es ese recuerdo de ella,
de esa sombra de ella ahí en el vano de la puerta como el primer día, su cabeza ahí en la
pared, sus pies ahí en el os barrotes de la silla, el recuerdo de su voz que se deja correr a
veces desde el patio, los celajes de su imagen que cruza todavía por delante de la cama y
viene a sentarse aquí, a mi lado, sin hablar.
Nuestra vida fue dura, Andrés. Primero fue un tiempo de lluvias que se metió y llovía
entonces sin parar día y noche y yo me estaba sintiendo ya mortificado porque la gente
no quería cruzar en yola a la ciudad en esos días, sino que prefería hacerlo en un carrito
por el puente, y la Negrita pasaba las de Caín teniendo que hacer las cosas de la casa con
lo poco que podía yo traerle en esos días, veinticinco centavos unas veces, cuarenta otras
y así. Entonces fue que vino el ciclón ese, “Inés” (ya tú no estaba aquí para ese tiempo) y
comenzaron a decir por el radio que venía a cruzar por Macorís y que se iba a llevar la
capital. Como yo conozco lo que le gusta alarmar a la gente que habla por el radio, le dije
a ella que no se apurara, que eso no venía para acá, que los ciclones se van a morir por
Barahona o se meten a Haití, pero cuando a media mañana volvía a la casa, ella me
esperó con los ojos muy grandes, diciéndome que en el ventorrillo de doña Pura le
enseñaron un “Listín” con un mapa que tenía una flecha diciendo por dónde venía
“Inés” y que a las ocho de la noche esto no se iba a entender. Yo le dije que lo mejor era
comprarse algo para no pasarlo así y le pregunté si tenía suficiente gas para la lámpara.
Volvimos a la casa con plátanos y café y una botella de gas, y la Negrita empezó a tapar
con periódicos viejos todos los huecos en las paredes. Ya a las cuatro de la tarde la gente
por aquí se había puesto a creerle demasiado a los del radio y fue entonces cuando llegó
una guagüita de la Defensa Civil, vociferando que no se salvaría nadie dentro de su casa,
que las inundaciones nos arrastrarían inevitablemente porque la fuerza del ciclón era
terrible y había que trasladarse a un refugio que había más arriba del puente, en una
escuela. Te repito que yo nunca le he creído a esas gentes que vociferan cosas, Andrés,
como si quisieran meter miedo, y por eso me le encaré a la Negrita cuando quiso
meterme en la romería que se armó, entre una cantidad de tontos que empezaron a irse
de sus casas sólo con lo que llevaban encima, y le dije que no, que ni siquiera le haría
caso a la orden de la comandancia, de llevar las yolas un poco más arriba, que eso no
pasaría por aquí. Y me dio mucha pena después cuando la vi llorosa, temblando de
miedo en un rincón, y me puse a contarle que cuando San Zenón fue otra cosa, que
ahora no pasaría lo mismo porque la gente lo que tenía que hacer era no salir a la calle a
emborracharse, que yo no iba a aconsejarle lo malo para ella. Ya la tenía convencida,
cuando al oscurecer, se presentó un camión de guardias que llegaban a las casas
golpeando con los fusiles en las puertas y diciendo improperios “porque el Gobierno nos
quería hacer un favor y estos muertos de hambre estaban de mal agradecidos” y así fue
como nos fueron obligando a todos los que estábamos en nuestras casas a subir a los
camiones.
Estaba lloviendo muy fuerte, Andrés, y yo recuerdo que cuando cargué a la Negrita y la
ayudé a agarrarse de la baranda, me viré a recoger la colchoneta que ella había dejado en
el suelo. Fue entonces cuando oí como un resbalón y de una vez un golpe seco, cuando
vino a gritar ya estaba yo agarrándola y veía su cara rota, llenándose de sangre que le
corría con la fuerza de la lluvia por el pecho y los brazos. La Negrita me miraba con unos
ojos desesperados debajo de la herida gruesa como un labio, “me caí, me caí, Pedro
Juan” me dijo y yo le puse mi camisa apretada en su frente, ya caminando el camión,
porque los guardias dijeron que allá en el refugio se ocuparían de ella los que tenían que
ver con eso. No te voy a contar lo que pasamos esa vez en aquel edificio con las ventanas
rotas, por donde se metía todo el aguacero y el viento y donde no había un solo escalón
para sentarse la Negrita con su dolor de cabeza y su fiebre, a tomar un trago de café
caliente que yo le había conseguido. Nos pasamos la noche pegados a la pared, oyendo la
lluvia y la gritería de los niños, porque el ciclón no vino esa vez. Desde entonces ella
sentía esos dolores de cabeza que le quitaban el sueño muchas veces. Pero ella me lo
ocultaba, me decía que no, que no le dolía, que para qué comprar calmantes si con cinco
centavos se podía traer salsa de tomates y azúcar. Pero yo la sorprendía de vez en
cuando apretándose las sienes con los puños, o aquí acostada, de cara a la pared
crujiéndole los dientes de tanto aguantar el dolor. Yo sé que tú me dirás que exagero,
pero te aseguro que ya para entonces, yo presentía todo esto, era como yo lo había leído
en algún sitio, que lo de nosotros no se quedaba así nada más; pero tú vas a decir que yo
exagero seguramente. Pues la verdad, Andrés, es que todo vino tan mal que sólo para
algo mejor pudo haber sido.
Te imaginas ahora por qué vendí la “Mercedes”. ¿Sabes cuántas radiografías le hicieron
a la Negrita con ochenta pesos? Total que como quiera hubiera tenido que salir de esa
yola, porque desde el día en que al hijo de Anjito se le ocurrió ponerle motor y techo a la
suya, la gente no se subió más a una yola corriente. Entonces fue que vino la protesta de
los que no teníamos dinero para comprar un motor y nos estábamos muriendo del
hambre, y por eso es que ahora se turnan, las de motor un día y otro día las sin motor.
Pero como quiera ya no es lo mismo, Andrés, no fue lo mismo. La gravedad de la Negrita
vino precisamente cuando ya no se trabajaba todos los días en el río porque ya habían
aparecido las yolas con motor. Yo sé que tal vez, ganando más dinero, se hubiera podido
salvar a la Negrita, yo no sé, pero quizás. Sólo que después que un hombre se ha pasado
la vida cruzando por encima de ese río, ¿cómo diablos encontrar un chele en la tierra
que no sea haciendo lo mal hecho, Andrés? Y yo no hice lo mal hecho, ni la Negrita
hubiera vivido un minuto de más por un dinero sucio. Por eso te digo que no exagero,
eso tenía que pasar para que fuera mejor porque lo nuestro no se quedaba así, porque
era como si lo hubieran dicho las barajas.
Y se me fue poniendo triste, Andrés. Los ojos se le fueron perdiendo entre las fiebres y
ya la Negrita no veía ni escuchaba nada sino que vivía con un panal de avispas bravas en
la cabeza, con una bulla que la tenía aturdida, y sudada, se le perdían las manos en la
cama (ahí andan sus manos, Andrés, la sombra de sus manos solas) y se callaba,
encogida como un pájaro muerto.
Yo cerré la ventana, Andrés, para que la luz no la asustara más, para que se quedara aquí
sobre las sábanas como un montón de oscuridad, para que siguiéramos ella y yo lo que
habíamos empezado sin saber y que no podía terminar (no te exagero).
La Negrita se me fue poniendo triste y ya no sonrió otra vez, ni dijo nada, ni se movió
jamás, hasta aquella noche, con la luz de la vela temblando en la pared, con un silencio
parecido a este, se volvió hacia mí con la más dolorosa dulzura:
Eso fue todo, Andrés. Y yo me le quedé mirando, la miré largamente, me puse a mirarla
y a pensar sin querer, dejando que la cabeza se embobara con todo lo vivido.
Ahora te he llamado a ti, Andrés, porque siento que esto ya va a seguir y necesito a
alguien que me guíe. Nadie mejor que tú que tanto me quisiste, que me conociste tanto
como yo a ti porque estuvimos juntos desde aquellos días en que braceábamos desnudos
en el río, cuando el viejo Payano nos enseñaba a remar y a achicar la yola con un jarro.
Por eso te he llamado, Andrés, porque crecimos juntos y nos hicimos hombres en esta
vida, llevando gente de un lado al otro, navegando esta misma agua, cruzando este
mismo río. Por eso, Andrés, porque asimismo también te vi morir un día cuando no
aguantaste más el hambre y me dijiste “no doy un viaje más”, y dejaste la yola a medio
varar y después te vi flotando debajo del puente, con los ojos amarillos e hinchados. Por
eso, Andrés, porque te conocí, porque sé que donde estás debes haber visto llegar a la
Negrita, porque tú sabes dónde está, dónde me espera. Porque me voy a morir, por eso
te he llamado, Andrés, y te lo he dicho todo. Mira, ya empiezo a morirme. Me estoy
alejando de esta cama, voy a cerrar los ojos. Silbaré aquel merengue del Trío Reynoso,
¿sabes cuál es Andrés? Entonces tú me tomas las manos y me llevas donde está la
Negrita, ¿quieres?
Bonaparte Gautreaux P.
Nació en Sabana de Chavón, La Romana, en 1937. Estudió derecho y
periodismo en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Fue cónsul en La
Guaira, Venezuela y viceministro de la Presidencia del gobierno que encabezó
el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó.
Ha publicado ensayos sobre el origen del merengue y la narrativa
dominicana. Es autor de los libros Cuentos del Abuelo Julio, La ciuda
clandestina y los secretos del General y de una novela, Al final del arco
iris (1982). Sus cuentos «A partir de esta noche» y «Sonámbulo» fueron
premiados por el Movimiento Cultural Dominicano y Casa de Teatro,
respectivamente.
Inició, y dirigió por muchos años, el suplemento «Cultura» del periódico El
Nacional de ¡Ahora! «Cultura» pronto se convirtió en vocero de voces
dominicanas nuevas.
Editado de www.literatura.us
El sonámbulo
RODRÍGUEZ DESCUBRIÓ SU vocación el día en que lo trasladaron para el Servicio
Secreto. Había trabajado en distintos departamentos y todos estuvieron satisfechos
con su labor. No había quejas. Siempre cumplía las órdenes tal como se las daban. Y
por eso ascendió hasta segundo teniente. Y aunque nunca había sido oficial de
inteligencia, en el fondo todos los hombres cabían den tro del juego de policías y
bandidos, un juego que du rante años hizo correr a los muchachos entre los patios
del vecindario v más allá. Pero como le sucedía de mu chacho, volvieron a darle
pesadillas en las noches, y no se preocupaba. No se preocupaba a pesar de que su
mujer le decía que fuera al médico, y no iba al médico por falta de tiempo, porque
estaba soñando despierto. Parecía un sueño de niño convertido en realidad. Ahora
era algo así como un hombre misterioso. Como un ser que tenía una doble vida. La
vida que se veía y la vida que se vivía pero no se comentaba, no se mencionaba
nunca. Ni en la casa, ni con los amigos. Era una Sub-vida. Una vida misteriosa,
clandestina, vivida pero no evocada. Era un trabajo incitante, pero no era como
cuando Rodríguez estaba en el Departamento de Tránsito que le po día contar a su
mujer por qué le puso una multa a un conductor, o cuál de las luces era la que tenía
mala el vehículo de un amigo suyo. 0 esas tonterías que cuentan los maridos a sus
mujeres al regresar del trabajo. No. Rodríguez no podía darse el lujo. Porque en la
puerta del Servicio de Inteligencia Militar había un letrero que decía: “Lo que usted
ve u oye aquí no lo repita”.
Exactamente, Rodríguez. Tu otra vida es una vida que no existe. Que no existe
como para que puedas de cir en una reunión de amigos: “Ayer le caí a patadas en los
cojones a un maldito comunista que no quería hablar”. Porque ya tú tienes pocos
amigos. Y tienes po cos amigos porque hace tiempo, es más... creo que des de que te
trasladaron tienes miedo. Mucho miedo. Mie do de ir a meter la pata diciendo más
de lo que debas o conversar sobre las cosas secretas del Departamento Secreto y
entonces vayas tú a ir a caer preso sabiendo las cosas que hacen para que una gente
hable cuando se cree que un preso sabe algo que les interesa y no quiere hablar. O
en muchos casos resulta que el preso no sabe nada. No sabe nada a pesar de la
obstinante preocupación de algún oficial que quiere demostrarle al preso que él sabe
de lo que no sabe y entonces con el calar del cuarto de los interrogatorios va
subiendo el encojonamiento del oficial hasta que... Quizá por eso es que te has
alejado de; tus amigos y de tus parientes. Te has convertido en un hombre solo. Solo
y miedoso. Solo y acechón. Acechón y curioso y averiguador de, vidas ajenas. Rodrí
guez, cualquiera no te conoce ahora. Cuando estabas en Tránsito eras otra persona.
Has cambiado, Rodríguez. Ahora sólo tienes el misterio y el aire de persona que;
anda al acecho. Es posible que tengas en la cabeza el nombre y la figura de mucha
gente a quien andan buscando para investigar o también que cuando caminas por
las calles y piensas en las personas a quienes has tenido que golpear en tu trabajo.
Porque son cosas del trabajo. ¿eh Rodríguez? Yo no creo que a tí te gusta golpear a
nadie. Pero no te lo he podido preguntar porque ya has abandonado a tus amigos y a
tus familiares. Y nos has abandonado porque tienes temor. Y tienes temor porque
sabes lo que se le hace a la gente que sabe cosas que interesan y no quiere hablar,
con el miedo a decir cosas indebidas, a hablar de más. Así fueron surgiendo temores
que se habían adormecido en tu interior. Quéséyo dónde. Pero fueron surgiendo de
nuevo y de pronto me encontré teniendo temor a la oscuridad. A una puerta abierta,
porque detrás podía haber alguna persona acechándome para darme una puñalada
o esperando mi llegada para coserme a balazos y rellenarme de plomo has ta
convertirme en carne mechada. No, ¡qué va! Ahora todo ha cambiado. Pero a pesar
del cambio estoy contento. Estoy contento porque estoy haciendo algo que me gusta.
Y cuando un hombre trabaja en algo que le gusta rinde más. Quizá por eso es que
estoy pagando con algunas corazonadas y ahora espero un ascenso. Todo eso está
muy bien. El trabajo y las corazonadas y descubrir a tanto bandido que le hace daño
a la sociedad. Como aquel muchacho cuya mamá decía que era casi un santo y se
murió en mis manos sin querer hablar. Golpes, golpes, golpes, golpes y agua fría en
la cabeza y golpes y despierta, y más golpes y los párpados que se le caen. “No lo
deje, sargento, no lo deje que se duerma”. Y golpes y la mamá suplicando que su hijo
era un santo. Un santo que, no quiere hablar, ¡carajo!, haciéndose el guapo.
"Sargento, no le deje que se duerma. Golpes, agua fría y enciendan el foco grande y
tráiganme el guebo de toro para darle una pela de calzón quitao a este bandido", y
luego viene la mamá a decir que él era ino cente y que si lo teníamos preso aquí...
Por eso es que uno tiene que alejarse hasta de los amigos, vecinos, fami liares, de
todo el mundo, no vaya a ser que se le zafe en una conversación que el maldito
muchacho era un flojo, quiso jugar al que aguantaba y cuando le pusimos la mano se
le ocurrió morirse al muy pendejo y luego la mamá que decía: “Teniente, que m’ijo
es bueno”, y yo “Que no lo tenemos preso aquí, que nunca estuvo preso aquí”,
aunque casi se murió en mis manos y la vieja lloraba co mo una bendita. Al hijo
había que darle una lección pe ro no nos dejó; se murió el muchacho; se murió y no
nos dijo nada a pesar de que, estábamos seguros de que él fue quien puso la bomba
en el cine. Sólo hay una de dos: o cl muchacho era flojo o no sabía. Y finalmente,
cuando mueren, uno nunca sabe en que paró la cosa, si sabía o si no sabía, aunque
las investigaciones se lleven hasta las últimas consecuencias porque para eso
tenemos que de fender a la sociedad de tanto maleante y bandido que camina
tranquilamente por la calle sin que nadie tenga idea de quiénes son. Para eso
estamos nosotros, para evitar que los terroristas cometan sus fechorías. Por eso es
que hay que ser duro a veces, y uno no quisiera, por que siempre me, sigo acordando
del muchacho del carajo y de la mamá y de sus lágrimas y de su angustia y de que;
arrugaba el rostro regado por las lágrimas de la impotencia de su búsqueda, porque
el muchacho no fue anotado en la lista de presos. Sabíamos que era un tipo
peligroso y el capitán ordenó que no lo asentaran en el libro de in greso de
detenidos, por eso pudimos decir que el tipo no había estado preso. Y me acuerdo
mucho de él porque se parecía a mi hijo. Tenía más o menos su edad y su ta maño y
su sonrisa. Lo recuerdo la mañana que me lo llevaron a la oficina y me encargaron
del caso. Lo ví y sonreí, pensé “Un muchacho, un muchacho como Luis”. Pero luego
leí el expediente y me; dí cuenta de que mi Luis y ese tipo no tenían nada en común
porque éste era un político pone bombas a quien había que investigar para que
dijera cuál era su partido o su grupo o su co mando o su organización y quiénes lo
formaban y dónde vivían... en fin, todo lo que se investiga para acabar con el
terrorismo. Y el tipo se puso duro, durísimo, y por las buenas nada y por las malas
tampoco. Y golpes y agua fría por la cabeza y chucho y coño y muchacho de mierda
habla y él diciendo que no sabía nada, que nunca había puesto una bomba y casi se
me murió en las ma nos, aunque siempre le dije a su mamá que no lo había visto.
Ahora lo que me preocupa, por lo que lo recuer do es porque me han vuelto las
pesadillas que había de jado en la niñez.
Las pesadillas volvieron después que ingresé al Departamento Secreto y
comencé, a tener temor de mis amigos y a alejarme ele personas que pudieran
perjudicar mi carrera. La soledad y el exceso de trabajo y las pesadillas y las
preocupaciones por los casos no resueltos. Todo eso y las pesadillas. De noche
despierto sudado, con el corazón golpeándome en la boca. Así, simplemente, el
corazón que se sale y la mente que ordena que no, que no se salga, que a qué se le
tiene miedo, y la mano que busca el botoncito de la luz y la pared vacía y fría que no
responde a la mano y la mujer que despierta de mal humor y los muchachos que
protestan porque la mano encuentra el botoncito y entonces mi mujer que me mira
atravesado y que aunque no lo dice lo pregunta: “¿Tienes miedo?” Y mi mirada que
se cruza con la suya y me hago el gallo y le contesto con los ojos que nunca he tenido
miedo, que yo soy un macho, pero los sudores y el corazón saliéndose por la boca
me traicionan. Y mi mujer me conoce muy bien y sabe que tengo miedo pero lo que
me recomienda es que vaya al médico, porque ya tenemos menos confianza que
antes. Ella dice que vaya al médico porque para justificar ese miedo, esos sudores,
esas pesadillas le digo que tengo exceso de trabajo. Y voy a aprovechar para ir al
médico ahora que mi mujer se fue de vacaciones y sólo está mi hijo en la casa. Está
mi hijo porque se quemó en una materia y de castigo lo dejé aquí, estudiando.
Porque si se, va con su mamá no estudia por allá. Ahora voy a ir al médico a ver qué
me recomienda. Sí, tengo que ir. Podré decir allá en el Departamento Secreto que
estaba en donde el médico cuando mataron a Luis. Porque yo sólo recuerdo que ele
pronto desperté y vi que, mi hijo estaba muerto entre mis manos. Igual.
Exactamente igual que cuando el muchacho terrorista, el de la bomba, se quedó
muerto en mis manos. Y yo creo, que a mi hijo lo mató una pesadilla. No sé. Creo
que debo ir al médico...
Editado de http://es.wikipedia.org
La decisión
TODAVÍA SIGUES HACIÉNDOTE la pregunta sin poder ofrecerte una respuesta
concreta. Ya es tarde para arrepentirte. De todos modos sería peor no hacerlo o
tener que quedarte en una ciudad a tu juicio insoportable, adonde sólo llegan las
manchas de la sangre, de la sangre de siempre, de la sangre de los heridos, una
sangre que no se borra, en una ciudad llena de ecos de disparos, de presagios de la
definitiva instalación de la muerte. Por eso no quieres pensar más, ni atormentarte
inútilmente con el recuerdo de las sombras. Debes mirar en otro sentido, eso lo
sientes. Te acercas al espejo y te observas con cuidado. A los veinticinco años,
Natalia, te das cuenta por primera vez desde que te quedaste sola, que pareces una
mujer de treinta y tantos. No hay arrugas por ninguna parte, ni en tu cara ni en tu
cuello, aunque tu cutis no conserva ya la frescura de los días en que no era
necesario recurrir al Revlon con tanta frecuencia, y sin embargo, te parece que algo
está demás. Tu boca sigue siendo atractiva y aun sin el rojo habitual que cubre tus
labios te parece tierna, aunque algo la estropea. Tu pelo, ahora mas claro, sin
ondas, recortado a la altura de los hombros, te parece el mismo de siempre, pero
acercándote más al espejo lo ves opaco y mustio. Tus ojos, vuelves a pensar, tan
extraños cuando no los oscurece la pintura, recobran su claridad inocente y se
convierten en el único centro donde hay todavía algún enigma. Te tiras en el viejo
butacón, de bordes renegridos, enciendes un cigarrillo. Si fuera posible alejarse de
todo rápidamente y olvidar las cosas que atan, lo harías sin pensarlo dos veces,
como es tu costumbre. No es fácil y tú lo sabes muy bien.
Qué cosa, Natalia, ni tú misma lo hubieras pensado. Quién te iba a decir a ti,
muchacha de veinticinco años, muchacha casi en flor, que llegaría a enervarte la
vacilación; tú, que nunca has pensado más de dos veces para decidirte a hacer
alguna cosa. Te has quedado sola. Ellos se han ido, dejando la casa con el perro y la
criada para que te acompañen. Sintieron la muerte al pie del lecho, midieron el
alcance de la contienda, y se dijeron: “Somos viejos, vamos a morir, no merecemos
esta muerte, debemos protegernos”. Por eso han huido de la ciudad, por eso te han
dejado encerrada en la vieja casa de la Pasteur, entre los árboles que en estos días
te han parecido más frondosos que nunca, de un verde más intenso y cercano: en
estos días has descubierto el velado secreto de las cosas que te rodean: el verde de
los almendros te parece más verde, el rojo de los hibiscos, más rojo, y el blanco de
los menúfares de la fuente, más blanco. Se han ido. Han ido al campo a proteger
sus vidas. Y tú estás cansada de vivir una vida silente, de escuela en escuela, sin
aprender gran cosa en ningún lugar. Prefieres las novelitas fáciles y las películas en
español: tu vida no se ha hecho para ciertas complicaciones, ¿no es cierto?
Te desnudas frente al espejo y ves tu cuerpo, tocado por tan pocos hombres y
gozado en verdad por ninguno. Y suspiras con cierta nostalgia al ver tus senos
erectos, tus pezones carnosos, y recuerdas que las líneas de tu cuerpo, de esbelta
suavidad, han logrado encender ánimos. Sabes bien quiénes han flaqueado por el
rictus de tus labios y la ondulación de tu cabeza cuando la haces girar impensada
mente. Y lo único que ha podido impedirte el pleno goce de la vida ha sido tu
inculcado temor, tu ancestral peso de siglos, el de tu bisabuela, el de tu abuela, el
de tu madre, algo más atenuado en cada caso aunque siempre presente: la
vigilancia constante de papá, el celo por la virginidad, por la decencia, por el
decoro y, todo lo demás. Crees que ha llegado el momento de romper esos
atavismos.
Al principio, cuando ellos se marcharon sin pensar en nadie, sentiste dolor. No
había peligro, todo estaba pasando, la ciudad iba recobrando lentamente la calma,
una calma angustiosa, insegura, presta a quebrarse en cualquier momen to, una
calma preferible, empero, al desasosiego de los combates. Ellos, que habían
permanecido en la ciudad la mayor parte del tiempo quisieron entonces alejarte de
la ciudad. Tú sabías, de seguro, el porqué. Ya conocían a Phillip, lo habían visto
conversar contigo varias veces y eso les molestaba. Muchas de tus amigas hacían lo
mismo: hablaban con otros, muchachos como Mark el de Danbury, Robert el de
Mount Vernon, Kent el de lowa City. Estaban aquí por obligación, lo habían dicho
muchas veces a todas ustedes. Son hombres, hombres que aman la vida, que
admiran las bellezas naturales de Quisqueya y la mujer dominicana. No quieren
morir. ¿No han venido en son de paz? “We have come in peace”, ha dicho Phillip,
tu Phillip. Han hablado mucho ustedes: de tu país y del suyo, de la vida, del amor.
Luego él ha dejado su arma junto a la verja, alguna que otra tarde, te ha besado,
primero en la mejilla y la frente y después en los labios. Tú has permanecido
quieta, recorrida por vibraciones extrañas, nuevas. En tus experiencias pasadas
sólo hubo violencia, calor desesperante o miedo a ser devorada por el hombre o la
pasión. Phillip ha llegado en silencio, con su mirar azul transparente; él te ha ido
convenciendo de su amor, te ha prometido matrimonio inmediato, cosa que antes
ninguno había hecho, y tú te has quedado varada, en un calidoscopio de emociones
inusitado, muda, acariciando sus manos. Eso te estremece ahora que te propones
perfumar tu cuerpo con la colonia que más le gusta a Phillip.
No puedes ni quieres arrepentirte. Sería un infantilismo. Phillip quedaría
decepcionado y te diría: “I knew you were still a child, baby”. Eso sería un insulto
insufrible. Porque tú no eres ya una niña, tienes veinticinco años y sabes muy bien
lo que haces. En esta hora decisiva de tu vida piensas que Phillip es el único
hombre que te ha querido de veras, el único que ha sido capaz de amarte
intensamente. Después habrá tiempo para hacer una nueva vida, ya encontrarás
nuevos amigos en los dorados campos de Virginia, que es donde te ha prometido
Phillip llevarte cuando termine todo. ¿Qué más se puede pedir, Natalia? Tocan a tu
puerta y, sabes que es él, que ha pedido permiso especial para venir. Ya no
titubeas. Estás segura de tus pasos como del rocío de las plantas. Abres la puerta y
ves a Phillip con una mirada interrogativa, anhelante, que le respondes con un
beso. Cuando cierras la puerta asiéndote a su mano, Phillip ya sabe que has
decidido acostarte con él, como te había pedido.
Ha publicado los libros El placer está en el último piso (novela, 1974); Las locas de la
Plaza de los Almendros (cuentos, 1978); La noche de los buzones blancos, (cuentos,
1980); El brigadier o la fábula del lobo y el sargento, (novela, 1981); Los despojos del
cóndor (novela, 1985); Pormenores de una servidumbre (cuento, 1985); El parnaso de la
memoria (poesía, 1985); La narrativa yugulada (antología, 1981).
“22-22”, daban la vuelta montados en Volkswagen los agentes de seguridad, daban más
de una vuelta y se detenían con el motor encendido a mitad de cuadra, frente a una casa
o a la salida de un billar un prostíbulo una fonda volvían acelerando en derredor de los
parques y los cines, nunca más de dos, ronco el motor, sigilosos volvían a cada hora a
hurgar la noche del barrio.
“22-22”, hotel de tres pisos y de uno más, aforado de palomas enloquecidas por
huracanes y metrallas, gran hotel con bar casino y restaurante y con las puertas abiertas
al tumulto de una ciudadela injertada en el miedo, cada quien empadronado con sus
pasiones y secretos, sin otro destino que anudar afrentas y atravesar el barrido
esplendor de las acacias por donde venían a citarse las puñeteras de arrabal, a eso de las
seis en punto de la tarde.
Leales, eso sí
lo recuerdan
cómo olvidarlo
no se le iba uno
lo tiene”
Es lo que hay
Dios y Trujillo
sermones de cura.
KAMELO: Sigue a cualquiera que vaya a una logia o pase por una
embajada.
Jefe.
Y vuelve
LEBRON: Ponme dos bombas en la Casa España, por si traman algo esos
eso, si te quieres ganar unos pesos más, vete al puerto y dale una vuelta a
los marinos por los cabareses, ensúdalos con rabo de morenas, diles que
He dicho
ESO DICEN
ahí viene Manita, en cueros todo el mundo, lo sentían venir por los
pasillos de la Fortaleza Ozama, lo sentían venir por la fragancia que despedía su Agua
Lavanda de Murray y Lanman, lo venían repartiendo carabinas Máuser a sus
compinches, a ras de piel, me los afeitan bien, afilen bayonetas, borren cejas, pestañas,
axilas, vellos hacia abajo y vellos hacia arriba, lo veían sacar de un maletín docenas de
boletas electorales, quién escribió esto? “Yo no voto por asesinos ni por Mojones”,
“Ramfis no es hijo de Trujillo”, “El fraude siempre gana”, “La Primera Dama fue su
concubina más querida y de otros la más mamada”, todos los votos de la misma urna,
del mismo barrio, me los sientan al paso en las bayonetas, aquí se acabó el desorden, la
montonera, el populacho malcriado, mano dura carajo, ese hombre pone en cintura a
cualquiera
ESO DICEN
No tiene sentimientos
ESO DICEN
ASI LO QUIEREN
Nadie lo olvida
Hace falta
Que lo traigan, lo
Ya sé, no basta una ruina para ser trompeta del musgo empedrado
Qué te crees, Luzbel o Midas, acaso un corintio
ESO DICEN
Ya sé
ESO DICEN
USTED reverendo James, usted y sus Testigos de Jehová, cómo es posible que sigan
caminando cuando oyen el Himno Nacional o cuando suben la bandera?, se me va ya y
déjeme ahí el portafolio ese con piel de cocodrilo, o quiere que lo denuncie? SE FUE
OTRO, sin saber que fue condenado por llevarle a Trujillo la cabeza de n caudillo
enemigo (aquí los testigos fueron post-facto, un día de finado, enfatizan), se la había
llevado chorreando sangre en una palangana y el Jefe lo repudió no por carnicero sino
por indiscreto, algunos lo vieron coger la cabeza y coserla a otro cadáver para vendérsela
a la familia del caudillo decapitado, así al menos tendría un pedazo de sus restos, 1931,
Orel yo?
Agradece el refugio, la tierra, las hembras que les dimos a todos ustedes,
Por los alrededores del 22-22, afirman que Blanca Esquivel era hija de un
Yo?
USTED profesor Landestoy, escribiendo panfletos entre clase y clase, que no? Que
FUE, sin saber que había sido inculpado reiteradas veces por verter aguas
Inscribirse en los listados del Partido Dominicano, 1932, 1943, 1951 yo?...
Yo?
Azote y respeto del barrio, en cualquier cargo misión o batida estabas ahí,
listo para irte con pasaporte oficial a una encomienda de estricta seguridad y qué será?
Nunca había visto tanto sigilo y hermetismo como el desplegado en su viaje a Caracas.
Nunca imaginó a lo que había ido, ni lo que venía en aquella caja grande de madera que
bajaron con una polea en un muelle secundario de Ciudad Trujillo. “Frágil”, leíste,
“Cristalería Limoge”. Lo trasladaron con todo y caja a un nuevo recinto penitenciario y
qué será? Estaba en las afueras de la ciudad. Los que allí eran conducidos no pasaban
por los tribunales y si lograban salir, no volvían a servir para más nada, y menos para
héroes. Lo llamaban “La Cuarenta”. “Oficialmente este sitio no existe… Hágase cargo”, le
ordenaron.
Militar o civil
Es un hecho
El tenía su gente
A la brava
ESO DICEN
El tenía lo suyo
El Benefactor de la Patria”
Es un hecho
Así es la vida
Hasta un día
Llegó la hora
Dios y Trujillo
ESO DICEN
Y más la gente que iba al “22-22”, no había otro paso como él, se
volvió ceniza ladrido alma de pez hembra de paso.
ESO DICEN
Estábamos jugando pelota frente al mar cuando de pronto vimos un barco entrando en
tierra, enfilando hacia nosotros como un fantasma monumental y gris. Yo, que corro
igual de espalda que de frente, me quedé con el madero al hombro, boquiabierto, sin
sentir siquiera el pelotazo en la cabeza. El barco venía por encima de las aguas y casi lo
vimos deslizarse hasta el campo de juego. Nadie corrió ni se movió de su posición. A lo
lejos el mar estaba poblándose de náufragos, mientras nosotros permanecíamos con los
guantes en las manos, buscando otro cielo donde jugar.
J. Cansen, el Niño Manco, jardinero central
Había sido su idea, o más bien su audacia la que nos impulsó a ir todas las noches al
Memphis, encallado a cien pies de la costa. Para no llegar a nuestras casas todos
mojados, nos desnudábamos y guardábamos la ropa entre las piedras de los acantilados.
Nos íbamos a nado, de tres en fondo, susurrando nuestros nombres a cada brazada.
Adelante iba el Niño Manco, nadando con su único brazo, haciendo espumas con su
muñón, más velos que todos nosotros en el agua y en el terreno. Él decía que un tiburón,
pero todos sabíamos que había perdido el brazo en las muelas de un trapiche. Aun así
era el cuarto bate y el capitán del equipo. Los infantes de marina le habían enseñado a
jugar béisbol en el patio de la Fortaleza Ozama. Los conocía bien y entendía su idioma.
Quizás por eso fue el único que no se alarmó la primera noche que nos aventuramos en
el Memphis, cuando vimos flotando a nuestro lado el antebrazo de un marino, tatuado
con un ancla enorme y morada. El antebrazo iba en dirección contraria a la nuestra y se
esforzaba por llegar a la costa: “Ese es McKenzie Blue… no lo toquen –dijo el Niño-…
Vive en el horizonte”.
Desde el sarampión hasta las paperas, incluyendo los dolores de muelas y los catarros,
todas las enfermedades nos las había transmitido sin contemplaciones y con la misma
intensidad y virulencia con que él mismo las había sufrido. Nadie quería caminar a su
lado ni pasar por su calle, pero desgraciadamente casi todos vivíamos en un mismo
barrio, y a cada vuelta de esquina nos topábamos con sus erupciones, su flema y su
fiebre. No hubo manera de expulsarlo del equipo: cuando jugábamos sin él, alguno de
nosotros se rompía una pierna o un brazo, o se perdía nuestra única pelota o caía un
aguacero que nos enlodaba hasta los sueños: “Que venga el azaroso ése de Ravelo”,
decíamos, y volvía a salir el sol. Al principio nadie quería llevarlo al Memphis, pero un
bien día se presentó afirmando que había ido solo y que había visto una sirena en los
camarotes.
La verdad era que esta muy nervioso. Mi papá acababa de comprar un Ford-T, último
modelo, 1916, y había decidido llevarme al farallón para iluminar con los faroles el lugar
del siniestro. Había muchos carros estacionados en la playa incluso por los acantilados,
proyectando sus luces hacia el barco en busca de algún náufrago o sobreviviente.
Todavía una semana después de haberse varado el Memphis, mi papá seguía prestando
sus luces a la tragedia. Los primeros días yo creía que él estaba realmente condolido con
la desaparición de más de cuarenta marinos, pero una noche oí a mamá decirle que
estaba bueno de exhibir el carrito, que ya todo el mundo lo había visto y sabía que era el
primer Ford-T que rodaba por las calles de Santo Domingo. No eran sin embargo las
jornadas de rescate lo que me preocupaba, sino el temor de que fueran a sorprender a
los muchachos yendo del Memphis, en unos abordajes impúdicos y vandálicos de los
cuales yo también era cómplice.
A nuestro barrio le llamaban El Mondongo, quizás porque se había formado al lado del
El Matadero, cerca del terreno donde jugábamos pelota. Nuestros padres eran
carniceros, matarifes, desolladores, traficantes de vísceras y despojos. No todos, porque
había dos o tres del equipo que vivían en la avenida Independencia. Eran los riquitos del
grupo. Sus papás tenían carros, casas con balcones, jardines que llegaban hasta el mar, y
no cagaban en letrina sino en inodoros portátiles, que, según ellos, se los habían
comprado a los infantes de marina. No era un secreto para nadie que los niños de
familia jamás pasaban por El Matadero. Si venían a jugar pelota con nosotros era
porque se escapaban de sus estancias. Después la tentación de la sirena fue más grande
que cualquier castigo. Ella era todavía para nosotros un limbo de placeres, un musgo
ajeno a la ciudad. Sólo la oímos cantar, pero no sabíamos de dónde venía su voz que
parecía escondida en el silencio del Memphis. Cantaba como si estuviera enamorada, sin
música, a capella con el oleaje. Nosotros recorríamos el barco de punta a punta sin
encontrarla: buceábamos desperdigados por los arrecifes, buscando su nombre en los
labios de los ahogados; organizábamos serenatas de mar y le preguntábamos a los
pájaros si ella había donado su cuerpo al resplandor. Sólo para honrarla, educamos una
multitud de peces en nuestras manos, y aunque la presentíamos comprometida en la
oscuridad, aguardábamos a que subiera con la mañana. Una tarde le escribí un largo
poema en la arena, pero una bandada de golondrinas lo alzó en su vuelo.
Ya lo habíamos vendido casi todo, “a domicilio y sin regateo”, tal como nos lo había
ordenado Mustafá Rangel; hasta teníamos una flotilla de botes salvavidas para
alquilarlos en las mañanas y llevar a algunos curiosos hasta el Memphis. Pero al caer la
tarde los sacábamos de servicio porque la noche se había convertido para nosotros en un
reducto privado, en un solar flotante donde sólo había espacio para el amor. Aunque
Ravelo, la Plaga, sostenía que él había sido el único en ver a la sirena, lo cierto fue que
un sereno de la Capitanía del Puerto terminó siendo el primero en presentárnosla.
Aquella noche, abriendo y cerrando escotillas, nos condujo hasta donde nunca habíamos
llegado, hasta el rocalloso corazón del Memphis. Nos la enseñó tendida sobre los corales
y los sargazos que habían penetrado en el fondo del casco. Estaba desnuda y sonriente, y
su piel parecía lavada por el limo de muchos insomnios. Casi sin darnos cuenta,
Ponciano nos incitó a poseerla de uno en uno y cuantas veces quisiéramos. Esa noche yo
fui el primero en desdoblar su fragancia y el último en abandonarla.
El Memphis pasó veinte años varado en el mar. Nunca terminó de hundirse ni nadie se
ocupó de desencallarlo; ni siquiera el día que se fueron los infantes de marina se
molestaron en removerlo. La gente que pasaba por el malecón lo veía emproado y
desnudo como un negro cascarón semoviente. Muchos lo contemplaban con
indiferencia, otros con desprecio, incluso algunos con indignación y asco, sobre todo los
que ya sabían que el Memphis, con el paso de los años, se había convertido en una
madriguera de rateros, en un escondrijo de chulos y proxenetas que se daban cita en la
madrugada para violar y pervertir menores, para repartir la mercancía robada, para
secuestra y torturar a los adversarios del régimen: “En el Memphis sentó residencia la
escoria”, fue lo último que oí a mis espaldas.
Cada día más un olor envenenado, sulfuroso, nauseabundo invada al Memphis. Las
ratas cruzan por las bordas desvencijadas, por la sala de calderas, por el cuarto de
máquinas, bajan y suben por las escotillas. En noches de luna llena se ilumina la nueva
podredumbre de sus inquilinos: mendigos dementes, soplones y calieses de tugurios,
riferas crapulosas y prostitutas fétidas que aguardan su turno para abortar antes del
amanecer: “¡El Memphis es una cloaca seca por donde se arrastran los delincuentes más
sádicos y depravados, el hampa de la ciudad!”… Así nos llaman ahora, hace mucho
tiempo ya, antes que asaltaran nuestro cielo, cuando éramos muchachos y jugábamos
pelota frente al mar.
BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris Pasternak
2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov
3. Antología del cuento chino / varios autores
4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia Woolf
5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré
6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata
7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann
8. Dublineses / James Joyce
9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas
10. Caballería Roja / Isaak Babel
11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati
12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia
13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla
14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov
15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Imbert
16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos
17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier
18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry
19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino Novás Calvo
20. Over / Ramón Marrero Aristy
21. Una visión del mundo y otros cuentos / John Cheever
22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson
23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe
24. Huasipungo / Jorge Icaza
25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado
26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias
27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián
28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández Catá
29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan Bosch
30. El libro de la imaginación / Edmundo Valadés
31. Cuatro relatos / Joseph Roth
32. El libro de cristal de los Cohén / Aquiles Julián
33. Cuentistas dominicanos 1 / Aquiles Julián