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JORNALERO

en el jardín prohibido

Romances después de ciegos

La Tierra con sus puertas de siempre


que llevan al rubor de los frutos.

Federico García Lorca, Panorama ciego de Nueva York


La noche en turno
Romance gótico-obrero

Ha tronado en la sala de baile. Se duermen los aires.


Se aleja el resón con el eco de los mil danzantes.
Ahora me toca buscarlos a todo lo largo de este milenio,
donde andan dispersos.

Al bajar del tren, la calle está sola.


Camino a través del polígono, junto a un coche
con las ventanas rotas. Las ruedas hundidas.
Entro en la fábrica
desnuda de noche,
inquieto
por rincones oscuros.
Las máquinas, yertas. El rugido
de un león que ronca. El silbido
de un respiradero
para duendes y ánimas.
Allí encuentro
al primero.

Le invito a salir. Me invita a un café.


Me enseña la ronda por los pasillos ciegos.
Las llaves, el grifo que no cierra,
el ascensor sin dueño a estas horas.
Me quedo. Me duermo.
Despierto en mi cama mientras quema
en la espalda la brasa del látigo
y el vacío en la nómina. No quiero volver.
Pero aguanto dos años.

Me envían a un almacén gastado


por miles de pasos.
Camiones. Toritos
con astas de acero.
Los jóvenes a la puerta comparten cigarros,
mientras el tiempo vuela de una noche a otra.
Me cuentan la razón de la fiesta.
Los nombres de quienes se casaron
para vencer al miedo que tira de ellos
con cara de loco y voz de encargado.
Las cámaras ruedan sobre sus cabezas,
por si toman un bote de la estantería,
se beben el agua, se comen lo roto
o se besan de plano en alguna esquina.
El almacén es un templo sin ventanas ni techos.
Un cielo de gas puritano. Una norma
que ordena salir por la puerta
con el bolso abierto por si acaso
estuviera un Picasso o un Gris
entre las toallas, el almuerzo
de la una de la madrugada,
el móvil, los gritos callados.
Me despierto en los brazos
del bus a la vuelta hasta una parada
que no era la mía. No quiero volver.
Pero aguanto seis meses.

Comienzo una vida nueva


en un Parque vallado
sin bancos ni árboles.
Los perros guardianes
que ladran y ladran sin respeto a mi especie
me dan más miedo que los hurtadores
a quienes conozco desde que era niño,
y robaba chicles.
En el Parque sin árboles fabrican sirenas
con forma de máquina. Acumulan luces.
Piezas. Ataúdes
donde encajar sus lemas.
Retuercen la esperanza humana:
Santa Fe, Los Ángeles, Las Vegas.
Comodines girantes hasta cerrar el hígado,
una noche tras otra.
Máquinas tragaperros.
Le tomo cariño a los canes,
al fin y al cabo, vivos.
Les alimento con pienso compuesto.
Les echo de más y de menos
cuando me veo solo. Me pierdo.
Enloquezco
zoólogo
en mitad
del desierto.

Escribo sobre el Apocalipsis.


Llora Daniel o una niña en el foso,
entre leones de piedra.
Promet(e)o no volver a ser (hígado) robado
legalmente, pero no tengo fuerzas
para buscarme el rostro
olvidado
en un tren cercanías.
Me enquisto. No sueño
ni escucho la onda
que aviva los cuerpos
desde el primer día.
Entonces ocurre.

Oigo una canción de Julieta Venegas


y luego One de U-2, los besos del Loco que Canta
y no es encargado, sólo le pido a Dios,
en versión de Juanes:
Me enamoro
en un autobús de línea desde Arganda a Madrid,
después del atentado en el tren que solía,
a la misma hora.
Fue por eso. Cuando no tocaba un fan de la Ser
o un fanático de la cadena COPE, nos ponían
música, música, música.

Descubrí que el amor sin el ritmo


de Carlinhos Brown
era una piel gastada por la erosión.
Un domingo aparcado
sin hablar con nadie.
La relatividad en un universo sin átomos,
sin campos de energía, sin los mil danzantes
que andaba buscando
por el fondo del margen.

Te encontraré cantando una noche


que no esté de turno,
en ese hogar tan nuestro
que era este mundo.
Me vuelvo a cuidarlo.
No quiero que acabe.
El premio de la montaña
Cómic sin ilustrar

La subida al Pico de Entrecejo fue histórica.


Pasaba por medio de un barrio macizo,
recruzado con grandiosos nombres
de toda
la geografía hispánica:
los Pirineos, la cordillera cantábrica
y la penibética.
Pero aquello
fue colosal.

Para empezar, en la primera curva,


se salió una cadena, la única
transmisión entre el suelo y mi cerebro.
Volví al punto de avituallamiento,
a rastras, los pies hinchados,
gotas de heroica maldición.
Ayax en su playa,
Ulises en su barca,
Esponja en su roca,
el oficio de repartir fast-food
por los hogares de ocho a doce.

Dejé las pizzas frías y agarré otras


para la Sierra más alta.
Recibí la alentadora bronca
del encargado, siempre a tono
para echarme la culpa
en caso de accidente.
Los compañeros contratados de distintos países:
Hassan, Borja, Plamen,
le hacían comedidas burlas chasqueando
la lengua contra el filo de su látigo.
Compartimos un pedazo de anécdota
-las pizzas eran intocables-
mientras sus manos amasaban
mi espalda, hasta el próximo viaje.

Salí por piernas y arranqué de corrido.


Esperanza.
Pero la suerte estaba contra mí
o contra mi equipo.
Después de pasarme un semáforo en rojo noté
un rugir de estertores en el vientre de la máquina.
La percusión fue bajando de ritmo.
Se agotó en un soplido intenso.
Por más que la animaba,
con un pie arriba y abajo sobre la palanca
a velocidad frenética,
no anduvo.

Me sentí contaminante, porque el fondo


del depósito acumula polvo,
herradumbre, cabalgadura, plantos
que entonaba a voz en grito.
El público en la calle gozaba,
a punto de echarme piedras.

De nuevo tuve que empujar


toda la Sierra, subir por la Albufera
hasta un toldo de plástico y metal
que alberga bombas
automáticas a disposición del cliente
para cargar un jugo
refinado
de cuerpos
sudorosos.

El cambio de moneda al cruzar los Pirineos


sonaba con mis pasos, campanillas al trote,
a lo largo de un tramo cronometrado.
Diez minutos.
Toqué el fondo de la bolsa aislante, calórica.
Quemaba. Cobré ánimos
para la etapa final al filo de la Sierra,
los números altos
y las propinas conspicuas.
Sonreía ilusionado
al ver que se acercaba
un momento de gloria, cuando vi,
sentados en la acera, un grupo de ag
corsarios conocidos
glup
por su adicción a las pizzas,
a falta de otras sustancias.
No pude contenerme. Lloraba
mudo al darles el producto
de mi esfuerzo.
Buah.
Sin resentimiento, que lo disfrutaran.
Me pidieron lo que llevaba encima.
Pero todo lo llevo debajo.
Ajá.

Al cabo, nada os debo.


Me queda el recuerdo
del paisaje desde lo alto,
siguiendo la cuesta,
junto a un parque refresco
en el verano más cálido
del siglo.
Los niños cruzan
de la mano por los pasos
entre una Sierra y otra.
Los perros ladran
tras mi alazán deshecho por los golpes.
El sudor se despega del cuerpo
porque el aire hinche mis velas.

Si no he ganado el premio
de la montaña,
fue por un azar.
Soledades

Una mujer anciana camina calle abajo, calle arriba


del Puente de Vallecas, mientras respira
el aire que la gente olvida,
con las prisas.
Se detiene a dar
los buenos días.
Pregunta por la madre
y el plato que cocinas.
Se acuerda de su madre y del plato
que cocinaba para ella durante treinta años.
Se sienta, te bendice, oculta tras la niebla
que levantará la muerte o una revolución sonora,
cuando se reúnan todos los viejos del globo
a hablar del nuevo mundo
en su bandada inmensa.

Un hombre comparte habitación con una sombra


que le vela mientras duerme de día, trabaja de noche.
Recuerda a sus hijos a través del hielo.
El día de su cumpleaños se despierta encendido,
a la espera de que vibre el móvil. El tiempo pasa,
por primera vez, en un año.
Pasa de largo.
Al día siguiente, en la policía, denuncia
a una soledad que le robó cien euros.
Su cama,
desierta.

La empleada de limpieza entra en el despacho.


Detiene la fregona junto a la ventana ciega.
Por primera vez, se atreve a tocar
un ratón
con la punta de los dedos.
Busca una página
en lenguajes que entiende.
Boleto para el mediodía,
el mes de diciembre
más cálido de este planeta
impreso en cuatricomía.
Se marcha con el tiempo en el bolsillo,
mientras el espacio se compone de pedazos.
La flor de la Karmela
Rapeado

Busco la flor de la Karmela


en el parque de un tío
que se llamaba Pío,
aunque no lo fuera.
En Vallekas,
su nombre, por su forma,
aunque Pío fuera
el amo, es el Parque
de las Siete Tetas.

Subo corriendo la cuesta


hacia la puesta de sol.
Es verano.
La hierba, seca.

Grupos de jóvenes, familias,


solitarios con perros, amigas
con amigos vienen a este parque,
cuando el calor revienta
unos techos tan frágiles
como tiendas de refugiados sobre
el solar de una transnacional.

El sur resplandece
en un panorama
de Antonio López
desde esta cima
de Madrid abajo.
El sur no es la cola.
Caras, caras y caras
sobre el cemento armado
hasta un fondo rojizo, a lo lejos,
más allá de Toledo,
Córdoba, el Estrecho.
Aún más abajo:
el sur no es un hueco
para colar la masa.
No es la cola
de esta masa dorada.

Me rodea la felicidad negra


que sale del fondo
de la periferia.
Escucho la radio.
Libera mis pasos.
Me agarra, me suelta.
Inunda la carne.
Son rostros. Bailamos
al ritmo
que no inventan las máquinas:
la samba, la cumbia,
la timbalada, el funk.
Un hermano me augura
mucha suerte y buena
si pudiera curarte
de la pena blanca.
Si pudiera llenarte
el corazón de selva.

Aunque se acabe el mundo,


cuando se queden ciegas
las fuentes serenas
y no brote nada,
ni tengamos nada que sembrar
del Estrecho al parque donde
vengo a arar
la tierra sin agua,
el río ancho de esas caras
me inunda.

Otra vez subiendo la cuesta


a la luna, con un cuerpo
(el mío).
Espero la comunidad
eterna. Titilan
perlas
sobre la mar. Hay un puerto
construido por falta de sueño
en Vallekas, cuando los abuelos
levantaban una chabola y otra,
entre muchos.
La ciudad nueva
en una sola noche.

Siento en la piel un rocío gratis


de las vidas que llegan.
El mar que cruzaron.
Pantanos de muerte.
La senda que otros
volverán a pisar.
Conduce hasta aquí.
Al arrabal.

Descansa, porque ya era tuya esta tierra al nacer.


Descansa del viaje que hiciste. Estaba prohibido.
Descansa del agua que no se puede beber.
Descansa del viento que arrastra. Respíralo.
Descansa en el tiempo robado a los dueños.
En el baile que nos hace iguales.
Porque no te tragó el mar y vive.
Por el calor que inflama y no quema.
Descansa de mí,
que no puedo dormir.

Me acuesto
sobre la humedad esperada.
El sudor y un sesenta
por cien de mi jugo.
Contemplo tu altura,
tu sinuosidad abierta,
Madrid.
Ahora estás conmigo.
Te quitas el traje
Tarantino Blade.
Te limpias el odio,
la sangre,
el vinagre.
Recuperas el tacto
o conoces que es nuevo.
No era otra noche más.
Cada ser es únic@.
Verás
los delfines
nadar
por el parque.

Mientras me duermo, Karmela,


en tus brazos escucho
las voces que guardas.
La vida.
¿Lo niegas?
La era del petróleo armado

En la torre diseñada sobre Madrid por el arquitecto Norman Foster,


Lord of the Bank of Thames, trabajan decenas de nuevos españoles:
africanos, latinos, eslavos, gallegos, madrileños de Parla, Vallecas,
Fuenlabrada. No es la torre de Babel ni hay vislumbre de Apocalipsis,
aunque Foster hizo el camino de Santiago en bicicleta, por si acaso.
Pero es una altura incómoda para los trabajadores. Alguien me dijo
que ya no había costumbre de edificar más de seis pisos, desde que
se hizo un plan urbano en Madrid, hasta que empezaron a levantarse
las dichosas torres. Donde antes herbía (de hierba) una ciudad
deportiva, sólo quedan unas líneas de gradas con vestuarios útiles.
¿Seguirá abierta la torre al tránsito de los colores del arco-iris cuando
sea ocupada por la jerarquía multinacional? El personal de limpieza
atraviesa todas las esferas como los cometas, en un círculo perfecto.
Ellas lo colorean todo. No hay quien las pare.
No obstante. ¿Para qué servirá esta torre, una vez se queme o nos
queme el petróleo? ¿La cubrirán de paneles solares?

Te veo entrar por el portón de acceso.


Cruzas la tierra con el viento en contra.
La sombra se pega al hormigón helado
por la asfixia, bajo el sol, este julio.
Subes la torre, la armas y bajas.
Te despides contento por guardar tu nombre.

La torre no es tuya. Viniste de lejos


con la espalda puesta y el amanecer velado.
No dejas de amar, mientras la torre aumenta
otro plano cortado. La carne desmaya.
Engorda el dinero. Nos agota el petróleo.

Cuando acabe la era del petróleo armado


tendremos un día de lluvia tan mansa
como el beso que sabe
la forma del labio.
La tela del corazón

Tres noches de amistad


en una secuencia infinita
de golpes, caídas y amarguras
abren la camisa,
apartan el casco roto,
descubren las heridas,
besan la piel del leproso,
revientan los abscesos con manos
que no hacen daño, cubren
de saliva el vacío.

La tela del corazón, tres noches


sacan, desenrollan, visten.

Con vosotros, contigo,


dan de sobra para saciar
cinco años en medio del pantano
donde se confunden
perfiles y los rastros.
El pantano de la bota vieja
que se llena de agua.
La torcedura del cuello
que se vacía de sangre
por la yugular con-
gestionada de gritar
a Dios.
El pantano del que he salido
a verte, porque bajo tus pies
hay tierra.
Tres noches para caminar
el llano.

Tres noches hablando


podrían ser setenta y dos
horas de interrogatorio
en una habitación trasera.
Con vosotros son prerrogativa
de andar por la casa nueva
y encontrar preguntas en busca de espacio
donde los ciudadanos quieran arar el común.

La última, Juan,
vino a sentarse al banco
frente al Palacio i-Real
con aire de veraneo y calle
desde que el once de marzo,
a su hijo, a su hijo... Nos cuenta
Juan, indigente y sabio,
alto, flaco,
que este Dios no mata, que Dios
no fue, ¿y nosotros?, tampoco,
¿y entonces? Nadie
quería la guerra,
ni la crisis, ni la hambruna,
pero hay quien se muere
y hay quien, con esto,
trepa.

Ay, ay,
de las penitas verdes
que salen con el hablar
lo que las piedras no saben.
Penitas negras
que van
a dormir y se enderezan
para entrar en la mañana.
Penas que no volverán
si hacemos día en la noche
si me animo palmeando
el final por bulerías:

Tres noches
de amistad
en una, en una
memoria infinita
En el corredor de la muerte

Las liebres del llanto sondean callejones.


Sus caderas no duermen en camas de hospitales.
Los cráneos se alquilan por días y por meses.
Los sultanes del día me despiden por las noches.
No encuentro empleo.

Me plantaré a esperar que alguien elija


macetas.
Alguien comunero,
algún regante en la tundra,
algún ruedo
donde no haya que marear los toros,
algún canto
con la humanidad entera despedida.

Tenemos las cuencas argentinas por haber llorado


sin que las expresas desbordaran las esclusas.
Se entorpecen al caminar las dos orejas.
A cada hora me acerco al barandal del miedo
adonde los viajeros paran sin maletas
antes de entrar en la tierra urgente.

Si tú vinieras amor a esta maceta,


si te implantaras en mi nuez
la cara arriba,
si holgáramos la brisa entre tus dientes,
no temería que los balcones se llenaran
de un polvo fabuloso,
siglos o un instante apenas,
en ese apartamento con vistas donde niños,
donde niñas y niños
y puré de papas.

¿Odio el trabajo? ¿Aborrezco el sábado?


¿Rechazo al gremio de la hostelería? ¿Mato?
Me pierdo en los pasillos.
Chorreo a la salida.
He perdido la cuenta
de este cráneo alquilado.

Si no me desoyeras, cariño, cada vez que te ofrezco


el alma a bajo precio, me quedaría impávido ante el rostro
de muchos hombres negros en el corredor de la muerte.
Es hora

Estamos rotos, rotitos.


Muñecas de trapo, no.
Mujeres de parto
bajo el poder de la cesárea.
Tenemos los huesecitos lindos,
escampados al sol
de la memoria
que guarda
la vida y la vez.

Nos acarician los niños que caminan


por las vías donde fuimos travesaños.
Las playas donde fuimos ahogados.
Los montes donde nos aterraron.
Somos semillas de piedra.
Cantos rodantes. Seda húmeda
para los pies descalzos.

Estamos enterados, enteritos


que aguantáis lo presente.
- Y que esto no se acaba.
- Estamos buenos.
- ¿Verdes o maduros?
- Pues sí que estamos buenos.
- Pues qué le vamos a hacer

Si nos preguntan, respondemos.


Es hora de pasar la mano
por el aluvión inmenso de lagos esfumados,
por los dientes de una muchedumbre hambrienta,
sin agua que renueve su saliva,
por la cerradura
del corazón.

Es hora de no mentir
ante la arruga que nos besó la frente.
No es fea.
No es de muerte.
Es pensamiento:
Dejadla.
Miradas

Ojitos
que nadan en la mar inmensa.
Especie intercalada entre accidentes.
Corazón bullente
entre los polos.
Os oigo abriros paso en la grisura
de una selva desvaída
por el centro, el corro, el coro.
El horno crematorio.
Barrilazos de óleo apedreado.

Ahora me vuelvo a vos,


que ya os hicisteis grandes,
después de esconder mi vida
en el espacio tiempo abrasador y helado,
como un mes perdido en el Sahara.
Os tiro de las mangas, os provoco,
mientras me mojáis la cara
con mis lágrimas.

A qué santo habéis venido


a darme ciencia bajo un pasmo
de estrellas intocables,
por la avenida de álamos
errantes,
en un hueco desprovisto
de escaleras,
en el escalón dos mil
de la pirámide.

A qué santo invocáis vos,


que ilumináis, para ver,
desmoronándose, la tierra
en que nací,
la casa de mi abuela
(nunca fue suya, como)
el campo de almendros
memoriosos, hoy secos,
sin renuevo,
la huerta resalada,
sin pizca de gracia,
para agarraros conmigo y desgarraros,
entre las estrellas y los álamos errantes,
entre la comunidad palpada y la dispersión
bajo las bom-

Para qué me arrojasteis


a esta guerra ya perdida,
desde el principio del poderío
y de la herencia.

Para qué
me amasteis
y me dejasteis.

II

Ojitos
que se agarran a los ojos
de los vivos
que se han ido
o que pudieran.
Especie intercalada entre los muertos.
Corazón batiente contra las puertas veladas.

Te veo advenir llena de miedo.


No puedo asegurarte nada,
ni la fortuna de un poro,
ni el porvenir de un cabello.

Pero quiero que sepas que


te amo, entre en tus tímpanos
y los desnude delicadamente
de sus fundas.
Quiero que acampes
tu rescoldo en mi bazo,
mi pasar con el tuyo,
mi resplandor por tu gozo
en recíproca presencia dilatada.

Otra vez me vuelvo a ti,


pero el espejo se devuelve
mis ojos:
la hinchazón por ver muerte,
por tanta perrera pasada,
por la separación y el simple llorar
arrinconado.
Reconozco la absurda propensión a estar
solo,
sin dientes
y sin límites.
Nunca más pondré mi confianza
en la transformación del átomo
(bom).
Nunca más quedaré yerto
de abrazar las piedras.
Prefiero la alquimia de las brujas
que encontraron a Dios-a
en otro cuerpo.

Confío en la feracidad de los vaivenes:


tu ternura, ojitos, dolorida,
en la especie que brota de tu entraña.

Corazón,
ahora que te escucho,
ahora que hablas.

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