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Psique y Melón (relato) por Efraim Medina Reyes

1 La otra mañana entré al baño para masturbarme. Mojé y unté jabón en los bordes de unas fotos
recortadas de Playboy, Hustler y Blue; las pegué sobre los blancos baldosines conservando cierto orden y
enseguida abrí la llave de la ducha y me paré frente a las fotos. El órgano se fue endureciendo, mis ojos
iban de las tetas de una negra al chocho de una rubia. Empecé a frotarlo, estaba inmenso, aquellas fotos
eran lo mejor que había conseguido en meses. Aceleraba y cuando estaba a punto de eyacular hundía el
freno. De repente la puerta del baño se abrió, la reacción instintiva fue taparme el sexo: Era mi madre. No
sabía qué hacer. Ella observaba indignada aquellas fotos y empezó a llorar. Nancy no tardo en llegar
seguida de Leo. Todos miraban las fotos. Leo sacudió la cabeza, jaló la puerta y se las llevó a la sala. Me
senté en el borde del inodoro y lo escuché hablar con mamá. —Te juro que no está loco —le decía. —
¿También haces cosas así? —No, pero... —Además, tiene su mujer. —¿Y eso qué? Nancy entró en la
discusión y ya no pude entender nada. Permanecí sentado mirando el agua caer, un chorro enorme,
continuo. Otra vez me planté ante las fotos y le di con fuerza al órgano. Afuera seguían los gritos. La
morena se robaba mi atención con sus tetas brillantes. Dirigí el semen contra la pared sin lograr salpicar a
ninguna. Retiré las fotos y las eché en el cesto: rubias y morenas quedaron allí, entre toda esa inmundicia.
Me bañe y salí. Mamá estaba frente a la tele con mi hija sobre las piernas. Leo y Nancy seguían
discutiendo en la cocina. Me encerré en el cuarto.

2 —¿Por qué me vigilan? —Nadie te vigila. —Sí Nancy, tú y mamá no me pierden de vista, y mamá está
todo el tiempo con la niña encima, ¿qué imaginan? Dios santo, tienen mentes tan sucias. Había sido una
horrible semana con mamá y Nancy jodiendo, hasta en la cama me sacaba la chispa preguntando
estupideces. —¿Me detestas? —No jodas, Nancy. —Sueñas con otras, ¿por qué te casaste conmigo? De
las preguntas pasaba a los gritos y luego al llanto. La vigilancia se extendía a mis objetos personales, mis
revistas desaparecían. Hablé con mi hermano pero no quiso arriesgar el pellejo por mí, me dijo que les
diera tiempo. —Es una maricada, Leo —dije angustiado—. ¿Acaso tú no haces lo mismo? —Si les digo
que me pajeó será peor. —¿Peor para quién? —En alguien deben confiar, ¿no?

3 Nancy habló de separarnos y mamá trajo evangélicos a casa para rezar. Sus voces apagadas me
arruinaban el sueño; se iban después de medianoche y entonces Nancy y mamá seguían orando,
arrodilladas ante la cama, como si yo fuera un cadáver. Recibí dos llamados de atención en la oficina por
descuidar el trabajo. Una tarde me puse a jugar con la niña en la terraza y al instante llegó Nancy, apartó a
la niña y me gritó cosas terribles. Algunos vecinos se acercaron a ver qué pasaba. Nancy entró a la casa
con la niña en brazos. Los vecinos me dirigían miradas feroces; opté también por entrar pero ella había
cerrado con llave. Uno de los vecinos sostenía una varilla en la mano. —¡Leo! —grité desesperado. La
puerta se abrió, entré y fui a buscar a Nancy. Se había encerrado en el cuarto con la niña y no quiso abrir.
—Ya se le pasará —dijo Leo. —¿Y si no es así? Me miro compasivo y se rascó las pelotas. Era dos años
menor que yo, pero había terminado antes los estudios y jamás le pude ganar una partida de ajedrez. Mi
hermano, el genio, esta vez no tenía respuesta.

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4 En los días siguientes perdí mi actitud afable; sonreír me costaba un gran esfuerzo y luego, el dolor en la
boca, era insoportable. Nadie en el vecindario me dirigía la palabra y las madres recogían apuradas a sus
hijos pequeños al verme aparecer. En la cama Nancy estaba rígida y fría, ni siquiera me atrevía a tocarle
un pelo. Reduje en forma considerable mis visitas al baño y cuando entraba salía lo más rápido posible.
Perdí el apetito y me costaba concentrarme en el trabajo; en los corredores el rumor de un inminente
despido cobraba fuerza. Perdí todo contacto con mi hija y sólo Leo, a regañadientes, seguía dándome
apoyo. —Estás muy pálido y flaco —decía—. ¿Cuánto hace que no te cepillas los dientes? Deberías ir al
psicólogo, pero antes córtate las uñas, aféitate y pasa por la peluquería. —Tráeme a la niña, por favor. —
No puedo —decía él—. Si no confían en mí será peor.

5 Un compañero de trabajo me contó que había visto a Nancy con un tipo entrando a un motel. Fingí no
sorprenderme, le dije que habíamos decidido separarnos y que conocía al amante. Él se encogió de
hombros y caminó hasta su cubículo, lo seguí. —¿Qué motel era? Él sonrió con malicia y me anotó el
nombre y la dirección del motel en una tarjeta. —He pasado por eso —dijo. Esa noche encaré a Nancy, ni
siquiera lo negó. Me dijo que había encontrado a alguien que la apreciaba tal y como era y que pronto se
irían ella y la niña a vivir con él. —Estás loca —dije agarrándola por los hombros—. Ese tipo sólo quiere
aprovecharse de ti. Si te respetara no te llevaría a un motel de malamuerte. —Suéltame, pervertido —dijo
alzando la voz—. Henri es un hombre de Dios. La solté. Así que era uno de los malditos evangélicos. —
Voy a partirle la cara a ese hijueputa. Salí del cuarto. La tele estaba encendida pero no había nadie en la
sala. Saque la copia de mi renuncia del bolsillo y la dejé sobre la mesita de centro. Horas antes, en un
arrebato de ira e impotencia, la había firmado. Me dirigí a la puerta y salí de la casa sin hacer ruido. La
brisa era fría y mis opciones escasas; podía comprar tranquilizantes y hacer un cóctel o lanzármele a un
autobús. Entré a una farmacia, había dos tipos vestidos de blanco detrás del mostrador. Hablé con uno.
Me trajo tres frasquitos con píldoras de colores. —¿Y la fórmula? —Olvidé traerla —dije. —La próxima vez
es mejor que se acuerde —murmuró mientras hacía la factura—. En la caja los reclama.

6 Entré a un bar, ocupé una mesa del fondo y pedí un vodka con hielo. Abrí uno de los frasquitos y dejé
caer las pastillas sobre la lengua. Vacié de un sorbo el vaso tragándome las pastillas. Pedí otro vodka. No
sentía nada raro. Un hombre vino y sin decir palabra se sentó enfrente de mí. —¿Qué quieres? —¿No me
recuerdas? Lo miré con atención. —Soy Pardo —dijo y soltó una risita inconfundible. —Es cierto —dije, la
lengua se me había dormido un poco—. Pardo, hijueputa, ¿cómo estás? —Mejor que tú, creo. Traté de
hablar pero no encontré mi voz, las cosas en torno a mí habían empezado a girar y luego llegó la
oscuridad. Desperté, boca abajo, sobre una vieja camilla de cuero negro que olía a sudor y alcohol, un
gancho de la base había atravesado el cuero y se me estaba hundiendo en las costillas. Al mismo tiempo
sentí un pinchazo en la nalga. —¡Carajo, qué dolor! —¡No se mueva! —bramó una voz femenina. Torcí el
cuello y vi a un sonriente Pardo apoyado en mi espalda y detrás una enfermera—. Será un minuto... —El
maldito gancho —dije con un hilo de voz—. Suéltame hijueputa. —No es para tanto —dijo ella tirando la
jeringa en una caneca—. Vístase, hay otros pacientes esperando. La enfermera salió. Trate de

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levantarme, el gancho me había dejado una herida justo donde el romano hirió a Cristo. —Por poco me
parte en dos —dije mirando el gancho. Pardo sonrió—. Esta clínica es una porquería. Pardo me pasó la
ropa, me vestí en silencio. Mientras esperábamos la cuenta le conté la historia sin descuidar los
pormenores. Me dijo que trabajaba en la tele como asistente de un reality show y quizá mi rollo les
interesara. Habíamos sido compañeros de la secundaria, no lo veía desde entonces. —Incluso podrías
matarte en vivo —dijo muy serio—. Te pagarían bien. Después que salimos de aquella clínica sentí un
hambre feroz. Pardo me invitó a un restaurante chino. Mientras devoraba una montaña de arroz me
explicó la dinámica del programa. —¿Y qué gano con eso? —Quizá te paguen algo —dijo pensativo—.
¿Qué puedes perder? Ibas a matarte hace una hora. Lo miré y luego el plato de arroz casi vacío; ya no
tenía ganas de morir. Pedí una cerveza.

7 El día del programa (grabación) me puse todo lo elegante que pude. Llegué media hora antes. Pardo me
presentó a la mujer que iba a entrevistarme y al experto que hacía las reflexiones del caso. La mujer
ordenó un maquillaje que me diera un aspecto más triste; también me obligó a cambiar mi flamante camisa
a rayas por una vieja y desteñida guayabera. Estaba inquieto pero tranquilo. Nos sentamos y se
encendieron las luces. Había como cien personas en el estudio. Ella empezó a preguntar. Al principio me
trabé un poco pero las sesudas reflexiones del experto me dieron respiro y conseguí relajarme. Sus
palabras eran como un exorcismo: la mujer no parecía satisfecha, miraba al experto con preocupación.
Este hablaba de los beneficios de la masturbación con exagerado entusiasmo. La mujer lo cortaba para
hacerme preguntas cada vez más alejadas del tema original. De repente me preguntó si sería capaz de
violar a una niña. —Sí –dije—. A una de su edad y sólo si está de acuerdo. Hubo risas y aplausos. Me
sentí cómodo. Ella volvió al ataque. —¿Conoce al amante de su mujer? —No. —Pero sabe que tiene uno.
Pensé en estrangular a Pardo, ese maldito traidor. —Más de uno –dije—; ella también colecciona revistas.
Nuevas risas y aplausos y una que otra obscenidad contra la mujer. El coordinador trataba de calmar los
ánimos. La mujer se excusó conmigo y le dio turno al experto. Según éste la única enfermedad que veía
en mí era ser extrañamente divertido y directo. La mujer salió del set sin despedirse, el experto vino a
estrecharme la mano, también parte del público. Me fundí en un abrazo con Pardo. —Disculpa –dijo—. No
debí contarle esa parte. —No importa –dije—. Hay que ser mierda para trabajar en esto. Reímos. El
coordinador me palmeó la espalda. —Podrías ser un estupendo comediante —dijo. Algunas personas
querían mi autógrafo, era increíble. Tomé un taxi a casa, el programa saldría al aire esa misma noche.

8 La aparición en TV no sólo me devolvió la confianza de mi familia sino que me convirtió en una


celebridad. Mis vecinos se turnaban para visitarme. Nancy me abrió otra vez sus piernas y mando aquel
amante, con todo y Biblia, al carajo. Mi madre suspendió las oraciones y recibí una llamada, del presidente
de la compañía en persona, diciendo que me quería de vuelta en la oficina (y con un considerable
incremento de sueldo). Pude abrazar de nuevo a mi hija y recibí la propuesta de una editorial para escribir
un libro sobre mi experiencia. El título tentativo era Masturbarse: otro camino al éxito. Los productores de
aquel programa me hicieron una oferta para presentar un nuevo reality show que giraría en torno al sexo

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en solitario. La rechacé (sugerencia de Pardo) y aumentaron la oferta. Hicimos el trato y ese mismo día
contraté un agente. Esta vez salí de la oficina con honores. —Las puertas quedan abiertas —fue la frase
final del gerente—. Menos las del baño. Hubo risas, abrazos y una que otra lágrima. En pocas semanas el
nuevo reality alcanzó los primeros lugares de sintonía y varias revistas me dieron portada. La editorial
lanzó un segundo libro. Le dije al editor que quería conocer a quien escribía mis libros. —Es mejor que no
—dijo y agregó cruzándose de brazos—. Quien importa es Beethoven, no el piano.

9 Cuando entendí que los agentes eran trastos inútiles le dije a Leo que dejará de vender enciclopedias y
fuera mi agente. —Ya tienes agente —dijo él. Llamé a mi agente y lo despedí. Le di dinero a Leo para
comprase un elegante traje y lo invité a una fiesta con estrellas de la tele. El genio de la familia miraba a
las chicas envueltas en celofán con la boca abierta. Cuando entendí que cualquier idiota puede escribir
libros y columnas de opinión le dije al editor que me encargaría de mis próximas obras y quería dos
columnas (la editorial tenía varias revistas); una de sexo y otra de política. Masturbación S.A. fue mi primer
verdadero best seller (hubo traducciones a siete idiomas y vendimos los derechos para el cine). Un
pequeño muñeco de plástico (Leo decía que era igual a mí), desnudo y cascándosela, empezó a venderse
en Sex Shop y luego en las aceras del centro de la ciudad como pan caliente. Me mudé a una casa de
dieciocho baños y trece habitaciones al norte de la ciudad (la fiesta de inauguración fue transmitida en
directo). Un grupo de artistas, dirigidos por Leo, publicaba cada mes la revista MasturbArte; mi único
trabajo allí era responder a los diversos interrogantes de los lectores (en realidad lo hacía un ex profesor
de matemáticas alcohólico y su anciana madre). Me separé de Nancy (no sin antes comprarle
apartamento en una zona exclusiva donde se fue a vivir con nuestra hija y mi madre) y estaba saliendo
con una modelo adolescente. Especialistas en el tema se reproducían como ratas, sus conferencias eran
concurridas. En un aviso clasificado de prensa leí lo siguiente: Masturterapia. Servicio a domicilio. Cada
cual sacaba su tajada. Un tipo me propuso asociarnos para sacar al mercado una mano mecánica de su
autoría; lo envié con Leo. Sectores del gobierno iniciaron una polémica sobre mis actividades. Para unos
era una tendencia inofensiva que generaba empleo y curaba la impotencia y el estrés. Además, la práctica
era tan vieja como el mundo y no entrañaba peligro alguno. Un tipo afortunado la había sacado del baño y
ganaba millones, ¿cuál era el problema? Para otros era inmoral, resquebrajaba la unidad familiar y dañaba
la imagen del país ante el mundo. El presidente se refirió al tema en un discurso televisado: Qué iban a
pensar de nosotros los gringos, que éramos un montón de pajizos? Las putas y dueños de burdeles
hicieron marchas para denunciar que el auge de la paja los estaba arruinando. El último número de
MasturbArte traía una separata especial con chicas fotografiadas en ángulos propicios para los diferentes
estilos de masturbarse: trípode, transversal inclinado, pizzaiolo, trapecista ruso, etc. Se diseñaron bares
para masturbadores empedernidos y una universidad abrió la cátedra: Pajalogía: teoría y práctica. El
gobierno autorizó a los cinemas, centros comerciales e iglesias a tener un rincón exclusivo para clientes
que necesitaran masturbarse de emergencia. El signo que los distinguía era una mano apretando una trola
de tamaño mediano. Algunas empresas dieron a sus empleados veinte minutos libres para masturbarse, el
tiempo era acumulable. La ADPG (Asociación Defensora de Pollos Congelados) y el PCCII (Partido

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Comunista de Centro Izquierda Invertido) denunciaron que la masturbación era el nuevo opio del pueblo.
Un nuevo ritmo llamado pajero invadió las estaciones de radio (bailarlo en pareja estaba prohibido). Leo
me llamó para decirme que la producción en serie de la mano mecánica se había iniciado, era un alivio
para personas muy ocupadas o con limitaciones físicas, al menos eso se leía en el eslogan publicitario.
Estábamos en la cima. Les ordené que empezara a vender los negocios sin hacer ruido. —¿Estás loco, es
nuestro mejor momento? —Claro, lo es —dije dejando espacio entre las palabras—. Dime, ¿cuánto dura
una canción en el número uno? Me envió una pila de documentos para firmar y una relación de demandas
e impuestos: la mierdita leguleya no nos dejaba de chupar sangre. Me senté en la computadora con ganas
de hacer una nota final para la revista; quería hablar del comienzo: lo importante —teclee con manos
indecisas— es asegurar bien la puerta del baño, no siempre se tiene tanta suerte, y además, ¿cuánto
creen que dura una canción en el número uno?

Cinco textos cortos inéditos de Efraim Medina Reyes


AUSENCIA

Cuando pienso en ti el dolor regresa y me aplasta como hacen los niños con las hormigas. Tu ausencia es
mi castigo. Aunque sé que no puedo encontrarte, recorro día y noche el laberinto. Y dentro de mi estúpido
corazón el deseo de verte crece y crece como un tumor de terciopelo. Tu ausencia marca el ritmo de mis
horas e insomnios. He olvidado mi nombre, he olvidado cada cosa que no se relaciona contigo. La muerte
me desgasta incesante y no quisiera morir sin ver en tus ojos el nivel del invierno. La vida es corta pero las
horas son infinitas. Tu ausencia me rodea, me ahoga, me desgarra. Tu ausencia es mi único pecado y mi
mayor condena. Tu ausencia es el beso invisible del ansia, el verano oscuro, las caricias invisibles. Las
nubes pasan, las palabras se apagan y el dolor permanece. El dolor es mi perro fiel, el guardián
implacable de esta cárcel atroz, de esta celda sin paredes a la que estoy confinado. Siento tu boca que
roza la mía y huye hasta el fin del mundo. Tu imagen se forma y deforma en mi mente, las fuerzas me
abandonan y sólo el dolor me sostiene. El dolor es mi único alivio. Busco el dolor como los insectos
buscan la luz que les quema el alma. La vida te destruye en algún remoto lugar y mi memoria perfecciona
cada uno de tus rasgos. Eres como siempre el resplandor y la lágrima, la dueña imposible de mis
emociones. Antes de soñar el amor ya te soñaba a ti. Estás hecha de mi sangre y de mi nombre. Sé que
aunque grite no vendrás, que tu ausencia invadirá mis huesos y borrará mi imagen de la mente de quienes
me conocieron y juraron recordarme. Hoy es un día soleado, estoy a la deriva en un bosque de pinos. No
sé cómo llegué aquí. Estoy esperando una señal, un evento secreto. Inmóvil sobre la hierba.

NADIE AFUERA

No sé que hacen los otros un domingo; tendido en el sofá observo el techo y busco una razón para no
pegarme un tiro. El domingo es una dura experiencia, una prueba de fuego a la imaginación. Antes me
deprimía y ya era algo, ahora sólo me quedo inmóvil soportando mi humanidad. ¿Qué es todo esto? No

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hay nadie afuera, soy la última sombra en un mundo de sombras. Como no tengo una pistola optó por
masturbarme y mientras lo hago elimino recuerdos e imágenes. El ligero placer anula los detalles, se trata
de quemar el mayor tiempo posible. Y me demoro allí, aferrado a esa última opción. Si pienso en qué cosa
soy y que haré las justificaciones sobran, pero no intento justificarme. Suspendido en esa delgada línea
entre el placer y el asco me pregunto dónde dejé a Efraim Medina sin esperar respuesta. Me levantó del
sofá y voy a la ducha, el agua caliente arrastra mis detritus por el desagüe. ¿Qué es todo esto? Afuera el
silencio camina en sus zapatos tenis y millones de personas no se conocerán jamás. A través de la
ventana veo la luz del atardecer. Bajó, enciendo la tele y viajo por los canales. Me detengo en el 414 para
ver un guepardo persiguiendo un antílope. El domingo persiste y mi interruptor de placer sigue en off.
Observo la fotografía de una chica desnuda que sostiene un enorme diamante, en vez de una sensación
erótica me hace sentir triste. ¿Cómo se llamará esa chica? No hay nadie afuera, también yo soy una foto
borrosa en el álbum de recuerdos de Dios.

LA ÚLTIMA VEZ

Soy, en la oscura noche, como un salvaje pájaro sediento de amor. Las palabras zumban como abejas
asesinas y luego llega el silencio, tus ojos me observan y logran intimidarme, pero el deseo es una joya
absurda que destruye los espejismos. Te levantas de la banca y caminas por un sendero del parque, te
sigo, respiro el olor de tu pelo. Sabes que no puedo escapar, que durante mil años esperé este momento.
Dejas atrás el parque y te detienes frente a un edificio, el portero abre y le hablas al oído. Te sigo por las
brillantes escaleras de madera. Tus piernas se mueven dentro de la estrecha falda, tus senos se agitan, y
de repente te detienes, te sientas en uno de los peldaños, recoges la falda y abres las piernas. Me miras
desafiante. En la delgada tela del oscuro calzón tu sexo se marca como un sed antigua. Me inclino
lentamente y te beso en los labios, abro la bragueta y saco mi sexo, tu boca se libera de la mía, me aferras
de la cintura y chupas mi sexo. Te abro los broches de la blusa y las puntas de tus senos se clavan en mi
pecho, siento el olor de tu pelo, te lamo la nuca, dibujo con la lengua tus vértebras. Mi sexo se expande
dentro de tu boca, tu garganta es caliente y profunda, mis dedos apartan el calzón y acarician tu sexo que
se moja lentamente. Mi lengua lame tus senos. Me aferro a tus muslos, a la amplia curva de tus caderas.
Meto las manos bajo tus nalgas y te levanto un poco de la superficie fría de la escalera. Durante un breve
instante permanecemos suspendidos y luego mi sexo escapa de tu boca y busca tu sexo, te penetro con
fuerza, la madera cruje bajo el peso de nuestros cuerpos, mi boca se come tu boca. Y golpeo una y otra
vez dentro de ti, tu corazón late contra el mío y el tiempo se eterniza. Giramos, mi espalda se apoya en el
borde de aquel peldaño, pero el deseo borra el dolor. Me aferro a tus nalgas y acerco tu sexo a mi boca y
lo lamo lentamente, lamo cada hendidura, aprendo formas y sabores mientras tu boca susurra palabrotas
cerca de mi oído. Nuestros sudores se confunden. Y luego te sientas en mis piernas y mi sexo entra de
nuevo en el tuyo, y subes y bajas. Mi sexo vibra a punto de estallar y te aprieto las nalgas y hundo mi dedo
en tu culo y te beso la cara, te lamo el cuello y tu sexo me aprieta más y más... Y entonces giras y me
pides gimiendo meterlo atrás y penetro tu culo húmedo y estrecho y te quejas bajito y luego te mueves

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clavada allí, te mueves cada vez más frenética, tus nalgas golpean contra mi pelvis, el placer destruye el
último fragmento de lucidez y me pierdo dentro de ti...

EN UNA BALDOSA

Ser el resultado de una incesante mezcla de culturas es un innegable lastre que me persigue cuando
atravieso las ciudades del hombre blanco, al mismo tiempo me define y fortalece. Soy un mestizo de 1.87
m, peso 83 kilos y he aprendido mucho observando a los otros desde mi jodida condición de colombiano.
La madre de la primera mujer que amé solía decirle que yo era un pequeño error que estaba a tiempo de
corregir y estoy seguro que esa pobre mujer lanzó un suspiro de alivio cuando su hija me mandó al
infierno. A ella, la madre, le gustaba la música andina. Siempre he odiado la música andina y amado el
rockandroll; detesto la cumbia y adoro el tango y el bolero. Puedo bailar ritmos antillanos tres días
seguidos en una baldosa y beber whisky, ron y tequila sin desfallecer jamás. Antes me inquietaba aterrizar
en países extraños, lentamente he perdido los miedos inútiles. Sé que ser lo que soy es un lío, que la
violencia, la crueldad y el odio son mi sello de fábrica. Y que en Colombia nadie es tan blanco como se
siente, nadie puede estar seguro de lo que hicieron o les hicieron a sus más antiguos parientes. Es curioso
como en Europa el término extra-comunitario una gente de tantas razas y calañas en una misma fila. Y
viajo con mi estúpido pasaporte que despierta suspicacias. Piensa mal y acertarás es el axioma; Europa
resiste a duras penas. Chinos, hispanos, eslavos, africanos... la lista se extiende y el miedo crece a la
misma velocidad que el racismo. Y lo que más les asusta es nuestra rabiosa capacidad de reproducirnos y
mezclarnos. Quizá hayan olvidado que hace algunos siglos Europa nos "enseñó" con implacable crueldad
a mezclarnos. Al menos nosotros lo hacemos de una forma más humana y divertida. Mi campo visual es
amplio como las sangres que me integran. Escucho música africana cantada en francés este amanecer de
otoño, lo hago en una casa al norte de Italia. Desde mi ventana puedo ver en el horizonte los Alpes. Mi
perro, Gonzalo se llama, vino de Hungría. Por las calles de esta ciudad transitan mujeres de todas las
índoles y pelambres y todas me parecen bellas, a todas las deseo. Me gustan las camisas de Cavalli y los
pantalones que diseña Valentino, hay un almacén a media hora de aquí donde puedo comprarlos a bajos
precios cuando cambia la estación. A mí me importa un pito el giro de la moda; me pongo un Valentino de
2004 este otoño y me paseo sonriente entre esas bellas mujeres. No tengo parámetros ni ideologías,
después de todo soy sólo un pequeño error.

ACERCA DE LOS MAMÍFEROS

Me despierto en la oscura habitación de un hotel en Roma, me asomo en la ventana. En el amanecer la


gente va de un lado a otro. Imagino que en mil lugares distintos está ocurriendo lo mismo. Cada día
millones de mamíferos se levantan y corren desesperados. Me tumbo en la cama y miro un punto en el
vacío. No tengo intenciones de correr a ningún lado, de hacer parte de la manada. La vida es una cosa
miserable allá afuera. Pienso en los millones de mamíferos que corren en busca de migajas como las

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cucarachas; migajas de oficios varios, de sexo recalentado, de oficinas piojosas, de estúpidas gerencias y
lánguidas fiestas que sólo dejan mugre y grasa en sus almas. ¿Qué tipo de mamífero eres? No se tú, pero
yo pienso mucho en eso. Y trato de girar a mi modo, de seguir mi ritmo. Y pienso en los mamíferos con
propósitos e intenciones cuyas vidas jamás empezaron, en los mamíferos que van a la deriva siguiendo la
corriente de los otros fantasmas. Odio eso, odio esa mierda de buena voluntad, las sociedades sin ánimo
de lucro y la falsa rebeldía. Y los mamíferos repiten día tras día su rutina, hundidos en la mierda sonríen.
Los mamíferos no caen en cuenta, no tratan de imaginarse, están seguros de tener "una vida" y llaman
VIDA a eso que tienen, a la estrecha y hedionda vida familiar, a sus frustraciones, a su sexo funcional y su
televisor de pantalla gigante. Odio eso, odio a las mujeres que se entregan al tipo "adecuado" por temor de
quedarse solas. Odio a las mujeres que se entregan a cambio de estabilidad y compañía. Y que se pasean
con su mamífero imitando la plenitud y el bienestar. A las mujeres que soportan, que culpan a sus hijos,
que no me sueñan y desean cada madrugada. Y los mamíferos corren para no perder el tranvía, y se
resecan lentamente encerrados en esa chata prisión que llaman con arrogancia "mi realidad". Y compran
cremas contra las arrugas y canciones de moda. Los mamíferos se saludan en los ascensores, en los
estadios, a la salida del cinema. Pequeños fantasmas que inundan los supermercados en busca de carnes
frías y desodorantes. Pequeñas alimañas que confunden dependencia con amor, que se revuelcan en su
propia mierda y comparten pedos y babas hasta la muerte. Odio eso, odio a las bellas mujeres que no
conocen a Emily Dickinson. Odio a las mujeres feas que no conocen al poeta peruano César Vallejo. Y los
mamíferos saludan a sus amos sin sopesar la enorme ventaja que habría sido para ellos nacer muertos.
Las diminutas e inofensivas alimañas sin voz ni voto; reducidas a sus complejos, sus miedos atroces, su
eficacia laboral. Los alegres mamíferos esclavos de su mediocre panorama y de sus perezosas
obligaciones. Medio alegres, medio tristes, medio impotentes, medio frígidas... La medianía es su
condición natural. Y el pellejo se les escurre mientras tratan de aferrarse a eventos y citas, a telenovelas y
noticieros para olvidar que los segundos pasan y nada cambia. Que los segundos pasan y sus traseros
engordan, que están condenados a arrastrar sus traseros y alimentarse de sobras. Y se casan, se
traicionan, tapan el vacío con hijos y electrodomésticos. Y trabajan en las fábricas del infierno soñando con
ganar la lotería. Y compran seguros de vida (ja, ja, ja). Los patéticos mamíferos compran seguros de vida.
¿De cuál vida, carajo? Y van a las discotecas y tararean canciones y miran de soslayo el culo de las
mujeres que pasan. Y se llenan de ansia y temor, de livianas sensaciones, de sexo trasnochado, obligado,
homologado, escueto una y otra vez. Y cada amanecer es la misma tumba, el mismo epitafio, los mismos
chistes y saludos, el mismo rencor. Y se aferran a la vida como babosas; en vez de pedir la muerte como
regalo cada Navidad, la temen. Ignoran que quizá muertos resultarían más vitales de lo que jamás serán
en vida.

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