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La cosmovisión
Las cosmovisiones son el conjunto de saberes, religiones y opiniones que forman la
imagen del mundo que tiene una persona, una época o una cultura, a partir de la cual
interpreta su propia naturaleza y la de todo lo existente en el mundo. Una
cosmovisión define nociones comunes que se aplican a todos los campos de la vida,
desde la política, la economía o la ciencia hasta la religión, la moral o la filosofía.
Desde la antigüedad todas las culturas del mundo han tenido que asumir una
concepción del mundo, donde se explican la existencia del mundo y de sí mismo.
Los Incas tenían una manera propia de ver al mundo, una forma propia de dar
respuestas a los interrogantes que el hombre se plantea. Es evidente que la
concepción de los Incas fue producto de un largo proceso de evolución del
pensamiento que el hombre andino realizó desde los comienzos mismos del período
formativo. Fue una concepción propia y diferente a la de los europeos, con lo cual
enfocó y entendió su mundo y marcó su proceder, su conducta e imprimió su sello en
las relaciones sociales que establecieron los hombres andinos.
Gracias a los relatos de los mitos andinos que fueron incorporados a las crónicas ha
sido posible obtener una imagen de la cosmovisión incaica. En ellas tanto al espacio
como el tiempo eran sagrados y tenían indudablemente una explicación mítica y una
representación ritual. En relación al espacio presentan una concepción dualista.
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Literatura – 4to año secundaria Instituto Concordia año 2011
Mitología griega
La mitología griega es el conjunto de mitos y leyendas pertenecientes a los
antiguos griegos que tratan de sus dioses y héroes, la naturaleza del mundo y los
orígenes y significado de sus propios cultos y prácticas rituales. Formaban parte
de la religión de la Antigua Grecia.
Los mitos griegos explican los orígenes del mundo y detallan las vidas y
aventuras de una amplia variedad de dioses, héroes y otras criaturas
mitológicas. Estos relatos fueron originalmente difundidos en una tradición
poética oral, si bien actualmente los mitos se conocen principalmente gracias a
la literatura griega.
Las fuentes literarias más antiguas conocidas son:
• Los poemas épicos de la Ilíada y la Odisea, atribuidos a Homero y
centrados en torno a la guerra de Troya.
• Dos poemas de Hesíodo, la Teogonía y Trabajos y días, contienen relatos
sobre la génesis del mundo, la sucesión de gobernantes divinos y épocas
humanas y el origen de las tragedias humanas y las costumbres sacrificiales.
• Las obras de los dramaturgos griegos del siglo V aC, como Sófocles, por
ejemplo.
Los orígenes
En su Teogonía, Hesíodo empieza con el Caos, un profundo vacío, del cual
emergió Gea (la Tierra) y algunos otros seres divinos primordiales: Eros (Amor),
el Abismo (Tártaro) y el Érebo. Sin ayuda masculina, Gea dio a luz a Urano (el
Cielo), que entonces la fertilizó. De esta unión nacieron primero los Titanes
(Océano, Ceo, Crío, Hiperión, Jápeto, Tea, Rea, Temis Mnemósine, Febe, Tetis y
Crono), luego los Cíclopes de un solo ojo y los Hecatónquiros o Centimanos.
A través de Gea y Urano, que podían conocer el futuro, Crono supo que estaba
destinado a ser derrocado por uno de sus propios hijos. Por eso, se tragó a todos
los hijos que tuvo con Rea (su esposa y hermana): Deméter (Ceres), Hera (Juno),
Hades, Hestia (Vesta) y Poseidón (Neptuno). Cuando iba a nacer su sexto hijo,
Zeus (Júpiter), Rea pidió a su madre que urdiese un plan para salvarlos y que así
finalmente Crono tuviese el justo castigo a sus actos contra su padre y sus
propios hijos. Rea dio a luz en secreto a Zeus en la isla de Creta y entregó a
Crono una piedra envuelta en pañales, también conocida como Ónfalos, que éste
tragó en seguida sin desconfiar creyendo que era su hijo.
Rea mantuvo oculto a Zeus en una cueva del monte Ida en Creta. Cuando Zeus
creció, dio a su padre una droga que le obligó a vomitar a sus hermanos y a la
piedra que habían permanecido en el estómago de Crono todo el tiempo.
Entonces luchó contra él por el trono de los dioses. Al final, con la ayuda de los
Cíclopes (a quienes liberó del Tártaro), Zeus y sus hermanos lograron la victoria,
condenando a Crono y los Titanes a prisión en el Tártaro.
Zeus o Júpiter
En tercer y último lugar en el trono del más alto dios se sentó Zeus. Era el
dios de la intensa luz del día, porque, como su nombre indica, tenía control sobre
todos los fenómenos de los cielos, y por tanto de los repentinos cambios de
tiempo, de la concentración de las nubes y, sobre todo, el estallido de una
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Mientras que en aventuras de este tipo el supremo dios de los griegos aparece
enteramente como un personaje digno de admiración,
se verá cómo muchas otras narraciones lo representan
trabajando bajo la debilidad y el error humanos. La
primera esposa de Zeus fue Metis (Inteligencia), una
hija del amistoso titán Océano. Pero como Fate, un ser
oscuro y omnisciente, había predicho que Metis daría a
Zeus un hijo que sobrepasaría a su padre en poder,
Zeus siguió de cierta forma el ejemplo de su padre
Cronos y se tragó a Metis antes de que diera a luz a su
hijo, y luego de su propia cabeza nació la diosa de la
sabiduría, Palas Atenea (Minerva). Luego se casó, se
dice, pero sólo durante un tiempo, con Temis (Justicia)
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Una vez terminadas estas guerras, sucedió allí un período llamado la Edad de
Plata en la Tierra. Los hombres entonces eran ricos, como en la Edad de Oro bajo
el reinado de Cronos, y vivían en la abundancia pero aún querían la inocencia y el
contento, que eran las verdaderas fuentes de la felicidad en la época anterior;
así, mientras vivían en el lujo y el refinamiento, se hicieron despóticos en sus
formas hasta el máximo grado, nunca estaban satisfechos, y olvidaron a los
dioses, a quienes, en su confianza por la prosperidad y bienestar, les negaron la
reverencia que merecían.
Hera o Juno
Hera representa, de alguna manera, el poder femenino de los cielos, es decir, la
atmósfera, con sus inconstantes y sin embargo fertilizantes propiedades;
mientras que Zeus representa las propiedades de los cielos que parecían ser de
orden masculino. Cuando este matrimonio se encontraba todo era armonía, paz y
prosperidad. Sin embargo, como las repentinas y violentas tormentas, que en
ciertas ocasiones rompen la paz del cielo de Grecia, los encuentros de esta
pareja divina a menudo terminaban en peleas temporales y riñas, cuya culpa se
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Poseidón o Neptuno
A Poseidón le tocó el control del elemento agua, y él de igual forma fue
concebido como un dios, en cuyo carácter y acciones fueron reflejados los
fenómenos de ese elemento, ya como el ancho mar navegable o como la nube
que da fertilidad a la tierra, crecimiento al grano y a la vid, o como la fuente que
refresca al hombre, al ganado y a los caballos. Un apropiado símbolo de su
poder, por tanto, fue el caballo, admirablemente adaptado tanto para la labor
como para la batalla, mientras que su rápido movimiento se compara
primorosamente con el avance de una ola espumosa del mar. «Engancha al
carro», canta Homero en La Ilíada, «sus rápidos corceles, con pies de cobre y
manos de oro, y él mismo, vestido de oro, conduce sobre las olas. Las bestias del
mar juegan a su alrededor. El mar se alegra y le abre camino. Sus caballos
aceleran con ligereza y nunca ni una gota toca el eje de cobre.»
Puede haber sido para ilustrar una tendencia del mar a invadir muchos lugares
de la costa, así como para mostrar la importancia ligada a una fuente de agua,
por lo que se originó el mito que nos cuenta la disputa entre Poseidón y Atenea
por la soberanía de la tierra de Ática. Para arreglar la disputa, los dioses
acordaron que aquel de los dos que llevara a cabo la mayor maravilla, y al mismo
tiempo concediera el mayor regalo a la Tierra, sería nombrado para gobernar
sobre ella. Con un toque de su tridente Poseidón hizo que una salobre fuente
manara en la acrópolis de Atenas, una roca de cuatrocientos pies de altura, y que
anteriormente no tenía nada de agua. Cuando le tocó el turno a Atenea hizo que
el primer olivo creciera de la misma roca baldía, y desde entonces fue
considerado como el mayor beneficio que se podía conceder, obteniendo por
todos los tiempos la soberanía sobre la tierra, que acto seguido Poseidón inundó
por despecho.
La religión griega
Los griegos, como muchos pueblos de la Antigüedad, eran politeístas6. Creían
que el destino de los hombres era gobernado por una multitud de dioses que
vivían en el monte Olimpo; por eso, se los llamaba "los olímpicos". Esta
concepción religiosa es el producto final de una larga evolución en el tiempo que
comenzó en la prehistoria.
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Los héroes
Al unirse los dioses con diversos mortales, se originan los héroes, también
llamados "semidioses". El caudal más importante de los relatos míticos de
la civilización griega gira en torno a estos hombres excepcionales.
¿Cómo identificarlos? A pesar de su diversidad, los héroes tienen rasgos
que permiten diferenciarlos. En primer lugar, su figura se destaca porque
tiene una marca, al igual que sucede con los superhéroes actuales, como
Superman, Batman o el Hombre Araña. En algunos casos, la marca es un
rasgo físico: el guerrero Aquiles sobresalía por la velocidad y por la fuerza,
y Edipo tenía los tobillos marcados. La señal distintiva puede ser también
un objeto que se relacione con el héroe: Heracles cargaba sobre sus
espaldas la piel del león de Nemea, que ninguna arma podía atravesar. En
otros casos, la individualización está dada por un rasgo interno, como en
el caso de Odiseo (a quien los romanos llamaron Ulises), que sobresalía
por su astucia.
Además, el héroe debe encarnar los ideales morales de su época. Si
comparamos, por ejemplo, a los protagonistas de las epopeyas atribuidas
a Homero, La Ilíada y La Odisea, notamos que, mientras que en Aquiles se
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Los oráculos
Las moiras eran las encargadas de ejecutar el destino que los dioses
determinaban para cada ser humano. Por eso, los griegos le otorgaban
especial importancia a la predicción del futuro y desarrollaron diversos
métodos para conocer la voluntad de los dioses.
Uno de ellos era recurrir a los adivinos; pero el método más popular para
conocer las decisiones de los dioses consistía en consultar los oráculos,
templos en los cuales sacerdotes o sacerdotisas, consagrados a un dios,
comunicaban a los fieles los designios de la divinidad.
El más importante de los oráculos fue el de Delfos, dedicado al dios Apolo.
Las consultas se efectuaban en fechas fijas, según el calendario religioso
del dios, y a quienes acudían se les cobraba un impuesto acorde con el
tipo de asunto que querían consultar. Después de un sacrificio ritual, los
fieles eran admitidos en el templo, y los sacerdotes conducían a la Pitia –
como llamaban a la sacerdotisa– hasta una habitación en la que sólo ella
podía ingresar. Desde allí, transmitía los oráculos que Apolo le inspiraba.
Cómo procedía la sacerdotisa para dar sus oráculos es aún un misterio.
Algunos afirman que entraba en un trance hipnótico provocado por los
vapores de ciertas hierbas que se quemaban en la habitación; otros
sostienen que masticaba hojas de laurel, que tenían un efecto tóxico...;
pero nada de esto ha podido ser comprobado.
Los relatos
Orfeo y Eurídice
Orfeo canta.
Canta recorriendo las praderas y los bosques de su país, Tracia. Acompaña su
canto con una lira, instrumento que él perfeccionó agregándole dos cuerdas...
Hoy la lira posee nueve cuerdas. ¡Nueve cuerdas... en homenaje a las nueve
musas!
El canto de Orfeo es tan bello, que las piedras del camino se apartan para no
lastimarlo, las ramas de los árboles se inclinan hacia él, y las flores se apuran a
abrir sus capullos para escucharlo mejor.
De repente, Orfeo se detiene: frente a él, hay una muchacha de gran belleza.
Sentada en la ribera del río Peneo, está peinando su larga cabellera. Pero se
detiene con la llegada del viajero. Ella viste sólo una túnica ligera, al igual que las
náyades que habitan las fuentes. Orfeo y la ninfa se encuentran cara a cara un
instante, sorprendidos y encandilados uno por el otro.
—¿Quién eres, hermosa desconocida? —le pregunta al fin Orfeo, acercándose a
ella.
—Soy Eurídice, una hamadríade.
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Por el extraño y delicioso dolor que le atraviesa el corazón, Orfeo comprende que
el amor que siente por esta bella ninfa es inmenso y definitivo.
—¿Y tú? —pregunta, por fin, Eurídice—. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Orfeo. Mi madre es la musa Calíope y mi padre, Apolo, ¡el dios de la
Música! Soy músico y poeta.
Haciendo sonar algunos acordes en su instrumento —cuerdas tendidas en un
magnífico caparazón de tortuga—, agrega:
—¿Ves esta lira? La inventé yo y la he llamado cítara.
—Lo sé. ¿Quién no ha oído hablar de ti, Orfeo?
Orfeo se hincha de orgullo. La modestia no es su fuerte. Le encanta que la ninfa
conozca su fama.
—Eurídice —murmura inclinándose ante ella—, creo que Eros me ha lanzado una
de sus flechas...
Eros es el dios del Amor. Halagada y encantada, Eurídice estalla en una
carcajada.
—Soy sincero —insiste Orfeo—. ¡Eurídice, quiero casarme contigo!
Pero escondido entre los juncos de la ribera, hay alguien que no se ha perdido
nada de la escena. Es otro hijo de Apolo: Aristeo, que es apicultor y pastor. Él
también ama a Eurídice, aunque la bella ninfa siempre lo rechazó. Se muerde el
puño para no gritar de celos. Y jura vengarse...
¡Hoy se casan Orfeo y Eurídice!
La fiesta está en su apogeo a orillas del río Peneo. La joven novia ha invitado a
todas las hamadríades, que están bailando al son de la cítara de Orfeo. De golpe,
para hacer una broma a su flamante esposo, exclama:
—¿Podrás atraparme?
Riendo, se echa a correr entre los juncos. Abandonando su cítara, Orfeo se lanza
en su persecución. Pero la hierba está alta, y Eurídice es rápida. Una vez que su
enamorado queda fuera de su vista, se precipita en un bosquecillo para
esconderse. Allí, la apresan dos brazos vigorosos. Ella grita de sorpresa y de
miedo.
—No temas —murmura una voz ronca—. Soy yo: Aristeo.
—¿Qué quieres de mí, maldito pastor? ¡Regresa con tus ovejas, tus abejas y tus
colmenas!
—¿Por qué me rechazas, Eurídice?
—¡Suéltame! ¡Te desprecio! ¡Orfeo! ¡Orfeo!
—Un beso... Dame un solo beso, y te dejaré ir.
Con un ademán brusco, Eurídice se desprende del abrazo de Aristeo y regresa
corriendo a la ribera del Peneo. Pero el pastor no se da por vencido y la persigue
de cerca.
En su huida, Eurídice pisa una serpiente. La víbora hunde sus colmillos en la
pantorrilla de la muchacha.
—¡Orfeo! —grita haciendo muecas de dolor.
Su novio acude. Entonces, Aristeo cree más prudente alejarse.
—¡Eurídice! ¿Qué ha ocurrido?
—Creo... que me mordió una serpiente.
Orfeo abraza a su novia, cuya mirada se nubla. Pronto acuden de todas partes las
hamadríades y los invitados.
—Eurídice... te suplico, ¡no me dejes!
—Orfeo, te amo, no quiero perderte...
Son las últimas palabras de Eurídice. Jadea, se ahoga. Es el fin, el veneno ha
hecho su trabajo. Eurídice ha muerto.
Alrededor de la joven muerta, resuenan ahora lamentos, gritos y gemidos.
Orfeo quiere expresar su dolor: toma su lira e improvisa un canto fúnebre que las
hamadríades repiten en coro. Es una queja tan conmovedora que las bestias
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salen de sus escondites, se acercan hasta la hermosa difunta y unen sus quejas a
las de los humanos. Es un canto tan triste y tan desgarrador que, del suelo,
surgen aquí y allá miles de fuentes de lágrimas.
—¡Es culpa de Aristeo! —acusa de golpe una de las hamadríades.
—Es verdad. ¡He visto cómo la perseguía!
—Malvado Aristeo... ¡Destruyamos sus colmenas!
—Sí. Matemos todas sus abejas. ¡Venguemos a nuestra amiga Eurídice!
Orfeo no tiene consuelo. Asiste a la ceremonia fúnebre sollozando. Las
hamadríades, emocionadas, le murmuran:
—Vamos, Orfeo, ya no puedes hacer nada. Ahora, Eurídice se encuentra a orillas
del río de los infiernos, donde se reúnen las sombras.
Al oír estas palabras, Orfeo se sobresalta y exclama:
—Tienen razón. Está allí. ¡Debo ir a buscarla!
A su alrededor, se escuchan algunas protestas asombradas. ¿El dolor había
hecho a Orfeo perder la razón? ¡El reino de las sombras es un lugar del que nadie
vuelve! Su soberano, Hades, y el horrible monstruo Cerbero, su perro de tres
cabezas, velan por que los muertos no abandonen el reino de las tinieblas.
—Iré —insiste Orfeo—. Iré y la arrancaré de la muerte. El dios de los infiernos
consentirá en devolvérmela. ¡Sí, lo convenceré con el canto de mi lira y con la
fuerza de mi amor!
La entrada en los infiernos es una gruta que se abre sobre el cabo Ténaro. ¡Pero
aventurarse allí sería una locura!
Orfeo se ha atrevido a apartar la enorme roca que tapa el orificio de la caverna;
se ha lanzado sin temor en la oscuridad. ¿Desde hace cuánto tiempo que camina
por este estrecho sendero? Enseguida, gemidos lejanos lo hacen temblar. Luego,
aparece un río subterráneo: el Aqueronte, famoso río de los dolores...
Orfeo sabe que esa corriente de agua desemboca en la laguna Estigia, cuyas
orillas están pobladas por las sombras de los difuntos. Entonces, para darse
ánimo, entona un canto con su lira. ¡Y sobreviene el milagro: las almas de los
muertos dejan de gemir, los espectros acuden en muchedumbre para oír a este
audaz viajero que viene del mundo de los vivos!
De repente, Orfeo ve a un anciano encaramado sobre una embarcación.
Interrumpe su canto para llamarlo:
—¿Eres tú, Caronte? ¡Llévame hasta Hades!
Subyugado tanto por los cantos de Orfeo como por su valentía, el barquero
encargado de conducir las almas al soberano del reino subterráneo hace subir al
viajero en su barca. Poco después, lo deja en la otra orilla, frente a dos puertas
de bronce monumentales. ¡Allí están, cada uno en su trono, el temible dios de los
infiernos y su esposa Perséfone! A su lado, el repulsivo can Cerbero abre las
fauces de sus tres cabezas; sus ladridos llenan la caverna.
Hades mira despectivo al intruso:
—¿Quién eres tú para atreverte a desafiar al dios de los infiernos?
Entonces, Orfeo canta. Acompañando el canto con su lira, alza una súplica en
tono desgarrador:
—Noble Hades, ¡mi valentía nace solamente de la fuerza de mi amor! De mi amor
hacia la bella Eurídice, que me ha sido arrebatada el día mismo de mi boda.
Ahora, ella está en tu reino. Y vengo, poderoso dios, a implorar tu clemencia. ¡Sí,
devuélveme a mi Eurídice! Déjame regresar con ella al mundo de los vivos.
Hades vacila antes de echar a este atrevido. Vacila, pues incluso el terrible
Cerbero parece conmovido por ese ruego: el monstruo ha dejado de ladrar. ¡Se
arrastra por el suelo, gimiendo!
—¿Sabes, joven imprudente —declara Hades señalando las puertas— que nadie
sale de los infiernos? ¡No debería dejarte ir!
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—¡Lo sé! —respondió Orfeo—. ¡No temo a la muerte! Puesto que he perdido a mi
Eurídice, perdí toda razón de vivir. ¡Y si te niegas a dejarme partir con ella,
permaneceré entonces aquí, a su lado, en tus infiernos!
Perséfone se inclina hacia su esposo para murmurarle algunas palabras al oído.
Hades agacha la cabeza, indeciso. Por fin, tras una larga reflexión, le dice a
Orfeo:
—Y bien, joven temerario, tu valor y tu pena me han conmovido. Que así sea:
acepto que partas con tu Eurídice. Pero quiero poner tu amor a prueba...
Una oleada de alegría y de gratitud invade a Orfeo.
—¡Ah, poderoso Hades! ¡La más terrible de las condiciones será más dulce que la
crueldad de nuestra separación! ¿Qué debo hacer?
—No darte vuelta para mirar a tu amada hasta tanto no hayan abandonado mis
dominios. Pues serás tú mismo quien la conduzca fuera de aquí. ¿Me has
comprendido bien? ¡No debes mirarla ni hablarle! Si desobedeces, Orfeo,
¡perderás a Eurídice para siempre!
Loco de alegría, el poeta se inclina ante los dioses.
—Ahora vete, Orfeo. Pero no olvides lo que he decretado.
Orfeo ve que las dos hojas de la pesada puerta de bronce se entreabren
chirriando.
—¡Camina delante de ella! ¡No tienes derecho a verla!
Rápidamente, Orfeo toma su lira y se dirige hacia la barca de Caronte. Lo hace
lentamente, para que Eurídice pueda seguirlo. ¿Pero, cómo estar seguro? La
angustia, la incertidumbre le arrancan lágrimas de los ojos. Está a punto de
exclamar: "¡Eurídice!", pero recuerda a tiempo la recomendación del dios y se
cuida de no abrir la boca. Apenas sube a la barca de Caronte, siente que la
embarcación se bambolea por segunda vez. ¡Eurídice, pues, se ha unido a él!
Refunfuñando por el sobrepeso, el viejo barquero emprende el camino contra la
corriente.
Finalmente, Orfeo desciende en tierra y se lanza hacia el camino que conduce al
mundo de los vivos... Pronto, se detiene para oír. A pesar de las corrientes de
aire que soplan en la caverna, adivina el roce de un vestido y el ruido de pasos
de mujer que siguen por el mismo sendero. ¡Eurídice! ¡Eurídice! Escala las rocas
de prisa para reunirse con ella lo antes posible. Pero, ¿y si se está adelantando
demasiado? ¿Y si ella se extravía?
Dominando su impaciencia, disminuye la velocidad de su andar, atento a los
ruidos que, a sus espaldas, indican que Eurídice lo está siguiendo. Pero cuando
vislumbra la entrada de la caverna a lo lejos, una espantosa duda lo asalta: ¿y si
no fuera Eurídice? ¿Y si Hades lo ha engañado? Orfeo conoce la crueldad de la
que son capaces los dioses, ¡sabe cómo estos pueden burlarse de los
desdichados humanos! Para darse ánimo, murmura:
—Vamos, sólo faltan algunos pasos...
Con el corazón palpitante, Orfeo da esos pasos. ¡Y de un salto, llega al aire libre,
a la gran luz del día!
—Eurídice... ¡por fin!
No aguanta más y se da vuelta.
Y ve, en efecto, a su amada.
En la penumbra.
Pues, a pesar de que sigue sus pasos, ella aún no ha franqueado los límites del
tenebroso reino. Y Orfeo comprende súbitamente su imprudencia y su desgracia.
—Eurídice... ¡no!
Es demasiado tarde: la silueta de Eurídice ya se desdibuja, se diluye para
siempre en la oscuridad. Un eco de su voz lo alcanza:
—Orfeo... ¡adiós, mi tierno amado!
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En el infierno Sísifo fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera
empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia
abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio (Odisea, xi. 593).
De acuerdo con la teoría solar, Sísifo es el disco del sol que sale cada mañana y después se
hunde bajo el horizonte. Otros ven en él una personificación de las olas subiendo hasta cierta
altura y entonces cayendo bruscamente, o del traicionero mar. Welcker ha sugerido que la
leyenda es un símbolo de la vana lucha del hombre por alcanzar la sabiduría. S. Reinach sitúa
el origen de la historia en una pintura, en la que Sísifo era representado subiendo una enorme
piedra por el Acrocorinto, símbolo del trabajo y el talento involucrado en la construcción del
Sisypheum. Cuando se hizo una distinción entre la almas del infierno, se supuso que Sísifo
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estaba empujando perpetuamente la piedra cuesta arriba como castigo por alguna ofensa
cometida en la Tierra, y se inventaron varias razones para explicarla.
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PRIMER TRABAJO
El primer trabajo que Euristeo ordenó a Heracles fue matar al león de Nemea,
una enorme bestia, cuya piel era resistente a la piedra, al cobre y al hierro.
Aquel monstruo vivía en una cueva en las montañas. (...) Heracles consiguió
meter la cabeza del león bajo el brazo derecho y aplastarla hasta que la bestia
murió. Heracles despellejó al león usando una de las garras del mismo animal
como cuchillo y luego se cubrió con la piel. Después, se fabricó una nueva
maza de madera de olivo y se presentó ante Euristeo.
SEGUNDO TRABAJO
El segundo trabajo era mucho más peligroso: matar a la monstruosa hidra de
los pantanos de Lerna. Esta bestia tenía el cuerpo grande, como el de un perro,
y ocho cabezas de serpiente con largos cuellos. Heracles le disparó flechas
ardiendo cuando salía de su agujero bajo las arenas de un pantano. Luego,
corrió hacia ella y le golpeó las ocho cabezas. Pero conforme las aplastaba,
iban apareciendo otras en su lugar. Un escorpión, enviado por Hera, se le
acercó rápidamente y le mordió el pie: Heracles lo aplastó de un pisotón. Al
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TERCER TRABAJO
El tercer trabajo fue capturar la cierva de Cerinia, una cierva blanca con
pezuñas de bronce y cuernos de oro que pertenecía a la princesa Artemisa.
Heracles tardó un año entero en encontrarla. La persiguió por montañas y
valles de toda Grecia, hasta que al final le disparó una flecha sin veneno,
cuando pasó corriendo cerca de él. La flecha se clavó entre el tendón y el
hueso de sus patas delanteras, que quedaron ensartadas, sin derramar una
sola gota de sangre. Cuando tropezó y cayó, Heracles la apresó, le extrajo la
flecha y se la llevó a Euristeo sobre los hombros. Artemisa se habría enfurecido
si Heracles hubiera dañado a su cierva y, además, lo perdonó por su certero
flechazo. Después, Euristeo liberó a la cierva.
CUARTO TRABAJO
El cuarto trabajo fue apresar al jabalí de Erimanto, una enorme criatura con
unos colmillos como los de un elefante y una piel resistente a las flechas.
Heracles lo persiguió por las montañas de aquí para allá, en invierno, hasta que
quedó atrapado en un gran montículo de nieve. Allí, saltó sobre él y le ató las
patas delanteras a las traseras. Cuando Euristeo vio a Heracles cargando el
jabalí a su espalda por la avenida de palacio, huyó y se escondió en una gran
vasija de bronce.
QUINTO TRABAJO
El quinto trabajo fue limpiar el inmundo establo del rey Augías en un solo día.
Augías tenía muchos millares de animales y nunca se había preocupado de
eliminar sus excrementos. Euristeo le encargó esta tarea a Heracles sólo para
molestarlo, esperando que se cubriera de inmundicia, cuando cargara el
estiércol en las cestas para llevárselo. Augías sonrió a Heracles con desprecio:
—Te apuesto veinte vacas contra una, a que no puedes limpiar el establo en un
solo día.
—De acuerdo —dijo Heracles.
Blandió su maza, derribó la pared del establo, cogió un pico y cavó
rápidamente unos canales profundos desde dos ríos cercanos. El agua de los
ríos atravesó el establo y lo dejó limpio en un momento.
SEXTO TRABAJO
Como sexto trabajo, Euristeo le dijo a Heracles que expulsara ciertas aves
caníbales con plumas de bronce del lago Estínfalo. Estos animales parecían
grullas, pero tenían picos capaces de hacer pedazos una coraza de hierro.
Heracles no podía nadar en los pantanos, porque el agua estaba turbia, y
tampoco podía cruzarlos caminando, porque el barro no aguantaría su peso.
Cuando disparó a los pájaros, las flechas rebotaron en sus plumas.
La diosa Atenea se le apareció entonces y le dio un unos címbalos de bronce.
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SÉPTIMO TRABAJO
El séptimo trabajo fue capturar un toro que aterrorizaba Creta. Perseguía
granjeros y soldados, destruía cabañas y almacenes, arrasaba campos de maíz,
y asustaba a mujeres y niños. Este animal había aparecido cuando el hijo de
Europa, Minos, dijo a los cretenses:
—¡Soy el rey de esta isla! ¡Dejemos que los dioses me envíen una señal para
probarlo!
Mientras hablaba, los cretenses vieron cómo un toro muy blanco de cuernos
dorados salió nadando del mar. Pero en lugar de sacrificar el hermoso animal a
los dioses, como era deber, Minos lo conservó y sacrificó otro. Así que Zeus lo
castigó, permitiendo que el toro escapara y causara desgracias en toda Creta.
Heracles siguió al toro hasta un bosque. Allí, se subió a un árbol, esperó que el
animal pasara y saltó sobre su lomo. Tras un difícil forcejeo, consiguió clavarle
una anilla en la nariz y, cruzando el mar con unas riendas atadas a su morro,
se lo llevó a Euristeo.
OCTAVO TRABAJO
El octavo trabajo fue capturar las cuatro yeguas salvajes del rey Diomedes de
Tracia. Diomedes alimentaba a estas yeguas con la carne de los extranjeros
que visitaban su reino. Heracles viajó hasta Tracia y se acercó al palacio real;
fue directo a las cuadras de Diomedes, echó a los mozos y condujo a las
yeguas, que se caían y coceaban, hasta la costa. Alertado por el ruido,
Diomedes llamó a los guardias de palacio y salió en su persecución. Heracles
dejó las yeguas a cargo de su mozo Abdero y volvió para luchar. La batalla fue
corta. Dejó sin sentido a Diomedes con su maza e hizo que las yeguas se lo
comieran vivo, como venganza por la muerte de Abdero que, poco antes, al no
haber podido controlar a las yeguas, había sido devorado por las mismas.
Antes de marcharse, Heracles también instituyó unos juegos fúnebres anuales,
en memoria de Abdero. Ya de regreso, cuando Heracles vio que su barco era
demasiado pequeño para que cupieran las cuatro yeguas, las enjaezó al carro
de Diomedes, abandonó el barco y volvió, de este modo, a casa, cruzando
Macedonia.
NOVENO TRABAJO
El noveno trabajo fue conseguir el famoso cinturón de oro de Hipólita, la reina
de las amazonas que vivía en la costa sur del mar Negro, y regalárselo a la hija
de Euristeo. Heracles llegó a Amazonia sin novedad. Allí, la reina Hipólita se
enamoró de él y podría haber conseguido el cinturón como un simple regalo.
Sin embargo, la diosa Hera, con rencor, se disfrazó de amazona y esparció el
rumor de que Heracles había venido para secuestrar a Hipólita y llevársela a
Grecia. Las amazonas, indignadas, montaron en sus caballos y fueron a
rescatarla, lanzando flechas contra Heracles, mientras se acercaban. Aunque
Heracles rechazó el ataque, Hipólita resultó muerta en la confusión de la
batalla. Así que Heracles cogió el cinturón de su cadáver y se fue apenado. Le
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hubiera gustado casarse con Hipólita y le molestó mucho tener que darle el
cinturón a la hija de Euristeo.
DÉCIMO TRABAJO
El décimo trabajo de Heracles fue robar un rebaño de bueyes del rey Geríones,
que vivía en una isla cerca de la corriente de Océano. Geríones tenía tres
troncos con sus respectivas cabezas, pero un solo par de extremidades. Hera
esperaba que Heracles fracasara en este último trabajo o, al menos, que no
tuviera tiempo de cumplirlo, antes de que expirara el plazo de noventa y nueve
meses. Cuando llegó al extremo occidental del mar Mediterráneo, donde
España y África se unían en aquel tiempo, Heracles abrió un estrecho entre
ellas. Los acantilados de cada lado se llaman, aún hoy, las Columnas de
Hércules. Luego, navegó adentrándose en el Océano, en una barca de oro que
le prestó el Sol y usando la piel de león como vela. Cuando llegó a la isla de
Geríones, Heracles fue atacado por un perro bicéfalo y por un pastor de
Geríones, a los que abatió de un mazazo. Finalmente, Geríones salió corriendo
de su palacio, como si se tratase de una fila formada por tres hombres. La
diosa Hera, entonces, intentó ayudar a Geríones deslumbrando con un espejo a
Heracles, pero éste esquivó el destello y mató a Geríones con una flecha, que
atravesó a la vez los tres troncos. Luego, disparó también contra Hera,
hiriéndola en un hombro. La diosa se fue entonces volando a suplicar a Apolo y
a Artemisa, para que le extrajeran la flecha y la curaran.
Heracles cruzó los Pirineos con los bueyes y recorrió la costa meridional de
Francia. Pero en los Alpes, un mensajero de Hera le dio a propósito una
orientación errónea. Giró hacia el este y bajó hasta el estrecho de Mesina,
antes de darse cuenta de que estaba en Italia y no en Grecia. Muy enfadado,
se dio media vuelta y perdió todavía más tiempo en lo que hoy es Trieste,
porque Hera envió tábanos, para que picasen a los bueyes en sus partes más
sensibles. Los animales salieron de estampida hacia oriente y Heracles tuvo
que seguir sus huellas durante ochocientos o mil kilómetros hasta Crimea,
donde una horrible mujer con cola de serpiente le prometió ponerlos en la
dirección correcta, con la condición de que la besara tres veces. Heracles lo
hizo, aunque de muy mala gana, y por fin llegó a Grecia sano y salvo con los
bueyes, justo cuando terminaba el plazo de noventa y nueve meses.
Ahora, Heracles debía ser liberado pero, aconsejado por Hera, Euristeo le dijo:
—No has cumplido correctamente mi segundo trabajo, porque pediste ayuda a
Yolao, para matar la hidra. Y tampoco hiciste bien el quinto trabajo, porque
Augías te pagó por limpiar su establo.
—¡Qué injusticia! —gritó Heracles—. Pedí ayuda a Yolao, porque Hera intervino:
envió un escorpión para que me mordiera el pie. Y, aunque es cierto que
Augías apostó conmigo veinte reses contra una a que no podría limpiar su
establo en un día, yo hubiera hecho el trabajo de todos modos.
—¡No discutas, por favor! Hiciste la apuesta, de manera que, en lugar de
trabajar sólo para mí, conseguiste veinte cabezas de ganado de otro hombre.
—¡Tonterías! Augías no me pagó. Dijo que yo no había limpiado el establo, que
lo había hecho un dios-río.
—Tenía razón. El trabajo no lo hiciste tú. Debes hacer dos más, pero puedes
dedicarles el tiempo que necesites.
—De acuerdo —dijo Heracles—. Y si vivo para cumplirlos, le sucederá lo peor a
tu familia.
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Euristeo había planeado dos nuevos trabajos muy peligrosos. El primero era
conseguir las manzanas de oro de las hespérides, ninfas que vivían en el
Lejano Occidente. Estas manzanas eran el fruto de un árbol que la Madre Tierra
le ofreció a Hera como regalo de boda. Las hespérides, hijas del titán Atlas,
cuidaban del árbol, y Ladón, un dragón que nunca dormía, lo vigilaba dando
vueltas a su alrededor.
Heracles viajó al Cáucaso para pedir consejo a
Prometeo. Éste le dio la bienvenida y le dijo:
—Por favor, ahuyenta a esa águila; no me deja
pensar con claridad.
Heracles ahuyentó el águila, pero además disparó
contra ella y la mató. Luego, pidió a Zeus que
perdonara a Prometeo. Zeus decidió que el castigo
ya había durado bastante y permitió que Heracles
rompiera las cadenas, pero ordenó a Prometeo que
llevara siempre un anillo de hierro en un dedo. Así
fue cómo los anillos se pusieron de moda por
primera vez.
Prometeo advirtió a Heracles: le dijo que no
recogiera las manzanas él mismo, porque cualquier
mortal que lo hiciera moriría en el acto.
—Convence a algún inmortal para que las recoja —le sugirió.
Tras una fiesta de despedida, Heracles partió por mar hacia Marruecos y, al
llegar a Tánger, caminó tierra adentro hasta el lugar donde Atlas, el titán
rebelde, sostenía la bóveda celeste. Heracles le preguntó:
—Si me hago cargo de tu trabajo durante una hora, ¿querrías recoger para mí
tres manzanas del árbol de tus hijas?
—Claro —dijo Atlas—, si tú matas antes al dragón que nunca duerme.
Heracles apuntó con su arco por encima del muro del jardín y mató al dragón.
Luego, se puso de pie detrás de Atlas y, separando las piernas, se colocó todo
el peso de la bóveda celeste sobre la cabeza y los hombros. Atlas trepó por el
muro, saludó a sus hijas, robó las manzanas y le gritó a Heracles:
—Hazme el favor de quedarte aquí un poco más, mientras le llevo estas tres
manzanas a Euristeo. Con mis enormes piernas, estaré de vuelta dentro de una
hora.
Heracles, que sabía que Atlas nunca entregaría las manzanas a Euristeo y que
su idea era la de rescatar a los demás titanes para empezar una nueva
rebelión, simuló que le creía.
—Encantado —contestó—, pero antes sosténme un momento el peso, mientras
doblo esta piel de león y me hago un cojín para la cabeza.
Atlas dejó las manzanas en el suelo e hizo lo que le pedía Heracles. Éste
entonces recogió las manzanas y, antes de irse, le dijo:
—Has intentado engañarme —le comentó, riéndose—, pero yo te he engañado
a ti. ¡Adiós!
Cuando regresaba a casa cruzando Libia, un gigante llamado Anteo, hijo de la
Madre Tierra, desafió a Heracles a un combate. Heracles se embadurnó por
completo de aceite para que Anteo no pudiera sujetarlo con firmeza. Anteo, en
cambio, se restregó el cuerpo con tierra. Cada vez que Heracles tumbaba a
Anteo, veía sorprendido cómo el gigante se levantaba más fuerte que antes,
porque el contacto con su madre, la Tierra, le renovaba su fuerza. Heracles vio
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lo que tenía que hacer: levantó a Anteo del suelo, le rompió las costillas y lo
mantuvo separado de la Madre Tierra hasta que murió. Un mes después,
Heracles le entregó las manzanas a Euristeo sin novedad.
ÚLTIMO TRABAJO
El último y peor de los trabajos fue capturar al can Cerbero y arrastrarlo a la
superficie desde el Tártaro. Al recibir esta orden, Heracles fue a Eleusis para
purificarse. Allí se celebraban los misterios de Deméter. Limpio de todo pecado,
Heracles bajó con valentía hasta el Tártaro, pero Carente no quiso transportar
a un mortal hasta la otra orilla de la laguna Estigia.
—Destruiré tu barca —le amenazó Heracles— y te cubriré de flechas como un
erizo está cubierto de púas.
Caronte tembló de terror y lo llevó al otro lado. Más tarde, Hades castigó a
Caronte por su cobardía.
Heracles vio a Teseo y Pirítoo pegados al banco de Hades, mientras las furias
los azotaban. Tiró de Teseo con enorme fuerza y lo arrancó del asiento, pero
Teseo perdió un buen trozo de espalda. Luego, vio que era imposible liberar
también a Pirítoo, si no era con un hacha, así que lo dejó allí.
Perséfone salió corriendo del palacio y cogió a Heracles de las manos:
—¿Puedo ayudarte, querido Heracles? —preguntó.
—Majestad, te ruego que me prestes a tu perro guardián durante unos días.
Podrá volver a casa enseguida, cuando se lo haya enseñado a Euristeo.
Perséfone dirigió sus ojos hacia Hades:
—Por favor, esposo, concede a Heracles lo que pide. Esta tarea le ha sido
encomendada por consejo de tu cuñada Hera. El promete no quedarse con
nuestro can Cerbero.
—Muy bien —respondió Hades—, y puede llevarse también a ese loco de
Teseo, ya que está aquí. Pero tiene la obligación de domar a Cerbero, sin usar
ni la maza ni las flechas.
Hades creyó que esta condición haría imposible el trabajo, pero la piel de león
de Heracles era resistente a los pinchazos de las púas del lomo de Cerbero, así
que Heracles, con sus fuertes manos, apretó el pescuezo del can, hasta que
sus tres cabezas se oscurecieron. Cerbero entonces se desmayó y Heracles
pudo arrastrarlo con facilidad. Por desgracia, el único túnel de vuelta a la Tierra
lo bastante ancho era uno que tenía la salida cerca de Mariandinia, junto al mar
Negro, así que a Heracles le esperaba un viaje largo y difícil. Antes de partir,
Heracles cogió una rama de laurel blanco como trofeo y se la colocó como si
fuera una corona.
Cuando Heracles apareció arrastrando a Cerbero con una correa, Euristeo se
dio un susto de muerte.
—Gracias, noble Heracles —dijo—; ahora, quedas liberado de tus trabajos.
Pero, por favor, devuelve esa bestia enseguida.
Heracles volvió a Tebas, donde su madre Alcmena lo recibió con alegría. Pero
Hera ideó un astuto plan. Le dijo a Autólico que robara un rebaño de yeguas y
potros moteados a un hombre llamado Ifito, que les cambiara el color y que se
los vendiera a Heracles. Así lo hizo. Ifito siguió el rastro de las pezuñas de su
rebaño hasta Tirinto y le preguntó a Heracles si, por casualidad, se había
llevado él las yeguas. Heracles acompañó a Ifito hasta lo más alto de una torre
y, muy serio, le dijo:
—¡Mira a tu alrededor! ¿Ves alguna yegua moteada en mis pastos?
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—No —contestó Ifito—. Pero sé que están cerca de aquí. Heracles perdió la
paciencia, al verse considerado un ladrón y un mentiroso, y arrojó a Ifito por
encima de las almenas.
Los dioses condenaron a Heracles a ser esclavo de la reina Onfalia de Lidia; el
dinero por su venta, que Hermes había acordado, fue para los huérfanos de
Ifito. Onfalia, que no sabía quién era Heracles, le preguntó por sus habilidades.
—Sé hacer lo que tú quieras, señora —contestó él enseguida.
La reina, entonces, le hizo vestirse de mujer con unas enaguas amarillas, le dio
una rueca y le enseñó a hilar lana. A Heracles le pareció un trabajo muy
descansado. Un día, un dragón gigantesco empezó a comerse a los súbditos
lidios de Onfalia, así que ésta le dijo a Heracles:
—Pareces fuerte. ¿Te atreves a luchar contra el dragón?
—A tu servicio, señora.
Los dragones no eran nada para Heracles e inmediatamente disparó una flecha
envenenada entre las mandíbulas del dragón y lo mató. Onfalia le devolvió la
libertad, como muestra de agradecimiento.
Más tarde, Heracles se casó con una princesa llamada Deyanira, hija del dios
Dionisos, y fundó los juegos olímpicos, que debían celebrarse cada cuatro años,
mientras existiera el mundo. Estableció que los vencedores de cada
competición serían obsequiados con coronas de laurel, en lugar de los valiosos
trofeos habituales, porque tampoco a él le habían pagado nada por sus
trabajos. Nadie se atrevió a luchar jamás contra Heracles, lo que defraudó a los
espectadores. No obstante, un día, el rey Zeus se dignó a bajar del Olimpo. Él y
Heracles mantuvieron una formidable pelea que terminó en empate y todo el
mundo quedó encantado.
Heracles se vengó de los reyes que le habían despreciado cuando llevaba a
cabo sus trabajos, incluyendo a Augías, y mató a tres hijos de Euristeo. Zeus le
prohibió atacar al propio Euristeo, porque hubiera sido un mal ejemplo para
otros esclavos liberados. El dios-río Aqueloo desafió a Heracles a un combate y
perdió un cuerno durante la lucha. Heracles también peleó contra el dios Ares y
lo mandó cojeando de vuelta al Olimpo.
Un día, un centauro llamado Neso se ofreció para ayudar a la esposa de
Heracles, Deyanira, a cruzar un río desbordado, por una pequeña suma de
dinero. Heracles le pagó, pero cuando Neso alcanzó la otra orilla se puso a
correr con Deyanira en los brazos. A ochocientos metros de distancia, Heracles
le disparó una de las flechas untadas con la sangre de la hidra. Agonizante,
Neso le susurró a Deyanira:
—Recoge un poco de mi sangre en esta jarra pequeña de aceite. Si alguna vez
Heracles ama a otra mujer más que a ti, dispondrás de un hechizo que
funcionará seguro. El aceite mantendrá mi sangre fresca. Tírasela en la camisa.
No te será nunca más infiel. ¡Adiós!
Deyanira siguió el consejo de Neso.
Estando al servicio de Euristeo, Heracles había participado en un concurso de
tiro con arco organizado por el rey Eurito de Ecalia, cuyo premio era su hija
Yole. Eurito alardeaba de ser el mejor arquero de Grecia y le sentó muy mal el
verse derrotado por Heracles, así que gritó:
—Mi hija es una princesa. No puedo aceptar que se case con un esclavo de
Euristeo. La competición queda anulada.
Heracles recordó este insulto años más tarde, así que saqueó Ecalia y mató a
Eurito. Raptó a Yole y a sus dos hermanas, y las puso a fregar suelos y cocinar.
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Perseo
XXIII.
Un oráculo advirtió a Acrisio, rey de Argos, que su nieto lo mataría.
—Este vaticinio significa que debo asegurarme de no tener nietos —gruñó
Acrisio.
De vuelta a casa, pues, Acrisio encerró a Dánae, su única hija, en una torre con
puertas de bronce, custodiada por un perro feroz, y le llevó siempre la comida
con sus propias manos.
Pero Zeus se enamoró de Dánae cuando la vio, desde lejos, apoyada con
tristeza en las almenas. Para evitar que Hera lo descubriera, Zeus se convirtió
en lluvia de oro y cayó sobre la torre, acercándose hasta la chica. Luego,
recuperó su forma habitual.
—¿Quieres casarte conmigo? —le preguntó Zeus a Dánae.
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—Sí —contestó ella—. Me siento muy sola aquí. Y ambos tuvieron un hijo, que
se llamó Perseo. Cuando Acrisio oyó el llanto del bebé tras las puertas de
bronce, se enfureció.
—¿Quién es tu marido? —le preguntó Acrisio a su hija.
—El dios Zeus, padre. ¡Atrévete a tocar a tu nieto y Zeus te matará de un
golpe!
—Entonces, os apartaré a los dos y os pondré fuera de su alcance.
Acrisio encerró entonces a Dánae y a Perseo en un arca de madera, con una
cesta de comida y una botella de vino, y la lanzó al mar.
—Si se ahogan, será culpa de Poseidón, no mía —dijo Acrisio a sus cortesanos.
Zeus ordenó entonces a Poseidón que tuviera un cuidado especial con esa
arca. Así que Poseidón mantuvo el mar en calma y, poco después, el arca fue
recogida por un pescador de la isla de Sérifos, que la vio flotando. El pescador
la cogió con su red y la llevó a tierra; luego, abrió la tapa y Dánae salió ilesa de
dentro, con Perseo en sus brazos.
El amable pescador los acompañó a ver a Polidectes, rey de Sérifos, que
enseguida se ofreció para casarse con Dánae.
—No puede ser —contestó ella—. Ya estoy casada con Zeus.
—Quizá sí, pero si Zeus puede tener dos esposas, ¿por qué no puedes tener tú
dos esposos? —respondió Polidectes.
—Los dioses hacen lo que se les antoja. Pero los mortales sólo podemos tener
un esposo o una esposa a la vez.
Polidectes intentó constantemente que Dánae cambiara de opinión, pero ella
siempre negaba con la cabeza, diciendo:
—Si me caso contigo, Zeus nos matará a los dos.
Cuando Perseo cumplió quince años, Polidectes lo llamó y le dijo:
—Ya que tu madre no quiere ser mi reina, me casaré con una princesa de la
península de Grecia. Estoy pidiendo un caballo a cada uno de mis súbditos,
porque el padre de la princesa quiere cincuenta caballos como pago por la
boda de su hija. ¿Me complacerás también tú?
Perseo contestó:
—No tengo ningún caballo, majestad, ni dinero para comprar uno. Pero si me
prometes casarte con esa princesa y dejar de molestar a mi madre, te daré lo
que quieras, cualquier cosa del mundo, incluso la cabeza de Medusa.
—La cabeza de Medusa estaría muy bien —dijo Polidectes.
Medusa había sido una hermosa mujer, a quien Atenea había descubierto una
vez besando a Poseidón en su templo. Atenea se enojó tanto por sus malos
modales, que convirtió a Medusa en una gorgona: un monstruo alado, de
mirada feroz, enormes dientes y serpientes en lugar de cabellos. Cualquiera
que la mirara, se convertiría en piedra.
Atenea ayudó a Perseo, dándole un escudo pulido para que lo utilizase como
espejo cuando cortase la cabeza de Medusa y, así, el héroe evitaría convertirse
en piedra. Hermes, por su parte, también ayudó a Perseo, dándole una afilada
hoz. Pero Perseo todavía necesitaba el casco de la invisibilidad del dios Hades,
un zurrón mágico en el que meter la cabeza una vez cortada y un par de
sandalias aladas. Todo ello estaba custodiado por las náyades de la laguna
Estigia.
Así que Perseo fue a preguntar a las tres hermanas grayas la dirección secreta
de las náyades. Encontrar a las tres grayas, que vivían cerca del jardín de las
hespérides, y tenían un sólo ojo y un sólo diente para las tres, fue difícil para
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Perseo. Pero el héroe llegó, finalmente, al lugar donde estaban y se situó con
sigilo detrás de ellas, mientras éstas se pasaban el ojo y el diente de una a
otra. Luego, les arrebató estos dos tesoros y se negó a devolvérselos, hasta
que no le dijeran dónde encontrar a las náyades, cosa que hicieron. Perseo,
pues, halló a las náyades en un lago, bajo una roca cerca de la entrada del
Tártaro, y las amenazó con contar a todo el mundo dónde estaban y el aspecto
que tenían, si no le prestaban el casco, las sandalias y el zurrón. Las náyades
no soportaban que alguien pudiera saber que, aunque por lo demás resultaban
atractivas, tenían rostros caninos, de manera que le prestaron a Perseo lo que
solicitaba.
Perseo, ahora con el casco, el zurrón y las sandalias, voló hasta Libia sin ser
visto. Allí, encontró a Medusa durmiendo, miró el reflejo de la gorgona en el
escudo y le cortó la cabeza con la hoz. El único accidente desgraciado fue que
la sangre de Medusa, que goteó del zurrón donde había guardado la cabeza, se
convirtió en serpientes venenosas al caer al suelo. Esto convirtió a Libia, para
siempre, en una tierra peligrosa. De regreso, cuando Perseo se detuvo para dar
las gracias a las tres hermanas grayas, el titán Atlas le llamó para decirle:
—Dile a tu padre Zeus que, a menos que me libere pronto, dejaré que la
bóveda celeste se desplome, lo que significará el fin del mundo.
Perseo, entonces, le mostró la cabeza de Medusa a Atlas, que de inmediato se
petrificó y se convirtió en el gran macizo del Atlas.
En su vuelo a Palestina, Perseo vio a una hermosa princesa, llamada
Andrómeda, encadenada a una roca en Jopa, y a una serpiente marina, enviada
por el dios Poseidón, nadando hacia ella con las mandíbulas abiertas. Los
padres de Andrómeda, Cefeo y Casiopea, rey y reina de los filisteos, habían
recibido la orden de un oráculo de encadenar a su hija, para que se la comiera
el monstruo. Parece ser que Casiopea les había dicho a los filisteos:
—Yo soy más hermosa que todas las nereidas del mar.
Y que esa arrogancia enojó al orgulloso padre de las nereidas, el dios Poseidón.
Perseo buceó hacia la serpiente marina y le cortó la cabeza. Después,
desencadenó a Andrómeda, la llevó a su palacio y pidió autorización para
casarse con ella. El rey Cefeo le respondió:
—¡Insolente! Ya está prometida con el rey de Tiro.
—Entonces, ¿por qué no la salvó el rey de Tiro?
—Porque tenía miedo de ofender a Poseidón.
—Pues yo no tengo miedo de nadie. Maté al monstruo. Andrómeda es mía.
Mientras Perseo hablaba, el rey de Tiro llegó al frente de su ejército y gritó:
—¡Fuera de aquí, extranjero, o te cortaremos en pedazos!
Perseo le dijo entonces a Andrómeda:
—Por favor, princesa, cierra bien los ojos.
Andrómeda obedeció y Perseo sacó la cabeza de Medusa de la bolsa y
transformó a todo el mundo que miraba en piedra.
Cuando Perseo regresó volando a Sérifos, con Andrómeda en brazos, descubrió
que Polidectes, después de todo, le había engañado, y que, en lugar de casarse
con aquella princesa de la península, seguía molestando a su madre Dánae. Así
que Perseo convirtió a Polidectes y a su familia en piedra y nombró rey de la
isla a su amigo pescador. Luego, le dio la cabeza de Medusa a Atenea y le pidió
amablemente a Hermes que devolviera el casco, el zurrón y las sandalias a las
náyades de la laguna Estigia. De esta manera, demostró tener mucho más
sentido común que Belerofonte, que continuó usando el caballo alado Pegaso
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después de matar a Quimera. Los dioses decidieron que Perseo se merecía una
vida larga y feliz, y le permitieron casarse con Andrómeda, convertirse en el
rey de Tirinto y construir la famosa ciudad de Micenas cerca de allí.
En cuanto al rey Acrisio, Perseo se lo encontró una tarde en una competición
atlética:
—¡Saludos, abuelo! Mi madre Dánae me pide que te perdone. Si la
desobedezco, las furias me azotarán, así que estás a salvo de mi venganza —le
dijo.
Acrisio se lo agradeció; sin embargo, cuando Perseo participaba en un concurso
de lanzamiento de discos, un golpe de viento desvió el disco que había lanzado
y le rompió el cráneo a su abuelo Acrisio, cumpliéndose así el oráculo. Más
tarde, Perseo y Andrómeda se convirtieron en constelaciones, así como los
padres de Andrómeda, Cefeo y Casiopea.
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RELATO
Aquella noche, Egeo, el anciano rey de Atenas, parecía tan triste y tan
preocupado que su hijo Teseo le preguntó:
—¡Qué cara tienes, padre...! ¿Acaso te aflige algún problema?
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—¡Ay! Mañana es el maldito día en que debo, como cada año, enviar siete
doncellas y siete muchachos de nuestra ciudad al rey Minos, de Creta. Esos
desdichados están condenados...
Teseo reprimió un escalofrío. Tras haberse ausentado durante largo tiempo de
Grecia, acababa de llegar a su patria; sin embargo, había oído hablar del
Minotauro.
—¡Padre, impide esa infamia! ¿Por qué dejas perpetuar esa odiosa costumbre?
—Debo hacerlo —suspiró Egeo—. Mira, hijo mío, he perdido tiempo atrás la
guerra contra el rey de Creta. Y, desde entonces, le debo un tributo: cada año,
catorce jóvenes atenienses sirven de alimento a su monstruo...
Con el ardor de la juventud, Teseo exclamó:
—En tal caso, ¡déjame partir a esa isla! Acompañaré a las futuras víctimas.
Enfrentaré al Minotauro, padre. Lo venceré. ¡Y quedarás libre de esa horrible
deuda!
Con estas palabras, el viejo Egeo tembló y abrazó a su hijo.
—¡Nunca! Tendría demasiado miedo de perderte.
Una vez, el rey había estado a punto de envenenar a Teseo sin saberlo; se
trataba de una trampa de Medea, su segunda esposa, que odiaba a su hijastro.
—No. ¡No te dejaré partir! Además, el Minotauro tiene fama de invencible. Se
esconde en el centro de un extraño laberinto. Sus pasillos son tan numerosos
y están tan sabiamente entrelazados que aquellos que se arriesgan no
descubren nunca la salida. Terminan dando con el monstruo... que los devora.
Teseo era tan obstinado como intrépido. Insistió, se enojó, y luego, gracias a
sus demostraciones de cariño y a su persuasión, logró que el viejo rey Egeo,
muerto de pena, terminara cediendo.
A la mañana, Teseo se dirigió con su padre al Pireo, el puerto de Atenas.
Estaban acompañados por jóvenes para quienes sería el último viaje. Los
habitantes miraban pasar el cortejo; algunos gemían, otros mostraban el puño
a los emisarios del rey Minos que encabezaban la siniestra fila.
Pronto, la tropa llegó a los muelles donde había una galera de velas negras
atracada.
—Llevan el duelo —explicó el rey—. Ah... hijo mío... si regresas vencedor, no
olvides cambiarlas por velas blancas. ¡Así sabré que estás vivo antes de que
atraques!
Teseo se lo prometió; luego, abrazó a su padre y se unió a los atenienses en la
nave.
Una noche, durante el viaje, Poseidón, el dios de los mares, se apareció en
sueños a Teseo. Sonreía.
—¡Valiente Teseo! —le dijo—. Tu valor es el de un dios. Es normal: eres mi hijo
con el mismo título que eres el de Egeo1...
Teseo oyó por primera vez el relato de su fabuloso nacimiento.
—¡Al despertar, sumérgete en el mar! —le recomendó Poseidón—. Encontrarás
allí un anillo de oro que el rey Minos ha perdido antaño.
Teseo emergió del sueño. Ya era de día A lo lejos ya se divisaban las riberas de
Creta.
Entonces, ante sus compañeros estupefactos, Teseo se arrojó al agua. Cuando
tocó el fondo, vio una joya que brillaba entre los caracoles. Se apoderó de ella,
con el corazón palpitante.
1 La madre de Teseo había sido tomada a la fuerza por Poseidón la noche de su boda.
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—Conozco los hábitos del Minotauro —insistió—. Sé cuáles son sus debilidades
y cómo podrías acabar con él. Pero esa victoria tiene un precio: ¡me sacas de
aquí y me desposas!
—De acuerdo. Acepto.
Ariadna se sorprendió de que Teseo aceptara tan rápidamente. ¿Estaba
enamorado de ella? ¿O se sometía a una simple transacción? ¡Qué importaba!
Le confió mil secretos que le permitirían vencer a su hermano al día siguiente.
Y el ruido de su voz se mezclaba con el obstinado choque de sus agujas:
Ariadna no había dejado de tejer.
Frente a la entrada del laberinto, Minos ordenó a los atenienses:
—¡Entren! Es la hora...
Mientras los catorce jóvenes aterrorizados penetraban uno tras otro en el
extraño edificio, Ariadna murmuró a su protegido:
—¡Teseo, toma este hilo y, sobre todo, no lo sueltes! Así, quedaremos ligados
uno con el otro.
Tenía en la mano el ovillo de la labor que no la abandonaba jamás. El héroe
tomó lo que ella le extendía: un hilo tenue, casi invisible. Si bien el rey Minos
no adivinó su maniobra, comprendió que a ese muchacho y a su hija les
costaba mucho separarse.
—¿Y bien, Teseo —se burló—, acaso tienes miedo?
Sin responder, el héroe entró a su vez en el corredor. Muy rápidamente, se
unió a sus compañeros que vacilaban ante una bifurcación.
—¡Qué importa! —les dijo—. Tomen a la derecha.
Desembocaron en un corredor sin salida, volvieron sobre sus pasos, tomaron el
otro camino que los condujo a una nueva ramificación de varios pasillos.
—Vayamos por el del centro. Y no nos separemos.
Pronto emergieron al aire libre; a los muros del laberinto habían seguido
infranqueables bosquecillos.
—¿Quién sabe? —murmuró uno de los atenienses—. ¿Y si el destino nos
ofreciera la posibilidad de no llegar al Minotauro... sino a la salida?
Ay, Teseo sabía que no sería así: ¡Dédalo había concebido el edificio de modo
tal que se terminaba llegando siempre al centro!
Fue exactamente lo que se produjo. Hacia la noche, cuando sus compañeros se
quejaban de la fatiga y del sueño, Teseo les ordenó de pronto:
—¡Detengámonos! Llegamos —murmuró Teseo—. ¡El antro del monstruo está
cerca! Espérenme y, sobre todo, ¡no se muevan de aquí!
Partió solo, con el hilo de Ariadna siempre en la mano.
De repente, salió a una explanada circular parecida a una arena. Allí había un
monstruo aún más espantoso que todo lo que se había imaginado: un gigante
con cabeza de toro, cuyos brazos y piernas poseían músculos nudosos como
troncos de roble. Al ver entrar a Teseo, mugió un espantoso grito de
satisfacción voraz. Bajo las narinas, su boca abierta babeaba. Debajo de su
cabeza bovina y peluda, apuntaban unos cuernos afilados hacia la presa.
Luego, se lanzó hacia su futura víctima golpeando la arena con sus pezuñas.
El suelo estaba cubierto de osamentas. Teseo recogió la más grande y la
blandió. En el momento en que el monstruo iba a ensartarlo, se apartó para
asestarle en el morro un golpe suficiente para liquidar a un buey... ¡pero no lo
bastante violento para matar a un Minotauro!
El monstruo aulló de dolor. Sin dejarle tiempo para recuperarse, Teseo se
aferró a los dos cuernos para saltar mejor encima de los hombros peludos. Así
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montado, apretó las piernas alrededor del cuello de su enemigo y, con toda su
fuerza. Privado de respiración, el monstruo, furioso, se debatió. ¡Ya no podía
clavar los cuernos en ese adversario que hacía uno con él! Pataleó, cayó y rodó
por el suelo. A pesar de la arena que se filtraba en sus orejas y en sus ojos,
Teseo no soltaba prenda, tal como Ariadna se lo había recomendado.
Poco a poco, las fuerzas del Minotauro declinaron. Pronto, lanzó un espantoso
mugido de rabia, tuvo un sobresalto... ¡y exhaló el último suspiro! Entonces,
Teseo se apartó de la enorme cosa inerte. Su primer reflejo fue ir a recuperar
el hilo de Ariadna.
El silencio insólito y prolongado había atraído a sus compañeros.
—Increíble... ¡Has vencido al Minotauro! ¡Estamos a salvo!
Teseo reclamó su ayuda para arrancar los cuernos del monstruo.
—Así —explicó—, Minos sabrá que ya no queda tributo por reclamar.
—¿De qué serviría? Por cierto, nos hemos salvado. Pero nos espera una muerte
lenta: no encontraremos jamás la salida.
—Sí —afirmó Teseo mostrándoles el hilo—. ¡Miren!
Febriles, se pusieron en marcha. Gracias al hilo, volvían a desandar el largo y
tortuoso trayecto que los había conducido hasta el Minotauro. A Teseo le
costaba calmar su impaciencia. Se preguntaba qué dios benévolo le había dado
esa idea genial a Ariadna. Pronto, el hilo se tensó: del otro lado, alguien tiraba
con tanta prisa como él.
Finalmente, luego de muchas horas, emergieron al aire libre. El héroe,
extenuado, tiró los cuernos sanguinolentos del Minotauro al suelo, cerca de la
entrada.
—¡Teseo... por fin! ¡Lo has logrado!
Loca de amor y de alegría, Ariadna se precipitó hacia él. Se abrazaron. La hija
de Minos echó una mirada enternecida al enorme ovillo desordenado que
Teseo, todavía, tenía entre las manos.
El alba se acercaba. Acompañados por Ariadna, Teseo y sus compañeros se
escurrieron entre las calles de Cnosos y llegaron al puerto.
—¡Perforen el casco de todos los navíos cretenses! —ordenó.
—¿Por qué? —se interpuso Ariadna, asombrada.
—¿Crees que tu padre no va a reaccionar? ¿Que va a dejar escapar con su hija
al que mató al hijo de su esposa?
—Es verdad —admitió ella—. Y me pregunto qué castigo va a infligir a Dédalo,
ya que su laberinto no protegió al Minotauro como lo esperaba mi padre.
Cuando el sol se levantó, Teseo tuvo un sueño extraño: esta vez, fue otro dios,
Baco, el que se le apareció.
—Es necesario —ordenó—, que abandones a Ariadna en una isla. No se
convertirá en tu esposa. Tengo para ella otros proyectos más gloriosos.
—Sin embargo —balbuceó Teseo—, le he prometido...
—Lo sé. Pero debes obedecer. O temer la cólera de los dioses.
Cuando Teseo se despertó, aún vacilaba. Pero al día siguiente, la galera debió
enfrentar una tormenta tan violenta que el héroe vio en ella un evidente signo
divino. Gritó al vigía:
—¡Debemos detenernos lo antes posible! ¿No ves tierra a lo lejos?
—¡Sí! Una isla a la vista... Debe ser Naxos.
Atracaron allí y esperaron que los elementos se calmaran.
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Curiosidades
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La casa de Asterión
Jorge Luis Borges
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Circe
En la mitología griega, Circe era una diosa y hechicera que vivió en la isla de
Eea.
Sus padres fueron Helios, el titán preolímpico del Sol, y la oceánide Perseis. Como
hermanos tuvo a Eetes, el rey de la Cólquida, y Pasífae. Transformaba a sus enemigos o a
los que la ofendían en animales mediante el uso de pociones mágicas y era conocida por sus
conocimientos de herborística y medicina.
En la Odisea de Homero, su casa es descrita como una mansión de piedra que se alzaba en
mitad de un claro en un denso bosque. Alrededor de la casa rondaban leones y lobos, que
en realidad no eran más que las víctimas de su magia: no eran peligrosos y lisonjeaban a
todos los extraños. Circe dedicaba su tiempo a trabajar en un gran telar.
Cuando Odiseo llegó a la isla de Eea mandó bajar a la mitad de la tripulación, quedándose
él en su barco. Circe invitó a los marineros a un banquete, envenenando la comida con una
de sus pociones, transformándolos en cerdos con una vara después de que se hubieran
atiborrado. Sólo Euríloco, sospechando una traición desde el principio, logró escapar
avisando a Odiseo y a los otros que habían permanecido en los barcos. Odiseo partió al
rescate de sus hombres pero en el camino fue interceptado por Hermes, quien le dijo que se
hiciese con algunas hierbas de moly para protegerse del mismo destino. Cuando Circe no
pudo convertirlo en animal Odiseo le obligó a devolver a sus hombres la forma humana.
Más tarde Circe se enamoró de Odiseo y le ayudó en su viaje de regreso a casa después de
que él y su tripulación pasasen un año con ella en su isla. Según Homero, Circe sugirió a
Odiseo dos rutas alternativas para volver a Ítaca: bien hacia las «rocas errantes» (las
pumíceas islas Lípari, llamadas de forma parecida en las notas de viaje del Chou Ju-kua en
el siglo XIII), donde reinaba el rey Eolo, o bien pasar entre la peligrosa Escila y el remolino
de Caribdis, normalmente identificado con el estrecho de Mesina.
Casi al final de su Teogonía (1011f) Hesíodo cuenta que Circe tuvo tres hijos de Odiseo:
Agrio (por lo demás desconocido), Latino y Telégono, quien gobernó a los tirsenos, es
decir los etruscos. Poetas posteriores sólo suelen mencionar a este último como hijo de
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Odiseo y Circe. Cuando se hizo adulto, cuentan, Circe le envió a buscar a su padre, quien
había regresado mucho tiempo atrás a su hogar, pero al llegar Telégono le mató por
accidente, llevando su cuerpo de vuelta a Eea junto con su viuda Penélope y su hijo
Telémaco. Circe les hizo inmortales y desposó a Telémaco, mientras Telégono se casó con
Penélope.
Dionisio de Halicarnaso (1.72.5) cita que Xenágoras el historiador afirmaba que Odiseo y
Circe tenían tres hijos: Romo, Antias y Árdeas, epónimos de las ciudades de Roma, Anzio
y Ardea respectivamente.
Que Circe también purificase a los argonautas por la muerte de Apsirto puede ser una
tradición arcaica.
Circe
Julio Cortázar
Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía
doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de
vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio
de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: "La odian porque no es chusma como ustedes,
como yo mismo", y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con una
toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como
por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario
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se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la
escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.
Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido
un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía
el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y
los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los
domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había
festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las
persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca
sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a
acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento,
hasta sus dedos. La madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos
se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo
-Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con un gesto
liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor.
Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando
Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie
desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos
vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste
contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura del
cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya
estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado
adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca
de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada
blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.
Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella
estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el
capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese
entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre
una "visita", y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la
tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba
a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre
negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros
para el domingo de mañana.
Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que
anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos
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Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren
en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas
que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el
zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia
los primeros días... La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos
agregándose nace al final el trozo de tapiz -Mario vería a veces el tapiz, con asco, con
terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.
Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones
paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de
ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara
eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen de
viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional. Cuando Mario se
agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi
transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia
recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al
ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le
explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los
bombones, a Mario le extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los
Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia
dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las
botellas. "A Héctor...", empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario.
Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los novios. No
volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas
nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que
hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del
aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara
cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.
-Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. -Y lo miraron salir y se
miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la
señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con
un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.
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Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba
comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer
bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir
con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka.
Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó
uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos
demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando
un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de
Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una
dulzura de abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera querido decirle. “Tírelo
lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.” Después le volvió
la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa... Hundió
los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como
burlándose. Él se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó
raramente. “Decirle así: su tercer novio, pero vivo.”
Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a
base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los
recuerdos; parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo
ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que
alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella
recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo
menos algún olvido de los muertos.
Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin
sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los
chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al
más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso;
Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la consideraban
de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las
sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de
otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo
esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que
sentía -a veces, a solas- como íntimamente ajeno y oscuro.
Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de
amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían
que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja
concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron
probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como transfigurada
mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor
quemante. "Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso", dijo una o dos veces. Delia,
que hablaba poco cuando estaba contenta, observó: "Lo hice para vos". Los Mañara la
miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.
A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara
dichas al pasar cuando Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía
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miedo por el corazón. El alcohol es malo para el corazón.” Tener un novio tan delicado,
Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el
piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también
Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar
y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que
Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas
veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra
blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba -algo apenas amargo, con un
asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente-, Delia tenía los ojos bajos y el
aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de
lo que se proponía. Pero a la visita siguiente -también de noche, ya en la sombra de la
despedida junto al piano- le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para
adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina,
levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos
crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un
apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.
Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a
lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los
Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las
horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco
estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a
Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca
antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a
menta. Mario cerró los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde
debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.
No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en
la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al
otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara
sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador
perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del
Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció
un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca
carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió
como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.
Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de
Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde,
el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación
de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las
mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió una
caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo;
tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella
no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.
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Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia;
en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban
transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y
casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir -con cuántas vacilaciones a veces por la
sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato
de alpaca.
A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o
pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a
buscarla el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en
la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia
a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las
pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la
Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza,
estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un
andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento
interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de
dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca;
Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos;
preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos
pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los
bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo descontento de Delia junto
al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento
venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia
dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando
encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las
baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo
en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente
salado (en lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era
idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.
-El pez de color está tan triste -dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas
vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de
la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado
como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.
A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los
primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de
Héctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor
seca -del velorio de Rolo- sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.
Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el
suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía
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Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se
movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y
vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los
Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una
botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano.
Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe
todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte
a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar,
pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle
algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó con
Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.
Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá
Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel
porque nada podía hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un
sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en
Última Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. "Sólo una honda desesperación pudo
arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares". Pensó raramente que los
familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez
en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era
regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una
honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de
sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba,
del rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia ni
con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se
sabía por qué) y después: "Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel". Del
sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altos
usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre Celeste y
de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en
diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo
de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con
el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas
muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un
fino césped de papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces
miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al
buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando
desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.
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le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad
de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.
-Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me
ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.
-Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando...
-Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa... quiero decir que no le hacen mella.
Es más dura de lo que te pensás.
-Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a decir indefenso Mario.
-No es por eso, sabés. -Bebía su cerveza como para que le tapara la voz. -Antes fue igual,
yo la conozco bien.
-¿Antes de qué?
Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto
vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo,
ni siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al
principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.
Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez
los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema
para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann,
los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con
galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en
Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba
empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la
razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de
unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los
pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la
vida un poco más. Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a
comprar Última Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la
sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de
bordados futuristas. En torno del piano había una luz velada.
Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo
para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de
miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su
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ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió
contraerse poco a poco.
Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa
noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose
tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco
cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a
decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia
tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron,
como a disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del
zaguán y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque
Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la
ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor.
Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia
guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que
probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de
los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara
los nuevos bombones -claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los
Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el bombón como
suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una
claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano
(no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado
esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar
pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la sala-, oscilando
apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón
a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer
infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del
bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante
en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en
la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y
alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del
caparacho triturado.
Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en
un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los
dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía
del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero
él quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de
altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había que callarla a toda
costa. A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas
en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los
Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los
Mañara habían oído y estaban ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo
él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra,
pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por
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dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha
lástima de los Mañara, que habían estado ahí agazapados y esperando que él -por fin
alguno- hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.
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