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DANIEL F. AGUIRRE R.
8. ¡Taxi, taxi…!
Desde muy pequeños, a la edad de aproximadamente seis años, nos reuníamos con
mi primo que vivía junto a mi casa para jugar a lo que se nos viniera a la mente, como era
crear ciudades con el polvo y los tallos de las plantas del jardín, inventando grandes
aventuras de safari haciendo honor al verdor magnificado de la vegetación existente.
Recuerdo hasta las rutas que existían debido a la delimitación del césped con las
flores a un lado, junto a la pared principal de la casa y en el lado opuesto la verja de la
misma. Por el lado izquierdo mirando la casa desde su frente, teníamos el garaje, que era la
zona con más polvo, por tanto era el lugar ideal para las refinerías y el material necesario
para construcción en nuestros juegos. Por el otro lado teníamos dos aparatos instalados por
sus padres: el sube y baja y el columpio, que por estar adornado de una hiedra trepadora en
la pared posterior, tenía la apariencia de una selva muy grande y por tanto existían en sus
raíces, escondidos entre la tierra, escarabajos que en nuestro afán por descubrir las cosas y
no diferenciar aún el daño que podíamos causar a aquellos animales, los enfrentábamos
unos con otros en una plaza de toros, sin toros, pero con el mismo fin: disfrutar de cómo
dos animales se enfrentan, con la diferencia de que en este caso, ambos contrincantes eran
inconscientes de ello y lo hacían por supervivencia.
Fue así como creciendo poco a poco y con el límite de la verja de la casa, intuimos
que había más aventura fuera de ella. Ganando la confianza de nuestros padres podíamos
salir ya sea a la cancha de la esquina, a alguna de las tres tiendas más importantes del barrio
(Don Mario tenía mayor variedad en cuanto a cosas de mamás, la señora viejita tenía los
helados de naranjilla, y la más cercana los dulces más comunes que podíamos encontrar) o
a la casa vecina por bolos (refresco de diferentes sabores congelado dentro de una bolsa
plástica de diferentes tamaños) que en ese tiempo los fabricaban ahí. Los bolos era el lugar
para reunirnos después de un partido de fútbol, básquet o baseball que tenían lugar en la
cancha de la esquina, a un lado de la casa principal con forma de castillo, propiedad de
quien fuera la dueña de todos esos terrenos antes de nuestra llegada.
Este madero fue el centro de una historia que ocurrió hace muchos años. En las
noches solíamos reunirnos todos los muchachos del barrio. Seríamos aproximadamente
quince adolescentes entre hombres y mujeres. Practicábamos juntos diferentes juegos
donde era apta la participación mixta y en otros momentos nos separábamos y realizábamos
actividades de exclusividad para hombres. Una de estas actividades consistía en dedicarnos
a hacer sufrir y enojar a los profesionales del volante que daban el servicio de taxi (mis más
sinceras disculpas para quienes hayan sido víctimas de nuestro macabro juego). Usábamos
la noche debido a que en la esquina posterior de la cancha existía el jardín principal de la
casa en forma de castillo (actualmente en esa esquina se encuentra un taller de venta de
neumáticos, servicio de alineación y balanceo para vehículos, junto a la parada Loja
Federal del SITU —Sistema Integrado de Transporte Urbano—) y cercada por un muro de
ladrillo de metro y medio aproximadamente que junto a la vegetación era un gran lugar que
servía de escondite, antes de ser víctimas de los dientes afilados de algún guardián canino
que sospechaba nuestra presencia.
De no ser así, el taxi esperaba junto con la persona que lo había detenido, mientras
su compañero (quien sería el hermano) corría hacia el campana con la intención de ayudar
a su madre con los pesados canastones. Como la carga era muy grande, el hermano llamaba
por mayor ayuda y era cuando quien había detenido al taxi le pedía que lo espere un
momento mientras regresaba con los canastones.
En ese momento empezaba la broma: el taxista esperaba colmado de paciencia y
perdiéndola poco a poco, mientras desde la mitad de la calle se le sacaba la mano
haciéndole ademanes indicándole que espere. Así lo hacíamos hasta que el taxista se
enojaba y hacía dos cosas: o se iba enojado por la pérdida de tiempo, o se daba cuenta de
que le estábamos tomando el pelo. Era ahí donde corría la adrenalina por nuestra sangre y
la aventura tenía como base no dejarse atrapar por la posible golpiza o hablada del chofer.
Por supuesto era poco común que se fueran enojados y lo que ocurría era que nos buscaban
mientras se mantenían cargados de ira.
Como existía esta cancha con algo de vegetación, el jardín de la esquina, el tronco
y los casas de los diferentes compañeros de la broma, teníamos varios lugares donde
podíamos escondernos y disfrutar del enojo del taxista que se daba vueltas por las cuadras
aledañas buscando a los causantes de la broma. El esconderse de las luces del vehículo que
avanzaba despacio buscando a los chiquillos atrevidos nos llenaba de emoción y de la muy
común risa nerviosa por estar agarrándole el pelo al trabajador nocturno. Al final, el chofer
se cansaba de buscarnos e intentaba irse y era en este caso cuando salíamos a decirle que
aun lo esperábamos y que no se vaya, para continuar con la broma, seguida de una carrera
estrepitosa para huir del muy enojado chofer.