Sie sind auf Seite 1von 4

AVENTURAS SIN PATINES

DANIEL F. AGUIRRE R.

16. EN FUGA

Era la tarde de un día martes, sin sol ni brisa y aburrido como nunca. Me
encontraba en casa sin tareas pendientes del colegio ni de la casa. Me entretuve con la
televisión por unos minutos hasta que sonó el teléfono de mi casa. Era Julián, que se
encontraba igual de aburrido que yo, y por tanto decidimos desperdiciar nuestro tiempo
libre en alguna actividad menos fútil. Iba a pedir prestado el vehículo de su padre para salir
a dar una vuelta por la ciudad, y sobre todo por nuestro gran imán: el ahora legendario
tontódromo.

En aproximadamente cuarto de hora pasaba por mi casa, así que en el transcurso


de ese tiempo llamé a Esteban para preguntarle qué iba a hacer en la tarde. Como era de
esperarse también estaba libre y no tenía nada programado, por lo que le dije que luego de
que Julián pasara recogiéndome por mi casa, pasaríamos por la suya.

Preparé algunos discos que había grabado hace poco (cambiamos ya de la vieja
tecnología cassettera a la del disco compacto) para escuchar algunos temas de mi agrado
(que por lo general no era la música de moda) y evitar que Julián me aturda con su música
novedosa y estridente, que mientras más volumen entregaba, para él era lo mejor (nunca
comprendí ese placer por tratar de destruir los tímpanos). Lo difícil en esos casos era
comunicarse y no había poder humano que lograra que Julián bajara el volumen de su
equipo de sonido, así que se optaba por mover la cabeza al ritmo de la música y disfrutar lo
poco que se podía (si no puedes contra ellos, ¡únete!).

Armados con la música (de Julián y mía), el vehículo y las ganas de matar el
aburrimiento, partimos hacia la casa de Esteban. Al llegar, nos arreglamos lo mejor que
pudimos en la cabina del vehículo (pues era una camioneta) colocándolo a Esteban en el
centro con la excusa de que era el más delgado de los tres, sin darle oportunidad de que
alcance la ventana del copiloto, segunda posición privilegiada (luego de la del piloto).

El recorrido iba de la siguiente forma: alcanzábamos la 24 de Mayo para ingresar


al parque Santo Domingo por la Rocafuerte, tomando la Bolívar, luego la Miguel Riofrío,
descendiendo por la Bernardo Valdivieso y repitiendo el circuito. Esto lo hacíamos lo más
lento que podíamos (20 km/h) con la idea de no perder detalle por si existiera alguna
señorita dando una caminata desinteresada por el parque acompañada de sus fieles amigas.
Los pitasos (bocina o claxon) de los vehículos que nos seguían, nos sacaban del trance
momentáneo en que nos encontrábamos: nuestras miradas disparadas en todas direcciones
esperando encontrar un fugaz cruce con alguna de las simpáticas señoritas (conocidas o no)
que caminaban a paso lento y perezoso por el parque. Volvíamos a la realidad quitándonos
las sonrisas de las caras y reclamándole a Julián en voz alta: “¡Muévete hombre!… ¿no ves
que hay gente apurada?”. De esta manera se llamaba la atención de las señoritas y se daba
a entender que debido a ellas el tránsito se detenía momentáneamente. Vieja y no muy
eficaz artimaña.

No faltaba el guapo (o hecho el guapo) y relajado adolescente que hacía su entrada


al tontódromo sentado (o casi acostado) en el vehículo, con el respaldar del asiento
inclinado al límite para poder maniobrar, con gesto indiferente, música a todo volumen,
lentes obscuros (sobre todo cuando no era un día soleado) el codo saliendo por la ventana y
de ser posible un cigarrillo, disparando miradas mortales a las niñas demostrando su
pedantería a flor de piel. Nunca me gustó esa forma de llegar a las mujeres, aunque a pesar
de todo, con algunas chicas superficiales funcionaba. Por otro lado era un camino corto y
rápido para ser tildado de pesado, filático (dícese de la caballería de malas costumbres) y
sobrado.

Haciendo nuestro recorrido y para sorpresa nuestra (sobre todo de Julián) apareció
un grupo de señoritas, en el cual se encontraba la que le gustaba a Julián. No faltó la
coquetería de nuestro piloto en tomar pose de relajado (como el comentado en el párrafo
anterior), parecer totalmente desinteresado en ella y acercarse lentamente a la acera por
donde iba caminando. Saludó de una manera muy educada (omitiendo el ahuyentador:
¡Hola preciosa!, frase de absoluta propiedad de otro personaje, con resultados negativos al
abordar a una dama) y le preguntó qué es lo que se encontraba haciendo y si podía ayudarla
de alguna manera.

Esto sucedía mientras ella se encontraba caminando, por tanto nosotros en el


vehículo rodábamos muy despacio, dando lugar a una fila de carros apilados y pitando con
vehemencia por algo de velocidad. Para alegría de Julián, hubo reciprocidad por parte de la
señorita aceptando su ayuda para que la dejara en su casa. La sonrisa en el rostro de Julián
no podía ser más grande, dejando ver sus facultades de malabarista para que la saliva no se
le escapara de la boca.

Literalmente fuimos empujados de la cabina para hacer espacio a la señorita y


remitirnos a la parte trasera del vehículo (cuarto y último lugar de privilegio de la
camioneta). Por supuesto para esta acción hubo que frenar el vehículo en seco, terminando
de interrumpir el tránsito y en espera de que la señorita se despida de sus amigas para luego
subir a nuestro medio de transporte. Debidamente saludé a nuestra amiga y esperando a que
se acomodara en el asiento del copiloto, cerré la puerta, completando mi papel de
subordinado de Julián (actitud agradecida por él en una mirada de complicidad) y
lanzándome al balde de la camioneta.

Antes de dirigirnos hacia la casa de la señorita, dimos algunas vueltas más por el
parque. Con Esteban íbamos muy cómodos en la parte trasera de la camioneta, ubicados en
las esquinas posteriores de la misma, teniendo una visibilidad de 360° y la brisa fresca
contra el rostro. Además no teníamos que preocuparnos del rumbo del vehículo.
Disfrutábamos del paseo y quien nos dirigía era Julián, que estaba muy entretenido en la
conversación con la dama, así que nos olvidamos del tema.

Para desgracia de todos (y me refiero también al vehículo) hubo mucha atención


por parte de Julián a la dama. Una pequeña falla en su concentración dio lugar a un
pequeño accidente: nos dirigíamos por la calle José Félix de Valdivieso en dirección Este–
Oeste hacia la avenida Manuel Agustín Aguirre. Nos encontrábamos en una calle
secundaria y por tanto debíamos parar en cada boca calle, cosa que fue realizada con
calificación sobresaliente por parte de Julián.

La parte donde perdió el año rotundamente sin oportunidad de dar un examen


supletorio, fue hacia donde dirigió la mirada para percatarse si venía o no un vehículo por
la calle Bolívar que era la principal. La calle Bolívar tiene dirección Norte–Sur. Julián
regresó a ver hacia el sur, y como no vio vehículo que viniera hacia él, partió sin
problemas. Justo en ese momento pasó un taxi ruta al cual alcanzamos a golpear en su parte
posterior izquierda. El golpe no logró desviar de su ruta al taxi, pero sí produjo una
abolladura en su carrocería. Nosotros, que nos encontrábamos en la parte posterior,
sentimos el golpe y vimos como el chofer del taxi se detuvo a unos veinte metros
aproximadamente para dejar a todos sus tripulantes.

Era clara la acción a seguir: el chofer reclamaría por el agravio, pero no dimos
oportunidad que esto ocurra. El grito de Esteban nos sacó del trance en que nos
encontrábamos (Julián, la dama, el taxista y yo) por lo que había ocurrido: “¡Acelera
Julián, que nos sigue!” No nos dio tiempo de pensar y hacer las cosas de la manera correcta
que era la de conversar con el chofer del taxi para arreglar el incidente. En lugar de eso
empezó la huida. Julián aceleró el vehículo como si nos estuvieran persiguiendo todas las
fuerzas de Al Qaeda. Esteban no paraba de reírse, mientras se aferraba al vehículo y el resto
de tripulantes hicimos lo mismo.

Debido a que con Esteban íbamos en la parte trasera, éramos quienes le


avisábamos a Julián acerca de la distancia a la que se encontraba nuestro perseguidor. En
realidad al taxista lo perdimos al llegar a la avenida, pero como resultaba divertida la
persecución (una actitud irresponsable de nuestra parte y peor aún encontrándonos en la
parte posterior de una camioneta) y en una mirada de complicidad con Esteban, empezamos
a gritarle a Julián con todas las fuerzas que teníamos: “¡Más rápido, que nos alcanza!” Y
mientras Julián hacía milagros por no estrellarse, nosotros en la parte trasera íbamos
descosiéndonos de la risa por los nervios de nuestros amigos en la cabina y por la emoción
de la fuga.

En el momento en que veíamos el peligro muy cerca, apaciguamos a Julián


indicándole que no había problema para que reduzca la velocidad, que habíamos perdido a
nuestro perseguidor y que todo se debía a sus facultades de piloto experimentado. Julián era
un manojo de nervios, así que decidimos ir a dejar a la dama en su casa como fue
prometido, llevándose con ella un pequeño susto dándole algo de emoción a su día.

Luego de dejar a la señorita regresamos directamente a la casa de Julián para


esconder el vehículo por si lo estuviera buscando el agredido taxista. Julián en su ira por la
disconformidad con su pequeño error, empezó a disiparla por medio de golpes contra unas
plantas que se encontraban cerca de él, golpeándolas y arrojando las llaves del vehículo al
piso diciendo una y otra vez: “¡Nunca más vuelvo a manejar… Nunca más vuelvo a
manejar!” Con Esteban tratábamos de aguantarnos la risa para apoyar a nuestro amigo que
se encontraba nervioso por lo que había ocurrido.
Revisamos el vehículo y éste no tenía más que un poco de pintura amarilla en su
defensa, algo que se podía eliminar de manera sencilla con un líquido diluyente. Luego de
que Julián se tranquilizó por completo, nos despedimos de él y con Esteban nos dirigimos
hacia nuestras casas recordando la anécdota y analizando el tamaño de nuestra
irresponsabilidad por no haber medido la magnitud del peligro potencial que podíamos
haber causado. Gracias a Dios no ocurrió una desgracia mayor.

Por algunos días Julián cumplió con su promesa de no volver a manejar. Siendo
viernes en la tarde, día clave para dar una vuelta por el parque Santo Domingo y ver a la
muchachada desplegada por la cuadra, estando en mi casa y el reloj marcando las cuatro de
la tarde, escuché unos pitidos seguido del típico silbido que teníamos como código para
reconocernos: era Julián nuevamente en la camioneta, con una sonrisa de oreja a oreja,
armado con todos sus discos de música y una promesa rota olvidada en el pasado.

Das könnte Ihnen auch gefallen