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DANIEL F. AGUIRRE R.
16. EN FUGA
Era la tarde de un día martes, sin sol ni brisa y aburrido como nunca. Me
encontraba en casa sin tareas pendientes del colegio ni de la casa. Me entretuve con la
televisión por unos minutos hasta que sonó el teléfono de mi casa. Era Julián, que se
encontraba igual de aburrido que yo, y por tanto decidimos desperdiciar nuestro tiempo
libre en alguna actividad menos fútil. Iba a pedir prestado el vehículo de su padre para salir
a dar una vuelta por la ciudad, y sobre todo por nuestro gran imán: el ahora legendario
tontódromo.
Preparé algunos discos que había grabado hace poco (cambiamos ya de la vieja
tecnología cassettera a la del disco compacto) para escuchar algunos temas de mi agrado
(que por lo general no era la música de moda) y evitar que Julián me aturda con su música
novedosa y estridente, que mientras más volumen entregaba, para él era lo mejor (nunca
comprendí ese placer por tratar de destruir los tímpanos). Lo difícil en esos casos era
comunicarse y no había poder humano que lograra que Julián bajara el volumen de su
equipo de sonido, así que se optaba por mover la cabeza al ritmo de la música y disfrutar lo
poco que se podía (si no puedes contra ellos, ¡únete!).
Armados con la música (de Julián y mía), el vehículo y las ganas de matar el
aburrimiento, partimos hacia la casa de Esteban. Al llegar, nos arreglamos lo mejor que
pudimos en la cabina del vehículo (pues era una camioneta) colocándolo a Esteban en el
centro con la excusa de que era el más delgado de los tres, sin darle oportunidad de que
alcance la ventana del copiloto, segunda posición privilegiada (luego de la del piloto).
Haciendo nuestro recorrido y para sorpresa nuestra (sobre todo de Julián) apareció
un grupo de señoritas, en el cual se encontraba la que le gustaba a Julián. No faltó la
coquetería de nuestro piloto en tomar pose de relajado (como el comentado en el párrafo
anterior), parecer totalmente desinteresado en ella y acercarse lentamente a la acera por
donde iba caminando. Saludó de una manera muy educada (omitiendo el ahuyentador:
¡Hola preciosa!, frase de absoluta propiedad de otro personaje, con resultados negativos al
abordar a una dama) y le preguntó qué es lo que se encontraba haciendo y si podía ayudarla
de alguna manera.
Antes de dirigirnos hacia la casa de la señorita, dimos algunas vueltas más por el
parque. Con Esteban íbamos muy cómodos en la parte trasera de la camioneta, ubicados en
las esquinas posteriores de la misma, teniendo una visibilidad de 360° y la brisa fresca
contra el rostro. Además no teníamos que preocuparnos del rumbo del vehículo.
Disfrutábamos del paseo y quien nos dirigía era Julián, que estaba muy entretenido en la
conversación con la dama, así que nos olvidamos del tema.
Era clara la acción a seguir: el chofer reclamaría por el agravio, pero no dimos
oportunidad que esto ocurra. El grito de Esteban nos sacó del trance en que nos
encontrábamos (Julián, la dama, el taxista y yo) por lo que había ocurrido: “¡Acelera
Julián, que nos sigue!” No nos dio tiempo de pensar y hacer las cosas de la manera correcta
que era la de conversar con el chofer del taxi para arreglar el incidente. En lugar de eso
empezó la huida. Julián aceleró el vehículo como si nos estuvieran persiguiendo todas las
fuerzas de Al Qaeda. Esteban no paraba de reírse, mientras se aferraba al vehículo y el resto
de tripulantes hicimos lo mismo.
Por algunos días Julián cumplió con su promesa de no volver a manejar. Siendo
viernes en la tarde, día clave para dar una vuelta por el parque Santo Domingo y ver a la
muchachada desplegada por la cuadra, estando en mi casa y el reloj marcando las cuatro de
la tarde, escuché unos pitidos seguido del típico silbido que teníamos como código para
reconocernos: era Julián nuevamente en la camioneta, con una sonrisa de oreja a oreja,
armado con todos sus discos de música y una promesa rota olvidada en el pasado.