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El PALACIO PIWONKA

A través del palacio Piwonka, y en buena medida debido al excelente


cuidado con que se ha mantenido y restaurado tras sus casi 100 años de vida,
es especialmente fácil rememorar un período en la historia de Santiago en
donde lo que hoy conocemos como el Barrio Universitario era el mejor
representante de la llamada “belle epoque” de nuestra capital, acontecida a
finales del siglo XIX y principios del XX. Según algunos entendidos arquitectos,
como el ya mencionado Mathias Klotz, es una pretenciosa exageración hablar
de “influencias europeas” al describir lo que sucedía en cuanto a la arquitectura
nacional de éste período, un error que se suele cometer cuando se quiere
mencionar, más bien, el gran impacto que tuvieron en la ciudad una serie de
arquitectos extranjeros que comúnmente llegaron a Chile solo para construir
sus obras y luego partir. Es innegable, de cualquier manera, que la sociedad
chilena más aristocrática comienza durante las últimas décadas del siglo XIX a
intentar identificarse con un ideal francés sobre el que ya hemos hablado,
imitando su moda y costumbres, y reproduciendo a su vez algo de su
arquitectura en la construcción de sus colosales residencias familiares. Ésta
mansión en particular, que en 1918 ordenó construir Ricardo Piwonka Ritcher a
los arquitectos Alberto Sieguel Gerken y Manuel Cifuentes Gómez (el primer
arquitecto titulado como tal en la Universidad Católica y autor de su Casa
Central en La Alameda), con sus dos pisos y techumbre amansardada, que
remata la esquina de las calles Ejército y Gorbea con una notable cúpula, es
justamente un excelente ejemplo del estilo francés que fue caracterizando al
barrio, pese al origen centroeuropeo de sus primeros dueños.

Los padres de Ricardo Piwonka Ritcher, Heynirich Ernest Piwonka y


Amelie Ritcher, llegaron a Chile como parte de la conocida oleada migratoria
que concluiría en las primeras colonias alemanas en el país, aquellas que tan
entusiastamente promocionó Vicente Pérez Rosales para poblar el sur del país
y fomentar el progreso de la nación. Originarios de Calau, una ciudad al sur de
la provincia de Brandenburgo, los Piwonka Ritcher parten desde Hamburgo a
bordo del “Henriette” y junto a sus cuatro hijos rumbo a las costas de nuestro
país, a las que arriban en 1853 para instalarse finalmente en Valdivia. Ricardo,
el cuarto de sus hijos y el futuro santiaguino ilustre sobre el que aquí queremos
hablar, terminó sus estudios en esa ciudad, pero pronto se trasladó a Osorno
en donde buscando la independencia prosperó como comerciante, llegando
incluso a comprar el almacén en donde comenzó trabajando, un lugar llamado
sencillamente “Almacenes Generales”. Durante este tiempo forma a su vez su
propia familia, contrae matrimonio con la puertorriqueña Sofía Jilabert Roselot y
con ella tiene 9 hijos. Las cosas marchaban bien para la familia, aunque su
abierta condición de luterano resultaba más bien inusual en un país tan católico
como el nuestro y generó cierto escozor en la sociedad osornina. Es debido a
ello que los Piwonka Jilabert deciden trasladarse a Santiago, aunque a pesar
del cambio, y como ya veremos, los Piwonka Jilabert no lograrían escapar del
todo a los desencuentros religiosos con las autoridades católicas.
Recién llegado a Santiago y obligado a reinventarse Ricardo Piwonka
decide invertir en molinos. Primero alquila uno ubicado en la zona de Estación
Central y posteriormente compra otro más en los faldeos del cerro San
Cristóbal. Luego vendrían otros más, por que el negocio nuevamente prospera
y ya para 1918 la familia Piwonka Jilabert decide construir el gran palacio que
hoy alberga la Casa Central de la Universidad Diego Portales. En los 22 años
que alcanzó a vivir allí la familia de sus primeros propietarios destaca una
anécdota curiosa que hoy recuerda con especial humor y entusiasmo la Sra.
María Angélica Piwonka, descendiente directa de Ricardo y Sofía y quién
además, en una curiosa vuelta del destino, dirige actualmente la escuela de
Enfermería de la UDP, en un edificio a solo unas cuadras de donde vivieron
sus bisabuelos. La anécdota a la que nos referimos tiene que ver con otro de
los hitos del barrio, la Iglesia de San Lázaro, ubicada justo frente a la mansión
de los Piwonka y está nuevamente relacionada con mismas diferencias
religiosas que habían llevado a la familia a abandonar Osorno. Según nos
cuenta su bisnieta, pese a ser protestante, la relación entre Ricardo Piwonka y
el párroco de la iglesia no era especialmente beligerante, al fin y al cabo, y por
protestante que fuera, había bautizado allí a varios de sus hijos. Los problemas
aparecieron solo luego de que el religioso le hiciera una visita formal al jefe de
la familia con la excusa de ponerlo al tanto del deterioro de su iglesia, en
especial de su torre, y en la que terminó pidiéndole una donación para
restaurarla. La respuesta del aludido fue tajante “Mire, Padre, cuando se caiga
la torre hablamos”. Hasta ese momento la disputa parece de lo más ordinaria,
pero lo realmente sorprendente sucedió apenas unos días después, luego de
que un incendio estallara en la iglesia. La famosa torre que el párroco tanto
quería restaurar era en ese entonces completamente de madera así que fue
una de las primeras cosas en venirse abajo. Lo curioso es que se desplomó
justo sobre la gran cúpula de la principal esquina del palacio “prácticamente en
la pieza en donde dormía mi bisabuelo” comenta la Sra. María Angélica
Piwonka. Luego de tan extraños sucesos, y quizá algo temeroso debido a las
posibles interpretaciones religiosas que podían dársele a éste “accidente”,
Ricardo Piwonka accede finalmente a entregar una importante suma de dinero
para la conservación de la Iglesia de San Lazaro, que hoy exhibe una
elevadísima torre de piedra.

Como lujosa residencia familiar y verdadero arquetipo del estilo


neoclásico francés con el que tanto se identificó la aristocracia santiaguina de
su época, es definitivamente en sus primeros años que el Palacio Piwonka vive
su personal edad dorada. En los casi 1600 metros cuadrados que ocupa el
edificio, y en sus dos niveles y grandes salones, se realizaron una serie de
extraordinarias fiestas y recepciones. Desde su acceso principal se llegaba a
un gran salón al que dominaba desde el cielo una enorme claraboya de floridos
vitraux (que aún se preserva) de la que además colgaba una lámpara de
bronce cincelado con doce tulipas de cristal tallado que remataba un globo
central. En torno a éste salón se sucedían espacios intercomunicados por
varios corredores menores decorados con estatuas de mármol y oleos traídos
de Europa. Su comedor, en donde cabían hasta 24 personas sentadas, tenía
las paredes revestidas con género color burdeo y flores doradas.
Especialmente exótico era uno de sus patios, el bautizado como “tropical”, en
donde había una pileta en la que nadaban peces de colores. En el centro de
esta extravagante fuente se erguía a su vez una gran escultura de bronce de
las Tres Gracias, obra de Simón Gonzáles. Curioso resulta también el que
desde la sala de té se accediera a través de una puerta “secreta” (disimulada,
en realidad) a la pieza de juegos, lugar en donde los caballeros se sentaban a
jugar largas partidas de Rocambor, un juego de cartas que estaba de moda en
esos años. La monumental casa, tal como se encontraba en ese entonces,
contaba además con su propia cochera perfectamente adoquinada. Allí
descansaban los carruajes de la familia en los que solían salir a pasear por el,
en ese entonces sumamente elegante, Parque Cousiño. Sus mismos balcones
se convertían a menudo en verdaderos palcos cada vez que algo importante
sucedía en el barrio, como la parada militar, por ejemplo. Aunque más allá de
los eventos netamente sociales, es importante mencionar que no era en
absoluto extraño que en la mansión de los Piwonka se reunieran influyentes
figuras políticas para discutir temas que nada tenían de ociosos. Tal fue su
influjo en ese sentido que se la llegó a conocer incluso como “La Moneda
Chica”.

Tras la muerte de Ricardo Piwonka Ritcher heredaron el palacio dos de


sus hijos, los hermanos Alberto y Alfredo Piwonka Jilbert, que además eran
gemelos, aunque ésta propiedad compartida no duró demasiado. Alberto optó
muy pronto por venderle su parte a Alfredo dejando a su hermano como el
único dueño del palacio familiar. El nuevo propietario del palacio continuó con
los pasos de su padre y tuvo un papel activo en la vida social y política de
Santiago. Estudió en el Liceo de Aplicación y se tituló de Ingeniero Agrónomo
en la Universidad de Chile. Tal como su padre lo había hecho siguió explotando
el molino Cruz Roja en San Fernando e invirtió comprando tierras en el fundo
Santa Adela en Teno. Se casó con Elvira Moreno y con ella tuvo tres hijas que
se criaron en la mansión, a las que su padre siempre estimuló para cultivar la
cultura y la tradición que él había recibido de sus padres. Según cuentan su
gran pasión fue la música, tocaba el violín y asistía con frecuencia al Teatro
Municipal por que disfrutaba mucho de la ópera. El culto Sr. Alfredo Piwonka
Jilbert, la tercera generación Piwonkas en Chile, muere durante 1942,
dejándole el palacio a su familia más cercana. Sus tres hijas demoran, de
hecho, en abandonarlo. Todas se casan en él y, debido sus grandes
proporciones, todas continuaron viviendo allí “con gran independencia”, según
nos cuenta el libro “La belle époque de Santiago Sur Poniente 1865-1925”, en
donde colaboraron Antonio Rodríguez-Cano, Amaya Irarrázaval, Soledad
Rodríguez-Cano y Francisco García-Huidobro, uno de los pocos en donde se
detallan la historia de éste palacio.
Luego de su segundo matrimonio, Elvira Moreno, la madre de las niñas y
viuda de Alfredo Piwonka, le hace al palacio una de sus primeras grandes
remodelaciones, las que estuvieron orientadas principalmente a transformar su
segunda planta en departamentos para la renta, trasladando a su vez la
finísima escalera del hall principal a una nueva entrada que se construyó por
calle Gorbea.
Elvira y sus hijas son las últimas Piwonka que alcanzaron a vivir en el
palacio de sus abuelos. Luego de las remodelaciones hechas por la Sra.
Moreno y tras desprenderse finalmente de la casa, la propiedad pasa por varios
dueños. Cabría destacar, por ejemplo, que en 1991 la Universidad de los
Andes inaugura allí su facultad de medicina, aunque más importante sería
mencionar “los destrozos” que, según algunos miembros de la familia Piwonka,
hizo en ella otro de sus dueños: el empresario Carlos Cardoen. Pero así como
algunos la maltrataron, también hubo propietarios más preocupados por la
integridad del palacio, como el Sr. Manuel Montt Balmaceda, Rector Fundador
de la UDP y Presidente del Consejo Directivo Superior, quien, según nos
cuenta nuevamente la Sra. María Angélica Piwonka, se preocupó mucho en
restaurar el esplendor original del palacio antes de convertirlo finalmente en la
Casa Central de la Universidad, así como también de decorarlo respetando el
estilo de sus años dorados. Allí mismo instaló su oficina Manuel Montt
Balmaceda, desde la que dirigió los destinos de la Universidad.

Lo hecho por la Universidad Diego Portales con este histórico edificio es


sin duda loable y desgraciadamente no muy común. Es de esperar que así
como siguen proliferando en el barrio República y sus alrededores Institutos de
todas clases y nuevas universidades privadas, haya también quienes se
preocupen por valorar y emular el riguroso cuidado y respeto con que la UDP
ha hecho del palacio Piwonka su Casa Central.

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