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BRIAN R.

MURDOCK
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Advierto que no es la primera vez que hago el Camino de
Santiago. Lo estrené el año pasado cuando acompañaba a
mi amigo Aitor durante las tres últimas etapas del Camino
Francés. Para los no entendidos, el Camino Francés es la
ruta principal, la más famosa, la que todos conocen como
“El Camino de Santiago”. Echa sus raíces por toda Europa
y llega a la frontera de España vía los Pirineos hasta
Roncesvalles (Navarra), donde toma una forma más
estructurada, más organizada, con más facilidades e
instalaciones para el peregrino. Esto ha sido el fruto de no
solo mil años de paso por los viajeros creyentes, pero
también de un esfuerzo grande en los últimos 25 años por
amantes de Camino por devolverle su vieja gloria. Tanto,
de hecho, que dan ganas de devolver.
Como bien saben muchos, el peregrinaje hacia
Santiago comenzó en 814 cuando un tal Pelayo, no el
mismo que hizo frente a los moros en Covadonga sino un
acético (o pastor solitario) que vio una luz fuerte emanar
de una tumba y lógicamente le parecía algo fuera de lo
normal, así que se fue corriendo a tomarse un trago a
contárselo al obispo Teodoro quien, después de una
inspección de los huesos afirmó que eran los restos de
Santiago. ¿Cómo lo sabían? Porque eran de un hombre
que había sido decapitado, de la misma forma que habían
acabado con el apóstol más de 700 años antes. En
Palestina. ¿Qué hacían sus huesos por ahí? De eso
hablaré más tarde pero de momento lo importante era que
estaban convencidos de ello y pronto corría la voz. Unos
años más tarde Alfonso II el Casto (mis condolencias a su
mujer), rey de Asturias, realizó un peregrinaje desde
Oviedo y con ello ayudó a comenzar una nueva tradición.
En la Edad Media llegó a ser el peregrinaje más popular de
todos. Aquel entonces la gente no buscaba un punto de
partida para realizar el Camino sino salía desde sus casas e
iba hacia Galicia. Al igual que los arroyos y los afluyentes
conducen a un río más grande, también estas rutas
acababan juntándose con un camino principal. El más
grande de todos era el francés principalmente porque por
el viajaban los peregrinos del resto de Europa, que eran
numerosos. Una consecuencia de esto ha sido el
desarrollo de los vinos del norte. Un rápido vistazo de las
denominaciones de origen a lo largo del norte demuestra
como muchas zonas coinciden con la ruta hacia Santiago.
No es de extrañar. Donde hubiera religiosos, monjes,
frailes, había vino. Pues eso. La carretera estaba trazada y
sigue hasta hoy.
Al juicio de muchos, empezar en Roncesvalles es hacer
el peregrinaje de verdad, cosa que para mí es absurda,
pues creo que uno debería empezar donde le de la gana y
desde donde mejor le venga. Pero no cabe duda de que
partir de las montañas navarras debe de tener su aquel. A
partir de ese lugar, baja un poco hasta la altura de Burgos
y gira hacia el oeste, recorriendo toda la parte norte del
país, unos 755 kilómetros en total, y atravesando grandes
ciudades y pueblos colmados de historia. Muchos de sus
nombres hoy en día están estrechamente vinculados con
grandes leyendas y grandes acontecimientos del pasado.
Castillos, palacios, posadas, iglesias, catedrales…y no
olvidemos los monasterios…y sus viñedos. Numerosas
regiones de caldos de este país pueden remontar sus
comienzos gracias al esfuerzo realizado por los sedientos
monjes.
Decir que vas a andar 755 kilómetros y hacerlo de
verdad son dos cosas bien distintas. Para realizar
semejante reto se necesita estar en muy buena forma y
disponer sobre todo de mucho, mucho tiempo, alrededor
de un mes, lo cual supone una media de unos 25
kilómetros al día. Ya está bien, digo yo. Pero no hace falta
meterse en el cuerpo una paliza de esas dimensiones para
conseguir el papelito. Con 100 kilómetros basta. Por eso,
un número considerable de caminantes inicia su
peregrinaje en Galicia, que, empezando en O Cebreiro,
supone un recorrido nada desdeñable de 150 kilómetros.
No cabe duda de que la importancia histórica que
tiene esta ruta la convierte en la más concurrida, lo cual a
veces resta su encanto porque viajar con tanta humanidad
tiene sus inconvenientes. Depende del año y de la época,
desde luego, pero está claro que es popular.
Aitor había arrancado en Tricastela, a 135kms de
Santiago. Era un año normal, un año ordinario, es decir
un Año No-Santo. Era la primavera y la cosa no estaba tan
mal de cara a las masas. Había gente, pero no estaba el
sendero tremendamente congestionado. Me junté con él
en Palas de Reis para hacer juntos las tres últimas etapas.
En realidad solo hicimos dos etapas porque la última
apenas se contaba ya que salíamos del albergue de Monte
de Gozo a tan solo 5 kms de Santiago. El albergue de
Monte do Gozo se creyó no hace mucho tiempo por tres
motivos: 1) para reducir una jornada tortuosa de la última
etapa tradicional de 42 kilómetros y 2) para permitir que
la gente llegara a la mañana siguiente en buen estado y con
tiempo para presenciar la misa del peregrino, y 3) para
ayudar a experimentar lo que era vivir en campo de
concentración. De amenidades tenía casi cero, salvo las
habitaciones son de 8 personas en vez de de 30 ó 40, pero
allí se acabaron los puntos a favor.
En fin, lo que quiero decir es que anduvimos casi
65kms en dos días. Como si nada. Vamos, un horror.
Para aquellos que no están familiarizados con este viaje, os
puedo asegurar que caminar tanta distancia sin mucha
preparación física previa, con una mochila demasiada
pesada y con unas botas prácticamente nuevas era una
invitación a un sufrimiento de un grado claramente
desmesurado, y sufrir es lo que hice. Todo empezó bien,
como siempre comienzan las historias de terror, Nos
reíamos, comentábamos sobre la belleza del paisaje,
hablábamos de nuestras vidas…y todo esto a un paso
ligero. Casi galopábamos por el campo. Estábamos
felices. ¿Qué digo? Éramos felices. Hicimos los 15
primeros kilómetros alegremente hasta un pueblo grande
llamado Melide donde efectuamos nuestra primera parada
principal.
Melide representaba la última hora de mi paz y
tranquilidad. No sé si hay otra gente en este mundo que
opina lo mismo de este lugar, pero para mí fue así. Nos
sentamos en un pequeño local justo al otro lado de un
puente medieval y desayunamos café y tortilla recién
hecha. Preguntamos al dueño cómo veía el tema del
tiempo y pronosticaba lluvia.
A poco tiempo, efectivamente, se puso a llover, como
suele suceder en Galicia en primavera. Caían unas gotas
ligeras al principio como si se tratara de una ducha suave y
a mí me hacía gracia. Andar bajo una leve llovizna y con la
protección impermeable adecuada era divertido durante
un rato, no cabe duda. Formaba parte del desafío y la
dureza del peregrinaje y empezaba a imaginarme
contándolo con orgullo a mis hijas, mis proezas. Pero
muy pronto la novedad meteorológica dejó de tener su
encanto. La precipitación se intensificó y con ello las
molestias. No sé cómo, pero empecé a mojarme, calarme,
regarme, casi ahogarme. Son momentos como este
cuando te das cuenta de las mil maneras en las que el agua
puede llegar a tu piel y de lo muy permeable son tus cosas
impermeables. El agua desafía todas las leyes de la
normalidad.
Para empeorar las cosas, a los pocos kilómetros,
entramos en una zona con mucho bosque y por culpa de
las lluvias, la tierra se hizo barrosa. Mientras bajaba una
cuesta de pista húmeda pisé mal y me hice daño en una
rodilla. No os puedo decir qué es lo que me había hecho,
pero sé que fue algo sutil, como un pinchazo y luego nada.
Al estar en caliente, no me daba cuenta de la gravedad del
asunto hasta que Aitor y yo paramos en una iglesia
pequeña cercana. Me puse de rodillas dentro y me quedé
unos minutos en plan espiritual, y al
levantarme…“¡Jeeeesús!” Vi las estrellas. Vi los planetas.
Vi el universo abrirse ante mí, una luz fuerte y un voz decir
“Ven hacia mí hijo mío.” Como si alguien con un bisturí y
delirium tremens hubiera intervenido en mi pierna. Fue
entonces cuando sabía que me había lesionado en serio;
hasta tal punto que apenas podía doblar la pierna.
A partir de entonces, el Camino dejó de ser una cosa
amena y conmovedora y se convirtió en una lucha de
supervivencia. ¿Cómo iba a caminar 50 kilómetros así?
Pues muy malamente, os lo aseguro, y básicamente con la
ayuda contundente e inestimable mi amigo Aitor, su palo
para andar y un montón de analgésicos. Acabé la
experiencia un fragmento, una mera sombra, del hombre
que había sido dos días antes. El Camino me había
comido, masticado y luego escupido. Y todo esto por
chulo. Por creer que andar un poco por el campo era una
chiquillada. El Camino me había enseñado a un ser un ser
humilde.
También me había enseñado a soltar tacos como
nunca había hecho en mi vida. Es irónico ¿verdad?, que,
en una aventura tan espiritual como es el Camino, haya
podido afinar mis destrezas en el lenguaje soez. Pues
efectivamente.
Por ejemplo, en vez de comentar en un momento de
cierta dificultad y estrés: “¡Qué linda es la gente del
campo! Esa mujer mayor tan simpática nos dijo que el
pueblo que buscábamos estaba a un kilómetro y ya
llevamos tres y no vemos ningún indicio de actividad
humana por ninguna parte. De hecho, nos encontramos
en pleno bosque bajo una lluvia intensa. Debe de ser que
tiene una perspectiva de distancia algo diferente a la mía.
¡Vaya desgracia! Pero aunque estoy algo cansado y mi
rodilla me duele bastante, el campo está precioso y las
vacas una maravilla, y sé que esto debe ser parte de la bella
y dura experiencia jacobea.”
…Me veía diciendo algo parecido a “Me cago en la
puñatera vieja esa que no tiene ni puta idea de lo que es un
puto kilómetro. Pero ni puta idea, ¡eh! ¡Qué maja es! Y
ahora estoy jodido en este maldito monte, calado hasta los
putos huesos. Mi rodilla está hecha una mierda y estoy
hasta los cojones de este paseíto. ¿Que si me estoy
divirtiendo? Y una leche. Esto es una mierda. Una
mieeerda, te digo. Ese pino es una mierda. Esa pradera
también. Y tú, vaca, también eres una mierda. ¿Me oyes?
¿Por qué me miras con esa cara de gilipollas? Aún no sabes
andar con dos patas, retrasada de la evolución. Que te doy
dos leches que te van a espabilar bien como me sigas
mirando así. ¿Y sabes por qué, vaca? Porque estoy de
mala hostia porque estoy pasándolo de puta pena. Así que
cuidadito, ¿vale?”
Que era cuando mi amigo Aitor, que estaba a dos
pasos y apoyándose en su palo de andar, me decía con
tranquilidad, “¿Has terminado?”
“Sí,” respondí mientras me pasaba la mano por mi
frente. “De hecho, me encuentro mucho mejor, gracias.
No sé qué me ha pasado.”
“Nada hombre. Tú tranquilo.”
A pesar de llegar al Santiago de Compostela como un
hombre que había sido pillado por una estampida (varias
veces incluso), acabé enviciado por el Camino. Me había
apasionado y solo pensaba en recuperarme cuanto antes y
volver a los senderos. Y así fue. En dos ocasiones
diferentes cumplí dos etapas más y llegué a superar los
100kms, pero eran tramos sueltos, sin sentido. Una era la
mitad de un tramo desde Lalín a pasado Bandeira. Y otra
era desde Cea a Lalín, o lo que era la etapa anterior. En
fin, en realidad iba al revés. Poco me servía porque, para
entonces, mi libreta de credencial ya se había perdido en
algún lugar de mi mesa, en la zona de cosas que
misteriosamente desaparecen. Y total, no es lo mismo
como llegar a la ciudad santa con los deberes hechos. Me
puedo imaginar a mi amigo (anterior funcionario) del
Ministerio de Asuntos Celestiales mirándome con cierto
desprecio mientras intentaba explicar mi situación y
diciéndome, “¡Anda ya! Váyase al final de la cola y vuelva
con tenga todo en orden. ¡El siguiente!”

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