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EL ARPA DOMESTICADA

En un lugar llamado Lungmen se erguía antiguamente, muy antiguamente,


un árbol, Kiri, que era el verdadero rey del bosque.
Tanto levantaba su cabeza, que podía conversar con las estrellas y sus
raíces entraban tan profundamente en la tierra, que mezclaban sus anillos de
bronce con los del dragón de plata que en el seno de la tierra dormía.
Sucedió que un poderoso mago hizo de este árbol un arpa maravillosa,
cuyo feroz espíritu sólo podía ser amansado por los más grandes músicos.
Durante mucho tiempo el instrumento formó parte del tesoro del Emperador:
pero ninguno de los muchos músicos que sucesivamente habían probado a
obtener de sus cuerdas una melodía, logró ver su tentativa coronada por el éxito.
En respuesta a los esfuerzos supremos de los músicos, del arpa sólo salían
unas duras notas de desdén, poco en armonía con los cantos que deseaban
entonar. El arpa se resistía a aceptar un dueño.
Llegó al fin Peiwoh, el príncipe de los arpistas.
Con una mano delicada acarició el arpa como cuando se trata de calmar un
caballo bravío, y comenzó a tocar dulcemente las cuerdas.
Cantó la naturaleza y las estaciones, las altas montañas, las aguas
corrientes, y todos los recuerdos del árbol despertaron.
De nuevo, la dulce brisa de la primavera se recreó en sus ramas.
Las jóvenes cataratas danzando en la torrentera sonrieron a las flores en
capullo.
De nuevo se escucharon las voces soñadoras del estío, con sus miríadas
de insectos, y el lindo batir de la lluvia, y los lamentos del cuclillo.
Escuchad: ha rugido un tigre y le contesta el eco de los valles.
En el otoño, en la noche desierta, tajante como una espada, la luna
centellea sobre la hierba helada.
El invierno ahora reina y al través del aire pleno de nieve se atorbellina el
revoloteo de los cisnes y los graznidos sonoros golpean las ramas con júbilo
salvaje.
Luego Peiwoh cambia de tono y canta el amor. El bosque se inclina, como
un hombre joven perdido en el laberinto de sus propios pensamientos.
Allí, en lo alto, semejante a una altiva doncella se alza una nube
resplandeciente, de suprema belleza; pero su paso tapiza el suelo de sombras
largas y negras como la desesperación.
El tono cambia nuevamente: Peiwoh canta la guerra; espadas que chocan y
caballos que piafan.
Por último, en el arpa se eleva la tempestad de Lungmen; el dragón cabalga
sobre un relámpago y la avalancha se oye al través de las montañas con un ruido
imponente.
El monarca Celeste, extasiado pregunta a Peiwoh cuál era el secreto de su
victoria.
—Señor, —contesta— fracasaron los demás porque trataron de cantar
solos. Yo he dejado que el arpa escoja su tema y en verdad no sabía si el arpa era
Peiwoh o Peiwoh era el arpa.
Este cuento muestra hasta qué punto el arte es un tema de encuentro de
ámbitos. Una obra de arte es una sinfonía ejecutada con el más refinado nivel de
nuestra cognición.
Ustedes son Peiwoh y los estudiantes junto con los aficionados al arte
somos el arpa de Lungmen.
Al contacto con estos ámbitos de belleza que ustedes representan,
despiertan las cuerdas secretas de nuestro ser y en respuesta a su llamamiento,
vibramos y nos estremecemos.
Oímos lo que jamás se ha oído y contemplamos lo invisible.
Ustedes los maestros al encontrarse con los estudiantes hacen que broten
las notas, las imágenes, las emociones, los movimientos dancísticos sin que
nosotros sepamos de dónde.
Experiencias vividas a veces por mucho tiempo, vuelven a nosotros
impregnadas de un sentido nuevo.
Esperanzas sofocadas por la cotidianidad y arranques de ternura que no
nos atrevíamos a exteriorizar, se nos ofrecen adornados de un nuevo esplendor.
La obra de arte está en los estudiantes, y ellos están en la obra de arte.
El nacimiento del sentido que los estudiantes le pueden dar a las artes,
tiene por base no un conjunto de competencias, sino un encuentro de ámbitos,
una mutualidad de concesiones, lo cual, cuando se da en la ENP es gracias a
ustedes.

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