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En contraste con esta minoría, una gran parte de los indígenas "del
común", los que no tenían privilegios ni bienes que defender,
permanecieron apegados a sus costumbres, haciéndolas compatibles con las
nuevas normas. Sólo las fueron desechando paulatinamente, y más por
conveniencia e influencia del ambiente que por imposición autoritaria. De
ahí que en el campo, aislados de influencias extrañas, conservasen
durante siglos las rígidas rutinas de respeto a los mayores y la
aceptación de matrimonios arreglados sin participación de los
interesados. Obligados a bautizarse y a cumplir con los mandamientos de
la religión católica, el matrimonio pudo ser una ceremonia superpuesta a
su propio ritual, que incluso le daba mayor lustre y reforzaba el
compromiso ante la comunidad, así como la misa dominical era la rutina
propia de los días festivos. La elección de pareja (a cargo de la
familia), las edades de los novios (tempranas para ambos y cercanas entre
sí), el cuidado de los hijos y la residencia (generalmente patrilocal) se
mantuvieron acordes con la tradición prehispánica, al margen de
intromisiones extrañas. Por eso en los pueblos, haciendas y comunidades,
en donde sólo podían residir los indios, se conservaron sus costumbres
ancestrales, modificadas apenas por las visitas ocasionales del párroco o
doctrinero que llegaba de cuando en cuando para bautizar a los nacidos
durante su ausencia, casar a las parejas a quienes faltaba la bendición
eclesiástica y decir unos responsos por quienes fallecieron en el mismo
periodo.
De la Colonia a la República
Al menos durante los últimos 300 años se ha hablado de modernidad en
relación con la familia, pero en cada momento se ha entendido como tal
algo diferente, desde la superación de viejas costumbres de origen
medieval hasta la aceptación de diversas formas de enlace, ya sea
indisoluble o temporal, civil o religioso. En general el paso a la
familia moderna fue un proceso de larga duración en el que se adoptaron
costumbres y modelos culturales que incluían formas de relación conyugal
más igualitarias, espacios para la intimidad, predominio de las
relaciones afectivas sobre los intereses económicos, rechazo a la
injerencia de parientes y extraños en las decisiones familiares y, sobre
todo, progresiva secularización de las costumbres y del vínculo conyugal.
En tal sentido, las familias novohispanas del siglo XVIII estaban muy
lejos de ese paradigma, puesto que en gran parte se incorporaron
tardíamente al ideal familiar contrarreformista, en una época coincidente
con la agudización de los prejuicios étnicos y de distinción. Muy
lentamente se fue generalizando el modelo basado en el matrimonio
canónico, la celebración de la boda dentro de la iglesia y no en el
domicilio particular de los contrayentes y la exclusión de los hijos
ilegítimos del hogar conyugal. Al mismo tiempo, como rasgos incipientes
de modernidad, se aceptó la participación de los hijos en la toma de
decisiones sobre su matrimonio y la aproximación en las edades de marido
y mujer. Desde luego que estos cambios se produjeron con diferentes
ritmos y afectaron desigualmente a los distintos grupos socioeconómicos.
Como había sucedido anteriormente, los "hijos de familia", aquellos que
contaban con parientes prominentes, sufrían las consecuencias de los
prejuicios y ambiciones de sus mayores y tenían menos libertad de
elección que los más modestos para quienes la única limitación era el
reducido ámbito geográfico y humano en que podían ejercer su capacidad de
decisión. Los documentos muestran la frecuencia de matrimonios entre
personas de una misma parroquia, entre practicantes e hijos de una misma
profesión y, por supuesto, entre quienes compartían la misma "calidad" o
nivel de reconocimiento social.
Los documentos apenas dejan entrever que las mujeres intentaban superar
su tradicional sumisión y reclamar un trato más digno; pero no lo
proclamaban como una bandera igualitaria y no es apreciable que lo
hicieran como expresión de rebeldía contra las estructuras vigentes. Más
bien procuraron dejar establecido que ellas no intentaban evadir sus
compromisos como esposas sino que aspiraban a que los maridos cumpliesen
igualmente sus obligaciones y que reconocían el derecho de ellos a
corregirlas y aun golpearlas, pero sólo cuando existiera causa justa y lo
hicieran con moderación. Los maridos asumían su papel dominador y el
patriarcalismo, antes propio de familias encumbradas, se generalizaba
entre los grupos populares e incluso se extendía por las zonas rurales.
Por lo demás, la vida en el campo seguía apegada a sus rutinas
tradicionales.
Todavía durante largos años fueron muchas las parejas que no formalizaron
su relación ante ninguna autoridad, otras tantas acudieron tan sólo a la
iglesia, pocas se presentaron en el registro civil y aun fueron menos las
que se registraron en ambas instancias. La oposición a la secularización
y al nuevo control ejercido por el gobierno se manifestó también en la
renuencia de los padres a inscribir a sus hijos en el registro civil,
mientras que casi todos los bautizaban.
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NOTAS
[1] La diferencia entre barraganas y mancebas y entre éstas y las
prostitutas fue apreciable en el siglo XVI y desapareció progresivamente
en las siguientes centurias. La diferencia era explícita en la
Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias, (1943) 3 vols.,
edición facsimilar de la de 1791, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica,
Libro IX, título XXVI.