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LA FAMILIA EN MÉXICO EN LA ÉPOCA COLONIAL

Pilar Gonzalbo Aizpuru


Centro de Estudios Históricos, El Colegio de México

La formación de los modelos familiares

El impacto de la conquista sobre el mundo mesoamericano tuvo


repercusiones en todos los terrenos; la familia y las formas de
convivencia doméstica no fueron excepciones. Los castellanos aportaron
sus propias concepciones y costumbres, pero ya que no habían llegado a un
territorio desierto se produjo el choque inevitable y el posterior
intercambio entre dominadores y dominados. En Castilla era notable la
diferencia entre la importancia concedida a los linajes de las "casas"
señoriales y la espontánea solidaridad entre parientes de origen modesto,
sin timbres nobiliarios que defender. Por otra parte, la población del
México prehispánico daba gran importancia a los lazos familiares, de modo
que las antiguas rutinas y tradiciones tuvieron que armonizar con los
nuevos criterios.

Cuando los cronistas se referían a la vida familiar en Mesoamérica era


frecuente la mención de la "parentela", término algo ambiguo en el que
quedaban incorporados parientes consanguíneos o políticos e incluso
allegados sin lazos familiares reconocidos, ya fueran o no corresidentes.
Reconocían así la importancia de las lealtades familiares, compatibles
con la forma más común de convivencia, que era, como en casi todos los
pueblos de occidente, la familia nuclear. También es constante cuando los
autores se refieren al régimen doméstico, el reconocimiento del orden
imperante, bajo la indiscutida autoridad de los varones de más edad, que
contaban con la dócil sumisión de las mujeres, fueran hijas o esposas.
Entusiasmados al valorar aquellas costumbres afines a las recomendadas
por la moral cristiana y que se fomentaban en las escuelas de los
templos, los frailes evangelizadores ensalzaron la castidad de las
doncellas y la austeridad de los jóvenes. La realidad era, sin duda, más
compleja de lo que ellos quisieron ver, porque el rigor en la formación
del carácter de los niños y el mantenimiento de la virginidad de las
niñas eran exigencias impuestas a las familias prominentes, precisamente
con el fin de justificar los méritos de su estirpe: los nobles y
sacerdotes demostraban así su mayor perfección humana, que podían
alcanzar por el hecho de ser nobles, lo cual demostrarían en el futuro
desempeño de sus tareas superiores, religiosas y de gobierno. Los
macehuales o gente del común practicaban costumbres más flexibles, entre
las que se aceptaban las relaciones prematrimoniales y el divorcio.

La formalidad de los enlaces, celebrados con ceremonias precisas y con un


ritual reconocido, y la monogamia generalizada inclinaron a los teólogos
a considerar que las uniones de parejas anteriores a la conversión al
cristianismo podían considerarse verdaderos matrimonios de derecho
natural. Tan sólo se requería que los cónyuges se hubieran unido
voluntariamente, con "affectus maritalis" y con la debida solemnidad.
Después de arduas discusiones y estudios, se consideró que la poligamia
de los nobles era una excepción, que no afectaba a la legitimidad de la
institución matrimonial y que era susceptible de remediarse siempre que
el marido, el único que estaba en condiciones de elegir, decidiera con
cuál de las esposas había contraído verdadero matrimonio, lo que según el
derecho canónico correspondía a la primera con la que se unió con el
debido conocimiento, libertad e intención de mantener un afecto duradero.

Pese a las evidentes diferencias entre los modelos familiares


mesoamericano y cristiano, la integración de ambas tradiciones no fue muy
difícil, si bien dio pie al arraigo de nuevas costumbres, ajenas
igualmente a ambas culturas. Salvada la resistencia de los primeros
momentos, los nobles o caciques, interesados en aprovechar las ventajas
que la asimilación a la sociedad colonial les ofrecía, aceptaron sin
mucha resistencia, y quizá algunos simplemente fingieron el rechazo de
sus creencias y de sus esposas a cambio de conservar algunos privilegios
y asumir el papel de mediadores entre los conquistadores y sus propios
vasallos. El aparente abandono de sus anteriores familias se resolvió, en
muchos casos, al situar las viviendas de todas las que habían sido
desechadas en torno al mismo patio en que ellos conservaban su
residencia, compartida con la esposa elegida como única. Al mismo tiempo,
la monogamia obligatoria y la creciente movilidad de que disfrutaron los
macehuales propició el relajamiento del antiguo rigor, ya que desaparecía
la responsabilidad de mantener a todos los hijos procreados con
diferentes esposas o compañeras. Esta nueva libertad coincidía con el
establecimiento de otras autoridades y la ruptura de las viejas
lealtades, que había propiciado la decadencia del antiguo respeto a los
superiores y de la rigurosa distinción de las jerarquías. Los
funcionarios reales denunciaron los vicios derivados de la ruptura de los
tradicionales lazos de obediencia a los señores locales y el
debilitamiento de los mecanismos comunitarios de control.

A medida que la expansión colonizadora ocupaba tierras al norte de lo que


había sido el señorío azteca, los castellanos encontraban poblaciones
nómadas o seminómadas con costumbres muy diferentes, impuestas por las
duras condiciones del medio ambiente. Los misioneros franciscanos y
jesuitas aprovecharon el sistema de congregaciones o reducciones para
vigilar directamente el comportamiento de los neófitos quienes, poco a
poco, y ya que cambiaron su modo de vida y pudieron sobrevivir gracias a
la agricultura y la ganadería, abandonaron costumbres como el aborto o el
infanticidio, que habían sido inevitables durante las duras
peregrinaciones por el desierto.

Ante las novedades americanas, la legislación civil vigente en Castilla


tuvo que sufrir adaptaciones y la ley canónica se sometió a análisis y
reinterpretaciones. En las Leyes de Indias hay muy pocas referencias a la
familia, que a falta de disposiciones específicas debía regirse por los
códigos supletorios, prescindiendo de los fueros municipales vigentes en
gran parte de Castilla, que no existieron en América. En consecuencia, se
recurrió a las Leyes de Toro, al Ordenamiento de Alcalá, el Fuero Real y
las Siete Partidas. Las normas promulgadas por el Concilio de Trento
tuvieron impacto sobre el derecho canónico, pero es importante recordar
que los decretos tridentinos no se aplicaron en la Nueva España hasta
después de 1585, cuando se reunió el Tercer Concilio Provincial Mexicano.
Habían transcurrido más de 60 años desde la conquista y se había formado
una sociedad ignorante de las novedades contrarreformistas. Durante ese
tiempo se obedeció la ley civil que regulaba los amancebamientos y
permitía, e incluso recomendaba, las uniones de barraganía de los
militares y funcionarios que estuvieran obligados a permanecer largo
tiempo lejos de Castilla en tierra conquistada. Estas uniones se
formalizaban ante escribano público siempre que ambos fuesen solteros y
ellas gozasen de buena fama y fueran mayores de edad. Los capitanes de
Hernán Cortés que se unieron con hijas de caciques lo hicieron así, ante
el capellán del ejército, en solemnes ceremonias. Los hijos naturales
nacidos de estas uniones durante la primera época fueron plenamente
aceptados, legalmente pudieron disfrutar de herencias y encomiendas y se
incorporaron a la naciente aristocracia novohispana.[1] Muy diferente
debía ser la situación de los descendientes de relaciones de concubinato,
es decir, cuando al menos uno de los progenitores era casado o
comprometido con votos religiosos, por lo que sus descendientes carecían
de tales derechos y sólo pudieron recibir las donaciones que sus padres
les hicieran en vida.

En la práctica las diferencias no fueron muy profundas, hasta el grado de


que pocas décadas después de la conquista era difícil saber quiénes eran
hijos legítimos y quienes ilegítimos, fueran mestizos o castellanos. Para
cuando ya mediado el siglo XVII se impuso un mayor rechazo hacia las
relaciones de amancebamiento, y la consiguiente marginación de los hijos
ilegítimos, una gran parte de las familias procedía de tales uniones y no
habría sido fácil acreditar la absoluta legitimidad de los linajes más
prestigiados como descendientes de conquistadores.

La complejidad de la familia urbana


Antes de finalizar el siglo XVI ya se habían definido la ciudad y el
campo como las dos grandes áreas diferenciadas tanto por el origen étnico
de la población como por las diferentes costumbres y formas de relación
familiar.

Nunca hubo un rechazo explícito a cualquier proyecto de integración de


los indígenas a la sociedad española. Más bien al contrario, durante los
primeros años de dominio de la corona de Castilla fueron muchos los
conquistadores que solicitaron por esposas a hijas y viudas de caciques
que podían aportar como dote tierras, vasallos y encomiendas. También,
aunque fueron menos frecuentes, se realizaron matrimonios entre doncellas
españolas y nobles indios. Aun los miembros de la élite indígena que no
participaron en el mestizaje biológico, lograron insertarse en el grupo
más distinguido al aceptar con aparente entusiasmo la religión cristiana,
adoptar la lengua y la ropa propia de los señores españoles y al hacer
uso de los recursos que la ley castellana les proporcionaba en defensa de
sus bienes y privilegios. Recibieron los sacramentos de la Iglesia,
educaron a sus hijos en escuelas religiosas, hicieron generosas
donaciones para obras pías y participaron en cofradías y congregaciones.

En contraste con esta minoría, una gran parte de los indígenas "del
común", los que no tenían privilegios ni bienes que defender,
permanecieron apegados a sus costumbres, haciéndolas compatibles con las
nuevas normas. Sólo las fueron desechando paulatinamente, y más por
conveniencia e influencia del ambiente que por imposición autoritaria. De
ahí que en el campo, aislados de influencias extrañas, conservasen
durante siglos las rígidas rutinas de respeto a los mayores y la
aceptación de matrimonios arreglados sin participación de los
interesados. Obligados a bautizarse y a cumplir con los mandamientos de
la religión católica, el matrimonio pudo ser una ceremonia superpuesta a
su propio ritual, que incluso le daba mayor lustre y reforzaba el
compromiso ante la comunidad, así como la misa dominical era la rutina
propia de los días festivos. La elección de pareja (a cargo de la
familia), las edades de los novios (tempranas para ambos y cercanas entre
sí), el cuidado de los hijos y la residencia (generalmente patrilocal) se
mantuvieron acordes con la tradición prehispánica, al margen de
intromisiones extrañas. Por eso en los pueblos, haciendas y comunidades,
en donde sólo podían residir los indios, se conservaron sus costumbres
ancestrales, modificadas apenas por las visitas ocasionales del párroco o
doctrinero que llegaba de cuando en cuando para bautizar a los nacidos
durante su ausencia, casar a las parejas a quienes faltaba la bendición
eclesiástica y decir unos responsos por quienes fallecieron en el mismo
periodo.

En las ciudades la situación fue muy diferente, porque fracasó desde el


primer momento la pretendida separación de las dos repúblicas, de
españoles e indios. Con ella se había pretendido proteger a los naturales
de los abusos y malos tratos de que eran objeto por parte de los
españoles, cuyo ejemplo era sin duda pernicioso. Las precauciones fueron
inútiles: a los españoles les convenía que los sirvientes y artesanos
indígenas vivieran cerca, dentro de la "traza" urbana y aun en su misma
casa; al mismo tiempo, muchos negociantes conseguían burlar la
prohibición de que los indios vendieran sus tierras y les compraban las
casas situadas en lugares propicios para el comercio. Además pronto hubo
muchos españoles y mestizos pobres que se instalaron a vivir en los
barrios de indios.

El grupo de origen africano fue el elemento decisivo en la composición


urbana y el que introdujo una diferente tradición cultural. Al principio
fueron muy pocos y no llegaban por trato directo, eran procedentes de
Sevilla y destinados al servicio en algunas casas señoriales; pero no
tardaron en multiplicarse, no sólo por la llegada de nuevos esclavos,
ciertamente numerosos a partir de 1580, sino sobre todo al mezclarse con
indios y españoles, con lo que paulatinamente se diluyeron entre los
llamados mulatos, zambos, moriscos, lobos, coyotes, etc. La denominación
de castas se aplicó originalmente a quienes tuvieran algún antepasado
esclavo, aunque se generalizó a todos los que no fueran españoles ni
indios, de manera que los libros parroquiales registraban como castas a
cuantos reconocían alguna mezcla racial en su familia, e incluso algunos
indios, que deberían haber recibido los sacramentos en su propia
parroquia.

En las regiones agrícolas, en particular en los ingenios azucareros, fue


común el empleo de esclavos como mano de obra; las condiciones de trabajo
fueron muy duras y la vida doméstica dependió más de solidaridades
ocasionales que de lazos de parentesco. En barracones o en cabañas, las
afinidades afectivas y los recuerdos del pasado africano se combinaban
para crear comunidades que sustituían a las posibles familias. La
dificultad de relacionarse con miembros de otros grupos se manifiesta en
la elevada endogamia étnica, que alcanzó el 69% entre los hombres y 82%
entre las mujeres. Muy pocos esclavos trabajaron en las minas, sin duda
porque resultaba más rentable la contratación de trabajadores libres,
cuya salud no era responsabilidad del patrón y que tenían mayor empeño en
obtener el mineral de mejor calidad. Y los esclavos domésticos de las
ciudades pudieron disfrutar de unas condiciones mucho más favorables; la
cercana convivencia con sus amos creaba relaciones de aprecio mutuo que
con frecuencia culminaban en la manumisión, además de que podían ocupar
parte de su tiempo en actividades lucrativas mediante las que ahorraban
para comprar su libertad. Si bien no pudieron elegir pareja con absoluta
autonomía, pudieron confiar en una menor intromisión en sus decisiones
puesto que tenían la posibilidad de relacionarse con una numerosa
población, y la convivencia conyugal no requería que se trasladasen
grandes distancias. De hecho, su arraigo familiar y el apellido que
adoptaban correspondían muchas veces a la familia de sus amos, que entre
las mujeres no era raro que fueran también los padres de sus hijos.

En la capital del virreinato, y en otras ciudades con numerosa población,


se reunieron representantes de todos los grupos a los que se clasificaba
por su "calidad" más que por el color de su piel. Sin duda el origen
étnico influía en las consideraciones de calidad, pero también la
situación económica, el prestigio profesional, el reconocimiento social e
incluso la legitimidad del origen familiar. La flexibilidad de este
concepto facilitó el traspaso de las llamadas barreras del color, que
nunca fueron tales barreras o al menos no fueron insalvables. En las
últimas décadas del domino español y puesto que reconocían el fracaso de
los intentos de segregación, las autoridades de la metrópoli reprendieron
agriamente a los prelados novohispanos por el evidente descuido en el
registro de las calidades de los feligreses de sus diócesis. Tras
reiteradas reclamaciones, el arzobispo Fonte respondió sin la menor
disculpa ni propósito de enmienda; por el contrario, advirtió que lo
único que las parroquias debían y podían acreditar era el cumplimiento de
la recepción de los sacramentos y que, por lo tanto, los comprobantes de
bautizo, defunción o matrimonio no podían utilizarse en ningún caso como
certificados de calidad (lo que sin embargo se hacía). Incluso explicó
que los párrocos aceptaban la declaración de los interesados aun cuando
fuera evidente que lo que decían era falso.

Sólo contadas familias entre las más distinguidas, de acreditado y limpio


origen hispano, pusieron especial empeño en conservar su abolengo
mediante enlaces ventajosos dentro de su propio nivel, mientras que los
españoles pobres, que eran casi todos, se mezclaron sin prejuicios con
miembros de las castas. Tan irrelevantes eran estas mezclas que ni
siquiera se consignaban en los libros de matrimonios, en los que sólo
excepcionalmente se encuentran referencias a la calidad de los
contrayentes antes el último tercio del siglo XVIII. Incluso en los
expedientes previos al matrimonio, tramitados en la vicaría eclesiástica,
son mucho más completas las referencias a enlaces de parejas de la élite.
Además, las capitulaciones matrimoniales y las cartas de dote dan
testimonio de la importancia de los bienes materiales en la consolidación
de fortunas familiares.

La dote, aportación femenina de bienes materiales destinada a contribuir


a sustentar "las cargas del matrimonio", tenía también cierta
trascendencia para el futuro de la esposa. Hubo maridos que justificaron
su mala conducta porque ella ni siquiera había aportado dote, otros se
quejaron de la actitud altanera de ellas porque su dote había sido
cuantiosa, las huérfanas acogidas en el colegio de la Caridad no podían
casarse sin dote, aunque el pretendiente estuviera dispuesto a renunciar
a ella. La solución en algunos casos fue que aceptara dotarla él mismo
previamente. Cuando era la familia quien aportaba la dote, ésta podía
consistir en una parte de la herencia que le correspondería a la novia
como "legítima" de la herencia que algún día habría de percibir; también
podía ser una cantidad proporcionada por parientes o instituciones
benéficas, siempre incluía ropa personal y ajuar doméstico. Ya fuera
cuantiosa o insignificante no hay duda de que tenía cierto valor
simbólico. Incluso al conceder la manumisión de algunas esclavas se
añadía la donación de algunos bienes como dote que facilitaría su
matrimonio. Las arras eran un tributo del novio como recompensa por la
virginidad de la novia, de modo que se omitían sistemáticamente en los
matrimonios de las viudas y no se mencionaban cuando el pasado de la
joven era dudoso.

Un matrimonio honorable, una esposa de alcurnia y una profesión


respetable eran signos de distinción, pero no excluían la simultaneidad
de otro tipo de relaciones irregulares que eran comunes entre los menos
acomodados. A la hora de redactar su testamento muchos hombres y mujeres
mencionaban a los hijos naturales procreados antes del matrimonio, a los
ilegítimos, nacidos de una relación de concubinato, y a los expósitos
recogidos o formalmente adoptados. Los varones, solteros o casados,
podían incluir a los habidos con esclavas o sirvientas en contactos
ocasionales. Era inevitable, por lo tanto, que en los hogares urbanos
convivieran vástagos de distintos orígenes, lo que creaba conflictos
frecuentes.

Un padre olvidadizo no tuvo la precaución de formalizar ante escribano la


libertad de los hijos que había tenido con su esclava y a quienes había
educado esmeradamente junto a los legítimos. A su muerte los herederos
pusieron en venta a sus medio hermanos. Los hijos de un regidor de la
ciudad y de una mulata con la que convivió muchos años lograron la
legitimación póstuma alegando lo que de todos era sabido: que su padre
siempre los había tratado como hijos, pero no pudo casarse por no
menoscabar su rango con una esposa de inferior calidad. Una mujer
española residente en la capital crió como hija natural a una niña que
trajo con ella de Veracruz y sólo en sus últimos momentos reconoció que
en realidad ella era casada y había huído del lado de su esposo con la
hija de su esclava mulata. Estas complicaciones familiares no eran
excepcionales cuando una gran parte de los hogares acogían a grupos
domésticos formados por hijos de sucesivos matrimonios, cónyuges casados
en segundas o terceras nupcias y parientes o paisanos cuya situación
difícilmente se puede identificar como servil o de parentesco.

Las mujeres no gozaron de tantas libertades como los hombres, pero


tampoco era obstáculo para conseguir marido el tener uno o más hijos
naturales. Ciertamente en las familias acaudaladas o con pretensiones de
hidalguía se cuidaba con mayor esmero la castidad de las doncellas.
Incluso si no llegaban vírgenes al altar se defendían con la excusa de
que habían cedido a las súplicas de un novio formal que les había dado
palabra de matrimonio; el incumplimiento de una promesa de esta índole
deshonraba más al caballero que a la dama. La reparación del daño podía
limitarse al pago de una indemnización o llegar a imponer un matrimonio
forzoso. En el año 1631, un oficial del séquito del virrey Marqués de
Cerralvo, que cortejó a una señorita de familia honorable fue sorprendido
en situación comprometida y trasladado a la cárcel de corte, de la que
sólo salió directamente para casarse, sin que le sirvieran las excusas
con las que intentó evadir el compromiso.

Los registros parroquiales dejaron constancia de los matrimonios, pero


no, obviamente, de las uniones consensuales, a las que sólo podemos
acercarnos a partir de las cifras de ilegitimidad de infantes registrada.
Mediado el siglo XVII, cuando se había consolidado el modelo de vida
urbana y se habían superado las improvisaciones de los primeros tiempos,
28,126 bautizos de niños nacidos en las parroquias más céntricas de la
ciudad de México muestran un promedio de 42% de niños nacidos fuera de
matrimonio. En este promedio hay que distinguir los casos extremos
representados por los indios, con un mínimo de 27% y los negros y mulatos
que llegaron al 52% del total de los nacidos dentro de su grupo. El peso
de la población indígena es mucho más representativo, porque ellos
constituían el segundo componente numérico después de los españoles. Y
hay que destacar que las mujeres españolas que registraron a sus hijos
naturales en su misma calidad alcanzaron el 38%, apenas unos puntos menos
que los mestizos y castizos. Aunque todavía no se han completado datos de
otras ciudades, sabemos que en la de Guadalajara, a lo largo del siglo se
alcanzaron tasas de ilegitimidad entre 40.3% como mínimo y 64.1% como
máximo. Estas cifras dan indicio de la complejidad de las estructuras
familiares, oscilantes entre la rigurosa monogamia, fidelidad y respeto
preconizados por la moral cristiana y la despreocupada promiscuidad de
parte de la población.

Un siglo más tarde, finalizando el XVIII, era evidente la tendencia hacia


mayor formalidad en los matrimonios, con un descenso de ilegitimidad que
se redujo en las parroquias de la capital a 20.5% en promedio. Ya en esta
época podemos conocer algo de los infantes abandonados, puesto que en el
último cuarto del siglo se fundó en la ciudad de México la primera casa
de niños expósitos, la del Señor Sant Joseph, por iniciativa y a cargo
del arzobispado. La proporción de niños recibidos en esa institución
muestra una mayoría de las castas, seguida muy de cerca por los españoles
y con mínima presencia de indígenas. En la exposición de motivos de la
fundación mencionó el arzobispo Francisco Antonio de Lorenzana el
"intolerable escándalo" de que los niños nacidos de uniones ilegítimas
fueran acogidos por familias honorables, que muchas veces eran las mismas
a las que pertenecía alguno de sus progenitores, y así se criaban sin
diferencia los hijos legítimos y los espurios.

La convivencia de legítimos e ilegítimos había sido normal durante más de


200 años y se daba igualmente entre los pobres y entre los ricos. Para
aquéllos no había motivo de escándalo cuando casi la mitad de la
población se encontraba en las mismas circunstancias, para los más
distinguidos la convivencia podía pasar inadvertida porque las casas
señoriales acogían a gran número de parientes y allegados cuya relación
con el jefe de familia podía no estar clara. Los nobles y ricos
comerciantes reunían a los grupos domésticos más numerosos de hasta 70
personas, aunque lo más frecuente era que se limitasen a 30 o 40. En
cambio los menos pudientes, que ocupaban viviendas pequeñas o cuartos y
accesortias, tenían en promedio 4 o 5 personas en cada hogar. La elevada
mortalidad infantil contribuir a mantener el corto número de vástagos por
matrimonio ya que lo más frecuente es que sólo 2 o 3 hijos alcanzasen la
edad adulta y no eran pocos los que carecían de descendencia.

De la Colonia a la República
Al menos durante los últimos 300 años se ha hablado de modernidad en
relación con la familia, pero en cada momento se ha entendido como tal
algo diferente, desde la superación de viejas costumbres de origen
medieval hasta la aceptación de diversas formas de enlace, ya sea
indisoluble o temporal, civil o religioso. En general el paso a la
familia moderna fue un proceso de larga duración en el que se adoptaron
costumbres y modelos culturales que incluían formas de relación conyugal
más igualitarias, espacios para la intimidad, predominio de las
relaciones afectivas sobre los intereses económicos, rechazo a la
injerencia de parientes y extraños en las decisiones familiares y, sobre
todo, progresiva secularización de las costumbres y del vínculo conyugal.

En tal sentido, las familias novohispanas del siglo XVIII estaban muy
lejos de ese paradigma, puesto que en gran parte se incorporaron
tardíamente al ideal familiar contrarreformista, en una época coincidente
con la agudización de los prejuicios étnicos y de distinción. Muy
lentamente se fue generalizando el modelo basado en el matrimonio
canónico, la celebración de la boda dentro de la iglesia y no en el
domicilio particular de los contrayentes y la exclusión de los hijos
ilegítimos del hogar conyugal. Al mismo tiempo, como rasgos incipientes
de modernidad, se aceptó la participación de los hijos en la toma de
decisiones sobre su matrimonio y la aproximación en las edades de marido
y mujer. Desde luego que estos cambios se produjeron con diferentes
ritmos y afectaron desigualmente a los distintos grupos socioeconómicos.
Como había sucedido anteriormente, los "hijos de familia", aquellos que
contaban con parientes prominentes, sufrían las consecuencias de los
prejuicios y ambiciones de sus mayores y tenían menos libertad de
elección que los más modestos para quienes la única limitación era el
reducido ámbito geográfico y humano en que podían ejercer su capacidad de
decisión. Los documentos muestran la frecuencia de matrimonios entre
personas de una misma parroquia, entre practicantes e hijos de una misma
profesión y, por supuesto, entre quienes compartían la misma "calidad" o
nivel de reconocimiento social.

Ya a fines del siglo XVIII, un nuevo talante, influido aunque remotamente


por los aires de libertad del siglo de las Luces, se alejaba de la
resignación y de la aceptación del sufrimiento como mérito para la
obtención del paraíso; la vida no era tan sólo un valle de lágrimas, el
matrimonio no tenía por qué ser un purgatorio anticipado, se imponía la
idea de que la felicidad también era posible en la tierra y no sólo en el
cielo; en consecuencia, la búsqueda de la dicha personal pasaba por el
disfrute de una satisfactoria unión conyugal en la que el afecto era más
importante que los intereses materiales. Las expresiones de los jóvenes
que protestaron ante imposiciones paternas contrarias a su gusto muestran
el cambio de actitud. Ya se atrevían a hablar de amor tanto como de
afición o inclinación y ya se referían al noviazgo como un derecho
personal que no tenían que encubrir con eufemismos como "tener voluntad",
ni debían lamentar o manifestar arrepentimiento como si el afecto hacia
alguien fuera una debilidad o una culpa. No hay duda de que muchas
parejas pudieron casarse según su voluntad, lo que estaba muy lejos de
resultar satisfactorio para todos. Los padres podían exhibir las
"desastrosas consecuencias" de los matrimonios desiguales realizados sin
el consejo paterno, y tales iniciativas juveniles eran particularmente
alarmantes para quienes disfrutaban de fortunas, propiedades o títulos
nobiliarios, codiciados por desaprensivos y seductores galanes.

Las quejas de algunos nobles justificaron la promulgación de la Real


Pragmática matrimonios, que entró en vigor en España 1776 y en las Indias
en 1778. Las sucesivas adiciones y modificaciones a esta disposición real
muestran la división interna aun en las familias aparentemente mejor
avenidas. La pragmática autorizaba a los padres a desheredar a los hijos
rebeldes pero no contaba con que muchas madres disponían de sus propios
bienes y podían tomar partido por los jóvenes en contra de sus
intransigentes maridos, así que una real cédula añadió la prohibición de
que ellas los designasen como herederos o les hicieran donaciones. Poco
después, y ya que la pragmática se refería a los menores de 25 años, se
extendió la obligación de pedir consejo paterno a los mayores de esa
edad; todavía más tarde se advirtió a los jóvenes universitarios,
residentes en colegios reales y a las doncellas acogidas a
establecimientos del patronato real, que requerían, además del permiso
paterno (o materno en la mayoría de estos casos, puesto que muchos eran
huérfanos) la licencia de las respectivas autoridades e las instituciones
que los acogían.

Mientras entre las familias prominentes preocupaba el destino de la


fortuna familiar y el lustre de los blasones, los vecinos menos
afortunados de las ciudades enfrentaban el reto de sobrevivir en un medio
que ofrecía pocas oportunidades de obtener un trabajo bien remunerado y
un hogar confortable. La situación era doblemente difícil para las
mujeres jefas de familia, que debían conseguir recursos para sustentar a
las personas dependientes de ellas sin haber obtenido una preparación
profesional que les permitiera alcanzar un salario suficiente. En el
campo era absolutamente excepcional esta situación, ya que prácticamente
no había madres solteras y las viudas y doncellas se acogían al amparo de
parientes. En cambio en las ciudades los hogares encabezados por mujeres
alcanzaban hasta 24% o 30% según los barrios y grupos sociales. Muy pocas
de estas mujeres declararon a los empadronadores cuáles eran sus fuentes
de ingresos y sólo se puede deducir que las que habitaban casas propias o
principales tendrían propiedades productivas, las que ocupaban accesorias
con tapanco podrían ser propietarias de tiendas, escuelas de amiga o
talleres, y las demás, la gran mayoría, que vivía en cuartos modestos, de
una o dos piezas, estaría formada por costureras y bordadoras, por
aquellas que elaboraban comidas para su venta en la calle, las que
recibían una ayuda más o menos generosa de antiguos compañeros que las
tenían como auténtica "casa chica", o prestarían servicios como
lavanderas, planchadoras, recamareras o cocineras sin residir en el hogar
que las empleaba.

Lo más característico de los grupos domésticos de la ciudad de México en


el último cuarto del siglo XVIII es la abundancia de hogares complejos.
El padrón de la parroquia del Sagrario del año 1777 muestra el predominio
de las familias nucleares, lo cual era predecible, un reducido número de
viviendas con familias extensas, algo más numerosos los solitarios, con o
sin sirvientes y 20% de familias polinucleares o con relaciones de
parentesco y afinidad que podrían considerarse fuera de lo normal. Entran
aquí los agregados domésticos con hijos naturales, adoptados o expósitos
y procedentes de matrimonios previos de alguno de los miembros de la
pareja principal; también, en buen número, las familias arrimadas sin
relación de parentesco y las que pudieran tenerlo pero no se explica en
el censo. En algunos casos estas familias polinucleares estaban
consituidas por dos o más grupos de mujeres con sus respectivas hijas,
que seguramente se brindaban apoyo y compartían el cuidado de los menores
y los gastos de la casa.

Los solitarios varones eran eclesiásticos o burócratas y las mujeres casi


siempre maduras sin parientes. Muchos de los solitarios varones
disfrutaban de una vivienda con varias habitaciones, mientras que las
mujeres ocupaban cuartos en los patios de vecindades.

Por las mismas fechas se multiplicaron los expedientes de divorcio


eclesiástico y proliferaron las denuncias por malos tratos de los
maridos. Es difícil pensar en un aumento real de la violencia doméstica,
que siempre existió, pero, en cambio parece evidente que se habían movido
los límites de lo considerado tolerable. De ahí la sorpresa de los
maridos demandados, que lejos de negar los hechos los justificaban como
castigos merecidos por esposas insumisas. La sevicia fue alegada como
causal de divorcio en casi todos los casos, a veces acompañada de quejas
por abandono de hogar, por adulterio, por embriaguez o por no
proporcionar el dinero suficiente para la subsistencia de la esposa y los
hijos. La mayoría de los juicios de divorcio fueron promovidos por
esposas quejosas, aunque también hubo maridos que consideraban
insoportable el mal genio, la rudeza de trato o el mal manejo del hogar
por parte de sus esposas. Es interesante contrastar la inconformidad de
estas mujeres del siglo XVIII con la aparente sumisión de sus
descendientes en el XIX, cuando disminuyó notablemente el número de los
divorcios y el de las quejas por malos tratos.

Los documentos apenas dejan entrever que las mujeres intentaban superar
su tradicional sumisión y reclamar un trato más digno; pero no lo
proclamaban como una bandera igualitaria y no es apreciable que lo
hicieran como expresión de rebeldía contra las estructuras vigentes. Más
bien procuraron dejar establecido que ellas no intentaban evadir sus
compromisos como esposas sino que aspiraban a que los maridos cumpliesen
igualmente sus obligaciones y que reconocían el derecho de ellos a
corregirlas y aun golpearlas, pero sólo cuando existiera causa justa y lo
hicieran con moderación. Los maridos asumían su papel dominador y el
patriarcalismo, antes propio de familias encumbradas, se generalizaba
entre los grupos populares e incluso se extendía por las zonas rurales.
Por lo demás, la vida en el campo seguía apegada a sus rutinas
tradicionales.

El tránsito a la vida independiente no tuvo un impacto inmediato sobre la


estructura familiar ni sobre las formas de relación en el hogar. Hay
indicios de que algunas concepciones autoritarias propias del sistema
patriarcal se generalizaron, con el consiguiente endurecimiento de las
actitudes machistas en los ambientes populares. En ocasiones pudo ser una
reacción de violencia frente a las aspiraciones femeninas de lograr un
trato más justo. En aspectos como los derechos de las mujeres, la
legislación no precedió a los cambios sino que se generó una vez que se
impusieron las nuevas actitudes. Mientras los hombres se liberaban de los
lazos que los habían atado a gremios, hermandades y cofradías y obtenían
el derecho a la emancipación de la autoridad paterna a partir de los 21
años, las mujeres casadas seguían en la misma situación subordinada. Poco
a poco, las esposas abandonadas y las madres viudas o solteras lograron
la patria potestad sobre sus hijos como un derecho propio de la
maternidad. También las doncellas impusieron su voluntad al elegir novio.

Ya que la ley mantenía a las esposas bajo el dominio de sus maridos


parecería, desde la perspectiva del siglo XXI, que la posición de las
mujeres libres era envidiable; pero la realidad era bien diferente para
aquéllas que encabezaban un hogar sin disponer de suficientes recursos,
sin preparación para realizar un trabajo especializado ni oportunidades
de conseguir un empleo en cualquier actividad honesta y bien remunerada.
En esas condiciones, la búsqueda de pareja era más una necesidad
económica que una inclinación afectiva; la aspiración de llegar al
matrimonio se relacionaba con la necesidad de lograr un ingreso seguro y,
como había sido frecuente durante la época colonial, las uniones
temporales sustituían al matrimonio canónico. Los nacimientos ilegítimos
se mantuvieron en proporciones elevadas, lo que muestra hasta qué punto
las expectativas femeninas de conseguir un compañero que las sostuviera,
se frustraban al quedar nuevamente solas y con la carga adicional de los
hijos.

Las reformas liberales de mediados de siglo tuvieron consecuencias


decisivas sobre la organización familiar, si bien la resistencia de una
población casi totalmente católica contribuyó a la lenta aplicación de lo
establecido por las leyes. La más importante en relación con la familia
fue la expedida en 23 de julio de 1859, que establecía el matrimonio
civil y el divorcio. Al rechazar la validez legal de las uniones
religiosas, el gobierno de Benito Juárez atacaba frontalmente a la
iglesia católica, que había sido la única responsable de refrendar los
enlaces conyugales. Pero además se establecía el divorcio, con el
carácter de disolución del vínculo y la opción de contraer nuevo
matrimonio. Esto era muy diferente del llamado divorcio eclesiástico, que
tan sólo autorizaba a los cónyuges a vivir separados, sin posibilidad de
casarse de nuevo.

La reacción popular, aunque no inmediata, se sintió al aumentar


extraordinariamente el número de juicios de divorcio en las décadas de
1860 y 1870 (58 y 103 juicios respectivamente) pero con una disminución
igualmente drástica poco después, debido a lo cual las proporciones en el
conjunto del siglo no son muy diferentes: los 201 expedientes de divorcio
eclesiástico durante 1800 a 1859 apenas contrastan con los 177 de los
cuarenta años siguientes, de 1860 a 1900.

Todavía durante largos años fueron muchas las parejas que no formalizaron
su relación ante ninguna autoridad, otras tantas acudieron tan sólo a la
iglesia, pocas se presentaron en el registro civil y aun fueron menos las
que se registraron en ambas instancias. La oposición a la secularización
y al nuevo control ejercido por el gobierno se manifestó también en la
renuencia de los padres a inscribir a sus hijos en el registro civil,
mientras que casi todos los bautizaban.

Las familias de la élite, sin renunciar a su tradicional cercanía a la


jerarquía católica, aceptaron con mayor facilidad las nuevas
disposiciones y supieron acomodarse a la situación. Los grupos de
parientes prominentes del siglo XVIII supieron diversificar sus
actividades empresariales y profesionales, participaron en los gobiernos
locales y consolidaron su posición. El siglo XIX fue precisamente el
momento de auge de las oligarquías locales, que aprovecharon la debildad
del gobierno central para afianzar su poder y aumentar su caudal.

La promulgación del Código Civil para el Distrito Federal y Baja


California, en 1870, consagró las reformas liberales y sirvió de pauta
para a legislación de los Estados de la Federación, que se aproximaron a
modelo, aunque con algunos matices y tendencias propios. La diversidad
legislativa era apenas un reflejo de la variedad de formas y costumbres
familiares que coexistían en el país.

El respaldo familiar era decisivo en los malos momentos, para cubrir


gastos inesperados, para recibir asistencia en una enfermedad o para
proporcionar trabajo a los desempleados y alimento a los necesitados.
Quien tenía parientes podía superar situaciones difíciles que hundían a
los huérfanos de ese apoyo. Las estrategias de los pobres se dirigían a
la supervivencia en contraste con las de los privilegiados que pretendían
consolidar su poder. Siempre los grupos prominentes recurrieron a los
matrimonios y a la colocación de sus hijos en órdenes regulares, cabildos
eclesiásticos o conventos femeninos como medio de aumentar sus bienes y
lograr mayor influencia y prestigio social, hubo quienes tuvieron éxito y
mantuvieron el prestigio de su apellido junto a la prosperidad material
durante varias generaciones. Comerciantes enriquecidos, mineros
afortunados y funcionarios distinguidos se unieron a viejos hidalgos para
asegurar una posición conspicua. Con títulos nobiliarios o sin ellos, los
más acaudalados novohispanos consiguieron tejer redes de parentesco que
les aseguraron el éxito en los negocios, la influencia en la vida pública
y la conservación de sus privilegios. Ya en el tránsito de la época
colonial a la vida independiente, quienes supieron diversificar sus
posiciones y acomodarse a las nuevas circunstancias, no sólo aumentaron
sus riquezas sino que ganaron poder político, favorecidos por el
debilitamiento del control que se produjo con las nuevas instituciones.

Mientras tanto, las masas empobrecidas seguían recurriendo a la familia


como apoyo en las horas difíciles de la guerra y en la pérdida de trabajo
por la ruina de las empresas. Cambiaba bruscamente el régimen de
gobierno, se desmoronaban lentamente las viejas instituciones y la
familia evolucionaba muy lentamente hacia lo que sería la familia rural y
urbana del México moderno.

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

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NOTAS
[1] La diferencia entre barraganas y mancebas y entre éstas y las
prostitutas fue apreciable en el siglo XVI y desapareció progresivamente
en las siguientes centurias. La diferencia era explícita en la
Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias, (1943) 3 vols.,
edición facsimilar de la de 1791, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica,
Libro IX, título XXVI.

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