Beruflich Dokumente
Kultur Dokumente
2
Para avergonzar al mundo, iniciaré
La moda: menos afuera y más adentro.
3
que te toca. (La derriba con un golpe de puño.)
GUIDERIO. — ¡Maldito palurdo, toma esto! (Golpea a PÓSTUMO y
lo doblega, obligándolo a poner una rodilla en el suelo.)
ARVIRAGO. — ¡Perro, cómo te atreves! (Amenazándolo.)
PÓSTUMO. — Calma, calma, jóvenes señores. Uno por vez, si
os place. (Se pone en pie de un salto y adopta una actitud
defensiva.)
PISANIO (interponiéndose).— ¡Las manos fuera de mi amo! Es
de la familia real.
PÓSTUMO (a Cimbelino).— Llama a tus dogos, señor.
¿Por qué todo este tumulto en torno a un criado?
CIMBELINO. — ¡Mi yerno!
PISANIO. — Oh, caballeros, vuestra ayuda. Mi señor
Póstumo,
Nunca mataste a Imogena, sino ahora. ¡Socorro!
¡Socorro!
IMOGENA. — Oh, dejadme morir. Oí la voz de mi esposo,
A quien consideraba muerto. Y en mi éxtasis,
El más intenso que jamás sentiré,
Me recibió con un golpe.
PÓSTUMO.— ¡Su voz! ¡Es Imogena!
¡Oh, mi queridísimo corazón, vives! ¡Oh dioses!,
¿Qué sacrificio puedo pagaros por esta alegría?
IMOGENA.— Te atreves a fingir que me amas...
PÓSTUMO.— Mi dulzura, me atrevo
A cualquier cosa, a todo. Las montañas de mortal culpa
Que me aplastaban, desaparecieron ya de mi pecho.
Me encuentro en el cielo, cuando un instante ha estaba
en el infierno.
Puedes volver a traicionarme veinte veces.
IMOGENA. — ¡Volver! Y, por favor, ¿cuándo te traicioné?
PÓSTUMO.— Se me dieron pruebas. Ahí tienes a tu amante.
¿Quieres que lo lleve a nuestro hogar? No me importa,
puesto que vives.
IMOGENA. — ¡Mi amante! (A Iachimo.) ¡Oh, ya que sois un
caballero,
Desmentidle.
IACHIMO.— Está mal informado, señora.
Hicimos una apuesta, él y yo, en Italia,
De que yo pasaría una noche en vuestra alcoba.
IMOGENA (a Póstumo).— ¡Hiciste esa apuesta! ¡Y yo estoy
casada contigo!
PÓSTUMO. — La hice. Y él ganó.
IMOGENA. — ¿Cómo? Nunca entró
En mi aposento.
IACHIMO. — Pasé una noche en él.
Fue la noche más incómoda
Que jamás pasé.
IMOGENA. — Debes de estar loco, señor.
O bien eres el más audaz de los embusteros
Que jamás destruyeron con sus mentiras el honor de
una mujer.
IACHIMO. — Creo, señora, que os olvidáis de ese arcón.
IMOGENA. — No me olvido de nada. Por vuestra sincera
súplica,
Vuestro arcón fue puesto a recaudo en mi alcoba;
4
Pero, ¿dónde estabais vos?
IACHIMO.— ¿Yo? En el arcón. (Gran
agitación, hilaridad.)
Y en un punto confieso haber pecado.
Os robé el brazalete mientras dormíais.
PÓSTUMO. — ¡Y me despojasteis de mi anillo de diamante!
IACHIMO. — Anillo y brazalete poseían cierta magia.
Que no me permitió descansar hasta que los deposité
En el altar de Mercurio. Él es el dios de los ladrones.
Pero puedo ofrecer una reparación. Pagaré por ambos
El precio que pidáis, y agregaré otro brazalete
Para el otro brazo.
PÓSTUMO. — Juntamente con diez mil ducados
Que me debéis por la apuesta perdida.
IMOGENA. — ¡Y esto, creéis, señores, me compensa
Todo lo que habéis hecho vos y mi esposo!
IACHIMO. — Remedia lo que puede ser remediado.
En cuanto a lo demás, no puede ser deshecho.
Somos una lamentable pareja. Sin embargo,
Podríais ir a cualquier parte y pasarla peor; porque
los hombres
Acostumbran hacer tales cosas a las mujeres.
IMOGENA. — Vos, por lo menos,
Tenéis la elegancia de saber quién sois.
¡Mi esposo piensa que ya todo está arreglado
Y que este es un dichoso final!
PÓSTUMO. — Bien, queridísima,
¿Qué podría pensar? El hombre me describió
El lunar que tienes sobre el pecho.
IMOGENIA. — Y en consecuencia
Ordenaste a tu criado que me matara.
PÓSTUMO. — Me pareció natural.
IMOGENA. — Hiéreme otra vez, pero no digas eso.
GUIDERIO. — Y, si lo haces, por el gran martillazo de Tor
Que te mataré, aunque fueses cincuenta yernos.
BELARIO.— Calma, hijo, que estamos en presencia del rey.
IMOGENA.— ¡Oh Cadwal, Cadwal, tú y Polidoro,
Mis recién hallados hermanos, sois mis verdaderos
amigos!
¿Habríais ordenado vosotros, fuera yo diez veces infiel,
Que un esclavo me asesinara?
GUIDERIO (estremeciéndose).— Todo el mundo
Moriría antes.
ARVIRAGO.— Mientras vivamos, Fiel,
Nadie te hará daño.
PÓSTUMO. — Niña, escúchame.
No te he dicho que mi conciencia culpable
Me enloqueció casi cuando los cielos se abrieron
Y apareciste tú? Pero te ruego, mi querida esposa,
¿Cómo llegaste a pensar que yo había muerto?
IMOGENA.— No puedo hablar de eso; es demasiado
espantoso.
Vi a un hombre decapitado vestido con tus ropas.
GUIDERIO. — ¡Bah! Era Cloten, hijo, según él, del rey.
Yo le corté la cabeza.
CIMBELINO. — ¡Vaya, los dioses no lo quieran!
5
No querría que tus hazañas de mis labios
Arrancaran una frase dura. Te lo ruego, valiente joven,
Desdícete.
GUIDERIO.— He hablado, y lo hice.
CIMBELINO. — Era un príncipe.
GUIDERIO.— Y muy descortés; los agravios que me infirió
No fueron principescos; porque me insultó
Con un lenguaje que me habría hecho dar de puntapiés al
mar
Sí así hubiese podido rugirme. Le corté la cabeza.
Y me alegro de que no esté aquí
Para hablar de mí como yo de él.
CIMBELINO. — Lo siento por ti;
Por tu propia lengua eres condenado, y debes
Sufrir nuestra ley: eres muerto. Amarrad al delincuente
Y lleváoslo de nuestra presencia.
BELARIO. — Espera, señor rey;
Este hombre es mejor que el hombre a quien mató,
De tan noble ascendencia como tú, y más
Merecía de ti de lo que una banda de Clotens
Pudo pretender jamás. (A los guardias.) Soleadle los
brazos
Que no ha nacido para el cautiverio.
CIMBELINO. — ¡Vaya, viejo soldado,
¿Querrías hacer olvidar los servicios que aún no se
te han pagado,
Probando nuestra ira? ¿Cómo de ascendencia
Tan buena como nos?
GUIDERIO. — Ha ido demasiado lejos.
CIMBELINO. — Y tú morirás por ello.
BELARIO.— Moriremos los tres,
Pero antes demostraré que dos hay tan buenos
Como de él dije que lo era.
CIMBELINO. — Lleváoslo.
El mundo entero no lo salvará.
BELARIO. — No tan rápido. Antes
págame por el cuidado de tus hijos;
Y luego confíscamelo
En cuanto lo haya recibido.
CIMBELINO.— ¿El cuidado de mis hijos?
BELARIO.- Soy demasiado tosco y descarado; heme aquí
de rodillas.
Antes de levantarme prefiero salvar a mis hijos.
No perdones, pues, al anciano padre. Poderoso señor:
Estos dos jóvenes caballeros que me llaman padre
Y creen ser mis hijos, no lo son míos.
Son producto de tu carne, mi soberano,
Y sangre de tu procreación.
CIMBELINO.— ¿Cómo? ¿Mi producto?
BELARIO. — Tan cierto como tú lo eres de tu padre.
A estos tus príncipes
(Porque tales y tal son), durante veinte años
Eduqué. Las artes tienen
Que en ellos supe poner. Mi educación fue, señor,
La que vuestra alteza conoce. Venid, muchachos, y
ofreced
6
Vuestro cariño y respeto a vuestro augusto señor.
GUIDERIO.— Los tres somos hombres hechos y perfectos
extraños.
¿Puedo cambiar de padre como cambio de camisa?
CIMBELINO. — ¡Cachorro desnaturalizado! ¿Qué dice tu
hermano?
ARVIRAGO. — ¿Yo de sangre real, señor? Bien, hemos
llegado a una edad
En que las ayudas de los padres se sienten como
obstáculos.
Estoy cansado de que se me sermonee.
CIMBELINO (a Belario).— De modo que, señor,
Así educaste a mis cachorros.
GUIDERIO.— Nos enseñó
A decir la verdad y afrontarla.
BELARIO.— Mi regio amo:
No sé qué decir; ni tú ni yo
Podemos regir los pensamientos de nuestros hijos. Pero
perdónale.
Si es audaz en exceso, mía es la culpa.
GUIDERIO. — La culpa, si culpa hay, es de mi Hacedor.
No soy hechura de hombre alguno. Yo soy yo.
Tomadme o dejadme.
IACHIMO (a Lucio).— Fíjate bien, Lucio, fíjate.
Que ha hablado el futuro rey de esta tosca isla.
GUIDERIO. — ¿Contigo, Sir Ladrón, de tutor mío?
No, no;
Este oficio de rey no tiene encantos para mí.
Cuando vivía en una cueva creía que un palacio
Debía de ser un lugar glorioso, poblado de hombres
Renombrados como consejeros, vigorosos como soldados;
Como santos, ejemplos de vida pía,
Y todos estaban a mis órdenes, porque yo era un
príncipe.
Ese fue mi sueño. Hoy he despertado.
Débese ser, eso es seguro, otro Cloten,
Acosado por la parla de su séquito de adulones,
Obligado a adorar dioses inventados por los sacerdotes,
Sin libertad para desposar a la mujer de mi elección,
Detenido cada vez por algún viejo tonto
Que grita "¡No debes!", o, peor aun, "¡Debes!"
Oh, no, señor; devuélveme a mi vieja y querida caverna
Y a mis nada zalameros amigos cuadrúpedos.
Abdico y entrego el trono a Polidoro.
ARVIRAGO.— ¿Qué dices, por el cielo? Nada te agradezco
hermano.
CIMBELINO.— Me alegra que no seáis ambiciosos.
Los monarcas arraigados
Raramente aman a sus herederos. Y eso es sabio, creo.
ARVIRAGO.— No temas, gran señor; nunca aprendimos
A esperar los despojos de los muertos, y menos sus
coronas.
GUIDERIO. — Basta ya. Fiel, ¿es cierto
Que eres mujer, y éste tu esposo?
IMOGENA.— Soy mujer, y este hombre es mi esposo.
Quiso hacerme matar.
7
PÓSTUMO.— No insistas en eso.
CIMBELINO.— Por la paciencia de Dios, hombre, lleva
a tu esposa a casa, a la cama.
Sois marido y mujer; nada puede alterar eso.
¿Hay más enredos que desenredar? Cada uno, aq
Según parece, es otra persona. (A Imogena.) Vé a
cambiar tus ropas
Por atavíos más conformes con tu sexo y tu rango.
¿No tienes vergüenza?
IMOGENA. — Ninguna.
CIMBELINO. — ¿Cómo? ¿Ninguna?
IMOGENA. — Todo se ha
perdido.
Vergüenza, esposo, dicha y fe en el hombre.
Él ni siquiera se arrepiente.
PÓSTUMO. — Me siento demasiado feliz.
IACHIMO. — Señora, una palabra. Cuando llegaste, hace un
instante,
Yo, como lo viste, estaba dispuesto a matarlo.
Deja que él sea testigo de que lo ataqué
Para vengar tu muerte.
IMOGENA.— ¡Oh, no me hagáis reír!
La risa diluye muchos resentimientos justos,
Perdona demasiados pecados.
IACHIMO.— Y evita al mundo
Muchos miles de muertes. Dejadme abogar por él.
Tiene sus defectos, pero debe soportar los vuestros,
Sois, lo juro, una dignísima dama.
Pero, aun así, no del todo un ángel.
IMOGENA.— No, no del todo.
Pero tampoco un gusano. ¡Sutil villano italiano!
¡Ojala el arcón te hubiese asfixiado!
IACHIMO.— Mi querida señora,
Estuvo a punto de hacerlo.
IMOGENA.— No reiré.
Debo volver a mi casa y aceptarlo todo como mejor pueda,
Como hacen otras mujeres.
PÓSTUMO.— Eso es lo único que pido. (La abraza.)
BELARIO. — Los dedos de las potencias superiores acordan
La armonía de esta paz.
LUCIO.— Paz haya, pues.
Porque, con el informe de este caballero y el mío,
Espero que el imperial César reanudará
Su amistad con el radiante Cimbelino
Que brilla aquí, en el Oeste.
CIMBELINO.— Alabemos a los dioses
Y dejemos que nuestros ensortijados humos suban a
sus narices
Desde nuestros altares bendecidos. Haced conocer esta
paz
A todos nuestros súbditos. Salgamos;
Que una enseña romana y una británica ondeen
Amistosamente juntas. Atravesemos así la ciudad de Lud,
Y en el templo del gran Júpiter
Nuestra paz ratificaremos y la sellaremos con festines.
¡En marcha! Nunca hubo una guerra que terminara,
8
Antes que se lavaran las manos ensangrentadas,
Con una paz como ésta.
TELÓN